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vellanedaDetención Arbitraria, Víctor Parra A

Por Víctor Parra Avellaneda

tado en una patrulla. A la espera de A un veredicto arbitrario. Sólo. Ahí. En un páramo desconocido. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que lo secuestraron?¿Horas,días,semanas, meses? No lo sabe. Culpableporcaprichodelos encapuchados.

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–Deténgase–le dijeron cuando caminaba porlacalle–Identifíquese–agregaron, mientraseldelapatrulladepolicíale apuntaba con un fusil. –Disculpe oficial. No tengo a la mano mi identificación. Está en mi casa. Solo voy a la tienda que está en la esquina–les dijo, con algo de nerviosismo, al ver que la boca del cañón del arma lo miraba atentamente. –Conque no trae identificación. é pinche tienda ni que madres. ¡Agárrenlo muchachos,llévenseaestependejo! –sentenció el oficial.

Lo sujetaron de los brazos. Una culata

lacerósurostro.Brotódesusienuna cantidad descontrolada de sangre. Parecía quellovía.Elaguadeestalluviaera escarlata.

–Ahora me toca a mí. No hay más que resignarse–pensó para sí mismo–Ni modo. Así es la vida, solamente una espera a una muerte incierta. Le hicieron preguntas que no comprendió. A cada "no" y cada "sí" recibía por igual una paliza. Cualquier acción mientras respirara significaba la tortura. –A ver, ¿cómo así? ¿Este no es el periodista ese que buscamos por bocón? –preguntó ingenuamente un agente hacia el de la voz autoritaria. –¡Pero sí que están bien pendejos ustedes! –dijo un sujeto, cuya voz emanaba gran autoridad sobre los demás agentes–¡Este no es, idiotas! ¡Se agarraron a otro que ni tiene que ver con todo el asunto! Respirar era una tortura. Ver era una tortura. Sentir era una tortura. Vivir era una tortura. La muerte era el paraíso en esta situación. Un paraíso inalcanzable.

–¡No! ¡este es un fulano cualquiera, un don nadie que ha tenido la mala suerte de toparse con la idiotez de todosustedes!¡Nisiquierase parecealquenostenemosque echar! –Ni modo jefe. Así son las cosas. Undíaseencuentraalque buscamos y otras veces pues pasa esto–lecontestósin remordimientos el oficial. –Sí jefe. ¿é acaso no se acuerda de la tipa esa que disque era estudiante y que detuvimos en la carretera y que al final no era? ¡Uf, que lástima, tan bonita que estaba antes de darle de a plomazos! Pues así es esta chamba, jefe. Existe un gran riesgo de equivocarse. Y más si los que detenemos resulta que no son los que hay que chingarnos y no cooperan, pues no hay de otra. Al cabosinadieseentera.Nomás puede que salga una pinche nota roja toda culera que a los tres días la gente va a olvidar –argumentó el agente.

Las voces aparecían como un desfiledefantasmasentrela penumbra. Solo se escuchaban voces. La oscuridaderaomnipresente.Él, atado a la patrulla, aturdido y no sabiendo si esto era ya un sueño o un delirio producido por la agonía previa a la muerte. –Pues ¿qué hacemos ahora? –preguntó otra voz, de otro oficial. –¿Cómo que qué hacemos ahora? ¡Ya saben que se hace en este caso! ¡Encuentren al que sí buscamos! ¡y al de aquí, denle cuello; que nada sirve que esté libre!, ¡pues ya sabe todo y también nos puede delatar! –dijo el de la voz autoritaria. –A ver tú, bájate. Ya te llegó la hora–dijo una de las tantas voces. Oyó cómo se cargaban las armas. Lo bajaron de la patrulla. Solo oscuridad. Frío punzante. Se oyeron pasos acercarse hacia la patrulla, donde él se encontraba.

En un instante, las luces y las detonacionesiluminarontodo páramo donde las balas acabaron pronto con su vida.

A lo lejos, como sincronizado con aquelmomento,losfuegos artificialesdemúltiplescolores provenientesdelaciudad relampagueabanconvulsamente por todo el cielo. –¿Ya vieron? ¡Ya es la hora muchachos, ya dieron el grito del 16 de septiembre! –dijo el de la voz autoritaria–¡évivaMéxico, pinches cabrones! –¡Viva México! –repitieron los otros oficiales, enérgicos, mientras disparabanqueconsusfusiles disparaban al aire.

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