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JAVIER GARCÍA GAYTAN (Ciudad de México, México) Infortunio

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JULIÁN R. CARSON

JULIÁN R. CARSON

UNIÓN “JOSÉ REVUELTAS”

CARLOS RUÍZ RADICE

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INFORTUNIO

“El escritor es un animal bípedo con una sola pluma” (Leopoldo Marechal)

Argumento convincente, relato conmovedor, murmuró. Sacó los papeles del bolso y enfiló despacio hacia el muelle; dos lágrimas de bronca se le resbalaron por las mejillas, mientras un centelleo de plata le iba achinando la vista. Entonces descorrió su mirada del horizonte. Después se escuchó plaf, plaf y glup, glup como el pique de un dorado. -Óigame doctor. -Dígame licenciado- escuchó que lo corregía con cierto fastidio. -Sí…licenciado, mi problema es que padezco infortunio. -¿Y…cómo lo sabe? -Me trata mal la suerte doctor, ni siquiera me habla; no digo tocarme, que es mucho, rozarme apenas, digo; mire, el otro día oí de un tipo con suerte que se dio el lujo de desechar su talento y de vivir a expensas de falsas recompensas, de gratificaciones inmerecidas, sin sentirse culpable ni infeliz. -¿Y usted para que quiere tener suerte? -Para evitarle más mugre al río doctor. La segunda consulta lo inquietó más aún. -¿Ahora viene para salvar el río? -No, para huir de él doctor. Es algo gris el pozo ¿sabe? -Más bien es negro, Cristóbal, siempre es negro. -¿Con la terapia se levanta la autoestima? -Estimo que sí, depende de usted, no conozco la profundidad del pozo. -Casi mi altura, doctor, porque apenas puedo pegar la vista al ras. ¿Cómo es el pozo de los ciegos? -Sin luz, como el suyo. Hoy lo noto bastante más pesimista, Cristóbal. Tal vez una terapia de grupo le vendría bien. -Si es de grupo no cuente conmigo doctor, digo licenciado; yo las cosas me las tomo en serio, por eso no me banco tanto infortunio ¿me comprende? Así estoy

como estoy, buscando la suerte, porque ella no me puede hallar. A la salida del consultorio lo briznó una bocanada de angustia. -¿No me va a decir adonde va?- lo apuró el taxista- ya sé, a la costanera norte a mirar la salida de los aviones; lindo paseíto ¿eh? Cómo me hubiera gustado ser piloto en vez de estar girando acá arriba. Una novia mía siempre me decía: “vos sos signo de aire, tendrías que volar”. Mi vieja, sin embargo, se hacía ilusiones con que yo fuera médico, pero a mí desde chico que me da repulsión la sangre. ¿Adónde dijo que íbamos? En los meses de verano Cristóbal mascullaba resentimiento a la hora de la siesta. Sus ojos absorbían la calurosa tinta pero su mente estaba en el potrero, dibujando gambetas con una desgajada pelota, esa que el gordo Benito se llevaba irritado bajo el brazo cada vez que su equipo perdía. Salgari, Dickens o Melville eran apenas voces de consuelo, un bálsamo fresco para apaciguar la calentura y la impotencia. “Te vas a insolar Cristóbal” le repetía la madre, y automáticamente, él manoteaba uno de los libros del estante y cabizbajo se hundía en la reposera a la sombra del tupido parral. “la letra con sangre entra” lo había llevado a pensar de grande aquella advertencia, aquel implícito mandato que se resumiría en un futuro rencor: “mis personajes son hombres desdichados, obedientes, abúlicos…”. -¿Por dónde prefiere que vayamos al aeropuerto?- volvió a preguntar el chofer del taxi. A Cristóbal se le disparó otro pensamiento mientras veía correr a un tipo cruzando un semáforo en rojo: Ese es el flaco Oviedo, el del traje sucio y la corbata maltrecha. Siempre corriendo el pobre. Tuve que arrojarlo bajo las ruedas de un colectivo para darle sosiego a su desesperanza y luego emplear a la viuda en aquella casa de regalos y hacerla acosar por ese encargado que le había tirado el ojo apenas la vio. Cada tarde, al cerrar el local, la sometía a su antojo abusando de su penuria y de sus necesidades económicas. Ella debía de sufrir mucho pero lo callaba. Ni a su madre se atrevió a contárselo. No me atreví a ahondar en detalles de tales circunstancias ni a describir escenas morbosas de cada tarde en la trastienda del local, obligada la pobre mujer a atemperar los accesos de calentura de su jefe. No estoy arrepentido, preferí

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privar de aquella comidilla sensiblera a los lectores, siempre voraces a la hora de consumir obscenidades baratas.

-¿Adonde me lleva? -¿No me dijo que al aeroparque?

En la tercera consulta el licenciado le había hablado de los pánicos y de las fobias. -Fíjese usted que maltrato a mis personajes como me maltrata a mí el infortunio. Yo quisiera lo mejor para ellos, pero no hay caso. Noto que algo paralizante los invade y les marca un destino inercial, sin brillo, y todos se convierten irremediablemente en grises abstracciones, en consumados perdedores. -¿Usted diría que son sus “antihéroes”?. -No doctor, algo mucho peor que eso. Son antipersonajes. No actúan ni se sobreponen a sus fracasos, no los guía pasión alguna, ni el amor ni el odio, ni los mueve el rencor, son como estatuas de sal, efigies imperturbables, corazones de piedra. -Usted teme a ser superado por ellos, Cristóbal. Se niega a dotarlos de libre albedrío, temen que así triunfen o fracasen por sí mismos, entonces prefiere destruirlos. -Cuando un hermano de mi padre se volvió a Italia toda la familia lo fuimos a despedir. Es curioso, pero cuando el avión todavía no había empezado a carretear, todos miramos hacia el cielo como imaginando la ruta por la cual se elevaría aquel tremendo bicharraco. Los familiares me preguntan siempre porque no voy a visitarlos; ¿la verdad? No sé si me animaría a subir a un avión. Puede fumar si quiere, en todo caso, baje el vidrio de la ventanilla. Aquel uniformado que estaba en la puerta de un banco le resultó a Cristóbal un tipo familiar. En la trama, el honesto policía que esperaba un ascenso, apenas si había obtenido una extraña gratificación: los ladrones del blindado que estaba bajo su custodia le enviaron una carta en la que le escribían: “Te devolvemos la placa para que no pierdas el laburo. Firmado: La banda de los pobres”. -Todos esos tipos son unos fracasados, licenciado, tipos sin suerte ¿cómo hago para revertirles su situación? -Primero empiece por casa, ordene su interior, desaloje a todos esos fantasmas de su conciencia, hágales esperar un tiempo en el patio trasero, ubíquese cómodamente en el sillón de su living, recline la cabeza y descanse, Cristóbal, descanse… deado de montañas y que todavía los pastores pasean sus cabras y las mujeres sesgan el trigo. Un primo mío estuvo de visita y lo trataron como al embajador de una superpotencia. Se me hace que en Europa la vida es más tranquila ¿no le parece?

-Cristóbal, nos intimaron para que paguemos las cuotas atrasadas del colegio de Lucía ¿Qué vamos a hacer?

-Doctor, licenciado, voy a dejar la terapia por causa de fuerza mayor; además, he decidido yo mismo asumirme en personaje. De inmediato le vino a Cristóbal la imagen de aquel coleccionista de inutilidades que había vendido su colosal biblioteca para comprar estopa y trastos viejos con la idea de fabricar trapos de piso, con sus iniciales bordadas para obsequiárselos a sus amigos. -No, ese no puedo ser yo, mi talento, con mayor suerte, encendería las voces de críticos y editores y me haría ganar el dinero necesario para asegurarle a Lucía sus estudios; Martha no se sentiría acuciada por las deudas y me respetaría, y yo podría proponerle a mis personajes un destino mejor.

-Licenciado ¿usted cree en los milagros? ¿en los golpes de suerte? ¿en el azar y la fortuna?, ¿cree en las utopías? -Cristóbal, baje a la realidad, usted no necesita un golpe de suerte, lo que necesita es una buena dosis de audacia; no se condene al conformismo como lo hace con sus personajes, piense como un millonario y no como un seco; como un tipo feliz y no como un desdichado, haga de cuenta que está de suerte; piense en lo perjudicial que hubiera sido para usted si en vez de haber llegado a mi consultorio se hubiera hundido en ese pozo del que me hablaba. Estamos saliendo, Cristóbal, estamos saliendo…

-En el pueblo de mis tíos las calles se angostan y serpentean hasta perderse en los baldíos y nadie se atreve a transitarlas durante la siesta. Las casas están hechas con piedras de la montaña y pocas sobrepasan los dos pisos. Mi primo me mostró fotos y parece un pueblo fantasma, detenido en el tiempo, sin saberse a qué época pertenece. Bueno, jefe, por fin llegamos.

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La cercanía a la costanera le depositó a Cristóbal las imágenes del pescador que había recogido con su anzuelo el paquete que contenía aquellas cartas que hacía más de diez años le había escrito a su mujer, aún de novios. Las letras borroneadas sobrevivían sin embargo como jirones de camalotes arrancados al río. De pronto las ondulaciones en el agua rompieron aquel trance y se vio parado en la punta de la escollera. Miró la espesura marrón que comenzaba a picarse y procedió a enterrar las imágenes que se esparcieron rápidamente en el lecho frondoso. Ahora la fortuna le pareció más ingrávida que los papeles con sus historias impresas. Plaf, plaf…glup, glup, glup.

AUTOR: ALFONSO MARTÍNEZ

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