Dossier Panacea

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Dossier

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SUMARIO DE LA REVISTA PANACEA N.º 1 Editorial

Libros del mes

Javier Puerto

José Félix Olalla Margarita Arroyo Rosa Basante

Humanidades Juan Esteva Antonio González Bueno Eugenia Mazueco Raúl Rodríguez Derechos Humanos Federico Mayor Zaragoza Opinión Carlos Lens In memoriam Julio Caro Baroja en el Ateneo Daniel Pacheco Galería de Retratos Ateneo Gregorio Marañón Ateneístas Ilustres José Rodríguez Carracido Biografías parlamentarias Enrique Granda

Ciencias Legionelosis José María Ordoñez Óptica Ernesto Marco

Sanidad Alimentación Esperanza Torija Economía de la salud Ignacio Para

Derecho Saniatario Mariano Avilés

Farmacología Francisco Zaragozá

Iberoamérica Tomas Mallo

Vino del mes Bodegas Ercavio

Arte Maite Pedraza Guzmán Matías Díaz Padrón

Cine Eduardo González Peribáñez

Música José Maria Ventura

Tema del mes Centenarios: Generación del 14 y Primera Guerra Mundial Vídeo Ateneo con intervención de Jesús Posada, José Luis Abellán, Pedro López, Eduardo L. Huertas Ernesto García Camarero José Siles

Colaboraciones Científicas Carmen Doadrio Abad

Reportaje Especial –La Rioja Bodegas Antonio del Castillo Sagasta Pedro López Premios Centro Riojano 2014 Personajes riojanos Cursos Universidad Internacional de la Rioja Vídeo de Música Pablo Saiz Villegas

Autocuidado de la salud 2014


Colaboran en el número 1 de Panacea

José Luis Abellán

Antonio del Castillo

Fernando del Arco

Benito del Castillo

Margarita Arroyo

Carlos del Castillo

Mariano Avilés

Pedro Caballero

Fernando Bandrés

Matías Díaz Padrón

Rosa Basante

Alejandro Díez Torre

Antonio Casas

Carmen Doadrio

Enrique Dorado

E. G.ª Camarero

A. González Bueno

Eduardo González

Enrique Granda

Raúl Guerra Garrido

Juan Esteva

Joaquín Herrera

Carlos Lens

Pedro López

Tomás Mallo

Ernesto Marco

José M.ª Martín

Mayor Zaragoza

Eugenia Mazueco

José Carlos Montilla

José Félix Olalla

José M.ª Ordóñez

Daniel Pacheco

Ignacio Para

Esperanza Torija

José M.ª Ventura

Francisco Zaragozá

Maite Pedraza

Javier Puerto

Antonio Moreno

R. Rodríguez Nozal

José Siles



E

n la Grecia clásica, como es bien sabido, los dioses habitaban en el Olimpo. Los humanos tenían con ellos una relación especialmente fluida, muy diferente a las de otras civilizaciones arcaicas, por su identidad sentimental, aunque los seres divinos poseyeran muchas cualidades y habilidades mágicas vedadas a los mortales. Con respecto a la enfermedad, cualquier divinidad podía convertirse en un problema si se enfadaba con un humano corriente; sin embargo había una serie de ellas especialmente sanadoras. El primero de todos es Apolo, considerado el dios de las plagas y de la enfermedad, el que aparta y desvía el mal, dominador también de la profecía y el oráculo. Su hermana, Artemisa, aunque virgen, era tenida por protectora de los partos y del crecimiento de los niños. Palas Atenea, protectora de las artes y de Atenas, fue tomada también por sanadora. Sobre todos ellos, el principal dios sanador fue Asclepio, el Esculapio latino, hijo de Apolo. Los estudiosos de la mitología griega piensan que fue un héroe destacado en el ejercicio médico, posiblemente durante el asedio de Troya y luego lo divinizaron llegando a desplazar a Apolo como dios sanador. La leyenda dice que Apolo encomendó la educación de Asclepio al centauro Quirón, conocedor de las virtudes medicinales de las plantas del monte Citerón, en Tesalia. De él aprendió a ejercer la terapéutica farmacológica, debido a su condición híbrida entre humano y caballo y por consiguiente la Medicina. El sanador no se contentó con curar a los vivos. Llevado por su vanidad intentó resucitar a los muertos mediante prácticas mágicas, lo cual estaba vedado, por anti natural, en el Olimpo. Enterado Zeus de su osadía se llenó de ira y le mató con un rayo, convirtiéndolo en la constelación Serpentaria: “el que lleva serpientes”. De ahí la representación de Asclepio con un bastón en donde se enrollan dos sierpes, lo cual nos indica su condición de divinidad infernal, destruida por Zeus por transgredir las leyes naturales y posteriormente santificada en los santuarios dedicados a su culto. De ahí, también, los símbolos de la Medicina y la Farmacia, en donde las serpientes recuerdan ese carácter de divinidad fronteriza entre el bien y el mal, de su potencia sanadora y de la necesidad de no traspasar jamás la linde entre lo bueno y lo malo; lo natural y lo que no lo es. La leyenda no acaba aquí. Apolo, enfurecido por la acción de Zeus hacia su hijo, destruyó a

los cíclopes, los constructores de los rayos jupiterinos y Asclepio, durante su heroica estancia en el asedio troyano, tuvo cuatro hijos: los varones Macaón y Podalirio, médicos a su vez destacados durante aquella guerra y las hembras Higea, posteriormente conocida como diosa de la Higiene y Panacea, la que todo lo cura, relacionada con la terapéutica farmacológica. Panacea, en español, quiere decir exactamente eso: medicamento a que se atribuye eficacia para curar diversas enfermedades. Pues bien, con este título tan sugerente, Daniel Pacheco ha convocado en su entorno a sus mosqueteros; a los amigos de tantos años de profesión farmacéutica, de actividad cultural en el Ateneo científico, literario y artístico de Madrid, de ilusiones humanísticas y científicas para, bajo su coordinación o dirección, dar al mundo de internet, una página web y una revista digital en donde tengan cabida todas las ilusiones acariciadas durante tanto tiempo. Desde una perspectiva liberal, en donde nada ni nadie reciba otra censura que no sea la de la calidad, y humanística, al estilo de Terencio, quien proclamaba: nada humano me es ajeno, pretende abanderar una empresa científicocultural en donde la realidad sea analizada de manera poliédrica, tal y como él lo ha hecho, desde hace mucho tiempo, en muy diversos foros. La misma analizará lo cotidiano, lo histórico y lo porvenir desde los aspectos humanísticos, científicos, sanitarios, lúdicos... Dejará sólo fuera, de momento, la crónica de la actualidad rabiosa, que otras empresas llevan adelante con aplicación. Confeccionada por un abigarrado equipo de escritores y científicos de variadas procedencias profesionales, pretende ocupar un espacio dejado vacante hace años a consecuencia de la crisis económica. Un espacio que sirva para informar, entretener y reflexionar, a los sanitarios y a quienes no lo son pero les interesa la sanidad. Quienes por afecto por Pacheco, apego a los planteamientos intelectuales descritos, deseo de incrementar la cultura científico-sanitaria, de no crear brechas en las tradicionales “dos culturas” -la científica y la humanística- y espíritu aventurero nos embarcamos en esta singladura del número 1 de su revista y página web, le deseamos un muy feliz, longevo y exitoso viaje a él y a sus acompañantes lectores que deseamos sean legión.


Gilgamesh de Uruk, el primer alquimista

E

l primer texto épico de la historia y, en sentido amplio, la primera novela, es el texto mesopotámico Gilgamesh, escrito en doce tablillas de escritura cuneiforme. Un texto magnífico, de gran calidad literaria, que contempla los problemas que siempre han preocupado a la humanidad: la muerte y la posible inmortalidad, la relación con los dioses, los pesares o venturas del más allá, la amistad entre los héroes, el papel de la mujer, la oposición entre el bien y el mal. Gilgamesh es un semidios que tiene una existencia complicada. Si fuera un dios sería inmortal y podría, como ellos, actuar según su voluntad y su poder, sin someterse a las leyes humanas. Si fuera simplemente un hombre, pocas cosas debiera preguntarse: la existencia humana es un ciclo que comienza en el nacimiento y acaba, inevitablemente, en la muerte. Sobre la vida de los hombres, la cultura mesopotámica no era muy optimista: la vida es dura, el justo no es necesariamente recompensado, nada garantiza que el injusto sea castigado y sobre el más allá es mejor no hacerse demasiadas ilusiones: es un mundo de polvo, dolor y desolación. Pero Gilgamesh no es hombre ni dios, es un híbrido con dos partes divinas y una humana, por lo que aunque en él predomine la divinidad es mortal y por tanto ha de interrogarse sobre el futuro después de su muerte. Sus poderes son muchos, pero habrá de morir, y eso le diferencia de los dioses, que son inmortales, pero no por ello clementes ni justos; antes al contrario, la impunidad les permite ser celosos, violentos y coléricos. No son dioses al modo cristiano, sino al pagano. Los dioses mesopotámicos, como los griegos y romanos, hacen la guerra, se enamoran y son lascivos, raptan, seducen, violan y engañan. El cristianismo introduce la idea excepcional y hasta cierto punto extravagante de un Dios justo, protector y guiado por el amor, ideas ajenas al panteón clásico, donde los dioses tratan a los hombres con superioridad y desdén y los usan para sus propios objetivos y placeres, en especial a las mujeres de las que se enamoran o encaprichan, muchas veces con engaños, y de las que engendran semidioses. Gilgamesh de Uruk es un buen ejemplo de las ideas mesopotámicas sobre los dioses y los hombres. Ha descendido del cielo y reina en la ciudad de Uruk hacia el año 2650 a.C. Gobierna su ciudad de forma tiránica y no se plantea obtener la justicia y la sabiduría sino más poder y en concreto la inmortalidad. El texto de sus peripecias estuvo muchos siglos desaparecido hasta que fue descubierto en unas excavaciones que se realizaron en el siglo XIX en Nínive. Giolgamesh lleva una vida despreocupada sin plantearse el futuro y con su amigo Enkidu realiza varias proezas, pero Enkidu muere y su fallecimiento provoca un cambio radical en Gilgamesh, hasta entonces indiferente al dolor propio y ajeno. Como Buda cuando advierte el dolor que hay en el mundo, Gilgamesh se da cuenta de que la vida es destruida por la muerte, de que incluso un héroe como Enkidu es mortal y ha sido abatido y de que también él, Gilgamesh, morirá.

El héroe es puesto ante el dilema fundamental de la existencia, la muerte, y quiere obtener la inmortalidad, reservada a los dioses y a un único hombre, Utnapishtim, que obtuvo ese favor tras ser el único superviviente del diluvio. Gilgamesh viaja hasta donde vive Utnapishtim, con la esperanza de que le revele su secreto y en el camino conoce a una tabernera, Siduri, que desempeña en el texto el papel de la sabiduría femenina, más terrenal que heroica y le dice que debe asumir su destino, vivir y morir como hombre. Su consejo es que apure los placeres de la existencia mientras todavía esté vivo y que se olvide del proyecto de inmortalidad. Gilgamesh no hace caso y conversa con Utnapishtim, quien tampoco le concede esperanzas: la voluntad de los dioses es que todos los hombres mueran y Gilgamesh no puede ser una excepción. Ante su insistencia, el inmortal le demuestra la flaqueza humana y le somete a la prueba de estar despierto durante siete días y siete noches. Gilgamesh no lo consigue, y si no es capaz de hacer una cosa relativamente sencilla, ¿cómo podría aspirar a la inmortalidad? Y aquí es donde Gilgamesh se convierte en el primer alquimista de la historia, en la primera persona que ha buscado, con sus propias fuerzas, un remedio, en este caso, una planta, que le conceda la inmotalidad o al menos le prolongue la vida en estado de perpetua juventud. Busca la planta, desciende al fondo del mar para apoderarse de ella, lo consigue, retorna a la superficie, se duerme y cuando despierta la planta ha desaparecido, robada por una serpiente, que la ingiere, muda de piel y se rejuvenece, mientras que Gilgamesh queda condenado a envejecer primero y a morir después. Al héroe, como en las mejores tragedias griegas, todavía le queda vivir un último desengaño. Puesto que ha de morir quiere saber cómo es la la vida de los muertos, si el más allá es confortable. Se lo consulta a Enkidu y la respuesta es desconsoladora: la vida de ultratumba es angustia y desolación, un mundo polvoriento sin esperanza alguna. Así lo han querido los dioses y la rebelión de los hombres es imposible, nadie puede forzar la voluntad divina. El hombre, como siglos más tarde afirmaría Heidegger, es un ser para la muerte y la alquimia es, entre otras muchas cosas, el intento de llevarle la contraria al pesimista Heidegger.


Integrantes de Panacea en el Museo de la Farmacia Hispana de la UCM Fotos de Enrique Dorado



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