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El sueño de la sirena por Julián Penagos-Carreño
from Nudo Gordiano #13
por Julián Penagos-Carreño.
—¿Cómo es?—le pregunto.
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No me responde.
—Me gustan las sirenas.—dice.
Sigo tomando mi cerveza esperando el almuerzo.
—¿Qué pedí?—me pregunta.
Tengo que hacer un esfuerzo enorme para recordarlo. Pretender que nunca olvido. Por esa razón Laura confía en mí. Sólo yo lo sé, no soy de fiar. Cuando la mesera que nos atendió pasa por nuestro lado con un plato de pasta a la boloñesa para otra mesa, le digo:
—Eso.
Ella, como si hubiera recordado, asiente.
—De seguro eso fue lo que pedí.—afirma.
En sus ojos puedo ver la duda.
Esa duda enquistada por años. Engendrada en los momentos en que no recuerda nada, y otra persona le confirma su pasado.
Pero ella lo presiente: no puede estar segura de nada.
Ahí están los tics, esos brincos nerviosos que la hacen palidecer, avisándole que viene una de sus crisis. Quién sabe hace cuánto no toma la medicina, Tegretol 400mg, si mal no recuerdo.
Debo decirlo, la noticia no me fulminó, en realidad lo esperaba. Laura puede decidir lo que considere mejor para sí misma. Por eso, hace un rato, cuando me lo dijo, no previne mi sonrisa. Seguí tranquilo tomando mi cerveza. Ahora, observo la forma en que termina su café. Veo un entorno luminoso y tranquilo, un “algo” indescriptible lleno de paz que la rodea. Ni siquiera el alboroto acostumbrado del restaurante a esta hora, puede interrumpir tal imagen de intenso sosiego.
—¿Qué pedí?—pregunta de nuevo.
Contesto rápido.
—Perdón.—dice—Ya no recuerdo ni lo que hice hace cinco minutos. Pedí mi plato preferido.
—Sí, tu plato preferido.
Nos quedamos en silencio, inmersos en nuestros pensamientos. Ella quizá, imaginando su futuro próximo y líquido. Yo reflexionando sobre aquellas últimas palabras. Sobre el olvido.
Intento entender su realidad oculta. A mí me gustaría mucho olvidar algunos actos que han dañado mi alma. Laura, ¿eres afortunada?
La mesera al fin trae los platos. Exacto. Pasta a la boloñesa para ella; una lasaña, para mí. Pido otra cerveza. Laura pide un jugo de mango. No hablamos.
Ella sigue dando brincos mientras come. Los demás clientes del restaurante no pueden resistir mirarla con cierto malestar. Sin embargo, yo, que según Laura lo recuerdo todo, ya estoy implicado en evocar escenas del pasado… Sí, Laura, quizás la memoria que te quitaron a ti, la tengo yo. Es una maldición.
Tengo en la mente una imagen de Laura cuando era bebé. Está en brazos de mi madre. Balbucea sílabas sin sentido. Mi padre la besa. Yo como un helado de vainilla. Todo es borroso. De repente, convulsiona. Su cuerpo se ensancha como si luchara contra una criatura dentro de sí misma. Mi madre grita. Mi padre ayuda a sostenerla. La pequeña Laura se contorsiona como si estuviera poseída.
De repente llega a mí otra imagen de esa infancia convulsiva. Veo los trazos del rostro ofuscado y triste de mi madre cuando mi padre le dice: «Laura tiene epilepsia». Por aquel entonces yo era un niño y no sabía qué significaba eso.
Ahora, recuerdo un conjunto de rostros, todos de Laura al sufrir de esos episodios que los médicos llamaron crisis. A mí siempre me pareció que su alma abandona su cuerpo. Sus ojos se tornan blanquecinos. Su piel se transforma en una coraza dura y fría. Es como si muriera por un instante. Una pequeña muerte, distinta a le petit mort. No es un orgasmo el que la causa, es una enfermedad. Pero sus efectos son iguales. Desconexión de los sentidos. Desvanecimiento. Pérdida del halo vital en un suspiro eléctrico que deja vacío su recipiente de carne.
Después de las crisis, su retorno siempre ha sido algo difícil. Melancólico. Trascendental. Parece nacer de nuevo. Como si resistiera dejar la regresión, como si allá en esa nada, donde permanece por unos segundos, todo fuera más tranquilo. Más sencillo. Una y otra vez abre y cierra los ojos tratando de diferenciar sus realidades. «Estoy aquí o estoy allá. Mierda, estoy aquí», de seguro, es lo que debe pensar. Es entonces, cuando comienza su retorno a este mundo. Lo hace por medio del lenguaje, balbucea algunas sílabas incomprensibles, hasta que por fin sus cuerdas articulan la palabra: eculpto, eucliptoa, ecliptoa, eucaltop, eucalipot, eucalipto, eucalipto. ¡Eucalipto! ¡Eucalipto! Sí, ya está de nuevo en nuestra realidad.
—Me gustan las sirenas.—repite.
Mientras me dice cosas como que las sirenas verdaderas eran mujeres ave y algo sobre las náyades, yo simplemente estoy ido recordando el momento, hace un año, en que Laura está en una cama de hospital sin parte del hipocampo. Ahora que lo pienso, me parece una coincidencia cruel el asunto del parecido de las formas y las especies: hipocampo, caballitos de mar y las sirenas que le gustan a Laura. El médico había dicho que con esa operación Laura sanaría. Mintió. A los pocos meses las crisis volvieron. Las dosis de Tegretol lograban mantenerla por periodos cada vez más cortos en esta realidad.
Laura, ¿hace cuánto no te tomas la medicina?, pienso.
La observo y la imagino como ninfa acuática: siempre sirena, titubeando entre dos mundos; vagando en uno, queriendo estar en el otro.
Laura sigue hablando de su fantasía, a la vez que come desaforadamente de su plato, manchándose como una niña pequeña, como si fuera la última vez que va a comer. Me pregunto, mientras devoro mi lasaña, si Laura no tendrá algún recuerdo de sus estancias en ese otro mundo donde se sumerge cuando tiene las crisis. Algo debe evocar su maltrecho cerebro, y por eso este deseo…, su último deseo.
—¿Vas a extrañar algo de aquí?
Laura me mira con cara de no querer decir lo que está pensando. Soy un tonto, cómo va a extrañar este lugar si ya casi no lo recuerda. Laura me dice:
—Del otro lado solo tengo sensaciones.
Para ella, eso es suficiente.
—Una comodidad, una felicidad infinita, una libertad líquida—asegura, como si tuviera alguna imagen de aquello.—Por eso mi gusto por las sirenas —agrega.—Antes de la operación recordaba más, un enorme océano y un hermoso canto femenino.
No me sorprendo. Sólo dejo que siga hablando, mientras intercalo sorbos de cerveza con bocados de lasaña.
—Odio esa operación.—me dice.
Deja de comer por un momento.
—Te entiendo.—le digo yo.
En realidad, no la entiendo, qué voy a entender si yo, según Laura, lo recuerdo todo. Ella me dice lo mucho que le gusta dormir. Cuando lo hace, sueña. Su subconsciente la transporta a ese mundo acuático color zafiro, donde parece perderse en las dunas sonoras de los cantos de las sirenas. Sin embargo, al despertar lo olvida todo.
—Así que quiero soñar para siempre.—afirma.
¡Oh! En realidad, no sé nada de su sufrimiento. La observo alternar los bocados de la pasta junto con los brincos, los tics, y sus ojos pensando en sirenas. Terminamos de comer, yo pido otra cerveza. Laura se levanta.
—Adiós, hermano.
Me mira como esperando una reacción de parte mía. No hago nada. No puedo hacerlo. La veo salir por la puerta del restaurante con la sensación de ser la última vez que la voy a ver. Después me tomo otras tres cervezas. No me da vergüenza hacerlo solo.
Luego, cuando la tarde decae y comienzan a cerrar el local, decido ir a mi apartamento. Allí abro una botella de vino, brindo por ella. Es hora de admitirlo. Tengo envidia. También a mí me gustaría sumergirme en otra realidad donde todo sea mejor. Nadar en esa libertad líquida y azul. Pero sólo ella nació con esa facilidad. Sólo ella.
Me acabo la botella. Abro otra.
Sin la medicina sólo es cuestión de tiempo. Alguna crisis…y todo se acabará, o en realidad, para ella, todo empezará. Depende del punto de vista. El vino empieza a influir en mi voluntad. Quiero llamar a algunos amigos para embriagarnos. Amanecer olfateando alguna desconocida axila femenina.
No sé si Laura tuvo novios; si los tuvo, los ocultó muy bien. Todo era parte de esa personalidad de ser mitológico. No quiero saber qué hacía cuando estaba con ellos. Me la imagino danzando desnuda tratando de ser sirena buscando el sexo mundano. El amor para Laura hacía rato que había muerto.
Estoy ebrio.
Siento que bajo al infierno mientras Laura va al cielo. Yo seguiré aprisionado, ella será libre al fin. No quiero quedarme en este mundo. No entiendo mi comportamiento, siempre he resistido bastantes botellas llenas de esta agua venida del Estigia. Seguramente, la noticia del acto futuro de Laura ha golpeado mis sentidos. No me siento con ganas de seguir. ¿Quién será el barquero que conduzca a Laura hacía el otro lado?
Me quedo allí contemplando mi ser etílico y mi espíritu se nubla. No veo. No concibo nada. Mis sentidos se pierden. De repente, una llamada. El teléfono. Ese sonido tan molesto de repiqueteo me anuncia que algo aún me ata a este mundo. Contesto. Es mi madre. Respiro hondo e intento que las palabras me salgan de la manera más ordenada posible. No lo logro. Pero sé y entiendo lo que ella me dice. Laura tuvo una crisis muy fuerte. No volvió a despertar. Está en coma. Sólo digo:
—Bien, entonces por fin ha cumplido su sueño.—Cuelgo.
¿Cómo será?, me pregunto, pero Laura ya no está para responderme. Mientras me duermo, escucho una dulce voz femenina que canta mi nombre.