Leyendas

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L E Y E N DA

DE LOS

PICAFLORES

Cerca del lago Paimun, vivían hace mucho tiempo dos hermanas: Painemilla y Painefilu. Ambas eran jóvenes y hermosas. Un día, un gran cacique extranjero se enamoró de Painemilla. La muchacha y el jefe se casaron y se fueron a vivir a su hermoso palacio de piedra, construido en la cercana montaña de Litran Litran. No había pasado mucho tiempo cuando Painemilla supo que esperaba un hijo. Uno de las machis se acercó al cacique y le dijo: “Serán gemelos: un varón y una mujer. Los dos tendrán en el pelo una hebra de oro”.


Como se acercaba el momento del nacmiento, Painemilla le pidió a Painefilu que fuera al palacio para cuidarla. Así se reencontraron las dos hermanas, pero las cosas ya no eran como antes. Painefilu sentía una envidia inconfesable por Painemilla. Y tanta envidia sentía que, cuando ocurrió el nacimiento, Painefilu convenció a su hermana de que había parido una pareja de perritos y escondió a los hermosos bebés. Luego, puso a los niños en un cofre y los arrojó al lago Huechulafquen.


En el palacio, Painemilla lloraba desconsolada, mientras amamantaba a dos perritos. El cacique no podía perdonar a su mujer por lo que había hecho. Entonces, echó a Painemilla mandándola a vivir a la cueva de los perros. Con la bendición de Nguenechen, las aguas del Huechulafquen protegieron a los hijos de Painemilla. Cierto día, un anciano que pasaba junto al lago, vio el cofre muy cerca de la costa. Entonces lo sacó del agua y se lo llevó a su casa. Al abrir la brillante caja, encontró a los rubios mellizos de hermosos cabellos entre los cuales se destacaba un pelo de oro.


Una tarde, el cacique caminaba triste por las inmediaciones del lago, cuando vio jugando –junto al bosque – a dos bellos niños. De inmediato, le llamaron la atención esos chicos solitarios –un niño y una niña- que tendrían la edad de sus hijos, si estos hubieran sido humanos. Se acercó y quiso conversar con ellos. Pero al acariciar la cabeza del varón, sintió el pelo de oro. En ese instante, los tres se reconocieron. Sin embargo, el niño lo increpó duramente: “No podemos llamarte padre. Nuestra madre pasa frío y hambre entre los perros. Te repito: No podemos llamarte padre”.


Conmocionado y apenado, el cacique mandó buscar a los mellizos para que fueran al palacio de Litran Litran. Una vez allí, su hijo volvió a regañarlo. “Queremos ver a nuestra madre ahora mismo. No nos quedaremos ni un minuto si no la liberas y le devuelves el respeto que se merece. Si no lo haces, te juramos que no mandarás por mucho tiempo”. El cacique concedió el pedido, De esa manera, Painemilla y sus hijos se volvieron a reunir. Apenas se vieron, se reconocieron y no se separaron nunca más.


Pero todavía quedaba una cuenta pendiente que saldar. Los niños se dirigieron a la habitación de Painefilu – la tía traidora que los había separado de su madre- para vengarse de su terrible acto. La ataron, la empujaron fuera del palacio y la obligaron a sentarse sobre una roca. Entonces, el muchacho sacó un objeto que tenía guardado, alzo hacia el sol una pequeña piedra transparente y rogó: “Ayúdame, Antu. Necesito que tu calor atraviese mi piedra mágica. Necesito que tus rayos se conviertan en antorchas de fuego para destruir a la malvada Painefilu”. El milagro se cumplió y Painefilu quedó hecha cenizas.


Sin embargo, un pedacito de su corazón no alcanzó a incinerarse. Cuando llegó el viento a dispersar los vestigios, de entre el torbellino salió volando un pajarito refulgente. Era el pinsha-el picaflor-que, según los mapuches predice la muerte. Ahora vive inquieto y triste como Painefilu. No se posa en las ramas ni roza con sus alas el follaje como los otros pájaros. Tiembla de miedo constantemente, y como si esperara un castigo, se esconde en cavernas oscuras o se aferra con desesperación a los acantilados.


LEYENDA

DEL

LIMAY

Y DEL

NEUQUÉN

Neuquen y Limay eran dos caciques muy amigos. Uno vivía al norte y otro al sur. A ambos les gustaba ir a cazar y, casi siempre, lo hacían juntos. Un día, mientras recorrían la orilla del lago en busca de alguna presa, escucharon una hermosa melodía. Se dirigieron hacia allí y sus ojos se deleitaron al descubrir una bellísima mujer de largas trenzas negras. “¿Cómo te llamas?”, preguntaron casi al unísono. “Me llamo Raihue”, contesto la joven, mientras bajaba la cabeza, avergonzada.


Ambos muchachos se enamoraron de Raihue. Y tanto querían su amor que, ya en el camino de regreso, sintieron que los celos destrozaban su larga amistad. Los padres de los jóvenes comenzaron a preocuparse. Neuquen y Limay ya no se frecuentaban tanto como antes. Ni siquiera iban a cazar juntos. Entonces, consultaron a una machi, quien les explicó la causa de la enemistad. De común acuerdo, los padres propusieron una prueba a los muchachos. ”¿Qué es lo que más te gustaría tener?”,


preguntaron a Raihue. “Una caracola para escuchar en ella el rumor del mar”, contestó la bella mujer. “El primero que llegue hasta el mar y regrese con el pedido de Raihue, tendrá su amor como premio”, sentenciaron los padres. Los dioses convirtieron a los jóvenes en ríos, quienes –uno desde el norte y otro desde el sur- comenzaron la larga carrera hacia el lejano océano. Mientras tanto, el viento –envidioso por no haber sido tomado en cuenta –comenzó a susurrar en los oídos de


Raihue: “Ellos nunca más volverán. Las estrellas que caen al mar se convierten en hermosas mujeres que enamoran a los hombres. Nunca más los volverás a ver”. Al ver pasar el tiempo sin que los amantes regresaran, Raihue comenzó a sentirse muy triste. Tanto era el dolor que fue al lago y, extendiendo sus brazas, le ofreció su vida a Nguenechen a cambio de la salvación de los dos jóvenes. Dios concedió el pedido y transformó a Raihue en una hermosa flor de pétalos rojos.


El malvado viento corrió a contarles a los jóvenes que, esforzadamente, continuaban su camino hacia el mar. Sopló tan fuerte el viento que modificó el curso de los ríos hasta juntarlos en un solo caudal. Cuando comprendieron que Raihue había muerto de angustia, dejaron atrás el resentimiento que los había distanciado y se abrazaron vistiéndose de luto por su amada. Ese fue el origen del río Negro. Unidos para siempre, siguieron su recorrido hasta el mar en honor a la bella Raihue.


LEYENDA

DEL

CERRO TRONADOR

Cuentan que hace muchísimo tiempo vivía en la cordillera una tribu de guerreros, conocida como El Enemigo Invencible. No tenían vecinos ni aliados. Aquel ejército que se animase a entrar en el territorio sin autorización era esclavizado o aniquilado. Entre los invencibles no había lugar para los endebles . Este pueblo tuvo un jefe valiente y formidable llamado Linco Nahuel, que en idioma mapuche significa “ el tigre


que salta”. Este cacique provocaba un miedo indescriptible en sus victimas y era capaz de perdonar. Entre todas las montañas del país de Linco Nahuel se destaca el pico nevado del cerro Amun-Kar, el monte sagrado que- según el mito- era el trono de Nguenechen. Su magnitud inconmensurable dominaba el paisaje. A veces sucedía que la montaña se enojaba y provocaba desastres por los alrededores. La montaña escupía fuego hacia el cielo calcinando bosques y castigando a los mapuches con rocas incandescentes que volaban por los


aires. Cuando eso pasaba, la gente le tenía más temor a la furia de la montaña que a los ejércitos de Linco Nahuel. Una mañana, mientras el pueblo invencible se encontraba acampando en el gran valle ubicado a los pies del Amun –Kar, los centinelas llevaron una noticia a Linco Nahuel: una tribu había pisado el territorio. Un extraño ejercito de desconocidos estaba escalando por el lado opuesto del Amun-Kar. Eran miles de enanos armados. Linco Nahuel hervía de furia y no veía el momento de aplastarlos como hormigas .


Sin embargo, decidió calmarse y pensar en alguna estrategia. Linco Nahuel conocía el valor de los planes. A las pocas horas, mandó a llamar a sus segundos y ordeno: - Vayan a entrevistarse con el jefe de los enanos. Disfrácense con cueros de guanacos y puma. Píntense la cara del modo más horroroso y adórnense con las plumas del choique más larga y oscuras. Y sobre todo, mirada severa y pocas palabras. Así los amedrentaremos y cuando comiencen la retirada caeremos sobre ellos .


Los enviados partieron confiados, pero volvieron humillados y furiosos a contar lo que había sucedido. Linco Nahuel escucho atento. - Los enanos son una tribu de montañas y pretenden quedarse a vivir en el Amun-Kar. Dicen que no conocen tu nombre. Le hablemos de la furia de la montaña, pero dicen que no tiene miedo. Ni a eso, ni a nada. Se mofaron de nosotros. Son chiquitos pero muy valientes. Entonces, Linco estalló de cólera y se dispuso para la guerra. El ejército invencible esperaba la orden de atacar, pero sor-


presivamente los enanos se lanzaron desde arriba sobre ellos hiriéndolos con miles de flechas y danzas pequeñas. Linco Nahuel no pudo con los pigmeos guerreros y fue tomado prisionero. El jefe de los enanos dictó su sentencia: “ Todos los prisioneros mapuches subierán a la cumbre y desde allí serán arroyados al precipicio. El ultimo en caer será Linco Nahuel, para que vea la muerte muchas veces antes de morir”. Cuando empujaron al primer mapuche al precipicio, Linco Nahuel miraba impávido la distancia de la caída.


En ese momento, sintió- por primera vez en su vida – como la sangre se le congelaba por el miedo. De repente, se escuchó el primer estruendo de la montaña. Las rocas volaban en mil pedazos convertidas en bola de fuego. Un espeso rió de lava arrastro a mapuches y enanos, que mezclaron sus grito hasta confundirse en la misma cenizas. Nguenechen ordenó que los dos jefes se sentaran frente a frente para que contemplaran juntos el horror, provocado por la osadía de llevar al guerra a su montaña. Para que el castigo fuera eterno los convirtió en piedra. Desde ese entonces, fueron cubiertos muchas veces por la lava


ardiente o el hielo. Lo cierto es que estĂĄn condenados a escuchar el tronar intermitente de la iracunda montaĂąa. Por eso las tribus del valle ya no llaman al cerro AmunKar sino Tronador. Cuentan los mapuches que los dos caciques esperan ansiosos el dĂ­a en que Nguenechen se duerma y puedan despertar ellos para vengar a sus pueblos.


LEYENDA

DEL

AMANCAY

En la margen derecha del rió Manso y hasta su nacimiento en el cerro Tronador, vivía una tribu de mapuches, los Vuriloches. Quintral, hijo del cacique , era amante del rió. Durante las mañanas gustaba recorrerlo hasta el lago Mascardi, mientras cazaba y pescaba en la orilla. En uno de los paseos conoció a una humilde y hermosa mujer, Amancay. La joven se enamoró del apuesto Quintral, pero el sentimiento de amor que sentía por él era imposible por ser ella miembro de una familia pobre.


El tiempo fue pasando hasta que llego al lugar una epidemia que comenzó a diezmar la tribu. El joven Quintral cayó gravemente enfermo. La noticia comenzó a circular por loa tribu: el hijo del cacique no podía curarse y era casi imposible lograr su mejoría. Cuando Amancay se enteró, consulto a una machi, quien le confió el secreto para conseguir el remedio. La medicina consistía en una infusión preparada con una flor que crecía en la cumbre helada del cerro Tronador. Amancay sabia del peligro que significaba ir a buscar el remedio sanador, pero animada


por el amor que sentía hacia Quintral, se lanzo a la temeraria empresa y logró su cometido. Cuando estaba descendiendo de la montaña, feliz por haber encontrado la flor, al pie de una hermosa cascada, vio revolotear sobre ella la figura amenazante del cóndor, quien le exigió que devolviera la preciada flor. Amancay se negó. Entonces, el cóndor le propuso que le dejase como paga su corazón. Era tanto el amor de amancay , que la joven acepto sin dudarlo. El ave se alejó


con el pequeño corazón entre sus garras, emprendiendo vuelo hacia su nido, mientras teñía con gotas rojas de sangre el camino. En aquellos lugares regados con la sangre de Amancay, fue floreciendo una bellísima flor de varios pétalos teñidos con gotas rojas de sangre que había sido derramada en ofrenda por tan noble sentimiento. De esa manera, un mensaje de amor se pregona por todos los valles y montañas del lago Mascardi y el Nahuel Huapi.



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