Cuentos de diógenes valdez

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El Enigma Tan solo hace dos noches que tuviste aquel sueño. Exactamente el viernes. Estabas mirando la televisión cuando de repente unos pensamientos extraños te obligaron a levantarte. Era la angustia y el temor de siempre. Te dirigiste al comedor y dejaste a Rita, allí, como absorta delante de aquella pantalla luminosa. Ella apenas si se dio cuenta de tu ausencia. Fue como si te llevaras contigo el aire que respirabas y ella, en un esfuerzo inútil de su parte por retenerte, te pregunto: —¿Adónde vas? Tú la miras cuando pasas por su lado. Notas que no desvía sus ojos para hablarte. Que sus palabras se confunden con las que salen del televisor y no sabes si es aquella su voz. Te dices que no es a ti a quien le habla, que ella ahora se encuentra formando parte de otra vida que la absorbe y que pregunta sin saber a quien: — ¿Adónde vas? Tú sin darte cuenta le respondes: —¡Voy a leer un poco al comedor! La casa es pequeña. Casi pobre. Si quieres leer, sólo puedes hacerlo en tu dormitorio, o en el comedor, o en la pequeña cocina. Pero has dicho que ibas a leer al comedor, aunque en verdad quisieras irte a la cama. Y te vas hacia allá con el libro entre las manos. Pero no lees, piensas que ese sueño extraño que ha comenzado como un pedazo de vida cotidiana. Que ha empezado contigo y con tu mujer sentados delante del televisor, cuando algo extraño te cruzó por la mente y te obligó a salir de la habitación, dejándola a ella, a Rita, como hipnotizada delante del televisor, entonces ella te preguntó que adónde ibas y tú le respondiste que querías leer un poco porque aquella película la habías visto más de una vez. No estás seguro de que ella te haya oído, porque ni siquiera te ha mirado. Fue entonces cuando te marchaste al comedor a pensar entre líneas. Todo es tan natural que no te parece un sueño. Cada objeto se encuentra en su lugar: la mesa y las sillas en el centro de la habitación, el refrigerador en la esquina. Nada encuentra fuera de su sitio. Hasta las cosas tienen su propio color. No es como en los otros sueños en los que los colores, los olores y los ruidos se adivinan; se intuyen. Ahora no. Ahora parece todo tan natural, tan de verdad, que no crees que te encuentras soñando. Pero estas dormido y sueñas. Desde la sala un poliedro de luz, algunos ruidos vagos y ciertas palabras llegan hasta tus oídos. Y eso es lo que te resulta extraño, que escuches así, de manera tan clara lo que dicen aquellas personas dentro del televisor. Has podido escuchar claramente todas las órdenes: “¡Súbelo al auto! ¡Bájalo! ¡Ahora dispárale!”. No es como en los sueños anteriores que de antemano sabes lo que van a

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decir los otros. Ahora no. Ahora cada palabra suena distinta. Y tú que habías pensado que aquella película la habías visto más de una vez, ahora acabas de descubrir que no es cierto. Sólo en un sueño puede suceder que una vieja película parezca nueva y que los personajes de siempre sean distintos. Ahora todo esto lo estas soñando. Era un sueño horrible, porque todo es muy real y los sueños deben tener algo de fantásticos para que sean sueños auténticos, sino, se convierten en una pesadilla. Sí, este sueño no es más que una pesadilla. Todo es tan real, tan auténtico, que no te queda más remedio que admitirlo. Sientes miedo. Son tantas las noches en las que has tenido pesadillas. En las que has gritado tratando de zafarte de ellas, pero para tu suerte, Rita estaba durmiendo junto a ti y ella tiene el sueño muy ligero. Por eso, cuando te vas a dormir, lo haces tranquilamente, porque sabes que ella esta ahí, junto a ti y cuando comiences a gritar y a pedir ayuda, vendrá a socorrerte. Ahora que estas soñando, sientes miedo de a poquito; después, tu miedo se hará más grande y cuando ya no puede crecer más, sientes la voz de Rita que te llama y te despiertas asustado, para después volverte a dormir hasta la mañana siguiente. Cuando te casaste con Rita, acostumbrabas a hablarle de tus sueños. Le habías contado muchísimos y diferentes. Pero este sueño es diferente a todos los anteriores. Ahora tus sueños son una rutina y a ella parece que ya no le interesan, hasta pone mala cara cuando comienzas a hablarle, por eso, cuando este sueño pase no le vas a hablar de él, posiblemente no encuentres la oportunidad de hacerlo. Pero es tan extraño este sueño que quisieras poder contárselo, aunque le prometas no volver a soñar jamás. Tan sólo hacía dos noches que habías comenzado a tener este sueño, cuando sospechaste que aquellos dos hombres te espiaban, que podían pertenecer a los que el presidente llama incontrolables, y ahora, exactamente el domingo, ves como tu sueño continúa y hasta casi concluye. No quisiste hablarle de aquello a Rita, porque ya ella no quiere escucharte, a lo mas te dice: “esas imaginaciones tuyas van a volverte loco”. Pero ahora, hoy domingo, estás soñando exactamente lo mismo: que te has ido al comedor a leer, dejando a tu mujer mirando el televisor, cuando en verdad está en la cama, durmiendo junto a ti, quien sabe si soñando que está mirando el televisor, mientras tú estás leyendo un libro en el comedor. Pero tú no estás allí. Ahora tú te encuentras soñando el sueño más extraño de tu vida. Un sueño en el que sueñas que no vas a despertar ya nunca más. Abres el cuello de la camisa, la desabotonas toda como queriendo buscar un respiro, pero es inútil, esto no alivia nada. Es lo raro, que en este sueño haga tanto calor como en la realidad. De repente el poliedro de luz se ausenta y el parpadeo sonoro te dice que Rita ha apagado el televisor. Levantas los ojos y la ves acercarse con el vientre abultado en donde se esconde tu primer hijo. Es tan natural su andar, que no parece que camina en tu sueño. Le sonríes. Ella te mira y te pregunta: — ¿No tienes sueño? —No Rita. Hace demasiado calor y me voy a quedar leyendo un rato más. Y ahora estás pensando en esta oscuridad con el ruido del mar a tu espalda. Y estas

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pensando en pasado. Es lo raro del sueño de ahora; que estas soñando como piensas: en pasado. Si, porque hace tiempo que la lucha armada paso y casi nadie recuerda que estuviste en Ciudad Nueva combatiendo a los yankis y que en la espalda tienes una cicatriz que le enseñarás a ese hijo que Rita tiene en el vientre como tu mejor medalla. Si, casi nadie lo recuerda, ni siquiera Rita, pero tú si lo recuerdas. Y ahora sientes miedo porque recuerdas todo esto y ellos también, pero cuando tu miedo se haga más grande, Rita te llamará y te despertarás asustado, para volver a dormirte tranquilamente hasta el día siguiente. Sin embargo, en este sueño hace mucho calor. No comprendes como esa mujer tuya puede dormirse así y ponerse a soñar tranquilamente que está mirando el televisor, si tú no tienes televisor, mientras que con tus pensamientos oscuros, lees en el comedor y piensas en no sé cuáles cosas, con todo este calor que hace que el aire arda al respirarlo. Desde aquí puedes verla dormir y escuchar su respiración exacta. Su respiración sonoramente igual, como medida. Mejor te vas a tomar un poco de aire afuera. Respiras hondamente el aire que aquí también sigue escaso y que débilmente corre entre los muros de los altos edificios. Caminas un poco hacia la esquina entre esta masa de pensamientos amorfos que ahora te hacen temblar de espanto. De súbito sientes cómo todo el panorama cambia. Sientes el golpe profundo en la cabeza y una lanza ardiente te corre por toda la médula. La sangre tibia te baña la cara y sientes ganas de gritar, pero no puedes, es igual que en los otros sueños, que no puedes gritar hasta que no haces un esfuerzo enorme. Te vas encogiendo poco a poco hasta que un par de brazos te amparan y evitan que te vayas al suelo. —¡Súbelo al auto! Sientes como si estuvieras flotando. No es nada raro para ti, ya son tantas las veces que has flotado en tus sueños, que una vez mas casi no te sorprende. Pero te sorprendes. Es lo maravilloso de los sueños y ahora si de verdad parece que sueñas. Todo sigue cambiando. El panorama, las voces, la televisión, Rita, tu mismo. Todo. Si, ahora todo esta tan claro como una luna sin noche. Todo está completamente oscuro y el auto en dónde te han subido sigue comiéndose los kilómetros de la autopista. —¡Bájalo! Escuchas la orden y sientes como la puerta se abre y como de un empujón sales a la plenitud de esta noche sin luna. La sangre ha dejado de fluir, pero sientes el cuerpo pegajoso con esa baba oscura que se te ha adherido como una nueva piel. Todavía te duele la cabeza. Te ponen de pie y entonces, entre la penumbra y el rumor de las olas, ves el cañón de la pistola. —¡Dispárale! Ahora lo comprendes todo. Ya estás sintiendo mucho miedo. Ya es hora de que comiences a gritar con todas tus fuerzas para que Rita te despierte de este sueño horrible y te vuelvas a dormir tranquilamente hasta el día siguiente. Pero no vas a gritar aunque sientas

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mucho miedo, porque sabes que es inútil, porque este sueño es demasiado natural para que sea un sueño y tu quieres morir como mueren los hombres, por eso es que no vas a gritar. Porque sabes que Rita no escuchará tu voz aunque la llames con todas tus fuerzas. Entonces te quedas con los ojos fijos en la pistola, esperando que escupa su muerte que es al mismo tiempo tu muerte, sin querer te has puesto a temblar, entonces sientes la mano y la voz de Rita que te llama y te despiertas asustado, con los ojos fijos en aquella pistola que te apunta directamente a la cabeza y ahora si tienes la seguridad de que después del disparo te dormirás tranquilamente; y para siempre.

Otra vez Schumann Se bajó en la parada del grillo y el metro azul y anaranjado se quedó allá abajo. Se dio cuenta de que se había pasado una parada y que tendría que caminar hasta Insurgentes y allí tomar un camión (guagua, dicen en algunos países antillanos); a lo mejor el 58, que es casi siempre el que le toca y que va por todo Insurgentes y llega hasta el mero Pedregal de San Ángel. Pero él no llegará hasta allá, se quedará frente a Sears, irá por todo Luis Potosí, caminando con esa pena y esa preocupación, más grande que el mismísimo Tlaloc y allá, en su cuartito del 183 interior, se pondrá a recordar. Llega y ya mero se pone a cavilar en la forma en que podrá escaparse de su miedo; del miedo a la locura, porque es así, mi cuate; sabe que cualquier día de éstos va a volverse loco y ¡zácate!, ahí mismo se queda amolado para toda la vida, ahí mismo se lo carga la chingada. De nuevo comienzan los recuerdos. Su madre loca gritando que escucha una música extraña que no se detenía ni de noche, ni de día; verla otra vez delante de sus ojos infantiles hablar incoherentemente, reprendiendo a aquellos músicos invisibles, pidiéndoles que dejaran de tocar, que la dejaran descansar un instante, pero no se cansaron de tocar hasta que no la vieron muerta. Ahora, cuando recuerda esto, se pone muy triste porque los recuerdos lo remiten al pasado que quisiera olvidar y la ve con todo el pelo suelto, desgarrándose los vestidos y bailando al compás de aquella música inaudible. Sale rápidamente a la calle y empieza a

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caminar, a respirar el aire fresco de la noche, o se va a la plaza Garibaldi a escuchar música de veras, mariachis de veras y cuando, ya está allí. Te asalta una duda, no sabe si meterse en el Tenampa o al Guadalajara de Noche, pero se va al Tenampa y se queda mirando fijamente a aquella vieja gorda con los labios excesivamente rojos, que repite incesantemente con voz chillona: “¡tengo chicléts, pastillas de Eucaliptol, cigarrillos de todas las marcas!, “¿no quiere usted nada, patroncito?” y le compra una cajetilla de Raleigh y entre la música de un mariachi que suena por allí y la de otro que suena por otro lado, enciende el primer cigarrillo y el salón se convierte en un momento en un desmadre, hay hasta tres mariachis tocando al mismo tiempo canciones diferentes; cuando termina uno, el otro está por la mitad y entonces se acercan a otra mesa y por unos quince pesos comienza a sonar otra canción y cuando llegan hasta él, un músico dice; “¡una canción, patroncito, una canción para ahogar las penitas!”. Le pide que le toquen las golondrinas y ahí mismo arrancan los violines y el guitarrón al mismo tiempo y después la trompeta y medio segundo más tarde el otro trago de tequila y la voz del cantante... “¡que me toooquennn las golondrinas!” y cuando ya están para terminar, se le antoja que ahora sí se está volviendo loco, que ahora no está sentado en el Tenampa, que no le ha pedido a los músicos que le toquen nada, porque esos músicos no existen, porque son invisibles como los músicos que volvieron loca a su madre y apura otro trago de tequila y este trago si que le sabe a tequila de a verdad; ¿pero quien podría asegurarlo, chavo?, y si nadie le asegura que esos músicos son de verdad, entonces este trago se lo ha tomado su mente enferma y no le quedasen dudas de que se está volviendo loco y está a punto de gritar que detengan esa música, pero para su suerte las golondrinas terminan ahí mismo y le da unos quince pesos que no sabe si son reales o no y cuando se marchan, ellos le dan unas gracias como un eco, que le suenan falsas y piensa que la música por fin ha terminado, pero no sabe lo equivocado que está, porque ahí mero comienza otro mariachi y poco más distante otro y a lo mejor esto no está sucediendo en el Tenampa ni en el Guadalajara de Noche, es la locura de su madre que se le está metiendo en la cabeza y de un momento a otro comenzará a dar gritos y rasgarse las vestiduras en medio del salón, lo rodearán muchos ojos curiosos que dirán que no es más que un demente; no quisiera escuchar esa palabra y los pinches policías mordelones llegarán y lo meterán en la julia y de ahí directo a la delegación y de la delegación al manicomio, pero eso no va a permitirlo, se toma el otro trago de tequila, el ultimo, el que lo lleva al convencimiento de que la muerte y la locura aunque viven separadas, son cuatitas y lo mismo le va a dar una cosa que la otra, porque no va a permitir que nadie vea su desnudez, ni que escuchen sus gritos. Esta aturdido por el alcohol. Paga la consumisión y ya afuera le grita al primer taxi que pasa. Sube y le ordena al conductor: - ¡A la colonia Roma! Se encierra en su habitación de San Luis Potosí 183 interior. No puede conciliar el sueño, tampoco puede dejar de pensar en todas cosas que lo atormentan y es entonces cuando

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empieza a escuchar los acordes de aquella música que poco a poco se le va metiendo hasta lo mas profundo de la cabeza. Es una música suave que reconoce inmediatamente y que lo pone a sonar con los ojos abiertos. Se tira de la cama y se pone a caminar nerviosamente por toda la habitación. Puede tararear de principio a final aquella música que so existe. Podría, si quisiera, silbar aquella locura que llega hasta sus oídos envuelta en la música de un piano; entonces grita mordiendo con rabia de las palabras. -¡Schumann!... ¡Me quieres volver loco con la música de Schumann! ¡A el pudiste engañarlo con su propia música, pero no vas a lograrlo conmigo. Antes prefiero la muerte! Cuando llegó la policía, simplemente no sabía que decirles. Les repetí lo mismo que le dije a la dueña de la casa. Que la noche siguiente al día que me mudé escuché ruidos en la habitación de al lado y la voz de un hombre que estaba hablando solo, pero que no entendía lo que decía, pero no fue hasta hoy cuando me quejé de todo este mal olor que ahora inunda a esta habitación porque así yo no podía estudiar, entonces vino ella, la dueña y echó la puerta abajo y lo que vi, lo vio ella al mismo tiempo; colgando del tragaluz, el cuerpo de un hombre atado a una corbata. ¡Otra vez los pinches policías a preguntar!; ¿que como me llamo?, ¿qué de donde soy?; ¿que en donde vivía antes?, y yo les digo mi nombre igualito que antes, que soy un chilango, sí, del mero mero DF, que antes vivía en la Calzada del Obrero Mundial, pero que les pasa, mis cuates; si está claro que ese hombre se suicidó y otra vez las preguntas; ¿qué cosa estudio?, ¿qué estaba haciendo esa noche? Y yo venga a contar la misma historia que he repetido varias veces; que yo estudio piano y que esa noche tocaba una sonata de Schumann. Al fin me dejan tranquilo y se marchan. Estoy todo nervioso. Quisiera ponerme a tocar para calmar los nervios, pero no puedo porque algo me hace sentir culpable de la muerte de aquel hombre. Me siento frente al piano con las manos cruzadas con la vista fija en los papeles con la música de Schumann que escucho claramente en mi cabeza cómo si un ser invisible la estuviese tocando exclusivamente para mí. A veces pienso que voy a volverme loco y que voy a terminar colgándome, igualito, igualito que aquel hombre...

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Cita con Ariadne De sĂşbito lo ves acercarse como un bĂłlido y en los ojos se te enciende el raro rojo de los atardeceres, un rojo firme y doloroso, un rojo sangrante de tarde moribunda que anuncia la muerte inminente del sol y la oscuridad premonitora de la noche, presientes que este rojo ocaso de color ardiente es un rojo de aurora boreal y tu que jamĂĄs has salido lejos de la

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ciudad, quizás como hoy* unos cuantos kilómetros a la playa, no sabes como puedes decir que este es un rojo rojo y hasta reconocer que es un rojo boreal, cuando este rojo te duele muy adentro de los ojos y de los huesos, un rojo recién llegado sin estruendo y sin lluvia, sin rayo luminoso y con ardor de materia que se desintegra, nunca antes estos fotones encendidos habían estado tan cerca y ahora quisieras no verlos, quisieras no mirarlos, pero es que este rojo imantado se te ha clavado en el fondo de tus ojos reduciendo las ventanas redondas por donde ellos miran la tarde que le hunde el colmillo al horizonte, certero en la yugular del día y piensas en Ariadne, en la cita a las ocho, en el compromiso de llevarla al cine a ver aquella película que supone que es buena porque se llama así, como ella, Ariadne; y casi esta acertada en su pronóstico. Hoy en la mañana cuando te llamó por teléfono estuviste a punto de decirle que lo mejor sería ir a otro cine, ver otra película porque aquella la habías visto, pero pensaste que se te iba a enojar, que te preguntaría que con quien la habías ido a ver, que por que no la invitaste y fue entonces cuando decidiste volver a vería y le dijiste que irías antes de las echo a buscaría y ya te imaginas mirando al tipo que ha olvidado la cita con su novia descansando en la arena de una playa a las 4 p.m. mientras sus ojos se beben el jugo de naranja de un sol que enciende en su memoria el nombre y la figura de Ariadne, la cita, el compromiso de llevaría al cine y quizás después a tomar un café y quien sabe si mejor y mas económico también, dar una vuelta por el malecón y rebosarte todavía mas de ese aire del mar del que ya te sientes fatigado. Pero no irás al malecón, ni al café, sino directamente hacia tu casa y de allí a la casa de Ariadne y de la casa de ella hacia el cine, a ver el tipo aquel que olvida la cita con su novia, y que corre desesperado por la autopista que viene de la playa en su pequeño Fiat azul muy claro como color de cielo y que de la manera más estúpida se encuentra con la muerte, mientras que Ariadne, en esta ciudad loca y retorcida como un laberinto, en esta ciudad horrible y abominable, espera inútilmente, gritando como histérica, “¡no me vengas con excusas. Marcel la única que te hubiese aceptado, es la de tu muerte!”, y espera con las palabras cien veces ensayadas, mientras Marcel se desangra entre la soledad y la oscuridad recién nacida. Fumas mientras piensas en Marcel y en Ariadne, piensas en este sol que no acaba de marcharse, en esta oscuridad tan parecida a la muerte, en este día ave fénix que se va definitivamente sin dejar las cenizas, ni su humo, ni el fuego que enciende el cigarrillo, piensas en Marcel muriendo abandonado, mientras miras veloz el incendio que devora el horizonte, el colmillo que se clava invisible en las últimas claridades del día, que le abre paso a esta hemorragia de fotones que apagará la noche, su hemoglobina, el humo que se lleva el viento y la memoria, el mar; la transfusión del rojo hacia el azul del mar, tus ojos rojos, la noche oscura que vendrá después, definitivamente, antes de que el sol se oculte, el otro amanecer en las antípodas, el sueño verdadero lejos de la vigilia, los cien kilómetros por hora, el Mustang rojo en dirección contraria, tu Fiat azul como color de cielo, el Mustang rojo, tu

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Fiat azul claro, el encuentro inminente, el volante a la izquierda, el freno, el estallido, el estruendo sin lluvia, el rayo luminoso, la herida en la cabeza, el dolor en el pecho, el horizonte rojo, la sangre que te corre por los ojos y te enrojece el ocaso, la definitiva noche que vendrá después, y Ariadne en la ciudad, esperando inútilmente al lado del teléfono la noticia que mañana aparecerá en los diarios: “que un hombre llamado Marcel tuvo un accidente en la autopista y que falleció sin siquiera recibir los primeros auxilios.

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Paradoja número uno A las 7 y 30 de la noche, Mejía siente un dolor en todo el cuerpo que lentamente se le va recogiendo hasta concentrarse en lugar indefinido de la cara. Unas veces el dolor aparece en el lado izquierdo y en otras, en el lado derecho, casi casi en donde comienza la barbilla. Experimenta un alivio momentáneo. Del sobresalto inicial ha pasado a una tranquilidad relativa. Toma un libro con la intención de leer (“Las metamorfosis de Ovidio), pero lo pone en la mesa nuevamente y por un momento el libro se queda olvidado. Aún le sigue doliendo la cara, pero ahora el dolor se concentra en un lugar más definido; exactamente sobre el pómulo derecho. Camina hacia el baño y orina. Regresa a la sala y de allí sigue al dormitorio. Se mira en el espejo y ve que tiene una pequeña zona roja en el lugar en donde siente la molestia. Se dice a sí mismo con ánimos de tranquilizarse, que no es nada y deja entonces de preocuparse. Vuelve otra vez a la sala y enciende la televisión y allí se esta un largo rato que no puede precisar ni en minutos ni en segundos. Cambia los canales varias veces y en ninguno encuentra un programa que sea de su agrado. Apaga el televisor. Vuelve al dormitorio. La cara le sigue doliendo. Busca en la gaveta de la cómoda una aspirina que sabe que esta allí porque hace un par de días tuvo el cuidado de guardarla, pero ahora no lo encuentra. A lo mejor la puso en otro sitio y ahora no lo recuerda. Le está prestando demasiada atención a esta molestia insignificante. Se pasa otra vez la mano por la parte adolorida y por un instante el dolor parece calmarse, sin embargo, a los pocos minutos reaparece. Esta de nuevo ahí, en el lado derecho de su cara. Se mira en el espejo de la cómoda y observa la aparición de una esferita parduzca que más bien parece una espinilla. Comienza a mortificarse otra vez. Decide darse una ducha y meterse en la cama, descansar hasta que sea otro nuevo día. En toda la casa reina un silencio de ruina abandonada que únicamente se altera por el compás de su respiración y el desorden de sus pensamientos. No acierta a comprender por que se siente incómodo. No es la primera vez que le salen espinillas. Cuando joven tenía toda la cara echada a perder con el acné. Termina de ducharse. Se mira por tercera vez y tiene la impresión de que aquella espinilla ha crecido un poco. Se pone el pijamas de listas azules y blancas y camina a acostarse. De paso recoge el libro abandonado para ponerse a leer de nuevo, así el sueño llegará mas pronto. Sin darse cuenta se ha dormido.

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Cuando abre los ojos ya esta bastante claro. Se tira de la cama y se dirige hacia el baño. Ya no siente dolor, ni nada. Es mas, ya no se acuerda de nada. Agarra el cepillo y comienza a cepillarse los dientes. Tiene la sensación de que es otra persona, o que este apartamentito no es el suyo. Mira hacia todos los lados y comprueba que no hay nada anormal, esboza entonces una sonrisa. Piensa que todo se debe a que aun esta medio dormido, sin embargo, esta conclusión no se borra por completo, y una pesadez en el ambiente, un aire demasiado pesado para que pueda ser respirado, como una locura circular, un presagio fatal, invisible y omnipresente que se mueve de un rincón a otro de la casa, de una pared a otra. Pero el no puede perder el tiempo en consideraciones banales, porque entonces si que va a llegar tarde a la oficina y ya bastantes problemas ha tenido con la señorita Acevedo, la jefa de personal ella parece haberse ensañado en su contra. Deben ser cuestiones de la edad de la soltería. Comienza a lavarse la cara y sus manos tropiezan súbitamente con un obstáculo imprevisto. Comprueba como esa cosa que creía una espinilla, ha crecido durante la noche convirtiéndose en algo horrible. Palpa temerosamente aquella cosa y se da cuenta que no le duele absolutamente nada, ni siquiera la siente. La única contrariedad es que ahora le cubre desde el pómulo derecho hasta la comisura de los labios. Levanta la mirada y su rostro se refleja en el espejo. Nota también que ha cambiado de color, ha adquirido un tono verdoso. Mejía se estremece. Su propio rostro le infunde pavor y cierra los ojos para no verse. Ni siquiera se pregunta ya lo que puede ser una protuberancia verdosa. Llega a la fácil conclusión de que es una verruga y creería que es eso si no fuera por el color y el tamaño. Abre los ojos y la toca suavemente y en su interior hay una mezcla de miedo, de asco y de repulsión. Mejía decide que no puede salir a la calle con este aspecto, sin llamar la atención. Piensa que mas tarde cuando el reloj marque las 8 y 30, llamará a la señorita Acevedo y le dirá que no puede asistir a la oficina porque ha amanecido muy enfermo. De seguro que ella protestará, hasta es posible le exija un certificado medico. Se tira en la cama todavía en desorden y los ojos se le van llenando de lágrimas. Se da cuenta que la verruga (antes era una espinilla) le ha crecido un poco mas, que se mueve en todos los sentidos, que ya le ha rebasado la comisura de los labios, que se desplaza hacia el cuello. Quizás ya sea hora de llamar a un medico, pero recuerda que no tiene teléfono y que debe caminar hasta el bar de la esquina el donde hay uno público. Se levanta de un salto y mira el libro en el suelo. Corre hacia el espejo y en efecto, aquella masa de materia extraña ha aumentado sus dimensiones. Ya le cubre toda la nariz, además ha tomado un color amarillento. Decide no salir a la calle bajo ninguna circunstancia. Concluye que lo mejor es ponerse unos paños tibios porque la verruga (que es como la llama ahora Mejía) ya le cubre el lado izquierdo de la cara. Mejía tiene la impresión de que en vez de aire, lo que tiene dentro la verruga, no es otra cosa que una fangosa agua amarillenta. Un miedo paralelo comienza a correrle por las dos piernas. Lamenta ahora el no

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haber salido a ver al médico tan pronto aquella cosa apareció en su cara. Se encamina tambaleando hacia la cocina. Abre el grifo y llena de agua un pequeño recipiente. Mira a su alrededor y por primera vez en su vida todo en esta casa le parece distinto. Coloca el recipiente encima de la estufa y abre el gas. Se lleva las manos a la cara y tiene la impresión amarga de que esa cosa esta creciendo en desorden, pero se ha equivocado. Va en busca de un paño limpio y como no lo encuentra, toma una franela casi nuevecita y regresa a la cocina. El agua esta hirviendo. Apaga la estufa e introduce un trozo de la franela dentro del recipiente. Toma la franela por la parte humedecida y cae en cuenta de que está más caliente de lo que había previsto. Se coloca el paño en la cara; directamente encima de la parte afectada, pero no siente ningún dolor. Tan sólo que aquello comienza a resblandecerse, a convertirse en una masa gelatinosa que se le corre velozmente hasta el pecho. No sabe si alegrarse o entristecerse, porque pasados unos cuantos minutos aquella masa informe empieza a tomar la consistencia de antes. Trata de tocarla con los dedos de las dos manos al mismo tiempo y se da cuenta como se van hundiendo lentamente como si aquello fuera arena movediza. Se sobrecoge de espanto. Dentro de su cuerpo aun existe capacidad para almacenar más miedo. Quiere retirar las manos, pero sus dedos se han quedado prisioneros y no puede sacarlos de esa condenada sustancia, que al tiempo que lo sujetan de una manera suave pero firme, los van cubriendo y arropando como una tragedia inexorable. Quiere gritar, pero no puede. Ni el más leve sonido sale de su garganta. Mejía tiene miedo de morir asfixiado, pero comprueba que puede respirar perfectamente. Se deja caer en un sillón, mirando como aquella mancha le va cubriendo todo el cuerpo y que al mismo tiempo, va cambiando del amarillo a un violeta encendido. Todavía puede pensar y piensa. Aun puede llorar y llora. Intenta salir a la calle sin importarle el efecto que su figura pudiera causar a las gentes, pero sus manos prisioneras no pueden abrir la puerta. Se estrella una y otra vez contra la pared tratando de detener esta desgracia, pero aquella masa sigue creciendo irremediable mente, fue entonces cuando se dijo: “¡Vamos, Mejía, cálmate. Todo esto no es mas que una pesadilla de la cual vas a despertar de un momento a otro!”. Ya todo el pecho se le ha cubierto con esta esponja loca que del lila ha cambiado a un azul iridiscente. Se abandona a su suerte, a la esperanza de que todo sea un mal momentáneo, una pesada broma de la naturaleza. Tiene deseos de ir hasta el espejo pero no se atreve a contemplarse. Tiene los brazos cubiertos y aunque no puede bajarlos, se consuela un poco al ver que puede mover los dedos y las manos. Trata de coordinar alguna oración, pero a su mente acude un conjunto de frases absurdas. Cae en cuenta de que puede ver perfectamente todo lo que le rodea. Se levanta del asiento y camina hacia su dormitorio a enfrentarse con la verdad. No puede resistir la tentación de mirarse otra vez en el espejo y saber la apariencia que tiene. Se mira fijamente. Ve que una esfera perfecta le cubre desde la cintura hasta la altura de la cabeza. Mejía no puede ver lo que hay

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dentro de aquella película gomosa, no puede observar su cara ni sus manos, sin embargo, el puede ver todo lo que le rodea: es como si el universo se hubiese quedado parcialmente ciego y solamente pudiera contemplarse de la cintura para abajo. Trata desde dentro, arrancar algún pedazo de materia y abrir un boquete hacia el exterior que le permita escapar de esta pesadilla, pero por dentro la esfera tiene una adherencia que se le escapa de las manos cuando quiere cerrar el puño. La verruga tiene por fuera un aparente tono viscoso y da la impresión de que es algo vivo, como si ella también le sirviera de aliento vital a otra clase de vida. Poco a poco se va llenando de escoriaciones que se mueven y que reflejan la débil luz del sol que penetra dentro de la casa. La masa desciende con más rapidez ahora. Ya comienza a arroparle el sexo, siguiendo con velocidad inusitada hacia abajo, cubriéndole los muslos. Mejía aun puede caminar; Se desespera y en una loca carrera comienza a golpearse contra la pared sin lograr hacerse daño. Mejía ya no piensa. En un gesto de rabia derriba con los pies una pequeña mesa, la que al caer causa en sus oídos un ruido insignificante. Un nudo se le apodera de la garganta como si las reservas de aire se le estuvieran acabando, pero después de un momento comprueba que no es cierto, que es tan sólo la angustia y la desesperación lo que le tienen fatigado. Al final se resigna. La esfera le ha cubierto las rodillas por completo. Espera de pie el desenlace. Luce estoico. No sabe lo que será de el a partir de este momento, ni a partir de este día. A las 10 de la mañana exactamente Mejía había desaparecido por completo. La esfera sigue creciendo y esta sintiendo Una ligera molestia. Tiene la impresión de que un hombre se encuentra caminando en su interior.

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Los relojes Al principio fue el caos y en mí todo era nerviosismo. Las maletas hechas desde el día anterior esperaban arrinconadas que yo as tomara, que las pusiera dentro de la station y que conmigo las llevara al aeropuerto. Miré el reloj que me había regalado yo mismo el día de mi cumpleaños y que todavía no acababa de pagar; un Patheque Phillipe por supuesto y vi la hora: las 9 y 20 de la mañana. Era tiempo ya de (pie tomara las maletas y las sacara de esa inútil indiferencia, de esa absurda inamovilidad. Pathek Phillip- pensé en la propaganda- hay uno entre cien mil relojes, ni con una milésima de segundo se atrasa. Y yo no se si es cierto esto, pero confío en que todo siguiera como ha sido hasta ahora. Casi un año en mi poder y ni siquiera un segundo le he corregido. Las 9 y 25; pienso que aun es temprano, que mi vuelo hacia New York no sale hasta las once, que serán tres horas y tres minutos de vuelo y que cuando lleguemos, en mi Pathé Filip serán las dos y unos minutes mas. Todo está dentro de la station, únicamente falto yo y no me hago esperar. Parece una mañana hermosa para salir de viaje. El cielo esta limpio y despejado. Me lo imagino todo; la propina al maletero, el chequeo en el mostrador de la compañía, el otro chequeo en inmigración por si tengo algún impedimento de salida, pero tal y como lo preveo, todo funciona a las mil exactitudes: la station, los chequeos, mi Paté Filí y yo. Y también las bocinas por donde se escapa una voz histérica de mujer (pie anuncia la salida de mi vuelo;”.. .favor de abordar el avión para la puerta de salida número dos”, es tan dulce su voz que me incita a obedecerla, pero no la obedezco, se que detrás de esta llamada habrá otras y me quedo mirando tranquilamente las bisuterías de la zona franca. Allí también encuentro mi Patheque Phillipe, inatrasable, uno entre diez mil, cien entre un millón, aristocrático, humilde en su aspecto, pero preciso y hermoso en su contenido: las 10 y 40. Dejo de mirar los Patheque Filip, los Omega, los Rolex y los Gerard et Perregaux y me acerco al mostrador de las bebidas, un par de litros de ron para los amigos y algunos cigarrillos criollos; así esta bien, no deseo nada mas y me retire. Atravieso la puerta número dos y ya puedo ir pensando en el piloto pidiendo las instrucciones a la torre de control. Comenzamos a movernos con una lentitud de espanto, con los cinturones ajustados y el letrero bilingüe que pide a los pasajeros que no fumen y dejamos allá abajo, como si estuviesen perdidos, unos adioses que no nos pertenecen y cuando se apaga el letrero prohibitivo, enciendo el primer cigarrillo del viaje, le ofrezco uno al hombre que está sentado a mi derecha y el lo acepta sonreído, le pregunto que si va de viaje de negocios y,

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responde que no, que desde hace tiempo vive en New York y que vino a visitar a su familiaMientras tanto la aeromoza hace las explicaciones con la máscara de oxígeno, pero no la escucho; está diciendo lo mismo de siempre. —¿Y usted, ¿va en viajes de negocios?— me pregunta. Le respondo que no, que mi viaje es de paseo, que únicamente voy a estarme allá un par de semanas, busca entonces en el bolsillo de su saco una tarjeta con su dirección y su nombre, me la entrega y dice: —No deje usted de visitarme. Yo comprometo mi palabra. Me juro a mí mismo que iré a visitar a aquel hombre y a su familia. Miro el nombre y la dirección de la tarjeta: Jonathan Martínez, Lawyer, phone KI-692600418, Jerome Avenue 1537, Apt. 612. Le doy las gracias y renuevo en mi mente la promesa. A la izquierda, una anciana con mejillas de clavel artificial, con el rostro ajado y la mirada cansada, desgrana las cuentas de un rosario. Cierra los ojos y es como si durmiera, sólo sus dedos están despiertos. La miro y le señalo a mi nuevo amigo para que él también la vea y me dice en voz muy queda. —Hay mucha gente que se impresiona cuando viaja. Y ya no dice una palabra mas, consulta su reloj y mueve la cabeza, faltan casi dos horas para llegar; es entonces cuando reparo en su reloj, en su Patheque Phillipe inatrasable, waterproof, shockproof, automatic, presurized, antimagnetic, Swissmade, y pienso que mi amigo no debe ser un don nadie. Miro entonces el mío con la secreta intención de que el lo vea, de que sepa que dentro del avión su reloj no es el único y observo que son las 12 y 10. No podría asegurar que el lo ha visto, está demasiado entretenido tratando de sacarle fuego a su encendedor, le ofrezco el mío y me dice: —¡Gracias! Entonces como que recuerda algo y me ofrece la cajetilla de sus cigarrillos, tomo uno y se la devuelvo. Me la de excusas por no haberlo hecho antes y yo, le consiento con la mirada, con la cabeza y con una leve sonrisa que acompaña la primera bocanada de humo. —¿Dónde piensa usted hospedarse?— me pregunta. Yo le respondo que aunque tengo muchos amigos en New York, me voy a hospedar en el hotel Baltimore y él dice “¡Oh!”, como si dijera “¡qué bien!”. El sobrecargo se nos acerca con su mesita movible, interrumpe nuestro silencio y pregunta si deseamos tomar algo, yo ordeno un whisky a la roca y Jonathan un Tom Collins. Aparte de esto, todo sigue tan normal como antes. Por casualidad miro a la anciana de mejillas falsas, de arrugas saturadas de crema, de labios finos y firmes, tenuemente rosados y cuando abre los ojos, le sonríe al sobrecargo y Ie dice con la mirada que no desea nada, mientras sus labios y sus manos deshacen en silencio un camino de oraciones. Pienso que debió ser muy hermosa cuando joven, su nariz gallarda, casi atrevida me lo dice. Ya no encuentro más que decir y conserve mi silencio, dejando que el tiempo se filtre

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entre los pensamientos, permitiendo que los murmullos que vienen de atrás se depositen dentro de mis oídos sin que me causen ningún efecto. Afuera, imagino unas nubes muy lejanas, el mar también, demasiado azul para nuestros sueños. Cierro los ojos. Dormito, pero mis sentidos vigilan. Cuando los abro miro a la anciana y ya no veo el rosario entre sus manos. Sigue todavía sumida en un éxtasis. Quisiera que ya hubiésemos llegado. Miro otra vez mi reloj para saber el tiempo que falta para arribar a nuestro destino y son las 11 y 20. Todo parece imposible, tiene marcado unas 11 y 20 que parecen eternas; ¿qué está pasando? Lo acerco entonces a mi oído y su corazón aún late, no se han detenido sus pisadas, mi Patek Phillipe todavía camina, sólo que el tiempo parece haberse invertido, que ha querido darle una ojeada a su pasado; ¿que iría a decir Jonathan si me pregunta la hora y no acierto a decírsela? Pensará que mi Patheke Phillipe es un fiasco, un engaño. Solo pienso en llegar a New York para llevarlo a reparar. Jonathan me mira y me pregunta si me pasa algo y yo le respondo casi sin abrir los labios; no sé qué le pasa a mi reloj, parece estar caminando hacia atrás; ¿quiere decirme la hora?. El entonces descubre su muñeca izquierda, la mira fijamente y me responde: -¡Son las 3 y l5! -¡Hace más de una hora que debíamos haber llegado! Consulto de nuevo mi reloj y veo que esta bien, que marca Unas 3 y 15 demasiado nítidas para que yo pudiese haberme equivocado. -No comprendo como pudo haber pasado- digo por todo comentario y Jonathan replica: -Tome las cosas con calma, este es un riesgo que se corre siempre. Respiro brevemente. Sé que Jonathan tiene razón. Envidio su frialdad ante el peligro. Observo otra vez a mi Patheque Phillipe y lo veo como siempre, marcando con seguridad los minutos y los segundos. Ahora son las 3 y 20. Comprendo, que es mi miedo el que lo complica todo. Que es mi miedo el que detiene el tiempo y el que obliga al universo a girar en sentido contrario. La anciana me mira y advierto que el color se ha ausentado de su cara y que ahora luce mas vieja. Se queda fijamente mirando el reloj que tengo en la muñeca con un temblor en la voz me dice: —Es un Patheque Phillipe.... Mi difunto esposo siempre deseó tener uno igual; ¿me deja usted tocarlo? Le extiendo el brazo y ella lo acaricia con ternura; Se le humedecen los ojos y retira la mano lentamente, al tiempo que murmura: —Siempre le oí decir que esos relojes tenían algo de misterioso. Pudo haberlo comprado, pero su precisión parecía asustarlo. ‘ La anciana calla y cierra los ojos otra vez, como si quisiera encontrar el lugar invisible en donde se le ha escondido la tersura de la piel. Me doy cuenta que ella al igual que yo tiene el miedo metido hasta la médula. En ese instante se escucha la voz del capitán cuando dice

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que vamos a iniciar el descenso a pesar de la niebla. Una inquietud se apodera de todos los pasajeros. Escucho la voz que entre el enojo y el desaliento exclama que ya debíamos haber llegado, que este vuelo ha tardado mas que de costumbre, que van a ser las seis de la tarde y la extraña pregunta de la que debe ser su esposa: “¿estás seguro?”. Me sacudo de espanto cuando la voz del hombre responde con ironía: “¡es un Paté Filip; no lo olvides!” Confirmo la hora en mi reloj y reparo que son las 11 y 20, la hora del despegue. A través de la bruma veo los altos edificios. Sin que me queden dudas, estamos descendiendo sobre la ciudad de New York. Sólo Jonathan permanece inalterable, sonriendo maliciosamente me coloca una mono en el hombro y me susurra: -No se mortifique. Ya verá como todo se arregla. Deje de pensar en lo que está sucediendo, puede que los Patheque Phillipe no sean tan exactos como dicen. Trato de comprender inútilmente lo que quiere decirme. Cierro entonces los ojos y espero.

Los últimos recuerdos de papá Sabía que más tarde o más temprano, papa iba a morir de aquel accidente en el cual perdió la pierna izquierda. Lo sabía por ese olor a muerte que se desprendía de su cuerpo, un olor a tierra húmeda o a tronco de un árbol que se pudre. Dije en mi interior “¡pobre papá, se está muriendo!” y quise darle un abrazo antes de que cerrara los ojos definitivamente, desatendiendo las recomendaciones de los médicos que le atendían. Creí que no iba a reconocerme. Estaba muy grave y orinaba sangre a causa de los golpes recibidos. “Pobre papá”, repetí, ahora en voz muy queda y esto pareció sacarlo del letargo. Se abrazo a mí y comenzó a llorar; quise hablarle para darle fuerzas y decirle que no era cierto que se estaba muriendo, pero la voz no salía y los ojos se me anegaron de llanto. Pero el viejo era un roble y salió del trance con una pierna menos y muchos deseos de enfrentarse a la vida. A su edad no pensé que volvería a discutir con el de política y de gallos. Eran sus temas favoritos. Todos los fines de semana me quedaba con el, en la galena, o en la terraza, según el vigor de los rayos del sol. Poníamos el mundo boca arriba para después convencernos que poco o nada podíamos hacer para componer a este mundo tan mal hecho y que lo mejor que hacíamos era dejar las cosas como estaban.

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Aquella tarde lluviosa recibí la llamada de mi esposa al trabajo. Papa se había puesto nuevamente mal, tenía problemas con la circulación y los médicos no garantizaban nada. No espere a concluir la jornada y pedí permiso a mis jefes. La lluvia pertinaz me obstaculizaba la visión y el carro parecía no avanzar a pesar de tener pisado el acelerador hasta el tope. No pensaba en otra cosa que ver al viejo antes de que muriera, sabía que faltaba poco para llegar a la ciudad y al hospital en donde lo tenían internado. La lluvia era un velo firme que desdibujaba las siluetas. Casi anochecía y la visión se tornaba más difícil. Pensé que tomar un atajo me libraría de las calles más transitadas. Vi entonces el semáforo en rojo y el otro auto que comenzaba a cruzar la calle y pensé que no era ese maldito ojo de camaleón rojo ni ese auto los que iban a detenerle. Escuché el estallido, pero no me detuve, acaso me detuve un instante, pero no lo recuerdo. Continué la marcha y tan pronto me acerqué al hospital comencé a sentir aquel olor extraño a tierra húmeda, a tronco de un árbol que se pudre. Todo se volvió confuso y los últimos recuerdos que tengo de mi padre, es el de verlo de lejos tendido en una cama y unos gritos desesperados que retumban lejanos de mis oídos, Parece que pronuncian mi nombre, también el de papá, pero no acierto a saber si es él o si soy yo el que ahora está muriendo.

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Un hombre con un clavel muy rojo en la garganta Tan sólo ayer era diciembre y hoy es la promesa, la esperanza, y en el altillo frío a causa de este invierno, Mimí piensa, o escribe, o pinta, espera con el año que empieza su destino inevitable marcado por Puccini, el toque de la mano encima de la puerta de alguien que viene a pedirle una taza de azúcar, o tal vez un poco de café y ahí está él, su figura presentida, pálido sin saber como pedir lo que ha venido a buscar, con los ojos infinitos perdidos en el espacio reducido de aquel rostro, sin comprender el porqué su mirada se anuda a la de ella, por que ese hamacar del alma, ese sabor acre dentro de la boca y entonces él (cuando debía ser ella), le susurra “mi chiamano Rodolfo, y se atan los intervalos en un único instante, hablan, no hablan, cantan, colocan el techo sobre el piso para buscar una llave ingrávida, su fuego no la quema cuando el la toma de la mano, los sexos contrariados (o quizá son los nombres), cuando le responde, cuando presiente la muerte que se adivina en sus manos, “che gelida manina, si la lasci riscaldar, cercar che giova, al buio non si trova” y Mimí ya no es Mimí, podría ser que ella ahora se llame Violeta y entonces el tiene que llamarse Alfredo solamente, el chulo, el libertino y el encuentro no es en el altillo frío y solitario y hasta es posible que no estuviésemos en invierno, que ayer no fuese diciembre, ni hoy enero, que todo esté sucediendo ahora (precisamente ahora), en el salón de una fiesta burguesa en donde el gigoló de Alfredo se pasea en busca de una presa, levantando suspiros en todos los corazones, agitando los bustos turgentes de las aristocráticas damas, preparando infidelidades, “pauvres monsieurs” repartiendo sonrisas, adivinando las miradas que persiguen sus pasos, Alfredo “il sempre libero”, no atado a nada ni a nadie, entonces es cuando advierte la figura extraña de Violeta, sus ojos se duermen en el negro pelo que techa su cabeza, su voz se hace estridente en medio del silencio que se anida en su pecho, piensa en una nueva conquista, no prevé el destino invertido de las cosas, como no lo previó Dumas, ni Piave, ni más tarde Verdi, no comprende que el es un juguete en mano de los otros y que lo será también en manos de Violeta, porque no se pertenece, porque todo él es irreal a pesar de la ropa que lleva puesta a pesar del champán que ahora bebe, a pesar de sus pensamientos, porque no acierta a comprender que no es más que un pensamiento en el pensamiento de otros, pero esta inversión de valores no transubstancia el vino ni cambia el pan en hostia, que la verdad mas certera envuelve una mentira, que el hoy es igual al hoy y diferente al mañana y al ayer, y ayer tan sólo era diciembre y hoy ni siquiera existe la esperanza, porque el destino

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existe cuando no se conoce y su destino esta ahí, en los hijos y en la mujer abandonados a tan sólo unas pocas calles de distancia, y sin embargo tan lejos, la mujer: Violeta (o Mimí), esperando, disuelta por las lágrimas, inquiriendo en silencio una razón para el abandono, tratando de juzgar y de juzgarse, buscando el momento y el lugar de la infidelidad sin encontrarlo, sin comprender ni entender porque nadie entiende sus razones, y todos los veredictos están en contra porque únicamente se juzgan las apariencias y las apariencias condenan, piensan que es un mal padre y un peor esposo, que ha abandonado la familia sin motivos, eso es lo que dicen, solo yo comprendo que el llanto de Mimí (o de Violeta) no es un llanto inútil y que al final llegara la comprensión y que habrá de perdonarme por todo lo que ahora la hago sufrir, sabrá entonces todo lo que la quise y lo que todavía la quiero” que solo por eso me destrozó el cuerpo y el alma trabajando en este frío invierno niuyorkino de día y de noche, para que no les falte nada. Quizás ellos no sepan que en cada minuto de este enero pienso en ellos, que al final sólo les pido que comprendan, que me recuerden con el mismo cariño que me tenían antes, que esta culpa y esta pena no es únicamente mía, que esto no es más que una circunstancia, como esta tos que ahora tanto me molesta, esta tos y este clavel que tan sólo un mes antes supe que tenía en la garganta, yo y mi tos, mi clavel y mi circunstancia y Giorgio el bacilo canoro y trémolo que ha venido a vivir dentro de mi cuerpo, alojado sin mi consentimento, lo mismo que ese clavel rojo y copioso, de pétalos dentados que ahora, precisamente ahora lo siento dentro de mi garganta; ¡Giorgio, clavel sin mar y sin sol!, antes provenzano y ahora niuyorkino; que come y duerme conmigo como si fuera mi conciencia, mi buena conciencia consejera que no se cansó de repetirme que tenia que dejar a Violeta (o a Mimí) y a los niños si de verdad los quería y ahora Giorgio, mi bacilo amigo y enemigo y conciencia al mismo tiempo, se encuentra feliz, aunque yo me sienta triste, porque sólo él y yo sabemos que lo que he hecho, lo hice por el bien de ellos, aunque no lo comprendan y Giorgio tiene razón, nadie sabe que el calcio de mis huesos se destruye noche tras noche en este parqueo de la avenida Madison, bajo esta brisa que camina por debajo del cero. Sin embargo, yo me siento tranquilo. Solo ahora me atrevo a respirar este aire viciado que reconozco es también mi enemigo. Ahora que camino sólo por la acera izquierda de la avenida Madison y voy hacia el trabajo, pienso que nada me importa, ni una estrella hay en el cielo y la isleta florida en otro tiempo, es como una cicatriz que se levanta en medio de la calle. Hay poca gente afuera y el culpable es el frío que se ha soldado a este otro frío que me nace en los huesos, siento ahora el mismo miedo que antes no me dejaba dormir, el miedo de morirme así, tan sólo como estoy, quisiera ir a un hospital, pero presiento que ya es tarde, porque estoy sintiendo el cosquilleo en la garganta y dentro de unos segundos va a comenzar la tos que amenaza con partirme el pecho en dos mitades, después vendrá el clavel con sus pétalos dentados y abundantes; ya siento su puño en la garganta y el borbotón de sangre que ahora vomitaré en el medio de la calle.

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Pandemonium Desde este penumbroso rincón en donde los últimos rayos del sol apenas si me miran, lo veo pensativo. Sé que desde hace tiempo le preocupa el problema de la muerte. Más de una vez me ha dicho que morir es demasiado rutinario, que desea una muerte diferente, algo así como una mezcla de accidente y suicidio y que a la vez se confunda con una muerte natural, una especie de híbrido tridimensional. Yo no sé que más decirle. Está pensando en esto demasiado. Hay que verlo como se cuida de no ser atropellado por un auto, de que no exista un escape del gas, de estar abrigado cuando se anuncia un cambio en la temperatura. Sería horrible para él morir igual que los demás, quiere ser original en la muerte, ya que no ha podido serlo en la vida. Mientras habla, me parece que de súbito me nacen arrugas muy profundas en la frente, lo miro con pena y no le digo nada. A lo mejor piensa que esta pobre mujer no lo comprende, que no se que todo esto tiene vital importancia para un hombre como él. ¿Qué habría sido de Sócrates sin su cicuta, o de Sófocles sin su uva? Es lo que me dice y me pide que lo ayude. La muerte de Sócrates habría sido genial si hubiese habido en ella el más mínimo intento de premeditación, pero a el todo el mundo lo recuerda más por su muerte que por las tonterías que predicó en las pedregosas calles de Atenas, Lo de Sófocles fue más lamentable; la gula le cerró el gañote al pobre hombre y zas; habría que verlo tratando de gritar, deseando que alguien le diese un par de palmetazos en la espalda que le hiciera expulsar la uva intrusa, pero el infeliz, solo como estaba, únicamente atinó a meterse un dedo en la garganta y ya me lo imagino, una tos detrás de la otra como los peldaños de una escalera y la uva en el centro de la tragadera sin querer subir ni bajar, mientras al pobre Sófocles se le acababa todo el aire que guardaba dentro y no le quedó otra alternativa que morir asfixiado. Pero hoy la cosa es diferente; cada civilización engendra sus peligros. Me lo dice a mi que soy su mujer y a lo mejor piensa que no le creo, pero todo sería mejor si no leyera tantas cosas. De seguir así va a volverse loco y me va a volver loca a mi también. Quisiera que saliera a las calles, que camine por los parques, que se emborrache, que se vaya al cine para que se alejen estos pensamientos. Las mujeres comprendemos fácilmente algunas cosas. Cuando ayer me dijo que había tomado un seguro de vida y hecho su testamento, dos lágrimas silenciosas me bajaron de prisa por el rostro; sin decirle nada, me puse a llorar en silencio; “es que el presentimiento hoy lo siento más fuerte, se que el fin está cerca”, fue todo lo que dijo. No sé de dónde saqué

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fuerzas para hablarle y explicarle, “ya que no piensas más que en éso, mañana tienes que ir al médico, sácate esas ideas locas de la cabeza”, ¿qué más le iba a decir? Me respondió que sí, que iría, pero su mirada me dijo todo lo contrario, que no iría a donde ningún médico a pagarle para que tan sólo le dijese que estaba equivocado, que todo no era más que una alucinación suya, pero yo quiero que de todos modos vaya, que le diga como a mí que la Historia es un raport que se repite a cada momento, que es sólo un conjunto de actos repetidos, que ya su destino está escrito, que desde hace siglos el mundo está mirando la misma comedia, (muy mala por cierto) en la que únicamente cambian los actores y la escenografía, que cada civilización engendra sus peligros, que le hablé de todos los peligros que tiene presente cada noche, de las oraciones que yo rezo a cambio de su salud. Hoy sin embargo parece que se ha convencido de que está enfermo y fue a ver al médico. Ahora sabe que todo ha sido una imaginación y que algo no estaba funcionando bien en su cabeza. Me ha dicho que va a vivir hasta los noventa y de repente yo me siento distinta, hasta el aire que respiro me parece más puro; a Cortázar, a Mieses Burgos y a Faulkner los ha mandado al carajo, quiere vivir hasta los noventa y ya no le importa la gula de Sófocles, ni la rutina de Sócrates, ya no tengo que preocuparme en estar trasponiendo su pistola para que no cometa un disparate, ni de andar con ella dentro de la cartera cada vez que salgo de la casa. Va a vivir, vamos a vivir los dos y a disfrutar de las pocas cosas buenas que quedan en este mundo, iremos a bailar y a tomar, seremos comentario en labios de los otros, sé que dirán que somos dos viejos seniles, pero los ignoraremos, viviremos, nuestra vida; esta misma noche me ha invitado al cine. Hay que mirarme para saber lo feliz que me siento. Su sonrisa está reverdecida, su mirada limpia. Me siento más segura de mi misma cuando camino a su lado, cuando compra los boletos, cuando nos sentamos en el centro de la sala que está a medio llenar, seguros los dos de que Hichtcock nos depara una sorpresa, me dice que mi cuello huele a rosas recién cortada y siento como los años se me quitan de encima, regreso a los quince o tal vez a los veinte, a la edad exacta cuando nos conocimos, a las mismas palabras cuando dijo que me amaba, a los momentos en que agotamos las caricias y con nuestros besos tratamos de poblar el paraíso. Los sarmientos de su mano ruda se atan a la suavidad de la mía. Si, soy feliz. Me sonríe. A través de la niebla oscura que lo arropa todo presiento que su rostro me sonríe, que me mira. En el fondo de la sala hay como un renacer del universo; la luz se hace, se hacen las figuras y las cosas, se hacen y se reparten equitativos los sonidos. Hay un silencio de muerte como PSICHO, FRENESI, y LOS PAJAROS. El argumento es absurdo. Hichtcock rechoncho y mofletudo, con su voz cansada y gutural comienza a introducir el miedo: “This movie is a different one. In this movie you will discover that you are the murderer, or the worst, that you can be the shot” y debajo de su figura sedentaria las letras pequeñitas que apenas casi leo, demasiado rápidas para mis cansados ojos; pero yo sé lo que quiere decir y no le creo, Agatha y él con los años se han vuelto un poco tramposos. Hichtcock se va y comienza la

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sesión de misterio y de miedo. Nada de lo que sucede lo entiendo y sin embargo no puedo olvidar sus últimas palabras, como en “The Mousetrap”, pide que no revelemos el desenlace a los amigos, pero él está consciente de que toda promesa es inútil, que por insólito que sea el final, éste no podrá ocultarse por más de una noche, porque por encima de todos aquellos crímenes, el va a cometer el crimen mas perfecto y nadie le va a dar fe a lo que sus ojos vean, ni atenderán a los gritos de la sala y yo sé que éstas son cosas que se dicen como una carnada al anzuelo, como el anzuelo al pez, como el pez a nosotros, como el Támesis y el hombre que se cae a su lodoso y oscuro lecho sin saber quién lo empuja, como la corbata de Hichtcock que asesina envuelta en la penumbra y ahora, nos prepara el más sorprendente de sus muertos; el pez, el cebo, Hichtcock, él y yo, ese mundo irreal que existe allá detrás, delante de nosotros; otro muerto y el grito quo no sale, Hichtcock, panclasta que ya no me emociona, esta pérdida de tiempo y de dinero y ahora hay un salto brusco en el tiempo y en el espacio, la brisa mueve, las cortinas y apaga las velas que iluminan el cuarto. Todo queda envuelto en la penumbra y la sombra de la mujer se dibuja en la pared opuesta, es la anciana, lo se, tiene que ser ella, lo adivino en su sombra, en sus ojos invisibles como de un pez prehistórico y en la mano lleva la pistola de d, la de su esposo, la misma pistola que ahora llevó en el bolso, lo va a matar, lo se, es ella la que gira y apunta hacia alguien invisible como el aire, la pistola que tengo en las manos se acerca, se acerca, ocupa toda la pantalla y en su interior la uva de Sófocles, la muerte inesperada, ahora el lo comprende todo y me mira a los ojos con los suyos muy abiertos; me grita: “¡No, no lo hagas!”, en el preciso instante en que yo aprieto el gatillo, en que el disparo sale y en que la bala le destroza la cabeza.

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Cuando hay interés y no hay amor Se tomó la copa de vino y se quedó largo rato mirando el fondo. Inclinó la cabeza y vi sus canas prematuras. No dijo una palabra más, levantó la cabeza y observé su mirada vacía. Le pedí entonces que tuviera sentido común, porque lo que iba a hacer era un disparate, Lo cierto es que no lo comprendía. Tenía problemas con la familia de su esposa, pero para arreglar esos asuntos no era necesario llegar a esos extremos. Dos noches atrás habló claramente de todo, de su hija, de su esposa, de su suegra y de su cuñada; de un viaje proyectado. Me hablaba sin resquemor ni amargura, como si todo fuese la cosa más normal o como si se tratara de una profecía escrita hace cientos de siglos, pero detrás de su mirada se escondía una tragedia. Parecía comprenderlo todo claramente, pero le cerraba el camino a la razón y no se decidía a cortar los hilos. Me di cuenta de que era capaz hasta de darle un beso a una serpiente cascabel y yo me decía en mis adentros ¡condenado, no ves que te llevan al matadero para aprovecharse de ti. Olvídalos a todos y vuelve a ser feliz, recobra tu alegría anterior. Vive, Dionis, vive!” Pero él no escuchaba mi voz interior, ni ninguna otra voz. Me dijo que en su fracaso estaba su venganza y que así no lo olvidarían jamás. Todo su razonamiento era una insensatez; yo estaba seguro de que esa gente se olvidaría de él al día siguiente de su muerte, que ni siquiera asistirían a sus funerales. No sé para qué diablos quería que fuera testigo de ese disparate si podía hacerlo sin mí; pero no podía dejarlo más solo de lo que ahora estaba. Me llevó a su casa. Allí nos esperaban ellos. No me presentó. Se cruzó de brazos y les dijo: —Aquí estamos, Estoy listo para hacer el viaje! —¿Quién es este extraño?—preguntó la suegra. —¡No es un extraño—respondió él- ¡Es mi amigo! -Para nosotros es un extraño- volvió a decir ella. - No importa- dijo la cuñada -. Lo importante es que estás decidido. En toda la habitación flotaba un trágico ambiente de aquelarre. Algo así como un sino fatídico. Intervino entonces la suegra y dijo: -Me imagino que le habrá dicho que le he pedido que se marche a Venezuela a probar fortuna. Hizo una pausa como si esperara una pregunta. -¿Por qué a Venezuela? -me atreví a preguntarle. -A mí me agrada. Estuve allá, y me agrada- respondió secamente.

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-Así de sencillo es todo; ¿verdad? No quise seguir prestando atención a sus palabras. Estaba tan confundido como él y no sabía qué decirles, pero iba a seguir intentando convencerlo de que todos estaban equivocados, incluso él. -Parece que el señor ha venido a defenderlo, a lo mejor no está de acuerdo con que haga el viaje - dijo la cuñada. -¿Por qué dices eso?- se atrevió a preguntar. -Es que estamos dando la impresión de que tenemos mucho interés en que se marche. -No tengo ningún interés- casi gritó la madre-. Lo único que deseo es largarme de aquí. Tuve el valor para mirarla desde los pies a la cabeza y una pena profunda me estremeció todo el cuerpo. No me quedó más remedio que esbozar una sonrisa irónica y preguntar: -¿Entonces, se iría usted a vivir con éllos? -Desde luego que sí- respondió rápidamente sin pensarlo dos veces. Pude darme cuenta de que todo era como Dionis me había dicho; todo lo movía la ambición, pero no era justo que lo utilizaran en la forma en que estaban haciéndolo. Todo se resolvía en una ecuación muy fácil: si triunfaba, triunfaban ellos, pero si fracasaba, el fracaso sería de él y se quedaría solo. Su mujer asentía todo lo que decía su madre con un movimiento de cabeza. Comencé a odiarlo mucho más de lo que él debía odiarse a sí mismo. Les dije que estaban apostando demasiado a una aventura, que había una hija de por medio que el día de mañana podía pedirles explicaciones por este comportamiento. La anciana me miró con desprecio, casi con odio. Me dijo secamente: -Yo sé lo que digo. Tengo bastante experiencia, jovencito. -Ya no hablemos más, por favor- dijo él-. Todo está listo para el viaje. Pongámonos en camino. Subimos al auto después de ver poner en el baúl un afilado machete, dos rollos de soga de nylon bastante gruesas, un paquete de cera y varias cajas de fósforos. Las mujeres se sentaron detrás. El y yo nos sentamos adelante. Vi que tomábamos el camino de los acantilados en vez del aeropuerto, pero no me resultó extraño. Sin embargo no me cansaba de preguntarme: ¿Por qué no llevaba equipaje?, acaso las iría a decapitar con el machete?; ¿a lo mejor las iba a colgar de algún árbol y después prenderles fuego? Si era éso, desde ahora podía contar con mi ayuda. A media hora de camino se detuvo en la carretera. Bajó del auto y cortó dos ramas de palmera que metió dentro del baúl del automóvil. Detrás las mujeres hacían sus planes. Hablaban de dinero y viajes en trasatlánticos. El y yo seguíamos pensativos. El con el semblante transfigurado; yo atento a cada uno de sus gestos y reacciones. De súbito noté que le volvía la felicidad de antaño, su rostro había cambiado, pero no le dije nada. Me producía

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miedo su silencio y esa pequeña sonrisa esbozada en los labios. Llegamos por fin a los acantilados. En el fondo estaba el abismo erizado de riscos y más allá el mar azul y un cielo tapizado de nubes, y entre el cielo y el mar, estaba Venezuela. Me entregó un sobre lacrado y me dijo: -Es demasiado importante para ellas. Entrégaselo después que todo esté concluido. Tomé el sobre en las manos y lo miré detenidamente. No tenía dirección ni nombre alguno. Sacó todo del baúl. Me producía vértigos mirar hacia allá abajo. El sin embargo estaba sereno, como si no hubiese nada anormal en lo que hacía. Me solicitó que le amarrara con las sogas las ramas de palmera en cada uno de los brazos. Tuve una idea fugaz de lo que hacía, pero la descarté por absurda. Me pidió que le derritiera la cera entre los ojos, pero me negué rotundamente a hacerlo. -¡Es para no ver el sol, ni el precipicio!- dijo. -¡Pero, te vas a matar! -le grité. -Lo sé- respondió lacónicamente. Mire a las tres mujeres y había una felicidad diferente en cada rostro. La niña, no sé por qué lloraba. El la miró por un instante y noté cómo la tristeza volvía a adueñarse de su cuerpo. Hubo como una bendición perpetua en su mirada hacia ella. -¿Crees que es necesario que hagas esto? -pregunté. -Tiene que ser de este modo para que les quede un buen recuerdo de mí. -¿Y piensas que vas a lograrlo? -Sé que no y es ahí donde está mi triunfo. -¿Entonces? -¡Nada... Todo está decidido! Sin darme tiempo a decir una palabra más, comenzó a caminar con los brazos abiertos, moviendo sus rudimentarias alas. Sus pasos eran cada vez más apresurados. Ya estaba en el borde mismo de los acantilados. Las mujeres sonreían, se frotaban las manos, no atendían siquiera a los gritos de la niña. Desapareció de mi vista y no le volví a ver más. No quise volver a ver tampoco las caras de ellas y caminé entonces hasta llegar al precipicio y cerré los ojos. No tenía necesidad de mirar. Sabia que allí abajo quedaba un cuerpo destrozado y un enorme charco de sangre. NOTA DEL AUTOR: He querido olvidar todo este asunto y casi puedo decir que lo he logrado. Por un amigo común pude enterarme de que ni la viuda, la suegra, ni tampoco la cuñada, asistieron a sus funerales y que el día siguiente de cobrar el seguro, se marcharon para Venezuela.

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La luz al final del laberinto Creí haberlo olvidado todo hasta que vi su foto en los periódicos. Ese día cumplía un año de muerto y su madre invitaba a los familiares y amigos a unos funerales de recuerdo. Comprendí que no podía dejar de asistir. Fui el último de sus amigos en verlo con vida, el que le tocó llevar la mala nueva a su enferma madre y el que le sirvió de testigo en sus últimos momentos. Aunque no me lo pidió, no le conté a nadie los pormenores de su muerte. A partir de aquel momento me he sentido un poco culpable y hasta he llegado a pensar que no hice lo suficiente para evitar aquel suicidio. Recuerdo que su madre recibió estoicamente la noticia. Pensé que no iba a sobrevivir a ella. Su cuerpo frágil parecía una débil vara azotada por el viento que estaba a punto de quebrarse, pero no derramó una sola lágrima. Sus labios parecieron murmurar una oración muy breve y luego me dijo: -Nadie más que yo tiene la culpa de que no aprendiera a defenderse. No me cuente los detalles, ya es demasiado para mí el saber que está muerto. Le pido que me perdone, pero quisiera estar sola. Comprendí que me pedía de la manera más cortés, que me marchara para que no la viera llorar. En todo un año no la había vuelto a ver hasta el día de hoy. Muchas veces pasé delante de la casa, pero las puertas siempre estaban cerradas y no me atreví a tocar porque suponía que con ello violaba la quietud de un templo, o que removería unos recuerdos dolorosos. Pero hoy en los funerales volví a verla. No parecía mas respuesta de la tragedia que el primer día. Su fragilidad se había acentuado y con aquel traje negro lucía revestida de una hermosa serenidad que le aureolaba el rostro; su nariz apuntaba al horizonte y sus ojos verdes no habían perdido el brillo de su juventud. En ese momento me di cuenta de que su hijo había heredado de ella el mismo color y el mismo brillo de sus pupilas. Me senté en la última fila y en vano traté de encontrar un rostro conocido. Ni su viuda, ni su hija, ni su cuñada, ni su suegra estaban allí presentes. La verdad es que no esperaba verlas. Al salir de la iglesia, su madre me reconoció. Se apoyó en mi brazo y gentilmente me invitó a tomar una taza de café en su casa. No pude negarme y me sentí casi honrado con la invitación. Al subir al auto, en la acera de enfrente creí haber visto un rostro conocido, envuelta en un traje oscuro con lunares blancos estaba la suegra. Me detuve un instante con la puerta abierta, mirándola fijamente. Ella al verme dio la espalda, como si yo perteneciera a un pasado tenebroso,

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a algo macabro que quería mantener oculto. Se alejó con la cabeza baja y se perdió en la multitud. Nos alejamos en silencio, yo con la mirada perdida en la lejanía y ella, con la fina nariz apuntando al horizonte. Después de un largo rato lleno de silencios y meditaciones, me dijo: -¿La vio usted? No tuve otra alternativa que asentir con la cabeza. No me atreví siquiera a dejar escapar un murmullo para responderle y romper el encantamiento y el respeto que su frágil figura me inspiraba. Colocó su delgada mano encima de la cual la foto de su esposa permanecía en aquel lugar; precisamente encima de su escritorio y me respondió sin ningún rencor en la voz: -Siempre ha estado ahí; ¿por qué no habría de estarlo ahora? Sentí un poco de vergüenza. Tomé la foto de la niña y la miré detenidamente. Se parecía mucho a su padre. -¿En dónde está?- pregunté. -Con su madre- respondió suavemente. Y ella ¿en dónde se encuentra ahora? La vi sonreír por primera vez y lo espontáneo de aquel gesto llegó a sobrecogerme. -Muchas personas darían lo que tienen por saberlo, entre éstas su madre. -No comprendo. -Es mejor así- respondió mientras servía el café y me invitaba a sentar. -Usted no me invitó solamente para tomar el té- le dije- ¿usted quería decirme algo? -Lo he visto pasar varias veces delante de la casa y quedarse mirando, como si esperara que alguien lo llamara; ¿por qué está usted aquí?, ¿por qué ha venido? -El era mi mejor amigo.. -Lo sé, pero sé que ha venido porque se siente culpable. Usted piensa que pudo haberlo salvado, pero ni yo misma podría haberlo hecho. Así que no se sienta apenado. Hablaba como si todo lo supiera de antemano. Tenía razón, desde aquel día el sentimiento de culpabilidad no me había abandonado. En sueños me veía a mí mismo amarrándole los brazos, lo veía con los brazos abiertos como aspas de molino corriendo hacia los acantilados, lo veía cayendo y veía el instante en que se destrozaba en cien pedazos, hasta que no podía seguir mirando más porque me despertaba temblando de aquel sueño. -No puedo evitarlo, lo siento. Me acerqué a la cuartilla escrita a máquina y me puse a leer lo que tal vez fueron sus últimos pensamientos, pero ella cortésmente me solicitó que no continuara. -No le gustaba que nadie leyera sus cosas si no lo autorizaba. Miré su correspondencia cerrada. Miré el montón de cosas que escribió, todo a solicitud de ella. Me dijo que en la gaveta estaba su diario y que no sabía si habla bien o mal de ella, pero que tampoco le interesaba saberlo, que nunca había leído sus cosas porque él no

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se lo había pedido y que ahora no iba a quebrantar su voluntad me iba a permitir que otra persona lo hiciera. Volví a pedir perdón. Ella se limitó a sonreír y yo a mirar la foto de su esposa. Pareció comprender mi curiosidad y me dijo: -Después de cobrar el seguro todos se marcharon para Venezuela, pero al cabo de un tiempo, ella y la niña desaparecieron. Nadie sabe en donde están. Su madre cree que soy la única persona que puede saberlo, por eso estaba en la puerta de la iglesia, tenia la esperanza... Calló bruscamente. La voz y el rostro se iban tornando tristes. Con un gesto de la mano me indicó que saliéramos de aquel lugar tan atiborrado de recuerdos. -Vuelva por aquí cuando lo desee. Llame, no importa que vea las puertas cerradas. Se estaba despidiendo de mí, pero me resistía a marcharme sin saber algo más de esa misteriosa mujer que había sido la esposa de su hijo. -Pero y ella, ¿dónde está? Le señalaba con la mano un lugar preciso que se quedaba allá atrás. -No lo sé- me dijo-. Además, ¿que ganaría usted con saberlo? -Entonces, si sabe en donde está. - Usted no podría comprenderlo y yo no estoy segura de que podría explicarlo. Esa mujer no existió nunca. Ella era más bien un ideal oscuro; un contrasentido. Indudablemente mi hijo estaba loco y con su muerte todas sus ideas absurdas se fueron a la tumba. Por un momento pensé que vería la luz al final del laberinto, pero sus palabras me llevaron de nuevo el desaliento. Ella comprendió que no creía nada de lo que me estaba diciendo y con los ojos llenos de lágrimas, casi me suplicó: -¡Por favor, no insista más. Permita que me lleve este secreto a la tumba! Me alejé de la casa un poco confundido. Tenía el presentimiento de que ella no sabía nada y que al mismo tiempo lo sabia todo y que en esta ambigüedad residía su venganza y su victoria, la venganza de ella y de su hijo y un poquito también de la venganza mía.

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Biografía de un hombre desde un sexto piso Desde el principio todo estuvo previsto, menos el final. Desde hacía algunas noches el tema le estaba robando el sueño. Tenía que escribir la historia de un hombre que está escribiendo un relato y que pierde la vida sin encontrar el final. Sin embargo, tampoco él encontraba el desenlace. Era una historia rebelde, casi intuida en todos los detalles, menos en la forma en que debía terminar. Camina un par de pasos sin darse cuenta que se encuentra en el balconcito que tanto le fascina, porque desde este sexto piso puede mirarlo todo sin llamar la atención. Mira los autos allá abajo, las gentes que caminan por las calles y las hojas que en este ventoso otoño se caen de los árboles. Mira también la Smith-Corona y se repite lo mismo; le dice a su conciencia que no va a comenzar a escribir el relato hasta que no tenga todo en la cabeza. Ahora la luz y el aire se confunden. Sigue pensando recostado a la pequeña verja del balcón, dejando que sus ojos contemplen todo el barrio sin mirarlo y allá detrás, a su espalda, la máquina espera las caricias de sus dedos. Se sienta. Toma una hoja de papel, inmaculado. Sus dedos comienzan a traducir sobre la máquina todas las ideas que tiene en el cerebro. Frunce el ceño mientras escribe y la cara se le transfigura toda. Ya sabe que no es el mismo. Sus manos se aceleran al ritmo de la fiebre que se ha encerrado en su cabeza. Ahora es otro hombre y escribe, escribe, escribe sin que nada lo detenga. Ya no importa el reloj, ni la brisa que entra por la puerta abierta que mira hacia el balcón. No importan los débiles sonidos que suben desde la calle, sigue escribiendo sin importarle los minutos y las ideas que llegan se escapan por sus dedos y se quedan allí, en el papel, en forma de rayitas paralelas y negras, como la sangre coagulada. Nada lo detendrá ya hasta que encuentre el final que aún no se vislumbra en la cabeza. Está como un poseso. Sigue escribiendo y pensando; como si todo el fuera un único pensamiento. No siente hambre ni nada. No sabría decir las horas que han pasado. Ni siquiera ha levantado la cabeza pan darse cuenta que ni una sola vez ha cambiado el papel que alimenta la máquina y que recibe sus ideas. No se ha dado cuenta tampoco, que la pequeña habitación en donde afuera escribe, se encuentra abarrotada con aquella interminable cinta de papel que brota de su máquina, como un manantial blanco y negro, sucio con sus palabras. Y el papel sigue allí, apretándose contra las paredes, subiéndose a los muebles, derribando el florero, obstaculizando el aire que ya no corre libremente. Ni siquiera siento el dolor en las falanges, una extraña fiebre lo domina. Le brillan intensamente los ojos, se muerde los labios

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y las ideas se suceden como las aguas de un río. Solo una cosa le tortura; no encontrarle el final a esta historia de un hombre que está escribiendo otra historia y que se muere sin encontrar final. Todos sus pensamientos y todas sus palabras surgen opacadas por el delirio de esta preocupación. Es como si le estuviera haciendo trampas el cerebro, y el papel se sigue amontonando, empujando ahora la mesa en donde escribe, pero todavía el no se ha dado cuenta. Ya debe estar en el balcón. porque la brisa le pega con mas fuerza encima de la nuca, pero no se detiene, escribe, escribe, escribe sin levantar los ojos de la máquina, sin darse cuenta que no ha cambiado el papel, porque quizás ahora esto resulta innecesario. Sigue escribiendo y el papel saliendo de la máquina, interminable y eterno: ¡ahora o nunca!, intercala precariamente este pensamiento. No siente la molestia que le causa la presión del borde de la mesa encima de su pecho, ni la de la pequeña baranda que se encuentra a su espalda, no se da cuenta que el torso se le ha arqueado, porque el montón de papel casi le cubre los ojos y apenas si puede respirar, pero sigue escribiendo, únicamente sus dedos tienen ojos y encuentran sin dificultad la esfericidad deforme de las teclas, entonces, pierde el equilibrio y su cuerpo cae al vacío desde este sexto piso, encontrando el tiempo preciso para hacer un último pensamiento y encontrar el final, porque el final está ahí, en la caída, en ese cuerpo que dentro de un momento tocara el pavimento en donde se le habrán de romper todos los huesos, en la sangre que manchará el cemento y en ese desvanecimiento que se presentó de improviso, mientras pensaba escribir una historia y, desde este sexto piso miraba los autos allá abajo, las gentes que caminaban por las calles y las hojas que en este ventoso otoño se caen de los árboles.

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La mejor alternativa Le he pedido que no vaya, pero no me escucha. Sigue haciendo las maletas -se me olvida algo- murmura, y sigue hablando como si lo hiciera con el aire. Busca nervioso ese algo olvidado en la primera gaveta del buró. Le suplico que se quede esta noche, que no tome el avión, que la convención no comienza hasta dentro de tres días; al fin y al cabo, que prisa tiene. Todavía si se marcha mañana tiene tiempo de sobra. Pero no hace caso a mis palabras, es como si para él yo no existiera. Yo misma no podría explicar lo que me pasa, presiento que si se marchara esta noche, algo podría sucederle. Es que anoche tuve un mal sueño y tengo miedo por el y también por mi. No quiero quedarme sola en esta casa tan alejada del ruido de la ciudad, tan alejada del mundo. - Si quisieras escucharme - le susurro y él tan sólo me dice que ya sabe todo lo que voy a decirle, que no viaje esta noche, que lo deje para mañana, pero todo es inútil, ha decidido hacer el viaje esta noche, y lo hará. Sigue sin hacerme caso, yo no encuentro que hacer con estas manos tan frías; si de algo sirviera ponerme a llorar, lo haría, pero de todos modos se que se va a marchar y que yo me quedaré sola nuevamente. Pero ya no puedo evitarlo y las lágrimas comienzan a nublarme la visión de su figura. No puedo detener el llanto y le digo -es que presiento algo malo-. Salta entonces como si estuviera accionado por un resorte, lo deja todo olvidado y se para delante de mí. Me da miedo su figura amenazante que me grita: -¡Si algo malo me sucede, es porque tú me has traído mala suerte!- Se aleja para seguir ordenando las maletas; le escucho mascullar entre los dientes; “condenada mujer, un día de estos me va a pasar algo de veras y tú vas a ser la culpable, lo dice muy quedito, pero yo lo escucho claramente. Me armo de coraje y detengo las lágrimas. Lo veo tomar el saco y ponérselo, arreglarse la corbata en la luna del espejo y a través de él, mirarme con enojo. Comienzo a rezar moviendo los labios débilmente, no sé si de fervor o de miedo, pero cuando veo que sale, que coloca la maleta en el Volvo y que regresa a la casa a besarme y a decirme adiós, el nudo que me nació con el día dentro de la garganta, se rompe, me aferro a él con todas las fuerzas y le grito que no se vaya, que por primera vez me haga caso y él, entonces me grita que lo suelte, que está ya bastante retrasado, que me deje de tonterías pero yo no lo dejo partir, ensayo mi llanto mas convincente y le suplico que por favor no me deje, él entonces utiliza toda su fuerza animalesca y aferra sus garras a mis muñecas. le grito que me está haciendo daño, pero no desiste en su empeño, sus tenazas presionan más y más y abandono, no sin antes ofrecer una última resistencia. Me empuja bruscamente y sale de la habitación como un desesperado y yo comienzo a llenar la casa con mis lloros. Corro al balcón para verlo partir y darle el último adiós, el definitivo,

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para enviarle el último beso mensajero. Escucho el motor del auto roncar, allí afuera y le pido a Dios que no funcione, pero Dios no me escucha y el auto sale a la calle. Me mira y yo levanto la mano para darle otro adiós. El odio parece haber desaparecido de sus ojos. Con un gesto de la mano responde mi saludo, consulta su reloj y parte rápido. Lo sigo con la mirada hasta la esquina, el amarillo del semáforo le avisa que se detenga, pero no lo hace, va a seguir y en eso veo y presiento el estallido; allí está mi presentimiento. Bajo desesperada las escaleras y corro hasta la esquina, el Volvo está destrozado, tiene toda la puerta hundida y el vidrio delantero hecho añicos. Comienzo a dar gritos cuando veo la sangre en su cara desfigurada, pido que lo ayuden, que no lo dejen morir y ya después no sé de mí más nada, el mundo comienza a girar vertiginosamente, los rostros que me miran se confunden en un único rostro que se hace cada vez mas brumoso y oscuro, como de un color de tierra y de ceniza, todo gira y es como una masa gelatinosa que se me adhiere a la retina, como un tiovivo de gasa, como un arcoiris de humo y estoy lejos de todos y en todos los lugares y únicamente me convenzo de que está vivo cuando lo veo en el hospital, todo vendado, con la pierna en vilo, con su inmaculada piel de yeso, toda blanca, igual que la enfermera que se encuentra a su lado. Me mira con un ojo negro amoratado y me brinda su sonrisa más triste. Hace un esfuerzo para hablar y me dice que ya conseguí lo que quería, que con mis presentimientos le había traído la mala suerte, pero la enfermera se le acerca y le dice con cariño: -¡Por favor, no trate de hablar, no le hace bien! Pero el la mira con el ojo que no tiene cubierto y le responde: -¡Ella tiene la culpa!... Siento dentro de mí un gran dolor y otra vez el deseo de llorar me asalta. ...si no hubiese sido por ella, no habría tenido el accidente, ni habría perdido el avión! Y ya no sé si llorar de pena o de alegría, bajo los ojos y los oculto debajo de mis párpados y en silencio escucho cuando la enfermera le dice que ese accidente fue lo mejor que pudo haberle sucedido, yo siento en mi pecho su silencio sorprendido y la ausencia de su media mirada encima de mi rostro cuando ella termina de decirle que el avión después del despegue tuvo un accidente y que todos los pasajeros perecieron.

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Tercera variación sobre un tema de G. P. Charlie A la hora y media de vuelo, Mirko, el sobrecargo croata, se acercó y me dijo, señalando un punto distante allá abajo, que ahí estaba Dubrovnik. Incliné la cabeza y deje caer con displicencia y casi oblícuamente la mirada sobre el punto que me señalaba. Le había prometido que para el mes entrante, cuando tomara mis vacaciones, iría a Dubrovnik. Mirko era de allí, no se cansaba de repetirme las bondades y las maravillas del pueblo en donde había nacido. Por su boca sabia que allá todas las casas eran blancas, mucho más blancas que las nubes y que los sueños; que en ningún otro lugar del Adriático el mar era más tranquilo, ni más claras las aguas. Me había dicho que si de verdad quería descansar, tenía que ir a Dubrovnik, y vuelve a señalarme el punto en donde se imaginaba que estaba su pueblo. Yo estaba más preocupado por los VIP* que llevaba a bordo; el primer ministro, su esposa y su comitiva, que por los consejos de Mirko. Inaugurábamos la ruta EstambulLondres y para darle más importancia al vuelo, el primer ministro había decidido viajar en el primer vuelo. Dos o tres veces me levanté y deje en manos de Donald, el copiloto, la vigilancia de la aeronave. Todo estaba normal. Teníamos un cielo absolutamente limpio. El tiempo era ideal. Un par de timbrazos me aviso que Donald quería verme en la cabina, interrumpí la conversación y fui a ver lo que quería. Lo encontré muy excitado. -¡Capitán -me dijo -. Mírela brújula! Hice lo que me dijo y entonces me di cuenta que la condenada brújula en vez de señalar hacia el norte magnético, lo hacia para el sur. Esto era extremadamente raro, Un fenómeno sin explicación lógica posible, tal vez el más extraño que se me había presentado en los casi veinte años que llevaba volando. Sin lugar a dudas habíamos estado volando alejados de nuestra verdadera ruta; entonces aquel lugar que Mirko me había señalado, no podía ser Dubrovnik. ¿Pero qué importaba ahora si aquella mancha distante era o no el pueblo que Mirko imaginaba. Lo importante ahora era buscarle una explicación al hecho de que la brújula señalaba hacia el sur, en vez de hacerlo hacia el norte.. Me quede en silencio buscando una respuesta, pero todas eran falsas y absurdas, como esta brújula que ahora llevaba a bordo. -¡Donald-, le dije-. Ve a buscar al ingeniero de vuelo, aquí esta sucediendo algo demasiado extraño! Mientras esperaba, decidí llamar al centro Fiumicino. Tenía la impresión de que estábamos volando sobre territorio italiano. Ya ni esto lo podía asegurar.

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-¡Centro Fiumicino-, llamé-. Este es Turavia cuatro, dos, seis!-. Esperé un par de minutos, pero Fiumicino no me respondía. Todo estaba muy claro, también el equipo de radio había fallado. Pensé que no era ninguna rareza que la radio hubiese dejado de funcionar, pero cuando la brújula deja de apuntar hacia el norte y lo hace para el lado contrario y al mismo tiempo el equipo de transmisión se descompone, todo se vuelve demasiado sospechoso. El ingeniero y Donald llegaron en ese momento. -¡Fíjate en esto- le dije-. También la radio ha dejado de funcionar! -¡Haz un giro de trescientos sesenta grados!- me ordenó Claude, el ingeniero de vuelo. Le obedecí. La aguja se movió un poco, pero a mitad del giro volvió a ocupar la dirección anterior. Mientras tanto, Donald, el copiloto, hacia una transmisión a ciegas, utilizando la llamada de emergencia: -iMayday, mayday, mayday!- me pareció que Donald gritaba, y a continuación, -¡Este es Turavia cuatro, dos, seis!- y comenzaba a detallar nuestra situación, que en verdad ya era mucho más que crítica. El doppler nos indicaba un viento de costado de cuarenta nudos por hora, lo que claramente nos daba a entender que estábamos alejados de nuestra trayectoria y que nos seguíamos alejando todavía más. Necesitábamos que aquella brújula funcionara para saber cuantos grados debíamos desviarnos y contrarrestar aquel viento, pero la brújula se había vuelto loca. A ojo tratamos de enrumbar la aeronave. -¡Maldición!- exclamé. Recordé que este era el primer vuelo de Turavia hacia Londres, que llevábamos a bordo, nada menos que al primer ministro y a una comitiva del parlamento y que en Hethrow nos esperaban algunas personalidades. Ni el giro de trescientos sesenta grados, ni los golpecitos del ingeniero de vuelo lograron doblegar la terquedad de la brújula. A Claude se le ocurrió entonces algo que con el desconcierto no me paso por la mente. Haríamos el rumbo recíproco al que indicaba la carta de navegación. Eso quizás no nos llevaría a Hethrow pero nos daría una idea vaga de lo que le sucedía al condenado instrumento. La aguja comenzó entonces a funcionar normalmente. Di un respiro. Al fin podríamos continuar el viaje. En ese instante Mirko se apareció en la cabina y me preguntó: -Estamos pasando nuevamente sobre Dubrovnik; ¿es que vamos a regresar a Estambul, comandante? -Estamos haciendo una prueba, Mirko- fue todo lo que le dije. No quería decirle nada mas. Sabia que el no lo entendería. Comencé de nuevo a iniciar el giro para tomar de nuevo la ruta hacia Londres. Me quede mirando la brújula y pensando en Mirko. Allá distante estaba la mancha imaginada por él y el mismo mar azul. Tenia miedo de volver a mirar la brújula. Claude el ingeniero y Donald, me miraron al mismo tiempo. Tenían los ojos fuera de sus órbitas y las bocas abiertas; la aguja de la brújula había vuelto a la demencia anterior; otra vez

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volvía a señalar hacia el sur. Sentí miedo. Mirko sin comprender lo que estaba sucediendo, dijo entonces con voz casi apagada: -¡Voy a regresar a atender a los pasajeros. No sé lo que sucede, pero no me gusta nada la cara que tienen ustedes! Nadie le contestó nada. Nos quedamos contemplando la aguja un momento más y entonces dije; -¡Regresamos a Estambul! Claude entonces me gritó: -¡Eso es imposible. En Londres están esperando al primer ministro! -¡Maldita sea- exclamó-. Nos regresamos a Estambul! En este momento no me importaba nada el primer ministro, ni las personas que le esperaban en Londres. Para mí lo importante era que la brújula funcionaba cuando enfilábamos el avión hacia Estambul. Regresaríamos y si allá la compañía decidía que se hiciera el viaje; se haría, eso si, con otro piloto, porque esta pesadilla tardaría varios días en borrárseme de la cabeza. -Capitán -volvió a decirme Claude-, yo le prometo arreglar ese condenado aparato. -Es inútil, Claude. Sin radio y con una brújula loca, yo no sigo este viaje. Nos volvemos a casa. No discutamos. Estaba decidido. Claude entonces sacó un transmisor nuevo de su caja y comenzó a transmitir sin mi consentimiento: -¡Mayday, mayday, mayday!... ¡Esta es una transmisión a ciegas! A cualquier aeronave que me escuche... Este es Turavia cuatro, dos, seis...-, pero no resultó.- Era evidente que el problema no era de transmisión. Aquí algo no estaba muy claro y al final, él también se convenció y me dijo: -Creo que usted tiene razón. Lo mejor es regresar. No quise ale}arme de los mandos ni un momento. Le di las instrucciones a Donald para que tan solo le avisara a los pasajeros que volvíamos a Estambul, cuando estuviéramos próximos a Yelsiköy. Ya casi caía la tarde cuando divisamos las luces de la ciudad. -Avísale a la torre de control nuestra posición, Donald- ordené. -¡No responden!- dijo Donald, después de varios intentos. Di entonces una vuelta alrededor de la pista. Encendí las luces, aunque no era necesario e hice un par de alabeos para indicar a la torre que quería aterrizar y para que nos hiciera señales con luces. Era extraño. A pesar de las vueltas y los alabeos, no recibía señales de la torre y sin embargo, todo parecía normal, ninguna otra aeronave estaba dentro del área de maniobras. -¡Nos vamos a tierra!- dije sin esperar que Donald ni Claude me respondieran. Enfilé la aeronave y en un tiempo que no pude calcular, se posó suavemente en la pista. Había pasado un momento amargo, pero ya todo estaba resuelto. Allá en la rampa todo era

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excitación, quizás porque nuestro regreso no estaba previsto. El tráfico de vehículos era inusual. A medida que nos acercábamos, la excitación crecía. Veía claramente las ambulancias y el carro de los bomberos. -¡Aquí está sucediendo algo extraño, Claude!- logré decir. En ese momento otra ambulancia aparecía y se alejaba ululante hacia el centro de la ciudad. -Que los pasajeros se queden adentro. Bajaremos primero. Vamos a enterarnos. Allá no había nada que se entendiera. Todo era gritos, lloros y desmayos. Claude, Donald y yo nos miramos sin entender lo que pasaba. Nos acercamos a una señora vestida de negro que lloraba de manera inconsolable. -¡Es espantoso -dijo-, ni siquiera llegó a despegar... Miré entonces a Donald y a Claude al mismo tiempo, y les hice señas para que nos acercáramos más, entonces yo le pregunté; -¿Es que ha sucedido algo, señora? Ella me mira con ojos aterrorizados y con voz insegura y llena de extrañeza me responde; -¿Es que no se ha enterado, tan sólo hace un par de minutos que acaba de suceder? Claude entonces me coloca una mano en el hombro, en el preciso momento en que le respondo: -No señora, no me he enterado.; Podría usted decirme lo que ha sucedido? Ella se lleva un pañuelo hacia los ojos para borrarse una lágrima que se le ha escapado, luego me señala hacia el centro de la pista, en donde el infierno parece que brota de la tierra y responde: -¡Es el avión en donde viajaba el primer ministro hacia Londres!... Se lleva otra vez la misma mano hacia la cara y se limpia con el pañuelo las lágrimas que ahora comienzan a hacerse más abundantes y agrega: -...Parece que ha sido un sabotaje! * VIP (Gente muy importante: del inglés “Very Important People”).

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Vísperas de Reyes Yo sé que la angustia no se puede medir en grados como la fiebre y que para su cura lo que más serviría es sentarse en una barra y embotarse los sentidos con una botella de ron, pero, ¿y después qué? Después viene el despertar, la retoma de la conciencia, la agudización del problema, el caos. Porque la angustia es una enfermedad (me da la gana de llamarla así) que se presenta de improviso, ni siquiera es un síntoma que advierte, es la enfermedad en sí misma. Hoy temprano en la mañana, salí a caminar. Me sentía desorientado. Mis pies obedecían a un impulso extraño, era como si caminara dentro de un sueño (pesadilla sería mejor llamarla), de repente me encontré con el calor abrasante de la calle, con el tráfico humano que al igual que yo, parecía que caminaba sin una meta clara, éramos como abejas sin una colmena en donde posarse. En un instante imposible de medir, recordé esta calle, como era antes, cuando tenia otro nombre, cuando tenia su arboleda central, cuando era casi mi amiga, no lo que es ahora. Ahora esta calle es mi enemiga, su tráfico me molesta, me mortifica el nerviosismo de la gente que camina por ella, el ruido de los autos, el calor que nace del asfalto, los colores del semáforo, los cristales de las grandes, tiendas; todo esto me mortifica, si nada de esto estuviera ahí... Pero entre todas estas cosas, yo sigo siendo otra cosa, soy mi preocupación que ahora camina por la calle y mi cansancio. Ya no sé qué hacer, ni que pensar; ¿qué puede hacer un hombre sin trabajo, sabiendo que mañana es el día de Reyes y que solamente tiene en los bolsillos, diez centavos? Todo ha cambiado. Cuando me miro y recuerdo, cuando pienso en lo que soy, me doy cuenta de que todo ha cambiado. Quizás sea inevitable que las cosas cambien y con las cosas también el tiempo y con el tiempo las personas. A todo esto le llaman progreso y no debía importarme, sin embargo, me importa, porque sirve para demostrarme lo equivocada que ha sido mi vida y porque ahora le da a la mente la oportunidad de perder el tiempo en algo, de alejarme un poco de esta angustia que desde el día en que me retiraron del trabajo se ha convertido en una rutina. Por eso he salido a vagar por las calles, a mirar las tiendas a observar los juguetes que no puedo comprar y torturarme con la realidad de su existencia. Entre la miseria de todos estos ruidos, le doy vuelos a la imaginación cuando miro el osito de cuerda, los aviones, las pelotas. Lo miro todo con ojos diferentes y lo veo hermoso y muy triste. Sigo caminando. Amaro Discos es mucho ruido convertido en música y el vómito sonoro que lanza hacia las calles es un rival en contra de mi angustia. Sólo tengo una idea fija

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entre las cejas y diez centavos en los bolsillos. Me detengo en medio de la acera y a nadie parece que le importa este gesto. Me empujan como si fuera una basura que les estorba el paso, ¿quién se va a preocupar de un hombre como yo?; un pobre es un pobre en cualquier sitio. Siento que me duelen los pies. Presiento que me encuentro muy lejos de mi mismo y de mi destino; ¿pero en dónde está mi destino?, ¿quién podría señalármelo? La única solución sería volver a mi casa, pero es allí en donde nace todo el problema. Regresar y ver a los muchachos con la fiebre de la víspera de Reyes, mirarlos recolectar las yerbas para los camellos y tener que ser yo quien les haga las cartas para Melchor, Gaspar o Baltasar y después mañana la decepción, las lágrimas, la mentira muchas veces ensayadas; “es que se portaron muy mal este año, quizás el año que viene...” El año que viene sería la misma rutina, la misma mentira, pero ellos seguirían inconsolables, estarían lo mismo que yo, maldiciendo este mundo perfectamente mal hecho, teniendo que sufrir el no poder llorar, reteniendo el nudo en la garganta, aguantando las ganas de romper con mis puños, con estas manos desde hace tiempo ociosas, todas aquellas vidrieras que se burlan de mi pobreza. Es por esto que desde temprano me arrojé a la calle, a caminar sin meta, con la tibia esperanza de encontrar algo que hacer y sin embargo, la calle ahora me escupe en pleno rostro su insolencia. Después de todo lo mejor es regresar. No quisiera hacerlo con las manos vacías, pero no me queda ninguna alternativa. Volveré a esa casa que ni siquiera es mía. Iré de nuevo a rumiar el infortunio con los míos. Mientras camino, me doy cuenta de que soy mucho menos hombre de lo que era antes. Ahora tan solo soy una mierda que todos evitan, una nada que se deja arrastrar por la multitud y por los ruidos. Las tiendas ya no ejercen ninguna atracción sobre mis ojos; es como si me hubiesen vencido definitivamente y en contra de mi voluntad me arrastraran a un abismo de impotencia, en cuyo fondo estoy esperando para gritarme todo lo inútil que soy, para enterarme de cómo este mundo puede continuar girando sin mi consentimiento. Entonces despierto, advierto cómo la noche comienza diminuta, como este polvo opaco lo va ensuciando todo, como los letreros luminosos se ríen a mi espalda, como me hieren con su desprecio. Ya no quiero preocuparme, no soporto más esta piedra fría que ahora tengo en el pecho y que casi me llega hasta el mismo fondo de los ojos. Ya quisiera estar en la casa. Sentarme en la mecedora, escuchar la radio y olvidarme de todo, pero ahora no estoy allá, ahora estoy en esta calle que mis ojos conocen demasiado y que en este preciso instante descubro lo mucho que la odio. Alguien detiene mi paso. Busco una palabra para definir su presencia. Se ha detenido súbitamente frente a mi. Lo miro amoroso, su negra piel nunca fue más hermosa, ni sus ojos grises como de color miseria, ni sus gestos precisos, ni sus facciones rudas, él era como un hombre que había decidido permanecer siendo niño. Su voz infantil casi suplica: -¿Le limpiamos los zapatos, señor? -No, mi hijo- le digo-. No tengo dinero.

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La voz me ha salido profunda, como un susurro. -Tan sólo son diez centavitos, señor; ¡Mire cómo están sus zapatos, señor! Tiene razón, están sucios, pero también esta sucia mi alma, sucio mi pensamiento y, quien va a limpiar toda esta suciedad que como una herencia llevo conmigo. Todavía insiste una vez más, entonces le respondo: -No importa, vamos a dejarlos así. Es que no tengo dinero, ¿comprendes? No tengo que decirle nada más. El debe saber lo que es no tener dinero, sus harapos me lo dicen, me lo dice su sonrisa triste y el color de sus ojos. Nos miramos. Nos comprendemos mutuamente, quizás es por eso que me dice: -No importa, señor, de cualquier forma vamos a limpiarlos, otra vez me pagará. Quiero negarme, pero no me deja. Se aferra a mis zapatos sucios y yo le dejo hacer con éllos lo que quiera. Pienso que después de todo, este mundo no está absolutamente mal hecho. Sin que lo esperásemos se aparece Iván ante nuestros ojos. Lo encuentro demasiado pequeño, para esos casi seis años que carga encima de los huesos. -¡No te muevas de ahí, Iván! “Iván”; pienso que así también se llama el más pequeño de mis hijos. Se lo digo, pero no me responde nada. Es como si no me hubiese escuchado, como si el milagro de hacer que mis zapatos vuelvan a parecer como nuevos, lo absorbiera demasiado. -Y tú, ¿cómo te llamas?- le pregunto. Me dice que se llama Miguel, que Iván es su hermano y que pronto va a tener que aprender el oficio, porque son muy pobres, que su madre se lo pasa lavando y planchando y ya no quiero que me diga una palabra más. Me mira y la voz frágil se le quiebra en la garganta y se hace entonces un silencio que me es difícil destruir. -¿No vas a la escuela? -me atrevo a preguntarle. -No puedo ir, señor -me responde-, tengo que ayudar con algo. Ya no quiero hablar, ni oír nada más. Yo sé que este mundo es una sola llaga sin necesidad de que alguien me lo diga. El me comprende y no sigue hablando. Es como si entre nosotros existiera un pacto secreto para no ponemos mas tristes, entonces, restauramos el silencio que momentos antes había roto. Pero todo silencio es frágil, cada otoño es gris y miserable, cada palabra una lanza que me hiere y me hace sangrar y la alegría demasiado fugaz para que piense en ella. Por ejemplo, allí está Iván con una alegría dentro de los ojos y de la voz, cuya brevedad es predecible. Se nos acerca y nos dice: -¡Miguel, allí esta el carro de bomberos que voy a pedirle a los Reyes! Señala la vitrina; Miguel ni siquiera lo mira. Sigue con mis zapatos que ahora parecen diferentes, como si fueran otros, o como si otro fuera el dueño de ellos. Yo me quedo esperando a que responda y lo miro fijamente a los ojos. Ahora Miguel el limpiabotas, ahora Miguel el niño, ahora Miguel está triste. le adivino detrás de la mirada un poquito de lluvia,

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como si una llovizna muy fina le mojara por dentro, se humedece los labios y... -Iván -le dice-, los Reyes no van a venir este año. Le ha hablado sin mirarlo. Sigue acariciando la piel de mis zapatos. Ahora está más serio, como si estuviera pensando. Todo transfigurado. -¿Por que no van a venir, Miguel? El año pasado no vinieron porque estaban enfermos, pero tu me dijiste que ya estaban sanos ¿verdad? -¡Iván, -vuelve a decirle- es hora de hablar claro, de que te diga la verdad, pero tienes que prometerme que no te vas a poner triste! Y él le dice que no, que no se va a poner triste, pero ya está triste; sus ojitos demasiado brillantes, las rayas finas de sus labios lucen demasiado firmes y delatan su tristeza. Ya no soporto más. Los zapatos están limpios y debería marcharme, pero no lo hago, es entonces cuando le grito: -¡No puedes hacer eso, Miguel! Me pongo de pie y lo miro amenazante. Este muchacho de diez años quiere quitarle a Iván el más bello ideal que tiene la infancia. No puedo permitirlo. -¡No creas en lo que te diga Miguel -le digo, mientras mis dos manos se posan en su cabeza-. Si los Reyes no vienen este año, es porque a lo mejor siguen enfermos! No se me pudo ocurrir nada más estúpido que decir, pero ya estaba dicho. Miguel me miró con brevedad y comprendí que nuestro pacto se había roto, que ya el silencio había dejado de tener importancia, que había otra tristeza más importante que la nuestra, entonces miro a Iván y le dijo con decisión: -¡Los Reyes no van a venir este año. Iván, ya no van a volver más... -Pero, ¿por qué? -le pregunta Iván, llorando. -¡Por favor, Miguel... -me atrevo a decirle, pero no me deja terminar, como si después de todo, yo no existiera. -¡Porque los Reyes murieron en la revolución; lo mataron los yankis! -¿Igual que a papá? -vuelve a preguntar y ya su pequeña garganta no puede sostener la voz. Las lágrimas se le escapan de los ojos diminutos. -Así es, Iván le responde Miguel-. Los mataron precisamente, el mismo día que mataron a papá...

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Dmitienka Dmitienka está nervioso. Se muerde las uñas y contempla su palidez debajo de la cortina plástica de la cámara de oxígeno. Ahí está su Verouchska que se quiere morir, ya no sabe si de vieja y cansada, o si de la enfermedad que le ha dicho el doctor. Le está doliendo demasiado el pensar que ella se muere aquí, tan lejos de la patria, después de haber trabajado tanto, ahorrando hasta el último centavo para poder volver a ver la ultima puesta de sol en su Rossiya. Y ahora de repente este problema. Este corazón de Verouchska que no quiere moverse; esa sangre que no quiere correr más por sus venas, y todos los ahorros, con seguridad que irán a parar al bolsillo del médico; ¡pero qué importa!, si hay que empezar de nuevo, lo hará, aunque está sintiendo que las fuerzas comienzan a faltarle. Dmitienka se levanta. Camina despacito hacia su lecho. Siente que los pies se le cansan por los años. El frío del tiempo se ha acumulado en cada uno de sus dedos. Ya ni fuerzas tiene para recordar aquella tarde lejana en Krasnaia Plodtschad en donde la vio hipnotizada contemplando las cúpulas doradas de la Vassili Blajjeny. Su Verouchska en medio de la plaza, roja su blusa y sus mejillas inocentes, rojo su sarafán y detrás la muralla y más allá el palacio y ella casi en silencio cantando con una voz muy débil y muy dulce: ¡Bogue Tsaría Jraní! Sílnii deryanii Tsarstvúi na slavu, na slavu nam Tsarstvúi na straj vragam, Tsar pravo slávnii, Boge Tsaría jraní La pobre, ¿en qué mundo estaba viviendo? Ya podía adivinar Dmitienka que ella no se había dado cuenta que los tiempos habían cambiado. Que ella como muchos otros, no se convencía de que el zar Nicolás no vendría más, porque estaba bien muerto y que por tanto, el pasado no regresaría. Pero ahora que tiene un poco de sol entre los ojos; de ese sol que se muere muy tarde, allá detrás, en donde la memoria alcanza el vuelo infinito de las nubes, no puede dejar de pensar en su Vera, que esta enferma, ni olvidar los paseos en las orillas del Moskova, las caminatas sobre el puente Kamennyi, ni las tranquilas tardes en la Plaza Lubyanskaya. Pero lo que Dmitienka no puede olvidar es aquella tarde en que Verouchska salía de la capilla Plewna en la plaza Ylyinskiiya. Dimitri sonríe (Dmitia, como lo llamaba su padre, Dmitienka, como lo llamaba su madre y como ahora lo llama ella); porque aquella fue la tarde en que le

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dijo que se sentía muy solo en esta ciudad tan grande, tan lejos de la dacha en donde había nacido, que quería que ella se casara con él y ella no le dijo que sí, pero tampoco que no, tan sólo que no sabía cocinar, ni siquiera la kasha y el blini sabía hacer, pero que aprendería, que su madre sabía preparar kulibiak sabroso, y en la voz se le notaba que estaba muy nerviosa y sus manos blancas no encontraban un lugar para agonizar tranquilas. Dmitienka la contempla sonreído. Verouchska sigue hablando sin sentido, le dice que no sabe si podrá ser buena esposa, que le tenía mucho miedo a los damovoy, pero Dmitienka la tranquiliza, le pone la mano sobre el hombro y le dice, “tranquilízate Verouchska, con mi bandura espantaré todos los fantasmas que interrumpan tus sueños, yo conozco unas canciones que los damovoy no soportan, me las enseñó mi madre”. Y ya no hubo más palabras entre los dos. Al mes siguiente, en una troika tirada por tres caballos blancos, fueron al oficial y se casaron. Dmitienka ahora lo recuerda. Y un día se les ocurrió venir a América y aquí comenzaron a echar raíces. No les había ido tan mal, después de todo. Habían llegado tan solo con un equipaje de ángeles y de nubes, de flores y rocío y unas ganas tremendas de hacer una fortuna, en busca de un horizonte recién amanecido y de repente se encuentran con que la vejez los arropa con un manto más gris que la miseria y que el deseo añejado de volver a ver la patria se les había hecho mas fuerte dentro del pecho, que el presente los encuentra con los planes ya hechos para ir este mismo año y allí morirse de más viejos, llenos de ese amor filial en que el sexo se muta cuando pasan los años. Dmitienka piensa en ellos, cuando el corazón de su Verouchska ya no quiere latir y sus ojos como que se quieren dormir para siempre. Siente que el deseo de volver es más intenso, pero ¿para qué volver a la patria sin ella? Dmitienka se consuela, el médico le ha dicho que ella vivirá, que cuando rebase la crisis va a necesitar mucho descanso y en medio de unos pensamientos brumosos y desordenados, se da cuenta que la vida se parece demasiado a una noria, que en cada uno de sus actos hay siempre un empezar de nuevo y si es necesario que para que ella viva, exigirle a su frente el último sudor de cada día, lo hará con gusto, como cuando era joven, a ella está dispuesto a darle el ultimo desvelo de cada noche y su último sueño, por ella está dispuesto hasta reverdecer los recuerdos. Ya no le importa los inviernos lejanos, ni los paseos por los parques, ni la Tsarkolokol deslumbrante con su sonido bien guardado dentro de su vientre, como una anciana embarazada, inútil en su ruidoso destino, respirando en silencio entre las oquedades del bronce, ni el Tsarputchska, majestuoso como un ave infernal y prehistórica, con sus huevos enormes incubándose en el aire, respirando en silencio la muerte, como ahora la respira su Verouchska. Sin embargo, ella está tranquila, Dmitienka lo sabe. El está sufriendo por todos aquellos pensamientos que ahora ella no tiene dentro de su mente, porque ahora sus pensamientos son blancos y sus oídos están sordos, porque cuando Dmitienka se acerca y le llama: ¡Vera... Verouchska!”, ella no le responde, tan sólo sigue respirando con dificultad, esa dificultad que le adivina en el pecho y siente que todo aquel sufrimiento que ella no puede

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gritar se le está alojando en el suyo y que un dolor le esta naciendo muy adentro, en un lugar invisible y quiere ponerse a llorar, se le hace muy difícil el pensar que su Verouchska se pudiera morir. Dmitienka cierra los párpados para obligar que el llanto se escape de sus ojos y las lágrimas ruedan lentamente entre las arrugas de su rostro. Ahora la ve mejor, recostada en el lecho, dentro de la cámara de oxigeno. Le parece ver que ella sonríe, que se incorpora lentamente y que viene flotando a su encuentro... ¡Dmitienka!, parece que le ha escuchado decir. Ella lo toma de la mano y le invita a levantarse, pero el dolor que siente dentro del pecho casi no le deja pararse de la silla en donde vela por la salud de su Vera. Pero ahora ella lo llama y él no puede dejar de acudir a aquel llamado. Se levanta como puede y con ella comienza a caminar, a mirar las orillas del Moskova que comienzan a deshelarse. Ya están sobre el puente Kamennyi; irán al otro lado a mirar grandes vidrieras de las tiendas en Gorki Prospekt, pero Dmitienka no puede hablar, el dolor que tiene dentro del pecho se ha hecho demasiado grande y casi no puede respirar, quisiera levantarse de la silla, pero es inútil, hace un esfuerzo y grita...: “¡Vera!”, entonces cierra los ojos y se duerme, sin llegar a saber que aquel fue su último paseo, y que aquella fue la última vez que pronunció el nombre de Verouchska...

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La paloma desnuda No comprendió nada hasta que el murmullo que subía desde el centro de la plaza se hubo desvanecido por completo. En su habitación situada en el quinto piso, la mujer no vela bien lo que pasaba; apenas la multitud alrededor de la fuente y uno que otro curioso que atravesaba la calle e iba a engrosar el tumulto. En un momento llegó a pensar que no le importaba nada de lo que sucediera fuera del círculo de su vida. Le dolía el pecho. El médico le había dicho a su esposo algo acerca de las anginas; además estaba el asma que ahora la asediaba con más frecuencia. Se acercó a la puerta vidriera y la corrió por completo. Salió al balcón, una ráfaga calurosa le golpeó el rostro. Sus ojos se concentraron en el lado norte de la fuente. La multitud se dispersaba. Un silbato penetrante anunciaba la llegada de una ambulancia que se detuvo junto a su edificio. Los transeúntes volvieron a arremolinarse, los hombres vestidos de blanco se abrieron paso a empujones; entonces pudo ver con claridad el cuerpo de la mujer, completamente desnudo y destrozado, con todas las vértebras rotas, sangrando. Había un charco de sangre al borde de la fuente. Se sobrecogió de terror. Desde esa altura le parecía que la mujer tenía un rostro conocido, pero se negó a identificarlo. El calor se hizo más intenso; el asma comenzó a presentar sus síntomas, quiso alejarse de la baranda, pero una fuerza oculta y poderosa se lo impedía. Allá adentro era distinto, estaban el aire acondicionado, las pastillas para el asma, y el jarabe para el dolor. Vio cuando se llevaban el cuerpo de la mujer y cosa extraña, una paloma roja y cuatro mariposas desnudas levantaron el vuelo desde la camilla y se desvanecieron en la atmósfera de esta calurosa tarde de verano. Se refugió en el fresco artificial de su apartamento. Cerró la puerta de cristal. Estaba sofocada. Se recostó a la pared y la calle, la plaza, la fuente y el murmullo de algunos curiosos quedaron a su espalda. Un ruido proveniente del balcón la hizo volverse asustada. La paloma roja golpeaba con el pico y con sus alas el cristal, como si quisiera entrar. La mujer lo entendió así y fue a abrir, pero la paloma se alejó volando. Ella la siguió con la mirada. La vio detenerse junto a la fuente. Desde aquí le parecía que más bien había caído fulminada por un rayo invisible. Pensó que todo esto era absurdo: otra vez la fuente, la misma multitud, los mismos rostros difusos, hasta presentía el ulular de la sirena de la ambulancia que se acercaba cada vez más. Otra vez los hombres con la camilla, otra vez el rostro conocido. Esta vez no pudo ver la paloma, ni las mariposas desnudas porque su ojos se cerraron un instante. Regresó a su habitación. Se sentía peor. El pecho le dolía a causa de la angina y el asma no le dejaba respirar. Allí estaban el jarabe que no iba a tomar y las pastillas.

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Se abandona en un sillón y se pone a pensar en los que no tuvo, en lo sola que está, en el marido infiel ahora debe encontrarse en brazos de su amante. El en el pecho se le hace insoportable y le es difícil respirar. Ve llegar el vuelo rojo de la paloma que se posa otra vez en la baranda. Por un momento olvida la muerta allá abajo y concentra su atención en la paloma que va soltando todas sus plumas hasta quedar completamente desnuda, como una criatura que acaba de nacer. La mujer no comprende. No quiere comprender. Camina con paso muy cansado hasta la puerta de cristal y en el momento de abrir, la paloma emprende un vuelo de difícil trayectoria hasta el centro de la plaza, cayendo verticalmente junto a la fuente. Llega arrastrándose hasta el borde la baranda y observa con tristeza a la multitud allá abajo. Ya no puede adivinar el sonido de la sirena: lo escucha. Lo ve todo igual que antes: el rostro de la mujer que le parece conocido, la sangre, el cuerpo quebrado en cada vértebra. La mujer comienza a quitarse sus plumas. Se despoja de su bata vaporosa y con ella se desprende el dolor que tenía en el pecho, el aire se torna más fino y llega con facilidad a sus pulmones. Dentro de su piel rosada existe ahora una mujer diferente, una mujer a la que ya no le importa los hijos que no tuvo, ni la infidelidad del marido. Ya no está sola; se arranca la memoria. Inexplicablemente sonríe, ahora sabe a quien pertenecía aquel rostro. Está feliz. Se siente saludable. De súbito el aire del balcón se hace más fresco y aparece una mariposa de oro y después una de nácar, ahora una de cristal con incrustaciones de plata, ópalo y lapislázuli; hay muchas mariposas de todos los colores y metales preciosos, que nacen de su balcón y que se alejan volando hacia el centro de la plaza. Quisiera marcharse con ellas. Entonces, abre sus brazos y comienza a elevarse lentamente. No hay en su cara ningún gesto de sorpresa, es como si siempre hubiese sido así. Su cuerpo ya se ha elevado varios metros. Sigue batiendo sus brazos suavemente y comienza a alejarse del balcón. Abajo la multitud espera. Se escucha una sirena...

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En medio del camino Y pensar que la vida se te acaba aquí mismo. Dos días después, exactamente. No sé por qué cuando te miro me parece que tienes unas ganas tremendas de dejar escapar una queja, que quieres decirme a mí que soy tu custodia, que te deje huir, que cuando se acabe toda esta pesadilla vas a darme dinero y que me retribuirás con muchos favores este único favor que quieres que te haga y que no te atreves a pedirme: que te deje escapar. Pero comprendes que es inútil y ni siquiera lo intentas, tan sólo una respiración ardiente te sale por las fosas nasales. Menos mal que eres comprensivo. Notaste la mirada que te dio el comandante cuando te detuvieron y le diste tu nombre; como te habló con esa voz ronca y sin emoción que tanto se parece a la tuya...! Caramba, pensar que desde ese mismo instante se apagó por completo tu estrella y se eclipsó tu buena suerte! Esa buena suerte que te hizo ser un hombre respetable y temido. Esa buena suerte que te convirtió en un hombre de dinero, que te llevó a recorrer el país, y a donde quiera que fuiste tuviste las mujeres que deseaste y que después dejaste abandonadas con hijos que jamás te preocupaste por conocer. Ahora que estás atrapado en este cuarto oscuro y húmedo, te encuentras sin esperanzas. Si antes tenías alguna, ayer las perdiste todas cuando aquella voz ronca y sin emoción te preguntó, que si no lo conocías. Y la verdad es que en aquel instante no recordaste haber visto jamás aquella cara. Y te quedaste pensando en él cuando se marchó sin decirte ni una palabra más. Entrecierras los ojos buscando entre aquellos hombres que tuvieron la desgracia de caer en tus manos cuando fuiste el jefe en la cárcel la 40, tratando de encontrar un rostro parecido, pero no lo encuentras. Sin embargo, tienes la certeza de que él es uno de ellos y por eso sientes miedo. Anoche apenas si pudiste dormir con este pensamiento metido entre las dos cejas y con todos aquellos tiros que sonaban afuera. Ahora agarras la ropa que tan sólo un momento antes él mismo te había traído. La misma ropa que tenías puesta cuando te hicieron preso y que después te quitamos. Te sentías tan solo, así, desnudo. El pantalón todavía conserva intacta esa raya fina que baja por ambas piernas desde la cintura hasta el borde del ruedo. Comienzas a ponértelo y se te nota en los ojos la alegría, uno se da cuenta que estás pensando que él te va a dejar salir y casi no te equivocas. Te miró fijamente a los ojos y estuvo así largo rato, contemplándote con el paquete de ropa entre las manos, sin decirte nada. A lo mejor tú piensas que te tiene odio y a lo mejor es cierto, pero es que no lo conoces, él tiene la mirada dura desde la infancia, tal vez

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es por eso que habla poco. Ahora, mientras te pones la ropa lentamente, te vas sintiendo triste. Primero te pones el pantalón, lo abrochas en la bragueta, muy despacio, como si estuvieses ejecutando una ceremonia extraña; después las medias y los zapatos y por último la camisa, entonces, miras su figura que vigila cada uno de tus gestos y te asombran las últimas palabras que te dice: -¡Padre, al fin lo he conocido, aunque ya es demasiado tarde! Tu sorpresa no puede ser mayor. Tienes la intención de decirle unas palabras que no quieren salir de tu garganta, porque en verdad ya es demasiado tarde, porque en el preciso instante en que abres la boca, cuando él estaba junto a la puerta y se iba a marchar, dio media vuelta y te dijo: -¡Tenga también la correa. El tragaluz es fuerte. Evíteme la pena de tener que fusilarlo!

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Los santos inocentes Por más que le dije a Lulú que tenía la obligación de ir conmigo, no pude convencerla. No es que se sintiera indispuesta, sólo era que la esposa de Daniel no le caía bien y nada más. Se le había metido ese capricho en la cabeza desde la última fiesta en que asistimos a su casa. Desde entonces le ha declarado una guerra en secreto, fría y despiadada. De repente se le había ocurrido (descubierto, dice ella) que en Sofía no se podía confiar; ¿qué le habrá llevado a tomar esta decisión si antes eran tan amigas? Yo no lo sabía y mucho menos me lo imaginaba. Supongo que entre las mujeres a veces suceden cosas que ellas prefieren guardar en el más absoluto de los secretos. Discutimos porque a veces me parecía ilógico su proceder. No existían razones visibles para su comportamiento. En el fondo me parece que lo que persigue es que la amistad con Daniel y su esposa se rompa, porque un hombre se debe a su mujer como un cura a su iglesia y viceversa, y a Daniel le va a caer muy mal saber de la actitud hostil que Lulú le tiene a su mujer. Si me hablara y me explicara lo que sucede, podría ayudarla a poner todo en claro, pero no habla, no dice nada, únicamente que Sofía le cae mal y que no quiere ir a casa de Daniel esta noche; ¡de todas formas vas a ir y vas a ser amable con ella!, le grité. Hay veces que uno tiene que ser enérgico con las mujeres y hacerles ver que no siempre se va a dejar uno llevar por sus caprichos. Ella entonces me responde o me pregunta: “¿es que me vas a obligar?”, yo la encaro directamente a los ojos y le digo en un tono suave, pero lleno de energía, “y si fuese necesario lo haré, Lulú”. Me levanto y camino hacia ella y otra vez le digo, “es inútil que te pongas a llorar, de cualquier forma vas a ir”, casi la amenazo, entonces comienzan a nacerle los sollozos y con voz entrecortada empieza a decirme: “tú nunca me habías hablado así, ellos te importan más que yo, sobre todo ella, ¿crees que no me doy cuenta de la forma en que te mira?”... ¡Eureka, por fin! Unicamente me faltaba esto. Mi mujer celosa de la esposa de mi mejor amigo y no sé si reirme o pegarle una bofetada; “¡Estás loca, Lulú!”, le grito y después de un breve silencio, después de mirarla un rato sin decirle nada y observar las lágrimas en su rostro, le explico lo que significa la amistad de Daniel para mí, que fue el único amigo fiel que no me dio la espalda cuando me detuvieron por política; ¿cómo puede pensar Lulú que entre la esposa de Daniel y yo pudiera existir algo más que no sea respeto?... “¡Mentiras, mentiras!”, me grita; “no quieres quedarte en casa, porque también te interesa ella. Ve tú si quiere”. Si ella no quiere entrar en razones, no la voy a obligar. Iré sin ella, no puedo dejarlos esperando. Tomo el auto y lo saco de la marquesina

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con cuidado, para no rozar el de Lulú, su pequeño Austin. Apenas si puedo creer que esté celosa de la esposa de Daniel. Me preocupa haberla dejado llorando. La llamaré tan pronto llegue, le diré que únicamente vine a excusarme y que regresaré de inmediato. Con este tráfico horrible he tardado casi veinte minutos en ir del otro lado del puente. Cada vez que lo cruzo tengo la impresión de que el pavimento y los largueros no son lo suficientemente fuertes para sostenerme. Pensándolo bien he hecho muy mal en venir; no puedo dejar de preocuparme. Daniel y Sofía me esperan en la puerta. Adentro están los demás invitados y en el stereo una mujer entona la última canción de moda. Me preguntan por Lulú y no sé si decirles la verdad o la mentira que he venido ensayando en el camino, que la he dejado con una horrible jaqueca. El me responde con una voz que no se le parece a la de siempre, que no he debido dejarla sola, que pude haber llamado para excusarme. Le tomo de la mano y lo llevo al rincón más apartado, a él no le puedo mentir. Le digo casi con vergüenza que Lulú está celosa y él como si no hubiese entendido bien mis palabras, me susurra; “¡así que andas de perverso por ahí!”. Eso quiere decir que él me cree capaz y que no tiene idea de lo que le estoy diciendo. Estoy casi arrepentido de haber sido sincero con él, pero le digo que está muy equivocado, que son cosas que se les han metido a mi mujer en la cabeza, que ella piensa que estoy interesado en Sofía, su mujer y él suelta la carcajada como si de súbito hubiese descubierto algo diferente, le digo que esto significa que para él no tengo secretos y que me ayude a quitarle esa idea estúpida a Lulú. Me lleva hasta su habitación para hablar más tranquilo, me pide todos los detalles pero yo no le puedo decir mucho, me dice entonces que lo deje todo por su cuenta, que todo puede ser una broma, como es día de los inocentes; “¿sabes?... ¡Inocente mariposa!”, que va a ir a buscarla, que me quede tranquilo. Cuando Sofía se entera se pone un poco extraña, hace un mohín con la boca como si estuviera disgustada. Me pide que la lleve a caminar por el jardín en lo que Daniel regresa. En el lugar más oscuro, el de siempre, me pide que la bese y que la tome en mis brazos. Me resisto a sus caricias, después de todo, le digo “Lulú ya está enterada”, que no estoy para esas cosas esta noche, que voy a llamar a la casa a ver si han salido, pero ella me suplica que no lo haga ahora, me suplica de nuevo que hagamos el amor, pero le digo que no insista, entonces ante mi desprecio me mira fijamente, casi con odio y con una sonrisa irónica en los labios me dice fríamente; “si quieres seguir haciendo el papel de tonto, puedes seguir, porque lo haces muy bien”. Le pido que me aclare sus palabras, porque hay un tono en su voz que no me agrada nada; “¿acaso no te lo imaginas?”, me pregunta y le digo que hable claro y entonces viene la confesión temida, me dice que al principio había hecho el amor conmigo como una simple venganza, pero que ahora quiere hacerlo de nuevo, porque me ama, yo no entiendo bien lo que quiere decir, o prefiero no entenderlo, “¡habla más claro, Sofía!”, casi le suplico. Me toma de la mano y la acaricia tiernamente, hace un gesto con la cabeza y entonces dice, casi con vergüenza: “antes de que empezara lo nuestro tu mujer y Daniel se entendían a nuestras

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espaldas”. Se pone pegadita a mi cuerpo y me acaricia tratando de excitarme, me pide que la bese, que la ame, que la posea ahora que tenemos tiempo, pero yo no sé que responderle porque la noche se ha llenado de interrogantes negras, sólo me queda una esperanza pero no me atrevo a preguntarle; ¿no será esto acaso otra broma en el día de los Santos Inocentes?

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Eróstrato No sé por qué se me ocurrió pensar que Raúl llevaba una vida de chulo, trasplantado entre toda esta bruma y este frío desesperante. Cada semana tenía una hembra diferente (por lo menos, era lo que él me decía); y lo cierto es que en más de una ocasión llegué a verlo con una de aquellas hembras, más fabulosas en su imaginación de lo que eran en la realidad. Pero no sé lo que pasó después. De repente como que hasta la mirada le cambió. Se volvió parco al hablar y se pasaba varios días fuera de la casa. Ya no era el muchacho alegre que un día tomó la decisión de acompañarme hasta estas tierras en busca de la fama y del dinero que proporciona la fama. Para esto, él contaba con los pinceles y su talento y yo, con mi pluma y la imaginación. Todavía recuerdo la figura de su madre en el aeropuerto, “mira Polo, eres mayor que él, cuídalo como si fuera tu hermano”; y eso es lo que con cada día que pasa se torna más difícil. Ni él con sus pinceles, ni yo con mi pluma hemos podido concretizar nuestras ambiciones y poco a poco nos vamos conformando con saber que nos estamos hundiendo lentamente dentro de la mediocridad que arropa la muchedumbre. Nos vamos dejando absorber por un medio y un sistema inhumano e indolente. Aquí se vive de lo que se puede y ya casi estoy conforme con mi destino de oscuro obrero de una fábrica; pero se me hace que Raúl no está hecho para esta vida dura, ya ni siquiera mira a los pinceles, es como si estuviese demasiada conciencia de su derrota y en una inútil manifestación de rebeldía, se va a dar vueltas por ahí, por esas calles que hace tiempo dejaron de pertenecerle a Dios, ya no regresa hasta el fin de semana. Cuando le reprocho sus andanzas, ni siquiera me mira, tan sólo me dice que anda en busca de inspiración, que todavía busca y seguirá buscando la fama más allá de la muerte, si aquello era posible. Me parece que ni él mismo cree en sus palabras. Ayer en la mañana me extrañó verle en los ojos dos lágrimas. Pensé que tal vez le había entrado la morriña por volver a ver la familia, por estar de nuevo en su casa y sentir el calor de los amigos, porque yo sé que para su soledad no es suficiente mi amistad; “¿qué te pasa, Raúl?”, le pregunté, pero no me respondió; “¿te sientes mal?” y tampoco se molestó en decirme nada. Se levantó en silencio de la silla y salió bruscamente, yo me atreví a preguntar como si él estuviese presente y me estuviera escuchando: Bueno, ¿y a éste qué demonios le está pasando? Pensé que se marcharía de nuevo, pero no lo hizo, tan sólo llegó hasta el quiosco de la esquina y volvió con el diario. No quise preguntarle más porque la cara la traía muy preocupada. Me puse a observarle de reojo; él y yo tan sólo comprábamos el diario para

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buscar entre los clasificados las ofertas de trabajo, pero claro, desde hacía varios días hasta las cosas más normales me parecen extrañas en Raúl. Sus manos nerviosas ya no deben servir para el pincel y ahora que hojean el diario, los nervios de su boca como que acompañan a sus manos en su sacudimiento sísmico. Al final lo veo detenerse y doblar en dos el periódico,, quedarse como un idiota mirando la página de los sucesos, ¿qué diablos le está pasando? Me acerqué dejando sobre la mesa el libro que tenía en las manos y miré el diario en la página en donde se leía en letras gruesas y negras el anuncio del asesinato de una mujer en circunstancias demasiado extrañas; tenía según la foto, la cabeza casi desprendida del cuello de un solo navajazo y el seno izquierdo mutilado; ¿pero qué carajos le pasa a Raúl, por qué llora? En todo caso esto no es cosa que le interese a los pintores, quizás a mí que en una época tuve intenciones de ser escritor, podría interesarme... ¡Es horrible!, le dije, mi voz como que le devolvió la luz al cerebro y entonces soltó la carcajada y me preguntó con los ojos todavía llenos de lágrimas; “¿por qué?”, no dejó que le respondiera y continuó diciendo; “en una ciudad maldita como ésta, nada es extraño ni horrible”; ¿qué más le podía decir yo?, se veía que no estaba de humor esta mañana. La verdad es que una de esas noches en que le da por vagar por las calles en busca de una puta conocida que le brinde un trago, o para que le pague un cheeseburger, le pido que se desaparezca definitivamente, pero sería demasiado severo con él, sería como empujarlo más hacia ese barranco de fondo lodoso en el cual supongo vive todas esas noches de vagancia. Es este país con este maldito clima el que obliga a renegar de todo; es esta podredumbre la que al final ensucia y corrompe hasta la conciencia más nítida, pero, ¿qué tiene que ver este país y el clima con Raúl y conmigo? Nosotros lo elegimos y nos equivocamos, aquí todo es oropel, pensamos que esa tabla de valores que nos fue útil en nuestro pobre y subdesarrollado país, valdría lo mismo en una meca en donde todo producto se estima según el beneficio que reporta, no importa que sea una cosa, un hombre, un país, o una mujer, que se llame Raúl o Maritza, porque al final, el final siempre es el mismo, con los actos repetidos, el despertador sonando exactamente a las seis de la mañana para ir a la fábrica, o para no ir, la salida a las cuatro de la tarde, los apretones en el subway y la llegada al apartamento que mira hacia Park Avenue a las cinco, o a las cinco y media. Es toda esta maldita rutina lo que hará que un día tome el avión de regreso para ir a podrirme entre otra miseria, la miseria de los demás y la de mi propio fracaso. Pero, ¿por qué digo mi propio fracaso? Ahora que Raúl no está aquí, que tiene casi la semana entera fuera de la casa, puedo gritar a toda voz que los dos hemos fracasado; y lo grito: “¡Soy un fracasado y tú también lo eres, Raúl?” Creo que de tanto estar solo en esta ciudad voy a volverme loco. Si no fuera por Maritza que viene a visitarme en cada fin de semana y a entregarme su cuerpo, ya me hubiera lanzado desde el puente hasta lo más profundo del río, pero presiento también que soy un poco cobarde. Ahora que pienso en Maritza, no sé por qué le cae mal Raúl, por qué no quiere venir cuando él está en la casa. Cuando se lo pregunto, me dice: “yo sé que lo quieres como si fuera tu hermano, pero es que tiene ojos de asesino y me produce miedo”, y es

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tonta esta Maritza, porque Raúl es un tipo inofensivo (no tanto como creía), y yo que llego a pensar que le tenía ojeriza al pobre Raúl, porque apenas si la miraba, porque resistía con los ojos clavados hacia el techo, su voz, y sus movimientos provocadores, pero ahora, en medio de estos pensamientos confusos, no sé si es Maritza quien tiene razón en temerle a Raúl, o si en cambio, está justificado el desdén de él hacia Maritza. Ayer cuando menos lo esperaba se apareció Raúl con el diario en las manos. Maritza dio un grito cuando lo vio entrar y corrió a mi habitación a cubrirse el cuerpo. Estaba desnuda de la cintura para arriba y de la cintura hacia abajo unos minipanties la cubrían de la manera más precaria. Corrí al escuchar su aullido de loba en desbandada y la encontré petrificada en frente de Raúl, con el vestido puesto por delante como una leve cortina. Raúl no me dijo nada, ni siquiera buenas noches y yo no le preguntaría en dónde había estado todas estas noches y estos días. Por más que le rogué que se quedara, Maritza insistió en marcharse, se le había metido en la sesera que Raúl la miraba mal y no sé cuantas cosas más; tampoco a ella quise rogarle y se marchó. Aunque me prometí no preguntarle a Raúl por sus andanzas, al final no pude resistir ese aire indiferente y vacío con el cual pretendía ignorarlo todo. “Raúl- le llamé- ¿podrías decirme qué has hecho en todos estos días?”, y me respondió: “dando vueltas por ahí”; “¿buscando la inspiración entre las putas?- volví a preguntarle, pero ya no me dijo nada. Se quedó en silencio. Tenía un aspecto desastroso, estaba mugriento; “anda, ve a darte un baño, por lo menos no olerás tan mal”, le sugerí sin pretensiones de que me escuchara, pero él no me escuchó. Se quitó la camisa y la tiró encima de la cama. No sé por cuál razón, pero pienso que fue el instinto, ese instinto que en muchas ocasiones me ha servido para detectar problemas y evitar el peligro. Tomé el diario y busqué en la página de los sucesos; en letras muy grandes leí más de una vez: “¡THE BRONX´S KILLER COMES BACK AGAIN: A NEW MURDER...” y todo volvía a ser como antes; una mujer casi decapitada, con el seno izquierdo mutilado; ¿qué relación podía tener todo esto con las andanzas de Raúl?, ¿con su aire solitario de las últimas semanas, con su cara triste?... Claro que todo se debe a mi imaginación y a las palabras que Maritza ha sembrado en mi cabeza: “¿es que tiene ojos de asesino!”; pero ¿cómo son los ojos de un asesino?, ¿acaso difieren de los ojos de ella o de los míos? Yo creo que Maritza está condicionando hasta mi forma de pensar y que al final voy a terminar odiándolo y diciéndole que se mude a vivir a otra parte. Al salir del baño está como cambiado y tiene el rostro que siempre he conocido. ¿No estás enojado conmigo?-, me pregunta y yo le respondo que sí; ¿No es porque le causo miedo a tu novia, verdad? Y ya no puedo mentirle y le digo que no, que no era enojo lo que sentía, sino preocupación; ¿por qué no me decía cuando se marchaba, en dónde iba a pasar las noches y los días? New York es una ciudad infame que hace que los hombres se tornen infames; “¿No estarás vendiendo drogas?”, le pregunté y entonces me responde: “¿me crees capaz?” Nuestro diálogo se había resuelto en simples preguntas inquisitorias de una parte y de otra; “es que Maritza me tiene mala voluntad” -se atrevió a decirme como una excusa;

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ahora no comprendía el papel que jugaba Maritza en nuestra conversación, quizás estaba pensando que había sido ella la que me había insinuado la posibilidad de que él estuviese vendiendo drogas. Ya no pude menos que sonreir. Al final, después de un silencio y algunos gestos, salimos a beber unas cervezas al bar de la esquina, como siempre, cuando tomamos volvemos a estar entre añoranzas, a jugar los juegos de la infancia, a hacer nuevos propósitos, el año entrante nos volveremos a la patria, volveremos a ver a nuestras viejitas, no importa que hubiésemos fracasado en la empresa y entre cada risa, entre cada tristeza y cada recuerdo, un vaso de cerveza y cuando el barman nos pide que paguemos porque va a cerrar, resuenan en mi cerebro las palabras finales de Raúl -”¡Polo, prométeme que jamás dejarás de ser mi amigo!”- y yo, entre los humores que me producen el alcohol en la cabeza, “te lo prometo, Raúl”. “¿Pase lo que pase?” Y yo, “¡Raúl, sé sincero conmigo, dime lo que te sucede!’... ¡No es nada- dijo él- es que tengo un mal presentimiento metido en la cabeza!. Cuando me levanté, Raúl ya no estaba en la cama. Se había marchado. Esperé inútilmente a que regresara en la noche siguiente, pero no vino, ni en la siguiente tampoco, y todavía pasaron otras noches sin que apareciera. Fui entonces a buscar a Maritza a la salida de la fábrica y le confié mi preocupación por Raúl y a ella no le quedaba duda alguna de que andaba en algún negocio sucio, a lo mejor estaría en eso de las drogas. Fuimos a Needle Park, pero no estaba, nadie parecía conocerlo, caminamos por casi todo Simpson Street y tuve la impresión de que nadie había oído jamás su nombre y mucho menos haber visto su figura morena, ni su pelo negro y lacio, ni su bigote copioso, ni su cuerpo esbelto y atlético, ni su sonrisa de dientes perfectos, una y otra vez entramos y salimos del subway, éramos dos locos que con los ojos desorbitados caminábamos por todo Times Square, pero todo fue inútil, parecía que se lo había tragado la tierra. Ya cansado, llevé a Maritza hasta su casa y me puse a esperar. Hacía un frío que cortaba el aliento. Encendí la calefacción y me senté hasta que el sueño rindió mis defensas. Tampoco vino el sábado y qué carajos iba a estarme preocupando, sin embargo, no podía dejar de pensar en él, ¿qué estaría haciendo ahora?, ¿en dónde estaría metido? Me sobrecogí de espanto cuando pensé que muy bien podía estar en el fondo del río con una soga y una piedra atada al cuello; en esta ciudad todo es posible, como es posible que de estar vivo, esté metido en algún negocio turbio. No sé por qué se me ha metido en la cabeza aquello de las drogas, como tampoco sé por qué no puedo olvidar sus últimas palabras, cuando nos pusimos a hablar verdaderamente, ¿qué le estaría pasando?, ¿por qué su empeño en que le jurase que no dejaría jamás de ser su amigo, pasara lo que pasara? Ya hay veces que no sé ni qué clase de pensamientos me cruzan por la cabeza, pero se me ocurre que la verdad de todo puede estar en el fondo oscuro de este río y su nata aceitosa. Me levanté con este maldito pensamiento. Salí un rato y anduve sin sentido por todo el vecindario, entonces fue cuando se me ocurrió comprar el diario; hay veces que los ahogados salen a flote y ojalá que no lo encuentre, aunque la incertidumbre no me deje tranquilo. Entre la bruma de este frío niuyorkino, compro el diario y busco la foto ahogada de Raúl en

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la página de los sucesos, pero no la encuentro, ni un solo ahogado, tan sólo el titular escandaloso: “THE BRONX´S KILLER: THIRD MURDER IN THREE WEEKS”. Leí con avidez la noticia. Había pánico no sólo en el Bronx, sino también en los otros condados. Las mujeres ya no se atrevían a caminar solas por las calles tarde de la noche. New York es una calamidad constante y perenne, cuando no son las disputas de la mafia, es un loco que anda suelto sembrando el pánico. Hablan de él como una nueva versión de Jack the Ripper, pero dicen que la policía tiene una pista y que lo van a capturar dentro de pocas horas. No sé por qué no me agrada la noticia. Me voy hacia la casa, allí me espera el calor confortante, el libro a medio terminar y la televisión en donde mataré un par de horas, tan inútiles como esta existencia que día a día me va robotizando; mañana a las seis, el despertarme, el ir de nuevo a la fábrica, ver la cara amargada del foreman y la papada de perro San Bernardo que tiene el boss. Después el regreso, el deseo de morirse en mitad del trayecto y esperar el viernes para cobrar el sueldo, para gastarlo en unas cuantas con su inevitable income tax al que aún no me acostumbro. Llego a mi apartamento con todos estos pensamientos y la idea de aquella mujer con el cuello cercenado y el seno izquierdo mutilado: Es como si este maniático no deseara que confundiesen su maquiavélica obra; ¿qué pretenderá con esto?, entonces encuentro al pobre Raúl durmiendo en calzoncillos como un niño, me da una pena tremenda el despertarlo, que no lo despierto. Lo dejo dormir tranquilamente hasta bien entrada la tarde, miro entonces el diario abierto en la página de los sucesos, el mismo diario que ahora tengo en las manos, es como si él también se empeñara en que no olvide el rostro de aquella mujer asesinada. Creo que esto es una obsesión y que voy a perder el juicio. Vuelvo a salir, a caminar un poco por las calles, ya no me importa el libro a medio leer, ni las horas inútiles delante del televisor; ahora me importa él. Tengo la débil esperanza de que cuando regrese, él ya se hubiese marchado, pero está allí, yo diría que esperándome. No le pregunto nada, porque sé que anduvo dando vueltas por ahí, tal vez si le pregunto cuándo vuelve a marcharse, me lo diga, pero para qué le pregunto si yo sé que lo hará mañana y que no regresará hasta el sábado o el domingo con el diario y la noticia de otra mujer asesinada. Lo dejo hacer lo que quiere, enciende un cigarrillo y me mira, entonces es él quien me pregunta; “¿otra vez enojado conmigo?” y yo pienso sin llegar a decírselo, “no, Raúl, no estoy enojado contigo, tan sólo tengo miedo de llegar a descubrir la verdad”” y entonces le sonrío y me parece que esta sonrisa revela mi impotencia y mi pena, mi tristeza y mi miedo y también el miedo de él. Enciendo nervioso un cigarrillo que el humo deshace en silencio, pongo la radio transistor y la dejo en la misma estación amanecida y el disco de Andy Williams comienza y amenaza con reventar el pequeño apartamento. Ya ni siquiera nos miramos. Creo que tampoco damos oportunidad al presentimiento. Me voy a mi habitación dejando la música de Andy Williams torturando el silencio y por encima del final, el jingle odioso. Escucho también la música húmeda del baño

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que me dice que Raúl se está dando una ducha y que me hace presentir que habrá se salir esta noche; hoy domingo. Me levanto sin ninguna sensación extraña dentro del cuerpo y al pasar por el frente del baño, veo la puerta semiabierta y el verde plástico de las cortinas que evitan el contacto de mi mirada con su cuerpo. Entro a su habitación, busco con la mirada su corto abrigo de cuero, lo palpo, siento la inevitable rectangularidad de la cajetilla de Winston en un bolsillo y en el otro, el secreto buscado. La miro, es la navaja en su refugio gris nacarado, filosa y mortal, consuetudinaria homicida y en el cesto de la ropa sucia, busco la camisa. La semana anterior creí haber visto unas manchas de sangre a las que no les di importancia, pero ahora, con esta navaja en las manos y este diario con la foto de la mujer asesinada, todo lo de Raúl me parece importante. Y aquí está la camisa con las manchas oscuras y ahí está Raúl que ha salido del baño y que se queda mirándome fijamente como si estuviera extrañado, y nuestras miradas forman un triste y solitario nudo en el espacio, yo también tengo un nudo en la garganta y unas ganas grandes de ponerme a llorar, de abrazarlo y decirle, “Raúl, ¿en qué lío te has metido?” y él ya no me sigue mirando. Busca entre las gavetas del closet ropa interior limpia y comienza a vestirse sin decirme nada, entonces le digo como un ruego; “no salgas esta noche” y él entonces me responde “nada de lo que piensas es cierto”, “¿y esta sangre?”, le interrogo, “son unas manchas sin ninguna importancia”, me contesta; quisiera en este momento mostrarle la navaja que ahora guardo en el bolsillo, pero hay veces que uno llega a inundarse de miedo y cobardía y ahora tengo miedo y me siento un cobarde; presiento que Maritza tiene razón y le miro a los ojos; los veo normales, profundamente silenciosos y negros, vuelvo a decirle, “no salgas esta noche” y él me responde “está bien, Polo, iré a comprar unos botes de cerveza y los tomaremos en casa”. Ahora me siento más tranquilo, tal vez pueda obligarlo a que me escuche y a que me cuente toda la verdad. Yo necesito disipar todas mis dudas, estas dudas que entre él y Maritza han sembrado en mi cabeza, y mucho más que Maritza, él. Sí, él con esa actitud tan extraña que tiene últimamente y que me ha hecho pensar que es el asesino, pero yo quiero oír la versión completa y la quiero oír de su voz, que me diga que no es cierto lo que ahora supongo, que me diga cuando le muestre la navaja, que estoy equivocado, que aquella navaja al igual que las manchas de sangre en la camisa, es algo sin importancia y si me dijera que sí, que es el asesino, ¿de qué me valdría eso, si yo no iba a tener el valor de delatarlo? No puedo negarme a mí mismo que con cada minuto que pasa me siento más confundido y que su voz ahora, alejada de todas estas cosas que nos rodean y que casi nos aplastan, me acerca a los recuerdos primarios y felices, a la vida provinciana; tú, Raúl y yo Leopoldo, con un pincel y una pluma llegamos a pensar que con estas dos herramientas íbamos a conquistar el mundo y ahora descubrimos que tan sólo somos dos genios que se hunden en el cotidiano fango de una ciudad que nos arroja sus excrementos para que no nos muriésemos de hambre, pero sobre todo tú, Raúl, que te hundes en el fango de la locura y mi duda, y ya de ti no sé qué más voy a pensar y ahora que levantas

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el vaso de cerveza (Tuborg, que es la que siempre te ha gustado) y me invitas a brindar por cada uno de nuestros respectivos fracasos, comprendo que no has estado tan loco, que el que ha perdido la razón soy yo, que sigo aferrado a la idea de que algún día me llamará la gloria en esta tierra en donde ningún extranjero puede ser un profeta y levanto contigo el vaso y digo, “¿por la mierda que ha sido nuestra existencia!” y tú dices con esa sonrisa limpia y pareja; “¡salud!” y bebemos todos nuestros fracasos y los celebramos como si fueran triunfos y al final, el sueño me vence a mí primero y a ti la borrachera y cuando abro los ojos, el lunes rompe ya con su grisura a meterse por entre las rejas de los rascacielos. Me levanto y llego hasta tu cama, te llamo, “¡Raúl, Raúl!...”, pero estás dormido profundamente. Sé que tengo que marcharme, que tengo que ir para la fábrica, pero le dejo una nota dentro del refrigerador, por allí sus ojos tendrán que pasar, “por favor, Raúl, no salgas... Espérame”. Pero presiento que él no va a hacerme caso, que se marchará para regresar el sábado o el domingo y que no podré resistir lo que ahora sospecho, que me espera fumando tranquilamente y en un solo suspiro me vuelve el alma al cuerpo... “¿Querías decirme algo, Polo?”, me pregunta. Hago tan solo un gesto y digo, “no era nada, Raúl. No quisiera tampoco que salieras mañana”, “¿y qué voy a hacer aquí?”, me pregunta de nuevo y yo entonces le replico. “pintar, hace tiempo que no tomas un pincel en las manos” y simplemente me contesta, “tienes razón, es cierto, aunque no creo que sirva para eso”. Pero hoy martes cuando volví del trabajo, no lo encontré en la casa. No pude cerrar los ojos ni un instante durante toda la noche, pensé una vez más en salir a buscarlo por las calles y los bares; al fin y al cabo era mejor que estarse aquí sentado esperando, o tirado en la cama sin conciliar el sueño, pero, “¿qué mierdas me preocupo yo por éste?”, grité como si esperara que alguien me escuchase, pero me preocupaba, recordé entonces la figura de su madre despidiéndose en el aeropuerto, diciéndome, “mira Polo, eres mayor que él, cuídalo”... y claro que lo iba a cuidar aun al riesgo de su propia vida, haría por él lo mismo que haría por mí mismo. ¿Pero en dónde estará ese condenado? Corrí a lavarme de prisa, me vestí y me marché para la fábrica. A la hora de salida me dirigí a la parada del subway con todo el desgano posible, con la soledad metida hasta los huesos, jamás se me había ocurrido que estaría tan solo como ahora. Me sentía cansado y mi pensamiento era únicamente para Raúl, ¿qué estará haciendo ahora, en este preciso instante? Quizás esté con alguna tecata en uno de los bares del Greenwich Village. Con todo este frío que hace, no iría a buscarlo aunque me dijesen que está en el mismísimo infierno. Gasto en el subway el último token que me queda en el bolsillo y me voy a la casa con la certeza de que no voy a encontrarlo y en la puerta, casi muerta de frío, con esta neblina que hace más tétrica estas seis de la tarde, está Maritza... “¡Mira! Me dice. No deja que sea yo el que la salude, el que le diga, “¡hola Maritza!”, o que le pregunte “¿qué buscas aquí?” No, ha sido ella quien me ha hablado con un miedo redondo entre los ojos y el diario en las manos. Vuelve a repetirme la orden, una orden que no puedo resistirme a cumplir porque allí está la foto de Raúl entre varios policías y estos condenados y el

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periodista que escribió la noticia tienen que estar equivocados, él no puede ser el asesino del Bronx, él es Raúl, mi amigo, casi mi hermano, él no puede ser un asesino... “¡Lo hicieron preso comprando una navaja!”, me dice, ¿y qué importa? Estaría comprando una navaja sin importancia, para algo sin importancia. “¡No puede ser cierto, están equivocados, Maritza!”, se lo grito a toda voz, “¡están equivocados!” y ya no sé si es el frío lo que no puedo soportar, o si son los ojos de ella, que me dicen en silencio “no te dije que tenía ojos de asesino”. Entramos y tomamos un café que ella prepara al instante, le pido que me lea todo lo que dicen, y ella, tal vez pensando en lo que sufro, me dice que solo está detenido por sospechas y si es así, sé que lo van a torturar para que hable y todo estará perdido, le digo entonces que me siento mal, que quisiera salir a dar una vuelta, salirme de este encierro que forman estas cuatro paredes y torturarme con la brisa y el frío de allá afuera, que me rompa los labios y después, ir a algún bar y tomar algo que me haga olvidar. Le digo que me espere y la muy tonta insiste en ir conmigo, está demasiado enamorada de mí para dejarme solo. Se lo agradezco y de súbito me nace todo el cariño que le tenía oculto y se lo digo, “¿te quiero mucho, Maritza!”, ella no me responde nada y se pega más a mi cuerpo y así, seguimos caminando por las oscuras calles de este condenado barrio. Ayer en la tarde soltaron a Raúl por insuficiencia de pruebas y porque en una calle oscura del Bronx apareció el cadáver de otra infeliz mujer con el cuello casi cercenado y el seno izquierdo mutilado. Estoy de lo más contento porque hoy en la mañana tomó el primer avión y ya pronto se va a reunir con su familia. Sin duda alguna el clima de New York y el ambiente no le va nada bien. También lleva una carta para su madre en donde le recomiendo que tan pronto llegue Raúl lo pongan en manos de un especialista para que lo internen en una clínica para enfermos mentales, porque el pobre está muy mal de la cabeza, aunque no lo parezca. Mientras tanto yo me quedaré un año más aquí, si no es que también me vuelvo loco, ya que no puedo olvidar la cara, los ojos y el grito congelado en la garganta de Maritza, cuando me vio con la navaja en las manos, momentos antes de que con un solo tajo casi le desprendiera la cabeza del cuello y de que le mutilara el seno izquierdo.

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Antipolux Imagínate que te llamas Raúl Morales, Leopoldo Ortiz, o si quieres Pedro Pérez y que a través de la herida que se te abre en el pecho, ves que el niño te apunta con su pistola de juguete y te grita: -¡Arriba las manos! El pensamiento se te ha pegado en la mente como una babosa. Tú lo miras con esos ojos nublados por la muerte. La sangre que se escapa a torrentes casi te oscurece la vista. Apenas adivinas sus facciones, es como si una niebla muy ligera te velara hasta las formas de las cosas. Sin embargo, lo estás mirando con tus ojos más nuevos. No con los ojos de los veinte que dentro de un rato ya no verán más. Te ves nuboso y poco a poco vas adivinando lo que pasa. Haces un esfuerzo y crees que en aquella cara reconoces a quien sabe quién (quizás a Raúl Morales, a Leopoldo Ortiz, o si quieres a Pedro Pérez) en esos ojos que te miran fijamente y que tan sólo hace un rato te han gritado: -¡Arriba las manos! Pero tú no puedes levantar las manos. Apenas tienes fuerzas para levantar los ojos y mirar su rostro. El te mira fijamente y lentamente levanta la pistola y con gran cuidado apunta a la frente y dispara. La bala se te incrusta en el cuerpo. Arde. La sangre sale en abundancia, sientes como tu cuerpo se derrite y la respiración se ausenta. -¿Qué te parece si jugamos a los detectives y a los ladrones; quieres? -Está bien- l respondes. LO miras fijamente y le preguntas: -¡Cómo te llamas? -Pedro, Raúl, Leopoldo... Como tú quieras; ¿eso qué importa? Y te marchas con él. Es casi de tu misma edad, quizás un año mayor. Sus ojos oscuros te miran sin descanso. -Eres nuevo en el barrio, ¿verdad? -Sí. -¿Quieres que seamos amigos? Ya tienes tu primer amigo. Agarras la mano que te ofrece y la aprietas con fruición. El calor de tu mano reconoce en el calor de la suya, en su sonrisa y en esos ojos oscuros, que es tu amigo. Y comienza a decirte cómo es. -Mira uno de los dos será el detective. No tiene que seguir hablando. Sabes que el otro

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tendrá que ser el bandido. Doblan la esquina, a lo lejos divisas tu casa, le señalas en dónde vives y escuchas cuando te responde que casi vive en frente. Entonces el detective saldrá a buscarte y cuando te encuentre, gritará: -¡Arriba las manos! Tú levantarás las manos. Dejarás caer el arma y serás su prisionero. Te dejarás llevar a su cuartel. Sí; porque él tendrá su cuartel que podrá estar debajo de algún poste del alumbrado, o en el tronco de un árbol, o en el muro frontal de tu casa. El lugar no importa, lo importante es que él tiene su cuartel y que no puedes escaparte hasta que no vengan los otros bandidos a liberarte, ¡ah!, pero tú eres listo, esconderás un arma en tus zapatos, en tu espalda, o debajo de la camisa y cuándo él se descuide le gritarás: -¡Arriba las manos! Y se invertirán los papeles. El bandido será él, o lo serás tú. Eso qué importa. Lo llevarás a tu cuartel, o a tu guarida y vendrán los de él a liberarlo y después los tuyos con mucho sigilo asaltarán su cuartel o su guarida y te verás libre, y de nuevo él estará en tus manos y así se repetirá el juego hasta el infinito, hasta que crezcan juntos y se hagan hombrecitos y te vas a sentir molesto cuando sepas que es el novio de tu hermana Laura, o Patricia, o como se llame. No porque sea el novio de tu hermana, sino porque él no tiene hermanas que puedan ser tu novia. -¡Ya sabes, la regla es entregarse y dejar caer el arma, porque si no, tendré que dispararte! Claro que comprendes. Si ves un árbol cerca, sin que él lo espere te protegerás detrás de él, sacarás el arma que tienes ocultan y le gritarás: -¡Arriba las manos! Y él tendrá que soltar su arma, porque si no le dispararás y tendrá que morirse. Una muerte que se desvanecerá cuando el juego se reanude al otro día. Pero tienes que respetar las reglas, no le dispararás si deja caer su arma y se entrega. -¿Es esa tu hermana?- le preguntaste. El te responde que sí con un movimiento de la cabeza y al mismo tiempo pregunta: -Y tú, ¿no tienes hermanos? Ves cómo sus ojos tristes te miran. Oyes cómo su voz casi apagada te responde que no, que no tiene hermanos. -¿Quieres que yo sea tu hermano? Te das cuenta de que sus ojos brillan. Como si entre las cenizas de sus ojos grises unas candelitas estuviesen escondidas. -¿De veras? Si, de veras. -¡Claro que quiero!

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Entonces no sé si fue a ti o a él quien se le ocurrió la idea. Ahora lo recuerdo, la idea fue tuya. Como en las películas de la televisión que habías visto decenas de veces, compraste una navaja de afeitar; ¿recuerdas?, tomaste tu brazo herido y hermanaste su sangre con tu sangre. Todo fue maravilloso. Claro que ahora lo recuerdas. Que zurra más grande te dio tu madre, pero te sentiste feliz. -Ahora somos hermanos. Lo seremos hasta la muerte. Nada ni nadie puede separarnos. Si uno muere, el otro lo seguirá. ¿Lo prometes? -Sí, lo prometo. Pero era mentira. Quizás tuviste la culpa. Te fuiste a trabajar a Nueva York porque los tiempos estaban duros y cuando regresaste, él ya no estaba. Estuviste preguntando. María no supo qué decirte de él. Apenas que era militar y que había estado de puesto en algún pueblito de la frontera, en Pedernales, en Toluca, o en Paysandú. Te miras la cicatriz en el brazo, sabes que él está haciendo lo mismo, que como tú, está pensando: “es mi hermano”, llevamos la misma sangre. Ni la muerte podrá separarnos. Y tienes la seguridad de que estás en lo cierto. De que él quisiera estar junto a ti, junto a María. Pero esta noche tú tienes un presentimiento negro, si es que los presentimientos tienen algún color. No sabrías como definirlo. Dentro de la amargura de la noche, que un día de estos puede continuar y hacerse eterna, hay algo dulce. Con tu fusil en el hombro, presientes la tragedia. ¿Quizás esta noche los yankis ataquen los rebeldes? Te preguntas cómo te metiste en aquello y no lo sabes. Sí, no sabes responder a tus propias preguntas. Viste la gente gritando: ¡revolución!, y sin darte cuenta te encontraste atrapado por la revolución. Ahora te sientes feliz con tu fusil en el hombro y ciento cincuenta tiros en la cartuchera, listo para defender esa revolución que ahora sí comprendes. Miras la luna como se esconde. No sabes por qué te sientes triste. De repente algo te saca de tus pensamientos. Es una voz; la voz de María, que te llama: ¿Qué es lo que pasa, María? ¡Mamá se está muriendo. Tienes que ir a verla! No puedes, le respondes que no puedes. Que te matarán cuando cruces al otro lado, pero ella insiste con sus lloros. Te dice que ella quiere verte antes de morir, que no deja de llamarte. No puedes resistir más y le dices que irás, y aunque no sabes cómo, irás. ¿Pero cómo ha podido ella llegar hasta aquí, a estas horas?, ¿por qué no le preguntas? ¡Eso es, te acabo de dar una idea! No te atreves a preguntarle, pero ella lo adivina. -Juan está de servicio. Le he explicado lo que sucede y me ha dejado pasar. -¡Juan!- exclamas. Es como si un relámpago iluminara lo negro de la noche. -¡Juan!- vuelves a decir- ¿Dónde está él? Y te vas con ella sin siquiera pedir permiso. La tristeza y la dicha se han juntado y te han dejado como loco. Es como si un enjambre de grillos luminosos te caminaran por la frente. Te vas con ella. Acaricias de nuevo la cicatriz de tu brazo izquierdo. Ahora que sabe

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que estás aquí, estarás deseando verle para hablar de nuevo. Nada habrá de separarlos aunque estén en bandos contrarios, porque la sangre de uno corre por las venas del otro. Sabes que él con alegría gritará tu nombre y tú el de él, que el calor de su mano será el mismo calor de la primera vez, cuando se conocieron, cuando se hicieron amigos, cuando se hicieron hermanos, cuando juraron no separarse ni con la muerte. Tus pies deshacen el camino, lo seccionan, lo rompen en pedazos y lo construyen de nuevo, hasta que la voz de María rompe tus pensamientos y te dice: -Aquí estaba. Quiebras el nudo que tienes en la garganta. Rompes el hechizo de la emoción y gritas su nombre, una vez, otra vez. Pero nadie te responde. Sólo el eco devuelve tu voz un poco recortada: -¡...uuaaann...uuaaannn! La voz de María te apremia. Te dice que la van a encontrar muerta. Le pides que aguarde tan sólo un momento y le llamas una vez más, pero tu voz se pierde en la noche, redonda de oscuridad y de silencio. María vuelve a pedirte que se marchen. Quizás tiene miedo. Tal vez presiente algo. De seguro que nunca antes habías oído una voz tan angustiada. Empiezan a caminar. Casi corres. Es cierto, te digo que casi corres- María empieza a llorar. Tú también presientes lo mismo y cuando llegan, te encuentras con tu presentimiento. El pulso de tu madre ya no late y sus manos están frías. No sabes qué decir y no dices nada. Tampoco sabes cómo llorar, pero lloras. En la débil luz que ilumina la habitación, ves las lágrimas de María. Oyes sus lamentos, mientras el tiempo pasa sin siquiera darte cuenta. Ya casi amanece. Lo presientes. Quieres marcharte. ¡Tienes que marcharte!; ¿me oyes?, ¡tienes que marcharte!... Y te vas. Te vas con la pena enredada en los ojos, entre los pelos de tu cabeza, entre cada maldición que sale de tu boca. -¡Arriba las manos! Y ahora se han invertido los papeles. Ya casi lo tienes enfrente. Ahora ves su rostro; es él. Quisieras hacerlo, pero no te atreves. Sin embargo, no te queda otro camino, ¿me has oído?; tienes que hacerlo. Bajas los brazos lentamente y le dices con voz suave, casi con cariño: - Juan, ¿no me reconoces? Entonces suena el disparo. El cuerpo se te derrite y te vas al suelo. La sangre te sale en abundancia y la respiración se ausenta. Sabes que dentro de poco el sol saldrá. Ese sol que ya nunca verás más, porque te encontrarán con una bala en el pecho y otra en la frente, aunque te llames Raúl Morales, Leopoldo Ortiz, o si quieres, Pedro Pérez.

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Pathos ergo sum Aunque no estaba muy seguro, tenía la impresión de que la cena le había caído mal. O quizás fueron los tragos que se había tomado antes, pero piensa que fue la cena, no estaba acostumbrado a comer tan tarde. Tal vez no fue la hora, a lo mejor fue el plato que pidió para probar y que escrito así en el menú, le pareció tan atractivo: “espaguettis al pesto”, repitió mentalmente mientras se tiraba de la cama. Prácticamente no había podido cerrar los ojos durante toda la noche. Un ligero dolor se le había alojado entre las cejas y un sabor raro e indefinible le subía desde la garganta hasta el mismo centro de la boca. Consulta el reloj y ve que tan sólo son las seis y media de la mañana. Tiene tiempo más que suficiente para ir al baño, afeitarse, darse una ducha bien fría y cepillarse los dientes. Tal vez el dentífrico le borre esa resaca de mal gusto que tiene adherido al paladar. De súbito descubre que también le duele el estómago: quizás sólo sea su imaginación, pero le duele el estómago, de eso sí que está seguro, puede que con los tragos y aquellos espaguettis al pesto, el hígado se le hubiese rebelado y entre este conjunto de pensamientos deshilvanados, se quita el pantalón del pijamas y así medio desnudo, toma la toalla y las pantuflas y se dirige hacia el baño; es posible que se hubiese levantado muy temprano, pero qué iba a hacer metido en la cama, si el sueño se le había espantado; a lo mejor una buena ducha lo espabila y el dolor ligerito que tiene en la cabeza, se le aplaca. Busca el jabón, la brocha y el aparato de afeitar. Se detiene y piensa un instante. Lo que más le molesta; más que el dolorcito de cabeza y la molestia en el estómago, es ese sabor raro que tiene dentro de la boca. Hace un esfuerzo y sonríe, presiente que una arruga más le ha nacido en medio de la frente. Con desgano camina hacia el baño sin preocuparle en lo más mínimo este acto que desde hace tiempo repite día tras día. Todo el tiempo que lleva viviendo aquí en este cuartito rentado, con baño y entrada independiente. Coloca la toalla en el gancho, parece que va a hacer las cosas en sentido contrario al orden en que las ha pensado; toma el cepillo de dientes y sobre el cielo azul de las cerdas de nylon, coloca una nube con sabor de menta. Se inclina un poco sobre el lavamanos y rápidamente se lleva la mano izquierda al estómago: otra vez la molestia se ha convertido en dolor, ahora un poco más intenso, anulando por un espacio muy breve el otro dolor que tiene en la cabeza. Quizás no debió acostarse así, acabadito de cenar. Cierra los ojos y los abre de nuevo. Toma impulso, abre también la boca y el cepillo con su cielo azul de nylon y su nube de mentol desaparece dentro de ella. Mueve su mano derecha con un ritmo uniforme: un suave movimiento hacia abajo y otro hacia arriba, encima de sus dientes, como los movimientos de un péndulo

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acostado y la espuma comienza a crecer dentro de aquella cavidad abierta debajo del bigote, pero la espuma que la llena y que le rebosa los labios, que debe ser blanca como siempre ha sido, ahora no es blanca; en este instante tiene un color verde esmeralda. Detiene el movimiento de la mano bruscamente, mira el tubo dentífrico y comprueba que es el mismo que había usado ayer y antes de ayer. Escupe; quizás es por el efecto de la sorpresa, quizás es la realidad, pero sus ojos ven que el verde se torna más intenso y más brillante. Arroja el cepillo sin darse cuenta en donde ha caído, ahueca las manos, tomando un poco de agua que lleva a la boca. Hace unas gárgaras con el agua y la habitación se llena de un idioma gutural e ininteligible. Arroja el agua dentro del lavamanos y ahora se sabe la lengua limpia de espumas, menos del esmalte verde brillante que resalta en medio de aquellas dos coronas de dientes relucientes. Piensa de nuevo en los espaguettis y en la basura verdosa que les pusieron encima y lo cierto es, que no se la pusieron encima, sino que el tuco ese vino mezclado con los espaguettis; pero mezclados o encima, aquella cosa es la que tiene que haberle puesto la lengua de ese color verde brillante. Ya no se sabe lo que piensa. Siente que se le van erizando todos los pelos del cuerpo y el dolor del vientre y el de la cabeza no sabe si han desaparecido, pero ya no los siente. Agarra el cepillo nuevamente y comienza otra vez a cepillarse la lengua, ahora con más brío. Nada detiene este desordenado ritual de miedo y de sorpresa. Ya no puede pensar en nada más que no sea en la espuma verdosa que le sale de la boca. Tiene los ojos muy abiertos y la lengua muy afuera, como si un par de manos invisibles le estuviesen estrangulando. Tose. Parece que se ha llevado el cepillo demasiado atrás, en la garganta. Sigue tosiendo, pero el cepillo no descansa. Ya nada puede detener su miedo. Ahora la escasa espuma que tiene dentro de la boca ha tomado un tono rojizo y el sabor de la menta ha desaparecido por completo, el color de la lengua, a pesar de la sangre que ahora brota de ella, sigue siendo verde, verde a pesar de la sangre y de las llagas que las cerdas de nylon han abierto y que con cada roce se hacen más profundas. Al fin se convence de que todo es inútil, que aquella piel verdosa no se va a borrar por más que frote. Se pone el pantalón de pijamas nuevamente y se mete en la cama a esperar la hora en que ha de tomar el teléfono para llamar al jefe y decirle que no podrá ir a la oficina porque ha amanecido muy enfermo, y mientras piensas en tu desgracia, sin darte cuenta te ha nacido una sonrisa, porque imaginas la cara que habrá de poner tu jefe y en las palabras que habría de decirte; quizás él tuviese un poco de razón; siempre tienes las excusas más extrañas para faltar los lunes al trabajo.

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El silencio del caracol Estuvimos discutiéndolo toda la noche y el partido decidió que nos engancháramos. Creo que fue una decisión difícil para todos, pero más para mí porque me había pasado toda mi infancia haciendo micromítines, tirándole piedras a los policías, gritándoles esbirros y gorilas y ahora al partido se le ocurre que yo fuera uno de ellos, ¿qué iban a decir mis amigos y mis compañeros de escuela? Ya me lo podía imaginar: que me había vendido y que en todo caso yo era peor, porque tenía conciencia y ellos no, que yo sí sabía lo que debía saber. Por eso fue que grité cuando tomaron la decisión y dije que no me iba a enganchar, que nadie me podía obligar a hacer eso, si yo no lo quería. Todavía recuerdo la mirada y la voz de un compañero: -¡Compañero, carajo, entienda! ¿Qué importa lo que diga y piense nadie? Para mí esta decisión es tan difícil como para usted, el partido nos ha encomendado una misión y tenemos que cumplirla. Ser revolucionario es tarea difícil, me parece que para usted lo más importante, es que todos sepan lo que es, que lo admiren por lo que es y no por lo que hace. -Me está juzgando mal- protesté. -No lo juzgo mal, es que usted no parece comprender que la lucha también hay que hacerla con el cerebro. -Estamos de acuerdo, compañero. ¿Pero ha pensado en lo que sucederá si nos descubren? -Ese es el riesgo que corremos, por eso debemos ser cautelosos y trabajar en silencio como un caracol. Si nos descubren, entonces ya no vivirán tranquilos, sabrán que sus defensas más fuertes son vulnerables. Ya no podrán confiar en nadie. Volví a negarme. Que fuese otro en mi lugar, yo no servía para eso. ¡-Sí, usted sirve. Usted se enganchó a revolucionario, usted es un soldado y ahora tiene que ponerse el uniforme si quiere seguir adelante; si tiene miedo pida su baja... Aquella noche lloré. Sabía que si no acataba la orden, tenía que dejar el partido, por eso acepté en contra de mi voluntad; ahora no soy más que un guardia raso. Los primeros días me sentía incómodo con esa ropa amarilla encima, sobre todo con esa camisa tan pegada al cuerpo que casi no me dejaba respirar. Sin embargo, ahora ya no siento nada; me doy cuenta que ellos son casi como nosotros y que yo también soy casi como ellos. Al principio tuve que hacer un esfuerzo para no mandar al carajo al sargento. Le caí mal desde el principio y no estaba más que: “¡recluta, haga esto, recluta, haga lo otro!” ...

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¿Acaso no sabía mi nombre?, entonces, ¿por qué me llamaba recluta? -¡Recluta, cambie el paso!, ¿qué le sucede?... ¡Uno, dos, tres, cuatro, cadeeencia! Y yo: -¡Uno, dos, tres, cuatro! Y el sargento: -¡Cadeeencia!... ¡Cambie el paso, coño. Es la última vez que se lo digo, recluta! Y otra vez el sargento Bonifacio, si sabe que no me gusta que me digan recluta; ¿por qué no me llama por mi nombre? -¡Porque usted es un recluta, carajo, por eso! ¡Ah!, pero cuando fuimos al campo de tiro, ahí se me acabó lo de recluta: -¡Recluta, agarre el fusil así. Sí, así está bien. Ahora quite el dedo de ahí, anjá. Apoye bien la culata contra su hombro, muy bien, ahora mire hacia allá, hacia ese cartelón que ve allá, que se llama blanco. Usted va a tratar de darle en el centro, cosa que dudo, porque en la cara se le nota que no nació para guardia. Ahora coloque la mira un poco más arriba del centro, porque si lo haces medio a medio del tiro se te va para abajo. -Es por la gravedad, mi sargento. -Ya te dije que no naciste para guardia, sabes demasiado, pero no te creas un profesor por eso, yo te lo iba a decir, sólo que no me diste tiempo. ¿Quién no sabe que es por la gravedad que...?; bueno, ahí tienes diez tiros, apunte bien y trate de hacer diana. Sabía tan bien como el sargento lo que había que hacer. Cuando la guerra civil estuve en los comandos de Ciudad Nueva y me enseñaron todo eso, pero no lo dije. Puse la mira como me había indicado, pegué los codos al costado y aguanté la respiración. El sargento se quedó mirando y me gritó: —¿Por qué haces eso? —¿Qué cosa, mi sargento? —Pegar los codos a las costillas. —No lo sé, mi sargento. Tal vez porque así estoy más cómodo. -Bueno, dispare y no se me haga el sabio. Le noté en los ojos y en la boca una risita muy mal disimulada. En cambio, yo tenía el presentimiento de que me lo iba a ganar y de que seríamos amigos. Aguanté la respiración nuevamente, fijé la vista en ese enemigo circular que desde lejos me lanzaba un reto, apreté el gatillo, algo cobró vida dentro del fusil y el disparo salió como un trueno, silbante, invisible... -Ese tiene que haberse ido de cuadrangular por encima de la cerca- dijo el sargento en tono de burla. Y antes de que terminara da hablar, volví a apretar el gatillo y el mismo sonido, el mismo trueno apagó su voz. Yo no le miraba, ni le escuchaba, sólo veía en la distancia a aquel enemigo de ojos concéntricos que me retaba. Sonó el último disparo y el sargento Bonifacio con una sonrisa infantil, me dijo:

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-¡Bueno Hank Aaron, creo que diste el último jonrón de la tarde! Y yo: -Así es, mi sargento, pero la próxima vez lo haré mejor. Pero cuando el otro guardia hizo las señales de puntuación e indicó que había hecho diana las diez veces, al sargento se le borró la estúpida sonrisa que tenía en la boca. Me miró como si no entendiera nada de lo que había sucedido y me dijo: -Sabes lo que has hecho? Y yo: -Lo haré mejor la próxima vez, mi sargento, se lo prometo. -¡Deje de hacerse el pendejo. Ha hecho diana en los diez tiros! Y yo: —Estoy aprendiendo muy rápido, mi sargento. —¿Quién lo ha mandado?— me pregunta—. ¿El enemigo? Y yo: -¡Qué pronto lo adivinó! ¿Cómo lo supo? Entonces, al mismo tiempo soltamos la carcajada. Desde ese día supe que el sargento era mi amigo y lo que era más importante para mí, saber que ya no me llamaría otra vez, recluta... Una noche, hace ya varios meses, lo vi un poco triste. Me habló de su juventud y de sus hijos, de su mujer viviendo allá en un campo del Cibao. Me dijo muchas otras cosas, de lo mucho que deseaba volver a ser civil. Fue esa noche cuando supe que no llevaba mucho tiempo en la guardia y me sorprendió que fuera sargento, fue entonces cuando se le iluminó la cara y me dijo: -¡Por qué se enganchó? Dígame por qué se enganchó. -Yo mismo no lo sé, sargento. Me había dado cuenta que el sargento era un hombre diferente, pero aún no sabía si podía confiar en él. Siempre estaba haciéndome preguntas sospechosas. Comprendí que había venido a mí porque quería saber algo, entonces, intenté desviar la conversación y hacer que pensara en otra cosa. Le dije: -¿Sabía usted que su nombre quiere decir hombre de buena cara, mi sargento. Creo que a usted le queda bien llamarse así. -¿Por qué dice eso? -Bueno, lo que quiero decirle, es que uno lo mira a usted y cae bien. -¿Por qué le caigo bien, quiere decírmelo? No sé lo que pensaba el sargento, lo cierto es que estaba muy raro. Si sospechaba algo, sabía que estaba casi muerto. Lo que tenía dentro de la cabeza debía saberlo. -Dicen que la cara es el reflejo del alma y sé que usted tiene un alma buena, por eso es que creo que su nombre le va bien, sargento Bonifacio.

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-Hablas muy bien, debiste ser político y no guardia. Me sentí aterrado. No sé de dónde sacaba el sargento aquellas palabras. Cada vez que abría la boca me dejaba desconcertado. Un sudor frío comenzó a bajarme por toda la columna vertebral. -Aquí no se aprende nada- dijo. Siempre se aprende algo, mi sargento- respondí. Si tú lo dices, debe ser así. Pero ¿qué has aprendido tú? Viniste aquí sabiéndolo todo. Nadie te ha enseñado nada, tú lo sabías. Hay tantas cosas raras en ti, que a veces dudo. Habla, dime algo. -¿Qué quiere que le diga, mi sargento? Ya no me miraba. Tenía la vista clavada en el suelo. La cara transfigurada, como si una crisis dolorosa estuviera cambiándolo interiormente. No era el sargento que había conocido meses atrás, ahora casi me atrevía a decir, que también sentía miedo. Miedo tal vez de lo que yo pudiera decirle. -De civil, ¿qué pensabas de nosotros?, ¿qué somos para éllos? -Creo que los civiles piensan que somos gente que a veces no sabemos lo que hacemos; usted también fue civil, ¿no, mi sargento? -Te comprendo. Hay en el mundo tanta violencia, que a veces pienso que no está bien hecho, pero ahora que eres igual que yo, que ya no eres civil, ¿qué piensas de esto? A pesar de todo hay algo que me inspira un poco de confianza. Comprendo que por más que quiera no voy a poder engañarlo por mucho tiempo. -Creo, mi sargento, que esta vida es dura y que no debemos complicarla haciéndonos preguntas inútiles. -No esperaba que me respondieras eso, ni era lo que quería que dijeras-, casi me susurró-. ¿Quién te ha dicho que son preguntas inútiles? Las palabras del sargento me iban exasperando poco a poco. No soportaba ya a ese hombre que me interrogaba, al final me dominaron los nervios y le grité: -¿A dónde quiere llevarme, sargento?, ¿qué es lo que pretende de mí?, ¿qué es lo que quiere saber? -Solamente lo que piensas de nosotros. -Yo, al igual que usted —le dije-, pienso que este mundo está mal hecho y lucho porque sea más humano y más justo, que haya menos diferencias, mire a su alrededor; ¿no ve la imperfección por todos los lados? -¡No, no la veo!- respondió. -Pues yo sí. -¿Hasta en nosotros? -Sí, hasta en nosotros. -Lo cierto es que no te entiendo, muchacho.

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Entonces le dije que un médico era un hombre que sanaba y evitaba que las gentes mueran o sufran, que un abogado utiliza su ciencia para defender al que no puede hacerlo por sí mismo; pero que él y yo ¿qué habíamos aprendido? El, con su mirada patriarcal e inalterable me respondió: -Tú eres quien parece saberlo todo. Dime qué hemos aprendido... -Aunque tenía mis dudas, en ese momento comprendí que el sargento tenía una sagacidad y una inteligencia poco común. -¿Cree usted en Dios, mi sargento? -Sí, pero eso no contesta mi pregunta. -Entonces debe saber que hay mandamiento que dice: “no matarás”. -Lo sé; es el quinto. Pero aún no me ha respondido. -¿Cómo es posible conciliar nuestra profesión con ese mandamiento? ¿Cómo es posible amar al prójimo con el fusil en la mano? ¿Cómo, cómo, cómo?... -¡Baje la voz coño, baje la voz! Volví entonces a preguntarle, envolviendo las palabras en un susurro. -...¿cómo, cómo? -Te voy a decir algo, recluta, todavía no he matado a nadie. Volvía a llamarme recluta, pero ya no me molestaba. Lo miré fijamente a los ojos y le dije: -Pero lo hará, mi sargento. Lo hará, y ese día no lo va a olvidar nunca... -No digas más pendejadas y cierra la boca si no quieres joderte. Me dejó así, solo, sentado en la gramita que hay detrás del cuartel. No tenía dudas, sabía que el sargento me había descubierto, tal vez estaba equivocado, pero me quedé allí esperando, esperando que vinieran a buscarme. Sin embargo nadie vino. Estaba completamente seguro de que ya no iba a delatarme. Pasaron varios días sin que lo viera, pero a la semana justa se acercó y me dijo: -¡Recluta, he llegado a la conclusión de que usted es un infiltrado! No esperaba que me dijera estas palabras, por eso me sorprendió cuando me las dijo así, todas de golpe, sin siquiera tomar un respiro. -Tiene razón, mi sargento- le dije-. Soy un infiltrado. -¿Y qué es lo que buscas? -No estoy seguro de eso, pero a veces pienso que solamente busco una forma para comprenderlos mejor. ¿Nada más?- preguntó. Parecía incrédulo. Sus ojos fríos me miraban fijamente. Y ni siquiera podía sentir miedo. De súbito comprendí que el sargento siempre había sabido todo. -Así es- le respondí-. Nada más. -Sé que mientes, no me hagas tan tonto como para no adivinar lo que buscas. Ya no tenía nada más que decir y me quedé en silencio. El lo había dicho todo.

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-¿Tú confías mucho en mí, no es cierto? -Una tenue luz comenzaba a nacer dentro de mí. -Así es, mi sargento. -Pero te has equivocado. Ahora mismo te voy denunciar; ¿no tienes miedo? -No, mi sargento, no tengo miedo. -¿Por qué? -Porque sé que no lo hará. Se sonríe. Me clava en el rostro sus ojos firmes y muy negros y me pregunta: -¿Cómo puedes estar tan seguro de eso, recluta? Yo entonces esbozo una sonrisa y le respondo: —Porque ha sido usted quien me ha enseñado que el quinto de los mandamientos dice: “¡no matarás!”, mi sargento, “¡no matarás!”

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