El puzzle de Marcelo

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el puzzle de Marcelo


el puzzle de Marcelo


Primera edición: julio 2010 CUENTA: Juan Sánchez Vargas TRADUCE: Jennifer Johnson ILUSTRA: Piedad Andrés González DISEÑA: Jesús Allende Valcuende EDITA: Fundación Santa María la Real www.santamarialareal.org IMPRIME: Gráficas Campher I.S.B.N.: 978-84-89483-72-9 DEPÓSITO LEGAL: P 215-2010


el puzzle de Marcelo


—El pueblo necesita un buen peluquero—, pensó Marcelo entre sonrisas al ver la hierba que crecía alta por todas partes. Al recorrer las calles, llenas de paredes desordenadas, le pareció que nada cambiaba en Santa María de Mave.

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Todo estaba parado, como el decorado destartalado de un teatrillo de marionetas, esperando el nuevo verano para cobrar vida. —¡Amigos! —dijo en voz alta— ¡Despertad! Ha llegado... ¡la marioneta Marcelo! ¡Que empiece la función! —y rió de aquella idea tan tonta.

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Fue hacia casa de Miguel, pero la hierba, como la melena de un león, se había apoderado de la entrada. No había nadie. Y lo mismo pasó con la puerta de Ángel y... con el patio de Marisa. —¿Por qué habrá crecido tanto la hierba? ¿Es que nadie la pisa?

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Aunque no le gustaba mucho restar, pronto comprendió la situación: —Si tienes tres amigos que veranean cada año en el mismo pueblo que tú y te quitan tres, entonces, te quedan... ¡cero amigos con los que jugar!

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Corrió a casa de su abuelo y lo encontró en el patio, sentado en la misma piedra de siempre. ¡Qué alegría! Charlando con él, Marcelo se dio cuenta que la función iba a ser difícil aquel verano. ¡Se estaban quedando sin marionetas! El último otoño, las familias de Miguel, Ángel y Marisa se habían marchado. —¡Estoy la mar de bien! —repetía su abuelo una y otra vez—. Vienen por aquí el panadero, la médica y el cura, de vez en cuando. Al rato Marcelo no sabía qué hacer, su abuelo se dormía y se despertaba, y seguía charlando como si nada...

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Aprovechando una de las cabezadas, Marcelo decidió hacer un puzzle. No disponía de un modelo de referencia, así que le costó un rato ver un velero en plena tempestad, levantándose de proa, con la tripulación a punto de caer y chocando contra una..., un... —¡Vaya día! —pensó Marcelo—, justo falta esta pieza. Está clarísimo: no es igual chocar contra una sirena despistada, una roca, un boquerón gigante o la gran ballena blanca, así que Marcelo se enfadó, y mucho. Rematando guijarros, llegó a la iglesia, y un ruido llamó su atención.

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Había un hombre con mono y casco, golpeando una piedra. —¡Hola!—, dijo otro que sujetaba unos dibujos. —¿Qué haces por aquí? —Estoy enfadado, porque se me ha perdido una pieza del puzzle, y ¡vaya pieza! —Pues yo también estoy haciendo un puzzle. —¿Y tú tienes el modelo de todo? —¡Qué va!, yo soy arquitecto y mi puzzle es la iglesia, que se rompió hace muchísimos años. —¿Y qué haces si te falta una piedra? —Pues mi amigo el cantero la fabrica. —¿Y cómo sabes dónde colocarla? —Porque las ruinas cuentan muchas cosas: desde qué piedra utilizaban, hasta cómo las unían. Sólo hay que escucharlas y seguir el puzzle...

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Sin tiempo para pensar, rodeó la iglesia y de pronto se dio de morros con algo, bueno, alguien. Era una persona llena de polvo hasta las orejas que sostenía una calavera entre las manos. Marcelo dio un salto, y cuando iba a escapar... —¡Espera, no corras! —dijo tranquilamente— ¿qué te pasa? —Bueno, ahora mismo... que tengo miedo, pero antes... bueno, he perdido una pieza de mi puzzle, y... —¡Ah!, ¡tú también haces puzzles! —se sorprendió el arqueólogo. —Sí, y el tuyo, ¿de qué va? —¡Mmm...!, pues verás, los arqueólogos hacemos puzzles de tiempo. —Pues yo lo que veo son cuadrados hechos con cuerda. —Ja, ja —rió el arqueólogo—. No, esos cuadrados son para poder anotar dónde he encontrado cada cosa.

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—Luego, en cada cuadrado, voy escarbando y aparecen restos cada vez mås antiguos.

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Lo que está en la superficie es de hace dos días, y según voy cavando van apareciendo recuerdos más viejos. —¿Y qué haces con todo lo que encuentras? —Pues trato de arreglarlo e imaginar cómo vivían, en qué trabajaban y dónde dormían las personas de cada época.

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Marcelo dejó los huesos y se coló en la iglesia. Al fondo había un andamio y sobre él dos personas limpiaban las paredes. Vio que llevaban máscaras y unas luces extrañas en el casco. Marcelo ya les había pillado el truco. —¿A que vosotras también hacéis un puzzle? —dijo con sorna. —¿Cómo lo has adivinado? —rieron las restauradoras. —¿Puedo subir? Le colocaron un casco y un arnés y le ayudaron a subir.

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Marcelo vio las pinturas de colores. —¿Y qué pieza os falta? —Pues algunas partes se han borrado por la humedad y otras están apareciendo debajo de la cal. —Y si algo se pierde, ¿lo inventáis? —A veces sí y a veces no. En ocasiones sólo las limpiamos y las protegemos para que no se vuelvan a perder. —¿Y quién lo pintó? —Pues no sabemos ni quién, ni cuándo... pero ese no es nuestro puzzle... es el del historiador —dijo señalando por la ventana a un hombre que parecía escribir en un portátil—.

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Marcelo salió a charlar con el historiador. Éste le contó que su puzzle era el del porqué: por qué vivían de ese modo, por qué habían hecho allí la iglesia... En ese momento le faltaba parte de una piedra que contaba cuándo y quién comenzó la iglesia. A Marcelo le daba pena ver al historiador mirando una y otra vez el trozo de piedra escrita con las palabras cortadas. Pensando en la rabia que da no tener una pieza importante, regresó a casa y encontró a su abuelo sentado, como siempre.

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Como metralleta tartamuda Marcelo contó al abuelo que estaban restaurando la iglesia, que había hablado con el arquitecto, con el arqueólogo, que menudo miedo que daban los huesos, que “todos hacían puzzles”(el abuelo lo miraba con la boca abierta), que las restauradoras arreglan

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las pinturas y que pobrecito historiador, que le falta una pieza importantísima... Demasiado para el abuelo que mareado con tanto tiroteo de palabras se escabulló como lagarto tímido. Marcelo se tumbó agotado y, mirando las estrellas, dejó resbalar sus dedos por las marcas de la piedra de su abuelo.

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Se quedó dormido y comenzó a soñar. Veía a su abuelo, boina al viento, sobrevolando el pueblo con su piedra perseguido por la piedra del historiador. Su propia risa lo despertó. Miró sus manos, y vio las marcas sobre las que descansaba el trasero de su abuelo: ¡eran unas letras como las del puzzle del historiador!

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Salió corriendo a buscarle y lo trajo con la lengua afuera. Pero su cara, al ver la piedra, demostró que el esfuerzo había merecido la pena. —¡Has encontrado mi pieza!—, gritó.

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Poco después el grupo de trabajadores rodeaba la piedra parloteando. —¡Aquí no hay quien duerma!—, gruñó el abuelo. Le costó entender que su piedra tenía las letras que resolverían el gran enigma, ya que gracias a él sabrían quién y cuándo se hizo la iglesia y, además, este descubrimiento ayudaría a resolver otros puzzles: el de las pinturas, el de la excavación, el tipo de muro... Pero mucho más les costó a ellos que el abuelo les diera su piedra. Le convencieron a cambio de un nuevo banco reluciente. La restauración duró todo el verano. Y no hubo un solo día en que Marcelo no la visitara.

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—El pueblo ya no necesita peluquero —rió Marcelo al llegar a Mave el verano siguiente, mirando la hierba corta y arrinconada. Acabada la iglesia, poco a poco los vecinos intentaron completar otro puzzle aún más grande: el puzzle del pueblo. Para ello arreglaron algunas casas, abrieron el bar en verano, vino gente de fuera... ¡Cómo disfrutó Marcelo, viendo la cara de sus amigos al oír sus pasadas aventuras! Sin darse cuenta, había aprendido un montón. Así que le gustó la idea de guardar la llave que, con los nuevos tiempos era una tarjeta electrónica, y contar a los turistas lo complicado y divertido que fue el puzzle de la restauración.

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Era su iglesia. Estaba muy contento.

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