Al otro lado del bosque

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Septiembre 2016

Equipo de trabajo: Carolina Ramírez Chica. Estudiante de Archivística Editora Sección académica Programadora y diseñarora

Colaboradores externos: Martín L. Rocha Rincón Bibliotecólogo

Juliana Sepulveda Hurtado Estudiante de Bibliotecología

Solangy Carrillo Pineda.

Estudiante de Bibliotecología Editora Sección Cultural Programadora y diseñarora

David Carazo Parra

Estudiante de derecho

Esta obra se encuentra bajo una licencia Creative commons Atribución 4.0 Internacional, la cual permite a otros distribuir, mezclar, ajustar y construir a partir de su obra, incluso con fines comerciales, siempre que sea reconocida la autoría de la creación original.

Sítio web: Revistapergamo.org E-mail: Revistapergamo@gmail.com


Al otro lado del bosque Isabel solía balancearse en la hamaca mientras contemplaba las formas de las nubes y se perdía en su imaginación hasta que el sueño la dejaba suspendida. El sonido de las olas la arrullaba, el viento acariciaba su cabello y la brisa rozaba sus mejillas, así como en los cuentos. Lo único que interrumpía tanta calma era el maullido del gato Gonzales. La pequeña vivía con su abuelo quien cuidaba de ella y le había brindado todo el amor, ya que sus padres habían desaparecido en un barco asaltado por piratas. Vivían en una pequeña casa de madera en medio de la costa y el bosque Avenida-Duendes. Isabel adoraba a Gonzales, el abuelo se lo había traído del pueblo que quedaba al otro lado del mar desde que era apenas un minino y ella lo había visto crecer, ahora era todo un Señor Gato. Una mañana, ella tomó, como siempre, un cubo de la cocina y se fue al molino para llenarlo de agua mientras Gonzales la seguía enredándose en sus tobillos y marcando huellas en la arena. Cuando regresaba con el cubo lleno de agua notó que había dejado de oír el ronroneo de Gonzales. Colocó el balde sobre una pequeña mesa que había junto al molino y empezó a buscarlo. Rodeó todo el molino llamándolo pero no lo halló. Fue hasta la casa para ver si Gonzales se había adelantado. Anduvo por todas las habitaciones buscándolo, fue al jardín, a la huerta, miró debajo de las camas, en la cocina, esculcó en los matorrales, en los cajones, pero no pudo hallarlo. Después de meditar por unos minutos decidió volver al molino. Todo fue en vano, Gonzales no estaba por ninguna parte alrededor. Cansada después de buscar por todas partes se paró frente al camino que conducía al bosque Avenida-Duendes, pero no se atrevía a dar un


recordó lo que el abuelo siempre había advertido: “Por ningún motivo entrarás en el bosque Avenida-Duendes; son malvados y le hacen daño a las personas buenas, tocan sus violines mefistofélicos para hechizar los corazones puros, atrapan a los niños con la melodía de sus flautas y los adormecen con las notas de sus guitarras”. El abuelo la encontró dormida con lagrimitas resecas en la nariz, la tomó en sus brazos y tratando de calmarla la llevó hasta la casa. — ¿Qué le pasó a Gonzales? Preguntó Abi con un gesto de ternura en el rostro. —Ha desa-pare-ci-do, respondió Isabel con la voz entre cortada, se perdió en el molino, creo que se lo llevaron los Duendes, abuelo, ayúdalo, abuelo no dejes que lo hechicen. El abuelo se quedó pensativo un instante y luego titubeo: sí, fueron los Duendes, mi amor. Se dirigió a la ventana y tomó su escopeta—No te preocupes Bel, encontraré a Gonzales sin importar lo que pase— y dejando a Isabel arropada en su hamaca, salió. Al amanecer Isabel se levantó apresurada para ver si el abuelo ya había regresado pero después de recorrer toda la casa vio que Don Valentino no estaba y que eran más de las diez. Por un instante se quedó mirando hacia el cielo azul que le hacía imaginar el paraíso en donde debían estar sus padres y luego sintió miedo, tal vez los Duendes le habían hecho algo malo a Abi. Se empezó a preocupar…, tanto que se llenó de valor y salió a buscarlo. Alcanzó sus zapatos de tela y un abrigo, agarró un cuchillo de la cocina y salió por el jardín, luego se perdió en lo oscuro del bosque. Le temblaban los pies y tiritaba de susto, se le venían a la cabeza todos esos miedos: los ángeles alicaídos, las damas negras, los árboles andantes, las brujas, los lobos… y por más que trataba no dejaba de imaginar un trasgo saltando en su hombro o un gnomo jalándole el vestido, en su cabeza rodaban todas esas leyendas, esas historias de muertos, de espíritus del bosque y los más horrendos seres.


Pero algo extraño sucedía, entre más se internaba en el bosque, éste empezaba a despejarse, tanto que comenzó a pensar que todo era una ilusión causada por los Duendes ya que se encontraba en un campo hermoso lleno de flores, mariposas y lagartos de colores, de inmensos árboles y gigantes troncos cubiertos de musgo verde, habían praderas donde pastaban corceles y saltaban grillos. Unos pasos apurados de alguien que corría hacia ella la alertaron, y al ver la figura de un niño se distrajo tanto que tropezó con una rama que había en suelo y calló sobre el camino. — ¿Te lastimaste? Preguntó el muchacho tendiéndole su mano. Pero Isabel llena de pánico se quedó en silencio observándolo, luego gritó con un tono desafiante y chillón: — ¡Lárgate Duende sucio y repugnante! — ¿Duende? Exclamó el niño haciendo un gesto expectante. —Sí, no te hagas, eres un Duende, ya lo sé. Gritó la niña empuñando el cuchillo e incorporándose. El pequeño se inclinó con cuidado y puso la mano sobre el hombro de Isabel que tenía la cabeza agachada y dijo con voz infantil: —Soy Vergo, ¿Cómo puedes tenerme miedo? ¡Mírame! Ella levantó la mirada con cautela y al ver los ojos claros del pequeño y sus mejillas sonrojadas sintió confianza y tartamudeando con timidez dijo: —Soy Isabel. —Jamás te había visto, ¿Qué haces aquí?


—Estoy buscando a mi abuelo que se perdió buscando mi gato, yo vivo al otro lado del bosque. — ¿al otro lado del bosque? Y ¿Por qué dices que soy un duende? ¡Qué extraño! —Creí que eras un Duende. — ¿un Duende? Ja ja ja ja… ¡un duende! ¡Yo un duende! Ja ja ja ja… estás loca — ¿Por qué te ríes? acaso ¿tú no le tienes miedo a los duendes? —Que ingenua eres, los duendes no existen, eso es puro cuento, simples personajes mitológicos. —Pero… pero si mi abuelo siempre me ha advertido que son malos y raptan a la gente buena. —Juf no sé, quizás tu abuelo es un cuentero, o un viejo supersticioso, o tal vez hayan existido pero hace mucho tiempo, para esta era moderna ya deben haber extinguido hasta al último duende por maricón y travieso. La niña sorprendida se quedó sin palabras mirando a su alrededor, luego soltó el cuchillo. — ¿Te gustaría venir a mi casa? no está muy lejos. Preguntó Vergo simpáticamente. — ¡Mmm! No sé, es que tengo que encontrar a mi abuelo, desde ayer no aparece, temo que algo malo le haya pasado. —Si quieres vienes conmigo, no tardaremos mucho, solo iremos a casa, comeremos algo y luego yo te ayudo a encontrar al abuelo, de todas formas tengo que regresar a buscar leña y si te quedas sola podrías


extraviarte, además he oído que hay un lobo rondando, ¡y te pareces a caperucita! Ja ja ja. Indecisa Isabel siguió al pequeño sin dejar de maravillarse por la belleza del campo; bandadas de pájaros revoloteaban, las hojas secas de los árboles caían como si el otoño se hubiera mezclado con la primavera. Después de un rato caminando pudieron al fin ver los girasoles y las hortensias que adornaban la entrada de la casa donde vivía Robín. Cuando iban entrando al portón cubierto de flores un gato parecido a Gonzales salió a saludar y cuando ella lo acarició vinieron una gata grande y dos gatos más. — ¡Gonzales! ¿Qué haces aquí? — ¿Por qué le llamas a ese gato Gonzales? Preguntó Vergo. —Porque este es mi gato, el gato Gonzales, ¡mi abuelo me lo regaló! —No, ese es el gato de mi abuelo. Contestó Vergo —y se llama Falacio. —Él es Gonzales, ¡míralo bien! Insistió la niña. —No, no es Gonzales, es imposible que sea Gonzales -- afirmó Vergo con mucha seguridad y señalando al corredor de la casa le mostró al abuelo sentado en una silla de madera. — ¡Abuelo! Dijo la niña —Sí, él es mi abuelo. Dijo con orgullo el niño. —No, él es mi abuelo --agregó Isabel y corrió hacia donde estaba su abuelito sentado, pero al verla el abuelo empañó sus ojos y murió de un infarto. Isabel rompió a llorar confundida, y preguntó tanto que recibió el golpe certero de mil respuestas que le exprimieron el corazón.


“Ese día lo único que hice fue salir corriendo, corrí dejando todo atrás, atravesé el bosque de las mentiras sin fijarme en nada, ni en nuestra pequeña casa, ni en el viejo molino, ni en aquella costa desde donde solía observar los barcos al atardecer. Solo quería huir. Pasé por la playa dejando las últimas huellas como una gaviota fugaz y me perdí remando en el horizonte. El horizonte es esta ciudad gris y podrida, llena de gatos Falacios (de mentiras), de calles cubiertas de polvo, de ruido y hastío, de personas confusas entre avenidas y aceras… En esta habitación oscura mientras escucho ese gato maullar, mientras llueve y afuera no dejan de fumar esa mierda prohibida, mientras los niños del barrio se mueren de hambre, mientras violan a Daniela, mientras Laura y Vanesa se revuelcan en mi cama, sigo preguntándome si soy la Isabel de ese cuento de hadas o esta pálida drogadicta, hija de un par de guerrilleros fusilados, nieta de un viejo farsante con doble vida, novia puta de un proxeneta cualquiera y escritora bajo los efectos de la heroína…”

Isabel Cualquiera de Antioquia




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