Signos libro, El movimiento de las categorias en Sanders Charles Peirce. Coordinador Edgar Sandoval.

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Signos. El movimiento de las categorĂ­as en Ch. S. Peirce Edgar Sandoval (Coordinador)


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A Sybila Melo


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Índice Prólogo Mauricio Beuchot

Presentación Edgar Sandoval

Introducción Edgar Sandoval

Capítulo I. Signos, tiempo y movimiento 1.1. La producción de los signos como relación entre lógica y ontología en Peirce Mauricio Beuchot 1.2.

Los dos infinitos en el continuo semiótico

Natalia Romé 1.3.

Huellas. De un modelo epistemológico indicial

María Elena Bitonte

Capítulo II. Signos, pensamientos y acciones 2.1.

Las limitaciones pragmático-semióticas de nuestro conocimiento

Floyd Merrell 2.2.

Los 4 índices. Cómo hacer signos con cosas


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Juan Magariños de Morentin

2.3. Semiótica y pragmatismo: su potencial educativo y de investigación Alejandra Ferreiro Pérez y Edgar Sandoval 2.4. La gramática de la experiencia y las formas del imaginario intencional Roberto Fajardo


5 Prólogo El volumen que ha compilado Edgar Sandoval reviste mucha importancia, por el crecimiento que están adquiriendo los estudios sobre Charles Sanders Peirce. Este filósofo pragmatista (o pragmaticista) estadounidense, iniciador de la semiótica contemporánea, gran lógico y destacado en otras ramas del conocimiento, ha dejado tesis que me parece que pueden sacar estas disciplinas del marasmo en el que se encuentran.

En este volumen se trabajan algunas de esas tesis. Una de ellas, por cierto muy necesaria para la filosofía de hoy, es la relación entre semiótica y ontología. En la filosofía analítica llegó a aceptarse de manera natural la dependencia de la lógica con respecto a la ontología, e incluso que la semántica tiene una carga ontológica, por lo cual se habló de ontosemántica. Pero en la actualidad posmoderna, en la que proliferan las posturas adversas a la ontología, es cuando más se necesita esa conciencia de la deuda ontológica que contraen las teorías de los signos por el solo hecho de existir. Quine la llamaba la ―factura ontológica‖ que toda teoría del lenguaje debía pagar. Es preciso que ahora se den cuenta de ese débito ontológico al que toda semiótica debe responder. Es lo que se propone el ensayo de Beuchot.

También se considera la existencia de una semiosis infinita (Natalia Romé), es decir, una producción de signos que se da en la misma interpretación, ya que un signo, al ser interpretado, genera otro signo, que es su interpretante, y éste otro, etc., al infinito. Y esto es algo que han asumido los pensadores posmodernos, como Foucault, que habla de la interpretación infinita, o Derrida, que habla de la


6 traza o huella, que se difiere incesantemente y nos impide llegar a algún significado. Sin embargo, Peirce le da una solución más realista: mediante la acotación que hace la comunidad de intérpretes.

Igualmente, se aborda el problema de los índices, que son los signos que nos dan un conocimiento más seguro. Uno de los ensayos intenta una epistemología indicial (María Elena Bitonte), eligiendo el prototipo de los índices: las huellas. Otro dice, sugestivamente, que, al usar índices, hacemos signos con cosas (Juan Magariños de Morentin), parodiando y revirtiendo el famoso título del libro de Austin: Cómo hacer cosas con palabras.

De manera parecida, se relaciona la semiótica con el pragmatismo. Así, Floyd Merrell trata de las limitaciones pragmático-semióticas de nuestro conocimiento, las cuales es muy saludable tener en cuenta, para no exigir demasiado a nuestro contacto cognoscitivo con el mundo y tratar de encontrar los límites de nuestro conocer, en lo cual consiste reflexionar sobre el problema crítico o epistemológico. Hace ver cómo la semiótica pragmatista de Peirce, en lugar de centrarse en el tercio excluso, lo hace en el tercio incluso. Esto es muy interesante, ya que en la actualidad se necesita un pensamiento con más implicación y menos excluyente. Y otro trabajo es una aplicación de la semiótica y el pragmatismo al problema de la educación y la investigación (Alejandra Ferreiro Pérez y Edgar Sandoval), donde se han encontrado muchos avances. Los autores ponen de relieve la abducción de Peirce, así como en el control del pensamiento en el seno de la indagación. Es lo que mueve a encontrar cosas nuevas.


7 Estoy seguro de que este volumen prestará un apreciable servicio a estudiantes y estudiosos de Peirce, de la semiótica y del pragmatismo, ahora que estos temas se han colocado entre los interpretantes de la sociedad actual. En esta época en la que se considera que se han caído los paradigmas cognoscitivos o científicos, estamos muy necesitados de nuevas opciones, de otras alternativas que nos abran puertas y caminos hacia espacios más promisorios. Algo de esto se encuentra en los ensayos de este libro.

Mauricio Beuchot


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Presentación El libro reúne una serie de trabajos en torno al tema del signo en Charles Sanders Peirce, sus relaciones, desarrollo, accidentes, su temporalidad, su significación, a través de una discusión contemporánea sobre el estatuto del signo, su lugar como categoría o relación categorial, así como su dimensión práctica. Los escritos tienen un carácter introductorio a dicho tema, con el fin de ser una guía para aquellos interesados en este ámbito que lo mismo pertenece a la lógica, a la semiótica, a la fenomenología o bien a las matemáticas. Existen otros trabajos que han tratado desde hace años el tema, sin embargo, la mayoría de estos han hecho un abordaje psicologista y no logicista del signo. Este libro pretende inscribirse bajo este último abordaje, es decir, el logicista. Quizá esta sea la novedad de algunos de los escritos que abordan el tema del signo como una cuestión lógica y no psicológica. Además es necesario que el signo sea entendido desde la lógica, más que desde la psicología, porque de ese modo podemos ver las múltiples relaciones que el signo tiene y sus muchas aplicaciones. Esta posición, la logicista, ha sido adoptado últimamente para comprender las potencialidades del signo en Peirce, así existen valiosos escritos sobre el tema desde esta perspectiva. Estos escritos vienen en especial de países como Estados Unidos, de la Universidad de Indiana, con Nathan Houser, como Director del The Peirce Edition Project; de España, de la Universidad de Navarra, con Jaime Nubiola al frente del Grupo de Estudios Peirceanos; o bien de Argentina, de la Universidad de Buenos Aires y de Colombia, de la Universidad Nacional de Colombia, entre otros lugares. Pero, en México, la producción sobre el tema es casi inexistente salvo casos como el de la UNAM en su Seminario de Hermenéutica del Instituto de Investigaciones Filológicas, con Mauricio Beuchot. La Universidad Autónoma de la Ciudad de México a través de su Centro de


9 Estudios en Interpretación y Significación, su Seminario Ch. S. Peirce, así como su Laboratorio de Cultura, ha sido un espacio que cultiva el estudio en dichos temas. Desde este espacio se convocó a una serie de especialistas y su generosa respuesta ha sido este libro.

Edgar Sandoval


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Introducción El

libro

integra

siete

trabajos

que

abordan,

desde

una

perspectiva

multidisciplinaria, el tema del signo. Encontramos abordajes hechos desde Argentina, Estados Unidos, México y Panamá. El avance que hoy encontramos es extraordinario, aquí solamente damos cuenta de una dimensión de la obra de Peirce: el signo y su inscripción en diferentes momentos de su trabajo: semiótica, pragmaticismo, fenomenología, lógica, ontología, educación y arte. Es así como empezamos el libro, con un trabajo de Mauricio Beuchot titulado: ―La producción de los signos como relación entre lógica y ontología en Peirce‖. Para Beuchot, el diseño, como profesión, no puede prescindir de la semiótica, ésta es parte fundamental. En especial, de la semiótica de Peirce que aborda, a decir de Beuchot, una relación del signo poco estudiada, a saber: su lado lógico y ontológico. En este trabajo el autor señala como esta relación aparece de forma intrínseca en la semiosis. En el segundo apartado titulado ―Los dos infinitos en el continuo semiótico‖, su autora Natalia Romé examina la relación que existe entre pensamiento y futuro, la cual hace ser racional a los pensamientos. Esta tesis Romé la encuentra en el séptimo volumen de los Collected Papers y la examina a partir de los debates contemporáneos que hay sobre el tema. Por su parte, María Elena Bisonte, con su trabajo ―Huellas. De un modelo epistemológico indicial‖, señala las bases epistemológicas de la semiótica de Peirce, describe las posiciones y confrontaciones que tuvo esta epistemología y que apareció bajo la radicalidad de dos modelos, el positivista y su desarrollo en torno a una inflexión sobre la verdad frente al modelo indicial, con un concepto de verdad comunitaria. El segundo capítulo titulado: Signos, pensamientos y acciones comienza con un trabajo de Floy Merrell: ―Las limitaciones pragmático-semióticas de nuestro conocimiento‖. Merrell argumenta la condición de incertidumbres pragmáticosemióticas en que nos encontramos a partir de la vaguedad y generalidad, de la


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sobredeterminación y la sub-determinación de los signos. En este trabajo el autor describe cinco formas en las que aparecen dichas incertidumbres, que obedecen todas ellas a la necesidad de ―articular nuestros signos‖, lo cual dificulta la base epistemológica de la semiosis y limita el ―conocimiento completo‖. En el segundo trabajo titulado: ―Los 4 índices. Cómo hacer signos con cosas‖ escrito por Juan Magariños de Morentin se analiza el problema de ―diferenciar e indicar los diversos signos indiciales‖ de Peirce. Para ello, el autor, analiza la propuesta semiótica de Peirce, sus 10 signos, su desarrollo, sus relaciones y su presencia prácticamente en todas partes, siempre en tres dimensiones o relaciones. ―Semiótica y pragmatismo: su potencial educativo y de investigación‖, de Alejandra Ferreiro Pérez y Edgar Sandoval, está dividido en dos partes, en la primera se presenta un esquema del itinerario intelectual de Peirce y en la segunda parte se examina la presencia del pragmaticismo Peirceano en la educación superior. Finalmente el libro cierra con el trabajo: ―La gramática de la experiencia y las formas del imaginario intencional‖, de Roberto Fajardo, en él se analiza, a partir de lo imaginario, así como de la intencionalidad, la creación artística, en específico la actividad pictórica. Para ello, el autor recurre al sentimiento y a la representación presentes en Peirce y antes de él en Kant. Asimismo, identifica al campo del arte como un campo de vivencias, así como de pensamientos.

Edgar Sandoval


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CapĂ­tulo I. Signos, tiempo y movimiento


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La producción de los signos como relación entre lógica y ontología en Peirce Mauricio Beuchot Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM

Introducción

Para la profesión del diseño es sumamente importante la semiótica. Asimismo, creo que uno de los principales semióticos es Charles Sanders Peirce, que es igualmente uno de sus fundadores. Pues bien, para el proceso de producción y desarrollo de los signos, a Peirce le interesó mucho un problema que ahora no se trata mucho, y que es el de la relación entre el lado lógico o propiamente semiótico del signo y el lado ontológico del mismo. Y ello requiere considerar los nexos que se dan entre la lógica y la ontología, para ver cómo se realizan en el seno de la semiosis, que está a caballo de los dos dominios. Trataremos de señalar los más importantes.

Así, pues, en lo que sigue trataré de explorar la relación trazada por Peirce entre algunos conceptos de la semiótica y de la lógica con otros de la ontología. Ideas como la de signo, pensamiento y leyes lo envían a sus bases en la realidad, lo cual sin duda puede considerarse como perteneciente a la metafísica. Sobresale la categoría, a la vez lógica y ontológica, de la relación, esto es, la de terceridad, que se halla omnipresente. El que Peirce haya sido muy atento a la metafísica, y haya centrado su sistema en la terceridad o relación, lo hace explícito Richard


14 Rorty, recriminándole a Umberto Eco el haber dedicado demasiado tiempo a Peirce para buscar lo que él llama la explicación con mayúscula. Dice Rorty:

Una ambición que me llevó a malgastar los años vigésimo séptimo y vigésimo octavo de mi vida intentando descubrir el secreto de la esotérica doctrina de Charles Sanders Peirce acerca de ‗la realidad de la Tríada‘ y de su fantásticamente elaborado ‗sistema‘ semióticometafísico. Imaginé que un impulso similar debió de haber conducido al joven Eco al estudio de ese exasperante filósofo y que una reacción similar debió de hacerle ver a Peirce como otro triadomaníaco desquiciado más (Rorty, 1995: 100).

Pero tal parece que Eco decepcionó a Rorty por permanecer atado a la semiótica metafísica de Peirce, de lo cual me congratulo. Hurgaré un poco en esta metafísica semiótica de Peirce. Y aprovecharé asimismo, aun sea de pasada, para hacer una comparación entre algunas tesis de Peirce y otras de la filosofía escolástica, a fin de mostrar sus semejanzas, y la gran influencia que tuvo este modo de pensamiento medieval sobre nuestro pragmaticista norteamericano. Signos, pensamientos y leyes

Comenzaremos con algunas de las nociones semióticas peirceanas que nos servirán para embonar el tema de la lógica con el de la ontología tal como se presentan en el sistema de Peirce. Al igual que los lógicos escolásticos en los que se inspiró, toma el representar como más amplio que el significar, de modo que el signo es sólo una clase de representación. Al instrumento de esta última, Peirce lo


15 llama ―representamen‖, y, aunque a veces lo equipara al signo, predomina el tomarlo como algo más amplio y previo que el significar (Peirce, C.P., 1.540). El representar es, para él, igual que para la escolástica, un estar en lugar de otro, hacer sus veces. Ya los escolásticos decían que hay varios tipos de representar: el representar material o instrumental, el representar formal y el representar causal; pero el significar sólo abarca dos tipos de ellos, a saber, el representar formal y el representar instrumental. Por eso hay dos tipos principales de signos, a saber, signo formal y signo instrumental. El signo formal siempre es natural, y el signo instrumental tiene tanto signos naturales como artificiales o convencionales ─algunos añadían el signo consuetudinario─. (Estos signos consuetudinarios son los que significan por virtud de alguna costumbre inveterada, por ejemplo, el poner un mantel encima de la mesa ha llegado a significar la proximidad de la comida. Cf. Beuchot, 1988: 16 ss.). Peirce explica los naturales igual que esa tradición: son los que tienen una conexión natural con sus objetos. Peirce dice: una conexión física, que debe entenderse en el sentido original de la physis o naturaleza, i.e. una relación natural (Peirce, 1955: 234-235). Sólo que Peirce no se queda en la sola relación física o causal para que algo sea signo natural (p. ej. las nubes como signo de la lluvia), sino que añade el requisito de que dé origen a una hipótesis, la cual surja de una inferencia ─aunque ésta no sea consciente─; está pensando en la inferencia abductiva, que es la que lanza hipótesis o conjeturas y que es la que él más tuvo en cuenta en sus investigaciones metodológicas.

La misma noción de interpretante, que va produciendo otro interpretante sin fin, tiene origen escolástico. Como se nos recuerda, ―el realismo escolástico de Peirce


16 se basa en la tesis de la irreductibilidad de lo indefinido, lo indeterminado, características que ya encontramos en las nociones de pensamiento, significación y hábito‖ (Yúnez, 1992: 12). Así, vemos la influencia escolástica sobre Peirce en este punto, en cuanto que ningún signo puede ser determinado por completo, y las significaciones serán ilimitadas, inagotables (Peirce, 1955: 91), ya que cada interpretante es un signo y producirá otros interpretantes, de una manera inacabable.

Ciertamente el interpretante puede ser emocional (cuando el signo provoca un movimiento de los afectos), energético (cuando se produce un esfuerzo muscular o mental) y lógico (cuando se causa un pensamiento), pero el más perfecto es este último. Este, el pensamiento, es significativo y tiene como intención producir hábitos (Peirce, 1955: 80). De manera cercana a los escolásticos, Peirce dice: ―todo pensamiento, de cualquier naturaleza que éste sea, es un signo, y es en gran parte de la naturaleza del lenguaje‖ (Peirce, C.P., 5.421). La escolástica consideraba al pensamiento como un lenguaje, y no le afecta el argumento wittgensteiniano de que entonces era un lenguaje privado, porque en principio era público, transmisible y comunicable.

Las categorías peirceanas se mueven en un ámbito relacional. Están pensadas como cierto tipo de relaciones. La primeridad corresponde a la relación monádica; es la cualidad, es el ser independiente de cualquier otra cosa (Peirce, C.P., 5.66). Son las afecciones, sensaciones y sentimientos, los cuales no son privados ni públicos, sino solamente hipotéticos. Tienen el ser de posibilidad cualitativa pura. Esto se parece a la esencia según los escolásticos, que es pura potencialidad, y


17 de hecho en Peirce abarca a los universales, que pueden ser instanciados para pasar al ser en acto o existencia. La segundidad es la relación diádica, es la acción o la pasión, i.e. la reacción (Peirce, C.P., 6.32). Son los actos o hechos, que son particulares y se nos imponen, son los existentes. Esto se parece a la contraposición que hace la escolástica entre la esencia y la existencia. En efecto, la esencia es pura posibilidad o pura potencialidad, mientras que la existencia es el hecho, el acto de ser concreto. La terceridad es la relación triádica, a saber, es la mediación que pone a otras dos cosas en relación (Peirce, C.P., 6.32). Son los pensamientos, los signos o acontecimientos semióticos, y las leyes. En realidad pensamientos, signos y leyes son lo mismo. Los signos y las categorías

Algunas tríadas de signos corresponden a las tres categorías peirceanas, p. ej. ícono (primeridad), índice (segundidad) y símbolo (terceridad). Esto se ve muy claramente en la tricotomía de rema, signo dicente y argumento. La noción peirceana de rema cumple con la noción escolástica de término, en el sentido de que significa posibilidad cualitativa, esto es, una clase de objetos posibles (Peirce, 1955: 103). Además, tiene todo el carácter de predicado, que es la parte fundamental de la proposición o enunciado, aun cuando tenga carácter de no saturado o incompleto. (El sujeto o nombre propio sería lo saturado o completo). El rema o predicado (o predicable, como prefiere traducirlo Peter Geach) es lo que queda cuando se borran el sujeto o los sujetos (Peirce, C.P., 2.272). Esto corresponde a lo que Frege llamará ―función proposicional‖ (Peirce, C.P., 2.95, nota: ―Hoy en día el rhema, o rheme, es convencionalmente... llamado función


18 proposicional‖. Cf. Geach, 1966: 1-2), pero también corresponde a la noción de predicado que tuvieron algunos escolásticos, principalmente Santo Tomás de Aquino y San Vicente Ferrer. En efecto, según Santo Tomás, el predicado es la parte ―formal‖ de la proposición y el sujeto es su parte ―material‖. Como lo expresa el Aquinate: ―subiectum tenetur materialiter, et praedicatum formaliter‖, esto es: ―el sujeto se toma a modo de materia y el predicado a modo de forma‖. Esto significa que la parte más importante y primordial de la proposición es el predicado, ya que siempre para los escolásticos el aspecto formal es el principal, según el adagio (de sabor platónico) que decía: ―forma dat esse rei‖, ―la forma da el ser a la cosa‖. En cambio, el sujeto es parte material en el sentido de que satura al predicado, le da individualidad, satisface la función que representa. Lo hace una proposición. Esta relación de sujeto y predicado como materia y forma está asentada en el hilemorfismo aristotélico-escolástico.

Dentro de esta línea que llega a Peirce, hay tres cosas que se ven en San Vicente Ferrer. La primera es la misma que hemos percibido en Santo Tomás, a saber, que el predicado es la parte principal, aunque incompleta o insaturada, de la proposición. La segunda es que la cópula se reabsorbe en el predicado. Y la tercera es que el cuantificador pertenece al predicado y no al sujeto. Es decir, lo que recoge Peirce de la tradición tomista ─la cual llega a su máximo en Vicente Ferrer─ es la tradición del Peri hermeneias según la cual el esquema proposicional básico es de sujeto y predicado, y no de sujeto, cópula y predicado.


19 En contra de la línea nominalista de Ockham, que defendía la tesis que Geach llama ―de los dos nombres‖, en la que sujeto y predicado eran dos nombres de la misma cosa, unidos por la cópula (con lo cual había un esquema sujeto-cópulapredicado), los tomistas como Vicente insistían en que sujeto y predicado se unen como el aspecto formal y el aspecto material de la proposición, constituyendo un compuesto de tipo hilemórfico. En ese compuesto, el sujeto funge como materia y el predicado como forma, siendo la forma lo más propio y constitutivo. Además, en el predicado se encuentra reabsorbida la cópula, ya que la cópula es el verbo ―ser‖, y precisamente de la forma procede el acto de ser. La materia es la que aporta la individuación, el subjectum, por eso corresponde al sujeto, y es el que determina o satura esa forma que es el predicado. Asimismo, el cuantificador está por la parte del predicado. Esto es algo en lo que Frege insistirá, según Geach (Beuchot, 1983: 59-104 y Beuchot, 1986: 389-397), pero en este punto se encuentra en la misma línea de Peirce. Efectivamente, la individuación se da en la cosa a través de la materia y de la cantidad (la materia signata quantitate, según los tomistas). Pero la materia sola, sin la forma, no recibe ningún accidente, como lo es la cantidad. Recibe los accidentes a través de la forma. Por eso la materia sólo puede recibir la cantidad por virtud de la forma. En ese sentido, el sujeto, que es la ―materia‖ de la proposición, sólo puede recibir la cantidad proposicional o cuantificación por virtud del predicado, que es la forma proposicional. Y, así, la cuantificación no puede darse en el sujeto, ya que es la parte material, y no puede así recibir accidente alguno. Tiene que recibir la cuantificación lógica de la forma, que es el predicado. Y, así, el cuantificador viene a quedar por la parte del predicado.


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Igualmente, la noción peirceana de proposición o signo dicente tiene modalidades escolásticas, ya que es ―un signo que para su interpretante es un signo de existencia real‖ (Peirce, 1955: 103). Y, así como el término era para los escolásticos indicador de la esencia o la pura posibilidad, así también la proposición, por su parte, indica la existencia o el acto de ser. Por otro lado, la proposición era entendida tanto como categórica cuanto como hipotética. Peirce entiende la proposición sobre todo como hipotética. Pues bien, los escolásticos hacían esa equivalencia. Al parecer, desde Pedro Abelardo se hacía esa transformación (Thomas, 1976: 121).

Finalmente, también la noción peirceana de argumento corresponde a la de los escolásticos. Encierra una regla o una ley, y con base en ella establece el paso de premisas a conclusiones. Para Peirce, las premisas son el argumento que apoya la conclusión (Creemos que esto debe sostenerse, a diferencia de lo que dice Norma Yúnez: ―En todo tipo de argumentación es la conclusión la que se toma como argumento‖. Yúnez, 1992: 18). Desde Boecio se hacía esa distinción. El decía que la argumentación constaba tanto de las premisas como de la conclusión, y que el argumento eran las premisas solas. Incluso en la escolástica ya era antigua, en los manuales de lógica, la discusión de si la conclusión pertenecía al silogismo o era extrínseca a él.

Asimismo, en la escolástica la teoría de la argumentación o de la inferencia estaba vertebrada por la teoría de la consquentia, que podía ser tanto deductiva como inductiva, y deductiva de varios tipos, proposicional (siguiendo a los estoicos) y


21 cuantificacional (siguiendo la silogística de Aristóteles). Es decir, la lógica medieval no se reducía a la silogística, como algunos creían, y Peirce mismo se encarga de combatir esa falsa opinión:

La lógica silogística refleja fielmente el tipo de razonamiento en el que los hombres de la Edad Media ponían su más sincera confianza. Y, sin embargo, no es cierto que ni tan siquiera la teología escolástica

estuviera

lo

suficientemente

postrada

ante

sus

autoridades como para no haber sido, en lo fundamental, otra cosa que un producto del pensamiento silogístico"(Peirce, 1988: 202).

También combate, pues, la idea de que los medievales se regían primordialmente por el argumento de autoridad, el cual, desde Boecio, se decía que era el más débil (Boecio, 1867: 1166 y 1199).

Más bien dice Peirce que el método principal de los escolásticos es el de la distinción, que no es exactamente silogístico, sino que tiene una estructura dilemática:

Es inconcebible un método que haga más énfasis en las distinciones que el método de discusión de los viejos doctores. Su receta única para cada caso de dificultad era la distinción. Una vez establecida ésta, no había más que proceder a mostrar que las dificultades afectaban a todos los miembros de la misma salvo uno. En esto reside toda su labor de pensamiento y en esto estriba todo lo que hace de su filosofía lo que es. Sin pretender, por tanto, decir la última


22 palabra acerca de la naturaleza de su pensamiento, al menos sí podemos decir que no era silogístico, en el sentido que ellos daban a esta expresión, ya que más que por el empleo de silogismos se caracteriza por el de formas tales como la siguiente:

Todo es o P o M, S no es M; ... S es P.

A esta forma de razonar suele llamársela disyuntiva, pero, por razones que sería demasiado prolijo explicar, prefiero llamarla dilemática" (Peirce, 1988: 202. Tal vez está pensando Peirce en el dicho de tradición escolástica: ―Concede parum, nega frequenter, et distingue Semper”: ―Concede poco, niega frecuentemente y distingue siempre‖).

La llama dilemática porque tiene en lo esencial la misma estructura que el dilema, aunque no lleva a la contradicción de cada uno de los disyuntos. Con todo, dice que, a pesar de que el dilema tenía una parte tan importante en la metodología escolástica, no hubo teorizaciones acerca de él. Ya había sido tratado por Aulo Gelio, pero más bien en el ámbito de la retórica:

Puede parecer extraño que este dilema no se mencione en ninguna lógica medieval y que no aparezca hasta en el De Dialectica de


23 Rodolfo Agricola. Pero no debe sorprender a nadie que la forma más característica de razonamiento demostrativo de esa época no aparezca recogida en sus tratados lógicos. En todas las épocas ocurre que las mejores de tales obras, aunque reflejen en alguna medida las formas contemporáneas de pensamiento, vayan muy por detrás de su tiempo. Y es que las formas de pensamiento que son actividades vitales de los hombres no son objeto de reflexión consciente (Peirce, 1988: 203).

Eso es explicado por Peirce en una nota a otro trabajo suyo, el que presenta el álgebra de la lógica, en la que dice: "El dilema fue introducido en la lógica por los humanistas del renacimiento, que lo tomaron de la retórica, pero en esta época el estudio de la lógica se hacía con tan poca exactitud que no es de extrañar que la especial naturaleza de este tipo de razonamiento pasara inadvertida. Esta situación llevó a suponer que toda la lógica no-relativa era susceptible de ser derivada de los principios de la antigua silogística..." (Peirce, 1988: 179, nota 3). Peirce compara a los humanistas renacentistas con los escolásticos medievales en la lógica, y encuentra superiores a los medievales. (―De hecho en la introducción histórica que Peirce escribió para su Grand Logic (1893) ─que no llegaría nunca a publicar─ comparte la crítica vivesiana hacia la lógica nominalista tardomedieval. El Renacimiento que implica el convencimiento de que los autores clásicos habían sido insuficientemente estudiados y que lleva consigo la Reforma de la Iglesia, supone una cierta simplificación de la lógica, que tomó en este tiempo un carácter retórico. Los humanistas son para Peirce ‗pensadores débiles‘


24 (C.P., 1.16), pero de entre ellos destaca a Luis Vives, junto a Lorenzo Valla y a Pedro de la Ramée, como los tres lógicos renacentistas que realizaron contribuciones menores, pero de bastante importancia, a la tradición lógica (C.P., 4.30)‖. Nubiola, 1993: 163.) Además, hay que decir que, a pesar de que no hubo tantos estudios sobre el dilema en los escolásticos, estudiaron muchísimas otras reglas de consecuencia que no eran silogísticas. Peirce también encuentra a los medievales superiores a los humanistas en metafísica, y no sólo en lógica, como cuando dice, a propósito del problema de los universales y el realismo:

Me dediqué a descubrir cómo era que toda la filosofía moderna había tolerado esos espantosos disparates [nominalistas]. No me llevó mucho tiempo resolver el problema. Sucedía que todos los humanistas no fueron más que littérateurs, con la falta total de poder de raciocinio que yo había advertido en los literatos que había conodico personalmente. ¡Qué tontos! Al nivel intelectual de los catadores de vino de Burdeos. (...) Ahora los partidarios de Escoto tienen

una

supremacía

casi

indiscutida

en

casi

todas

las

universidades, después de haberla ganado por su superioridad en materia de Lógica. Por ese motivo aparecían como los vejestorios que debían combatir los Humanistas. Estos últimos los llamaban ‗Dunces‘, según su maestro Duns Escoto. Pero para la primera generación del Renacimiento un ‗Dunce‘ estaba lejos de significar o sugerir una persona estúpida. Este título significaba más bien un hombre tan experto en discutir desde el lado incorrecto, que llegaba


25 a ser un terror para el humanista puro sobre el cual pudiese caer. Por tal motivo, dado que los grandes adversarios de los Escotistas eran los Ockhamistas o terministas, que pertenecían a la clase de los nominales, a quienes los humanistas llamaban nominalistas, los propios humanistas se aliaron con los nominalistas para expulsar a los Escotistas de las universidades, y al no importarles un rábano la disputa entre los dos tipos de lógicos adoptaron la confesión nominalista a cambio del favor de ese partido; y de este modo, como desde ese día hasta hoy casi nadie ha examinado el real significado o los méritos de la controversia y era muy fácil y obvio decir que ‗los Generales [o universales] son meras palabras‘, lo cual, por lo demás, es perfectamente correcto en cierto sentido aunque no era el punto en discusión, se sigue que todos han admitido que el Nominalismo era la doctrina correcta... (Peirce, 1987: 149).

Peirce reconoce que la lógica escolástica (escotista) era superior a la humanista, precisamente por tener buenas bases metafísicas. Eso fue lo que el nominalismo hizo que perdiera. Y, aliado del humanismo, labró su propia destrucción también.

Con respecto a la misma teoría de la argumentación, Peirce establece la idea de que los principios de la inferencia son hábitos. Pero no hábitos en el sentido de Hume o de la psicología asociacionista aledaña al positivismo, sino hábitos en el sentido de Duns Escoto. Tal es lo que expone acerca de su metodología de investigación en 1870:


26 Hay dos maneras en que una cosa puede estar en la mente, ─habitualiter y actualiter. Una noción está en la mente actualiter cuando es actualmente concebida; está habitualiter en la mente cuando puede producir directamente una concepción. Es por virtud de una asociación mental (diríamos nosotros los modernos), como las cosas están en la mente habitualiter. En la filosofía aristotélica, el intelecto es visto como siendo para el alma lo que el ojo es para el cuerpo. La mente percibe semejanzas y otras relaciones en los objetos del sentido, y así exactamente como el sentido brinda las imágenes sensibles de las cosas, así el intelecto brinda las imágenes inteligibles de éstas. Es como tal una species intelligibilis como Escoto supone que existe una concepción que está en la mente habitualiter, no actualiter. Esta species está en la mente, en el sentido de ser el objeto inmediato de conocimiento, pero su existencia en la mente es independiente de la conciencia. Ahora bien, Escoto niega que la cognición actual del universal sea necesaria para su existencia. El sujeto de la ciencia es universal; y si la existencia del universal fuera dependiente de lo que acontece que pensamos, la ciencia no se relacionaría con nada real. Por otra parte, admite que el universal debe estar en la mente habitualiter... (Peirce, C.P., 8.18).

Precisamente las leyes y reglas son universales. Tienen arraigo en la realidad. Por el realismo peirceano de los universales, sabemos que las leyes tienen una


27 universalidad fundada en las cosas concretas. Reflejan un orden real. Poseen una raigambre ontológica. La categoría ontológica a la que pertenecen leyes y reglas es la de la terceridad, la relación. Igual que para los escolásticos, en lo que para ellos se trataba de la relación de razón, o de segundo orden, o lógica, pues representaba los hechos, que eran las relaciones reales de objetos, o como diríamos ahora, de primer orden. Tenían un status ontológico bien tipificado y preciso. Conclusión

Podemos ver que Peirce tuvo en diferentes épocas de su vida (y hasta nos atreveríamos a decir que en todas) la preocupación por acordar la lógica con la ontología. Lo hizo a través de la concordancia entre las categorías lógicas y las ontológicas, esto es, las nociones principales de cada disciplina. De hecho las categorías ontológicas que estableció: primeridad, segundidad y terceridad, o cualidad, facticidad y relación, son las que rigen la estructuración de su semiótica y su lógica. De acuerdo con ellas se va vertebrando la clasificación de los signos, hasta llegar a los signos de los diferentes tipos de operaciones lógicas. De manera muy notoria, rige el despliegue de los índices, dicisignos y argumentos. El nombre y el rema, el enunciado y el argumento, obedecen a la estructura triádica de las categorías del ser. Así la semiótica y la lógica ─que es sólo parte de la anterior─ tienen una fundamentación ontológica nada desdeñable. Se nos muestra así Peirce, además de como un gran semiótico y lógico, como un gran metafísico, a pesar de que algunos han querido hacerlo demasiado pragmatista y ajeno a lo ontológico, olvidando o encubriendo que fue pragmaticista más bien que


28 pragmatista, esto es, que tuvo un pragmatismo del todo propio y peculiar, precisamente por su interés metafísico.

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1.2. Los dos infinitos en el continuo semiótico Natalia Romé Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires Introducción En un texto incluido en el séptimo volumen de los Collected Papers y recientemente traducido al español, Peirce despliega una curiosa afirmación: ―… el pensamiento sólo es racional en la medida en que se propone para un posible pensamiento futuro. O, en otras palabras, la racionalidad del pensamiento reside en su referencia a un futuro posible. (Peirce, C.P. 7.361)


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Este fragmento que introduce la problemática sobre la articulación entre temporalidad y pensamiento, nos permitirá abordar la especificidad del pragmaticismo peirceano en su talante semiótico para desplegar, a partir de allí y a lo largo del presente capítulo, algunos de los rasgos que constituyen la originalidad de su empresa filosófica; un proyecto tan ambicioso como fecundo, cuyas

consecuencias

conceptuales

para

variadísimos

campos

del

conocimiento, esperan aún ser reconocidas e investigadas. A propósito de la identificación de los vínculos entre pragmaticismo y semiótica, revisaremos el contorno de las figuras epistémicas de sujeto y objeto a fin de recuperar la noción peirceana de continuidad que, según intentaremos poner en evidencia, constituye uno de los pilares más sólidos de la arquitectura filosófica de su obra. Situados en la dimensión temporal de la continuidad ilimitada, ubicaremos, como su condición de posibilidad, la coordenada del orden infinitesimal. Veremos que la infinitesimalidad atribuida por Peirce a la noción del presente resulta el sustrato sobre el que la imaginación deviene una operación clave en el proceso de conocimiento. A la luz de esta apuesta, que Peirce nombra Sinejismo (Sinechysm), objetividad y subjetividad perderán su carácter disociado para convertirse en zonas en la topología de un continuo semiótico cuyas consecuencias filosóficas procuraremos desembrozar. Entre ellas, dedicaremos especial atención al rechazo de toda cosmología mecanicista, individualista, fundacionalista o clausurante de la


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realidad, bases de la encarnizada discusión que entabla Peirce con lo que él mismo denomina la ―doctrina de la necesidad‖. Pragmaticismo y semiótica en las categorías de tiempo y pensamiento. En uno de sus artículos canónicos, Peirce afirma que ―la conciencia tiene que abarcar necesariamente un intervalo de tiempo; pues, de no ser así, no podríamos obtener ningún conocimiento del tiempo, y no meramente ninguna cognición veraz del mismo sino ninguna concepción en absoluto.‖ (Peirce, 1988, p.254) Advertimos entonces que el tiempo sólo es concebible si la conciencia asiste a una cierta extensión temporal; simultáneamente, el pensamiento como actividad de la conciencia, es entendido como despliegue en el tiempo. De este modo, pensamiento y temporalidad resultan dimensiones fuertemente imbricadas. A fin de situar el talante específicamente semiótico de la relación entre tiempo y pensamiento, cabe recordar el modo en que Peirce introduce la definición de phaneron, que da pie a su fenomenología, en el artículo sugestivamente titulado ―Logic viewed as Semeiotics,‖ (C.P 1.285-7). Allí, Peirce aclara en reiteradas oportunidades que un primer supuesto implicado en la articulación de fenomenología, lógica y semiótica es la discriminación entre fenomenología y psicología. En tal marco debe interpretarse la aclaración de que no existe nada tan directamente accesible a la observación como los phanerons, cuyo carácter observable y diferencia con respecto al encuadre psicológico de la noción de ―idea‖, debe entenderse a la luz de la máxima pragmática. Esta afirma que el


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pensamiento es un sistema de relaciones de mediatez, cuyo ―motivo, idea y función es la de producir creencia‖ (Peirce, 1988, p.206-7). Podemos reconocer, en esta primera aproximación, las dos claves de la especificidad de la noción peirceana de pensamiento: su materialidad y su temporalidad. Ahora bien, vale la pena dedicar unas líneas a la siguiente cuestión: no puede afirmarse una condición material del pensamiento sin tomar en consideración el severísimo rechazo que el propio Peirce aplica a toda filosofía netamente materialista, en tanto la concibe fundamentada en una teoría mecanicista del universo. En uno de los artículos publicados en la revista The Monist, entre 1890 y 1892, confiesa: La doctrina materialista me resulta tan repugnante desde la lógica científica como desde el sentido común; en la medida en que requiere que supongamos que un cierto mecanismo comportará (...) una última e inexplicable regularidad; (…) La única teoría inteligible del universo es aquella del idealismo objetivo donde (...) son los hábitos arraigados los que devienen leyes físicas. (Peirce, 1956, p.169-170)

Es el fundamento mecanicista de lo que entiende por materialismo, en definitiva sostenido por una

doctrina de

la necesidad,

lo

que

Peirce

descarta

categóricamente para dar paso a su particular idealismo pragmaticista. Como advierte el intérprete Morris Cohen, editor de la primera compilación póstuma de


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artículos de Peirce, en la introducción a esa obra: ―En la temprana formulación de la máxima pragmática, Peirce enfatizaba las consecuencias para la conducta que seguían a la aceptación o rechazo de una idea; pero la máxima estoica que entiende a la acción como fin del hombre convencía a Peirce a los sesenta años tan poco como a los treinta.‖ (Cohen; Peirce, 1957, p. xix-xx) Aquí encuentra este analista la clave de la diferencia entre el pragmaticismo peirceano y el pragmatismo de William James, al que caracteriza como ―eminentemente nominalista y de gran énfasis en la experiencia sensible y particular‖ (Cohen; Peirce, 1957, p. xx). Estos rasgos resultan fuertemente contradictorios con el principio de continuidad (Cohen; Peirce, 1957, p.xxi) que, como intentaremos analizar más adelante, constituye uno de los pilares más sólidos de la arquitectura teórica peirceana, en la medida en que atraviesa sus estudios matemáticos, biológicos, filosóficos, metafísicos. Evidentemente, la relación que señalábamos entre materialidad y temporalidad convoca la especificidad del talante pragmaticista, y nos permite interpretar el modo en que éste se resiste a un ejercicio ciego de acciones y reacciones. Podemos, para ello, completar la frase de Peirce con la que iniciamos este artículo: Parece entonces que la significación intelectual de todo pensamiento reside finalmente en su efecto sobre nuestras acciones. Pero ¿en qué consiste el carácter intelectual de la


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conducta? Claramente en su armonía para el ojo de la razón; esto es, en el hecho de que la mente, contemplándola, encuentre una armonía de propósitos en ella. En otras palabras, debe ser capaz de interpretación racional para un pensamiento futuro. (Peirce, C.P. 7.358)

Vemos aparecer, ahora, el modo específico en que se entabla el diálogo entre dos de las más importantes napas que componen el universo filosófico peirceano: el pragmaticismo y la semiótica. Si el pensamiento sólo nos es accesible en las acciones que constituyen sus efectos, el pragmaticismo de Peirce se aleja de toda perspectiva netamente empirista en la medida en que convoca el sentido de esas acciones y en tanto esta dimensión significante se manifiesta como una promesa de significación que se completará en un futuro. Así, se hace evidente que es la dimensión temporal la que se ofrece como espacio de encuentro entre las dimensiones pragmaticista y semiótica de la concepción peirceana del pensamiento. Esta temporalidad del pensamiento se encuentra, además, estrechamente enlazada con la dimensión lógica en la noción de mediatez que Peirce concibe como condición en base a la cual se distinguen los pensamientos de las sensaciones. Si de estas somos inmediatamente concientes, de aquellos sólo podemos serlo a través de un proceso que involucra una sucesión temporal. O


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como dice él mismo ―No pueden sernos presentes de un modo inmediato sino que tienen que abarcar una cierta parte del pasado o del futuro.‖ (Peirce, 1988, p. 207) Este eje de la temporalidad atraviesa además, en otra dirección, la articulación de la noción de pensamiento con la de creencia, en otro par de categorías cognoscitivas que, nuevamente, nos acercan al costado pragmaticista. Dice Peirce: Dado que la creencia es una regla para la acción, cuya aplicación implica más duda y más pensamiento, a la vez que constituye un lugar de parada es también un lugar de partida para el pensamiento (…) la creencia es sólo un estadio de la acción mental,

un

efecto

sobre

nuestra

naturaleza

debido

al

pensamiento, y que influirá en nuestro futuro pensar. (Peirce, 1988, p.207)

Como se desprende del párrafo citado más arriba, el pensamiento supone un despliegue temporal continuo, en el que las creencias constituyen estadios de reposo circunstancial que se revelan en hábitos. Tenemos, entonces, que en la temporalidad inherente al pensamiento, las creencias son articulaciones cristalizadas de ese mismo flujo y suponen, en el plano existencial, la realidad misma del pensamiento, en tanto éste no nos es accesible sino a través de sus efectos. Subrayemos, aquí, los componentes de esta concepción: continuidad y


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hábitos-efectos. Ellos nos permitirán introducir, más adelante, la metafísica general hacia la que tienden estos desarrollos teóricos. Nuevamente, a fin de despejar posibles confusiones, podríamos decir que las nociones de creencia y efectos ponen en escena una integración de temporalidad y materialidad que podría asimilarse ligeramente a la categoría de existencia. Sin embargo, como ya anticipamos, la dimensión existencial de los hábitos no agota la realidad del pensamiento porque éstos deben entenderse como disposiciones para la acción, no sólo en su probabilidad sino –y esto es decisivo- en su posibilidad. Lo vemos en este párrafo: Consideremos qué efectos, que puedan tener concebiblemente repercusiones prácticas, concebimos que tiene el objeto de nuestra concepción. Nuestra concepción de estos efectos es pues el todo de nuestra concepción del objeto. (Peirce, 1988, p.210)

Está claro que la idea de lo ―concebible‖, tal como aparece en este fragmento, no tiene nada que ver con un registro psicológico. Pero, si la concepción de la realidad extiende su horizonte al extremo de las consecuencias prácticas concebibles, su carácter material es a la vez trascendido por su condición de ser ―pensables‖. Es en este sentido, de los ―efectos prácticos concebibles‖, que lo posible forma parte del continente de lo real. En esta idea de


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posibilidad anida, como intentaremos demostrar, el núcleo de articulación entre pensamiento y realidad.

Fenomenología y semiótica en la base de una concepción de sujeto no individual Si, como hemos visto, el concepto de phaneron resiste toda escisión de la experiencia en términos de realidad interna (psicológica) y externa (material), es en base a esta imbricación entre pensamiento y acción que tampoco puede reducírselo al registro existencial, en el sentido de lo ya acontecido, porque el orden de lo posible supone una presencia efectiva en lo real, ensanchando así el umbral de la categoría de verdad. La temporalidad fenomenológica que resulta de esta operación no encuentra su anclaje en un sustrato inmediato-vivencial sino que es de orden rigurosamente lógico y tiene que ver tanto con el proceso de conocimiento entendido como organización semiótica -y comunitaria- del mundo, como con la condición estética en el sentido de fuerza imaginativa, radicalmente constitutiva de ese proceso. Diremos así que la temporalidad lógica implicada en esta concepción resulta, a la vez, diferente de la cronológica lineal y de la experiencial-vivencial, y que la subjetividad configurada en esta temporalidad será de orden semiótico, lo que quiere decir que no recortará su unidad conceptual en el individuo aislado.


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En el artículo en el que ofrece los fundamentos de su máxima pragmática, Peirce dedica una nota a pie de página a la siguiente aclaración: ...sin pretenderlo directamente, y mucho menos entendiéndolo, (los hombres) ejecutan todo lo que la civilización requiere (...). Su fruto es por tanto colectivo; es el logro de todo el mundo. ¿(...) qué es esta civilización que es el producto de la historia, pero que nunca se completa? No podemos alcanzar una concepción completa de ello; (…) Cuando estudiemos el importante principio de la continuidad y veamos que todo fluye, y que cada punto participa directamente del ser de todos los demás, quedará patente que individualismo y falsedad son una misma y única cosa. Entretanto sabemos que el hombre no está completo en la medida en que es un individuo, que esencialmente él es un miembro posible de la sociedad. Especialmente, la experiencia de un hombre no es nada si se da aisladamente. (…) Aquello en lo que hay que pensar no es en ‗mi‘ experiencia, sino en ‗nuestra‘ experiencia; y este ‗nosotros‘ tiene posibilidades indefinidas. (Peirce, 1988, p.211)

Nos hemos tomado la licencia de transcribir un fragmento tan extenso porque, según entendemos, nos permite identificar varias premisas interesantes a


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nuestros objetivos. Como se advierte en una primera lectura, la aclaración que Peirce realiza se dirige a vincular la concepción pragmaticista con el carácter público de la verdad. Aparece aquí, con notable claridad, que el sujeto colectivo peirceano resulta cualitativamente diferente de un agregado de individuos; primero y fundamental, porque el sujeto colectivo es actor de un pensamiento inaccesible a la conciencia de los individuos aislados. Como dice el propio Peirce: ―Esprit de corps, sentimiento nacional, compasión, no son metáforas. Ninguno de nosotros puede darse cuenta completamente de lo que son las mentes de las corporaciones; no al menos en mayor medida de lo que las células de mi cerebro pueden conocer lo que el cerebro en su conjunto piensa.‖ (Peirce, 1957, p. 265). En segundo lugar, un sujeto colectivo tampoco puede ser un agregado de individuos porque la historia, en tanto representación limitada y en tanto territorio de lo ya acontecido, no asiste a la realización completa de una civilización que seguirá siempre extendiendo sus efectos en el despliegue extensivo y en la densidad intensiva de la representación actual. Si la actividad civilizatoria, en cuanto capacidad de producir representaciones, no puede agotar la realidad producida, surge entonces la insistencia de una apertura hacia la infinitud como impulso que resiste o como resto que desborda -intensiva y extensivamente- la clausura tautológica del todo social. (Peirce, 1988, p. 210). La complejidad de esta concepción es irreductible a una mera historicidad, como se advierte en la idea de que la categoría de individuo no agota siquiera la


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realidad de un solo hombre, porque éste debe concebirse en su naturaleza social. Dice Peirce: ―la conciencia de una idea general reviste una cierta `unidad de ego´, que es idéntica cuando pasa de una mente a otra (…) y, más aun, una persona es simplemente, una clase particular de idea general.‖ (Peirce, 1957, p.264-5) y más: ―Siendo los límites de una persona completamente explícitos, no habría espacio para el desarrollo, el crecimiento, la vida; y consecuentemente, no habría personalidad alguna‖ (Peirce, 1957, p.234) Llegamos, por esta línea de argumentos, a uno de los ejes filosóficos que, como ya hemos sugerido, permite aventurar una arquitectura general para la obra peirceana. Lo encontramos en el punto en que toda aproximación individualista se ve desbordada por la idea que indica que todo punto de una serie participa directamente del ser de todos los demás. (Peirce, 1988, p-210-211). Este es uno de los tantos modos en que Peirce abordará su teoría del continuo. Sin avanzar, por ahora, en esa zona del pensamiento peirceano, insistamos en que una de las claves del pragmaticismo en su talante semiótico, es su contradicción de toda metafísica individualista. Allí, desde el principio, ya se hace presente esta idea, según la cual, el individuo no es fuente de civilización ni de acción histórica y, consecuentemente, no puede constituirse como origen del pensamiento ni es susceptible de ser aislado como unidad discreta. La máxima pragmática de Peirce exige, como hemos demostrado, una concepción de sujeto que sólo puede ser concebida en el marco de su semiótica, en el mismo punto en que esta resiste a


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toda filosofía que entienda al individuo como fuente y origen del sentido. Este señalamiento encuentra su consistencia en la propia ontología peirceana. Así, ya en el temprano artículo ―Some consequences of four incapacities...‖, (Peirce, 1991, p.140-157). Peirce analiza las categorías del ser para apuntar que no obtenemos la concepción de un ser observando algo común en los distintos objetos porque las propiedades no son inmanentes a los objetos sino a su concepción por nuestro pensamiento, del mismo modo que la construcción de conjuntos para esas propiedades. Por una parte, afirma: "La concepción de ser es la concepción sobre un signo, palabra o pensamiento". El ser como categoría universal es producto de una inferencia y en este sentido, como toda categoría universal, es del orden de la terceridad que es el ámbito de la significación. En esta afirmación anida la clave de lo que irá construyéndose en la filosofía peirceana como su radical rechazo al fundacionalismo cartesiano. (Haack, 1977, p.73-84) Este anticartesianismo aplicado a los fenómenos del pensamiento, como aparece en el célebre artículo ―The Law of the Mind‖, supone que ningún pensamiento contiene a otro, la relación entre dos pensamientos puede adquirir el carácter de representación, lo que quiere decir que su equivalencia pone en juego un dispositivo de traducción. Cada pensamiento se da sólo como aparición; en tanto pura presencia y en tanto singular, es inexplicable en sí y esto, porque la explicación se da siempre-ya en el plano de la terceridad. La conciencia resulta,


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de esta manera, compuesta por instantes de los pensamientos que, en tanto inmediatos y singulares, se articulan por mediación. Es esta la que establece la continuidad en el tiempo entre estas apariciones y la que otorga su unidad al pensamiento. Ahora bien, la fuerza efectiva real que hace posible la mediación resulta fundada de manera subyacente a la conciencia, en la comunidad de intérpretes. Puede decirse que la comunidad de intérpretes sitúa la conciencia en el marco más general del colectivo semiótico, en la medida en que su propia existencia concreta está condicionada por su auto-cognoscibilidad que está, a su vez, mediada por su carácter social, como ya hemos anticipado. En función de la máxima pragmática, entendemos que la mente es y existe, en términos de sus manifestaciones observables. Esto nos permite ubicar al pensamiento en el mundo de los fenómenos y por lo tanto, en el continuo de la realidad. Las representaciones tienen carácter real, en tanto manifestaciones fenoménicas de la mente, así es que la realidad del hombre es de carácter sígnico. Siguiendo este razonamiento, la conciencia resulta el concepto que representa la manifestación fenoménica de la mente. Como señalábamos más arriba, se utiliza para significar el ―yo pienso‖ o unidad en el pensamiento. La conciencia es el reconocimiento o consistencia del ―yo pienso‖. Así como en el mundo existe la multiplicidad de manifestaciones sensibles que, como quisiera Kant, en el proceso de conocimiento, se convierten en la unidad del concepto; en el caso del hombre,


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entiende Peirce que existe la multiplicidad de manifestaciones fenoménicas de la mente que, a través de procesos inferenciales de auto-conocimiento – comunitariamente mediado-, se convierten en la unidad (sígnica) de la conciencia. Ahora, en términos temporales, podríamos decir que en la intuición cartesiana, entendida en su condición inmediata y presente, no hay pensamiento porque todo aquello que forma parte de un pensamiento es algo que ya ha pasado. Decir que cada pensamiento es un signo equivale a decir que cada pensamiento es determinado por otro o debe dirigirse a algún otro y determinar, a su vez a un tercero. Volvemos, así, a la frase con la que iniciamos este artículo, para recuperar la profundidad de su sentido: ―…la racionalidad del pensamiento reside en su referencia a un futuro posible‖. (Peirce, C.P. 7.361) Lo que algo realmente es aquello que, a futuro, puede esperar conocerse de ello. Y, si la realidad depende de la decisión última de la comunidad, el pensamiento es lo que es, en función del futuro del pensamiento; su existencia es potencial dependiente del pensamiento futuro de la comunidad. Todo pensamiento presente es, en términos de Peirce, mitad pensamiento pasado y mitad por venir. De este modo, tenemos que la condición semiótica de la conciencia se encuentra estrechamente vinculada al carácter temporal del pensamiento. En otras palabras, la conciencia en cuanto representación supone el pensamiento como despliegue en el tiempo. Un hilo cronológico comunica pasado y futuro, mientras que en el


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presente late el orden naciente de lo posible. Nos detendremos más adelante en esto.

Subjetividad y objetividad semióticas: hacia una metafísica de la continuidad. Si el orden de la terceridad compromete la intervención de la infinitud, entonces, la realidad expresada en este orden no puede nunca completarse sino en virtud de remitir a un ―más allá‖ de la semiosis que se sutura pragmáticamente, en el plano existencial del hábito comunitario. Partamos, ahora, de la siguiente frase enunciada por Peirce en su ensayo The fixation of belief: ...el

objeto

del

razonamiento

es

encontrar,

desde

la

consideración de aquello que ya sabemos, algo que no sabemos. Consecuentemente, el razonamiento es bueno si es tal que resulta una conclusión verdadera de premisas verdaderas y no de otra manera. Por lo tanto, la cuestión de su validez es puramente una de hecho y no de pensamiento. (Peirce, 1991, p.149)

Esta afirmación de origen aristotélico, que significa que la validez de un razonamiento se resuelve en la instancia de su existencia, no de su representación, cobra en Peirce un nuevo sentido a la luz de su concepto de hábito, en la medida en que este recupera la idea de la validez existencial pero en virtud de incorporarle el componente comunitario. Así el hábito se convierte en un interpretante final de una cadena semiótica, simplemente porque supone que, en


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determinado momento, el orden de la acción requiere la suspensión de la indeterminación referencial propia de la infinitud semiótica. Ahora bien, el hábito, en su forma lógica de interpretante final, es parte constitutiva de la unidad sígnica y, en consecuencia, se encuentra presente como posibilidad ya antes de cada proceso cognoscitivo efectivo. Llevando esta idea a sus máximas consecuencias filosóficas, Karl Otto Apel entiende la noción de hábito comunitario en clave trascendental, como parte de la forma semiótica trascendental del conocimiento. (Apel, 1994, p.156) Apel se apoya en el carácter apriorístico del sujeto trascendental kantiano para elaborar una perspectiva que reemplaza la instancia subjetiva por la semiótica como materia de la trascendentalidad, en la medida en que el orden semiótico configura simultáneamente el ámbito de producción y validación cognoscitiva. La concepción peirceana del conocimiento, como la entiende y refiere Apel, supone la mediación -o capacidad sintética de la inferencia- como la condición trascendental de ese orden comunitario que resulta la condición a priori del conocimiento. En este sentido, el giro que propone Apel respecto de la fórmula kantiana permitiría dar cuenta no sólo de una nueva subjetividad epistémica sino de una nueva objetividad en la medida en que la semiosis, en tanto tejido pragmático, sería condición de la realidad objetiva. Sea ésta concepción –trascendental- del sujeto del conocimiento o sea otra, lo cierto es que, una vez que el proceso cognoscitivo ha atravesado el prisma semiótico, las categorías de sujeto y objeto ya no pueden identificar sino instancias constituidas en el juego de esa mediación que con-forma a todos los fenómenos, sean estos hechos o ideas. Es en este orden de cosas que pierde sentido plantearse la inasequibilidad del mundo para el sujeto cognoscente como si él mismo no fuera presa de esa incognoscibilidad. La realidad del objeto del conocimiento tiene el mismo status que la del sujeto -tal como lo quisiera Kant- ;


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pero esto, no porque éste último es quien construye a aquel, sino porque ambos son configurados en la red semiótica. En resumen, sea de carácter trascendente – como quiere Apel– o sea puro efecto de sentido –como podría pensarse desde una perspectiva no-trascendentalista– (Rorty, 1995, p.217) lo que nos interesa aquí es que la propia naturaleza del sujeto cognoscente aparece sostenida en la semiosis ilimitada, y su garante es la comunidad de intérpretes. Subjetividad y objetividad constituyen así, manifestaciones fenoménicas de una realidad estructurada en un continuo semiótico. Como veremos a continuación, la continuidad peirceana jaquea en su pretensión monista, toda cosmología disgregadora, así, subjetividad y objetividad constituyen zonas de una topología que pone en diálogo otras categorías que suelen aparecer divorciadas en la historia de la filosofía, entre ellas: mente y materia –como hemos intentado analizar, más arriba, y fundamentalmente, chance y regularidad, como veremos más adelante.

Para ingresar en los principios de esta compleja

metafísica que conjugará nombres ofrecidos por Peirce como Sinejismo, Tijismo y, porque no, Agapismo, es necesario realizar una introducción a su Teoría del continuo.

La Teoría del continuo o Sinejismo: su concepción matemática La versatilidad del pensamiento peirceano revela el esfuerzo de su autor por producir un verdadero sistema filosófico, un impulso abarcador que reúne diversas disciplinas científicas, con la reflexión filosófica en fenomenología, epistemología, teología, inaugura campos de reflexión, funda líneas teóricas y resulta condición de posibilidad de futuros diálogos interdisciplinarios.


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En este marco, la preocupación de Peirce por la matemática debe ubicarse en estrecha relación con su proyecto filosófico. En contraposición con teóricos como Frege, para Peirce la matemática constituye una instancia primera y fundamental en relación con el resto de las ciencias y en este sentido, tanto la fenomenología como las ciencias normativas –lógica, ética y estética– resultarán impregnadas de sus técnicas y categorías. (Potter, 1966, p.5-32) Sin embargo, como advierte Elisabet Saporiti, la operación peirceana no reviste el sentido que tiene, por ejemplo, para Wittgenstein. Es decir, que la matemática en la obra de Peirce no es concebida como via regia para el acceso a la verdad, sino que la propia verdad tiene estructura matemática. O lo que es lo mismo, ficcional. (Saporitti, 1994, p.111) Hemos entendido pertinente dedicar este acápite a revisar algunos rasgos elementales de la concepción matemática del continuo peirceano porque en ella queda evidenciado que la teorización matemática no es sino un momento previo en el proyecto más ambicioso de Peirce, en la medida en que su determinación ideal parece estar allí al servicio de determinaciones reales. Así, la pretensión arquitectónica de la noción de continuidad se pone de manifiesto en el sentido metodológico general que reviste este concepto destinado a ―realizar la síntesis de dominios aparentemente irreductibles de la experiencia‖.(Machuco Rosa, 2003, p.21) Consecuentemente, la cuestión acerca de la naturaleza de la acción

mental

se

despliega

en

una

cosmología

que

Peirce

pretende


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―evolucionista‖, en la medida en que, contra la doctrina de

la necesidad,

contempla la chance como uno de los fundamentos de su metafísica (Peirce, 1957, p.202-3). Tal cosmología supone al continuo como estructura de inteligibilidad de la realidad y como fundamento de la especificidad del realismo peirceano. (Machuco Rosa, 2003, p.21) En sus consecuencias filosóficas, el principio de continuidad se halla en la base del rechazo categórico de lo incognoscible como inexplicable (Peirce, C.P. 5.265), en la imposibilidad del pensamiento por fuera de los signos, y en consecuencia, del conocimiento por introspección e intuición. (Peirce, 1957, pp.157-300) Así, resulta claro que este mismo concepto se ubica en el centro de la crítica peirceana de la concepción cartesiana de sujeto y su conciencia, fuente de sentido. En términos de Peirce, esto también puede traducirse como el rechazo de la idea de un ―primer motor‖ en la cadena semiótica. (Peirce, C.P. 5.263) Esta concepción filosófica encuentra su correlato en la teorización matemática del continuo, en la que nos concentraremos ahora. Puede entendérsela como es expresada en la siguiente frase: “Un continuum tal como suponemos que son el tiempo y el espacio, es definido como algo cualquiera de cuyas partes tiene, a su vez, partes del mismo tipo‖ (Peirce, CP.5.335) Tomando como punto de partida la teoría del continuo elaborada por Cantor y Dedekind, Peirce desarrolla su propia concepción teórica discutiendo con la tesis básica de aquellos, que lo definen como una ―suma de puntos‖.


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(La construcción del análisis matemático) es llamada continua. Pero esto no parece ser el sentido común de continuidad. Es sólo una colección de puntos independientes. Rompiendo granos de arena más y más sólo obtendremos arena más pequeña. Los granos rotos no son conducidos a una continuidad. (Peirce, CP 6.168)

Entonces, si bien Peirce toma en gran consideración la aproximación kantiana de continuidad como ―aquello en que cada parte tiene ella misma partes‖ (Peirce, CP 6.168), entiende que esta idea no es suficiente, en la medida en que identifica plenamente continuidad con ―infinita divisibilidad‖. Sin embargo, le permite poner en escena la contradicción entre la noción de continuo y la teoría de conjuntos cantoriana, en virtud de que la consideración de la dimensión infinita de ―la definición real de Kant, implica que una línea continua no contiene puntos‖ (Peirce, CP 6.168). Como advierte Alejandro Martín Maldonado, el siguiente paso que dará Peirce convoca una idea de Aristóteles, también presente en Kant, aquella según la cual una línea no esta hecha de puntos, porque ―puntos e instantes no son mas que límites, esto es, posiciones que limitan el espacio y el tiempo‖ (Kant; Maldonado, 2000, p.55). La continuidad peirceana sostiene, así, que no existen puntos últimos, discretos, como entidades absolutas.


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Peirce apoya su discusión con Cantor en la elaboración de un concepto ordinal de número (Levy, 1986, p.22-41) porque, mientras que la propuesta de aquel consiste en la distinción de un instante individual, la naturaleza del continuo peirceano descansa en la idea de un tiempo y espacio donde los individuos no están distinguidos. La definición de Cantor y Dedekind resulta insuficiente toda vez que se concibe la cantidad como expresión de un orden serial porque, si bien es cierto que cada cantidad puede separarse de las otras, el orden se conserva siempre. De modo tal que ―pueden colocarse tantos instantes como se quiera entre una serie interminable y su límite, lo que de inmediato prueba que puede haber instantes que esas cantidades no distinguen.‖(Eisele, 1976, 2, p.525) Nos encontramos obligados a introducir aquí con el concepto de infinitesimales. Dice Maldonado, ―una longitud infinitesimal es aquella que es menor que toda longitud real pero mayor que cero. Una extensión inextensa.‖ (Maldonado, 2000, p.56) Se puede comprender, ahora,

por qué, en términos filosóficos, la

continuidad matemática resulta coherente con el antifundacionalismo peirceano que, como ya mencionamos, entiende que las categorías cartesianas ―intuición‖ e ―ideas

absolutamente

presentes‖

son

incompatibles

con

su

metafísica.

Nuevamente, lo que queda radicalmente descartado es que toda realidad inteligible en términos de continuo –y el tijismo así la concibe- pueda partir de identificar puntos individuales y agote en ellos el fondo de su metafísica. La


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incorporación de la dimensión infinitesimal permite ubicar una clave de intelección específica. Como se deduce en el siguiente fragmento: …no puede haber una cualidad distinta para cada individuo; porque estas cualidades formarían una colección demasiado multitudinaria para que cada una se mantenga distinta. Debe ser por lo tanto por medio de relaciones que los individuos son distinguibles unos de otros… (Peirce, 1992, p.148)

La realidad del continuo no puede encorsetarse en la expresión matemática de los números reales, como quisiera Cantor (Oostra, 2004, p.20), y la aritmética, no puede expresar la continuidad, surge de aquí que esta es de orden topológico. Como propone Fernando Zalamea: Como matemático, Peirce llega a conocer el nacimiento de la topología moderna, e incorpora en su filosofía ese estudio emergente de las transformaciones continuas del espacio, tanto en sus consecuciones plásticas como en sus obstrucciones. (Zalamea, inédito, p.22)

A partir de aquí se abre un vasto espacio con importantes consecuencias epistemológicas, como aclara Oostra, en su comentario sobre la interpretación del continuo peirceano, desplegada por Zalamea:


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Peirce ve el continuo como un concepto absolutamente general que no puede ser reconstruido a partir de puntos luego tiene que entenderse sintéticamente. Lo general es lo rico en posibilidades, allí, lo potencial supera lo actual y determinado. (Oostra, 2004, p.23)

En relación con este carácter sintético, y como contracara de la ya mencionada inextensibilidad propia del orden infinitesimal, Zalamea identifica una cierta reflexividad del continuo. Es, este, otro modo de nombrar la idea kantiana ya mencionada, según la cual cada una de sus partes posee una parte similar al todo. O como decíamos mas arriba, todo punto de una serie participa directamente del ser de todos los demás. (Peirce, 1988, p.210-211)

Continuidad y temporalidad Veremos ahora, que la propia concepción de tiempo está sujeta a esta misma lógica del continuo y que, en consecuencia, no puede ser pensada como sucesión homogénea de unidades simples, sino que debe someterse a esa misma topología. Así describe Peirce, en términos matemáticos, su concepción del presente como una frontera:


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El estado de cosas en el presente instante es de tipo de vago (…) Aun así, todo lo que podemos modificar es el instante presente. La única cosa de la que estamos relativamente seguros es lo que es este instante experimentado. Aun así nada es tan desesperanzadamente oculto. La característica de lo vago es que el principio de no contradicción no se aplica a ello. Es esto o aquello u otro o ninguno. O, mejor aun, no es ni esto ni aquello, y es ambos. Como un punto en el que una variable continua realiza un saltus. Por supuesto lo vago es pura ficción. Aunque la única cosa sistemáticamente real es el presente estado de cosas, este es vago. Lo puramente posible es vago, en tanto el único modo de ser que tiene consiste en ser posiblemente esto y posiblemente no serlo. (Peirce, CP.2.82)

Entonces, lo vago o indefinido designa estados de posibilidad. En términos geométricos, la vaguedad del presente puede representarse con el concepto de borde (Machuco Rosa, 2003, p.236): ―Un borde, siendo un lugar en el que una región abruptamente termina y otra empieza, es un lugar de discontinuidad‖. (Eisele, 1976, 3, p.450) La relación tendencial hacia el límite es situada por Peirce en el plano de la discontinuidad, ofreciendo un señalamiento de la naturaleza del continuo, que


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resulta así un colectivo no-continente y, en este sentido también, incompatible con la perspectiva conjuntista de Cantor. Surge de allí que la frontera de una serie –al no ser la de un conjunto- se sitúa en relación con la propia definición de punto, es éste el que ofrece el límite, pero un límite que no puede alcanzarse porque en tanto posibilidad, todo esfuerzo para su determinación exige procesos de mediación. Completando la frase anticipada anteriormente, encontramos la relación entre continuo y tiempo: Un continuum tal como suponemos que son el tiempo y el espacio, es definido como algo cualquiera de cuyas partes tiene partes del mismo tipo. De este modo, el punto de espacio o tiempo no son sino el límite hacia el cual nos acercamos, pero que no logramos alcanzar en la división del tiempo y el espacio. (Peirce,C.P 5.335)

Así queda asentada la idea del continuo como espacio de mediación infinita, donde mediación significa ―la posibilidad de intercalar una infinidad de puntos, de ideas entre puntos dados‖. (Machuco Rosa, 2003, p.28) En la misma dirección, adquiere relevancia la especificidad del realismo peirceano, uno de cuyos ejes es el rechazo del concepto de individuo propio del nominalismo. Tal como lo concibe Peirce, el ―átomo lógico‖ envuelve en su determinación (imposible), un proceso


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interminable. (Peirce, CP 3.93) Si como advertíamos más arriba, lo real no puede designar nada por fuera de la representación o del conocimiento, podría objetarse que en la primera etapa del pensamiento peirceano, Peirce no es aun un auténtico realista porque asienta su sistema en la existencia de unos hechos últimos que serían los signos‖(Machuco Rosa, 2003, p.31).Vemos ahora que este problema se disuelve en la medida en que avanzamos en el tipo de relación semiótica que Peirce concibe; esta, lejos de configurar unidades sígnicas cerradas, supone a los signos como entidades atravesadas por el infinito intensivo de la dimensión infinitesimal. Así conectan conocimiento y estética, en la categoría de la imaginación, así resiste su cosmología toda operación de clausura.

Presente semiótico: la imaginación en la temporalidad no clausurada Si entendemos, como hemos indicado al principio de este capitulo, que la temporalidad es uno de los rasgos que definen la especificidad del pensamiento humano, resultará interesante atender una curiosa afirmación que realiza Peirce: ―Una rana decapitada casi razona (…) Todo lo que vale algo en la operación de raciocinio está allí, salvo una cosa. Lo que allí falta es el poder de meditación preparatoria‖. (Peirce, C.P. 6.286) Entendemos aquí que el autor pone en escena un ―resto‖ que resiste a la reducción de la razón humana a las relaciones mecánicas propias de la acción instintiva e inmediata que identifica con la actividad propia de los seres


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naturales. ¿Qué es aquello que distingue nuestro pensamiento de las relaciones tautológicas e infalibles que actúan en el mundo natural? Fernando Andacht ofrece las pistas necesarias para reconocer allí a la categoría de imaginación. Apoyándose en la noción elaborada por T. Alexander de ―comprensión ampliada‖, Andacht ubica a la imaginación como condición habilitante de la semiosis, en la medida en que involucra, en el instante presente, el espectro de lo posible, es decir, de los ―caminos no tomados‖. Así, la categoría de imaginación que permite la articulación de la dimensión lógica con la estética, resulta el sustrato de relaciones que no acceden a la formulación semiótica pero que, como sus condiciones de posibilidad, constituyen parte de su realidad. Andacht analizará la noción de fundamento para identificar en ella al operador lógico de esta fuerza creativa y a la vez limitante que es la imaginación: El fundamento es el terreno vago, incierto donde surgen, originalmente, modalidades cualitativas que se acoplan con el Objeto (inmediato), y ayudan a presentarlo en la aprehensión determinada parcialmente (y por eso siempre incompleta) del interpretante. (Andacht, 1996, p.1267) Así en el fundamento semiótico radica la distancia entre pragmaticismo y kantismo a que alude Peirce cuando afirma: basta con que el kantiano abjure, desde el fondo de su corazón, de la proposición de que, por muy indirectamente que sea, puede concebirse una cosa-en-sí-misma (…) para encontrar que se ha


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transformado en un representante del sentido común crítico. (Peirce, 1988, p.242) Porque, como advierte Andacht, este es el operador lógico que nos permite eludir el fantasma de lo inasible o incognoscible que es el Ding an sich kantiano, en la medida en que, por su intervención en cuanto condición habilitante de la semiosis, la imaginación convoca la esfera estética no en el sentido de lo artístico o lo bello, sino en el sentido de adecuación o aproximación a lo que es conforme al ideal comunitario. En el mismo sentido, afirma Juan Samaja que en la ontología peirceana puede identificarse el trazo del movimiento dialéctico en que vemos surgir una concepción de la representación que la entiende como instancia constitutiva de la sustancia. Sólo en el momento ontológico de la terceridad, la sustancia alcanza su ser pleno. (Samaja, 2000) Agregaríamos nosotros que, en este punto, lejos de cerrarse el proceso de significación, se revela la inscripción de la sustancia en la red de la semiosis. La dialéctica propia de la ontología peirceana resulta diferente de la hegeliana en la medida en que la noción de representación supone una operación que no puede homologarse directamente a la de síntesis propia de Hegel, en lo que ésta tiene de clausurante en el sentido teleológico y determinado. Acordamos, más bien, con la interpretación desplegada por Zalamea que reconoce en el pensamiento peirceano los signos de un vaivén pendular entre procesos de iteración y desiteración que, tomando a la máxima pragmática como:


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un sofisticado haz de filtros (…) permiten diferenciar lo uno en lo múltiple, e inversamente, integrar lo múltiple en lo uno. El resultado es una visión del conocimiento atravesada por procesos

lógico-topológicos,

preeminentemente

contextual

(versus absoluta), relacional (versus analítica). La verdad se reconstruye entonces como una urdimbre de invariantes (…) de bordes semánticos…. (Zalamea, inédito, p.24)

El signo, entendido en el juego dialéctico, resulta la unidad de un doble movimiento de reproducción (o hábito) y cambio (o chance). En tal sentido, la figura del interpretante tiende el lazo entre la red semiótica que constituye el sustrato de cada nuevo signo y la relación significante presente a la que el mismo signo da cuerpo. Como en toda operación de traducción, el pasado semiótico es convocado, para cada signo, como marco relacional de cada nueva articulación semiótica; sin embargo, no aparece –ni podría hacerlo- en toda su densidad histórica sino como una presencia invisibilizada. El signo contiene como una de sus dimensiones constitutivas un elemento que resulta la alusión de todo el sistema semiótico al que tal signo se suscribe, como lo señalábamos ya en la propiedad reflexiva del continuo y sus instantes. Este movimiento por el cual el signo es desbordado por un ―más allá del signo‖ es el que vuelve precario todo intento de cierre. La operación regularizadora propia del interpretante no puede


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pensarse en términos de una totalización plena –en el sentido de la síntesis hegeliana. Porque, como se desprende del siguiente fragmento, dicho momento de totalización de la razón se aleja indefinidamente. Dice Peirce: ―En todo momento, un elemento de pura chance sobrevive, y así será hasta que, en un infinitamente

distante

futuro,

el

mundo

devenga

un

sistema

simétrico,

absolutamente perfecto y racional, en el que la mente finalmente cristalice.‖ (Peirce, 1956, p.177). Subrayemos esa infinita postergación que, si bien funciona en la actualidad como un horizonte regulativo y ético, no puede concebirse como un destino establecido de una vez y para siempre. La legalidad peirceana posterga indefinidamente la promesa de su plenitud, la articulación dinámica de pensamiento y realidad supone una convergencia que se totaliza más allá del horizonte. A esto denomina Peirce, la ―incertidumbre de la ley‖. (Peirce, 1988, p. 272-3). Concluimos con Zalamea: Una de las fortalezas específicas de la arquitectónica peirceana consiste en la construcción de un entronque simultáneo de clausura y apertura, donde, por un lado, los límites cerrados de los contextos –entendidos horizontalmente como contornos restrictivos- permiten, gracias a sus acotaciones mismas, una cierta ‗vida‘ (segunda) de los signos allí interpretados, y donde, por otro lado, los bordes abiertos de esos mismos contextos – entendidos verticalmente como entornos prospectivos- permiten,


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gracias a sus procesos de transferencia, una suerte de ‗resurrección‘ (tercera) de los signos. (…) el borde y el péndulo en Peirce abren el espíritu hacia los márgenes y hacia una razón ampliada, donde desaparecen los argumentos de autoridad y donde el ejercicio reflexivo de la razón la abre de forma natural hacia los ámbitos de lo imaginario. (Zalamea, inédito, p.25) Retomamos, entonces, desde aquí, la propuesta de Andacht, que señala que en el concepto teórico de fundamento (ground) se ubica el ―dispositivo presemiótico pero condicionante o habilitante de esa ‗influencia tri-relativa‘ (C.P. 5.484) denominada semiosis‖. El fundamento convoca esa apertura imaginaria de la semiosis, que sugiere Zalamea. ―A manera de cuña delgada pero primordial, esta capacidad imaginante delimita nuestro propio lugar dentro del mundo animal. Ubicado en el ‗borde de la semiosis‘ resulta la ‗clave capaz de inducir una progresiva apertura de lo real‘ iluminando como ‗lo que aún no es‖. (Andacht, 1996, pp.127ysigs.) nuevas densidades de la retícula semiótica y, en consecuencia, de la realidad. El principio clave de la continuidad, tal como lo revisáramos en el acápite anterior, supone que el límite de una serie continua debe ser comprendido en ella. O –parafraseando a Aristóteles, como lo hace Peirce– podemos recordar que un continuo es una serie cuyas partes comparten un límite común (Peirce, 1988, p.262). Tenemos así que la noción de totalidad resultante es de un tipo muy


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especial en la medida en que define y contiene sus propios límites. Pero, más interesante aún, es el hecho de que cada una de sus partes participa de esa definición. A esto llamamos, a los efectos de este trabajo, totalidad no clausurada. Recordamos la definición sobre la que ya trabajamos: un continuum tal como suponemos que son el tiempo y el espacio, es definido como algo cualquiera de cuyas partes tiene partes del mismo tipo. De este modo, el punto de espacio o tiempo no son sino el límite hacia el cual nos acercamos, pero que no logramos alcanzar en la división del tiempo y el espacio. (Peirce, 1988, p.262)

Insistimos entonces con la idea de que cada punto en una serie participa del ser de todos los demás. Si tal como afirma Peirce, el pasado semiótico determina al futuro y no a la inversa, y en esto consiste la linealidad extensiva del pensamiento (Peirce, 1988, p.265), también es cierto que, en el presente late el abanico infinitesimal de lo posible. En este marco, la definición del fundamento como ―estado naciente de lo real‖ (Peirce, CP 5.462) permite identificarlo con el plano del presente semiótico, ―instante fugaz y en sí mismo inaprensible‖ dice Andacht, ―infinito abierto‖ dice Corrington55, lugar de una discontinuidad, dice el propio Peirce. Según decíamos, ―la continuidad supone cantidades infinitesimales‖. (Peirce,


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1988, p. 262-3), podemos identificar la infinitesimalidad con esa condición del presente como estado naciente de lo actual porque, si como dice Peirce, ―lo que está presente a la mente en cualquier instante ordinario es lo que está presente durante el momento en que transcurre este instante. Así el presente es mitad pasado y mitad por venir‖ (Peirce, 1988, p.264) El eje de la infinitesimalidad temporal inserta, intensivamente, la imposibilidad de clausura semiótica en la evanescencia del presente. Desde esa zanja sin fondo de la infinitesimalidad, emerge la posibilidad creativa de la lógica peirceana. Y en ella radica lo que Peirce define como la vaguedad del signo (Peirce, 1988, p. 233). Ahora bien, este gesto de apertura es un de los componentes de la dialéctica de la semiosis. A respecto, advierte Peirce en la siguiente nota al pie: cuando hablamos de la profundidad, o significación, de un signo estamos acudiendo a la abstracción hipostática, aquel proceso por el que consideramos un pensamiento como una cosa, por el que hacemos a un signo interpretante, objeto de un signo. (…) Siempre que hablamos de un predicado estamos representando un pensamiento como una cosa (…) de no ser por la abstracción hipostática, no podría haber generalidad alguna de predicado (Peirce, 1988, p. 237)


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Es la propiedad de la apertura del continuo semiótico la que exige, a su vez, una precaria clausura hipostática, ésta nos rescata del infinito que disolvería la significación. Si el pasado es suma de faits accomplis cuyo ―acabamiento es el modo existencial del tiempo‖ (Peirce, 1988p. 247) y el futuro ―actúa como actúa una ley‖ (Peirce, 1988p. 247)y por lo tanto no es actual sino en virtud de una idea o necesaria o posible; el presente, de realidad tan inescrutable, ―es simplemente ese estado naciente entre lo determinado y lo indeterminado (…) La conciencia del instante presente es, pues, la de una lucha por lo que será‖ (Peirce, 1988, p.250) o como dice Andacht, ―apertura, puro juego creativo y visionario, de lo que no es pero tampoco es futuro probable y regularizador, sino mero instante vibrátil, flotando en el limbo de lo concebible e interpretable‖ (Andacht, 1997, p.1287). La estructuración de la urdimbre semiótica supone, entonces, esta dialéctica de determinación e indeterminación que se expresa en el presente como lucha entre hábito y chance.

La doctrina de la necesidad revisada o el Tijismo inevitable del continuo La identificación de un espacio de apertura en la temporalidad presente del continuo, convoca otro de los ejes que, tal como es expresado por el propio Peirce en la serie de artículos publicados en la revista The Monist a los que hemos hecho referencia en varias oportunidades, conforman su cosmología. Se trata de la


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Teoría de la Chance. Hemos decidido no traducir este término para conservar la densidad de su sentido en inglés, en la medida en que las acepciones que podríamos hacerle corresponder en español (casualidad, posibilidad, contingencia, azar, oportunidad) constriñen, según entendemos, su riqueza significativa, obligándonos a enfatizar uno de sus matices, en detrimento de los otros. Decíamos que uno de los aspectos más fecundos de la concepción continuista de Peirce es la posibilidad que esta ofrece de restituir un entramado de vínculos que los caminos de la filosofía tradicional han tendido a divorciar; así, indicábamos en el capítulo anterior, la imbricación que en la obra peirceana se revela entre las dimensiones estética y lógica del conocimiento. Ahora, veremos de qué modo, en virtud del desarrollo de una cosmología continuista, Peirce despliega una perspectiva filosófica de profundas consecuencias epistemológicas. Partimos desde un punto -quizás arbitrario- para introducir este componente del pensamiento peirceano priorizando no tanto la historia del desarrollo de su pensamiento, como la lógica de su comprensión. Nos referimos a la siguiente observación que conjuga dos de las disciplinas en las que Peirce se involucró personalmente, la matemática teórica y las ciencias empíricas. Dice Peirce, ―para aquel que está detrás de escena, y conoce las más refinadas mediciones de masas, longitudes, y ángulos, (….) la idea de la demostración empírica de la exactitud matemática le parecerá simplemente ridícula. (Peirce, 1956, p. 188)


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A partir de este saber propio del ejercicio empírico de la ciencia, Peirce despliega uno de sus argumentos filosóficos más significativos, contra lo que él mismo denomina la ―doctrina de la necesidad‖ y que identifica como el fundamento de una cosmología mecanicista del universo. Así dirá que: Aquellas observaciones que generalmente son aducidas a favor de una causalidad mecánica, sólo prueban que existe un elemento de regularidad en la naturaleza (…) Pero en relación con su exactitud, toda observación, directamente se opone a ella (…) Trata de verificar cualquier ley de la naturaleza y encontrarás que cuanto más precisas sean las observaciones, con mayor certidumbre revelarán desvíos irregulares respecto de esa ley (Peirce, 1956, p.190)

Aun si se aducen causas relativas a imperfecciones de los instrumentos de medición, llegará un momento en que –confía Peirce– debamos admitir un componente de indeterminación y chance. El valor de estas observaciones no es meramente técnico sino que se encuentra en la base de toda una perspectiva cosmológica, aquella que entiende que el universo participa de algún modo de crecimiento y evolución. La chance subyace a la diversidad con que se producen los desvíos y estos, en las formas de la diversificación, la especificación, la irregularidad, ponen en jaque toda pretensión explicativa que se limite a la


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inmutabilidad de las leyes. (Peirce, 1956, p.194) Esta afirmación vale para objetos tan dispares como ―individuos animales y vegetales (...); la historia de los estados, las instituciones, el lenguaje, las ideas; (...) la paleontología, (…) la geología (…) las modificaciones registrables en los sistemas estelares…‖ (Peirce, 1956, p. 1956) Todos estos fenómenos, inconmensurables en múltiples aspectos, comparten sin embargo su capacidad de desafiar la regularización mecanicista que descansa en una filosofía de la absoluta y cerrada necesidad. Mientras la rígida exactitud de la causalidad muestre un fracaso, dice Peirce: no importa cuán pequeño –sea por una estricta cantidad infinitesimal- ganaremos espacio para insertar la mente, en nuestro esquema, y ponerla en la posición que como la única cosa auto-inteligible, está destinada a ocupar, aquella de fuente de la existencia; de esta manera resolvemos el problema de la conexión entre el alma y el cuerpo. (Peirce, 1956, p.198) Entendemos, ahora, esa sutil –infinitesimal- distancia que nos separa del razonamiento de aquella rana y subrayamos, entonces, que allí donde Peirce dice ―mente‖ no puede entenderse conciencia individual sino una trama lógica y semiótica de razón, hábitos, signos, posibilidad. Desde un abordaje netamente filosófico, es posible arribar a la misma conclusión. En el artículo titulado ―La doctrina de la necesidad examinada‖ Peirce se propone revisar la ―creencia común de que cada hecho singular del universo


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está determinado con precisión por alguna ley‖ (Peirce, 1956, p.179). Según palabras del autor, esta concepción se manifiesta por primera vez en la afirmación de Demócrito ―el atomista‖ sobre la impenetrabilidad de la materia. Es decir, en virtud de un estrechamiento de la incumbencia filosófica a las formulaciones mecánicas, a partir de las cuales, el filósofo antiguo realiza un salto directo a la conclusión que afirma que el universo entero se explica según el principio de la acción. Contra esta tradición, Peirce ubica el pensamiento de Epicúreo, quien describe, para los átomos, movimientos espontáneos de desvíos respecto de sus cursos regulares, a partir de lo que despliega una teoría filosófica de la vida y el intelecto. (Peirce, 1956, p. 180) Claramente, encontramos en este fragmento la clase de ―desvío‖ que Peirce reconocía en toda pretensión de verificar la exactitud regular de la matemática en los fenómenos de la naturaleza. Pero de alguna manera, otra tradición dialoga aquí, se trata de una concepción ya clásica de las ciencias exactas y naturales contemporáneas, que rechaza la definición de los átomos como fragmentos indivisibles y últimos de materia. Contra esa idea, Peirce afirma que ―no tenemos derecho de sostener, lógicamente, que la impenetrabilidad absoluta o la exclusiva ocupación de un espacio es propiedad de las moléculas o de los átomos‖ (Peirce, 1956, p.240) El rechazo de fragmentos últimos de materia en términos físicos convoca, sin duda, la concepción matemática del continuo y su radical rechazo del


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individualismo. La teoría física de la energía concibe a los átomos como pequeñas constelaciones, sistemas, y no individuos; que, según entiende Peirce, en la medida en que se comportan tomando hábitos, desafían la propia Ley de la energía. Sobre esta tendencia al desvío, que también puede explicarse como una dialéctica entre plasticidad y elasticidad, se asienta la posibilidad de la diversificación, base del crecimiento y la evolución. Aquellos que insisten en la doctrina de la necesidad, insistirán, en su mayoría, en que el mundo físico es enteramente individual. Donde la ley involucra un elemento de generalidad. Pero afirmar que la generalidad es primordial, pero la generalización no lo es, es como decir que la diversidad es primordial, y la diversificación no. Esto tornaría de cabeza a la lógica misma. Como sea, está claro que nada sino un principio del hábito, en sí mismo basado sobre el crecimiento por hábito de una tendencia infinitesimal de la chance a tomar hábitos, es el único puente que puede cruzar el abismo entre el caos y el cosmos del orden y la ley (Peirce, 1956, p.260) Entender que la materia jamás obedece sus leyes ideales con absoluta precisión, sino que hay sutiles, casi insignificantes, desvíos fortuitos respecto de la regularidad cuyos efectos serán seguidos por otros, llegando a desvíos más significativos que atentarán contra la regularidad de los hábitos, permite aceptar


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un componente mecánico, en cierto plano de la explicación del universo y de la vida, pero inscribiéndolo en la filosofía idealista que Peirce denomina Tijismo, en una dialéctica de chance y hábitos, o como advertíamos más arriba, de apertura y clausura. En una empresa tan rica como profundamente ambiciosa, Peirce tenderá a interpretar esta dinámica de su cosmología evolutiva con el nombre de Amor término cuya rusticidad dispensa bajo la excusa de la pobreza del inglés, ―este dialecto de piratas‖- y que debiera entenderse, más bien, como ―Eros, el amor exuberante‖. (Peirce, 1956, p. 267-300)

Algunas conclusiones: la doble inscripción del infinito En relación con la esperanza general del conocimiento, dice Peirce: ―Debe haber alguna pregunta que ninguna investigación pueda jamás responder. Si es así, hay una laguna en la completud de la realidad.‖ (Peirce, CP 8.156) La inteligibilidad completa del universo es la base de la idea de verdad como ideal regulativo, sostenido por las ciencias normativas –lógica, ética y estética- . Como concluye Machuco Rosa: El límite ideal del conocimiento es de forma casi estricta, lo Absoluto: este es el referente universal que todo mide porque él mismo está fuera de los fenómenos. Ese Absoluto es análogo al ―punto ideal‖ en geometría proyectiva y representaría la verdad o la realidad perfecta.

Semióticamente,

lo Absoluto es el


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interpretante último. (Peirce, NE 4.240) el punto imaginario que postula la inteligibilidad total. (Machuco Rosa, 2003, p. 360-9)

Ahora bien, dice Peirce: Esa es nuestra concepción de realidad, la esencia misma de la palabra, aquello que creeríamos si la investigación fuera llevada hacia su más lejano límite donde ningún cambio ulterior de creencia fuera posible. Su naturaleza es la de un infinito, una auténtica singularidad de un continuo lógico, tal que se diferencia toto coelo de todo paso intermedio por más cerca que este se encuentre de aquella.‖ (Eisele, 1976, 4, p.134)

Encontramos en este pasaje que la definición de la realidad dialoga con una concepción ideal regulativa de la verdad. Su naturaleza, si acaso tuviéramos la posibilidad de alcanzarla –y esto sería, acceder plenamente y sin resto a una creencia última, inmutable, absoluta- nos ofrecería la forma del singular de un infinito, esto es un límite. Pero, como hemos visto, el límite de un infinito, en tanto singular, es en sí mismo infinitesimal. No reviste la forma de un punto último sino la de una pura posibilidad, el lugar discontinuo de la continuidad. Si la realidad cancela precariamente su vaguedad semiótica en el hábito comunitario, podemos decir que el pensamiento es lo que es, en función del futuro


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del pensamiento porque su existencia contiene, en cada posibilidad latente, el desarrollo del pensamiento futuro de la comunidad. Así, la extensión ilimitada que sitúa a la verdad como ideal regulativo (Haack, 1977) de la articulación entre pensamiento y realidad, hunde sus raíces sobre otro inacabamiento: el infinito intensivo de la imaginación, en el presente semiótico. En esa clave se entiende a qué se refiere Peirce cuando afirma: cuando un hombre desea ardientemente conocer la verdad, su primer esfuerzo deberá ser el de imaginar qué cosa será la verdad y que por lo tanto (…) Enseguida después de la pasión por aprender, no hay otra cualidad tan indispensable para la prosecución del éxito de la ciencia, como la imaginación. (Peirce, CP. 1.46-7)

La temporalidad cronológica es subvertida en el razonamiento peirceano. El orden de la terceridad supone la intervención de la infinitud y, por lo tanto, la realidad expresada en este orden, no puede nunca completarse sino en virtud de remitir a un ―más allá‖ del acto semiótico que apenas puede ser momentáneamente suturado en el plano existencial del hábito comunitario. La temporalidad semiótica implicada en la noción de realidad se encuentra constitutivamente atravesada por el orden infinitesimal y es por ello que no puede pensarse en términos de unidades discretas. La infinitud de la temporalidad lineal se anuda a la infinitesimalidad


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intensiva, de modo que la inconmensurabilidad del todo se reproduce en el inacabamiento de sus partes. Podemos repensar, ahora, en toda su densidad, la fuerza de la idea del continuo como estructura de intelección de la realidad, su capacidad expansiva y su condición reflexiva, es decir, el modo en que sus partes congenian con la posibilidad del todo. Dos infinitudes se anudan en las coordenadas horizontal e intensiva, para indicar el carácter crecientemente complejo de universo y pensamiento. Un diálogo sostenido en la convicción del valor heurístico de la imaginación y del amor en y por el conocimiento. Admite Peirce: ―fui forzado a admitir que de ella (la resolubilidad universal) no hay sombra de garantía. (…) entonces el Universo no es perfectamente real.” (Peirce, MS 290, p.52) De aquí resulta que es lo real mismo lo que abre su naturaleza hacia una cierta indefinición (Peirce, MS 290, p.52). Así queda abandonada la esperanza de las verdades regionales, todo lo que tenemos es la esperanza de la verdad como acercamiento al límite de la completud que nunca llegará, esto es un ideal regulativo. Y así, ―la esencia de la razón es tal que jamás puede tornarse completamente perfecta.‖ (Peirce, C.P. 1.605). Este precio que paga el pragmaticismo reditúa en la apertura hacia la diversidad, la chance y el crecimiento que, basados en el rechazo del poder del individuo solo, recuperan para la razón la densidad social y el amor.

Bibliografía


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Zalamea, F., ―Charles S. Peirce. El borde y el péndulo‖, en Razón de la frontera y fronteras de la razón, inédito


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Huellas De un modelo epistemológico indicial María Elena Bitonte Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires

Introducción Los campos científicos son espacios desde donde se referencian las diferentes clases de fenómenos. Se puede decir, en este sentido, que el hombre, el sujeto, el individuo, el organismo, el actor social, el ser de razón, el animal político, no son sólo costados diferentes del mismo objeto: son objetos distintos. De esta manera, las disciplinas se distinguen entre sí, no sólo por los marcos conceptuales y métodos que utilizan, sino también por el recorte que hacen de su objeto y por el fundamento que justifica dicho recorte. Voy a hablar en este capítulo de algunos conceptos fundamentales de la semiótica de Charles Peirce, de sus bases epistemológicas, de la productividad de los conceptos que emplea y voy a tratar de situarlos en el campo de luchas sobre el que se debatieron. Con ese fin, voy a partir de la confrontación entre dos modelos epistemológicos en conflicto: uno que abarca el universo positivista, iluminista y cientificista, que derivó en el funcionalismo y alcanzó su esplendor a fuerza de imponer la verdad como un concepto objetivo y la experiencia como un terreno observable y medible, y el otro, que enseguida empezaremos a llamar indicial, cuya propuesta científica implica un recorrido que partiendo de la experiencia tiende a la verdad como horizonte común. Del primero se deriva la estructura, la estadística, la esquematización. Del segundo, la posibilidad de comprender procesos, la relación entre lenguaje, experiencia y pensamiento. El paradigma indiciario


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Médicos, historiadores, carpinteros, marineros, cazadores, pescadores y las mujeres en general, entre otros, operaban en el vasto territorio del saber conjetural (Ginzburg, 1989, p. 129). Carlo Ginsburg (1989) describió cuidadosamente el surgimiento ―silencioso‖ de un modelo epistemológico nuevo en las Ciencias Sociales al que llamó ―paradigma indiciario‖ y cuyo advenimiento, en el siglo XIX, no fue

un

alumbramiento estridente sino el resultado de una serena vigilia, en medio de la bulla del positivismo. ―Silencioso‖, me parece un buen atributo, porque desplaza el acento del sentido de la vista, que históricamente ha cristalizado metáforas como ―la luz de la razón‖, ―iluminación‖,

―Iluminismo‖ o asociaciones entre ―ver‖ y

―saber‖. Imaginemos el primer bostezo de este modelo que comenzó a remover modos de percepción fosilizados, como

el oculocentrista y a estimular otros

órdenes de percepción y de expresión (olfativo, táctil, acústico, oral, gestual, kinésico, etc.). ―Silencioso‖, además, sugiere ―sigiloso‖, que irrumpe justo, cuando no está previsto. El paradigma indiciario orienta la percepción hacia lo menos evidente. Parece que esa es su mayor virtud: ―Dios se oculta en los detalles‖ dice el epígrafe que encabeza el capítulo que comento. La cita es de Aby Warburg y Gustave Flaubert. Ahora bien, aunque este paradigma basado en la interpretación de indicios alcanzó cierta influencia hacia fines del siglo XIX, su genealogía puede rastrearse desde épocas muy remotas. Es común encontrar en los tratados de semiótica, para explicar la génesis de esta disciplina, referencias a culturas indiciarias: a comunidades primitivas (agrarias o cazadoras), a la medicina antigua (recogida por Hipócrates y Galeno) e incluso a las artes adivinatorias. Cuando la mayor


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preocupación de los hombres era proveerse de alimento se convertían en cazadores avezados y aprendían a reconocer la pista de sus presas en los indicios más minúsculos: ―huellas en el terreno blando, ramitas rotas, excrementos, pelos o plumas arrancados, olores, charcos enturbiados, hilos de saliva‖ (Ginzburg, 1989, p. 125). Los relatos populares recuperaron esta forma de conocimiento y lo transmitieron por generaciones. Un tipo de saber que partiendo de fragmentos mínimos de la experiencia, como las huellas de las aves en la arena o las marcas en la piel de un enfermo, fue sin embargo, el germen de la escritura y de la medicina. El texto de Hipócrates (s. V-IV a C) llamado Pronóstico, aconsejaba que lo primero que debía ser tomado en cuenta por el médico era la cara del enfermo y describía el rostro del moribundo: los ojos y pómulos hundidos, las orejas frías, el tiritar, el color y la piel seca de la cara, su color plomizo (Serrano, 1992). Pese a las resistencias que generó en su comunidad, entre los, la medicina hipocrática tuvo una importancia científica y simbólica sin precedentes y se consolidó como una medicina semiótica, fundada, sobre la idea de síntoma. La fuerza de los indicios consiste en establecer un contacto existencial, tanto con el objeto que designa como con el sujeto que lo percibe. Peirce mostraba este doble direccionamiento en la siguiente definición: ―... el segundo es el índice, que tal como un pronombre demostrativo o relativo, fuerza la atención hacia el objeto particular aludido sin describirlo‖ (1.369). De esto se sigue que el poder de los índices consiste no en una capacidad representativa (descriptiva, denotativa) sino en tocar al objeto en un punto, como el vértice de una flecha, un dedo índice o una erupción de la piel se conectan con aquello que apuntan. Un indicio es un detalle, la estructura, una totalidad. Las aproximaciones indiciales o semióticas tienen preferencia por los aspectos cualitativos, el caso, el hecho singular. Además, son compatibles con un saber conjetural, razón por la cual, se interesan por la huella como por el proceso que la generó, ubicándose en


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las antípodas de la ciencia natural moderna, fundada por Galileo (1564-1642), basada en el cálculo matemático y el método experimental. La Ciencia tuvo que elegir entre alguno de estos dos rumbos: o bien resignar lo individual para poder dar cuenta de lo general, que parecía acercarla de un modo más riguroso a las Verdades Universales o intentar por el camino más inquietante del azar, lo irrepetible y epecialmente, la posibilidad de re-establecer relaciones. Fue así como se dividieron las aguas entre las Ciencias Naturales y las Ciencias Sociales. Con la reducción de los aspectos cualitativos se consolidó la decisión epistemológica a favor de la clasificación, la cuantificación, la estadística y el rigor. En el caso de las ciencias del lenguaje, la crítica textual y la lingüística alcanzaron su estatuto científico cercenando rasgos considerados no pertinentes, como la letra de los manuscritos, la entonación, la gestualidad, la acción y el uso del lenguaje, las circunstancias y el hecho mismo de enunciación. La preferencia de Ferdinand de Saussure (1857-1913) por el método sincrónico, precisamente, se justifica porque el estudio de los ―estados‖ de la lengua permite la segmentación, la división en series, la jerarquización, la observación de regularidades para el establecimiento de leyes generales. Y es precisamente por eso que necesitó adoptar el modelo de las ciencias naturales –eliminando los rasgos individuales del lenguaje- para erigirse como un cuerpo de saber científico. En cambio, por ser el indiciario, un paradigma lateral, anti-esencialista, antirepresentacionalista y contra-hegemónico, los modelos que generó se vieron más inclinados a las relaciones y procesos que a las objetivaciones. La producción teórica en este campo, en la medida en que modificaba el orden establecido, siempre fue vista como una provocación, razón por la cual estos modelos suscitaron fuertes reacciones, pero fueron resistentes. Me voy a ceñir, en lo que sigue, a un estudioso que tuvo la aspiración –o el entusiasmo- de erigir su edificio teórico sobre la base de este sistema epistemológico: Charles Sanders Peirce.


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Contribuciones de Peirce al campo de la lógica y la semiótica Peirce nació en Cambridge (Massachusetts) en 1839 y enseñó matemática, historia de las ciencias y lógica en la universidad más prestigiosa de ese estado, la de Harvard. En 1884 funda su cátedra de Lógica en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, donde se desempeñó desde 1879 hasta que fue separado en 1884, a la edad de 45 años, por consejo del comité ejecutivo de dicha institución. ―De este modo –afirma Apel, p. 137– terminaba la prometedora carrera académica del más original filósofo americano‖. Muere en 1914, alejado del ámbito académico en Milford (Pensylvania) sin llegar a publicar –ni siquiera a sistematizar- el grueso de su producción escrita. Recién entre 1931 y 1932 comienzan a compilarse sus escritos, los que se publicaron bajo el nombre de Collected papers. Si hacemos un seguimiento de su teoría a lo largo de los años, podremos observar cómo su pensamiento se torna más sustentable a medida en que va retomando escritos anteriores para generar nuevos. De hecho, en su producción no se da un progreso en el sentido de una evolución lineal sino proceso espiralado donde lo nuevo es el resultado de una paciente reelaboración de lo anterior. Peirce demuestra así, su teoría con su propia práctica: argumentamos para conocer y todo conocimiento parte de un conocimiento previo, que será, a su vez, interpretado por otro, provocando un continuum ilimitado y al parecer, cualitativamente, más desarrollado. Para contextualizar la teoría de Peirce en el marco filosófico y cultural de su época, hay que decir que toda la primera parte del siglo XIX estuvo signada por el idealismo alemán y el romanticismo, en ríspida convivencia con el realismo y el positivismo. Peirce discutió a las teorías que postulaban que el sujeto imprime su forma al objeto y mantuvo una franca oposición a la filosofía de Hegel y a toda forma de idealismo. También se opuso a las aproximaciones que erigían a la Razón como única fuente válida para el conocimiento, así como a las que


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postulaban una relación entre el sujeto y el objeto sin mediación. En plena exaltación de las ciencias experimentales, su mirada retrospectiva hacia Leibniz y Kant se constituyó como una réplica al racionalismo y al empirismo, y se orientó hacia el pragmaticismo, del cual fue precursor. La teoría peirceana no tuvo una relación apacible con la Lógica vigente en su época sino, antes bien, perturbadora. En efecto, la Lógica se había afirmado históricamente como la base de toda ciencia, ya que su materia prima eran los símbolos y su objetivo, los principios que conducen a los razonamientos correctos. Aunque hubo en los siglos XVII y XVIII, sistemas filosóficos que intentaron asociarla a la epistemología (como los de Leibniz y Kant), el salto desde las formas del razonamiento válido a la pregunta ―¿cómo conocemos?‖ se da con Peirce, en el marco de una aproximación semiótica a la vez cognoscitiva y social. Por otra parte, su tenaz afirmación de la importancia de los índices es una severa crítica a la concepción del lenguaje como representación, que permite problematizar en qué consiste la relación entre lenguaje y experiencia. Entre sus mayores aportes pueden considerarse los siguientes:

1) En primer lugar, la construcción de una teoría cuya arquitectura se sostiene sobre los ejes estructurantes de tres categorías: la primeridad, la secundidad y la terceridad. Luego, la concomitante concepción del conocimiento de estas categorías, que se sigue de la necesaria mediación de un signo que compromete la cualidad, el hecho y su codificación. Este encuadre da lugar a tres tipos de signo. De manera que, mientras la lógica tradicional se ceñía únicamente a los símbolos, Peirce advierte la necesidad de expandir el campo a los íconos y a los índices, ante la perplejidad de la comunidad científica de su época. Esto tuvo enormes implicaciones en las distintas áreas de la cultura que fueron llamadas a replantear sus tranquilizadoras explicaciones fundamentadas en la analogía o el


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orden simbólico. 2) El desarrollo del universo de la lógica entendida como parte fundamental de la semiótica. Esto tiene varias consecuencias teóricas, en primer término, en lo que hace a la re-definición de la noción de verdad, que será entendida no como una mera propiedad de la proposición, sino como el destino de todo pensamiento basado en la experiencia colectiva. En segundo lugar, en lo que respecta a la ampliación de los tipos de razonamiento, que en virtud de lo expuesto, incluirán, además de la deducción y la inducción, la abducción. 3) La consideración de aspectos tanto lógicos como pragmáticos en la semiosis, con la postulación de un signo que no se reduce a un contenido y una expresión sino que implica, además de su dimensión simbólica, la dimensión pasional y la acción o experiencia. A propósito de esto, Peirce propone que la regla para esclarecer nuestro pensamiento, principio al que denomina ―máxima pragmática‖, consiste en postular que el modo de hacer claras nuestras ideas sobre la realidad descansa sobre dos pilares: la experiencia y la comunidad. Esto le permite formular no sólo las condiciones formales para la indagación científica sino además, una dimensión social de la realidad orientada por los hábitos interpretativos. Este encuadre lógico-pragmático de Peirce deriva en una ética: la relación entre acción y verdad, culmina en el planteo de una intervención orientada a la transformación del mundo.

La consideración de estas cuestiones fue lo que le permitió a la semiótica realizar el giro que corrió el eje del lenguaje. En lo que sigue voy a desarrollar en qué consisten y cuáles son las ventajas de estos aportes de Peirce al campo.

Categorías


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―La cuestión es no qué es en verdad el pensamiento sino que lo que es ese pensamiento puede ser conectado con una representación por otros pensamientos subsiguientes‖ (5.289).

Como adelanté, Peirce formula su teoría en términos de una lógica de relaciones que entrelazan las tres categorías del ser y del conocer: la primeridad, la secundidad y la terceridad. ¿Qué son las categorías? Guiomar Ciapucio, quien se interesa por las operaciones de categorización en relación con el análisis del discurso, explica: ―La necesidad de clasificar es intrínseca al ser humano: Para comprender el mundo que nos rodea, percibimos las similitudes y diferencias y a partir de allí surge inmediatamente la necesidad de ordenar, jerarquizar, en suma, establecer tipos de objetos, acciones, eventos, situaciones, sobre criterios de orden diverso. Esta forma de operar del sistema cognitivo humano tuvo desde la antigüedad su reflejo en las artes y humanidades y constituye hoy en día una preocupación fundamental en los estudios discursivos y textuales‖ (Ciapucio, 1994, p. 13). Distintos filósofos organizaron su concepción del mundo a partir de la deducción de ciertas categorías. Aristóteles y Kant, son algunos de estos referentes teóricos para Peirce. La noción de categoría responde a la pregunta ―¿qué clase de cosas son las cosas?‖ Para Aristóteles, las categorías son los géneros supremos. Son principios lógicos, organizadores de las cosas, los que


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permiten, precisamente, su aprehensión intelectual: ¿qué es?, ¿cuánto?, ¿cómo? ¿con respecto a qué? ¿dónde? etc. En este sentido, las categorías propuestas por Aristóteles son diez: Substancia, Cantidad, Cualidad, Relación, Lugar, Tiempo, Situación, Posesión, Acción, Pasión. En la Edad media, estas categorías fueron asimiladas a predicamentos atribuidos a un sujeto, con lo que quedaban reducidas a rasgos gramaticales, equivalentes a partes de la oración, perdiéndose así, la relación entre estos términos y el pensamiento. Para Kant, por su parte, las categorías son conceptos a partir de los cuales se hace posible el conocimiento de la realidad fenoménica, recuperándose el sentido cognoscitivo de dicha noción. Las categorías kantianas son cuatro, descomponibles, a la vez, cada una de ellas, en tres: Cantidad (unidad, pluralidad, totalidad); Cualidad (afirmación, negación, limitación);

Relación

(substancia-accidente;

causa-efecto;

acción-pasión);

Modalidad (posible-imposible; existente-inexistente; contingente-necesario). Peirce parte de la idea de que el mundo se presenta al sujeto a partir de percepciones que si bien surgen de datos empíricos, son en principio, fragmentarias e inconexas. Se trata de lo que Peirce llamó, retomando a Kant, el fenómeno o phanerón (en griego

es aquello que se nos muestra o aparece)

y que dio lugar a esa ciencia que denominó la faneroscopía. Las Categorías peirceanas son clases lógico-cognoscitivas. En este sentido no responden a ninguna estructuración psicológica, ni jerárquica ni cronológica. La doctrina de las categorías de Peirce explica la semiosis como proceso inferencial a través de signos. Si se me permite, voy a acercarme a su teoría desde una zona marginal, remitiéndome a un género ―no científico‖, como es el epistolar, donde encuentro,


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en la primera carta que Peirce le envía a su compañera intelectual, Lady Victoria Welby (1837–1912), con quien mantuvo intercambio epistolar durante nueve años, una síntesis de su teoría de las Categorías. Allí comienza por afirmar el carácter mediador de los signos señalando que ―el más elevado grado de realidad sólo se alcanza a través de signos‖ (Peirce 8.327, carta del 12/10/1904). Nada que no sea signo –nada que no sea simbolizado- puede ser conocido. 1) La primeridad es una categoría no relacional. Abarca ―aquello que es tal como es, sin referencia a nada más‖ (8.328). Corresponde al mundo de las sensaciones, los afectos, la apariencia, las cualidades. De acuerdo con esto, únicamente puede ser objeto de comparación. La primeridad es la cualidad desterritorializada, aparte del objeto. Constituye un mundo de cosas solamente posibles. Pero como no existe cualidad sin sustancia, forma sin materia, potencia sin acto, la primeridad se actualiza en la secundidad. ¿Podríamos tener alguna idea de esa clase? ¿podríamos aislar lo negro, por ejemplo, de la estufa? ¿la pesadez, del tintero? ¿la frialdad, del hielo?, ¿la forma, de la materia? De ninguna manera. Porque ni siquiera con una intensísima práctica de ascetismo llegaríamos a concebir la negritud en sí misma: tendríamos siempre la imagen de algo negro (una mancha, una sombra, un velo). No podemos pensar lo que no es imaginable o lo imposible (una recta curva, un círculo triangular). Pero sí podemos pensar en cosas de las que, aunque no existan, podemos forjarnos una imagen (un vaca que vuela, un cíclope). De ahí que la primeridad sea una categoría pre-cognitiva. La pregunta sobre los universales fue el centro de las controversias entre nominalistas y


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realistas: ¿existen dichas entelequias? ¿qué clase de realidad constituyen? A través de la deducción de las Categorías, vemos cómo Peirce resuelve este dilema, planteando tres dominios del ser y del conocer: lo posible, lo existente y lo real. La negritud no existe: necesita de la estufa para existir. Así, se puede afirmar que esta clase de ideas, aun cuando no existen, son reales. Peirce realiza una síntesis entre nominalismo y el realismo, inclinándose hacia el realismo, tal como lo muestra Roberto Marafioti (2004) en su extensa digresión sobre estas posturas. ¿En qué consiste el realismo de Peirce? en demostrar que los conceptos generales tienen su comprobación en la experiencia. Es decir que si cada vez que se me presenta una idea particular (algo frío, algo bueno) me hace actuar de determinada manera, entonces, su sentido no consiste en la abstracción intelectual que me hago de ella sino en su capacidad de generar una regla general de acción. De ahí que el concepto (universal, abstracto) tiene una realidad: se actualiza en el hábito. O como lo entiende Karl Otto Apel (1997, p. 84-85), retomando la tesis de Pragmatismo que Peirce presentara en el Club de los Metafísicos en 1871: la esencia de las cosas se explicaría por las experiencias que son capaces de suscitar con regularidad. Volveré sobre esto luego.

2) La secundidad se define como ―el modo de ser de aquello que es tal cual es, con respecto a un segundo pero sin referencia a un tercero‖ (8. 328). Es pues, es una categoría relacional. Es la relación del signo con su exterior, donde el signo


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deviene signo-de o signo para. Consiste en un vínculo existencial entre un sujeto y un objeto. Es el espacio donde la primeridad se territorializa. Siguiendo la línea planteada anteriormente, la secundidad es el terreno donde se establece la conexión entre los conceptos universales y los particulares. Corresponde al mundo de las experiencias, de los hechos, de lo existente. Se puede experimentar como la tensión entre los estados internos y la irrupción del mundo exterior. Es decir que la secundidad es una instancia de conflicto en la semiosis. Siempre implica la dualidad, es decir la tensión entre dos fuerzas que se oponen: fuerza-resistencia, acción-reacción, causa-efecto, etc. Por eso puede establecer relaciones de funcionamiento. Peirce la identifica con la acción, pero la acción pura o bruta, es decir, sin intervención del pensamiento (8. 330). De hecho, se trata aún de una instancia pre-cognitiva, pero condición de producción del conocimiento: ―Es en este nivel en el que debemos introducir el sistema cognitivo tal como lo describió Peirce. En la relación que hemos llamado ―interpelación‖ y que permite todo conocimiento se presenta la relación recíproca con el mundo‖ (Fisher, 1999, p. 54).

3) La terceridad se define como ―el modo de ser de aquello que es tal cual es, relacionando un segundo con un tercero entre sí‖ (8. 330). En principio podría ser explicada, siguiendo a Apel (1997, p. 216) como el concepto general que se constituye mediante un hábito. Es decir que la terceridad es el espacio donde se


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realiza el signo. Entonces corresponde al mundo del pensamiento, por lo que podemos afirmar, ahora sí, que se trata de una categoría cognitiva. Como tal, está sujeta a las leyes y hábitos que rigen el pensamiento y el lenguaje. Tal como lo define Peirce (3. 360), un signo es una relación cooperativa (ternaria) entre el signo, el objeto y la mente, que depende de un hábito. Las ideas de ley y hábito tienen en común su carácter regular (habitual) y regulado (normativo). Lo que permite tanto el pensamiento como el lenguaje es, precisamente, el carácter codificado del signo. De ahí se desprende su naturaleza colectiva y general (social) y su capacidad de establecer relaciones simbólicas o de representación. Esto explica también, por qué la terceridad es el espacio donde se construye lo real, en la medida en que involucra el orden simbólico, las convenciones sociales, la cultura. El dilema del realismo y el nominalismo se cierra, en este punto -lo podemos ver de dos maneras: se resuelve o se re-anudacon la paradoja que tan lúcidamente señaló Eliseo Verón:

Es preciso afirmar a la vez que hay una ―realidad‖ cuyo ser no depende de nuestras representaciones, y que la noción misma de ―realidad‖ es inseparable de su producción en el interior de la semiosis; es decir que, sin semiosis, no habría ―real‖ ni ―existentes‖. Porque son las leyes mismas de los signos las que


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nos llevan a postular que en el mundo hay cosas que no son signos (Verón, 1993, p. 116, destacado en el original).

De la categoría de terceridad se desprenden tres dimensiones fundamentales: cognoscitiva, social y real. La realidad de lo real reside en su cognoscibilidad. Así, Peirce renueva la tradición filosófica, enfatizando la idea de conocimiento como conocimiento posible: lo real es cognoscible y lo cognoscible es lo real. El pensamiento ternario permite pensar el conocimiento como un proceso semiótico infinito. Este proceso puede explicarse, entonces, como la producción de una inferencia hipotética, que no es otra cosa que una ―opinión consistente sobre lo real‖ (Apel, 1979, p. 44). En esta línea, el conocimiento no consiste en ser afectado por las cosas ni en afectar las cosas por una intuición. Los hechos exteriores no se nos presentan como totalidades ni de manera transparente sino a través de indicios de su propia existencia que provocan ciertos estados sensitivos (signos expresivos, cualitativos, conceptos), que se unifican a través de juicios sustentables (índices, proposiciones) y se expresan a través de símbolos o argumentos. Es decir que la posibilidad de todo conocimiento se sostiene sobre una operación mental que da por resultado un enunciado que tenga sentido (que sea semánticamente consistente) y que pueda ser verdadero. Tendrá sentido, no aisladamente sino confrontado con otras proposiciones que conforman su marco referencial. Y será verdadero, no en sí mismo ni con referencia a una conciencia


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trascendental (la Intuición, la Razón, la Autoridad, como dispositivos legitimantes) sino por referencia a una instancia social. De este modo lo real no debe ser entendido como aquello que un individuo o grupo particular pueden pensar acerca de las cosas sino como algo indisociable de la idea de comunidad. Retomando a Verón:

Lo social aparece así como el fundamento ultimo de la verdad: ―(…) Lo real es aquello sobre lo que más tarde o más temprano debería

desembocar

finalmente

la

información

y

el

razonamiento; lo que en consecuencia, es independiente de las extravagancias del yo y del tú. El verdadero origen de la realidad muestra que esta concepción implica esencialmente la noción de una COMUNIDAD, sin límites precisos, capaz de un crecimiento definido de conocimientos (5.311)‖ (1993, p. 119, destacado en el original).

A través de este pasaje extraído de “El hombre, un signo”, Verón pone de relieve el carácter co-construído de lo real, la dimensión de contrato social que lo legitima. De acuerdo con el semiólogo argentino, el pensamiento ternario permite situar el problema de la construcción de lo real en el ámbito discursivo (Verón, 1993, p. 123).


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Ahora bien, es preciso señalar que los planteos de Peirce acerca de lo real oscilan entre un punto de vista antropológico, que parte del ser humano y otro que se ubica en el lugar del investigador. Cuando en ―Cómo hacer nuestras ideas claras”, Peirce (1878) afirma ―La opinión destinada, en última instancia, a ser acordada por todos los que investigan, es lo que significamos con verdad y el objeto representado en esta opinión es lo real. Esta es la forma en que yo explicaría la realidad‖ (5.405-408), se está ubicando desde el punto de vista de la elite de intelectuales. Pero, inmediatamente, en una nota al pie de dicho escrito, Peirce destaca el valor de la experiencia pública en el conocimiento:

Entretanto, sabemos que el hombre no está completo en la medida en que es un individuo, que esencialmente él es un miembro

posible

de

la

sociedad.

Especialmente,

la

experiencia de un hombre no es nada si se da aisladamente. Si ve lo que otros no pueden ver, lo llamamos alucinación. Aquello en lo que hay que pensar no es en "mi" experiencia, sino en "nuestra" experiencia; y este "nosotros" tiene posibilidades indefinidas (5.402).

En el primer caso, el planteo deriva en la formulación de un concepto de verdad científica. Pero se trata de un punto de vista no asimilable, de ningún modo al adoptado por el cientificismo positivista-conductista. La visión pragmaticista de


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Peirce contrasta con aquel, en la medida en que la verdad no se establece por la descripción

exacta

de

las

conductas

observables

sino

gracias

a

la

experimentación y la reflexión. Y en ello va implicado un proceso inferencial, interpretativo y cooperativo. Por lo tanto la comprensión correcta no es el resultado de las objetivaciones de la mirada solitaria del científico sino de las representaciones mentales que se derivan del proceso social del conocimiento. Según Apel la denominación de pragmatismo ―se debía a que la explicación del sentido de una creencia científicamente relevante conduce siempre a un imperativo hipotético que liga las condiciones empíricas de una situación a fines prácticos posibles‖ (Apel, 1997, p. 144). Se trata, sin duda, de una aproximación científico-social. Destaco ahora, otra nota al pie, en este caso, tomada de La fijación de la creencia, en donde Peirce define la verdad en términos eminentemente pragmáticos: ―Pues la verdad no es ni más ni menos que el atributo de una proposición que consiste en que la creencia en tal proposición nos llevaría, con la suficiente experiencia y reflexión a una conducta que tendería a satisfacer los deseos que hubiésemos tenido. Decir que la verdad significa algo más que esto es decir que no tiene absolutamente ningún significado‖ (5.375). Así, desde el punto de vista de la Ciencia, el objetivo de toda investigación no es alcanzar la Verdad sino establecer una creencia firme, a partir de la experiencia y la razonabilidad. Un modelo basado en la razonabilidad supone que el razonamiento no es una mera estrategia para refutar o convencer sino un medio para el conocimiento. Su poder reside en resolver las diferencias en virtud de su carácter cooperativo (principio social de la terceridad). Entonces, es el argumento y no la Razón el espacio donde se dirime la aceptabilidad de una creencia. Cualquier creencia o punto de vista materializado en una proposición no es intrínsecamente verdadero ni falso. Sólo en el marco de un argumento, es decir por referencia a otras proposiciones

que conforman su universo simbólico se


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puede convenir que lo sea. De ahí que la confrontación entre puntos de vista en conflicto o del propio sujeto con la experiencia, se resuelve en el argumento no tanto como espacio táctico de la demostración ni la especulación persuasiva sino como espacio de entendimiento y pensamiento crítico. La meta de esta creencia es guiar satisfactoriamente nuestras acciones (las de todos los hombres). En esto consiste la formulación más elemental de la máxima pragmática. De esto se sigue que el pensamiento, el conocimiento y la investigación,

constituyen

prácticas

transformadoras

y

no

meramente

contemplativas del mundo. La semiosis como proceso Peirce ha construido un sistema dinámico que contrasta con los sistemas estáticos que se restringen al establecimiento de una estructura. Su sistema supone la puesta en marcha de

transformaciones:

se

trata

del

pasaje

de

un

agenciamiento a otro, de una estructura a otra (Fisher, 1999, p. 47)

Como se puede apreciar, el conocimiento del mundo no resulta una evolución lineal de una en otra categoría sino un proceso lógico, inferencial, que surge de la economía de las categorías. Ya en el siglo I a.C., el epicúreo Filodemo definía la semiosis como un proceso de inferencias a partir de signos. En esta línea, Peirce abre una perspectiva a partir de la cual se puede empezar a pensar el


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conocimiento como proceso. Esto supuso pasar de una teoría de la razón o una teoría de la intuición a una teoría de la inferencia, a la que él llama ―hipotética‖. Marafioti (2004, p. 86, retomando a Pieirce 2.444) destaca que la relación semiótica fundamental es, precisamente, la relación inferencial. A propósito de esto, Gérard Deladalle explica:

A este análisis de los perceptos o phanera, Peirce le da el nombre de faneroscopía. También se le da el nombre de fenomenología. Los perceptos o phanera son ―evidencias de los sentidos‖. Irrealidad última más allá de la cual no puede ir nuestra mente, ―los perceptos no son representativos de ninguna realidad más que ellos mismos (2.143). La mente que elabora esta realidad gracias a la faneroscopía puede a la vez separar sus elementos formales propios, tarea de la abstracción hipostática, y descubrir en ese proceso las categorías, tarea de la abducción. La abducción de las categorías no es una inferencia infalible; por el contrario, es una aventura injustificable en sí misma puesto que el pensamiento no tiene nada en común con el percepto. Es justificable a posteriori mediante deducción a partir de las


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categorías (Deladalle, 1996, p. 36).

Según se deduce de las categorías, un signo tiene una cualidad, se conecta con un existente y puede ser reconocido. Así, el signo de Peirce contiene tres elementos formales: el Interpretante, el Objeto y el propio signo o Representamen. Desde el punto de vista de la designación o la referencia (es decir, el señalamiento del objeto por el signo), se define como un proceso no lineal, ya que involucra un tercer término, el interpretante. Esto modificaba cualquier teoría de la representación vigente. Desde el punto de vista cognoscitivo, se trata de un proceso inferencial, cuyo equivalente epistemológico es la abducción. En el sistema de Peirce, el signo se define de la siguiente manera: 1) en relación consigo mismo (definición esencial), 2) en relación con su exterior, en tanto signode o signo-para, en una deriva infinita y 3) en la relación de interpretación, que es lo que permite la relación cognitiva del sujeto con el mundo (Fisher, 1999, p. 54). Todo lo que significa, significa algo para un

interpretante. Esto es lo que le

permite al signo ser reconocido. La significación, entonces, podría definirse como el efecto de un signo (esto es, de un interpretante) sobre otro signo. Cada signo es interpretante de otro signo y tiene la posibilidad (el poder) de generar otros Interpretantes que, a su vez son signos que tendrán la posibilidad de generar otros... Así, desde el punto de vista lógico, la semiosis es infinita. Imaginemos una red, donde cada nudo es un interpretante final, lo cual implica, por un lado, que la significación tuvo un punto de conclusividad respecto de los otros enlaces de la red, pero inmediatamente encuentra nuevas líneas de fuga hacia otros anudamientos posibles. Dicho en otros términos, el límite de un signo es otro signo. Si esto no fuera así, se establecería un signo dogmático. El interpretante de un signo puede concretarse como una idea no expresada o una


96 significación establecida, pero también como una acción: ―podemos tomar un signo en un sentido tan amplio que su interpretante no sea un pensamiento sino una acción o una experiencia‖ (8.332). Esto explica las tres maneras en que un signo puede apelar a su interpretante: el Interpretante inmediato, el dinámico y el final (Peirce, 1987, p. 119). Por otra parte, todo signo es el signo de algo. Esa es su naturaleza: estar en lugar de otra cosa. Eso otro es el objeto, un existente. Aquello en lo que pensamos está fuera de nuestro pensamiento, pero lo pensamos en signos:

Siempre que pensamos tenemos presente en la consciencia alguna sensación, imagen, concepción, u otra representación, que sirve como un signo. Pero se sigue de nuestra propia existencia (como se prueba por el hecho de la ignorancia y el error) que todo aquello presente en nosotros es una manifestación fenomenal de nosotros mismos. Esto no impide que sea un fenómeno de algo fuera de nosotros, al igual que un arco iris es a la vez una manifestación del sol y de la lluvia. Cuando nos pensamos, pues, a nosotros mismos tal como somos en este momento, aparecemos como un signo (Peirce, 1868b, p. 10).

Consideremos ahora, la siguiente síntesis de Peirce: ―Ahora bien, un signo en cuanto tal tiene tres referencias: primero, es signo para algún pensamiento que lo interpreta; segundo, es signo por [en lugar de] un cierto objeto del que es equivalente en este pensamiento; tercero, es un signo en algún respecto o cualidad, que lo pone en conexión con su objeto‖ (Peirce, 1868b, p. 10). De ella se


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sigue que todo signo tiene un fundamento, es decir, está en lugar de algo y lo hace en algún aspecto. Esto supone que el signo en tanto representante del objeto no recubre la totalidad de sus cualidades sino que lo presenta, indica o simboliza sólo en parte: ―El pensamiento-signo está en lugar de su objeto en aquel respecto en el que está pensado, es decir, este respecto es el objeto inmediato de la consciencia en el pensamiento‖ (Peirce, 1868b, p. 11). Lo cual nos coloca frente a la noción de ground, cuyo espacio coincide, desde luego, con el objeto inmediato. Notemos que la categorización y la clasificación de los signos tienen el propósito de explicar cómo conocemos. Esto responde por qué la hipótesis es una operación que recorre todo el proceso y por qué, para Peirce, incluso una cualidad no puede definirse como un mero atributo gramatical: ―una sensación es un predicado simple puesto en lugar de un predicado complejo; en otras palabras, cumple la función de una hipótesis‖ (Peirce, 1868b, p.13).

Es que cuando

selecciono alguno de los múltiples rasgos de un objeto y lo convierto en un predicado simple o juicio, estoy deduciendo el terreno (ground) sobre el cual es designado. De este modo, los tres correlatos a los que se refiere un signo definen los tres procesos semióticos fundamentales. Estos son definidos por Peirce como tres operaciones indispensables para generar conocimiento y están asociadas a las tres funciones de los signos: ―Tenemos, así, en el pensamiento tres elementos: primero, la función representativa que le hace ser una representación; segundo, la pura aplicación denotativa, o conexión real, que pone a un pensamiento en relación con otro; y, tercero, la cualidad material, o cómo siente, que da al pensamiento su cualidad‖ (Peirce, 1868b, p. 13). Por último, antes de pasar a la clasificación de los signos, es preciso destacar un aspecto sumamente importante para Peirce: el carácter material del


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signo. En sus palabras:

Tenemos que considerar ahora otras dos propiedades de los signos, que son de gran importancia en la teoría de la cognición. Dado que un signo no es idéntico a la cosa significada, sino que difiere de esta última en varios respectos,

tiene

que

poseer

claramente

algunas

características que le pertenecen en sí mismo, y que no tienen nada que ver con su función representativa. A éstas las llamo cualidades materiales del signo. Como ejemplos de tales cualidades consideremos en la palabra man [hombre] el hecho de que consta de tres [seis] letras –en un dibujo, el ser plano y sin relieve. En segundo lugar, un signo tiene que ser susceptible de estar conexionado (no en la razón, sino realmente) con otro signo del mismo objeto, o con el objeto mismo. Así, las palabras carecerían absolutamente de todo valor a menos que puedan conexionarse en frases por medio de una cópula real que une signos de la misma cosa. La utilidad de algunos –como una veleta, una etiqueta, etc.consiste enteramente en estar realmente conexionados con las cosas mismas que significan (Peirce, 1868b, p. 11).

Por lo visto, la materialidad de los signos estriba en dos hechos sustanciales: su carácter de perceptos, que se explica por el anclaje del signo en un soporte material y su indicialidad. De modo que aun si pensamos en un signo


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tan abstracto como el miedo, la turbación que suscita la idea de un mal venidero, es una cualidad material. O bien, si pensamos en la ira, ese anhelo de venganza y pesar contra uno mismo o algún otro, es una cualidad material: ―Una sensación, en consecuencia, en tanto sensación, es meramente la cualidad material de un signo mental‖ (Peirce, 1868b, p. 14).

Clases de signos Una tríada muy importante es la siguiente: se ha comprobado que hay tres clases de signos, todos ellos, indispensables en todo razonamiento; el primero es el signo diagramático o ícono, que exhibe una similaridad o analogía con el tema del discurso; el segundo es el índice, que tal como un pronombre demostrativo o relativo, fuerza la atención hacia el objeto particular aludido sin describirlo; el tercero (o símbolo) es el nombre general o descripción que significa su objeto por medio de una asociación de ideas o conexión habitual entre el nombre y el carácter significado (1.369).

En este punto corresponde desarrollar la clasificación de los signos. Peirce clasifica los signos

en función de sus tres componentes formales, es decir,

relación con sigo mismo, con su objeto y con su interpretante. Esto da lugar a los


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tres campos semióticos: la gramática, la lógica y la semiótica. En el campo de la gramática, se especifican los signos tal como son en sí mismos. Entonces, si nos preguntamos 1) ¿Cuál es la clase de signo que sin entablar ninguna relación con otro expresa una cualidad? La respuesta es: el cualisigno. 2) ¿Cuál es la clase de signo que tiene la naturaleza de un hecho singular? La respuesta es: el sinsigno y 3) ¿Cuál es la clase de signo que tiene la naturaleza de una ley general? La respuesta es: el legisigno En el campo de la lógica, se especifican los signos en relación con su objeto. Entonces, las preguntas son 1) ¿Cuál es la clase de signo que se parece a su objeto? La respuesta es: el ícono. 2) ¿Cuál es la clase de signo que señala a su objeto? La respuesta es: el índice y 3) ¿Cuál es la clase de signo que toma el lugar del objeto de acuerdo con un hábito o ley? La respuesta es: el símbolo. Finalmente, en el campo de la retórica, se especifican los signos en relación con su interpretante. De modo que cuando nos preguntamos 1) ¿Cuál es la clase de signo que tiene una relación con su interpretante de la que se deduce su significado? La respuesta es: el rema o concepto. 2) ¿Cuál es la clase de signo que tiene una relación con su interpretante de la que se desprende su sentido? La respuesta es: el dicente o proposición y, por último, 3) ¿Cuál es la clase de signo que tiene una relación argumentativa con su interpretante? La respuesta es: el argumento. Como se puede ver, el argumento, corona, en el ámbito retórico, el edificio teórico de Peirce. Esto nos habla de su valor cognoscitivo y social, que estriba en


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la posibilidad de comprender y hacerse comprender. No obstante, cada signo de la tríada aporta un elemento sustancial al pensamiento, tal como lo explica Peirce, con suma claridad en el ejemplo de un enunciado simplísimo, como ―Caín mató a Abel‖:

Por supuesto, sería necesario un ícono para explicar cuál era la relación de Caín, Abel, en la medida en que esta relación fuera imaginable o susceptible de ser convertida en imágenes. Se requeriría un índice para dar el conocimiento necesario de cualquier cosa particular. Se requeriría un signo general par transmitir la idea de causar la muerte en general de acuerdo con el funcionamiento de una ley general; es decir, un símbolo. Pues los símbolos se basan en hábitos, que son, desde luego, generales, o bien en convenciones o acuerdos, que son igualmente generales (Peirce, 1987, p. 131).

De esto se sigue que para que haya conocimiento, entendido como una síntesis entre los datos perceptuales y las operaciones mentales, se requiere de la cualidad, para que exprese las semejanzas del signo con el objeto por medio de sensaciones (íconos); la relación, para que conecte el signo con el objeto o los hechos (índices) y la representación, para que medie entre la indicación de la


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existencia y la expresión icónica, a través de una inferencia (hipótesis abductiva), que da por resultado el conocimiento de ―algo más‖ (Apel, p. 45). Así también, lo entiende Sophie Fisher, quien, a diferencia de numerosas lecturas de Peirce, que hacen hincapié en las clasificaciones a las que puede dar lugar la tricotomía íconoíndice-símbolo, presta atención a las relaciones de pensamiento: ―En efecto – afirma- si existe la posibilidad de leer un objeto como ícono, índice o símbolo, lo que es central es el tipo de proceso cognitivo que los definen y no las etiquetas puestas sobre los objetos‖ (Fisher, 1999, p. 54). En definitiva, lo que queda expuesto en el sistema de Peirce es la naturaleza sincrética del signo, que hace imposible separarlo de cualquier otro objeto y la naturaleza cognitiva del proceso de representación. De manera que el acercamiento a Peirce que propone Fisher arroja luz sobre los modos de funcionamiento cognoscitivos y a la vez pone en evidencia la dinámica de la producción de sentido, lo que permite elaborar un modelo que elude la descripción de objetivaciones o estados y permite acceder a los modos del funcionamiento social del discurso. Así, la teoría de los signos resulta una teoría de la producción de operaciones de referenciación. Esto tiene consecuencias sustanciales para una teoría de la enunciación, en la medida en que dichas operaciones dejan de sustentarse únicamente en la representación. Finalmente, quiero destacar el valor del orden indicial en la construcción del conocimiento, en el marco de la función interpretativa triádica del lenguaje. Según Apel (1997, p. 197), en 1885 Peirce afirma que este principio, ignorado por Hegel,


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es parte de todo conocimiento y sirve para hacer que este signifique algo real. De ahí que el sujeto de una proposición no puede ser alcanzado únicamente a través de un concepto universal, sino que se requiere una clase especial de signos: (...) En álgebra, las letras son cuantitativas y funcionales. Pero los símbolos aislados no establecen cuál es el tema del discurso; y este, puede, de hecho, no ser descrito en términos generales: sólo puede ser indicado. El mundo real no puede ser diferenciado del mundo de la imaginación por medio de ninguna descripción. De ahí la necesidad de pronombres e índices, y cuanto más complicado es el tema, más se necesita de ellos. La introducción de índices en el álgebra de la lógica es el más grande mérito del sistema del Sr. Mitchell (3.363). Vale decir que los índices tienen una capacidad que los símbolos no tienen: pueden designar un objeto real individual, situándolo en el espacio y el tiempo y convirtiéndolo en sujeto de un juicio que puede ser verdadero o falso (Apel, 1997, p. 198). Es decir que pueden designar no sólo al sujeto de una proposición sino también al objeto al que esta se refiere, creando un lazo contiguo tanto para señalar la existencia del objeto como para llamar la atención del destinatario de este enunciado, hacia dicho objeto. La convicción de Peirce con respecto a la necesidad de esta renovación conceptual de la lógica, constituye uno de sus mayores aportes, pero


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desafortunadamente, no encontró la apertura intelectual ni la suficiente autocrítica de la comunidad de su época, por lo cual, su reconocimiento fue por demás tardío. Crítica de la lógica tradicional y expansión del campo La verdadera lección y la primera, que tenemos derecho a pedirle la lógica es que nos enseñe cómo esclarecer nuestras ideas (5.393) En tanto que el interpretante es signo de la relación cognitiva del sujeto y la realidad, entre la captación de una idea y su afirmación como juicio hay una operación de validación, que involucra al sujeto en su práctica, a la vez, social y cognitiva. Vale decir que hay ―un lugar de anclaje entre lo lingüístico en tanto objeto de análisis (dominio de las expresiones) y las operaciones que lo hacen posible. Y estas operaciones son cognitivas, ya se trate de leyes generales del pensamiento, tal como las presenta la lógica, ya se trate de sistemas propiamente cognitivos que ponen en relación al enunciador con el conjunto de sus prácticas‖ (Fisher, 1999, p. 39). En el siguiente fragmento Peirce sitúa la relación entre pensamiento y lenguaje en el marco de su crítica a la lógica hegemónica:

(...) la urdimbre de todo pensamiento y de toda investigación son los símbolos, y la vida del pensamiento y la ciencia es la vida inherente a los símbolos; de modo que es erróneo decir que un buen lenguaje es meramente importante para un buen pensamiento; pues este es nada menos que su esencia.


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Luego vendría la consideración de si el grado de precisión del pensamiento avanza con él. En tercer lugar, el progreso de la ciencia no puede ir muy lejos excepto por colaboración; o, para ser más preciso, ninguna mente puede avanzar un peldaño sin la ayuda de otras mentes. En cuarto lugar, la salud de la comunidad científica requiere de la más absoluta libertad de pensamiento. Aun los mundos de la ciencia y la filosofía están infectados con pedantes y pedagogos que procuran continuamente erigir una magistratura sobre los pensamientos y otros símbolos. Así, resulta uno de los primeros deberes de quien ve cuál es la situación, resistir enérgicamente a todo lo que se parezca a un dictado arbitrario en los quehaceres científicos y, sobre todo, al uso de términos y notaciones. Al mismo tiempo, un acuerdo general con respecto al uso de términos y notaciones (...) es indispensable. En consecuencia Ya que esto no tiene que ser producido por un dictado arbitrario, debe ser producido por el poder de los principios racionales sobre la conducta humana (2. 220). Como se puede apreciar en este planteo, lo importante para Peirce no es la cuestión de si a mayor caudal simbólico,


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mayor rigor de pensamiento. Lo más significativo de esta concepción del orden simbólico, está asociado a su valor cognoscitivo y a lo que Apel denominó el socialismo semiótico o teoría social de la realidad de Peirce (Apel, 1997 p. 207). Peirce no sólo denuncia la vanidad de los patrones de la Lógica, sino que sustrae a los símbolos del campo árido de la lógica tradicional, colocándolos en un espacio cognitivosocializado. Sus especulaciones apuntan a la manera cómo pensamos, no en los términos ideales de la formulación de nomenclaturas y leyes abstractas sino de las leyes que rigen el pensamiento en la vida social de los hombres y esto se hace extensivo al pensamiento científico. Atendamos a otro de sus agudos embates: Un lógico formal de la vieja escuela puede decir que, en lógica, no puede entrar en la conclusión ningún término que no esté contenido en las premisas, y que, por tanto, la sugerencia de algo nuevo tiene que ser esencialmente diferente de la inferencia. Pero, respondo a esto que la regla de la lógica se aplica sólo a aquellos argumentos que técnicamente se llaman completos. Podemos razonar, y razonamos: Elías era un hombre: Era mortal.


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Y este argumento es justo tan válido como el silogismo completo, aunque sea así sólo porque resulte que la premisa mayor de este último sea verdadera. Si pasar del juicio "Elías era un hombre" al juicio "Elías era mortal" sin decirse de hecho uno mismo que "Todos los hombres son mortales", no es una inferencia, es que el término "inferencia" se está usando en un sentido tan restringido que difícilmente pueden darse inferencias fuera de los libros de lógica (Peirce, 1868b, p.20). Peirce se está refiriendo al entimema, una de las formas más características de la economía de la argumentación en el campo de la retórica. Si argumentar es alcanzar una conclusión a través de una inferencia, este tipo de razonamiento es válido por derecho. Lo que sucede es que quien repone la premisa o la conclusión elidida es el sujeto, que ya la tenía ―en mente‖ (en thimo). Esta forma de argumento ha sido definida por los lógicos, desde la edad media, como un silogismo incompleto. Pero, esta supuesta incompletud no es otra cosa que una huella de la ausencia del sujeto, punto ciego de la lógica tradicional. Concepción lógico pragmática de la verdad Cuando llegué a reconocer que la ciencia consiste en indagar, no en producir ―doctrina‖ (dado que la clave del significado de las palabras es su historia antes que su etimología, en especial tratándose de una palabra saturada con la idea de progreso, como lo es la palabra ciencia), y


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cuando en consecuencia, reconocí que para que las líneas de delimitación entre las que llamamos ―ciencias‖ fueran reales, frente al rápido crecimiento de las ciencias y a la imposibilidad de dar lugar a descubrimientos futuros, tales líneas

de

delimitación

sólo

pueden

representar

las

separaciones entre los diferentes grupos humanos que consagran sus vidas al avance de distintos tipos de estudios (Peirce, 1987, p. 138).

La lógica definida como la disciplina que trata la relación de los signos con sus objetos, ha tendido a concebir la verdad en términos de concordancia entre premisas y objetos, de ahí, su propósito, a saber, el establecimiento de las condiciones de verdad de los símbolos. Con respecto al conocimiento de la Verdad, hubo históricamente, tres posturas predominantes: el realismo, el nominalismo y el gnoseologismo. 1) Los realistas u ontologistas (Platón, Duns Scoto, Santo Tomás, Descartes) sostenían que la verdad existe independientemente de nuestro conocimiento. Los llamados ―universales‖ (como la idea de bien, hombre, círculo, etc.) existen y son incluso, anteriores a las cosas. La Verdad está en la cosa y aunque se oculta a nuestros sentidos, que sólo perciben el cambio y la diversidad, ella se ilumina bajo la luz del entendimiento. Así, la Verdad aparece como algo que hay que ir a buscar en el centro de las cosas, que hay que desentrañar. Es identificada con el


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ser, la esencia, lo inmutable la Razón e incluso, con Dios. Por eso presenta los atributos de inmanencia, profundidad y en consecuencia, de revelación. 2) Para los nominalistas (Aristóteles, Occam, Locke, Berkeley, Hume, Bentham, Russel) la Verdad no está ni en las cosas ni en el pensamiento sino que es una propiedad de los enunciados. Lo verdadero y lo falso son atributos de un sujeto en una proposición. Los ―universales‖ son, por lo tanto, nombres de las cosas, símbolos. Sólo existen los individuales (no existe la blancura sino las cosas blancas, no existe la Verdad sino dichos verdaderos). 3) En el marco de las teorías gnoseologistas podemos ubicar las especulaciones de Leibniz, Kant y al propio Peirce. El principio básico de esta visión del mundo es que la verdad no está en las cosas sino que es una construcción del entendimiento. La verdad, en el sistema de Peirce, se ubica en el cruce de dos coordenadas: experiencia (secundidad) y comunidad (terceridad). Esto responde a que, por un lado, en la medida en que es del orden de la experiencia, la verdad tiene un carácter indicial, dado por la relación entre el objeto y el signo. Por otro lado, en tanto se expresa no mi propia opinión acerca del objeto sino que concierne a un juicio que se prueba sobre la base de otros juicios verdaderos, es pública. Peirce rebate la tradición filosófica que sitúa a la conciencia como el medio para acceder al conocimiento y hace una síntesis entre racionalismo y empirismo: el conocimiento no deriva exclusivamente de los datos de la experiencia ni de la pura conciencia sino de una síntesis entre ambas, producto,


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por un lado, de nuestra percepción de los datos del entorno y por otro, de una actividad de nuestra conciencia, denominada inferencia hipotética, principio rector de la abducción. Lo fructífero del pensamiento de Peirce es que concilia estas posiciones confrontando una disputa puramente especulativa con la vida y las prácticas humanas concretas. En todo caso, su realismo reside en que los conceptos no tienen una realidad en sí, fuera de la praxis, sino precisamente en la praxis, esto es, en el hábito que generan. Esta postulación tiene enormes consecuencias científicas. Tal como lo expresa Apel, la ventaja del punto de vista pragmático que asume Peirce, se justifica en que ―por primera vez, se atiende a la función vital de la creencia, que descansa en el establecimiento de una regla de comportamiento (―habit‖) que se prueba a sí misma a largo plazo‖ (Apel, 1997, p. 99). Este es precisamente, el planteo que impulsa y justifica la necesidad de introducir la reflexión sobre la abducción. En uno de sus textos inaugurales, Cómo esclarecer nuestras ideas (1878) Peirce (5.405) opone la realidad a la ficción. Una ficción –dice- es fruto de la imaginación del hombre, pero la realidad es algo independiente de lo que imagina alguien en particular. Así, partiendo de la base de que el efecto de las cosas reales es conducir nuestro pensamiento hacia una creencia, el problema es distinguir cuáles son las creencias verdaderas (basadas en la realidad) de las que no lo son (basadas en la ficción). Ahora bien, la cuestión de la verdad y la falsedad corresponde al terreno de la experiencia. Y es precisamente en este terreno donde


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se dirime el problema de la aplicación del principio pragmático.

La

máxima

pragmática es, por lo tanto, un principio que relaciona signo y experiencia, pensamiento y acción. Algunos de los aspectos fundamentales de su máxima se encuentran ya en el mencionado artículo y pueden sintetizarse como sigue: - ―El pensamiento es una acción y consiste en una relación” (5.399). Esta afirmación supone que ―no puede existir ningún conocimiento intuitivo en absoluto puesto que todo pensamiento formulado con signos tiene su realidad no en una visión instantánea y carente de relaciones, sino en la interpretación de un pensamiento-signo por medio de un pensamiento que le sucede en el tiempo, el cual, a su vez, se convierte en un signo para otro pensamiento, y así hasta el infinito‖ (Apel, 1997, p. 69). - ―Nuestra idea de algo es nuestra idea de sus efectos sensibles‖ (5.401). Pierce ilustra esta regla con algunos ejemplos: ―Y, para empezar con el más simple de todos, preguntemos qué es lo que significamos al decir que una cosa es dura. Evidentemente, que no puede ser rayada por muchas otras sustancias. Toda concepción de esta cualidad, así como de cualquier otra, reside en sus efectos concebidos‖ (5. 403). Entonces, la dureza no es una propiedad inherente al diamante, sino su capacidad de no ser rayado por otro cuerpo, del mismo modo que la fuerza se conoce por lo que puede empujar. - ―Y no hay una distinción de significado tan precisa que consista en algo más que una posible diferencia de práctica‖ (5.400). Es decir, un signo produce una


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creencia. Y una creencia es inseparable de las reglas de comportamiento a las que da lugar. En este sentido, se podría decir que no hay diferentes significados sino diferentes prácticas.

Peirce manifiesta un auténtico optimismo por el progreso del conocimiento. La ciencia encarna este ideal de evolución del conocimiento a través de signos. No obstante, en su visión de la verdad como no trascendental, no subjetiva sino inter-subjetiva, la teoría supera el escollo evolucionista-positivista: ―La verdad – dice- es la concordancia de una afirmación abstracta con el límite ideal hacia el cual tendería ilimitadamente la investigación para producir la creencia científica‖ (5.565). Pero más allá de sus fluctuaciones, producto de controversias epistemológicas que generaba su postura, podemos decir que Peirce expresa una línea clara en relación con su concepción del conocimiento, la verdad y la ciencia. Peirce se opone a fundar una ciencia sobre un espíritu de certeza. La ciencia es una práctica comunitaria cuya meta es la indagación. Es en el marco de dicha práctica que se constituyen las verdades científicas. Así, los enunciados de la ciencia son el resultado de un método que propicia la auto-reflexión, por oposición a la insensata tenacidad; que está abierto a la crítica, en contraste con el método autoritario; que fortalece el sano escepticismo, a diferencia de un apriorismo sostenido en función de lo que conviene a la razón; que no apela a la fuerza ni a la persuasión de la opinión pública para lograr consenso; que acepta el disenso y que se basa en evidencias. Tipos de inferencias y tipos de razonamientos


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Todo tipo de modificación de la consciencia -la atención, la sensación y el entendimiento- es una inferencia (Peirce, 1868b, p. 17). Ya en sus escritos más tempranos (Algunas consecuencias de cuatro incapacidades), Peirce postula cuatro principios de producción de conocimiento, que refutan la visión cartesiana afirmando que el conocimiento es mediado, relacional, inferencial y social: ―1) No tenemos ningún poder de introspección, sino que todo conocimiento del mundo interno se deriva de nuestro conocimiento de los hechos externos por razonamiento hipotético; 2) No tenemos ningún poder de intuición, sino que toda cognición está lógicamente determinada por cogniciones previas; 3) No tenemos ninguna capacidad de pensar sin signos; 4) No tenemos ninguna concepción de lo absolutamente incognoscible‖ (Peirce, 1868b, p. 2-3). De estos postulados se sigue, por un lado, que los hechos sólo se entienden y se comunican a través de signos y por otro, que todo conocimiento está mediado por infinitas inferencias que se apoyan sucesivamente en conocimientos previos. ¿Qué es, entonces, una inferencia? Es una asociación de ideas en el marco de una dinámica donde un juicio provoca otro juicio, signo del anterior (1868b p. 20). Este punto de vista no es, en modo alguno, equivalente al modo como la concibe la lógica simbólica. Una inferencia lógica no es para Peirce una mera transformación en la forma de un silogismo. Peirce rechaza las fórmulas de la lógica tradicional que conducían a una derivación mecánica de las premisas hacia


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la conclusión, y devuelve el argumento a la vida y a la experiencia del lenguaje: ―Ahora bien, éstas no son propiamente hablando premisas, pues no expresan hechos, sino que son meras formas de palabras sin significado. Por tanto, como ningún argumento completo tiene menos de dos premisas, las conversiones y contraposiciones no son inferencias (...) una mera modificación del lenguaje no es una inferencia‖ (Peirce, 1867, p. 14). Los llamados ―elementos‖ de lógica han sido tradicionalmente el concepto, la proposición y el razonamiento. Los razonamientos reconocidos por la Lógica fueron desde siempre, el deductivo y el inductivo. Los deductivos, cuyo prototipo es el silogismo (del griego,

= darse cuenta), garantizan la verdad de

la conclusión si las premisas son verdaderas. Es decir que el enunciado (particular) de la conclusión ya está contenido en las premisas (generales). En este sentido, es tautológico. En los razonamientos inductivos, la verdad de la conclusión no se desprende lógicamente de las premisas porque siempre la conclusión (general) excede la información dada en las premisas (particulares). Para comprobarse su validez, en la investigación científica, debe recurrirse a métodos extra- lógicos. Peirce introduce el razonamiento abductivo como aquel que aunque no garantiza la verdad de la conclusión y carece de carácter general, es el único capaz de generar un conocimiento nuevo. De manera que hace de guía para la acción:

Una Abducción es un método para formar una predicción general sin ninguna seguridad positiva de que tendrá éxito, tanto en el caso especial como de manera usual, y su justificación es que es la única esperanza posible de


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regular nuestra conducta futura de manera racional y que la Inducción a partir de la experiencia pasada nos proporciona una firme esperanza de que será exitosa en el futuro‖ (2.270).

En este punto la curva que va de la lógica a la pragmática se vuelve a cerrar. Ahora bien, si entendemos los juicios no en el sentido de premisas sino, en el sentido de formas de funcionamiento del pensamiento, que suponen una síntesis de la experiencia bajo la forma de hipótesis, se podría afirmar, con Apel (p. 65) que deducción, inducción y abducción encuentran un correlato en los tres tipos de juicios propuestos por Kant: 1) Analíticos: explicativos e incluso, tautológicos, en la medida en que su predicado está contenido en el sujeto. Son a priori (no necesitan comprobarse con la experiencia), universales y necesarios. Por ej. el triángulo tiene tres lados. 2) Sintéticos: Son a posteriori (requieren de la experiencia para ser comprobados) contingentes y probables, en tanto que el predicado es ajeno al sujeto. Por ej. este triángulo es isósceles. 3) Sintéticos a priori: Este tipo de juicios ha sido rechazado por el neopositivismo. No obstante Kant muestra que pese a que son independientes de la experiencia, son universales y necesarios. Por ej. la recta el trayecto más corto entre dos puntos. En función de esta clasificación, la pregunta de Kant era cómo producir juicios sintéticos a priori, ya que son estos los únicos que conducen a un verdadero aumento del conocimiento. Peirce responde a este planteo con la abducción de las categorías: la secundidad establece la relación necesaria entre las sensaciones vagas de la primeridad y los hechos, indicando las cosas que existen en la experiencia real gracias a la capacidad deíctica del lenguaje y la


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terceridad sintetiza los datos perceptuales a través de la inferencia. De este modo, la inferencia hipotética se constituye en el motor del proceso, aquello que explica la dinámica misma de la semiosis:

(...) la deducción de las tres categorías a partir del fenómeno

radical

del

conocimiento

entendido

semióticamente (es decir, según el criterio de que cualquier cosa que haya de tematizarse tendrá que experimentarse

como

ser-así

cualitativo

en

la

confrontación fáctica entre el yo y el no-yo, y tendrá que representarse

simbólicamente

intersubjetivamente

válido)

en

un

enunciado

representa

muy

plausiblemente una alternativa a la deducción kantiana y, al mismo tiempo, una reducción de las formas lógicas del juicio a las tres formas de inferencia lógica (Apel, 1997, p. 209).

En el dominio de la Retórica, un argumento es ―un signo cuya interpretación está dirigida a una conexión sistemática, inferencial y legal con otros signos‖ (Marafioti, 2004, p. 97). En este contexto, el interpretante es la regla de inferencia y las distintas formas de inferencia constituyen el principio rector de cada tipo de argumento. Observemos cada caso en particular. En el razonamiento deductivo, las reglas de inferencia son de carácter explicativo: explicitan lo que ya está dado en las premisas:


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Todas las legumbres de esta bolsa son blancas Estas legumbres son de esta bolsa Entonces, estas legumbres son blancas

En el razonamiento inductivo, la regla de inferencia es de tipo sintético, consiste en la reducción de una regla a partir de la observación de casos. Permite mostrar lo que es válido para un grupo parcial y luego se generaliza:

Esta legumbre es blanca Esta otra legumbre es blanca Esta legumbre también es blanca Entonces, todas las legumbres de la bolsa son blancas

En el razonamiento abductivo, la regla de inferencia es de tipo conjetural, parte del descubrimiento de hechos asombrosos, sorprendentes o cuanto al menos, llamativos, y lleva a la generalización de las hipótesis.

Todas las legumbres de esta bolsa son blancas Estas legumbres son blancas Entonces, estas legumbres deben ser de esta bolsa

La abducción Pero ahora un número de consideraciones se ofrecieron como posiblemente conectadas con la solución del problema y debido a la extrema debilidad de esta forma de inferencia, era difícil estar seguro de que fueran irrelevantes. Yo parecía


118

estar perdido en un bosque sin caminos, hasta que con la minuciosa aplicación de los primeros principios descubrí que las categorías que había estado inclinado a desatender por no ver cómo debían aplicarse, deben y de hecho, proveyeron el indicio que me guió a través del laberinto (2.102). La importancia de la abducción -también llamada hipótesis o retroducción- en el sistema peirceano reside en que si conocemos mediante signos, esto no es el resultado de una acción mecánica sino la consecuencia de un proceso. Gerard Deladalle lo resume con gran claridad:

La abducción corresponde a la primeridad; es un ―método para formar una predicción general sin certeza positiva de que tendrá éxito en un caso particular o en general; su justificación es que es la única esperanza de pautar racionalmente nuestra conducta futura‖ (2.270). La inducción pertenece a la secundidad; está ―fundada en la experiencia pasada‖ y por ende ―nos alienta a tener esperanzas de que en el futuro llegará a buen término‖ (2.270). La deducción se juega en el nivel de la terceridad: es ―un argumento cuyo interpretante lo representa como perteneciente a una clase

general

de

argumentos posibles exactamente

análogos, que son tales que a la larga, en el curso de la experiencia, la mayoría de aquellos cuyas premisas son


119

verdaderas

tendrán

conclusiones

verdaderas‖

(2.267).

Evidentemente, el paso de una a otra reproduce el proceso de la semiosis: una abducción incontrolable sugiere una idea general de la cual la deducción extrae diversas consecuencias que la inducción pone a prueba. La inferencia, cualquiera sea, de la matemática pura a la conversación más trivial. Es, como la semiosis, experimental (Deladalle, 1996, p. 89-90).

Peirce, por su parte, ilustra este proceso en un párrafo que relata de modo ejemplar la relación entre lenguaje y objeto, mediada por la abducción:

Al mirar por mi ventana esta hermosa mañana de primavera veo una azalea en plena floración. ¡No, no! No es eso lo que veo; aunque sea la única manera en que puedo describir lo que veo. Eso es una proposición, una frase, un hecho; pero lo que yo percibo no es proposición, ni frase, ni hecho, sino sólo una imagen, que hago inteligible en parte por medio de una declaración de hecho. Esta declaración es abstracta; mientras que lo que veo es concreto. Realizo una abducción cada vez que expreso en una frase lo que veo. Lo cierto es que todo el tejido de nuestro conocimiento es un paño de puras hipótesis confirmadas y refinadas por la inducción. No se puede realizar el menor avance en el conocimiento más


120

allá de la fase de la mirada vacua, si no media una abducción en cada paso (Peirce, MS 692, 1901).

Vale decir que en el camino que va de la percepción al discurso, en cada paso media la abducción. La abducción, por otra parte, es un tipo de pensamiento altamente operativo porque es predictivo. Esta táctica indiciaria de la percepción constituyó, desde antaño, un verdadero método analítico que cobró fama literaria a partir del siglo XVI, con la publicación de la historia del peregrinaje de los tres hijos del rey de Serendippo, sospechados de haber robado un animal al que jamás habían visto, porque podían describirlo perfectamente con sólo haber interpretado las huellas que este había dejado en el terreno. La celebridad de esta narración llegó al S. XVIII y dio lugar a muchas otras versiones y a un término nuevo: ―serendipity‖, acuñado por Horace Walpole en 1754. Serendipity significa la capacidad de descubrir algo sorprendente gracias al azar y la sagacidad. Esta operación mental es considerada el germen de la novela policial (Poe, Conan Doyle) y se caracteriza como ―la capacidad de realizar predicciones retrospectivas‖ (Ginzburg, 1989, p. 144). Peirce la describía como una forma de inferencia muy próxima a la adivinación, que permite deducir la causa a partir de los efectos y la asociaba frecuentemente a la adivinación porque, como la primeridad, tiene algo de indefinición y es pre-científica. Pero la adivinación no es aquí, un conocimiento que proviene de una fuente desconocida o sobrenatural sino, tal como lo mostraban los primeros policiales, de la actividad especulativa de interpretación de indicios.

Esta forma de pensamiento, además del placer intelectual que

proporciona, conserva el carácter propulsor de la primeridad, encausando la acción futura con el afán de aliviar la inquietud de una sana incertidumbre. Aunque la invención y el descubrimiento habían sido excluidos del campo de la lógica, como procesos subjetivos, la ciencia –y, por supuesto, La Ciencia- produce


121

conocimiento sobre la base de lo que es primero una conjetura, un pensamiento que no es ni verdadero ni falso, pero que empuja hacia delante. Peirce parecería sostener una embrionaria teoría del inconciente, abonada por su rechazo a la hegemonía de la Razón. Es importante considerar el influjo ejercido hacia fines del siglo XIX y principios del XX por lo que se dio en llamar libre fluir de la conciencia formulada por su amigo, el psicólogo William James, que no sólo tuvo proyecciones teóricas en el psicoanálisis sino también en literatura (Henry James, Virginia Woolf, James Joyce, entre otros) y que culmina en la regla fundamental del psicoanálisis, la asociación libre. La abducción como capacidad de generar un tipo de coherencia en virtud de la asociación de datos lógicamente discontinuos, tiene la impronta de este clima cultural.

Consideraciones finales

―... lo verdadero o falso de un mundo de objetos no tiene ―en‖ el lenguaje otra propiedad que la de ser ―puesto en palabras‖. Así planteado, lo extralingüístico se define en relación con el funcionamiento del lenguaje: se trata de descubrir en el enunciado las huellas de esta relación‖ (Fisher, 1999, p. 21).

Entonces, retomando lo que comencé a plantear en la introducción de este capítulo, se pueden distinguir dos modelos: uno riguroso, general, que produce objetivaciones y segmentación y el otro social, conjetural, indicial, que produce relaciones. Los paradigmas que, como la lógica tradicional o la lingüística, sostienen una concepción del mundo tendiente a la preservación de verdades inmutables y recurren al respaldo de la Razón, alcanzan la solidez teórica sacrificando al sujeto y a fuerza de toda clase de exclusiones,


122

reduciendo la diversidad a lo típico, a la norma o dejando elegantemente lo ―extra-lingüístico‖ a cargo de otras disciplinas. Los aportes de Peirce al análisis del discurso –y a la construcción misma de dicha noción- resultan inestimables. Se puede mencionar sólo como un ejemplo, a Emile Benveniste, creador de la Teoría de la Enunciación, a partir de la cual, los índices específicos del discurso (deícticos), cobran un valor primordial: estos índices, ―vacíos‖ de contenido, no descriptivos, remiten nada menos que a la realidad del discurso y al sujeto. Sea de una manera u otra, las corrientes inscriptas en el giro semiótico (la filosofía del lenguaje de Wittgenstein, el grupo Bajtín, la teoría de la enunciación de

Benveniste,

la

teoría

generativa-transformacional

de

Chomsky,

las

aproximaciones post-estructuralistas, la lógica natural de la escuela de Neuchatel, las perspectivas no lineales de la comunicación aportadas por la Universidad Invisible, la semiótica de las pasiones, la socio-semiótica de Eco, Verón y otros), y sus derivaciones teóricas, producen un cambio de escala en el análisis del discurso a partir de la oposición a la voluntad cientificista de modelos como la lógica tradicional, la lingüística y el estructuralismo, responsables de la implantación de métodos clasificatorios consagrados gracias a la expulsión de la dimensión social. Se comprende entonces la necesidad de adoptar modelos que proporcionen las herramientas teórico-metodológicas necesarias para incorporar la complejidad del sujeto y su mundo y que permitan problematizar la relación entre pensamiento, lenguaje y experiencia.

Los modelos indiciarios restituyen al análisis la posibilidad de pensar un sujeto que se define en relación con la experiencia de un universo que él mismo construye. Y por su capacidad de interpretarlo. Ya hace tiempo el sujeto ha dejado de hablar desde el pedestal de la Razón. Habla su lenguaje denso desde la


123

aceptación de los límites de su racionalidad. Desde la contundente materialidad de su cuerpo. En esta escena no es ya un pasivo contemplador de la esencia de las cosas sino un activo fabricador de mediaciones. Navega en un flujo de relaciones que lo conectan con otros signos. Asume la verdad como una experiencia comunitaria. Como un proyecto público basado en la realidad. Asume también que la realidad está hecha con los lazos trenzados del afecto, la acción y el pensamiento. Que esa espesa membrana que recubre la experiencia, tejida por la acción colectiva, sólo puede ser atravesada por una fina aguja: un índice.

Quiero enfatizar lo importante que es tanto para los estudiantes como para los docentes e investigadores, reflexionar acerca de cuáles son los paradigmas de los que parten las teorías que empleamos en la práctica académica. Porque por un lado, cada paradigma es un punto de vista que se sostiene sobre la base de determinadas elecciones explícitas o implícitas, las que dependen de toda clase de constricciones históricas, sociales, institucionales, políticas e ideológicas. Y por otro lado, cada paradigma es como una matriz

capaz de producir

innumerables discursos o modelos (Verón, 1986). Este es un detalle digno de ser tenido en cuenta, no sólo por los que se dedican a los estudios semióticos sino por todo intelectual que haga de su práctica, un ejercicio crítico.

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Charles

Sanders,

(1868b),

Algunas

consecuencias

de

cuatro

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126

CapĂ­tulo II. Signos, pensamientos y acciones


127

Las limitaciones pragmático-semióticas de nuestro conocimiento Floyd Merrell Purdue University

Este ensayo radicalmente trans-disciplinario emerge de la idea que somos inextricablemente enmarañados dentro de una red de incertidumbres pragmáticosemióticas como una consecuencia de la vaguedad y la generalidad, y la sobredeterminación y la sub-determinación, de nuestros signos. Estas incertidumbres se revelan a través de: (1) las paradojas de la inducción y la deducción, (2) la inconsistencia y/o la incompletud de nuestro conocimiento, (3) el indeterminismo que yace en el corazón de lo más básico del conocimiento científico, la teoría de la quanta, (4) la de-generación de los procesos semióticos, y sobre todo, (5) la paradoja, que inevitablemente encontramos en el fondo de nuestra autoconciencia.

Estas incertidumbres, producto de nuestra obsesión de articular

nuestros signos, nosotros mismos, y nuestro mundo, pueden ser captadas de la manera más apropiada en niveles tácitos y extra-lingüísticos, cuando tomamos en debida

cuenta

que

no

somos

más

que

signos,

en

complementación,

interdependencia, interrelacionamiento, interacción, y co-participación con el proceso de la semiosis. Entonces nuestra condición de signos entre signos revela las limitaciones de nuestro alcance epistemológico, porque si estamos dentro del proceso, no puede haber articulación clara, distinta, y con la precisión que


128

quisiéramos, para adquirir conocimiento completo y consistente de este proceso.

1.0

El signo peirceano

1.1

Las categorías de la percepción, la concepción y la acción

Las tres categorías de Peirce—Primeridad, Segundidad, y Terceridad—cualifican, en general, (1) el sentimiento, la emoción, y la imaginación, (2) el mundo físico, y (3) el pensamiento y la cognición. En forma sucinta, la Primeridad es lo que es, sin que haya interrelación con algún otro—lo que no es. La Segundidad es lo que es, a base de la interacción con una manifestación de Primeridad. La Terceridad es lo que es a la medida que haya creado una interrelación entre una manifestación de Primeridad y una manifestación de Segundidad de la misma manera que esta Terceridad haya entrado en interrelación con ellas. La Primeridad es posibilidad, la Segundidad es la realización de una posibilidad, y la Terceridad es la probabilidad o la necesidad de que lo que haya sido realizado está en el proceso de volverse en algo diferente de lo que fue durante el proceso emergente en el momento anterior, según las condiciones de este momento particular. Metafóricamente hablando, la Primeridad es posición, la Segundidad es velocidad (cambio), y la Terceridad es aceleración (cambio del cambio). La función de la Terceridad es la de crear una mediación entre la Primeridad y la Segundidad de modo que estén interdependiente, interrelacionada


129

e interactivamente unidos de la misma manera que esta misma Terceridad entra en interacción interdependiente e interrelacionada con ellas (en adelante los procesos de interdependencia, interacción, e interrelación serán designadas III). Los componentes del signo El signo peirceano consiste de un representamen (que en los discursos nopeirceanos es por regla general simplemente el ―signo‖), un objeto semiótico (no el ―objeto real‖ tal como es, ya que ningún signo es enteramente capaz de reduplicar su respectivo objeto en todos los detalles), y un interpretante (aproximadamente comparable a lo que en los discursos no-peirceanos es considerado el significado del signo, pero además, tiene un papel mediador y moderador con respecto al representamen y el objeto semiótico). El representamen es básicamente la Primeridad del signo, el objeto semiótico es la Segundidad, y el interpretante es la Terceridad. Debido a esta naturaleza tríadica de las interrelaciones, la forma más adecuada para representar el signo es a través de un trípode (ver la Figura 1). Ya que el interpretante realiza III entre el representamen y el objeto semiótico de la misma manera que ese interpretante realiza III entre sí mismo y ellos, el trípode es, por decirlo así, ―democrático‖. Las tres piernas son igualmente necesarias: si quitamos uno, el trípode cae. El representamen y el objeto semiótico sin un interpretante quedan aislados; el interpretante sin un representamen y un objeto semiótico no es de ninguna consecuencia.


130

La Primeridad de un signo es la mera posibilidad, y no puede ser más que eso. Un representamen desconectado no es más que un átomo autónomo. Si no tiene interrelación con algún otro con respecto a la Primeridad—por ejemplo un objeto semiótico—no puede llegar a ser un signo genuino. Un objeto semiótico aislado, o la Segundidad sin la Primeridad de un signo, no es más que lo que es; o sea, no es más que la posibilidad de la Segundidad; o sea, en vez de Segundidad, es la Primeridad de una Segundidad; es lo que es y no puede ser más que lo que es a medida que no haya algún otro. Como Segundidad sin Primeridad, solamente puede ser algún aspecto del mundo físico, o alguna imagen mental o pensamiento, sin que haya algo o alguien para hacer alguna conexión entre esta Segundidad y alguna Primeridad; entonces puede llegar a ser una Segundidad legítima solamente si hay algún otro, alguna Primeridad. En otras palabras, un objeto semiótico, de Segundidad, no puede llegar a ser un signo genuino, habiendo alcanzado la Terceridad, sin un representamen (de Primeridad) con la cual puede entrar en interacción. Quiere decir, para que un signo sea genuino, la Terceridad tiene que desempeñar su papel de mediadora e moderadora (que incluye el proceso de III como fue brevemente descrito arriba). La significación genuina, entonces, es un proceso tríadico. Desde la perspectiva de la Figura 1, ese proceso tríadico puede ser descrito de la siguiente manera:


131

La Primeridad puede aparecer en la forma de un representamen que implica un conjunto de posibilidades de Segundidad —objetos semióticos, algunas de ellas contradictorias y hasta incompatibles— y sus interpretantes posibles. Esa Primeridad puede emerger en diferentes contextos tiempoespaciales (que consisten de tres dimensiones de espacio y una dimensión de tiempo). Quiere decir, que en un momento tiempoespacial, una de las posibilidades puede emerger, pero dos posibilidades—desde dentro de la esfera de posibilidades puras en el momento anterior—no pueden emerger en el mismo momento.

Puede

emerger una posibilidad en un momento tiempoespacial y otra en otro momento, pero los dos no pueden existir en simultaneidad sin que haya un conflicto. Por lo tanto el Principio clásico de la No-Contradicción no tiene rigor absoluta dentro de la esfera de posibilidades puras, porque es capaz de abrazar posibilidades contradictorias. Por consiguiente, la esfera de posibilidades tiene la naturaleza de sobre-determinación. La Segundidad es la posibilidad del surgimiento de un objeto semiótico a base de III, con algún representamen, dentro de un contexto y momento tiempoespacial. Esta Segundidad es generalmente considerada lo que es, y no puede o no debe ser otra cosa de lo que es. En otras palabras, representa lo que generalmente se acepta como ―real‖, y es ―real‖, cuando menos para los que atribuyen legitimidad al objeto semiótico, por el hecho de que no puede ser otra cosa de lo que es. O es lo que es, o no es lo que es; pero si se acepta como lo que es, entonces es lo que


132

es, y ya. Por lo tanto los Principios clásicos de la Identidad, la No-Contradicción y el Tercero-Excluido reinan dentro de la esfera de la Segundidad a medida que lo que sea una Segundidad es percibido y concebido según las convenciones sociales que existen dentro de una comunidad de agentes semióticos—por eso, dentro de otra comunidad y otro momento y contexto tiempoespacial, lo que sea percibido y concebido como ―real‖ puede ser enteramente diferente. La Terceridad tiene que ver con las convenciones sociales que motivan la unión de algún objeto semiótico y algún representamen de acuerdo con las condiciones y el contexto de un momento tiempoespacial particular. Esa unión se debe al efecto mediario de algún interpretante que crea las condiciones para que emerja el significado del signo. El acto de la mediación no puede menos que ocurrir dentro del tiempo; es decir, una serie de contextos y momentos tiempoespaciales acompañan el proceso de III entre Primeridad, Segundidad, y Terceridad, y representamen, objeto semiótico e interpetante. Pero el tiempo es siempre elusivo. Acompaña cambios, y los cambios introducen un elemento de azar con respecto a los momentos futuros. No hay manera de saber, precisamente, cuales condiciones tiempoespaciales emergerán en algún momento del futuro. Entonces, en algún momento en que cualquier posibilidad de Primeridad (en forma de un representamen) que por casualidad haya emergido para entrar en III con alguna posibilidad de Segundidad (en forma de un objeto semiótico) mediada por alguna posibilidad de Terceridad (en forma de un interpretante) que subsecuentemente


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haya emergido, algún cambio puede haber ocurrido de modo que ahora el signo es diferente de lo que habría sido. El cambio, quiere decir, habría alterado la selección, de parte del agente semiótico, del representamen, objeto semiótico e interpretante de acuerdo con la alteración de las condiciones contextuales. Por lo tanto, el Principio clásico del Tercero-Excluido a menudo pierde su vigor, y la esfera de la Terceridad revela su naturaleza de sub-determinación. 1.3

Signos, versiones semióticos del mundo, e conociendo y

aprendiendo El aprendiendo involucra: (1) signos que siempre están en el proceso de emerger como otros signos, (2) versiones particulares del mundo físico y ―real‖, y (3) los significados (que, dentro del tiempo siempre están en el proceso de transformarse).

Por eso, el aprendiendo y el conociendo siempre están en el

proceso de volverse en algo diferente de lo que fueron durante el proceso emergente en el momento anterior. Ese proceso tríadico—signos volviéndose en otros

signos,

el

mundo

semiótico

incesantemente

cambiándose—cabe

convenientemente dentro del modelo tripódico (ver la Figura 2). El proceso del aprendiendo ocurre principalmente a través de la III entre el agente semiótico y los signos aprendidos. Durante ese proceso ese agente semiótico fluctúa y fluye dentro y fuera de los signos, y los signos fluctúan y fluyen dentro y fuera de él de modo que se vuelven uno dentro del mismo proceso. Según Peirce, un signo contiene la capacidad para crear más signos, dentro del


134

proceso del cual el fenómeno del conociendo de los signos siempre está emergiendo, porque siempre está en el proceso del devenir (―becoming‖). O sea, el agente semiótico no es más ni menos que un signo entre signos. Como signo, igualmente está en el proceso del conociendo, de adquirir más conocimiento—a base del proceso del conociendo—de su mundo semiótico por medio de los signo, y a la vez se conoce más a sí mismo como signo. Entonces ese agente tiene la función de un representamen. Como organismo físico —de cuerpo y mente, cuerpomente— que ocupa una sucesión de momentos tiempoespaciales entre otros signos, también funciona como objeto semiótico entre otros objetos (para más, Damasio 1994, 1999, Merrell 2003a). Ya que el agente semiótico siempre está en el proceso conociente, también desempeña el papel de interpretante. En otras palabras, es potencialmente un signo genuino, y como signo genuino, engendra otros signos, sin parar (Burks 1980, Fairbanks 1976, Ponzio 1990). Este proceso es lo que Peirce denomina semiosis. Semiosis es puro proceso. La realización de algunas de las posibilidades de semiosis es semiótica (la creación, recepción e interpretación de los signos). Sin semiótica, la semiosis es proceso sin rupturas, sin discontinuidades, y por lo tanto sin sentido; sin la semiosis, la semiótica no puede indicar ningún acto de distinción, acto que crea e interpretar signos (Merrell 1998).


135

La fuente de la semiosis Los tipos básicos de signos Los tres tipos fundamentales de signos peirceanos pueden ser brevemente cualificados como sigue: 1.

Íconos. En su forma más pura, son lo que son como positivadad, sin que hayan entrado en III con otra cosa. (Su función es comparable a la del representamen, de Primeridad). Índices. Son lo que son en el sentido de que son negatividad (otro) que indica un vínculo con la positividad de algún ícono. (Su función es comparable a la del objeto semiótico, de Segundidad). 3.

Símbolos. No son ni negatividad ni positividad sino que son lo

que son por su capacidad de crear una unión mediadora entre íconos e índices a través de III, y de presentarse como signos cuyos significados están de acuerdo con las convenciones sociales de alguna comunidad particular. (Su función es comparable a la del interpretante, de Terceridad). ¿Y la semiosis? La Figura 3 esquematiza la posibilidad pura de un signo, antes de que algo de naturaleza semiótica haya emergido. Representa la semiosis en el sentido más prístino. Si un ícono es posiblemente semejante a, y posiblemente puede indicar algún otro posible, y si lo que posiblemente puede indicar el ícono no es lo que el


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ícono es, una negatividad (la posibilidad de un índice), entonces podemos indicarlos ―+‖ y ―-‖ (la siguiente discusión fue inspirada de la obra de Rosenthal 1994, 2000, como desarrollado en Merrell 2003b, 2004a, 2004b, 2005). De esta manera, (1) ―+‖ es la posibilidad positiva, (2) ―-‖ es la positividad negativa, que implica lo que la vasta mayoría de las posibilidades positivas no son, y (3) ― ‖ es posibilidad mediadora entre ―+‖ y ―-‖, y entre sí misma y ellas, lo que sirve para mantener abierta la posibilidad de que otras posibilidades positivas puedan ser seleccionadas en algún contexto tiempoespacial en otro momento. Esta pura posibilidad de un signo emerge desde el ―vacío‖, la ―nada‖, o el equivalente de cero. En la matemática, el cero comúnmente es considerado como ―nada‖. Pero no simplemente implica algo que es de alguna manera extraña nada, o vacío. El cero originalmente viene de la India, del pensamiento Hindú y después del Budismo. El ―vacío‖ (o quizás mejor la ―vaciedad‖), como se usa la palabra en el Budismo Mahayana, es de un modo paradojal; es absolutamente vacío de toda vaciedad. Es paradojal, porque hasta en el acto de decir ―vaciedad es vaciedad‖, se dice algo, que no es lo que es la ―vaciedad‖. La ―vaciedad‖, como el cero, no es más que la pura posibilidad de la creación de todo. Como leemos en el Tao, del Cero o la Vaciedad, emerge Uno, Uno subdivide en Dos, de Dos emerge Tres, y de Tres, Muchos (Dantzig 1930, Lao Tsu 1967, Rotman 1987, Seine 2000). Después de que el signo emerja de la ―vaciedad‖, entra al campo de posibilidades concretas, según las condiciones y el contexto tiempoespaciales.


137

Este es un paso grande más allá de la ―vaciedad‖ pura. Es como el paso desde ―0‖ al ―conjunto vacío‖ (― ‖). Cero es cero, ni más ni menos. El conjunto vacío, en contraste, es algo que por casualidad está vacío. Es la ―ausencia notada‖ de algo que estaba allí y ahora no está, o algo que nunca estaba ahí pero puede estar en algún momento. Entonces tenemos la ―vaciedad pura‖ (―0‖), la ―ausencia notada‖ de algo (― ‖), y la positividad y la negatividad de la Figura 3. El punto central de la Figura 3, ―

‖, tiene que ver con la raíz cuadrada de

menos uno. Este signo matemático, ― -1‖, generalmente es reemplazado en las ecuaciones y la pruebas por ―i‖—el equivalente de ― ‖ en la Figura 3. Como cero, este signo no tiene ni valor positivo ni valor negativo. Simplemente es lo que es. No tiene re-presentación directa con el mundo físico; sin embargo se encuentra en ecuaciones de la teoría de la relatividad, de la cuanta, de la ingeniería, y de computaciones cibernéticas. ¿Cuál es el problema? El problema es que ― -1‖ no tiene solución: es paradojal. La solución no es ni ―+1‖ ni ―-1‖, y es ―+1‖ y también ―1‖, tal como quisiéramos. De manera semejante, el papel de ― ‖, mediadora y moderadora, no es ni positividad ni negatividad y a la vez puede ser considerado como positividad y también negatividad. Es decir, lo que es, en el sentido positivo, tiene relación íntima con lo que no es, en el sentido negativo, aunque, en otro contexto, lo que es puede ser considerado lo que no es. La positividad y la negatividad entran en una oscilación, sin la posibilidad de una decisión: ―+/-/+/-/+/-/+/-/ … n‖, en el corazón del trípode


138

donde se encuentra ― ‖, que no es ni positivo en negativo, y es positivo y negativo. Alrededor del ― ‖, donde no hay ni movimiento ni descanso, ―+‖, ―-‖, y ― ‖ giran. Entonces tenemos la secuencia, ―0 à

à

à + à

à

‖, como la pura

posibilidad de un signo, un signo que desde este comienzo puede iniciar su creación dentro del río de la semiosis. Por eso la Figura 3 debe anteceder la Figura 1 en cuanto al proceso del devenir de los signos. ¿Pero qué paso con los principios clásicos de la lógica? Peirce tiene algunos comentarios relevantes sobre los Principios de NoContradicción y el Tercero-excluido que de buenas a primeras parecen escandalosos. Escribe que un signo ―es general a medida que el tercero-excluido no tenga aplicación, y es vago a medida que el principio de no-contradicción no tenga aplicación‖ (Peirce CP 5.448). Un ejemplo peirceano de la generalidad puede ser: (1) ―Todos los cisnes son blancos‖. Parece absurdo descartar el Principio del Tercero-Excluido y leer esta proposición como si no fuera ni verdadera ni falsa. De cualquier manera, siguiendo a Peirce, la proposición es precisamente eso: ni verdadero ni falso, como veremos adelante. Un ejemplo de la vaguedad puede ser: (2) ―Yo podría decir algo irónico sobre George Bush‖. El autor de la enunciación no especifica lo que podría decir. Entonces existe la posibilidad de que diga una proposición, u otra, y las dos podrían ser contradictorias, por ejemplo: ―George Bush es un imperialista y un tarugo‖ y ―George Bush es un superpatriota que tiene como meta


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principal cuidar del bienestar del pueblo‖.

Entonces, como veremos con más

detalle después, dentro de la esfera de todas las posibilidades, pueden existir dos enunciaciones el conjunto de las cuales viola el Principio de No-Contradicción si es que esas enunciaciones se actualizaran dentro del mismo momento y el mismo contexto tiempoespacial. La validación de la frase (1) depende de las experiencias pasadas y experiencias esperadas para el futuro acerca de la blancura de todos los cisnes. Si en el pasado todos los cisnes que vimos fueron blancos, y si tenemos la seguridad que en el futuro serán igualmente blancos, de todos modos existe la posibilidad de que no sea siempre el caso que todos los cisnes son blancos, ni sea el caso que no haya algunos cisnes que no sean blancos, sino que en algún momento puedan aparecer algunos cisnes no-blancos. La determinación absoluta de (2) depende de lo que el autor de la enunciación pueda decir sobre George Bush que sea irónico. Si luego dice que ―Bush es un imperialista y un tarugo‖, la enunciación puede ser concebida verdadera por algunos oyentes y falsa por otros. Entonces como pura posibilidad, la enunciación, ―Podría decir algo irónico sobre George Bush‖, es posiblemente verdadera y posiblemente falsa: solamente cuando una de las posibilidades emerja a la luz del día puede haber juicio sobre su verdad o falsedad (ver Margolis 1991: 40-53; Lane 1999, y Peirce CP 5.447, 1.434, 2.598, 6.168, MS 611).


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Por consiguiente, tenemos, por un lado, signos de generalidad de índole de Terceridad que no son necesariamente determinables por el Principio del TerceroExcluido, y por otro lado, signos de vaguedad de índole de Primeridad que no son necesariamente aplicables al Principio de la No-Contradicción. Surge la pregunta: ¿Dónde está la lógica en todo eso? La respuesta: Entre la generalidad y la vaguedad, donde los signos bivalentes—principalmente de Segundidad de los signos—desempeñan su papel. Signos principalmente de Segundidad, un representamen y su otro correspondiente—el objeto semiótico—se prestan convenientemente al Principio Bivalente de ―O/O‖ (―Either/Or‖), donde hay bifurcan binaria para presentar dos alternativas. Por lo tanto, cuando esos signos estén comportándose como deben, obedecen los venerados principios de la lógica clásica. En breve, un signo empapado de vaguedad abarca la posibilidad de un interpretante, entre otros; un signo general en el sentido más general posible es un signo cuyo interpretante puede ser aceptado o rechazado; un signo cargado de alternativas bivalentes es un signo listo para gozar de valor positivo o ser repudiado y falsificado por un valor opuesto, por tenues sean esos valores. De nuevo, signos de generalidad son sub-determinables; signos de vaguedad son sobre-determinados; y signos de bivalencia son relativamente determinables desde de diversos contextos tiempoespaciales (Lane 1999).


141

Principios lógicos, y algunas de nuestras limitaciones Aprendiendo, el mundo, y conociendo Favor de tomar en cuenta la Figura 4. La ―pierna alética‖ (―alethic‖) del trípode involucra una teoría del conociendo. Pero en esta ―pierna‖, de Primeridad, no hay sencillamente la posibilidad de verdad o falsedad; hay verdad y también hay falsedad, hasta el momento en que algún signo emerja a la luz del día, y entonces puede ser interpretado como verdadero o falso. Esta pierna incorpora la forma más extrema de vaguedad. La ―pierna óntica‖ incluye el mundo físico, es decir, algún mundo semiótico de entre todos los mundos posibles, que ordinariamente es aceptado según los signos que lo representa como verdadero o falso. El problema es que, contrario a nuestros acostumbrados sueños ―ontológicos‖ de la naturaleza inmutable de Ser (―Being‖), los mundos semióticos siempre están en el proceso de volverse otra cosa, otro conjunto de signos. Ninguna permanencia puede encontrarse aquí. La ―pierna epistémica‖ incluye el proceso del conociendo de lo que supuestamente es el caso, tal como ―Todos los cisnes son blancos‖. Pero es cierto que ¿todos los cisnes son blancos? ¡Claro que sí! Generalmente presupondríamos que la frase es indubitablemente verdadera. Sin embargo, hay un dilema aquí, como ya sugerí y como vamos a notar. La “Paradoja de la Inducción” de Hempel: ansiedad existencial


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Carl Hempel (1945) declara que enunciaciones tales como ―Todos los cisnes son blancos‖ pueden transformarse en su opuesto, ―Todos los objetos noblancos son no-cisnes‖, y la prueba inductiva queda igual. ¿Cómo así? En realidad, las dos hipótesis tienen el mismo contenido; son diferentes formulaciones de la misma proposición. Para demostrar su premisa, Hempel propone lo que llama la condición equivalente entre dos hipótesis: lo que confirma (o refuta) una de las hipótesis equivalentes también confirma (o refuta) la otra. En otras palabras, una hipótesis es la contrapositiva de la otra. La hipótesis de la contrapositividad es la negatividad de la positividad de la hipótesis original. Decir ―Este cisne es blanco, por lo tanto todos los cisnes deben ser blancos‖ también confirma la enunciación ―Este cuervo es un no-cisne y es no-blanco, por lo tanto todos los objetos no-blancas deben ser no-cisnes‖. Desde luego ―Todos los objetos no-blancos son no-cisnes‖ es casi infinitamente más fácil de confirmar de las dos hipótesis.

Flamingos rosados, cardinales rojos, palomas grises y

canarias amarillas confirman la versión contrapositiva de la hipótesis, igual que limones amarillos, monedas plateadas y esmeraldas verdes. Entonces seguimos en el camino de la vida, a cada paso observando o cisnes blancos o no-cisnes noblancos. Sin embargo, nuestra hipótesis original, ―Todos los cisnes son blancos‖, no será absolutamente confirmada, porque algo que no sea todavía observado siempre tendrá la posibilidad de refutar la hipótesis. (Y de verdad, el Capitán Cook durante su exploración de Australia descubrió algunos cisnes negros, así


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confirmando la proposición ―La mayoría de los cisnes son blancos, pero algunos son negros, específicamente una subespecie de esas aves en Australia‖.) Aquí, entonces, tenemos un ejemplo básico de un signo general, especificación del cual depende de nosotros, los agentes semióticos.

Pero a

pesar de la paradoja de Hempel, seguimos, dentro del río de la semiosis. Comparamos nuevas experiencias con viejas experiencias, relegamos los signos a sus categorías respectivas, y en la mayoría de los casos tenemos más éxitos que fracasos. Y cada experiencia da testimonio de la sub-determinación de nuestros signos de generalidad, y de la incompletud de nuestro mundo semiótico. El rompecabezas de Goodman: cualificando la ansiedad Nelson Goodman (1965) reveló otro dilema de la inducción. Si todas las esmeraldas que hemos examinado antes de cierto contexto y momento tiempoespacial fueron ―Verdes‖, con confianza, podríamos declarar que la enunciación ―Todas las esmeraldas son verdes‖ siempre será confirmada. Pero supongámonos que un día tropezamos con un habitante de una tierra extraña, ―Neerlandia‖, cuya percepción y concepción del mundo físico parecen una locura. Entre otras anormalidades, la lengua del neerlandés contiene dos términos que nosotros, después de algunos momentos de ansiedad, traducimos como sigue: Grue

=

examinado antes del ―punto de referencia‖ t0 y fue lo que llamaríamos ―Verde‖, o examinado después de t0 y es lo que llamaríamos ―Azul‖ (t0 obviamente es un


144

momento a todo parecer arbitraria). Bleen

=

examinado antes del ―punto de referencia

t0 y fue lo que llamaríamos ―Azul‖, o examinado después de t0 y es lo que llamaríamos ―Verde‖. Antes de t0, nuestras enunciaciones sobre las esmeraldas confirman la idea que son ―Verdes‖, pero el neerlandés tiene una enunciación paralela, confirmando que las esmeraldas son ―Grue‖. Desde la perspectiva de nuestra lengua, después de t0, la experiencia de él es como si de repente hubiera declarado que las esmeraldas son ―Azules‖. Indudablemente terminaríamos con la idea de que su lengua y su taxonomía de los colores cambian radicalmente después de t0. Pero desde la perspectiva de su lengua, todo es normal, y además, para él, es nuestra lengua que tiene problemas de coherencia. Es decir, la traducción del neerlandés de nuestras enunciaciones sobre las esmeraldas seria la siguiente: Green

=

examinado antes de t0 y fue ―Grue‖, pero después de t0 es ―Bleen‖. Blue

=

examinado antes de t0 y fue ―Bleen‖, pero

después de t0 es ―Grue‖. Desde nuestro punto de vista, el proceso inductivo del ―neerlandés‖ está equivocado, y desde su punto de vista, nuestro proceso inductivo está equivocado. Si los dos puntos de vista se combinan, son a todo parecer simétricos; pero cuando son considerados aparte como enunciaciones auto-suficientes, son


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asimétricos (Gärdenfors 1994, Rescher 1978). Por decirlo así, nosotros y el neerlandés poseemos nuestra propia ―metafísica de la presencia‖ (Derrida 1973) con respecto a la concepción del mundo del otro, aunque, desde el punto de vista del otro, esa ―metafísica de la presencia‖ puede quedar desmitificada (Hesse 1969). Tal vez alguien quisiera responder: ―Ridículo! Estos argumentos filosóficos esotéricos tienen poco que ver con la vida cotidiana concreta‖. Al contrario. Con el rompecabezas de Goodman en mente, vamos a meditar algunos momentos sobre una situación histórica que tiene consecuencias culturales profundas: el caso de la Virgen de Guadalupe.

Ansiedad general, pero puede resolver dilemas culturales Según la tradición, en 1531, diez años después de la conquista de México, la Virgen María apareció a Juan Diego, amerindio de la visión de los vencidos. Esa aparición aconteció en el sitio dedicado a Tonantzín, una diosa entre los múltiples dioses de la religión mexica. Semejanzas entre María y Tonantzín son obvias. María, virgen, dio luz a Jesús, dios hecho hombre; Tonantzín, también virgen, dio luz a varias deidades mexicas. María pidió la construcción de un templo en el lugar de su aparición, que requeriría la destrucción del santuario dedicado a Tonantzín.

El templo fue

edificado, Tonantzín fue simbólicamente relegada al olvido—cuando menos desde


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la perspectiva de los prelados católicos—y la Virgen María llegó a ser conocida con el nombre de ―Guadalupe‖. Tomando en cuenta el dilema goodmaniano de la inducción, y de acuerdo con los mandatos de los padres católicos, la virgen católica fue radicalmente distinta de la diosa mexica pagana, Tonantzín, antes de t0 (diciembre 12, 1531), y después de t0, la distinción ―Guadalupe‖/‖Tonantzín‖ llegó a ser dogmáticamente vigente. Todo en orden. Pero la ―realidad semiótica‖ de la cultura indígena fue otra. Para los amerindios, de acuerdo con el proceso cultural que ocurrió después de t0, su querida MadreTierra (―Tonantzín‖)-MadredeCristo (―Guadalupe‖) de ninguna manera fue cualificada a base de una distinción categórica. Ellos ―mestizaron‖ la distinción ―Guadalupe‖/‖Tonantzín‖ para crear un nuevo concepto, que en sentido goodmaniano, podemos cualificar como ―Tonalupe‖. O sea, antes de t0, ―Tonantzín‖ era la venerada diosa de los mexicas, pero después de t0, poco a poco ―Tonantzín‖ fue amalgamada con ―Guadalupe‖ de modo que ―Tonalupe‖ emergió para reemplazar ―Tonantzín‖. O sea, los amerindios fundieron, confundieron e ―hibridizaron‖ las dos imágenes de modo análoga a nuestro neerlandés y sus compatriotas, que combinaron los predicados ―Green‖ y ―Blue‖ para producir ―Grue‖. O sea, el significado de ―Tonalupe‖ para los amerindios sería coherente con el significado de la imagen de su diosa, ―Tonantzín‖, antes del 12 de diciembre de 1931 (t0), y después de esa fecha, cuando ―Tonantzín‖ ya no fue accesible para


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los conquistados, su religión habiendo sido heretizada y prohibido, llegó a ser coherente con la imagen de la Virgen, ―Guadalupe‖. En otras palabras, la imagen que fue para los conquistadores ―Guadalupe‖, ahora fue el equivalente de ―Tonalupe‖ para los conquistados. Quiere decir que explícitamente los amerindios veneraban ―Guadalupe‖, de acuerdo con los dictados de los padres católicos, pero implícitamente su fe quedaba con su diosa tradicional, ―Tonantzín‖—como si un ―ídolo‖ de Tonantzín estuviera detrás del altar oficialmente dedicado a ―Guadalupe‖. Para los amerindios, hubo una continuidad de significados antes y después de la fecha axial, ya que ―Tonalupe‖ tenía cualidades ―híbridas‖ compartidas por los dos símbolos religiosos. Si los españoles, en contraste, pudieran haber captado la percepción y concepción de los amerindios, los podrían haber considerado algo esquizofrénicos,

cambiando

su

percepción

y

concepción,

en

el

punto

tiempoespacial t0, de ―Tonantzín‖ para ―Tonalupe‖, como si fueran deidades completamente distintas. Pero dentro de la cosmología de los amerindios, algo nuevo e ―hibridizada‖ (―Tonalupe‖) había emergido entre el presumido TerceroExcluido

(―Guadalupe‖/‖Tonantzín‖).

Por

consiguiente,

sería

aconsejable

renombrar el Tercero-Excluido el Tercero-Incluido, porque dentro de la esfera de las generalidades, la sub-determinación ofreció la creación de signos nuevos (para los amerindios) entre signos que eran (para los españoles) contradictorios. Ejemplos semejantes son numerosos, pero creo que basta este para ilustrar el


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fenómeno (ver Merrell 2004a, 2007). Entonces, vamos a considerar una variación del dilema de la inducción. 3.5

Semiotizando el cambio dentro del tiempo

Ya que en vista de la paradoja de Goodman, lo que sea visto como ―verdadero‖ en un contexto puede ser visto como ―falso‖ en otro, obviamente necesitamos alguna herramienta intelectual para dar cuenta del tiempo y de los cambios dentro del tiempo. Tales consideraciones de lo que es verdadero y lo que es falso, desde luego, no caben rígidamente dentro de la lógica clásica, precisamente porque incluyen el tiempo. Peirce creía que una lógica cabal debe ser normativa, y debe incluir la posibilidad de cambio. Nuestra experiencia, que fluye en una serie lineal, es un buen punto de partida. La experiencia es lineal, pero en algún momento puede topar con alguna que otra ambigüedad, y a veces hasta una anomalía: por ejemplo la alusión de Ludwig Wittgenstein a la ambigüedad de un dibujo que desde una perspectiva es identificable como un ―Conejo‖, y desde otra perspectiva complementaria es identificable como un ―Pato‖.

Supóngase que nuestro

neerlandés observa una docena de veces que el dibujo es lo que consideraríamos un ―Conejo‖. Luego, dentro de un contexto radicalmente diferente, su perspectiva sufre una transformación, y lo identifica como lo que consideraríamos un ―Pato‖. Con esta decimotercera observación, la naturaleza ambigua del dibujo se hace


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patente, cuando menos para él. En este sentido, y de acuerdo con la calificación de las esmeraldas como ―Grue‖, él tendría el siguiente conjunto de signos. Coto

=

examinado antes de t0 (que es arbitrario) y es para él lo que para nosotros sería ―Conejo‖, o después de t0, y es para él lo para nosotros sería ―Pato‖. Panejo =

examinado antes de t0 (que es arbitrario) y es

para él lo que para nosotros sería ―Pato‖, o después de t0, y es para él lo que para nosotros sería ―Conejo‖. Pero supóngase que para nosotros, el dibujo no puede ser más que un ―Conejo‖; es decir, no percibimos ni concebimos ninguna ambigüedad.

El

neerlandés, al contrario, concibe la figura como una cosa —que es el equivalente a nuestro ―Conejo‖— y luego la concibe como otra cosa—que para nosotros sigue siendo un ―Conejo‖ y no más que eso. Según nuestro parecer, él sería sumamente frívolo, cambiando su idea de buenas a primeras y sin ton ni son. Naturalmente, él, de ninguna manera, considera su mundo de índole mutable. Para él, es de lo más estable posible: ―Coto‖ es ―Coto‖ y ―Panejo‖ es ―Panejo‖, y ya. Él simplemente percibió una cosa que de repente llegó a ser para nosotros otra cosa, y somos nosotros de mente huidiza e voluble. Lo que es importante, sin embargo, es que niveles alternativos de conciencia deben ser para el neerlandés—tanto como para nosotros—irreversibles (si ignoramos algunas fallas de memoria, por supuesto).

Entonces, dentro de


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cierto contexto y momento tiempoespacial, se puede determinar la verdad o la falsedad, de los signos. particular

depende

de

Lo que sea considerado verdadero en un momento las

expectativas,

y

las

predisposiciones,

las

preconcepciones, los prejuicios y los hábitos, del agente semiótico, de acuerdo con su memoria de experiencias semejantes en el pasado.

Pero cuando las

expectativas son frustradas, cuando no están de acuerdo con lo que se esperaba, el descubrimiento, o tal vez la invención, de una nueva concepción de lo verdadero y lo falso—por ejemplo la ambigüedad ―Conejo‖/‖Pato‖—puede emerger. Desde el punto de vista peirceano, por lo tanto, cuando distinciones son percibidas y concebidas entre ―Verde‖ y ―Azul‖, ―Guadalupe‖ y ―Tonantzín‖, y ―Conejo‖ y ―Pato‖, los Principios de Identidad, No-Contradicción y Tercero-Excluido permanecen robustos, y la bivalencia generalmente rige.

Pero en cualquier

momento, una alternativa puede emerger, que quedaba fuera de las expectativas. Esta alternativa es diferente, y hasta puede ser contradictoria e inconsistente con respecto a lo que se esperaba. Quiere decir, de nuevo, que el Principio de la NoContradicción no siempre tiene aplicabilidad; en otras palabras, la esfera de todas las alternativas posibles es, para reiterar, sobre-determinada. Además, si una alternativa surge a la superficie para entrar a la luz del día, podría haber surgido solamente con respecto a la abrogación del Principio del Tercero-Excluido. Quiere decir que siempre hay la implicación de un Principio de


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Tercero-Incluido, de modo que el aparecimiento de una alternativa es posible por medio de la sub-determinación, dentro de la esfera de la Terceridad, ya que cualquier conjunto de signos (por ejemplo, ―cisnes negros‖, dentro de su merecido lugar en la categoría de todos los cisnes) puede ceder lugar a alguna alternativa. En resumen, cuando las categorías culturales se mantienen relativamente inmutables, valores bivalentes tienden a regir.

Cuando hay trastornos que

producen una profusión de cambios, y las taxonomías convencionales pierden su rigidez, se destaca la Primeridad, desempeñando su papel, y aprovechándose de la esfera sobre-determinada de posibilidades. Cuando algunos nuevos signos y sus significados brotan para reemplazar los signos comúnmente usadas, la Terceridad mediadora y moderadora toma las riendas de la sub-determinación de los signos, y algún significado hibridizado entra el río de la semiosis. Otras variaciones La Figura 5 abarca el proceso ―hibridizante‖ de Guadalupe-Tonantzín dentro del fluctuante, fluyente, remolino del trípode semiótico. El aprendiendo (Figura 2) incluye la conciencia de parte del agente semiótico de su culturalmente convencional mundo semiótico dentro del cual diferencias, y a menudo distinciones, conflictos, y contradicciones emergen (Guadalupe-Tonantzín).

El

conociendo—la toma de la conciencia—de lo que abraza el proceso del aprendiendo, envuelve, y da lugar a, la emergencia de algo que hasta mayor o menor grado es diferente de lo que el proceso del aprendiendo implicaba en el


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pasado (la creación de Guadantzín o Tonalupe, según las condiciones). El proceso del aprendiendo surge desde la esfera de todas las posibilidades (0), se manifiesta como algo que había sido esperado ( ), e inicia su camino como un asunto de O/O (―Either/Or‖) (

à +/-) (Figura 3). Entonces, hay la posibilidad,

entre los ―subalternos‖ (los conquistados) dentro de sus condiciones, de alterar los dictados de la clase dominante de la sociedad, los ―superalternos‖ (los conquistadores) (el trípode de la izquierda de la Figura 5). Y todo viento en popa, es decir, de acuerdo con la mentalidad de los superalternos. Pero si los subalternos resisten, su resistencia puede tomar la forma de alguna práctica cultural ―hibridizada‖ (el trípode de la derecha de la Figura 5). En tal caso, lo que pudiera haber sido Guadalupe y Tonantzín, como dos entidades separadas, llega a concebirse como ni la una entidad ni la otra, sino alguna alternativa ―híbrida‖, que está en el proceso de emerger para trastornar el sistema dicotomizado y cuidadosamente construido por los superalternos, con todas sus prescripciones y prohibiciones, para dar lugar a la creación de una nueva expresión cultural (la pierna derecha del trípode derecho de la Figura 5). En otras palabras, la imagen de los amerindios de conformidad, acerca de los mandatos de la Corona española, fue disuelta por la resistencia clandestina (Chaui 1986, Coronil 1996, Merrell 2004a). Este camino, yo sugeriría, ofrece el medio por el cual los subalternos pudieran perpetuar su propia cultura, a pesar de las múltiples restricciones y prohibiciones.


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En general, es la manera en que los subalternos ―pueden hablar‖ (como respuesta a la idea contraria de Spivak 1988). Principios lógicos, y algunos teoremas demarcando nuestras limitaciones Las restricciones de nuestro poder deductivo Los problemas en el corazón del pensamiento clásico ahora exigen nuestra atención, sobre todo cuando nos fijamos en el procesamiento de los signos como un fluir continúo: la semiosis. Como hemos notado, tarde o temprano, el modelo bivalente de la lógica clásica titubea, porque contradicciones e inconsistencias brotan en los momentos menos propicios. El proceso del conociendo de índole inconsistente revela su cara de sobre-determinación, porque múltiples alternativas posibles siempre están allí, en espera de emerger, en algún momento, en algún lugar. Estas alternativas están listas para entrar en el proceso para reemplazar algún precepto o concepto del conociendo generalmente regido por los superalternos. Si desde algún horizonte de percepción y concepción, la consistencia parece prevalecer dentro de contextos locales, todo parece normal. consistencia puede ser una ilusión.

Pero esta

Porque en el nivel global, alguna

inconsistencia tarde o temprano se deja sentir, percibir y concebir.

Por

consiguiente, una vez más, vemos que el Principio de No-Contradicción puede perder validez.


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Igualmente, desde una cultura para otra, una lengua para otra, y una enunciación desde dentro de una lengua para otra enunciación desde dentro de otra lengua, comparaciones y contrastes, con sus premisas e hipótesis claras y distintas, se vuelven problemáticos. Es como si una cultura, referente a su lengua y su proceso del conociendo, tuviera un significado1 para una palabra, y otra cultura tuviera otro significado2 para otra palabra que a todo parecer es el equivalente a significado1. Sin embargo, los dos significados son radicalmente distintos. ¿Cuántas culturas y lenguas y procesos del conociendo puede haber, a fin de cuentas? Muchas, virtualmente un número incontable de ellas. ¿Cómo es que los significados en una lengua pueden ser reduplicados en otra lengua? No pueden, de manera clara y distinta según las exigencias cartesianas.

¿Qué

alternativas tenemos, entonces? Ninguna, parece. Porque: (1) el proceso del conociendo no puede ser más que incompleto; (2) la sub-determinación siempre ejerce alguna influencie; y (3) dentro da algún contexto, alguna alternativa puede recibir un re-conocimiento como superior a algún concepto dentro del conocimiento del día, y lo puede reemplazar y cobrar validez. Cada precepto y concepto, dentro del proceso del conociendo, puede ser aceptado como una generalidad, hasta cierto punto, pero tarde o temprano la incompletud revelará su continencia. Es por eso, con respecto a cualquier generalidad, que el Principio clásico del Tercero-Excluido tropieza. Desconcertante, todo eso. Trae recuerdos—y con razón—de los teoremas


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de la incompletud de Kurt Gödel de 1931 (Nagel y Newman 1958, Goldstein 2005). Lo que es peor, en 1936 Alan Turing demostró que no hay ningún procedimiento mecánico capaz de decidir de antemano si un programa de computación será capaz de la tarea que se la va a dar. Pero más desconcertante aun, …

El problema se complica En la década de los 1950, Gregory Chaitin demostró que las limitaciones del pensamiento formal niegan la declaración de David Hilbert a principio del siglo XX que un conjunto finito de axiomas podría dar cuenta de la totalidad de la matemática. Según Chaitin, hay casos extremosos donde el sueño de la verdad matemática no tiene ninguna estructura, sino que no hay más que accidentes, sin ninguna razón, y las esperadas últimas verdades matemáticas no son más que un tiro de los dados.

El pensamiento formal, entonces, está rayado de bandas

azarosas! Gödel nos dio una sorpresa con su incompletud puramente formal. Con Alan Turing, la incompletud tomó un camino completamente diferente, al incluir las computaciones mecánicas o cibernéticas.

Y Chaitin concluyó que, dada la

infinitud de las posibilidades cuando tomamos en cuenta la totalidad de todos los programas de computación posibles, el azar, el puro acaso, prevalece (Chaitin 2000: 98).

De acuerdo con estas conclusiones, y como fue sugerido en las


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páginas anteriores, en cada curva del río de la semiosis, la incompletud o la inconsistencia amenaza. En fin, después de la expulsión de los paraísos de la inducción y la deducción, y en vista de las obras de Hempel, Goodman, Gödel, Turing y Chaitin, tenemos la Figura 6.

La inducción permite, a través del tiempo, un número

incontable de versiones del mundo, cada una de las cuales puede ser o verdadera o falsa, según la perspectiva. La deducción permite lo que parecen ser premisas, métodos y estrategias limpias y consistentes. Pero en algún momento menos esperado, alguna alternativa a algún aspecto del proceso del conociendo es comúnmente aceptado brotará para perturbar y trastornar el proceso entero. Entonces, tomando en cuenta todos los procesos del conociendo, pasados, presentes y los que emerjan en el futuro, debemos conceder que, globalmente hablando, la verdad absoluta no se encuentra ni en uno de los procesos ni en cualquier otro, mas una parte de esa verdad, por pequeña que sea, está en todos los procesos. 4.2

Pero, ¿es para preocuparnos tanto?

En una palabra: ¡No! Concedido, el dilema que ha sido el foco de este ensayo es complejo. De todos modos, hay que hacer la lucha por articular esa complejidad, y entonces quizás entre un poco de luz. Con esta idea, construí la Figura 7, que, espero, nos ofrezca una imagen valedera del proceso semiósico. Concluyo los términos homogenía, hierogenía


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(autogenía en conjunto con hegemonía) y heterogenía con el sufijo ―-genía‖, ya que, de la misma raíz que gene, evocan la imagen de génesis, de organicidad, y corresponde a la idea de proceso. Comienzo los términos con los prefijos ―homo‖, ―hiero-‖ y ―hetero-‖, respectivamente, como:

(1) ―lo mismo‖, ―parecido a‖, o

―análogo a‖, (2) ―valorizado relativamente‖, con prioridad a uno de los dos términos de una dicotomía, y (3) ―diferente‖, ―des-semejante‖, ―diverso‖ (para más detalle, Merrell 2003a, 2004a). En el lado derecho de la Figura 7 tenemos abertura dialógica, y en el lado izquierdo tenemos clausura.

En el centro está el ―vacío‖, mencionado con

respecto a la Figura 3, y el undulante, vibrante, torbellinante dinamismo aparente en el trípode semiótico de Peirce. Del lado izquierdo, y desde abajo para arriba, tenemos el pasaje, que puede ser o de un sentido o de dos sentidos, dependiendo de las circunstancias, y la misma condición existe en el lado derecho. En la parte superior del diagrama hay el pasaje de abertura a clausura, y en la parte inferior hay el pasaje posible en la dirección inversa. En términos más concretos, desde el centro y a la izquierda, primero hay la emergencia de algo de la esfera de pura posibilidad, que luego procede hacia la diferenciación heterogénica en la parte superior a la izquierda. Es decir, algo emerge de la homogenía: Primeridad. Luego, dentro de la hierogenía, colocamos ese ―algo‖ dentro de una de las categorías de acuerdo con nuestras convenciones sociales

(que

incluyen

predisposiciones,

preconcepciones,

prejuicios,


158

proclividades y hábitos): Segundidad.

Subsecuentemente, dentro de la

Terceridad, podemos tomar conciencia de las variaciones, algunas patentes y otros sutiles, de la manera en que esa representación de la Segundidad es diferenciada de otras que hemos percibido y concebido en el pasado. Ahora todo está bajo la luz del día, y sujeto a los cambios de interpretantes (significado) según los contextos, y dada su naturaleza como Terceridad. Y generalmente logramos realizar algún grado de éxito. De hecho, puede que tengamos tanto éxito que lleguemos a creer que nuestro mundo semiótico es el Mundo tal como es, y ya. Eso seria un problema grave. Porque estaríamos con la tendencia de cerrar las puertas a la posibilidad de la creación, la novedad, y la improvisación de nuestro mundo semiótico. O sea, estaríamos en el acto de trasladarnos desde el lado izquierdo de la Figura 7 al lado derecho. Como consecuencia de este traslado, la heterogenía se volvería fija, programática, y la hierogenía se volvería hegemónica. Con tiempo, la homogenía estaría en el camino hacia la autogenía, y cuando eso ocurriera, nuestros modos de percepción y concepción, y nuestros pensamientos y acciones volverían virtualmente estáticos. Dentro de ese sistema estancado, solamente una transformación radical, de tipo de un reemplazo del reinante paradigma del pensando y conociendo (el ―paradigm switch‖ en el sentido de Thomas Kuhn), por alguna mente iconoclasta e improvisadora, pudiera dar un brinco del lado derecho al lado izquierdo de la Figura 7, para crear, de nuevo, la posibilidad de diálogo


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abierto. En vista de las diferencias, descritas arriba, entre (1) el mundo físico tal como es y los ―mundos semióticos‖, (2) la generalidad y la vaguedad, (3) la sobredeterminación y la sub-determinación, y (4) la negatividad en juego con la positividad, hace falta una expansión de la Figura 7. Entonces contemple Ud. la Figura 8. La homogenía izquierda es la vaguedad sobre-determinada; es lo que ―pudiera emerger‖ dentro de algún contexto tiempoespacial.

La hierogenía

izquierda consiste de lo que es, o cuando menos así parece a los agentes semióticos, involucrados dentro de su acostumbrado mundo semiótico.

La

heterogenía izquierda está repleta de generalidades positivas y sub-determinadas, donde los agentes semióticos ya están cómodos dentro de su mundo semiótico. Pero dada la naturaleza sub-determinada de este mundo, en cualquier paso, algo nuevo puede recibir un voto de confianza; puede entrar en el mundo semiótico, y ese mundo ya no será igual a lo que era—porque todos los mundos semióticos siempre están en el proceso de volverse en algo diferente de lo que fueron durante el proceso emergente en el momento anterior.

En pocas palabras,

heterogenía, hierogenía y homogenía derechas son fijadez; el lado izquierdo es proceso. En vista de las discusiones anteriores, y de acuerdo con las Figuras 7 y 8, la homogenía-izquierda es sobre-determinada, vaga, y poblada de inconsistencias. La hierogenía-izquierda es la esfera de las distinciones y dualidades, donde


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Identidad, No-Contradicción y Tercero-Excluido encuentran un ambiente ameno. Y la heterogenía-izquierda es sub-determinada, y perpetuamente incompleta. 4.3

¿Para donde voy con todo esto?

Una buena pregunta. Podría parecer que estoy en un limbo conceptual, sin la capacidad de mantener distinciones precisas entre Primeridad, Segundidad y Terceridad, porque ahora son vistas como interdependientes, interrelacionados y en interacción perpetua—el efecto III de nuevo. En vista de esta aparente confusión, propongo una combinación complementaria de lo que podemos tentativamente cualificar como el mundo clásico (determinado) y el mundo quántico (indeterminado). La diferencia básica entre los dos mundos es comparable a la de echar volado con una moneda en el sentido clásico y en el sentido quántico. Según la interpretación de Niels Bohr y sobre todo de John Archibald Wheeler de la cuanta, esa diferencia tiene que ver con diferentes concepciones de probabilidad. Un volado ―clásico‖ de una moneda es el volado que conocemos; un volado imaginario, o ―cuántico‖, parece completamente ajeno a nuestro mundo físico. En el sentido ―clásico‖, echamos la moneda, y mientras está describiendo un arco en el aire, ahora es águila, ahora es sol, y sucesivamente: una oscilación hasta el momento final, cuando la moneda está descansando en la mano, enseñando águila, o sol. En el mundo quántico, la moneda no es una moneda física; no es más que una moneda imaginaria que implica la pura posibilidad de águila o sol. Esa moneda imaginaria va arcándose


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en el aire, y solamente después de que haya contacto de la moneda imaginaria con alguna entidad física—por ejemplo la mano estirada para recoger la moneda quimérica—puede enseñar águila, o sol. Pero antes de hacer contacto con la mano, águila y sol no son más que una superposición de dos posibilidades. También hay otro factor: la interferencia quántica. Según la forma más sutil de interferencia dentro de un contexto quántico, el volado de la moneda puede ser influido de tal manera que si de otra manera águila hubiera sido el resultado, en vez de águila, sol aparece. O sea, cuando la superposición de ondas de posibilidad se deshace (―when the wave function collapses‖), y una partícula aparece (águila, o sol), una condición clásica de lógica bivalente resulta.

La

moneda es: o águila, o sol. La probabilidad clásica termina en la certeza después del volado. En contraste, la probabilidad quántica e imaginaria es de una incertidumbre que consiste de una matriz de cuatro factores: las dos manifestaciones posibles—águila, o sol—y una red de interferencia entre águila y sol, que influye el resultado. El llamado ―desbaratamiento‖ (―collapse‖) de la función de las ondas de posibilidad en realidad es una ―de-coherencia‖, cuando hay cuando menos una mínima interacción entre las ondas de posibilidad dentro de su contexto, y entonces, o águila, o sol aparece. Según la interpretación de Bohr, antes de que ocurra la ―de-coherencia‖, todo, absolutamente todo en el universo, está enredado, e interconectado (eso es, el efecto III). Esta superposición no puede ser percibido en ningún sentido clásico,


162

porque no hay ninguna distinción entre Sujeto-Objeto-Contexto—distinción que sí existe en el mundo clásico después de la ―de-coherencia‖. La Figura 9 ilustra esta bifurcación, donde ―0 à

à

‖ es la condición superpuesta dentro del contexto

―quántico-semiótico‖, y después de la actualización de un signo, o sea, después de la ―de-coherencia‖, Sujeto-Objeto-Contexto componen una parte del mundo clásico. Por lo tanto, en la Figura 9 tenemos el sujeto quien, dentro del mundo ―quánticosemiótico‖, es uno con el objeto y el contexto mediador, todos en el estado de superposición. Esta situación es lo que podemos denominar el pasaje desde la Primeridad de la Primeridad a la Primeridad de la Segundidad y finalmente a la Primeridad de la Terceridad de un signo (i.e. 111, 211, 311—los números representan la Primeridad, Segundidad y Terceridad del representamen, objeto semiótica y interpretante respectivamente). En este instante, por decirlo así, una colección de neuronas echa chispas dentro del cerebro del sujeto, y acontece una ―de-coherencia‖. Ahora, hubo una bifurcación; hubo una aseveración, una mutilación, de la función de ondas de posibilidad, y sujeto, objeto y contexto mediador se separan y entran dentro del mundo clásico. El sujeto, entonces, está en el camino del desarrollo de la Segundidad y la Terceridad de la Primeridad, la Segundidad y la Terceridad (i.e. 221, 222, 321, 322, 331, 332, 333). Ahora el sujeto está plenamente conciente de su mundo semiótico clásico. De manera complementaria, antes del volado de la moneda, no hay más que una


163

superposición de puras posibilidades, y como tal, existe incertidumbre ―semióticaquántica‖. Una vez que haya habido una ―de-coherencia‖, la incertidumbre ―semiótica-quántica‖ (de pura posibilidad) ya no existe, porque la certidumbre del mundo físico es ahora vigente (una de las posibilidades se realizó). Es decir, después de la ―de-coherencia‖ que introduce la moneda al mundo físico, el volado llegó al final, y ya sabemos que tenemos águila, o sol. La sobre-determinación, repleto de contradicciones dentro de la esfera de la Primeridad, es ahora provisionalmente

determinada

dentro

de

la

esfera

de

Segundidad—

‖provisionalmente determinada‖, porque la determinación depende del contexto físico y la perspectiva del sujeto.

Pero dentro del contexto mediador, la

incertidumbre ―semiótica-quántica‖ perdura. Entonces, lo que sea posible para la actualización dentro del mundo físico (de la Segundidad) no es, todavía, ni una posibilidad ni la otra, hasta el instante de la ―de-coherencia‖. En otro instante, después de la ―de-coherencia‖, una de las posibilidades fue ―hecha realidad‖, dentro de la Segundidad. Sin embargo, esta Segundidad actualizada podría haber sido, dentro de otro contexto complementario, algo completamente diferente de lo que es. Entonces la gran diferencia entre el mundo clásico y el mundo ―semiótico-quántico‖ es que dentro del mundo clásico reina el Tercero-Excluido—lo que es, es, y no es otro, que no fue actualizado—mientras dentro del mundo quántico el Tercero-Incluido existe—hay un número indefinido de posibilidades que, según las condiciones y la


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―de-coherencia‖ que pueda aparecer, una entre una variedad de las posibilidades puede ser actualizada. Una vez más nos damos cuento de la impotencia de la NoContradicción dentro de la Primeridad y la sobre-determinación, y del TerceroExcluido dentro de la Terceridad y la sub-determinación. Yo sugeriría que todo eso tiene que ver, aunque indirectamente, con el concepto peirceano de ―signos de-generados‖, signos que han emergido en la conciencia, y con múltiples repeticiones, sumergen dentro de la misma conciencia para permanecer habituados, en niveles relativamente automatizados, de modo que el sujeto asimila e interpreta esos signos sin que la mente tenga un papel concientemente activo. 4.4

Signos de de-generación (“degeneracy”)

Peirce considera ―de-generado‖ un signo que se haya vuelto signo de uso habituado; en otras palabras, es un signo ―sedimentado‖, ―arraigado‖, dentro de la conciencia del agente semiótico, de modo que su uso es hasta cierto punto ―automatizado‖.

Ya que un signo ―de-generado‖ queda fuera de la conciencia

inmediata del usuario, se vuelve cada vez más vago y sobre-determinado, porque a cualquier momento puede abrirse a la posibilidad de usos alternativos (Merrell 1995). El

término

―de-generación‖

se

usa

en

la

teoría

de

la

cuanta,

específicamente en las ―ecuaciones ondulares‖ (―wave equations‖) de Edwin Schrödinger. También tiene uso en algunas consideraciones del código genético,


165

donde la tercera posición en el código triádico crea la posibilidad de muchas secuencias de DNA diferentes para especificar una proteína en particular. Según Gerald Edelman, el término, además, tiene aplicabilidad para describir las funciones cerebrales. En todo caso, la ―de-generación‖ resulta en signos cada vez más sobre-determinados, vagos, e inconsistentes.

O sea, desde la sub-

determinación de la Terceridad, hay gravitación (―de-generación‖) hacia la sobredeterminación, hacia la Primeridad. Edelman escribe que la ―de-generación‖ del proceso cerebral: es reflectada en la capacidad de los componentes estructuralmente diferentes de dar resultados semejantes. En el sistema nervioso seleccional [―selection nervous system‖], con su repertorio enorme de circuitos neuronales variables dentro de cierta área del cerebro, la de-generación es inevitable. Sin ella, el sistema nervioso seleccional, por rica que sea en diversidad, rápidamente fallaría—en una especie, casi todas las mutaciones serian letales; en un sistema de inmunización, pocas variaciones de anticuerpos serian funcionales; y el tráfico por los senderos de la red de conexiones neuronales perdería su eficacia.

La de-generación puede

operar eficazmente en un nivel de organización o en muchos niveles. Eso se ve en las redes genéticas, en los sistemas de inmunización, en el cerebro en general, y en la evolución de las especies. (Edelman y Tononi 2000: 86; también Edelman y Mountcastle 1978, Edelman 2004).


166

De acuerdo con Edelman, y hablando sobre-determinadamente de la ―degeneración‖, muchos grupos neuronales diferentes pueden dar los mismos resultados. En este sentido, contradicciones pueden llegar a ser interpretantes complementarios, pero separados (esmeraldas como ―Grue‖ o ―Verde‖, ―Átomos‖ como esferas sólidas [de Democritus] o como nubes vagas de posibilidades [de Schrödinger], ―Espacio‖ como homogénea [Newton] o heterogénea [Einstein], o ―Conejo‖ o ―Coto‖, ―Cisnes blancos‖ o ―Cisnes blancos y a veces negros‖, etcétera). Sin embargo, los grupos neuronales están programados con expectativas y hábitos de percepción y concepción que especifican cuales posibilidades sobre-determinadas serán seleccionadas y actualizadas según los contextos. En el otro lado del espectro, y hablando sub-determinadamente, cualquier interpretante que por casualidad emerja puede entrar en competencia con otros interpretantes que estén emergiendo desde el Tercero-Incluido para tomar su lugar en la arena de la semiótica, de acuerdo con contextos diferentes. Las posibilidades sobre-determinadas de Primeridad consisten de muchos caminos para ser actualizadas dentro de la Segundidad de modo que el camino que eligen esté de acuerdo con las condiciones existentes. Las posibilidades subdeterminadas dentro de la Terceridad consisten de caminos que terminan en algo nuevo surgiendo de momento dentro de la Segundidad de modo que introduce cambios dentro de los interpretantes existentes. neuronales, Edelman ofrece la siguiente ilustración:

Con respecto a los procesos


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Considérese una montaña, con un tímpano de hielo en cima, bajo condiciones climáticas en transmutación que resulta en derretimiento y luego congelamiento, y repeticiones de lo mismo…. Bajo un conjunto de condiciones de derretimiento, ciertos riachuelos irán culebreando para abajo para unirse y formar un riacho que termina en un charco en un valle. El charco puede simbolizar el resultado de muchas repeticiones del proceso que han ocurrido antes. Ahora cambiemos la secuencia de condiciones de tiempo, que resulta en el congelamiento de algunos de los riachuelos, seguido por una temporada de derretimiento más excesivo, que unifica más de los riachuelos para formar riachos más grandes. Aunque la estructura en las partes altas de la montaña hayan cambiado, los riachuelos se convierten en un riacho de la misma manera que antes [el proceso ha llegado a ser de-generado, sobre-determinado, y vago, debido a la tendencia hacia la Primeridad, la sedimentación y automatización o hábito del comportamiento del agua-hielo en la montaña]. Ahora, con pequeños cambios de temperatura, viento, o lluvia, un nuevo riachuelo puede resultar [desde dentro del proceso, y entre el Tercero-Incluido de la Terceridad], dando lugar a la creación de otro charco… (Edelman y Tononi 2000: 100) En fin, la generación crea lo que puede ser a través del hábito la manera acostumbrada y sedimentada: se vuelve ―de-generación‖. La ―de-generación‖ lleva el comportamiento de la material hacia los niveles de Segundidad y por fin de


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Primeridad, o sea, fuera de la atención conciente del comportamiento, y abierto a la sobre-determinación, de modo que muchas posibilidades pueden emerger en el futuro a través de la sub-determinación. La generación eleva la semiotización de la semiosis a niveles concientes y mentales (Terceridad); la ―de-generación‖ lleva la semiotización a niveles donde el cuerpo y la mente (cuerpomente) accionan y reaccionan de modo sedimentado e inconciente (Segundidad à Primeridad). Lo que merece atención ahora es…

La conciencia enigmática El dilema de Penrose El matemático y físico Roger Penrose sostiene que los teoremas de la incompletud de Gödel ponen el sueño de la inteligencia artificial de alcanzar el nivel de los procesos cerebrales y el pensamiento humano en un callejón sin salida. Penrose escribe: ¿Qué logró la prueba de Gödel?... Rápidamente fue aceptado como una contribución básica a la fundación de la matemática—probablemente la más básica de la historia—pero yo voy a sostener que al establecer sus teoremas, también intuyó un paso principal en el desarrollo de la filosofía de la mente. Entre otras cosas que Gödel indisputablemente estableció fue la prueba de que no puede haber ningún sistema formal de reglas y pruebas


169

puramente matemáticas que bastan, ni siquiera en principio, para establecer todas las proposiciones verdaderas de la aritmética. Esto es de seguro bastante asombroso. Pero un caso más impresionante aún puede ser planteado que los resultados de Gödel revelan algo más: estableció el concepto que la intuición y el entendimiento humano no pueden ser reducidos a ningún conjunto de reglas…. La prueba de Gödel demuestra, y provee, mi argumento que la intuición y el pensamiento humano están fuera de la capacidad de una computadora, en el sentido que entendemos ―computadora‖ hoy. (Penrose 1994: 64-65, también Penrose 1989, Lucas [1961] para un argumento comparable, y DeLong [1970] para una presentación de otros ―teoremas limitativas‖) El hecho queda, sin embargo, que si la mente no cabe dentro de las explicaciones mecanicistas, esa mente es, de todos modos, el producto de un sistema físico: el cerebro. Como tal, pertenece a la incertidumbre y a los factores de probabilidad quántica tanto como la incertidumbre y los factores de probabilidad clásicos, como fueron descritos en las secciones anteriores. Debemos, en este sentido, acudir a algún tipo de explicación no-mecanicista, y radicalmente nueva, que incluye la III a base de la teoría quántica y también la III entre esta teoría y la física clásica. De esta manera, quizás los aspectos no-físicos y no-clásicos de la función del cuerpomente puedan ser unidos. El problema es que Gödel siempre mantenía ciertas reservaciones acera de


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este asunto. Sin embargo, Hao Wang (1974: 324) escribe que Gödel creía que, o la mente humana es capaz de superar las computaciones formales de maquinas cibernéticas, o hay cuestiones teóricas que hasta ahora no son accesibles a la mente humana. Leemos más adelante que Wang tiene inclinaciones hacia la idea que nuestros pensamientos tienen una base mecanicista, y son determinables, pero estamos hechizados con la ilusión que tenemos acceso a verdades noformalizables y no-predecibles. En otras palabras, si somos máquinas, entonces somos máquinas sufriendo de delusiones de grandeza matemática, y si no somos máquinas, entonces nuestras delusiones de grandeza no son disminuidos, sino que estamos de todos modos dentro de las limitaciones de nuestros pensamientos. Es decir, a la medida que no tenemos delusiones con respecto a nuestra capacidad de descubrir todas las verdades matemáticas, y a la medida que de verdad tenemos los poderes intuitivos que quisiéramos tener, no somos máquinas (Goldstein 2005; 203). Pero el dilema de Penrose sobre la cuestión de la conciencia debe ser acompañado de, y complementario con… El universo co-participatorio de Wheeler En vista de la Figura 9, no hay objeto sin sujeto, no hay ni sujeto ni objeto sin contexto mediador, y el contexto mediador no existe sin algún objeto y algún sujeto. Esta situación, de acuerdo con la interpretación del mundo de la cuanta de


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Wheeler, es la de un mundo radicalmente co-participatorio.

Wheeler crea un

ejemplo concreto, para ejemplificar ese mundo, como sigue: Tres árbitros de béisbol están en un bar discutiendo las sutilezas de su profesión. El primero proclama con confianza, acerca de sus decisiones sobre el juego como arbitrario: “Yo juzgo toda la acción precisamente como la veo”. El segundo sostiene: “Yo todo juzgo exactamente de acuerdo de como es”. La tercera responde: “Pues, no hay nada hasta el momento en que yo pase juicio”. De acuerdo con la teoría del mundo de la cuanta de Wheeler, el sujeto coparticipa con el objeto, y los dos co-participan con todo lo que hay en el contexto mediador dentro de un universo inmanentemente auto-organizante. Siguiendo su profesor, Niels Bohr, Wheeler mantiene que ningún aspecto de la ―realidad‖ existe para alguien hasta que haya entrado en III con otro aspecto de esa ―realidad‖ dentro de un contexto mediador—desde dentro de la continuidad tiempoespacial de cuatro dimensiones (Wheeler 1980a, 1980b, 1990, 1994, Skolimowski 1987). Ahí esta una parte de nuestra respuesta a los problemas presentados en las páginas anteriores. Desempeñamos el papel de la tercera de los árbitros: Nosotros co-participamos y colaboramos con nuestro universo dentro del proceso de su devenir, del proceso de volverse en algo diferente de lo que fue durante el proceso emergente en el momento anterior. Este es el universo, en el sentido peirceano, de signos perpetuamente volviéndose en otros signos. Las palabras


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claves, una vez más, son: interacción—entre nosotros y nuestro mundo—que implica la interdependencia y la interrelacionalidad de todo lo que ofrece el universo.

Co-participamos con nuestro mundo, y en el proceso, re-creamos

nuestro universo y re-creamos a nosotros mismos.

Sin nosotros, la ―realidad‖

queda ―durmiente‖; y si la ―realidad‖ permanece ―durmiente‖, quedamos también ―durmientes‖. En el ejemplo de Wheeler, el primer árbitro cree que lo que ve es lo que hay. El segundo piensa que lo que hay es simplemente lo que hay, aunque lo vea tal como es o no, pero cuando lo ve, lo ve exactamente como es, cuando menos para él. La tercera árbitra es más elusiva. Ella descarta la noción que hay ―algo allá afuera‖, aparte del sujeto conocedor, en espera y listo para ser conocido objetivamente. Ella es conciente de su colaboración con el mundo para perpetuar los actos de la auto-organización de todo. ¿Ella está sencillamente creando una ilusión? ¿Y está nada más interpolando esa ilusión en el mundo? ―Si‖, y ―No‖. ―Si‖, porque lo que percibe, percibe. Lo que percibe es lo que en parte ha creado, y llega a ser ese aspecto particular del mundo tal como ella lo ha creado. Su mundo es fabricado más que encontrado, más hecho que hallado. En otro tiempo y otro espacio pudiera haber creado un mundo diferente. O, en el mismo tiempo y espacio otro árbitro hubiera creado otro mundo distinto. También la respuesta a la pregunta es ―No‖, porque su creación no es desde el punto de vista de una observadora suprema, como si


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estuviera fuera del mundo. Ella co-participa con su mundo de la misma manera que su mundo co-participa con ella. Son entre-ligados en el sentido de III. De nuevo, el mundo es una creación co-participatoria, y una creación co-participatoria es precisamente eso: algo que siempre pudiera haber sido otro proceso de devenir—dentro de la esfera de la Primeridad para volverse en Segundidad y luego en Terceridad. Y las interconexiones de sujeto, objeto y contexto mediador, que hace añicos del concepto cartesiano de la mente ―aquí‖ y el mundo físico ―allí‖, y de la mente en lucha perpetúa con el cuerpo. Conclusiones: la tarea que nos llama ¿Qué, en vista de los precedentes párrafos, se puede decir de la semiosis procesal y de la semiótica peirceanas? La pregunta misma nos pone en un dilema, porque cualquier intento de dar cuenta del proceso es últimamente inútil, porque las palabras sencillamente no tienen la capacidad para articularlo.

La lengua

matemática puede modelar proceso, pero de la misma manera en que el mapa como modelo abstracto no puede ser contérmino con el territorio, cualquier modelo es incapaz de reduplicar fielmente lo que modela. Pero, no tenemos más que palabras. Enmarañados dentro de este dilema, yo, de todos modos, y tenue y tentativamente, sugeriría que cuando intentamos crear una sensación y una sensibilidad de proceso, las siguientes condiciones,


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que también siempre fluyen y fluctúan de acuerdo con III, deben ser suficientemente consideradas: Las incertidumbres semióticas por medio de la generalidad y la vaguedad, y la sobre-determinación y la sub-determinación (Peirce). Las paradojas de la inducción: sus incertidumbres y su mutabilidad (Hempel, Goodman). Las paradojas de la deducción: sus incertidumbres y no-pronosticabilidad (Gödel, Turing, Chaitin). Las incertidumbres del mundo de la física clásica (Wheeler). Las incertidumbres del mundo de la cuanta (Wheeler, por el camino de Bohr y Werner Heisenberg). Las incertidumbres emergiendo de la ―de-generación‖ semiótica, matemática, fisiológica y neurológica (Edelman, Peirce). Las incertidumbres del sujeto conciente y auto-conciente (Peirce, Penrose). Por fin, hasta que tengamos concienciación genuina de estas múltiples incertidumbres, en la mayoría de las circunstancias no seremos capaces de confrontar, eficazmente, los aprietos y las complicaciones de la vida con el merecido nivel de improvisión espontánea, y no podremos dar cuenta adecuada del procesamiento del devenir de los signos. Y aun,… hay una contrariedad hasta en lo que acabo de escribir. Al decir ―el merecido nivel de improvisión espontánea‖ y ―dar una cuenta adecuada‖, tengo


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que conceder que estoy aludiendo a momentos del proceso semiótico fuera de las lenguas formales de matemática y lógica, y fuera de las lenguas naturales. La capacidad a que me aludo es radicalmente ―extra-lingüística‖, por medio de medios visuales, auditivos, táctiles, olfatorios, gestatorios, y hasta cinestéticos y somáticos—es decir, medios corpomentales, no sencillamente mentales en el sentido cartesiano. Quiere decir que, últimamente, lo mejor que podemos esperar es un sentimiento, una sensación, una intuición, de nuestro papel como coparticipatorios dentro de nuestro mundo. Porque somos, también, signos en el proceso de emerger como algo diferente de lo que fue nuestra emergencia en el momento anteriores. Bibliografía Burks, Arthur W., (1980) ―Man:

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Los 4 índices. Cómo hacer signos con cosas Juan Magariños de Morentin Introducción El objeto de estudio del presente trabajo está constituido por el problema de diferenciar e identificar los diversos signos indíciales que surgen a partir de las propuestas de Charles Sanders Peirce. Para comprender el tipo de análisis que deberemos compartir, es necesario retomar, previamente, un elemental contacto con sus propuestas semióticas básicas, que es lo que procedo a realizar. Una de las reconfiguraciones que propone Peirce, a partir de su identificación de las tres tricotomías, le lleva a descubrir la presencia de 10 signos (―de los que tendrán que considerarse numerosas subdivisiones‖) implícitos en el esquema de 9, al que llegó aplicando, a cada una de las partes del primer esquema del signo, su criterio de que ―todo es signo‖: la forma (Icono) es signo (por tanto, se multiplica por 3: Cualisigno, Icono y Rhema), la existencia (Índice) es signo (por tanto, se multiplica por 3: Sinsigno, Índice y Dicisigno) y el valor (Símbolo) es signo (por tanto, se multiplica por 3: Legisigno, Símbolo y Argumento). 9 SIGNOS (o Clases de …en alguna Signos)

El signo es

algo que está…

…para alguien…

relación…REPRESENT OBJTO/FUNDAMENTO INTERPRETANTE AMEN Comparación Posibilidad Forma

En alguna

…por algo…

Actuación Hecho

1ª Existencia

Tricotomía

Tricotomía

1

2

CUALISIGNO

ICONO

Pensamiento Necesidad – Ley Valor 3

3ª Tricotomía

RHEMA


183

relaciónRepresentamen Comparación Posibilidad FORMA Por algo

4

SINSIGNO

5

ÍNDICE

6

DICISIGNO

7

LEGISIGNO

8

SÍMBOLO

9

ARGUMENTO

Objeto/FundamentoAct uación Hecho EXISTENCIA Para alguien INTERPRETANTEPens amiento Necesidad – Ley

VALOR

La lógica de este descubrimiento requiere tomar a la primera tricotomía: la de la Forma (primera columna en el cuadro de doble entrada adjunto) como lugar de los Representámenes de los futuros signos; a la segunda tricotomía: la de la Existencia (segunda columna en el cuadro de doble entrada adjunto) como el lugar de los Objetos/Fundamentos de esos mismos futuros signos; y a la tercera tricotomía: la del Valor (tercera columna en el cuadro de doble entrada adjunto) como el lugar de los Interpretantes de tales 10 futuros signos. Hay una doble regla lógica más: (a) sólo puede tomarse un componente de cada tricotomía, o sea, seleccionar de cada columna el que va a ser Representamen (de la primera columna), el que va a ser Objeto/Fundamento (de la segunda columna), y el que va a ser Interpretante


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(de la tercera columna), para articularlos en la estructura de cada uno de los signos resultantes y, además, (b) sólo pueden articularse entre sí los componentes pertenecientes al mismo nivel (horizontal) o con los de algún nivel superior. El fundamento para esto es que una forma o posibilidad no tiene categorías cognitivas previas, por ser una primeridad, por lo cual sólo puede articularse con los componentes de su propio nivel; un existente se supone ser la cosificación (o reificación) de una posibilidad de la que procede, por ser una segundidad, por lo cual tiene a la forma como categoría cognitiva previa, pudiendo articularse con ella; y un valor o norma convencional se supone aplicable a un existente que, a su vez, proviene de una posibilidad, por ser una terceridad, por lo cual tiene a la existencia y a la forma como categorías cognitivas previas, pudiendo articularse con ellas. Esto genera la siguiente secuencia de 10 signos: 1) Cualisigno-icónico-rhemático (1-2-3) 2) Sinsigno-icónico-rhemático (4-2-3) 3) Sinsigno-indicial-rhemático (4-5-3) 4) Sinsigno-indicial-dicisigno (4.5.6) 5) Legisigno-icónico-rhemático (7-2-3) 6) Legisigno-indicial-rhemático (7-5-3) 7) Legisigno-indicial-dicisigno (7-5-6) 8) Legisigno-simbólico-rhemático (7-8-3) 9) Legisigno-simbólico-dicisigno (7-8-6) 10) Legisigno-simbólico-argumental (7-8-9) El concepto básico de cada uno de estos 10 signos resultantes los desarrolla Peirce en los parágrafos 2.254 a 2.264 de Collected Papers. En este conjunto de 10 signos pueden identificarse: A/ 3 signos cuyo OBJETO/FUNDAMENTO es un ICONO:


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(1-2-3) (4-2-3) (7-2-3) B/ 4 signos cuyo OBJETO/FUNDAMENTO es un ÍNDICE: (4-5-3) (4-5-6) (7-5-3) (7-5-6) C/ 3 signos cuyo OBJETO/FUNDAMENTO es un SÍMBOLO: (7-8-3) (7-8-6) (7-8-9) Los 3 signos cuyo OBJETO/FUNDAMENTO es un ICONO, los he estudiado en La(s) semiótica(s) de la imagen visual; puede leerse en Los 4 signos cuyo OBJETO/FUNDAMENTO es un ÍNDICE, constituyen el objeto de estudio del presente trabajo. Previamente, trabajando sobre el cuadro de los 9 signos, desarrollé Hacia una semiótica indicial. Acerca de la interpretación de los objetos y los comportamientos (Magariños de Morentin, 2002-2007). Los 3 signos cuyo OBJETO/FUNDAMENTO es un SÍMBOLO, todavía no los he desarrollado por escrito, si bien muchas reflexiones y aplicaciones analíticas han sido objeto de exposiciones pedagógicas a distintos niveles de grado y de posgrado. Para una semiótica indicial


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En principio, los objetos, comportamientos y recuerdos de nuestro entorno tienen la calidad de OBJETOS SEMIÓTICOS, o sea, son entes que han sido enunciados mediante palabras, imágenes o rituales, proporcionando esta enunciación la posibilidad de percibirlos, por recibir existencia ontológica de tal enunciación. Por consiguiente, no todo objeto, comportamiento, recuerdo es un SIGNO, sino sólo aquel que representa, enunciándolo, a otro objeto, comportamiento o recuerdo diferente al que se está percibiendo, confiriéndole existencia ontológica. El OBJETO SEMIÓTICO recibe su existencia ontológica (en cuanto puede ser conocido) del SIGNO. El SIGNO confiere existencia ontológica (en cuanto permite conocer) al OBJETO SEMIÓTICO. Todo nuestro entorno está constituido por SIGNOS y OBJETOS SEMIÓTICOS; tertium no datur. 4 signos posibles, en función del ÍNDICE: Representamen / Objeto / Interpretante Las variantes disponibles son las siguientes y presentan las características que a continuación se formulan. 1º- SINSIGNO INDICIAL RHEMÁTICO (2.256) [4-5-3] 2º- SINSIGNO INDICIAL DICISIGNO (2.257) [4-5-6] 3º- LEGISIGNO INDICIAL RHEMÁTICO (2.259) [7-5-3] 4º- LEGISIGNO INDICIAL DICISIGNO (2.260) [7-5-6]


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1º- SINSIGNO INDICIAL RHEMÁTICO (2.256) [4-5-3: existente individual material (objeto, comportamiento, recuerdo) interpretado por sus cualidades perceptuales] Objeto Semiótico considerado como Signo interpretable por cómo se lo percibe. P.e.: -un instrumento musical → se lo interpreta, por su sonido, como piano, violín, trompeta, etc. → es signo de posible emoción originada en una sensación acústica; -un arco iris (no como "signo natural") → se lo interpreta, por su cromatismo, como final de la lluvia → es signo de estabilización de las circunstancias climáticas (emocionales) que se viven en determinado momento; -un plato de comida preparada → se lo interpreta, por su aroma y/o textura y/o color, como apetitoso, estando ―a punto‖, quemado, etc. → es signo de oferta culinaria apetecible (o no apetecible); -una persona con su olor → se lo interpreta, por su perfume, hediondez, ausencia de olor, como educado, marginal, etc. → es signo de sociabilidad/insociabilidad. [PEIRCE: [III] 2.256 SINSIGNO INDICIAL RHEMÁTICO P.e.: un grito espontáneo Presupone (requiere un INTERPRETANTE FINAL: HÁBITO que sea) un SINSIGNO ICÓNICO RHEMÁTICO: un existente identificable por su forma. Produce un INTERPRETANTE que se lo representa como un SINSIGNO INDICIAL (DICISIGNO): un existente incluido en un entorno.] Resumen y puntualización (pensar el encuadre de los ejemplos mencionados, en


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lo que sigue). El SINSIGNO INDICIAL RHEMÁTICO atribuye un significado funcional al Objeto, Comportamiento o Recuerdo mediante determinada cualidad sensorial constitutiva de su Interpretante; o sea, el intérprete valora la percepción de determinada cualidad sensorial como identificadora de la eficacia social del valor funcional de determinado Objeto, Comportamiento o Recuerdo. 2º- SINSIGNO INDICIAL DICISIGNO (2.257) [4-5-6: existente individual material (objeto, comportamiento, recuerdo) interpretado por su contextualización] Objeto Semiótico considerado como Signo interpretable por cómo se lo manipula. P.e.: -una puerta → se la interpreta, por sus posiciones y movilidad, como posibilidad de entrada o salida → es signo de accesibilidad o inaccesibilidad; -una ventana → se la interpreta, por sus posiciones y movilidad, como posibilidad de mirar o de recibir luz, viento, temperatura a través de ella → es signo de alcance e invasión; -un objeto (prenda de vestir, automóvil, instrumento electrónico, etc.) exhibido en la vidriera de un establecimiento → se lo interpreta como propuesta de ventaadquisición de los objetos semejantes que se encuentran en el interior → es signo de disponibilidad; -un objeto cualquiera colocado sobre un pedestal en una sala de exposiciones → se lo interpreta como propuesta estética → es signo de arte. [PEIRCE


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[IV] 2.257 SINSIGNO INDICIAL DICENTE P.e.: una veleta Presupone (requiere un INTERPRETANTE FINAL: HÁBITO que sea) un SINSIGNO ICÓNICO RHEMÁTICO: un existente identificable por su forma. Produce un INTERPRETANTE que se lo representa como un SINSIGNO INDICIAL RHEMÁTICO: un existente eficaz por su forma.] Resumen y puntualización (pensar el encuadre de los ejemplos mencionados, en lo que sigue). El SINSIGNO INDICIAL DICENTE atribuye un significado funcional al Objeto, Comportamiento

o

Recuerdo

mediante

determinada

relación

contextual

constitutiva de su Interpretante; o sea, el intérprete valora la percepción de determinada relación contextual como identificadora de la eficacia social del valor funcional de determinado Objeto, Comportamiento o Recuerdo. 3º- LEGISIGNO INDICIAL RHEMÁTICO (2.259) [7-5-3: existente individual material (objeto, comportamiento, recuerdo) interpretado como normativamente eficaz por sus cualidades perceptuales] Objeto Semiótico considerado como Signo interpretable por las convenciones que transportan sus características perceptuales. P.e.: -la enunciación oral (palabras efectivamente pronunciadas) y, también, la enunciación escrita (palabras efectivamente escritas) → se lo interpreta, por sus características acústicas y, en el otro caso, perceptuales, como portador prefijado


190

de

determinados

contenidos

semánticos

diferentes

de

la

materialidad

efectivamente presente → es signo de comunicación; -la música de un vals → se la interpreta cómo generadora de determinados y no otros movimientos de baile → es signo de placidez y liviandad; -el uniforme de un militar → se lo interpreta como identificador de la presunta pertenencia al ejército de quien lo use → es signo de inserción en un lugar de una cadena de mando; -un gesto obsceno → se lo interpreta como ofensa a un eventual destinatario → es signo de un órgano o acción sexual. [PEIRCE [VI] 2.259 LEGISIGNO INDICIAL RHEMÁTICO P.e.: un pronombre demostrativo Su RÉPLICA será un SINSIGNO INDICIAL RHEMÁTICO: un existente eficaz por su forma. Produce un INTERPRETANTE que se lo representa como un LEGISIGNO ICÓNICO RHEMÁTICO: una norma convencional identificable por su forma.] Resumen y puntualización (pensar el encuadre de los ejemplos mencionados, en lo que sigue). El LEGISIGNO INDICIAL RHEMÁTICO atribuye un significado convencional a determinado Objeto, Comportamiento o Recuerdo mediante determinada cualidad sensorial constitutiva de su Interpretante; o sea, el intérprete valora la percepción de determinada cualidad sensorial como identificadora de la eficacia social del valor convencional atribuido a determinado Objeto, Comportamiento o Recuerdo.


191

4º- LEGISIGNO INDICIAL DICISIGNO (2.260) [7-5-6: objeto individual material interpretado como normativamente eficaz por su contextualización] Objeto Semiótico considerado como Signo interpretable por las convenciones que se actualizan en determinado entorno. P.e.: -un semáforo → se lo interpreta como regulando el tránsito vehicular en función de su ubicación → es signo de avance o detención; -un alambrado tendido sobre un campo → se lo interpreta como identificando una propiedad → es signo de delimitación; -el sonido del llamado de un teléfono → se lo interpreta como la presencia de una propuesta de comunicación → es signo de solicitud de respuesta -el precio puesto sobre un producto → se lo interpreta como la información de lo que hay que pagar, en ese lugar y en esa fecha, para poseer el producto → es signo de propuesta de intercambio [PEIRCE [VII] 2.260 LEGISIGNO INDICIAL DICENTE P.e.: un grito callejero Su RÉPLICA será un SINSIGNO INDICIAL DICISIGNO): un existente incluido en un entorno. Produce un INTERPRETANTE que se lo representa como un LEGISIGNO INDICIAL RHEMÁTICO: una norma existente identificable por su forma.] Resumen y puntualización (pensar el encuadre de los ejemplos mencionados, en lo que sigue).


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El LEGISIGNO INDICIAL DICENTE atribuye un significado convencional a determinado Objeto, Comportamiento o Recuerdo mediante determinada relación contextual constitutiva de su Interpretante; o sea, el intérprete valora la percepción de determinada relación contextual como identificadora de la eficacia social del valor convencional atribuido a determinado Objeto, Comportamiento o Recuerdo. Epílogo Resumen de variables semióticas intervinientes en los signos indíciales (1) Significado funcional o (2) Significado convencional (3) Cualidad sensorial o (4) Relación contextual (5) Eficacia social del valor funcional o (6) Eficacia social del valor convencional Significado funcional

Significado convencional

Cualidad sensorial

Relación contextual

Eficacia social del valor

Funcional

Eficacia social del valor

convencional

Comentarios ¿Las relaciones especificadas agotan las variantes posibles de las relaciones semióticas constitutivas de los signos identificados? ¿Es posible identificar otro signo indicial que se genere articulando alguna otra variante diferente a las especificadas, constituyéndose en una prueba de


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falsabilidad de la pretensión de exhaustividad de lo antecedente? Lo que tenemos es: * La atribución de significado funcional a un Objeto, Comportamiento o Recuerdo mediante una cualidad sensorial. [Un violín] * La atribución de significado funcional a un Objeto, Comportamiento o Recuerdo mediante las relaciones que lo integran a un determinado contexto. [Una puerta] * La identificación del significado convencional atribuido a un Objeto, Comportamiento o Recuerdo mediante una cualidad sensorial. [Una bandera; una palabra] * La identificación del significado convencional atribuido a un Objeto, Comportamiento o Recuerdo mediante las relaciones que lo integran a un determinado contexto. [El alambrado de una finca] O sea, en un ÍNDICE concurren: -Operaciones ―A‖: (1) se le atribuye un significado (original o no) funcional o (2) se identifica el significado convencional atribuido. Y esto ocurre: -Operaciones ―B‖: (3) por la percepción de sus cualidades sensoriales o (4) por la percepción de sus relaciones situacionales (contextuales). Estas cuatro operaciones pueden concurrir (y de hecho concurren) en cada uno de los índices que se tengan en presencia; no obstante los usos sociales hacen predominar algunas de ellas (debiendo concurrir al menos dos: una de las ―A‖ y


194

otra de las ―B‖). Por ejemplo: 1

3

2

(1-2-3-4) Ritual de homenaje a la bandera de la patria izada en el patio de una 4

escuela . 3

(1-2-3) Se reconoce, por su combinación cromática, la imagen de la bandera de 2

1

determinado país impresa en una enciclopedia . 1

2

(1-2-4) Ritual de utilización del agua bendita contenida en la pila del atrio de una 4

iglesia . 1

3

(1-3) El reconocimiento de alguien originado por la contemplación de su rostro . 1

(1-4) La atribución, por parte de la policía, de la calidad de ―actitud sospechosa‖ a los gestos, formas de desplazamiento y miradas de determinada persona en una 4

determinada situación y circunstancia . 2

(2-3) La identificación del valor de un billete de banco por la percepción de sus 3

características impresas . 2

(2-4) La atribución a determinada persona de su presencia en determinado lugar por la identificación de sus huellas digitales sobre la superficie de determinado 4

objeto . Addenda Requieren RÉPLICA [Sinsigno] INDICIAL aquellos signos cuyo Interpretante es un TIPO [Legisigno] SIMBÓLICO. El tipo es virtual y carece de posibilidad de ser percibido por sí mismo; por ello requiere de su versión existencial que lo haga percibible. En este sentido, por ejemplo, las palabras no son signos lingüísticos,


195

sino réplicas [indíciales] de tales tipos [simbólicos]; por eso, la cantidad de ejemplares de palabras que pueden producirse es, teóricamente al menos, ilimitado, mientras que el signo lingüístico correspondiente a tales palabras es uno único (salvo, considerando diversos interpretantes, la calidad diferencial de cada signo lingüístico por cómo resulte de las relaciones que mantiene con los restantes signos lingüísticos del mismo sistema de la lengua, en el estado en que lo posee, específicamente, cada individuo). También, por ejemplo, cada uno de los ejemplares de la ilimitable cantidad de billetes de banco de determinada designación es una réplica [indicial] de un único tipo de valor [simbólico] perteneciente a determinado sistema monetario. El proceso lógico de generación de una réplica (todavía inexistente) a partir de un tipo (preexistente) es un proceso deductivo.


196 Semiótica y pragmatismo: su potencial educativo y de investigación Alejandra Ferreiro Pérez CENIDI-Danza José Limón, INBA y Edgar Sandoval Universidad Autónoma de la Ciudad de México

A Raymundo Mier

Charles Sanders Peirce es un pensador fundamental en las ciencias sociales; sus contribuciones a diferentes ámbitos disciplinarios son notorias. En él encontramos a un renovador de la lógica en debate con la obra de Aristóteles, Duns Scotto, Kant, Boole, De Morgan, Whewell, Berkeley, Glanvill, Ockham, Schröder y Sigwart. A un moralista ocupado en el siglo XVIII, en especial, en Kant, Hume, Smith, Jouffroy y Bentham. A un matemático interesado en los aportes de sus contemporáneos, como Arthur Cayley, James Joseph Sylvester y William Kingdon Clifford. A un teólogo inquieto por el problema del mal y la existencia de Dios. A un pedagogo en polémica con James y con la institución universitaria. A un crítico radical de la psicología, sobre todo la de Aristóteles, así como la de Christoph Sigwart. A un filósofo influido por Thomas Reid. A un filósofo de la ciencia que se adelanta a Kuhn, Popper y Lakatos. Finalmente, incursionó en la fenomenología, la semántica y la semiótica. Sin embargo, sus aportaciones a estas disciplinas no son, en sentido estricto, creaciones teóricas acabadas; más bien, consisten en una serie de polémicas con


197 pensadores clave y en un afán por revolucionar y cerrar dichos debates. Es entonces un pensador crucial en el universo de las ciencias sociales aunque no haya dejado teorías; su pensamiento se sitúa en un momento crucial: el siglo XIX, en el llamado giro lingüístico. En este trabajo intentaremos presentar de manera esquemática las aportaciones de Peirce a las ciencias sociales en general y a la educación en particular, así como elementos que permitan situar algunas ideas del pensador estadounidense en la metodología de la investigación. Dedicamos la primera parte a lo que hemos llamado ―itinerario fragmentado‖ de Peirce, cuyo punto de interés es la lógica y sus inscripciones en distintas ciencias. En la segunda parte analizamos las principales ideas sugeridas por el pragmatismo y algunas reflexiones educativas a que da lugar esta perspectiva. Finalmente, en la tercera parte planteamos algunas consideraciones metodológicas derivadas, particularmente, de la vía semiótica. 1. Un itinerario fragmentado Charles Sanders Peirce (1837-1914), hijo de un reconocido matemático, se desarrolla en un ambiente científico en donde la matemática, la física y la lógica son sus principales guías. Estas condiciones hacen de él un pensador precoz: a los 19 años realiza sus primeras incursiones en el universo de la lógica; a los 28 transforma las categorías aristotélicas y hegelianas con su ―Nueva lista de categorías‖. Sus primeros cursos en la Universidad de Johns Hopkins, precisamente de lógica, terminan bruscamente. La separación de la Universidad marca un destino lamentable en su obra: por un lado, su proyecto de lógica quedará inacabado, y por otro, su forma de trabajar será oscura y polémica. Es, por tanto, un itinerario fragmentado: un primer trabajo sobre lógica que los editores


198 se niegan a publicar tachándolo de poco relevante para el área, una situación económica que lo obliga a escribir sobre un sinfín de temas y prácticamente por encargo, una obra que no concluirá a pesar de su anhelo de sistematizar su trabajo al final de su vida. No obstante, su repercusión en el universo lógico es sin duda revolucionaria; desde sus cursos en la Johns Hopkins en 1882, hasta la petición a la Institución Carnegie en 1902 (que abordamos más adelante), el compromiso de Peirce es con la lógica como ciencia rectora. En el primer momento, en la Universidad, separa a la lógica de la estela medieval, donde fue considerada como una forma de pensar correctamente, y la incorpora al ámbito de la creación de formas o métodos de investigación. En ese trayecto la lógica se convertirá en semiótica y en pragmatismo. Sin embargo, al contrario de lo que aseveran Morris, Eco y otros más, Peirce no construye una teoría semiótica como ciencia de los signos; tampoco crea el pragmatismo como una teoría de la acción, como lo señalan de uno u otro modo James y la Escuela de Chicago. Lo que hace es sostener un criterio lógico, y en esta condición habla de semiótica y pragmatismo, no como ámbitos disciplinarios propios o autónomos, porque entre otras cosas, no crea teoría. Así, en este trabajo entendemos la semiótica como otro nombre de la lógica y el pragmatismo como un método de investigación y como una lógica abductiva. Para Peirce la lógica no indica cómo pensar: ofrece los caminos idóneos para pensar, que no son los de la experimentación, sino los de la abducción. La abducción es el método y la lógica más eficaz, 1 es la forma de razonar más

1

En este contexto, Peirce introduce la economía de la investigación como forma de invertir poco y ganar mucho en el terreno de la ciencia. Disciplina rectora en su época, se refiere a las vías más


199 sensata por ser la que evita precisamente el recorrido del experimento, por un lado, y por otro, la caída en una demostración empírica. De ahí que las verdades y certezas sean argumentativas y no demostrativas; al ser una lógica de la sorpresa o del descubrimiento, la abducción es una argumentación con bases lógicas. El experimento, esa travesía larga que, con Newton en Inglaterra y con Descartes en Francia, el siglo XVII había postulado para la creación del conocimiento científico, partía de la observación y concluía con la formulación de leyes. El recorrido no era más que la fuerza del objeto o de lo empírico que se imponía para construir conocimiento, el cual rompía con cualquier postulado metafísico. El derrumbe de la metafísica y la invención de la ciencia moderna, una construcción científica y al mismo tiempo social e histórica, es el nacimiento de la modernidad en todos los sentidos. En esa modernidad se vio envuelto Peirce, pero a diferencia de los esfuerzos del siglo XVII y XVIII por enterrar a la metafísica, la reivindicó al sostener que el conocimiento no es una relación de objetos, ni una verdad se alcanza a partir de éstos. Es decir, no es el orden empírico el que permite la construcción del conocimiento y la creación de verdades; más bien, es el orden de lo radicalmente argumentativo el que lleva a dicha construcción. Sólo hay verdad ahí donde hay argumentos, no donde hay objetos. Por medio de éstos no es posible comprobar ningún conocimiento ni defender ninguna verdad, porque los objetos sólo despiertan sensaciones, y para producir conocimiento éstas deben ser parte de un proceso lógico, que Peirce denomina semiosis. En este proceso las sensaciones son sólo eso que él llama primeridad.

cortas y con mayor ventaja en dicho ámbito; no hay caminos correctos o incorrectos, buenos o malos, sino mejores o peores en el sentido de su eficacia.


200 Como puede notarse, lo que inquieta a este pensador es una cuestión de método, de la que se han hecho diversas interpretaciones y lecturas. Las más comunes han señalado a Peirce como el padre de la semiótica y el creador del pragmatismo, cuando lo que él propone son formas de investigar: su reflexión es, más bien, una reformulación radical de la lógica. El pragmatismo no es una teoría de la acción, sino una teoría sobre la significación, a la vez que una lógica, la abductiva. No se le puede pensar al margen de una consideración normativa, ética y moral, lo que se ha descuidado de sobremanera, a pesar de que Peirce mismo insistió en más de una ocasión en su inscripción en el universo ético. Por ejemplo, en sus ―Lecciones de Harvard sobre el pragmatismo‖ (1903), hace explícita su deuda con la herencia kantiana, no sólo en el tema del conocimiento puro, sino también, y más importante, en el del conocimiento práctico. En estas lecciones declara su interés por la ética práctica, como la llamaba Kant. Existe una situación adversa a este interés de Peirce por la ética y la moral: el pragmatismo ha sido considerado más como una teoría de la acción que como una teoría sobre la moral, en el sentido de la significación. En lo que sigue intentaremos plantear algunos elementos para defender una hipótesis distinta, en que el pragmatismo pueda entenderse como una teoría moral o como una teoría del método, es decir, una lógica. Ahora bien, para defender esta hipótesis (de la semiótica y el pragmatismo como una lógica), es necesario tomar en cuenta varios elementos, el principal, su visión sobre su propio trabajo, formulada en la petición a la Institución Carnegie. En ella Peirce pasa revista a su trabajo de más de cuarenta años, y deja claro qué entiende por pragmatismo. Escribe:


201 … el pragmatismo constituye meramente un método para averiguar el significado de palabras concretas y de conceptos abstractos… Entiendo que el pragmatismo es un método de indagar los significados, no de todas las ideas, sino solamente de las que yo llamo ‗conceptos intelectuales‘, es decir, de

aquéllas

sobre

cuya

estructura

pueden

articularse

argumentos

concernientes a los hechos objetivos (Peirce, 2004a). Una visión en retrospectiva de la época en que Peirce elaboró su reflexión nos permitirá salir del equívoco de muchos de sus comentadores. Esperaba de la Institución Carnegie ayuda económica para la publicación del trabajo que elaboró por cerca de cuarenta años, que permanecía inédito, salvo una serie de artículos y un conjunto de conferencias impartidas en la Universidad de Harvard. Esa petición de 1902 llevó el nombre de ―La lógica considerada como semiótica‖. Para Peirce, su triunfo con ―La nueva lista de categorías‖ radicaba, entre otras cosas, en haber señalado la existencia de sólo tres accidentes: cualidad, reacción y mediación, también considerados como cualidades de sentimiento, de reacción y de mediación. Aquí aparece una de las principales interrogantes: ¿qué se debe entender por cualidad? El propio Peirce la define como autoesencia, es decir, es sensación de algo, pero no hay nada más que sensación. Para él, Aristóteles, Kant y Hegel partieron de algo ya acabado, los juicios, cuando se trataba en cambio de partir de las sensaciones, incluso de las percepciones, y atravesar por una elaboración más compleja, que denomina semiosis. Por otro lado, en la memoria 9 de la petición a la Institución Carnegie, titulada ―Sobre la relación de estética y ética con la lógica‖, Peirce relaciona a la ética con la estética al grado de subordinar a la primera, tema que estaba presente en Kant.


202 Para los dos pensadores el conocimiento puro está subordinado a la acción y ésta a la estética. A pesar de las diferencias abundantes entre ambos en otros puntos, en éste el parecido es impresionante: Peirce, al igual que Kant, subordina la lógica a la ética y ésta a la estética. El tema de la ética y la estética ha sido increíblemente descuidado por los estudiosos de Peirce. Cuando se refieren a él generalmente lo hacen desde el ámbito de la semiótica o bien desde la dimensión del pragmatismo, pero casi sin relacionarlos con la ética y estética. Esta omisión ha limitado la comprensión de Peirce; no obstante, él mismo terminó subordinando la lógica al ámbito ético y estético, y no semiótico y pragmatista. En todo caso, también sometió estos dos últimos al universo ético y estético, sometimiento posibilitado por una lectura extraña de los moralistas del siglo XVIII, a través del doctor Walter, quien le descubrió la obra de Jouffroy, de Kant y de Whewell. La lectura es extraña porque en un principio Peirce vio a la estética como ―un mero arte‖ y como ―una ciencia aplicada‖ y no como una ―ciencia normativa pura‖, como la concibió de manera tardía. Peirce comienza con la lógica y termina con la estética, no sin antes pasar por una reflexión sobre la moral y la ética. Al respecto, señala: Pero cuando, a principios de 1883, llegué a leer las obras de los grandes moralistas, cuya enorme fecundidad de pensamiento encontré en pasmoso contraste con la esterilidad de los lógicos, me vi forzado a reconocer la dependencia de la lógica respecto a la ética; y entonces me refugié en la idea de que no existía la ciencia de la estética, de que, como de gustibus non est disputandum, no hay verdad y falsedad estéticas ni bondad y maldad de validez general. Pero no permanecí largo tiempo en esta opinión. Pronto


203 advertí que toda esta objeción reposa en un equívoco fundamental. Decir que la moralidad, en último recurso, se reduce a un juicio estético no es hedonismo, sino lo opuesto radicalmente al hedonismo. Por otro lado, toda decisión entre el bien y el mal cae ciertamente bajo la categoría de lo Segundo; y por esa razón tal decisión se manifiesta en la voz de la conciencia con una absoluteidad de dualidad que ni siquiera encontramos en la lógica; y aunque todavía soy un perfecto ignorante en estética, me atrevo a pensar que el estado de ánimo estético es más puro cuando es completamente ingenuo y sin decisión crítica, y que la crítica estética funda sus juicios en el resultado de retornar a ese estado ingenuo puro, de modo que el mejor crítico es el hombre que ha aprendido a hacer esto lo más perfectamente posible (Peirce, 2004a). Para Peirce los órdenes en que se inscriben la estética, la ética y la lógica son el sentimiento, la acción y el pensamiento, respectivamente. Pero no se detiene en la lógica como una simple guía para obtener conocimiento, sino que sostiene una preocupación sobre aquello que hace posible la orientación de la conducta y la aparición de la acción. Es una reflexión profunda sobre la moral y la ética, que nos permite desprender las siguientes preguntas: ¿qué es lo que orienta y guía el comportamiento de los hombres? ¿Según qué criterios se suscita la acción? ¿Cómo se hace posible la acción? Centrales en su obra, estas interrogantes marcan finalmente ese itinerario fragmentado que comentamos al principio, y no pueden contestarse con una lógica arcaica o medieval, sino moderna, absolutamente moderna. Ésta es la lógica que Peirce crea, en estrecha relación


204 con la ética y con la estética: para él, el destino de la lógica es someterse al impulso ético y estético, y es, al mismo tiempo, un camino, una huella y un ideal. Lo que orienta e impulsa las acciones no son los instintos o las emociones, sino un ideal. Por esta razón podemos fundar comunidad y sociedad; de otro modo, actuaríamos siguiendo direcciones distintas, con actos autónomos, sin relación con los demás, sin relación aun con nosotros mismos. Serían actos instantáneos, sin relación con el pasado ni con el futuro. Quizá lo que hacemos es actuar según un camino común o compartido, que nos vincula y nos lleva a construir lazos, pero no vínculos o lazos emotivos, sino lógicos, guiados por signos. Estas relaciones se encuentran sometidas a un conjunto de signos: es el impulso de una lectura sistemática de signos lo que nos hace actuar. La vida social es posible por esta serie de signos, que no sean los objetos ni las personas ni el mundo en sí mismos, sino lo que representan para alguien en relación con algo. Son los signos los que hacen que el mundo sea lo que es, que las relaciones sean de una manera determinada y no de otra, e incluso, que nosotros seamos lo que somos. Hace tanto como en 1869 –escribe Peirce– probé claramente que es imposible para un hombre ser lógico a menos que adopte ciertos elevados propósitos morales. El argumento es extremadamente simple: todo razonamiento positivo depende de la probabilidad. Toda probabilidad depende de la suposición de que hay un ‗a largo plazo‘. Pero un a largo plazo es un curso de experiencia interminable. Ahora bien, incluso si hubiera una vida futura, el curso de experiencia de cada hombre con el que su razonamiento tiene que ver llega a un rápido final. Por tanto si sus propósitos son puramente egoístas no puede ser lógico. Ese argumento está abierto a


205 alguna objeción aparente; pero un subsiguiente análisis cuidadoso de él sólo ha mostrado que el argumento tiene incluso más fuerza de la que se suponía. También han aparecido otras consideraciones que hacen que la dependencia de lo que deberíamos pensar sobre aquello que nos proponemos sea aún más estrecha. La lógica es por tanto más o menos dependiente de la ética. La ética, a su vez, o la cuestión de lo que estamos deliberadamente preparados para proponernos, depende de una forma similar

de

la

estética,

o

de

qué

es

aquello

que

declararíamos

deliberadamente ser kalon k’agathon. Indirectamente por tanto la lógica depende también de la estética. Por esta razón, con ayuda de las categorías, comienzo con un intento de perfilar el análisis de los problemas de la estética y de la ética (Peirce, 2004a). En la misma petición a la Institución Carnegie, Peirce no sólo subordina el universo lógico al ético y éste al estético, sino que da la posibilidad de ver la lógica de una manera distinta de como se veía en la antigüedad con Aristóteles, en el medioevo con Duns Scotto y Ockam, entre otros, y en la modernidad con Kant y Leibniz. Para Peirce el gran equívoco de la modernidad, y todavía de su siglo, es haber concebido la mente en términos psicológicos y no meramente lógicos. Su propuesta es ver a la mente como un mecanismo de generación de pensamientos, que se manifiestan en los signos y no en sentimientos. Quizá éste sea el sentido que Peirce le da a la lógica, una vía para tratar a los signos: La lógica será definida aquí como semiótica formal. Se dará una definición de signo que no se refiere al pensamiento humano más de lo que lo hace la definición de una línea como el lugar que ocupa una partícula, parte a parte,


206 durante un lapso de tiempo. A saber, un signo es algo, A, que pone a algo, B, su signo interpretante determinado o creado por él, en la misma clase de correspondencia con algo, C, su objeto, en la que él mismo está con C. A partir de esta definición, junto con una definición de ‗formal‘, deduzco matemáticamente los principios de la lógica (Peirce, 2004b). Se trata de salir del universo psicologista para instaurarse en un universo plenamente lógico, en donde los pensamientos no dependan del sujeto, sino del mundo. En esta definición Peirce concibe al pensamiento como signos, de ahí su división de los signos en iconos, índices y símbolos y, por tanto, la división de la lógica en estequiología, crítica y metodéutica, así como su relación con los términos, proposiciones y argumentos. Esta división de la lógica no es gratuita, no responde a una obsesión tríadica; más bien, obedece a las categorías que Peirce construye, y obedece también a una fe absoluta en la inteligibilidad del mundo. El conocimiento es producto de un proceso y está en el tercer momento: en el argumento. La lógica tiene que desprender estos tres momentos y tres relaciones, lo que en el Medioevo se llamó Trívium; sin embargo, Peirce va más lejos al concebir a la lógica como la crítica a los argumentos. Un argumento para él es ―un signo que significa separadamente a su interpretante‖, define por entero al objeto después de un recorrido lógico y es, al mismo tiempo, una terceridad y un símbolo. Hay argumentos simples y argumentos mixtos. El argumento para Peirce es radicalmente distinto al de Aristóteles, distinción fundamental para la construcción de un conocimiento que no sea tautológico ni un engaño del lenguaje. Recordemos que Peirce tendrá que enfrentar el problema de la tautología, proveniente de las lógicas inductivas y deductivas, así como el


207 problema del engaño, producto del lenguaje: por un lado, cómo construir un conocimiento que aporte algo que no esté solamente contenido en el sujeto, sino que pueda relacionarse con otros sujetos; por otro lado, cómo hacer posible el conocimiento sin necesidad del lenguaje que lo deforme. Peirce toma una solución lógica. Para Aristóteles el argumento era un problema de lenguaje que aparecía en el entimema, falso silogismo o silogismo incompleto. El entimema es la construcción del conocimiento con base en argumentos, pero éstos no eran más que una operación sobre el lenguaje, en específico, sobre el uso del lenguaje, y la prueba de demostración era el ejemplo. Según Peirce, éste es justamente el argumento del que hay que escapar, pues se trata de construir argumentos con bases lógicas y no de lenguaje, bases lógicas que tengan un primero, un segundo y un tercer momento. El recorrido por estos tres momentos y por la tabla de categorías conducirá a la formulación de argumentos, a los cuales Peirce llama también hábitos y en otras partes, hábitos de acción. Se trata entonces de un método cuya primera lógica es la deductiva, la segunda la inductiva y la tercera la que Peirce propone: la abductiva. A la vez, estos son tres tipos de razonamiento. El razonamiento abductivo es al mismo tiempo un razonamiento económico; se debe gastar menos para llegar a la verdad. De ahí su crítica a Kant, en particular, a la construcción de los juicios sintéticos a posteriori. La pregunta no es, según Peirce, cómo estos juicios son posibles, sino dar cuenta de su verdad. Para él la división de estos juicios en a priori y a posteriori es incorrecta, y en su lugar los divide en ―juicios inferenciales‖ y ―premisas últimas‖, que

son

―juicios

perceptivos‖.

También

las

formas

de

pensar

sufren

desplazamientos y transformaciones importantes; así, Peirce llama tijismo a la


208 manera de pensar ―relacionada con el azar‖ y sinejismo, a la ―tendencia a considerar la continuidad‖. Es quizá un problema de las sensaciones como un todo contenidas en lo que podemos llamar experiencias. Para Kant la continuidad es una ―divisibilidad infinita‖, pero en Peirce la continuidad se relaciona con otras divisiones. Desde su análisis de la ley de la mente, se pregunta por el tiempo: es el verbo el que modifica todo el ámbito de la lógica antigua, medieval y moderna. El verbo transforma al sujeto y al predicado; primero los diferencia y después pone al predicado como algo no propio del sujeto o intrínseco a él, sino como pura o mera abstracción, lo cual no es otra cosa que un fundamento o base. Dice Peirce: Con objeto de analizar la ley de la mente, tenemos que empezar por preguntar en qué consiste el flujo del tiempo. Ahora bien, encontramos que en relación con cualquier estado del sentimiento todos los demás son de dos clases, los que le afectan (o tienen tendencia a afectarlo, y lo que esto significa lo indagaremos dentro de poco), y los que no. El presente es afectable por el pasado pero no por el futuro (Peirce, 2004a). El tiempo hace que las sensaciones por sí mismas no puedan ser conocimiento; éste es producto de una sucesión y continuidad de sensaciones. Esa sucesión y continuidad va a permitir un regeneramiento de signos. El signo, de este modo, resulta del sometimiento de las sensaciones en el tiempo. Sometimiento complicado, porque las sensaciones deben pasar de lo múltiple a lo unitario, paso de la multiplicidad de los sentidos a la unidad del concepto que no es una exigencia de Peirce: está presente por lo menos desde Kant, quien lo resuelve por medio de la síntesis. Pero para Peirce la solución de Kant es incorrecta, porque solamente toma dos elementos, sujeto y predicado, y deja de lado al verbo, que es


209 el tiempo, sin el cual no hay conocimiento, al no haber continuidad ni sucesión. Sin el tiempo como continuidad estaríamos atrapados en instantes, imposibilitados para pasar de una sensación a otra, sin opción de construir totalidades. Para Peirce el tiempo hace que las sensaciones se afecten unas a otras; sin él sólo tendríamos sensaciones aisladas y quizás autónomas, sin relación entre sí, y por tanto, sin consecuencias. Habría una suerte de instantes y momentos donde el conocimiento sería imposible, de ahí que ―todo estado del sentimiento es afectable por todo estado anterior‖ (Peirce, 2004b). Según Peirce, los fundamentos del conocimiento se encontraban en Kant, pero resultaban insuficientes. Para él, Kant se equivocaba doblemente, porque no bastaban dos entidades, la del enunciado y la del predicado; se necesitaba una terceridad para salir de las trampas del silogismo y entrar a la construcción de hipótesis. Si bien éstas no son todavía conocimiento verdadero, por lo menos crean la posibilidad de producirlo, de formular una verdad que no es permanente, sino que está en constante amenaza de ser desechada. Recordemos que Peirce sostuvo el falibilismo, o tesis de que ningún investigador puede afirmar con absoluta seguridad que ha alcanzado la verdad, porque una nueva evidencia o información puede cuestionar el sistema de creencias. Así, tenemos verdades momentáneas creadas a partir de la abducción, que es realmente un razonamiento sintético porque agrega algo nuevo a partir de una hipótesis, que como tal es probable. Pero ¿cómo se logra la abducción? Para Peirce se llega por una vía de retroceso, por eso también la llama retroducción o razonamiento hacia atrás. Hay algo en el mundo que llamamos signos, que nos posibilitan construir nuevas ideas, sin que necesariamente estos signos estén


210 contenidos en la observación; de allí la importancia del tiempo y la imaginación, es decir, la memoria y el futuro, que pueden traer cosas del pasado y proyectarlas, con lo que crean una conjetura o abducción. Lo que está en juego es la percepción y los datos que de ella se extraen; los datos o información es con lo único que se cuenta para deducir o inducir. No hay otra posibilidad para estas dos lógicas, deductiva e inductiva, más que derivar datos que ya se tenían y que sólo recorrerán un camino de lo general a lo particular o de lo particular a lo general en relación con un conjunto de reglas. En cambio, para la lógica de la abducción, la información o los datos de la percepción no bastan para crear ideas nuevas; éstas se crean a partir de la adivinación, razón por la cual es importante la imaginación, la parte creativa del trabajo científico. Peirce situó su pensamiento en los términos de una regularidad que conduce a la predicción; los signos son parte de una lógica de la investigación y no de una semiótica: permiten construir hipótesis, son parte de la abducción. La semiótica en Peirce, si hay tal cosa, quizá sea un camino y, por tanto, un criterio metodológico inserto en el debate sobre la construcción de conocimiento. Para quienes consideran a Peirce como semiótico, la lógica sería parte de esta disciplina, estaría antecedida por la gramática y le seguiría la retórica. Sin embargo, gramática, lógica y retórica no apuntan solamente a la constitución de la semiosis, sino que articulan un proyecto de creación de conocimiento. Cuando Peirce propone salir de las lógicas tradicionales y entrar a una tercera, se sitúa en un proceso si bien no de derivación propiamente, sí de inferencia. La abducción es un argumento y se da en la acción; actuar equivale a descifrar, comprender o simplemente hacer inteligible un conjunto de signos. De esta


211 manera, la acción no parte de un conjunto de ocurrencias o de intuiciones; por el contrario, presupone un proceso lógico. La primeridad, la segundidad y la terceridad son los momentos de este proceso. El Peirce tardío abre la reflexión sobre el tiempo y la memoria como elementos constitutivos de la semiosis. El tiempo y sus dimensiones (pasado, presente y futuro), así como sus entidades intrínsecas, como memoria y evocación, acción y experiencia, imaginación y espera, son primordiales. Por esta razón nos parecen imprescindibles las aportaciones lógicas de Peirce, porque salen de los planteamientos kantianos acerca de la constitución del conocimiento y pasan de un modelo diádico a uno tríadico, en donde el argumento es conocimiento a la vez que hábito. El hábito, que condensa el tiempo, se inscribe dentro del pragmaticismo, es decir, refiere a una serie de actos anclados en significaciones, en la llamada semiosis. Las ―creencias afectivas‖ o ―convicciones fuertes‖ hacen también patente la herencia escolástica de Peirce. Podemos afirmar que hay significado ahí donde hay acción. La acción no es una entidad autónoma, no surge de la nada, nace de un proceso lógico. El hábito –según Peirce– es una ley general de acción. Lo interesante es que la verdad no se constituye como razonamiento sino como creencia. No es a partir de una derivación lógica, sino a partir de la creencia instalada en el hábito, como se crea la certeza y, lo más importante, nuestras acciones están orientadas por la fuerza de la creencia y no por la del razonamiento, que se constituye en cuestión de fe y no de lógica. El hábito está más cerca de la imaginación; por eso la abducción es de este orden, porque es el mecanismo con el cual se crean nuevas ideas. Es un trabajo de creación y no de


212 derivación, imaginación que nace de la experiencia pero que se vuelve autónoma en su recorrido lógico. Hay dos tipos de creencias, una producida por la razón y la otra por la experiencia; lo interesante es que ni la razón ni la experiencia suscitan la creencia, sino más bien, un ideal. Son la ética y la estética las que hacen posible la construcción de creencias, y no al revés; los ideales no son creencias, éstas son producto de la ética y la estética. De aquí que a decir de Peirce haya tres ciencias, la Fenomenología, las Ciencias Críticas o Normativas y la Metafísica, también llamada ciencia de la realidad. De estas tres ciencias, la lógica es el elemento rector: fundamenta la creencia, hace posible la argumentación, sostiene el acto y la acción, y le da un impulso a ésta. El problema es qué se entiende por lógica. Ahora bien, –se pregunta Peirce– ¿qué es Lógica? Señalé anteriormente que es bastante indiferente si se la considera como teniendo que ver con el pensamiento o con el lenguaje, la envoltura del pensamiento, ya que el pensamiento, como una cebolla, no está compuesto de nada sino de envolturas. Eso me llevó a pensar que la lógica tiene que ver con alguna clase de signos. Pero, había observado que la división útil más frecuente de los signos es a través de una tricotomía en, primero, Probabilidades [Likenesses] o, como prefiero decir, Iconos, que sirven para representar a sus objetos sólo en tanto que se parecen a ellos en sí mismos; en segundo lugar, Índices, que representan a sus objetos independientemente de cualquier parecido con ellos, sólo por virtud de conexiones reales con ellos, y en tercer lugar Símbolos, que representan a sus objetos independientemente tanto de algún parecido como de alguna conexión real, porque disposiciones


213 o hábitos facticios de sus intérpretes aseguran que sean comprendidos de ese modo (Peirce, 2002). Lo tercero es lo que está entre ―un segundo y su primero‖, o representación.2 El punto final del proceso lógico es la terceridad, que al mismo tiempo es el punto inicial de la ciencia en general y de la filosofía de la ciencia en particular. Es el punto final porque en ella se hace posible el conocimiento, es decir, se crea una verdad sobre algo, pero también es el punto inicial porque esa verdad no es acabada, terminada y permanente, sino que estará sometida a un sinfín de interrogantes y a un cúmulo de exigencias académicas. Peirce se adelanta en este punto a los filósofos de la ciencia como Kuhn, Popper y Lakatos, en la medida en que el problema del estatuto de la verdad, como construcción y permanencia, es un criterio de abducción o de conjetura; acuerdos académicos, dirá después Lakatos; productos de convenios, dirá Kuhn, conjeturas, señalará Popper. Por negarse a pensar más allá de los objetos empíricos, en el siglo XVII la física había dejado de lado el tema de la verdad, que Peirce convertirá en problema: ―Es –dice– como un niño que le pega a un objeto inanimado con el que se ha hecho daño [...] ¿Qué hemos de entender por verificación experimental? En la respuesta a esto entra en juego toda la lógica de la inducción‖ (Peirce, 2003). Esta pregunta atraviesa directamente a la terceridad, por ser el momento en que se construye el conocimiento, y se trata de un fenómeno mental: no se puede experimentar de manera empírica. Aquí cobra sentido su trabajo: el conocimiento tiene que ver con el pragmatismo como una vía

2

Lo primero se define como algo que es lo que es, a lo cual Peirce llama cualidad de sentimiento; lo segundo es la idea de lo primero o reacción.


214 lógica, la de la abducción. Sin embargo, la abducción es sólo una hipótesis, en sí misma no puede considerarse como conocimiento, porque éste será producto de la comprobación de la hipótesis, posibilitada por el experimento. Sólo que en Peirce éste aparece en los términos de la argumentación: el gran problema es la naturaleza del argumento. Coetáneo de Frege y Husserl, circunstancia que marcó su pensamiento, Peirce transformó al mismo tiempo que ellos el universo de las ciencias sociales, pero desde perspectivas y tradiciones distintas. Con Frege compartió por momentos una obsesión por el tres, en especial en relación con el signo. Sin embargo, en Frege el signo, compuesto por el signo, el objeto y el sentido (signo, sentido y referencia), es un problema semántico, no lógico, como en Peirce. Con Husserl compartió la herencia kantiana, en especial, la de la síntesis como creadora de conocimiento. En una apuesta por la unidad del mundo como un fenómeno de tiempo, ya Kant había sostenido que el sujeto debe pasar de la multiplicidad de los sentidos a la unidad del concepto a través de la síntesis. En este paso encontraba, al igual que lo haría después Husserl, dos nociones fundamentales: el tiempo y la imaginación. Sin éstos el sujeto no podría desembarazarse del conjunto de las sensaciones y las abstracciones; sólo se deshace de éstas a condición de unir una experiencia con otra en un continuo y proyectarlas. Es así como logra construir los objetos y a partir de ahí, crear juicios. Husserl irá más lejos, con su propuesta de retención y protención, que posibilita también la formación de objetos a partir de una parte de éstos. El presente es un fenómeno de ambos momentos, tanto de la retención como de la protención. Fue Peirce quien de manera evidente incorporó la fenomenología en su proceso


215 de significación, una fenomenología que no es la filosofía de Husserl, sino un modo de darse de los signos y parte de la semiosis. Frege, Husserl y Peirce abren la vía para pensar las ciencias sociales como un compromiso con la vida misma y no con las formas de explicación e invención de leyes sobre la vida.

2. Pragmatismo y educación: la lógica abductiva y el autocontrol del pensamiento Sin duda el pragmatismo ha dejado profunda huella en el pensamiento educativo. Mas esta perspectiva se ha desarrollado no a partir de las ideas de Peirce, sino principalmente a través del trabajo de Dewey, conocido por muchos como el filósofo de la experiencia. Si bien Dewey ha sido el mejor intérprete de Peirce en el tratamiento de algunos problemas cruciales en educación y en su trabajo reelaboró de manera magistral problemas fundamentales como la experiencia en el aprendizaje y el pensamiento reflexivo, a su teoría le faltó incorporar, entre otros, la abducción y la fuerza de los signos en la construcción del pensamiento. Muy probablemente esta carencia se debió a que durante muchos años el trabajo de Peirce fue difundido de manera muy fragmentaria, lo que ha dificultado su comprensión y estudio sistemático. De ahí que muchas de sus ideas, de gran potencial educativo, fueran recuperadas no sólo por Dewey, sino por los filósofos de la educación que han encontrado en el pragmatismo una fuente inagotable para pensar la problemática educativa. En este apartado intentaremos recuperar algunas ideas de Peirce que consideramos fértiles para la pensar la educación y que se encuentran principalmente en los textos en que fundamentó su pragmatismo.


216 Iniciaremos el análisis con algunas precisiones sobre el término que parece enlazar en una misma corriente de pensamiento a Peirce y Dewey: el pragmatismo, pero en el que existen diferencias significativas señaladas por el primero. a) Del pragmatismo al pragmaticismo El término pragmatismo ha tenido múltiples interpretaciones desde su primera aparición en las discusiones que sostenía el Club Metafísico, formado por algunos intelectuales de mediados del siglo XIX, entre quienes destacaba Charles S. Peirce. Un poco al margen de las discusiones filosóficas, en las que procuramos centrar el resto de la reflexión, existe una percepción común de esta noción ligada a lo útil: vinculada con ―aquellos aspectos de la vida norteamericana que hacen de la acción un fin en sí misma y que conciben los fines de una forma demasiado estrecha y demasiado ‗práctica‘‖ (Dewey, 2000: 64). De ahí proviene una tendencia un tanto prejuiciosa a rechazar sus posibles aportaciones a las ciencias humanas y sociales. También, su estrecha vinculación con el conductismo ha alimentado las reticencias de muchos estudiosos. Empero, a partir del redescubrimiento del pensamiento de Peirce a finales de la década de los sesenta en el siglo XX y de la emergencia de un alud de pensadores que han puesto nuevamente en la arena teórica sus ideas, el pragmatismo ha sido sometido a una reformulación, basada en una relectura en la clave filosófica dada por su creador. La discrepancia más conocida acerca del término pragmatismo es la que tuvieron precisamente Charles S. Peirce y William James, 3 que llevó al primero a acuñar un

3

Según su etimología pragma significa acción, hecho, ocupación o asunto. El pragmatismo es una perspectiva más compleja, no reducida a una filosofía de la acción, en la medida en que incorpora


217 nuevo término ―lo suficientemente feo para estar a salvo de secuestradores‖ (1998b: 335): pragmaticismo. Amén de la ironía, la creación del término es una respuesta congruente con su intención original de erigir un método que permitiera clarificar los conceptos; de ahí la necesidad de acotar los aspectos del anterior término (pragmatismo) que habían causado confusión y llevado a una interpretación muy lejana de la que deseaba: el simple instrumentalismo metodológico y la visión psicologista de los procesos mentales. 4 Muy por el contrario de esta apreciación, Peirce insistió reiteradamente en que el uso de la máxima pragmática no resuelve por sí mismo los problemas filosóficos, puesto que sólo es una presuposición metodológica de una metafísica hipotética, inductiva y verificable a la larga (Otto Apel, 1995: 12). En efecto, en las Conferencias de Harvard, dedicadas enteramente al tema en discusión, Peirce hace una clara alusión al pragmatismo como la doctrina de la lógica de la abducción, refiriéndose así al carácter problemático y conjetural de la investigación científica. Un poco de historia puede aclarar el trayecto de la noción. En ―¿Qué es el pragmatismo?‖ Peirce recuerda por qué en lugar de practicalismo, como sugerían sus compañeros de reflexión, optó por aquel término. Esgrime dos razones: una, la diferencia que Kant hace entre los términos praktisch y pragmatisch,

el problema de la experiencia, el significado y la verdad y las relaciones que se establecen entre estos conceptos (Páez, 2003: 233). 4 En una de sus Conferencias de Harvard Peirce aclara la diferencia entre su propuesta y una visión psicologista: ―La cuestión psicológica consiste en averiguar cuáles son los procesos por los que atraviesa la mente. Pero la cuestión lógica radica en saber si la conclusión que se alcance, al aplicar esta o aquella máxima, estará o no estará de acuerdo con los hechos. Es posible que la mente esté constituida de tal manera que aquello que nuestro instinto intelectual aprueba sea verdadero en la medida en que ese instinto lo aprueba. Si ocurre así, se trata de un hecho interesante acerca de la mente humana; pero nada tiene que ver con la lógica‖ (Peirce, 1978: 134).


218 ―perteneciendo el primero a una región del pensamiento en la que la mente de tipo experimental no puede nunca estar segura de encontrar tierra firme bajo sus pies, y el último expresando una relación con propósitos humanos definidos‖ (1998b: 333). Y dos, porque la nueva propuesta planteaba una conexión inseparable entre cognición racional y propósito racional. Por su parte, Dewey sugiere que la preferencia de Peirce por el término pragmatismo se debió a su referencia a las reglas del arte y la técnica basadas en la experiencia; por su clara inclinación por la ciencia lógica, dicha palabra le permitía expresar su intención de dedicarse al estudio del arte y la técnica del pensamiento real; pero sobre todo, el método pragmático, desde sus inicios, apuntaba al ―arte de volver claros los conceptos, o de construir definiciones adecuadas y eficaces de acuerdo con el espíritu del método científico‖ (Dewey, 2000: 62). Peirce expuso la primera versión del pragmatismo en dos artículos que fueron ampliamente conocidos en su tiempo: ―La fijación de la creencia‖ (1877) y ―Cómo esclarecer nuestras ideas‖ (1878). Particularmente en este último expuso su aproximación inicial de la máxima pragmática: …

consideremos

qué

efectos,

que

puedan

tener

concebiblemente

repercusiones prácticas, concebimos que tiene el objeto de nuestra concepción. Nuestra concepción de estos efectos es pues el todo de nuestra concepción del objeto (Peirce, 1998a: 132). Formula aquí una teoría de la concepción en la que el significado de una palabra u otra expresión se descubre por sus efectos sobre la conducta (1998b: 332). Como él mismo explicará más tarde, se tendrá la definición completa de un concepto


219 cuando sean definidos con precisión ―todos‖ los fenómenos experimentales concebibles que la afirmación o negación de ese concepto pueda implicar, de ahí que sólo tendrá efecto directo sobre la conducta si resulta de un experimento, es decir, de un proceso lógico argumentativo proyectado al futuro. Al enunciar esta idea, Peirce había planteado que la función del pensamiento es producir hábitos de acción, pero refiriéndose específicamente a una ―acción concebida‖, vinculada a conceptos que han sido aclarados, diferenciados y puestos a prueba. Ello sugiere que el pragmatismo está ligado a la tarea de investigación y a la construcción de horizontes de verdad, pues ésta no es un punto de arribo, sino culminaciones tentativas orientadas a la construcción de nuevas hipótesis que, a su vez, demandan nuevas indagaciones. En efecto, para Peirce el pragmatismo apunta a la creación de un procedimiento destinado a establecer el significado de los conceptos abstractos: aquéllos en virtud de los cuales se construyen razonamientos científicos. Y para hacerlo el filósofo presta especial atención a la acción de pensar y de producir inferencias, reflexión que lo lleva, en el primero de esos artículos, al análisis de los estados mentales que preceden a toda indagación: la duda y la creencia. En ese texto dice con claridad que la duda es el motor de toda indagación y que en la lucha por alcanzar un estado de creencia, el mejor método es el de la investigación científica, pues busca que las opiniones coincidan con los hechos. Ahora bien, Peirce aísla cuatro diferentes métodos para fijar hábitos de pensar, sentir o actuar en los individuos (creencias), que corresponden a las distintas maneras en que los individuos y los grupos enfrentan el problema de la duda y la creencia. Es decir, formas diferenciadas de conducir el proceso de indagación con


220 el que la mente transita de la duda a la creencia y más tarde, a la acción. El primero, que denomina método de la tenacidad, es un proceso de reiteración de un mismo pensamiento hasta formar un hábito de pensar, que por lo general se orienta en una misma dirección. Este método es empleado por quienes desean avanzar por la vida sin que nada ni nadie perturbe sus opiniones o intente cambiarlas, pues éstas les son suficientes para resolver cualquier interrogante que les presenta el mundo. Con gran frecuencia las congregaciones religiosas utilizan este método para enseñar su dogma. El segundo, método de la autoridad, involucra la elección institucional de entre la multiplicidad de opiniones sobre un hecho, de una sola de las versiones u opiniones, la considerada verdadera; de ahí que cualquier otra versión sea atacada hasta su cancelación. Peirce afirma que este método es utilizado por el Estado para inculcar en la sociedad las creencias que mejor justifican sus acciones y en última instancia, su existencia. Sobre el tercero, método del a priori, Peirce señala que si bien favorece la expresión más libre de las opiniones y busca que éstas no emerjan del mero impulso a creer, sucumbe ante la moda debido a la tendencia a basar las decisiones en las preferencias de la época. Encuentra un claro ejemplo en la historia de la filosofía metafísica, cuyos autores proponen ideas ―agradables a la razón‖ pero que no tienen sustento en la experiencia sino en la inclinación hacia cierta creencia. La tendencia continúa incluso ahora en el medio académico, donde los investigadores suelen sustentar ciertas ideas más porque les son agradables que porque hayan surgido del rigor intelectual. Este método, como bien subraya Peirce, ―hace de la indagación algo similar al desarrollo del gusto‖


221 (Peirce, 1998a: 119). El último método al que Peirce se refiere es precisamente el de la ciencia, cuyo objetivo es el descubrimiento y la innovación. Es decir, se dirige a la construcción de verdades y no de certezas, por lo que no habría fijación de creencias sino creación continua. Al analizar estas cuatro diferentes maneras de establecer una opinión, Peirce presenta argumentos cuya solidez impide caer en la tentación de pensar que la fijación de la creencia sea un proceso que atañe a un solo individuo, ya que está referido fundamentalmente a un proceso socializador. Por ejemplo, cuando se ocupa del método de la tenacidad, explica que la fuerza para combatir a un hombre que lo emplea con el propósito de imponer sus creencias proviene del impulso social, pues la ―verdad es pública‖. De ahí el problema que enfrentan los humanos ante la natural tendencia de influirse unos a otros, pues el asunto no se reduce al intento de fijar las creencias en un individuo, sino en la comunidad. También al comentar el método de la autoridad, aunque sugiere que es mucho más estable que el anterior pues logra esclavizar el intelecto de los individuos, dice que se enfrenta a la fuerza de la historia, debido a que las creencias son relativas a una sociedad y por tanto, mutables; de ahí que al infiltrarse nuevas creencias, los sistemas creados y sustentados en el método de la autoridad tiendan a derrumbarse. Ello alerta a tomar en cuenta en todo estudio de las creencias su mutabilidad en relación con las diferentes condiciones históricas. De igual modo, el método del a priori, aunque guiado por un mayor grado de razón, carece de criterios racionales de elección para emprender su indagación,


222 por lo que reduce el problema a una cuestión de moda en lugar de la argumentación. En cambio, el método de la ciencia asume que la verdad es una construcción histórica y pública surgida de una indagación que, si se lleva lo suficientemente lejos, conducirá a los hombres a un mismo resultado. En virtud de esta concepción, Peirce plantea la necesidad de que las verdades de la ciencia surjan de una discusión de los procesos de indagación entre los miembros de las comunidades científicas, lo que apuntaría a considerar un trayecto público de la verdad. Apoyado en estas ideas, en el segundo artículo citado Peirce expone su teoría del significado y sostiene que basta con determinar los hábitos que produce una cosa para conocer su significado. Sugiere que es en lo tangible, en lo práctico, donde es posible encontrar la raíz de toda distinción del pensamiento. De ahí que para conocer las ideas habituales sea necesario ponerlas en relación con sus efectos sensibles: cada idea de algo es la idea de sus efectos sensibles. Aquí declara abiertamente la importancia de la lógica en el esclarecimiento de las ideas, que no es otra cosa que la indagación. Insiste en que este proceso se activa por la fuerza de la duda y concluye con la fijación de la creencia, la que define como una regla de acción: un hábito. La creencia –dice Peirce– tiene tres propiedades: ―primero, es algo de lo que nos percatamos; segundo, apacigua la irritación de la duda, y, tercero, involucra el asentamiento de una regla de acción en nuestra naturaleza, o dicho brevemente, de un hábito‖ (Peirce, 1998a: 129). Menciona aquí el curso de la acción mental que se inicia con una sensación de


223 irritación y concluye con una significación o regla de acción, mediado por una experiencia de apaciguamiento de la duda que es la indagación misma. 5 Por supuesto, al referirse a los efectos sensibles Peirce define y toma posición ante la ―realidad‖, en virtud de que constituye el principal objeto del método de la ciencia y, por tanto, del pragmatismo. Lo expresa como sigue: … la realidad, como cualquier otra cualidad, consiste en los particulares efectos sensibles específicos que producen las cosas que participan de ella. El único efecto que tienen las cosas reales es el de causar creencias, puesto que todas las sensaciones que provocan emergen en la conciencia bajo la forma de creencias. La cuestión, por tanto, es cómo distinguir la creencia verdadera (o creencia real) de la falsa creencia (o creencia en lo ficticio) (Peirce, 1998a: 137). Puesto que Peirce mismo había afirmado que lo verdadero es un asunto público, ―las ideas de verdad y falsedad, en su pleno desarrollo, pertenecen exclusivamente al método científico de establecer la opinión‖ (Peirce, 1998a: 137). Y como dicho método es el mejor para establecer la opinión, se desprende que ―la realidad de lo que es real depende del hecho real de que la investigación, de proseguirse lo suficiente, está destinada a llevar a la postre a una creencia en ella‖ (Peirce, 1998a: 139). En suma, lo real surgirá de los acuerdos humanos basados en los hallazgos científicos.

5

Nótese cómo desde sus primeras aproximaciones, Peirce ligaba la máxima pragmática con un modo de pensar particular, por medio de las categorías de primeridad, segundidad y terceridad. Estas categorías son una de las principales contribuciones de Peirce, pues revolucionan el modo kantiano de acercarse al conocimiento.


224 Por ello, la realidad no puede concebirse como una instancia ontológica, sino como el resultado de un proceso de indagación que apunta a un horizonte de creación continua de conocimientos: un proceso de semiosis infinita. Esta idea, que hoy es moneda corriente en el estudio de las ciencias sociales, en aquel tiempo fue cuestionada y hasta vituperada, pues revela que la realidad es una construcción y que el investigador sólo puede conocer el objeto construido en perspectiva. Esta primera aproximación de la máxima pragmática dio lugar a múltiples interpretaciones, entre las más destacadas, las de James y Schiller, quienes transformaron el pragmatismo, uno, en un empirismo radical y, el otro, en una filosofía humanista y subjetiva, posturas que Peirce estaba lejos de compartir. Y de las que se deslinda en sus últimos escritos en virtud de que dan al término un sentido o bien literario o bien poco preciso, ligando su perspectiva a posiciones utilitaristas o de un practicismo de sentido común. Es comprensible que estos artículos no permitieran sopesar la fuerza del pensamiento peirceano, que apenas se encontraba en sus primeras fases de desarrollo. Pero también, como afirma Vallejos (1999), porque la originalidad del pragmatismo no está en su caracterización del objetivo de la indagación, sino en el modo en que alcanza este objetivo, que involucra sus reflexiones semióticas. De ahí la conveniencia de revisar con detenimiento las ―Conferencias de Harvard‖, en las que Peirce acota y profundiza en el término pragmatismo, al tiempo que deja entrever la fuerza de su pensamiento, en el que su visión fenomenológica (faneroscópica) y la tan popular tabla de signos son claves básicas para entender su singular perspectiva metodológica. Estas Conferencias constituyen, como dice


225 Apel (1995: 164), un esfuerzo de Peirce por construir el sistema que en la ―Ley de la mente‖ denominó sinejismo.6 Nosotros agregaríamos que realizó un esfuerzo por mostrar un modo de aplicar sus conceptos de tychismo y falibilismo,7 que son aportaciones cardinales a la investigación de las ciencias sociales y humanas. En la primera de estas siete Conferencias, Peirce reformula el pragmatismo a modo de teorema filosófico, al tiempo que insiste en caracterizarlo como una máxima lógica: El pragmatismo es el principio de que todo juicio teórico expresable en una oración en modo indicativo es una forma confusa de pensamiento cuyo único significado, si tiene alguno, radica en su tendencia a imponer una máxima práctica correspondiente expresable como oración condicional que tiene su apódosis en el modo imperativo (Peirce, 1998b: 135). En esta reformulación introduce un elemento no contenido en anteriores exposiciones de la máxima: el juicio, que le servirá para reorientar la discusión de una perspectiva psicológica a una lógica. Aquí aparece otra constante del trabajo de Peirce: un replanteamiento de la visión kantiana del conocimiento a la luz del análisis lógico, que le exigirá una revolución fenomenológica (Mier, 2004). 8

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Peirce acuñó el término para referirse a la continuidad de los procesos de semiosis. Con tychismo se refería a la irrupción de la vida en el mundo: el azar y la incertidumbre. Y con el término falibilismo reconocía la falibilidad del conocimiento humano; no es del orden individual sino del social, pues todo investigador pertenece a una comunidad a la que contribuye con sus aciertos, pero también con sus errores. 8 Al respecto Mier afirma que para Peirce, ―que transitó de las teorías de las proposiciones a una lógica de las relaciones transfigurando radicalmente la lógica contemporánea, había que reconstituir drásticamente las categorías kantianas a partir de un análisis meticuloso de la estructura categorial y relacional del juicio lógico. ¿Cómo se definen y conjugan los elementos del juicio lógico? ¿Cómo se estructura el vínculo entre el sujeto y el predicado? ¿Cómo refieren al sustrato de realidad que les confiere relevancia? ¿Qué presupuestos inapelables aparentemente rigen la posibilidad de las formas de la proposición y su capacidad de articulación recíproca? Estas preguntas no podían responderse sin una revolución fenomenológica‖ (Mier, 2004). De esta revolución fenomenológica trata la segunda Conferencia. 7


226 Sin embargo, esta enunciación a modo de teorema no le convence e insiste en analizar su primera versión de la máxima pragmática, en particular su idea de ―consecuencias prácticas‖. Para ello procede a dar un conjunto de ejemplos de orden matemático, al término de los cuales pregunta: ―¿Cuál es la prueba de que las posibles consecuencias prácticas de un concepto constituyan la suma total del concepto?‖ (Peirce, 1998b: 139). Responde confirmando el argumento concebido años atrás: que la creencia opera básicamente como una guía para la acción; de ahí que toda proposición en la que se cree constituya una máxima de conducta.9 En otras palabras, las consecuencias prácticas no son otra cosa que las repercusiones convertidas en acción de nuestras creencias. 10 Pero inmediatamente vuelve a interrogar: ―¿Cómo sabemos que la creencia no es nada más que la preparación deliberada para actuar según la fórmula creída?‖ (1998b: 140). Y ahora responde cuestionando sus primeras afirmaciones debido a su tinte psicológico, pues la concepción de verdad fue desarrollada considerando un impulso original para actuar consistentemente, para tener una intención determinada. Critica esta explicación no sólo por su falta de claridad, sino porque ―hechos tan fundamentales‖ no se pueden reducir a un esclarecimiento psicológico, aun cuando éste incorpore elementos de lógica. No se trata de un problema de voluntad, dice Peirce, sino de lógica. Ello justifica su insistencia en

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Es sabido que en Peirce la idea de creencia no hace referencia a algún sentimiento religioso, pues toma la noción de Alexander Bain, para quien la creencia ―no tiene significado alguno, si no es en relación con nuestros actos; ninguna idea que no implique directa o indirectamente un esfuerzo voluntario puede recibir la denominación de creencia‖ (cfr. Páez, 2003: 235). En palabras de Peirce: ―aquello con lo cual el hombre está dispuesto a actuar‖. 10 De esta afirmación pueden desprenderse consecuencias de gran valor metodológico, especialmente para la etnografía y la etnometodología, como de hecho las obtuvo la Escuela de Chicago. Pero también puede apuntar a un empirismo radical, como el que más tarde generaría el conductismo.


227 que la pregunta sobre la naturaleza de la creencia apunte a un análisis lógico del acto del juicio, pues sólo desde ahí se podrá evaluar si el punto de vista pragmatista es satisfactorio. Antes de analizar el problema de la verdad, dirigido al estudio de los juicios lógicos, introduce una discusión que resultará fundamental para entender la fuerza y peculiaridad de su pragmatismo: la importancia de enlazar la discusión de la lógica científica con la de la ética y la estética. Ello, dice Peirce, por un lado, porque si el pragmatismo supone que lo que pensamos se interpreta en función de lo que estamos preparados para hacer, entonces la doctrina de lo que debemos pensar (lógica) tiene que ser una aplicación de lo que intencionalmente elegimos hacer (ética). De esta afirmación se desprende que todo razonamiento lógico, por su carácter activo y deliberado, debe sujetarse a las normas y criterios de la ética, es decir, a una teoría general de la acción controlada. Y, por otro, que la ética debe sustentarse en una doctrina orientada a la discriminación de la admirabilidad o no de un ideal, es decir, en la estética, y de ahí la necesidad de subordinar la ética a la estética. 11 De esta manera, todo juicio lógico encuentra su fundamento primero en el juicio ético, pero en última instancia en el juicio estético, en la admirabilidad de la creencia. En este sentido toda creencia digna de sustentarse lógicamente, además de elegida activa y deliberadamente, tendría que ser admirable y, por ende, expresarse en conductas también admirables. 12

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En la relación entre las ciencias normativas es posible descubrir un sentido educativo, que Peirce explicitó en una de sus cartas a Lady Welby, al referirse al principio que seguiría en la educación de un hijo, si lo llegara a tener: ―autodominio o autocontrol de las acciones para ser libre, ser libre para poder llevar una vida bella y admirable‖ (cit. Esteban, 2001). 12 Aquí nuevamente observamos el vínculo de Peirce con el proyecto kantiano, ahora con la perspectiva de la razón práctica y su imperativo categórico: ―Obra de modo tal que la máxima de tu acción pueda convertirse por tu voluntad en ley universal‖. El imperativo categórico en Peirce ya no


228 Lo anterior explica por qué estas ciencias (lógica, ética y estética), que Peirce denomina normativas, deberán basarse a su vez en la fenomenología (más tarde llamada faneroscopia), 13 pues gracias a ella el estudioso podrá contemplar los fenómenos tal y como son, con sólo abrir bien sus ―ojos mentales‖ y describir lo que ve, ―no lo que ve en lo real como distinto de la quimera –no teniendo en cuenta tal dicotomía– sino simplemente describiendo el objeto, como un fenómeno, y exponiendo lo que encuentra en todos los fenómenos parecidos‖ (Peirce, 1998b: 143). Dedica el resto de sus Conferencias a sustentar esta relación. En la segunda centra la discusión en aclarar la naturaleza de la fenomenología, cuyo objetivo es establecer las categorías universales de la experiencia, a saber, primero, es una cualidad intrínseca, una sensación (feeling);14 segundo, es la energía con la que afecta a otras en el aquí y ahora de la sensación, y supone una experiencia que se

dependerá sólo de una Razón intelectual, sino que deberá sustentarse en una Razón que podríamos denominar estética. 13 Término acuñado por Peirce: estudio de los fanerones, para distinguir su fenomenología de la de Hegel, la que, según él, se limita a la observación y el análisis de la experiencia. En cambio, su faneroscopia se extiende ―a la descripción de todas las características que son comunes a todo lo que es experimentado o podría concebiblemente ser experimentado o resultar objeto de estudio de cualquier modo directo o indirecto‖ (Peirce, 1998b: 143). 14 Seguimos a Raymundo Mier en la traducción de feeling como sensación en lugar de sentimiento, que ha sido la tendencia general en español. Las razones que Mier esgrime al respecto son: ―Si bien, ante el texto de Peirce, la primera inclinación es verter feeling por ‗sentimiento‘, es preciso subrayar que en el propio Peirce se encuentra un uso diferenciado de los conceptos de sensation y feeling. El uso inglés habitual suele conferir a la palabra feeling un carácter más amplio al comprender en ese término no sólo el sentido fisiológico de sensación, sino también el de emoción, llegando incluso a admitir en su significado el rasgo de pensamiento, mientras que sensation parece destinado a nombrar sólo la implantación puntual de lo sentido en el momento de la percepción. Por otra parte, es plausible pensar que el concepto feeling sea en Peirce una incorporación y, al mismo tiempo, un desarrollo de la noción kantiana sometida a un uso particular –no pocas veces equívoco. En efecto, en Kant el alemán Gefühl incorpora igualmente la misma ambigüedad de significados: sensación y sentimiento. Por otra parte, el español parece invertir la asimetría de los términos sensación y sentimiento atribuyendo los rasgos de reacción sensorial, afectividad y pensamiento a la palabra sensación, mientras que la palabra sentimiento ha privilegiado la pura reacción emotiva. Por estas razones, utilizaremos la palabra sensación para feeling (Mier, 2000: 133-134).


229 reconoce ―por bruta compulsión‖; y, tercero es la tendencia de una idea a traer otras con ella y, en tanto que vínculo con ideas pasadas, forma una idea general que llega a constituirse en significación, en hábito. Peirce inicia esta Conferencia insistiendo en las facultades que los estudiosos de la fenomenología deben cultivar para realizar con rigor su trabajo de indagación acerca del significado de los conceptos abstractos, ―para mirar bien al fenómeno y decir cuáles son las características que nunca faltan en él‖ (Peirce, 1998b: 147). La primera y más importante de dichas facultades es ver los fenómenos tal como se aparecen ante nuestros ojos, sin adulterarlos con alguna interpretación. 15 Esta capacidad de observación, dice Peirce, es la que los artistas han desarrollado y la que impide que se describa lo que se ―debe ver‖ en lugar de lo que se tiene ante los ojos. La segunda es la discriminación que supone la fuerza para ―agarrarse como perro de presa‖ al rasgo particular que se estudia, seguirlo y detectarlo debajo de todo disfraz. Y la tercera es la capacidad generalizadora desarrollada por los matemáticos, quienes crean fórmulas abstractas en que atrapan la esencia del rasgo estudiado, purificándolo de todo elemento o mezcla extraños. Un ejercicio de esta tercera facultad, dice Peirce, permite identificar que la palabra categoría ha sido usada por los filósofos más o menos con el mismo significado: como un elemento de los fenómenos del primer rango de generalidad. De ahí que las categorías tengan que ser pocas y la fenomenología se oriente a elaborar un catálogo de ellas que pruebe su suficiencia y esté libre de redundancias. Para ello,

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Es notable la similitud de esta capacidad con la que Husserl describió más o menos por la misma fecha al hablar de su epojé fenomenológica. Aunque, como afirma Mier (2004), ―no es posible asimilar de manera precipitada el trayecto singular del pensamiento de Peirce con el vastísimo proyecto fenomenológico de Husserl, quizá no sea desmesurado sugerir que comparte un conjunto


230 en primera instancia es preciso distinguir entre categorías particulares y universales, pues lo que caracteriza a estas últimas es su pertenencia a todos los fenómenos. Las categorías universales, dadas a conocer por vez primera en un artículo de 1867 (―Una nueva lista de categorías‖), son una de las aportaciones singularísimas de Peirce al pensamiento filosófico, porque con ellas reformula de modo crítico y tajante las categorías constitutivas del proceso de conocer, que según él sólo son tres, en lugar de las doce que Kant había aislado. Pero también y más importante aún, porque sugiere que dichas entidades categoriales están ordenadas tanto lógica como temporalmente, lo que significa que fundan al mismo tiempo ―una serie temporal y una constelación de relaciones simultáneas‖ (Mier, 2004). Es decir, las categorías peirceanas constituyen ―una composición heterogénea de tres órdenes ontológicos, al mismo tiempo, inconmensurables y articulados necesariamente‖, pero también la idea de primeridad, segundidad y terceridad ―funda una ontología de la determinación temporal, secuencial y simultánea, de cada una de estas categorías‖ (Mier, 2004). De ahí la necesidad de insistir en un aspecto fundamental de la propuesta de Peirce, con frecuencia olvidado y en ocasiones traicionado por algunas versiones semióticas: que su complejo triádico no puede segmentarse ni aislarse en pares ni comprenderse a partir de entidades separadas, pues sólo la articulación de los tres elementos produce el efecto de significación.

de determinaciones, un momentum, un espectro problemático, un reclamo, una tentación y un conjunto de imperativos que lo llevan a una fundación radical del pensamiento filosófico‖.


231 En esta segunda Conferencia, Peirce enuncia esta idea sin abundar en ella. En cambio, se enfoca en las cualidades gracias a las cuales reconocemos estas categorías en los fenómenos: la presencialidad (inmediatez de las sensaciones), la lucha (experiencia) y la representación (aprendizaje). ¿Qué es lo primero –pregunta Peirce– que advertimos cuando algo está en la mente? Responde: su inmediatez, su presencia, su intensidad. Ese algo se nos presenta tal como es, sin consideración a ninguna otra cosa, sencillamente como lo que es: una sensación. De ahí que la cualidad de sentir caracterice a lo inmediato, a la primeridad. Tras la sensación, lo que llega a la mente es el elemento de lucha, la segundidad: la experiencia de sobresalto que irrumpe y quebranta las certezas. La lucha surge de un suceso inesperado, amenazante, problemático ante el cual sobreviene el asombro, la brusca entrada de algo, un intruso que sorprende, ante el cual la idea esperada sucumbe. ―Es por medio de sorpresas como la experiencia enseña todo lo que pretende enseñarnos‖ (Peirce, 1998b: 154). No obstante, lejos de paralizar, el elemento de lucha detona el pensamiento orientándonos a una acción futura, con miras a resolver la situación. Ello implica la conjetura, la formulación de hipótesis y el análisis de sus consecuencias en busca de la mejor solución. Bien podríamos relacionar este elemento de lucha con la irritación que se produce cuando sobreviene la duda y se detona el proceso de indagación, pues para Peirce, precisamente, es la fuerza de experiencia, la segundidad, la que impulsa a la transformación. La cualidad de esta experiencia detonadora del cambio no siempre es la de una experiencia placentera, pero sí que afecta profundamente y conmueve.


232 Por su parte, la terceridad se refiere al hábito, al conocimiento, a la significación: a la ley. Es una instancia mediadora que permite la representación del fenómeno. Tiene una realidad presente, a partir de la cual es previsible que ―los acontecimientos sucederán de acuerdo con la formulación de esas leyes‖ (1998b: 153). Peirce se plantea como un realista opuesto a los nominalistas, quienes han negado la terceridad, la existencia de leyes, de verdades científicas. Pero al mismo tiempo subraya que si bien la terceridad legaliza los resultados de todo proceso de indagación, ella misma se convierte en fuente de la siguiente indagación, lo que apunta a un proceso inagotable de construcción de verdades. En este sentido, la idea de semiosis infinita entraña la posibilidad de cambios, en ocasiones drásticos y dramáticos, en el rumbo de toda experimentación. A propósito, Peirce plantea una idea de gran valor metodológico: en el proceso de investigación ―antes de ensayar una hipótesis complicada, debes estar completamente seguro de que ninguna simplificación de ella explicará igual de bien los hechos‖ (1998b: 156), aunque reconoce que nunca se podrá estar seguro de que dicha hipótesis sea la verdadera, en tanto no se haya ―luchado por su causa hasta el último extremo‖. Sin embargo, advierte de que es preciso que el pragmatista esté atento a los ―hechos vivos‖, es decir, a la ―realidad‖; si aparece un solo fenómeno que no pueda ser explicado por la hipótesis, esto será condición suficiente para modificarla y, por ende, para cambiar el rumbo de la experimentación. En este caso, si bien el pragmatista siente la irritación de que un experimento no responde a las expectativas, ello constituye el motor para iniciar un proceso de indagación que le permita formular una concepción nueva o modificada con la cual hacer predicciones más certeras sobre el modo en que se


233 comportará un fenómeno. Y deberá seguirla de nuevo hasta sus últimas consecuencias. Esta sugerencia comporta un hecho ampliamente reconocido en la actualidad: la realidad cambia, los fenómenos se transforman. De ahí que deba considerarse a la terceridad simultáneamente como punto de arribo y de partida en un horizonte de indagación infinito. En la tercera Conferencia Peirce defiende la necesidad de subsumir todo tipo de representación a la categoría de lo tercero. Pero señala la existencia de tipos degenerados de terceridad, en virtud de que no establecen una relación representacional con sus objetos, de donde surgen tres clases de signos: iconos, índices y símbolos. El icono lo define como un representamen que cumple esta función por una cualidad que posee en sí y que seguirá poseyendo independientemente de la existencia del objeto. Peirce enfatiza aquí que la cualidad del icono lo convierte en representamen sin importar que el objeto representado exista; por ejemplo, ―la estatua de un centauro no es, en verdad, un representamen si no hay una cosa tal como un centauro. No obstante, si representa un centauro, es en virtud de su figura; y esta figura seguirá teniéndola, exactamente igual, haya o no haya centauros‖ (1998b: 163). El ejemplo muestra la posibilidad de representarnos un objeto sin que sea necesario constatar su existencia. De aquí que el icono constituya un caso de terceridad cualitativa o de máxima degeneración, en el que su primeridad, es decir, su cualidad, es la que permite la representación. En cambio, el índice es un representamen que cumple esta función por un carácter que posee un objeto existente y que continuará poseyéndolo sin importar si se constituye o no en una representación. En otras palabras, el índice no


234 representa un objeto, sino los efectos o reacciones de éste en la mente de quien produce el signo. Un ejemplo de esta clase de signo puede ser un termómetro, que muestra el grado de temperatura por medio del contacto corporal, que causa una reacción en el mercurio. De ahí que el índice constituya un caso de terceridad reaccional o de menor grado de degeneración, en el que la mera indicación sin la presencia efectiva del objeto genera la representación. La tercera clase de signo o símbolo crea una representación en la mente de quien produce el signo por el hecho de haberlo interpretado como tal, sin considerar analogía o conexión fáctica alguna. El ejemplo es cualquier palabra general. El símbolo tiene una relación genuina debido a que en la representación se relacionan las tres categorías: primeridad, segundidad y terceridad. También señala la existencia de tres tipos de símbolos: término o rema, proposición y argumento. El primer tipo de símbolo o término sólo crea en la mente un icono que permite múltiples interpretaciones, por lo que es un símbolo incompleto. La proposición, en cambio, comunica una información definida por la posibilidad de referir al objeto de dos maneras: indicarlo por medio del sujeto y representarlo por la excitación de un icono de su cualidad en el predicado. Y aunque el interpretante puede reaccionar al signo o confrontarlo con el objeto que dicho signo representa, tiene cierto grado de verdad. Aquí conviene subrayar que la reflexión acerca de la proposición le sirve a Peirce para enfatizar el carácter relacional de las categorías y la imposibilidad de concebirlas como instancias aisladas una de la otra, pues es en el juicio donde se muestra su indisoluble entrelazamiento. Al respecto explica Mier:


235 … el sentido de la proposición no puede surgir del análisis de las entidades, sino de la estructura relacional heterogénea que involucra tanto a la relación de las entidades entre sí como a su relación con el referente en una síntesis: una integración ontológica simultánea y diferencial. La proposición preserva su condición rectora en el proceso cognitivo pero toma su significación de su integración en configuraciones argumentativas. La significación de la proposición no radica en una concepción de sujeto, de sustantivo o de nombre, o bien, en la caracterización aislada de las funciones o las partículas lógicas, sino surge plenamente del modo de darse de las relaciones entre las entidades lógicas visibles y las presupuestas, de sus antecedentes y sus relaciones referenciales múltiples. En esta constelación relacional que compromete tanto la calidad ontológica primordial del vínculo del lenguaje con sus objetos, el darse de las cosas en el mundo, pero también el régimen propio de composición proposicional e inferencial de la semiosis, emerge el proceso de conocimiento (Mier, 2004). En efecto, como hemos insistido, en Peirce el conocimiento surge de la capacidad argumentativa, de la calidad de las inferencias, de la fuerza en el entrelazamiento de sus proposiciones. Según Mier, en Peirce la proposición no tiene sentido por sí misma, pues es la materia visible de un proceso inferencial constituido por una constelación de calidades cognitivas diferenciadas. A diferencia de Frege, en quien la proposición implica una relación entre dos elementos, sujeto y predicado, donde el primero es una entidad completa y el segundo una incompleta, Peirce plantea esta relación desde una perspectiva fenomenológica y procesal de las secuencias argumentativas, lo que exige la


236 existencia de una tercera instancia: ―una calidad capaz de significar la pertinencia de la relación entre atributo y sustancia que es extrínseca a la relación dual pero inherente a la significatividad de ese vínculo‖ (Mier, 2004). Este elemento tercero, constituido en un polo de significación, es el interpretante. El tercer tipo de símbolo o argumento es ―un representamen que no deja que el interpretante sea determinado, como podría serlo, por la persona a la cual va dirigido el símbolo, sino que representa separadamente aquello que es la representación interpretadora que se pretende determinar‖ (Peirce, 1998b: 164). Es decir, el argumento no depende ni de las sensaciones ni de las reacciones que suscita el signo en el interpretante, puesto que las premisas llevan a la conclusión. Por ello, Peirce afirma que la forma más genuina de representación, en el contexto de su teoría de signos, es el argumento, pues apunta a un proceso de formulación de signos altamente controlado. De ahí su concepción de la investigación como un proceso lógico argumentativo. Sin ahondar más al respecto, continúa su exposición, ahora utilizando estas categorías para estudiar los siete sistemas metafísicos de su época: nihilismo, individualismo, hegelianismo, cartesianismo, berkeleyanismo, nominalismo y kantismo. De ellos analiza cuántas y cuáles categorías admiten en sus elaboraciones teóricas, lo que le sirve de punto de partida para criticar sus argumentos, debido al rechazo al menos de uno de los elementos constitutivos del universo. De ahí que adscriba su propuesta entre los sistemas que consideran las tres categorías y se califique de realista escolástico. Peirce intenta mostrar que la terceridad es un modo de operar de la naturaleza, por lo que afirma: ―la Terceridad no sólo supone y envuelve las ideas de Segundidad y Primeridad, sino


237 que nunca será posible encontrar una Segundidad o una Primeridad que no vaya acompañada de la Terceridad‖ (1998b: 177). En la cuarta Conferencia continúa su argumentación a favor de la realidad de la terceridad, pero ahora centra sus reflexiones en la fuerza de los juicios perceptuales en tanto que primeras premisas de nuestros razonamientos. Se pregunta sobre la posibilidad de que exista terceridad aun en aquellos juicios que por su naturaleza son incontrolables, puesto que es imposible juzgar lo que una persona percibe. A pesar de que Peirce acepta que la percepción es de suyo incontrolable, también afirma que los juicios perceptuales suponen el uso de proposiciones, lo que involucra un elemento de terceridad: el interpretante. Por ello, la percepción comprende un elemento de pensamiento; de ahí su carácter inferencial, ya que respecto de una misma situación es posible generar diferentes juicios perceptivos.16 En la quinta, Peirce confirma su propuesta de división de la filosofía: fenomenología, ciencia normativa y metafísica. A la primera deja el estudio de las cualidades universales de los fenómenos en su carácter fenoménico inmediato: su primeridad; la segunda investiga las leyes que relacionan los fenómenos con sus fines: verdad, rectitud y belleza, de ahí que los analice en su segundidad, en su carácter experiencial, y la tercera pretende comprender la realidad de los fenómenos: su regularidad, lo que exige estudiarlos en su terceridad. Una vez definidas las divisiones, dedica el resto de la Conferencia a caracterizar la ciencia normativa. Inicia subrayando su índole puramente teórica, sin dejar de


238 reconocer que aporta fundamentos para orientar las disciplinas prácticas, pues establece los fines que permiten controlar todo proceso de indagación. Justifica el preponderante lugar que la ciencia normativa tiene en su propuesta filosófica, en virtud de que, primero, ajusta sus hipótesis y deducciones a la verdad positiva de los hechos; segundo, no utiliza un método exclusivamente deductivo, ya que sus análisis de los fenómenos están guiados por los datos que aporta la fenomenología, y tercero, sus apreciaciones se refieren a la conformidad de ―los fenómenos con fines que no son inmanentes a tales fenómenos‖ (Peirce, 1998b: 199). Rechaza la idea errónea, muy difundida, de que las ciencias normativas están relacionadas únicamente con la mente; aunque acepta que son ciencias de la mente, rechaza el sentido biologicista del término y aboga por una mayor amplitud en la concepción de los procesos que las constituyen. Una vez expuesto el modo en que procede la ciencia normativa, Peirce caracteriza a las tres ciencias normativas particulares: estética, ética y lógica, división que está regida por las tres categorías (primeridad, segundidad, terceridad). Como la ciencia normativa está dedicada al estudio de las leyes de conformidad con los fines, cada una de ellas está vinculada con fines específicos: la estética con fines que encarnan cualidades de sentimiento, la ética con fines que se expresan en la acción y la lógica con fines que desembocan en la representación de algo. Para definir el modo en que opera la relación entre estas tres ciencias, Peirce dirige su trabajo analítico a los argumentos, porque son el único tipo de símbolo que puede conformarse a estos tres fines (Vallejos, 1999), a tres géneros de

16

Como sugiere Vallejos (1999), el dibujo del pato-conejo que utiliza Wittgenstein para ilustrar su teoría es igualmente útil para mostrar la diversidad de organizaciones perceptivas que es posible


239 bondad (estética, ética y lógica). El término sólo puede considerarse por su conformidad con la finalidad estética (expresiva); las proposiciones pueden estar relacionadas de conformidad con los fines estéticos y moral (expresividad y veracidad); sólo el argumento puede valorarse por su relación con los tres fines (expresividad, veracidad y verdad). Pero también el énfasis de Peirce en los argumentos proviene del hecho de que la verdad es una construcción lógicoargumentativa, por medio de la cual se establece la significación de un representamen u objeto, lo que exige explicitar con claridad cómo se articulan y formulan las premisas. En esta Conferencia Peirce insiste en la relación entre lógica y ética: el razonamiento es una forma de acción sujeta a consideraciones éticas, sujeta a autocontrol. De ahí que lo lógicamente bueno pueda considerarse moralmente bueno, lo que a su vez debe ser estéticamente bueno, pero especifica que lo estéticamente bueno supone una elección de los propósitos. Por ello afirma que el pragmatismo implica una concepción de acciones referida a objetivos. Peirce introduce aquí un tema relevante para la educación, el del control, que asume perfiles singulares al estar enmarcado por otra idea: la de los hábitos y la posibilidad de reflexionar sobre ellos. El énfasis en la capacidad reflexiva de los humanos apunta a un aspecto primordial de su trabajo: los hábitos no constituyen significaciones inamovibles, no son recurrencias fijas ni estables que impidan su transformación; por el contrario, los hábitos son susceptibles de reflexión, de juicio, pues son un recurso de la conciencia. Al respecto, Mier señala:

asumir frente a una misma percepción.


240 La reflexividad sobre el hábito no es simplemente un acto de conocimiento, sino esencialmente el recurso de inteligibilidad que funda una ética, un modo de hacer patente el sentido de la acción como consecuencia del control del sujeto sobre el destino de sus propios afectos y acciones. Así, para Peirce, el control que se encuentra en la fuente de la ética no puede ser sino el de sí mismo (2000: 168). En efecto, para Peirce pensar, argumentar acerca de lo que un objeto significa, supone en primera instancia la propia capacidad de controlar el devenir de los pensamientos y encauzarlos hacia una acción deliberadamente controlada, guiada siempre por propósitos admirables. Esta idea, dice, tiene radical importancia para comprender el pragmatismo, pues hablar de la significación de un símbolo supone referirse a cómo nos haría actuar dicho símbolo: describir la acción en tanto que poseedora de esta o aquella meta. Ello exige, continúa Peirce, indagar ―qué puede ser una meta última, susceptible de ser perseguida en una línea de acción indefinidamente prolongada‖ (1998b: 202). Y para hacerlo, plantea una discusión que más tarde se volverá crucial en la caracterización de la lógica abductiva: la participación de los juicios perceptuales en el conocimiento, en virtud del grado de generalidad (universalidad) que comportan y la posibilidad de ser comprobados. De esta reflexión surge la necesidad de identificar los tres tipos de argumentos, abducción, inducción y deducción, que en una primera aproximación define en los siguientes términos: La deducción es el único razonamiento necesario. Es el razonamiento de la matemática. Parte de una hipótesis, cuya verdad o falsedad nada tiene que ver con el razonamiento; y, desde luego, sus conclusiones son igualmente


241 ideales. […] La inducción es la comprobación experimental de una teoría. La justificación de ella radica en que, aun cuando la conclusión en cualquier etapa de la investigación pueda ser más o menos errónea, sin embargo la aplicación ulterior del mismo método debe corregir el error. Lo único que consigue la inducción es determinar el valor de una cantidad. Comienza con una teoría y mide el grado de concordancia de esa teoría con los hechos. Jamás puede originar una idea. Como tampoco puede hacerlo la deducción. Todas las ideas de la ciencia advienen a ésta por el camino de la abducción. La abducción consiste en estudiar los hechos e inventar una teoría que los explique. Su única justificación estriba en que, si queremos entender las cosas, debe ser por esa vía (Peirce, 1998b: 205). En la sexta Conferencia continúa con estas reflexiones y las perfecciona, así como con lo dicho en un artículo de 1878 titulado ―Deducción, inducción e hipótesis‖, en el que sugería que la hipótesis era una variante del razonamiento inductivo, idea que corregirá al definir la abducción (hipótesis) como un tipo de inferencia claramente diferenciado de la inducción. Logra lo anterior al enfatizar el papel de la percepción en la adquisición del conocimiento y su relación con el razonamiento. Sostiene además que todo el elemento innovador de una teoría científica proviene de la abducción, una facultad humana no sujeta a autocontrol, pero gracias a la cual es posible ―adivinar los caminos de la naturaleza‖. Esto le sirve de argumento para afirmar que percepción y abducción se funden y producen una misma lógica, que es la que el pragmatismo postula. También en esta sexta Conferencia precisa la inseparable relación de los tres tipos de razonamiento en todo proceso de indagación: la abducción inicia el


242 proceso indagatorio al descubrir una regularidad inesperada y ser sorprendida por ella, de donde se formula una predicción, es decir, sugiere que algo puede ser. La deducción

extrae

sus

consecuencias,

que

finalmente

son

verificadas

experimentalmente mediante inducción; la deducción señala lo que tiene que ser y la inducción muestra su operatividad. Aboga por que sea reconocido el tipo de discernimiento (insight) propio de la abducción: una capacidad para descubrir la terceridad, ―los elementos generales de la naturaleza, no lo bastante fuerte como para estar con más frecuencia acertado que equivocado, pero lo suficiente como para no estar abrumadoramente con más frecuencia equivocado que acertado‖ (Peirce, 1998b: 217). La identifica como un modo peculiar de discernir, ya que involucra la misma clase de operaciones de los juicios perceptivos; pese a los errores en los que pueda incurrir, la compara también con el instinto animal, en vista de que nos orienta hacia la localización de hechos que, incluso estando más allá de nuestros sentidos y de la razón, podemos adivinar que tienen una cierta regularidad. La séptima Conferencia, no programada originalmente pero agregada para que Peirce ampliara sus consideraciones acerca de la relación entre pragmatismo y abducción, la construye haciendo explícitas las tres proposiciones sugeridas en la conclusión de la sexta Conferencia. Llamó cotarias a estas proposiciones, debido a que aguzarían y darían filo al pragmatismo: (1) nada está en el intelecto que no esté primero en los sentidos, y aquí aclara su noción de intelecto (―el significado de cualquier representación en cualquier tipo de cognición, virtual, simbólica o comoquiera que sea‖) e insiste (refutando a los nominalistas) en que no se refiere a una idea en el sentido psicológico, sino a un intellectus, un significado; (2) los


243 juicios perceptuales contienen elementos generales, por lo que de ellos se deducen proposiciones universales, y (3) la inferencia abductiva se funde en el juicio perceptual sin ninguna línea nítida de demarcación entre ellos, puesto que la sugerencia abductiva llega como un relámpago, como un insight que fulgura: en la sugerencia abductiva juntamos lo que nunca soñamos unir. De esta afirmación Peirce desprende otra de mayor envergadura: ―toda forma general de agrupar conceptos viene dada en la percepción‖. De ahí que dedique buena parte de la Conferencia a argumentar dicha afirmación y a mostrar cómo opera la prueba de la inconcebibilidad, una de las más polémicas, pero que propone como único medio para distinguir entre abducción y juicio perceptual. Según Apel (1995: 164), el esfuerzo de Peirce al introducir estas proposiciones cotarias está dirigido a responder cómo la información proveniente de una parte incontrolada de la mente se convierte en una argumentación lógica, es decir, cómo es posible el conocimiento que procede de la experiencia. Kant había respondido a esta pregunta con la noción de síntesis; él responderá con la inferencia abductiva. En otras palabras, mientras que para Kant la síntesis es la operación clave que posibilita todo conocimiento, Peirce hace descansar esta operación en la inferencia abductiva, pues ella misma es sintética y creadora: potencia productiva y productora de posibilidades. En este sentido, la abducción se convierte en una lógica de la experiencia, ―una lógica por la cual se introducen nuevas ideas a la argumentación‖ (Apel, 1995: 171). Si para Peirce el pragmatismo no es otra cosa que la entera lógica de la abducción, se comprende su necesidad de plantear las siguientes interrogantes:


244 ¿Qué es una buena abducción? ¿Qué debe ser una hipótesis explicativa para merecer el título de hipótesis? Desde luego, ha de explicar los hechos. ¿Pero qué otras condiciones ha de satisfacer para ser buena? La cuestión de la bondad de una cosa estriba en saber si esa cosa cumple su fin. ¿Cuál es, pues, el fin de una hipótesis explicativa? (1998b: 235). Responde que el fin de toda hipótesis es ser sometida a la prueba del experimento, con el propósito de evitar sorpresas futuras y establecer un hábito del que se puedan esperar resultados positivos. De ahí la importancia de elaborar hipótesis ―buenas‖, susceptibles de verificación experimental.17 Una vez asentado que la lógica de la abducción sustenta el pragmatismo, Peirce confirma los dos servicios que éste debe prestar: desembarazarnos de las ideas oscuras y ayudarnos a hacer claras las ideas difíciles de aprehender, para lo cual es necesario adoptar una actitud satisfactoria hacia el elemento de terceridad, lo que a su vez supone aceptar que ésta puede ser directamente percibida y sometida a comprobación. Dicho asentimiento implica que los pensamientos plenamente controlables sólo componen una pequeña fracción de la mente y que la ―mente instintiva‖, gracias a la cual el hombre construye la vida, es la predominante, lo que sugiere que todo proceso de indagación debe abrirse al horizonte de lo inaprensible, ―a la dinámica azarosa de la experiencia, a la conjetura, a la irrupción de lo incalculable‖ (Mier, 2004). Aquí es donde el pragmatismo asume perfiles tan singulares, pues como afirma Peirce, es ―en la acción donde la energía lógica retorna a las partes incontroladas e incriticables de

17

Algunos comentaristas de Peirce ven en esta afirmación una clara prefiguración del falsacionismo de Popper.


245 la mente‖ (1998b: 241). Es decir, el estudio de las acciones, de los hábitos, de las significaciones, puede develar los secretos de la construcción humana de la vida. Peirce cierra el ciclo de Conferencias con su famoso dictum, en el que confirma la fuerza de la percepción en el conocimiento y el indisoluble vínculo entre lógica y ética: Los elementos de todo concepto entran en el pensamiento lógico por la puerta de la percepción y salen por la puerta de la acción deliberada, y todo aquello que no pueda mostrar su pasaporte en ambas puertas ha de ser detenido como no autorizado por la razón (1998b: 241). Este recorrido por las siete Conferencias de Harvard muestra uno de los esfuerzos más sistemáticos de Peirce por hacer comprensible su pragmatismo (que constituye, a la vez que una propuesta de radical transformación de la perspectiva filosófica, una de las revisiones críticas más agudas de la filosofía contemporánea) y deja entrever la fuerza revolucionaria de su pensamiento. A lo largo de las Conferencias destaca, en primer término, una actitud anticartesiana cuya fuerza desemboca en un replanteamiento radical del modo de comprender el conocimiento, que involucra a todos los niveles del conocimiento: desde

el

nivel

perceptivo,

que

supone

una

revolución

fenomenológica

(faneroscópica), hasta el proceso de pensamiento que apunta a un alto nivel de autorreflexividad

y

autocontrol.

Recordemos

que

Peirce,

en

―Algunas

consecuencias de cuatro incapacidades‖ (1868), había planteado una perspicaz crítica al programa filosófico encabezado por Descartes, en el que la duda universal constituye el eje de la emancipación del yo pensante. Cuestiona el escepticismo inicial al que invita Descartes y lo califica de mero autoengaño, pues


246 para poner en duda lo que se cree, los prejuicios, es necesario someterlo al escrutinio y dar con razones positivas que fundamenten la duda. No basta con seguir una máxima para despojarnos de nuestras creencias; es preciso formular una duda auténtica, surgida de problemas reales. De ahí que su perspectiva transforme la relación entre conocimiento y realidad e impacte en la concepción de la verdad. Para Peirce la verdad no expresa una mera representación cognitiva de la realidad, sino que supone primordialmente un incremento de nuestro poder para actuar en el entorno, pero no en cualquier sentido. La acción surgida de una postura pragmatista es una acción inteligente (argumentada lógicamente), deliberada y orientada por fines admirables. El pragmatista debe reconocer que la verdad no corresponde a aquella creencia que restringe toda acción y significación a un orden de convenciones fijo e inamovible; por el contrario, debe asumir que la verdad es siempre provisional, pues entraña un proceso abierto a la dinámica de la experiencia, a la fuerza del azar y de la incertidumbre, lo que obliga a su permanente contrastación y reconstrucción. De este modo, mediante su pragmatismo Peirce introduce una condición de potencialidad, de probabilidad, al conocimiento que abre la puerta a la comprensión ―del cambio, la incertidumbre, la duda, la potencia de invención, el falibilismo: esto dio lugar a esa particular inflexión doctrinaria del pragmatismo que Peirce llamó el tychismo edificada sobre la primacía de la probabilidad y el azar como dimensiones integradoras tanto del orden lógico como del normativo y de la realidad misma‖ (Mier, 2004). Un segundo aspecto sobresaliente en estas Conferencias es su rigor argumentativo en la defensa de las categorías (primeridad, segundidad y


247 terceridad) con las que muy joven, Peirce había emprendido la descomunal tarea de reformular la perspectiva kantiana del conocimiento. En dicha argumentación, la realidad de las tres categorías, negada por la mayoría de las corrientes filosóficas existentes en su tiempo, ―apunta a una transfiguración simultáneamente de las matemáticas, la lógica, la concepción del conocimiento y de la significación, a partir de la incorporación, aún incipiente, de una categorización semiótica de los procesos cognitivos‖ (Mier, 2004). De esta categorización destaca la reflexión sobre la primeridad que, sostenida en una teoría de la percepción, constituye una clave fundamental para comprender su teoría de los signos. En dicha teoría, Peirce ―pondrá un acento singular en la noción de calidad, de singularidad, de potencia como modo ontológico fundamental en la estructura relacional de la lógica: la referencia peirceana al juicio perceptivo traza consecuentemente un vínculo directo entre una teoría lógica, una reflexión sobre el lenguaje, una teoría de la percepción y una concepción no psicológica del conocimiento‖ (Mier, 2004). Y al hacerlo configura una visión semiótica de la percepción, en la que se cancela toda posible concepción de un significado inmediato de lo percibido. Cabe subrayar entonces que la inflexión de Peirce en los procesos de indagación, además de sustentarlos en una perspectiva fenomenológica, propone, como Mier afirma, una faceta peculiar del trabajo de reflexión en cuyo vértice conceptual está la semiosis. Las Conferencias también revelan los perfiles singulares de la noción de significación peirceana, que entraña un reconocimiento intensivo de las calidades diferenciales de este o aquel hábito, de esta o aquella acción, vinculado siempre a la identificación del propósito orientador del hábito o acción sometida a escrutinio.


248 Pero tal vez la relevancia mayor se encuentre en el reparo del carácter azaroso, inestable, de continua transformación, de variabilidad, al que responde toda significación. Peirce advierte que el carácter predominante de la significación no es la estabilidad y la fijeza, por el contrario, lo es su calidad potencial, su realización virtual, su despliegue abierto a la posibilidad. La significación a la que hace referencia el pragmatista ―emerge de una síntesis abierta de una ‗experimentación mental‘, de un espectro de las potencias concebibles de la acción asociadas al campo lógico‖ (Mier, 2004). Las últimas reflexiones de Peirce sobre el pragmatismo aparecen en una serie de tres textos publicados en The Monist. En el primero de ellos, ―Qué es el pragmatismo‖, anuncia el nacimiento del pragmaticismo y que, después de haber analizado las diferentes versiones que se han desarrollado del pragmatismo, la suya original tiene algunas ventajas, por constituir una versión más unitaria y compacta, al tiempo que conecta con una prueba crítica de su verdad. Los dos textos siguientes, ―La base del pragmaticismo en la ‗faneroscopia‘‖ y ―Temas del pragmaticismo‖, plantean aplicaciones y pruebas de que lo dicho puede considerarse verdadero. Para definir el pragmaticismo insiste, como lo hizo en la primera enunciación del pragmatismo en 1877, en la necesidad del esclarecimiento de la duda, en tanto que estado mental con el que se inicia toda indagación. Pero observa que dicho estado no puede surgir del vacío o la ignorancia; requiere ―una masa inmensa de conocimiento ya formada‖: la duda surge, en el proceso de conocer, ante ciertos datos sorprendentes que ponen en crisis las ideas previas sobre el fenómeno en cuestión.


249 Por otro lado, subraya que las creencias son hábitos en su mayor parte inconscientes, los cuales sólo pueden ser interrumpidos por la fuerza de la duda; de ahí que la aspiración del pragmatista sea lograr un mayor grado de autocontrol de sus hábitos y, por ende, de sus acciones futuras: el tema del control trasciende el presente y se perfila hacia el porvenir. También insiste en que las conductas autocontroladas favorecen la autocrítica, y por ello su convicción de que el pragmatismo, como método para pensar, apunte al desarrollo de conductas autocontroladas en un sentido lógico, es decir, argumentativo, y a su vez no son más que un reflejo del autocontrol ético, es decir, deliberado. Dice Peirce: Auto-control parece ser la capacidad para erigirse a la altura de una visión amplia de un tema [subject] práctico en lugar de considerar sólo la urgencia temporal. Esta es la única libertad de la cual el hombre tiene alguna razón para estar orgulloso (1998a: 72). El pragmatismo apunta al desarrollo del autocontrol, la reflexividad y la crítica, procesos dirigidos a lograr una mayor inteligibilidad del mundo, pero también a gozar de una vida plena, libre y autónoma. Por ello podemos afirmar que el pragmatismo debería constituirse en uno de los orientadores cardinales de toda reflexión educativa. b) El potencial educativo del pensamiento de Peirce Aunque no es exhaustiva, esta revisión pretende extraer del pragmatismo algunas consideraciones de valor para la educación, además de las ya mencionadas: el autocontrol, la reflexividad y la crítica.


250 Una primera consideración que destaca en el pensamiento de Peirce es su insistencia en que el proceso de pensar es un proceso lógico, que se construye básicamente a partir de inferencias. Según Peirce, la capacidad humana de inferir no es un don natural sino un ―arte prolongado y difícil‖ (1998a: 110) que se desarrolla con el perfeccionamiento del razonamiento apoyado en una formación lógica. ―El objeto de razonar –afirma Peirce– es averiguar algo que no conocemos a partir de lo que ya conocemos. Consecuentemente, razonar es bueno si da lugar a una conclusión verdadera a partir

de

premisas

verdaderas,

y

no

a

otra

cosa‖

(1998a:

111).

Desafortunadamente, la educación, el medio ambiente social, familiar y escolar, cuya influencia es crucial en la formación de nuestros hábitos mentales, desembocan con frecuencia en una tendencia hacia el pensamiento falaz. De ahí la importancia de desarrollar el hábito mental que nos conduzca a inferencias verdaderas, que según Peirce supone una fórmula que llama principio directriz. Esta fórmula puede expresarse en una proposición cuya verdad depende de la validez de las inferencias que determina el hábito o creencias. En otras palabras, un principio directriz es aquella conclusión obtenida de cierto tipo de premisas que afectan a un fenómeno en particular, y posee validez si es aplicable a todo fenómeno con las mismas características de aquél del que se obtuvo la conclusión. Para comprender cómo se genera este tipo de inferencia, Peirce propone analizar los dos estados mentales que la preceden: la duda y la creencia. Es común pensar que la diferencia entre creencia y duda es el uso que hacemos de ellas cuando pensamos; ello, debido a que por medio de la primera realizamos juicios y la


251 segunda nos sirve para interrogar al mundo. Sin embargo, Peirce subraya que la diferencia es más bien de orden práctico: ―nuestras creencias guían nuestros deseos y conforman nuestras acciones‖ (1998a: 114); en cambio, la duda detiene la acción: permite la reflexión. Otra diferencia significativa corresponde al arraigo de una y otra en la conciencia: cuando el sentimiento de creer se enraíza en nuestra conciencia ese hábito orientará nuestras acciones; en cambio, la duda no tiene tal efecto. Una tercera diferencia se refiere a las características de cada estado mental. La creencia produce un estado de tranquilidad y satisfacción que deseamos mantener; en cambio, la duda genera un estado de inquietud e insatisfacción del cual deseamos liberarnos, lo que nos impulsa a buscar una creencia. Tal vez esta última diferencia sea la que mayor impacto tenga en la formación de nuestros hábitos mentales, pues si la duda genera un estado de irritación, es comprensible el impulso de la mente para alcanzar la tranquilidad, la creencia. Y precisamente a este impulso a moverse de la irritación a la tranquilidad Peirce lo denomina indagación. Empero, subraya, no toda indagación culmina en inferencias verdaderas. La indagación

puede

ser

superficial

si

su

objetivo

apunta

únicamente

al

apaciguamiento de la irritación, pues existe el peligro de aceptar proposiciones que se piensan y aceptan como verdaderas, sin someterlas a un proceso demostrativo. Es decir, no basta con expresar una interrogación para que el espíritu humano luche contra la creencia; es preciso someter nuestras interrogantes a un riguroso estudio. Pero también, al momento de transitar por dicho proceso, es preciso cuidar que no se admitan como incuestionables las premisas en las que se funda la demostración. De ahí que también las premisas


252 deban ser liberadas de toda duda actual. Esta mención tendría que prevenir a los maestros de una falsa actitud de pregunta, pues se trata de promover que los estudiantes formulen dudas auténticas, orientadoras de la indagación, y no interrogantes referidas al sentido común, o como diría Peirce, a la ignorancia sobre algún tema. Hasta aquí, Peirce ha mostrado el trayecto que sigue la mente cuando se enfrenta a la duda, de la cual surge el estímulo para iniciar un proceso de indagación. Sin embargo, como él mismo afirma, no basta con plantear interrogantes para que la mente encuentre impulso suficiente y continúe persiguiendo la verdad. Será en el proceso de someter toda conclusión a un riguroso proceso de verificación, cuando la mente encuentre nuevamente fuerza para no conformarse y quedarse en el estado de creencia. Estas afirmaciones bien pueden constituir un llamado a los profesores a no contentarse con despertar la curiosidad de los estudiantes, sino encauzarla hacia una secuencia ordenada que conduzca a conclusiones, cuya fuerza intelectual sirva de detonador para perseverar en el proceso de indagación. Es decir, el proceso educativo debería orientar no hacia la búsqueda de una verdad inamovible y dogmática, sino hacia la construcción de horizontes de verdad en que los seres humanos reconozcan e incorporen críticamente los cambios que se producen en un mundo en continuo movimiento. Ello exige que nuestros hábitos mentales respondan dinámicamente ante un mundo también en continuo movimiento. Ahora bien, como dijimos antes, en su artículo ―Cómo esclarecer las ideas‖ Peirce abunda en el papel de la lógica para hacer que nuestras ideas sean claras y distinguibles unas de otras. Al respecto señala:


253 La auténtica primera lección que tenemos derecho a pedir que nos enseñe la lógica es la de cómo esclarecer nuestras ideas. Es una de las más importantes, sólo despreciada por aquellas mentes que más la necesitan. Saber lo que pensamos, dominar nuestra propia significación, es lo que constituye el fundamento sólido de todo pensamiento grande e importante. Lo aprenden mucho más fácilmente los de ideas parcas y limitadas; siendo éstos mucho más felices que los que inútilmente se regodean en una suntuosa ciénaga de conceptos (1998a: 126). En este párrafo, además de referirse a la importancia de un pensamiento ordenado y sustentado sólidamente, subraya el valor de la comprensión y apropiación del conocimiento, por encima de su mera acumulación. Insiste en que conviene más ―tener pocas ideas pero claras, que muchas y confusas‖ (Peirce, 1998a: 127). Al describir el método que permite esclarecer las ideas, Peirce enfatiza la necesidad de tomar en cuenta que en la conciencia siempre existen dos tipos de objeto: aquellos de los que somos inmediatamente conscientes y aquellos de los que lo somos mediatamente […]. Algunos elementos (las sensaciones) están completamente presentes en cada instante en tanto duran, mientras que otros (como el pensamiento) son acciones que tienen principio, mitad y fin, y que consisten en una congruencia en la sucesión de las sensaciones que fluyen por la mente. No pueden sernos presentes de modo inmediato, sino que tienen que abarcar una cierta parte del pasado o del futuro. El


254 pensamiento es un hilo melódico que recorre la sucesión de nuestras sensaciones (1998a: 128). Peirce defiende un distanciamiento de las sensaciones inmediatas por medio de una reflexión mediata, pues de ello depende la posibilidad de distinguir más tarde sensaciones que en una primera aproximación parecen pertenecer a diferentes creencias, pero que después de someterlas a una cuidadosa reflexión, puede notarse que pertenecen a la misma creencia y muestran variantes en sus cualidades. Además, constituye una primera aproximación a su posterior distinción entre objeto inmediato y objeto dinámico. Un tercer momento en el esclarecimiento de las ideas es la posibilidad de distinguir las creencias en relación con los modos de acción a que dan lugar. En otras palabras, Peirce asevera que toda distinción posible del pensamiento, de la significación, no consiste más que en una posible diferencia de la práctica. Esta afirmación, que constituye la máxima pragmática, le da pie para caracterizar las propiedades de la creencia: ―primero, es algo de lo que nos percatamos; segundo, apacigua la irritación de la duda, y tercero, involucra el asentamiento de una regla de acción en nuestra naturaleza, o dicho brevemente, de un hábito. Al apaciguar la irritación de la duda, que es el motivo del pensar, el pensamiento se relaja, reposando por un momento, una vez alcanzada la creencia‖ (Peirce, 1998a: 129). No obstante, como la creencia es regla de acción, ―cuya aplicación implica más duda y más pensamiento, a la vez que constituye un lugar de parada es también un lugar de partida para el pensamiento‖ (1998a: 129). Muestra así, también, el proceso que seguirá la semiosis infinita, ese flujo continuo de los pensamientos que por efecto de la vida, del azar, puede en algún momento


255 encontrarse con alguna idea que perturbe la continuidad del hábito, que transfigurado apuntará a una nueva regla de acción. En este artículo Peirce sólo enfatiza la necesidad de lograr que nuestras ideas sean claras, en lo que no va de suyo que sean verdaderas. Entonces, ¿cómo lograr que nuestros razonamientos además de claros sean verdaderos? Esta interrogante lo acompañará a lo largo de su trabajo, pues como ya se ha dicho, el concepto de verdad que ha propuesto no constituye un punto de llegada, sino la construcción de un horizonte que favorezca el desarrollo de un interminable proceso de semiosis, donde ocurre una peculiar articulación entre los tres modos de la inferencia, la inducción, la deducción y la abducción, a partir de la cual se llega a conclusiones que nunca serán definitivas, sino que deberán permanecer en continuo proceso de verificación. Es muy probable que Dewey se inspirara en estos artículos para desarrollar su texto, ahora un clásico de la educación, Cómo pensamos. Nueva exposición de la relación entre pensamiento reflexivo y proceso educativo, en el cual propone algunas estrategias para lograr que los individuos formen su pensamiento, en un mejor sentido que la mera acción de ver transcurrir los pensamientos sin una ilación determinada: desarrollar el hábito de pensar reflexivamente, lo que para Dewey constituye la base de todo posible desarrollo de una inteligencia que no se somete a los avatares de la masa, sino que apunta a la posible autodeterminación y libre elección: autonomía. En ese mismo trabajo, Dewey justifica por qué el pensamiento debe ser un objetivo prioritario en la educación: 1) porque posibilita la acción con un objetivo consciente, 2) porque posibilita las preparaciones sistemáticas y los inventos, y 3)


256 porque enriquece las cosas con los significados. Un objeto es más que una simple cosa: es una cosa con una significación definida. Las dos primeras razones, por su índole práctica, dan un mayor poder de control. La tercera abre el mundo a posibilidades ilimitadas de crear nuevos significados, nuevos mundos. Sin embargo, plantea que la educación del pensamiento no se consigue sólo reconociendo las mejores formas de pensar; es indispensable que su formación esté animada por ciertas actitudes favorables: a) mentalidad abierta: carencia de prejuicios, de partidismo o cualquier hábito que limite o impida considerar nuevos problemas; b) entusiasmo: cuando alguien se interesa vigorosamente en algo se lanza a ello de todo corazón. No hay mayor enemigo del pensamiento eficaz que el interés dividido. El entusiasmo opera como una fuerza intelectual; c) responsabilidad: ser intelectualmente responsable quiere decir sopesar las consecuencias de un paso proyectado. La responsabilidad intelectual asegura la integridad, la coherencia y la armonía en las creencias. A las anteriores actitudes destacadas por Dewey, conviene agregar un aspecto que Peirce considera fundamental para la formación del pensamiento científico: un deseo activo de aprender lo verdadero, que servirá de acicate para vencer las dificultades. ―Si realmente [los estudiantes] quieren conocer la verdad, por muy sinuoso que sea el camino, tendrán la seguridad de ser conducidos por el camino de la verdad, al fin. No importa lo erróneas que sean sus ideas sobre el método al principio, se verán forzados a la larga a corregirlas, con tal de que su actividad esté movida por ese deseo sincero‖ (Peirce, 1998b: 47). Pero este deseo de aprender entraña un sentimiento de insatisfacción con el estado actual de opinión, la irritación, la duda, que como hemos visto, es el motor


257 de la indagación. Así, duda y deseo de aprender son procesos inseparables entre sí; uno impulsa a la indagación y el otro sostiene la mente interesada en el proceso hasta que llega a su culminación. Peirce continúa con una recriminación a las universidades y los métodos empleados por sus profesores. Reconoce que quien enseña debe enfrentar una circunstancia paradójica: por un lado, estar imbuido de la importancia vital de lo que enseña y, por el otro, estar penetrado de un sentido de insatisfacción ante su condición actual de conocimiento, actitudes difíciles de conciliar. Por ello, aclara que el hombre que piensa que lo sabe todo no puede despertar en nadie la necesidad de aprender, pues únicamente un sentido pleno de que se es ‗miserablemente ignorante‘ puede instigarnos en el arduo camino de aprender. Después enumera cuatro errores que con frecuencia se cometen y pueden cerrar el camino de la investigación: 1) la afirmación absoluta, pues es una antigua verdad de la ciencia que no podemos estar seguros de nada; 2) sostener que algo no puede ser conocido; 3) defender que algún elemento de la ciencia es básico por encima e independientemente de algo más; 4) creer que esta o aquella ley o verdad ha alcanzado su formulación última y perfecta. Concluye esta reflexión afirmando que ―no sólo está nuestro conocimiento limitado en su alcance de este modo, sino que es incluso más importante que nosotros deberíamos darnos cuenta plenamente de que lo absolutamente mejor de lo que, humanamente hablando, conocemos, [lo conocemos] sólo de una manera incierta e inexacta‖ (Peirce, 1998b: 51). En la segunda parte de Cómo pensamos, Dewey aborda los principios lógicos del pensamiento como orientadores de todo proceso de indagación. No obstante su


258 valor, Dewey limita los procesos inferenciales a los dos más conocidos: deducción e inducción y deja de lado uno de las aportaciones más fructíferas de Peirce: la abducción. Como habíamos señalado, para Peirce la forma de argumentación que amplía nuestro saber es la abducción, pues es la regla a partir de la cual introducimos nuevas hipótesis. Tanto en la deducción como en la inducción, la mente está dominada por el hábito y apunta a la repetición, mientras que la abducción se dirige a la creatividad y al descubrimiento. De ahí que para este filósofo, sólo se avanza en el proceso de conocimiento si se desarrolla el pensamiento abductivo. Es decir, para que se produzca el conocimiento es necesario inventar las pistas y hacerlas significativas, apostar a nuevas formas de significación. Resumiendo, para Peirce el proceso de conocimiento hace referencia a procesos inferenciales, es decir, a argumentaciones, que pueden seguir formas habituales o creativas y en las que la experiencia desempeña un papel cardinal, porque es la fuerza perturbadora que permite la conexión de ideas habituales con otras distantes. En este sentido, todo proceso educativo que pretenda educar la mente y el pensamiento más que en formas estables de pensar debe enfatizar la abducción, lo que exige considerar la formación como un proceso estético, ético y lógico simultáneamente. Una segunda consideración proviene del valor que Peirce le da a la experiencia, al afirmar que no es la única y verdadera maestra. Para Peirce la experiencia es una compulsión, algo que irrumpe violentamente en nuestro mundo y exige una respuesta; está dada por la fuerza de afección de los objetos y obliga a romper con los hábitos: la compulsión entraña un ―hacer negativo‖ (Mier, 2001c) que


259 disloca la vida interior del sujeto y lo saca de la reiteración. Los hábitos son recursos de control que hacen inteligible el entorno, conjuran la incertidumbre, delinean certezas en un intento por cancelar el azar y cerrar la irrupción de lo inesperado. Sin embargo, la vida inevitablemente se hace presente: hay experiencias que quiebran los hábitos, que desbordan los modos acostumbrados de significación y obligan a simbolizar de un modo distinto los actos. La vida transita sobre catástrofes de significación, afirma Mier, y la experiencia es una de esas catástrofes, una transformación esencial del modo de comprender los actos. En este sentido, una experiencia apunta a la posibilidad de dar valoraciones diferenciadas a los sucesos de la vida: construir relieves en el mundo (Mier, 1999). Quizá esta visión de la experiencia obligue a repensar la educación y concebirla como un hacer negativo que invita a los sujetos a quebrantar sus hábitos y sus creencias y convertirse en seres que han desarrollado una mente escéptica y creadora. Visión que sin duda Dewey exploró insistentemente no sólo en el campo de la educación, sino en otros ámbitos de su interés: la experiencia estética, la experiencia en la naturaleza, entre otros. Consideramos que estas reflexiones, aunque incipientes, muestran la fuerza y potencial educativo del pensamiento de Peirce, el que sin duda será necesario seguir escudriñando. 3. Semiótica y pragmatismo como lógicas de la investigación En los apartados anteriores hemos insistido en que las aportaciones de Peirce han sido encasilladas en una semiótica y un pragmatismo (pragmaticismo) como ámbitos autónomos. Nosotros sostenemos, guiados por sus criterios y los de otros autores contemporáneos, que estos dos ámbitos deben verse como lógicas,


260 dimensión desde la cual es posible encontrar elementos metodológicos en Peirce. Se trata entonces de situar su reflexión como la posibilidad de instaurar conocimientos según una articulación de categorías en lo que llama semiosis. Para ello, es preciso reiterar cómo esta modalidad ontológica del proceso de semiosis, constituida en una secuencia temporal, una linealidad, en que la primeridad precede a la segundidad y ésta a la terceridad, actúa simultáneamente con otra determinación: ―aquella que establece la complejidad triádica, la ‗triangularidad‘ inherente al modelo tríadico, nunca susceptible de descomponerse analíticamente en díadas sino que interviene en su desplazamiento a lo largo de las tres calidades ontológicas de la semiosis‖ (Mier, 2001a). El proceso de semiosis tiene un primer momento o primeridad que es la sensación, pero ésta no es un objeto, aunque esté determinada por él: es un signo del objeto, un representamen. La sensación posee una calidad, es una construcción cognitiva cuya relación con el objeto es analógica. Ahora bien, los objetos del mundo no se aprehenden como datos primarios, sino que surgen de un trabajo de construcción, de una relación entre un representamen y un objeto. Éste es el segundo momento del proceso de semiosis o segundidad y constituye el efecto existencial de la significación. En este sentido, la experiencia no es más que ese efecto existencial. Sin embargo, las calidades y las existencias no pueden ser conscientes de la relación que establecen; se requiere una instancia tercera, un interpretante, que reconozca la estructura proposicional. Al experimentar el objeto, el interpretante es quien efectivamente puede predicar la cualidad de un objeto. La relación existencial entre este último y la cualidad tiene que ser significada por un tercero:


261 la relación es significativa si y sólo si se interpreta. En este tercer momento o terceridad ocurre propiamente la significación. No es ocioso insistir en que para Peirce la semiosis supone tres instancias inseparables, por lo que un objeto o una cualidad no tienen sentido por sí solos; tampoco la mera proposición logra significación, aunque plantee una relación existencial. Para que el efecto significativo emerja es necesaria una instancia interpretante (una conciencia, una mente, etc.) que incorpore esta afirmación en una categoría general y le atribuya una pauta regular, reiterativa, que es la dimensión convencional de la significación. Sólo hay significación cuando se pasa del hecho existente a la construcción de categorías convencionales. Resumamos: a partir de este complejo tríadico, que no puede segmentarse, ni aislarse en pares, ni comprenderse a partir de entidades separadas, pues sólo la articulación de los tres elementos produce el efecto de significación, Peirce identifica las calidades ontológicas del signo, compuesto por tres correlatos o categorías. El primero o representamen implica el reconocimiento del signo. Sabemos que un objeto es un signo porque remite a un objeto distinto de sí mismo; la condición gramatical del signo permite reconocerlo, pues lo primero que aprehendemos es la fuerza de una relación argumental. De ahí que la relación analógica remita a una gramática. El segundo u objeto supone la referencialidad o relación lógico-existencial; aquí Peirce se pregunta por el modo en que el signo remite a su objeto, lo que se relaciona con la posibilidad de reconocer el rasgo por el cual un representamen entra en relación con un objeto, relación que puede ser ajena a este último. Y el tercero o interpretante es la categoría que sintetiza el proceso; el interpretante demarca y hace explícita la correlación entre


262 representamen y objeto, lo que pone en marcha el proceso de la significación del signo (Merrell, 2001). Y esta relación convencional remite a un objeto. De acuerdo con este proceso, para Peirce la significación supone un representamen que remite a un objeto para un interpretante. La descripción de esta compleja dinámica en la que se articulan, por un lado, una serie lineal y, por otro, un complejo tríadico, le permite a Peirce proponer su tabla de signos, en la que cada fila corresponde a las calidades ontológicas del signo. Así encontramos tres modos de ser de la primeridad: una inmediata o virtual, una existencial y una convencional, habitual. Tres modos de existir de la segundidad, tres maneras en que el representamen o signo remite a su objeto: analógica, indicial y simbólica. Y tres modos de ser de la terceridad, de la convencionalidad, en los que las proposiciones muestran modos diferenciados y diferenciales de encadenamiento, de donde Peirce distingue entre inducción, deducción y abducción como las modalidades de encadenamiento proposicional. A los modos de ser de la primeridad los denomina cualisigno (una cualidad que es un signo), sinsigno (un signo que es una relación) y legisigno (un signo que es una ley, una norma, una convención). A los modos de ser de la segundidad los llama icono (una relación representamen-objeto en la que rige una analogía que no se relaciona necesariamente con la semejanza perceptual, sino que puede ser abstracta), índice (una relación representamen-objeto que se produce en el aquí y ahora)

y

símbolo

(relación

representamen-objeto

marcada

por

la

convencionalidad). A los modos de ser de la terceridad los designa rema (una entidad argumentativa meramente potencial, no un argumento en sí mismo, sino una interpretación de algo como potencia), dicente (una interpretación relacional,


263 que comprende la relación entre el signo A y el signo B como pertinente en el sentido de significativo) y argumento (la posibilidad de comprender algo como verdadero en su relación con otros argumentos; supone una secuencia argumentativa y es la única manera de construir conocimiento, puesto que no hay conocimiento sin argumentación). La tabla de signos es la siguiente. 1

2

3

Primeridad

Segundidad

Terceridad

1.1

2.1

3.1

REPRESENTAME Cualisigno

Sinsigno

Legisigno

N-SIGNO

Una relación.

Una ley, norma o

1

Cualidad virtual.

convención. El signo en sí mismo.

2

1.2.

2.2.

3.2.

REPRESENTAME Icono

Índice

Símbolo

N-OBJETO

Existencia aquí y

Convencionalidad.

Analogía.

ahora. Relación del signo con el objeto.


264 3

1.3.

2.3.

3.3.

Dicente

Argumento

Entidad

Interpretación

Posibilidad de

El signo

argumentativa

relacional A-B

comprender algo

proyectado en la

potencial

(Proposición).

como verdadero.

mente del que lo

(término).

INTERPRETANTE Rema

ve.

Esta tabla, que muchos han interpretado como una clasificación, sugiere el modo en que ideas más simples se convierten en ideas más complejas. Cada una de las celdas sólo tiene valor en la medida en que se relaciona linealmente con las otras. Es decir, no existen signos cualisignícos, signos icónicos, signos argumentativos, etc. Lo que se deriva de aquí es una relación tríadica entre categorías; mejor aún, relaciones categoriales, a partir de las cuales Peirce encuentra diez clases de signos: 1. Cualisigno-icónico-remático (1-1-1). El ejemplo clásico de Peirce es el de una sensación ‗rojo‘: una cualidad que remite a un objeto a partir de la analogía y deriva en una interpretación potencial. 2. Sinsigno-icónico-remático (2-1-1): un signo que aparece existencialmente como tal, cuya relación con el objeto es analógica y deriva en una interpretación potencial. El ejemplo de Peirce es un diagrama.


265 3. Sinsigno-indicial-remático (2-2-1): un signo que aparece existencialmente como tal, cuya relación con el objeto se produce en el aquí y ahora y deriva en una interpretación potencial. El ejemplo de Peirce es un grito espontáneo. 4. Sinsigno-indicial-dicente (2-2-2): un signo que aparece existencialmente como tal, cuya relación con el objeto se produce en el aquí y ahora, pero que deriva en una interpretación de un hecho existente. El ejemplo de Peirce: una veleta. 5. Legisigno-icónico-remático (3-1-1): un signo que aparece como una convención, cuya relación con el objeto es analógica y que deriva en una interpretación potencial. El ejemplo de Peirce: un diagrama que prescinde de su individualidad. 6. Legisigno-indicial-remático (3-2-1): un signo que aparece como una convención, cuya relación con el objeto es existencial y que deriva en una interpretación potencial. El ejemplo de Peirce: un pronombre demostrativo. 7. Legisigno-indicial-dicente (3-2-2): un signo que aparece como una convención, cuya relación con el objeto es existencial y que deriva en una interpretación de un hecho existente (un grito en la calle). 8. Legisigno-simbólico-remático (3-3-1): un signo que aparece como una convención, cuya relación con el objeto es convencional y que deriva en una interpretación potencial. El ejemplo de Peirce: una expresión o término común. 9. Legisigno-simbólico-dicente (3-3-2): un signo que aparece como una convención, cuya relación con el objeto es convencional y que deriva en una interpretación de un hecho existente. El ejemplo de Peirce: una proposición. Pueden ser particulares o universales: Algún cisne es negro. Ningún cisne es negro.


266 10.

Legisigno-simbólico-argumento

(3-3-3):

un signo que

aparece como

convención, cuya relación es convencional y que deriva en una interpretación que es una norma, como una secuencia argumentativa del tipo S es M, M es P, luego S es P. Como sugiere Mier (2004), más que una clasificación de los signos esta tabla es una clasificación de los procesos de semiosis, que puede dotar de contenido a la noción de descripción densa. Esta noción de Geertz señala la necesidad, por un lado, de distinguir el fenómeno estudiado de otros fenómenos parecidos y, por otro, de plantear la multiplicidad de significaciones que puede tener. El ejemplo de Geertz es clarificador (1997: 20-21): entre un guiño y un tic la diferencia estriba no en la ejecución física del movimiento, sino en el sentido comunicativo del primero y el carácter involuntario del segundo. También se pueden identificar, entre otros, la manera peculiar en que se ejecuta la comunicación, su intención, a quién está dirigida, el tipo de mensaje y los códigos o patrones a los que responde. La tabla de signos peirceana permite precisar aún más detalles: la cualidad perceptual del fenómeno, como cualisigno, sinsigno o legisigno, según el momento en que sea captado, según el intérprete conocedor de la cultura o no, según su carácter real o imaginario, según su carácter indicador de otro signo o no, etc. Veamos el ejemplo típico del rojo, que puede ser reconocido en su mera cualidad de rojo con sus matices correspondientes, pero puede ser el indicador de algún lugar, según si se encuentra en un diagrama o bien en un símbolo de ese mismo lugar si la cultura así lo ha definido. Ello nos lleva inmediatamente a establecer su carácter icónico, indicial o simbólico. Pero también nos permite pensar en su


267 capacidad para vincularse en una proposición que sirva de hipótesis o en un argumento que intente explicar el fenómeno. Ésta es una presentación esquemática de las posibilidades que ofrece la tabla, pues si tomamos en cuenta que Peirce terminó identificando 66 clases de signos, aún faltarían muchos matices por realizar, que darían una gran variedad de calidades diferenciales al fenómeno. De ahí que la tabla pueda ser un instrumento privilegiado para la investigación etnográfica. Tampoco debemos descartar la posibilidad de que sirva de apoyo en análisis del discurso, pues como hemos dejado entrever, Peirce puede considerarse como uno de los precursores del giro lingüístico. Es decir, si los conceptos son palabras, éstas pueden y deben ser analizadas en su multiplicidad de sentidos con el fin de acotarlas al máximo y dar claridad al fenómeno estudiado. Sin embargo, la mayoría de los usos que se han hecho de la tabla con esta finalidad han cometido una traición básica: se le ha utilizado en un mero sentido clasificador, lo que además de ocioso, intenta estabilizar el fenómeno e impide atrapar su mutabilidad y transformaciones. Pese a estas posibilidades, es preciso insistir en que La visión de la semiótica [de Peirce] no es solamente una teoría descriptiva o interpretativa de los signos como objetos del mundo, ni tampoco encierra una teoría de las significaciones. Es un régimen de pensamiento que incorpora concepciones

del

conocimiento,

ética,

estética,

ontología,

verdad,

colectividad o acción, que hace pensable la articulación de la fenomenología con una teoría normativa y una metafísica, es decir, que compromete simultáneamente una concepción de lo real, del debería, de la potencialidad y del desarrollo del azar, una teoría particular del modo de la construcción de


268 las convicciones y de las certezas que se articula sobre la trama relacional lógica de las proposiciones (Mier, 2004). De ahí la importancia de no olvidar que una perspectiva metodológica está ligada a una perspectiva teórica, lo que en el caso de Peirce es un imperativo. Bibliografía Apel, Karl-Otto (1995) Charles S. Peirce. From Pragmatism to Pragmaticism, Humanities Press, Nueva Jersey. Dewey, John (1949) El arte como experiencia, Fondo de Cultura Económica, México. ––– (1967) Experiencia y educación, Losada, Buenos Aires. ––– (1968) La ciencia de la educación, Losada, Buenos Aires. ––– (1995) Democracia y educación, Morata, Madrid. ––– (1998) Cómo pensamos. Nueva exposición de la relación entre pensamiento reflexivo y proceso educativo, Paidós, Barcelona. ––– (2000) La miseria de la epistemología. Ensayos de pragmatismo, Biblioteca Nueva, Madrid. Esteban, José Miguel (2001) ―Procesos y procedimientos. Aspectos de lo normativo en el pensamiento de Peirce y en posteriores variantes‖, en Revista Razón y Palabra 21, febrero-abril, México. Geertz, Clifford (1997) La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona. Giddens, Anthony, et al. (2004) La teoría social hoy, Alianza, Madrid. Habermas, Jürgen (1990) Conocimiento e interés, Taurus, Madrid. Hook, Sydney (2000) John Dewey. Semblanza intelectual, Paidós, Buenos Aires. Kant, I. (1990) Crítica de la razón pura, Porrúa, México.


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272

La gramática de la experiencia y las formas del imaginario intencional (Sobre las razones del quale peirceano y la estructuración de la semiosis en términos de los procesos poiéticos1 de la pintura) Roberto Fajardo Universidad de Panamá

La operación que genera, que le da vida a aquello que llamamos pintura es el producto o se fundamenta sobre un cúmulo de tentativas y encuentros con procesos de la experiencia y del conocimiento, como tal, el pintor en la medida de su crecimiento desarrolla o posee. Si fuera posible identificar un elemento básico del lenguaje visual que el pintor crea, como unidad mínima o como parte de una configuración que provee sentido a la superficie de la tela, éste, al contrario de lo que generalmente se cree, no será


273 definido a partir de su naturaleza física y habrá de buscarse en el ámbito de lo imaginario y de las relaciones culturales que el contexto del artista le provee, como sentido, como significado, por lo cual sería necesario considerarlo en su condición de signo. En este sentido, las operaciones lógicas que se puedan dar sobre el conocimiento adquirido y las prácticas desarrolladas, paradójicamente –desde la perspectiva del artista– sustentan nuevas posibilidades para el acto de creación. Hablar en una especie de gramática aplicada al hacer particular del pintor, que pueda mostrar la evolución de sus formas y las configuraciones específicas de los modos, sentidos y recursos, (ya sean de naturaleza intuitiva o no, o convencionados por el artista como posibilidades de expresión, o articuladores del sentido) es referirse a una semiótica del sentido instaurada por el acto de pintar. Evidentemente tal consideración, a su vez, implica una semiótica de la percepción. ¿Cómo separar el acto de la pintura y el modo de percepción? Esto es particularmente importante, en pintura, sin negar todas las otras importancias. El acto de pintar es el hecho fundamental. ―La imagen no tiene una estructura a priori, tiene estructura textuales...de las cuales ella es el sistema; ya no es posible (y es aquí donde Schefer hace salir la semiología pictórica de su camino) concebir la noción de que el cuadro es constituido de una manera neutra, o literal, denotado, del lenguaje; tampoco como elaboración mítica o espacio infinitamente disponible de aplicaciones subjetivas: el cuadro no es un objeto real o un objeto imaginario. Ciertamente la identidad de aquello que está representado es incesantemente remitida, el significado es siempre referido (pues no pasa de una secuencia de nominaciones como en un diccionario) a un análisis sin fin; mas ese carácter infinito del lenguaje constituye, precisamente, el sistema del cuadro: la imagen no es la expresión de un código, es la variación de un trabajo de codificación: no es el depósito de un sistema y sí la generación de un sistema". (Barthes, 1984: 130)


274 En el caso de la pintura y en condiciones especificas, el plano de la tela es la base de todo acontecimiento posible, es el origen de su especificidad y el origen del sistema. Pero, esto no basta para explicar la pintura, así como tampoco es posible hacerlo solamente a partir de las líneas y los colores, de las técnicas y los recursos propios de la pintura. Todavía, no es suficiente, a pesar de que el pintor aprenda su oficio por la identificación y dominio de esos elementos del lenguaje visual y la posibilidad de lectura formal de la obra sea posible por la identificación y reconstrucción de estos elementos que permiten la aprehensión de la experiencia estética. Passeron afirma que toda pintura como materialidad exprime algo más que no es esa materialidad, dejando entrever un mundo de sistemas simbólicos, de expresión, de lenguaje y que en este sentido todos los recursos técnicos de la pintura no exprimen ellos mismos nada de su propia realidad (Passeron, 1992: 208). Lo paradoxal, en relación a lo expresado hasta aquí, es el hecho de que el pintor solo puede alcanzar su objetivo expresivo precisamente por el dominio de los materiales y recursos técnicos; a través de cierta asimilación "intuitiva" que permite el dominio de los elementos básicos del lenguaje visual. A través de una familiaridad, de una comprensión que solo el tiempo, estudio y esfuerzo provee. Sin embargo, resulta que la excelencia atribuida a la obra no depende solo de tal dominio.2 La verdad es que el valor esencial de la obra no puede ser identificado, efectivamente, con ninguno de estos elementos en particular y sí, de algo que emana de ellos como conjunto; pero solo (reiterando) a través del dominio de


275 recursos pictóricos es que el pintor desarrolla una capacidad expresiva aguzada, que le permite proyectar su imaginario: su libertad creativa. Este es el camino concreto del pintor, camino inicial que le transportará a otras posibilidades. Cada artista profesa a su manera esta libertad. El acto de pintar inaugura la existencia polisémica de la obra, conjura sus posibilidades y la condena a la existencia y oculta una estructura que se presenta como realidad aparente al observador. Aquí está el misterio de la creación: como capacidad de transformar entes imaginarios, en formas que son proyectadas sobre un medio, de tal modo, que puedan reflejar una sustancia que en última instancia, parece inaccesible en su pureza, pero que es accesible en su vivencia o expresión. Pero que es accesible como realidad hecha objeto, como hecho concreto. Esta parece ser la naturaleza de la pintura. Una sustancia capaz de vehicular sus intencionalidades más allá de la materialidad, como forma y proceso en la intención de expresar un sentir, como presencia y posicionamiento, como identidad real que exige una identificación, para y en el medio de las cosas, como sentido posible de la vida y de la intelectualidad. Como hecho individual, inserido, también, en la realidad extra individual. Veamos, como ejemplo, que cuando un pintor tan analítico como Kandinsky describe el plano de la tela, lo hace en función de sus expectativas estéticas y más de eso, de su sentir. Kandinsky denomina plano básico a la superficie material destinada a recibir el contenido de la obra, pero al intentar una mejor definición de


276 ese plano, termina por atribuir cualidades a las relaciones creadas por las líneas verticales y horizontales del plano. Es capaz de hablar en sonidos o en cualidades de reposo cálido o frío para describir tensiones activas, posibles en la construcción de la obra. Es claro que aquí actúa y determina su refinada experiencia musical y su amplio bagaje cultural. ―Cada plano básico esquemático, originado de la intersección de dos líneas horizontales y de dos líneas verticales, tienen por consiguiente cuatro lados. Cada uno de esos cuatro lados desarrolla un sonido, muy propio, que va más allá de los límites del reposo cálido o frío. Existe, por tanto, un segundo sonido, que se asocia al sonido primario de reposo cálido o frío…. ― (Kandinsky, 2004: 128) Para cada artista, la operación se revestirá de un perfil particular. El artista es el regente de sus acciones estéticas y por eso, aquello que es determinado por la construcción (el todo armónico de los elementos técnicos y formales que constituyen la obra) antes de la obra instaurada, son meras posibilidades. Su existencia –si es posible decirlo de esta manera- remite a lo imaginario y a la intencionalidad. La imaginación descubre lo real oculto que el artista se empeña en revelar y en plasmar sobre la tela. La imaginación descubre la forma, la semejanza. Lo que existe como posibilidad de percepción, de lo pensado y de lo vivido en el interior del artista, en su imaginario, resulta ser la materia prima de lo posible, ese todo armónico que se construye sobre la materia prima material es también la materia prima de aquello que el artista identificará y determinará como semejanza, como imagen.


277 A pesar de que este sea un proceso polisémico por excelencia donde participan factores de las más diversas naturalezas y categorías, es el sentimiento, como tal, que parece orientar al menos desde una primera perspectiva, el proceso de creación, así como de producción de la obra. Entiéndase el sentimiento como modo de quale que de algún modo (obviamente convencional) termina siendo inserido al ámbito de la terceridad como símbolo. En esta condición el sentimiento es representación. Podríamos decir, tal vez, que el sentimiento, como tal, es el guía que hace posible la polisemia. Desde una perspectiva cognitiva, el sentimiento como un órgano o facultad de conocimiento objetivo pertenece a una concepción filosófica que tiene una reciente tradición, sobre todo a partir del reconocimiento hecho por Kant del sentimiento "como un aspecto irreductiblemente subjetivo de la representación" (Abbagnano, 2000: 875) La concepción del sentimiento como un principio autónomo se debe al reconocimiento de la subjetividad humana y en este sentido alcanza una mayor fuerza a partir del modernismo. Esta concepción vincula la percepción individual a un concepto de autonomía de la conciencia que a mi modo de ver valoriza la noción peirceana de quale y a través de ella: la subjetividad. El sentimiento es él mismo exclusivamente humano, O mejor, es el tipo específico de manifestación monádica que la especie humana introduce en el universo (Santaella, 1995: 128).


278 Peirce distingue dos modos de conciencia, una relativa al modo como las cosas se manifiestan, lo que él denomina conciencia del quale, y otra, relativa a una intensificación de la atención a la cual él denomina vivacidad (CP 6.222). La primera se refiere a una condición primera, dada, la segunda nos remite a una acción intencional que nos coloca en el mundo del símbolo. La primera como posibilidad es condición metafísica, la segunda es de hecho el hecho, no son contrarias entre sí, y sí, necesarias. Según Peirce, como forma de conciencia la percepción del quale no se limita solo a sensaciones simples; existe un quale para cada momento, para cada experiencia. "Cada quale es en sí mismo, lo que es para sí mismo, sin referencia a ningún otro" (CP 6.224). Si los consideramos semejantes, lo hacemos en función de conciencias separadas. Esta descripción, pareciera describir el acto de la pintura, la de la conciencia del artista ante las posibilidades de su hacer. La conciencia ante la "posibilidad" que la intencionalidad trasforma en signo. La conciencia de cada "conciencia", de cada "posibilidad", que se expresa como intencionalidad. Y ahora, anuncio una verdad! En la medida en que los quales pueden tener algo en común, lo que pertenece a uno y a todos es la unidad; de las diversas unidades sintéticas que Kant atribuye a diferentes operaciones mentales, así como la unidad da consistencia lógica o como unidad específica además de la unidad del objeto individual, todas ellas se originan, no en operaciones del intelecto sino en la conciencia del quale, sobre la que opera el intelecto (CP 6.225) Desde la perspectiva del artista, me parece que existe, de un modo general, una cuestión paralela entre la conciencia del quale y el sentimiento (como


279 posibilidad hecha hecho o si se prefiere intencionalidad) y seria todavía posible identificar en esta concepción del sentimiento, el concepto de Dasein, vinculado a la fenomenología existencial. Después de todo, el ser-ahí es el campo de operación del intelecto. Entretanto, lo que nos interesa destacar es la concepción de que el concepto en su naturaleza racional, como tal, no puede dar cuenta de la conciencia del quale, ni del sentimiento. Lo conceptual no siempre es "conciencia". Tal posibilidad solo resulta posible a través de la semiosis.3 Esta es la gran percepción de Peirce, esto es, la distancia entre lo que vivimos y lo que conceptualizamos, como objeto lógico. Esta es una lección que en un rasgo de genialidad Peirce hereda de Kant. En el simple concepto de una cosa no podemos encontrar ningún carácter de su existencia. En efecto, aunque este concepto este completo, de manera que nada falte para pensarlo, con todas sus determinaciones internas, su existencia, nada tiene que ver con todo eso y si apenas con un cuestionamiento: se tal cosa nos es dada, de manera que la percepción de la misma pueda en todo caso preceder al concepto (Kant, 1983: 144). Como ya sabemos, para el artista, la operación creativa no se da como operación "conceptual". Por más que desee pensar en operaciones creativas al nivel del concepto, los elementos participantes siempre trascienden el campo del concepto. Y por más que se quiera utilizar el término "creativo", este necesita de algún modo: tener sentido. Lo que no implica que el concepto no pueda ser el objeto de la operación creativa.


280 El sentimiento parece la guía que orienta las opciones, las decisiones asumidas durante el proceso. Dicho de otro modo, cuando el artista vive el proceso de creación no puede separar lo que en él es concepto y sentimiento. Es más, en general poco le importa. El campo del arte es un campo de vivencias, lo que no significa que no se pueda pensar el arte, pues irónicamente el arte siempre exigió el mejor pensamiento. A pesar de que su origen pasa por el sentimiento, el arte exige un tipo de operación que es integral, donde el concepto tiene un papel. Para el artista, el ámbito de lo que hace, no separa el sentimiento de sus intenciones y expectativas, por mas lógicas que estas puedan resultar. Matisse nos dice: "No puedo hacer una distinción entre el sentimiento que tengo de la vida y como lo traduzco" (Matisse, s/f: 34). La fuente de los sentimientos remite al imaginario, que en el artista siempre es un imaginario intencional, pues, todo quale actualizado es en Arte; secundidad y terceridad necesariamente. La palabra imaginario se origina del latín imago (imagen) y se refiere tanto en la filosofía como en la psicología a la facultad de la representación mental, de modo independiente a la realidad exterior. A partir de 1936 el término es utilizado por Lacan para designar el estadio del espejo, siendo más tarde, en 1953, definida como el lugar del "yo" por excelencia. (RoudinescoPlon, 1998: 371) En lo que a este articulo se refiere y sin negar las particularidades de la concepción de Lacan y sin entrar en conflicto, estaremos refiriéndonos al imaginario en función de las facultades de representación mental,


281 en lo que a la práctica de la pintura se refiere y particularmente, al sentido que las vivencias designan o si se prefiere como proceso de semiosis pictórica. De lo anterior se deduce que la semiosis como tal, en términos de la práctica de la pintura es concebida como un proceso integral capaz de referirse a los procesos sistemáticos y a los procesos intuitivos por excelencia. La semiosis obra como enlace efectivo y concreto, entre el proceso de significación y el fenómeno evidenciado en la cotidianidad, además de referir al "individuo" o si se prefiere; interpretante. El punto de partida del proceso creativo del artista es la vivencia. En primer lugar se trata de una experiencia personal, que una vez transformada por el sentimiento y la inteligencia se expresan como valor simbólico relacionado a su propia historia, a la sociedad y a la cultura. De hecho, es imposible transformar la visión de la realidad sin transformar lo que está en su origen: su forma de estar en el mundo (Malrieu, 1996: 82). De modo que cuando se habla de sensación como una primera experiencia de aquello que el pintor esencialmente busca, debe restringirse a un contexto específico y no se refiere solamente a los aspectos fisiológicos de la sensación, como una forma de reacción, ni en término de la psicología como un elemento no divisible de la conciencia primaria. Nos referimos a la sensación como sinónimo de estructura, como un componente de la relación del hombre con el universo que conocemos como experiencia y cuya mediación por el lenguaje y la comunicación le permite la condición cultural de su naturaleza. De hecho, en este sentido, toda


282 sensación es parte de una totalidad y por esto, representa un todo complejo en continua mutación, por lo que constituye también una sustancia de la expresión. 4 En pintura, esto es particularmente importante pues toda significación solo es posible, por las particularidades, que se instauran por el acto que les da origen; su práctica. Aristóteles refiere al concepto de sensación, la noción de totalidad del conocimiento sensible, con la posibilidad de entenderle como parte de esa totalidad (Abbagnano, 2000: 870). En este sentido, no debe ser confundida ésta, con la noción de sentimiento. Pues el concepto de sensación parece siempre referir al aspecto perceptivo de los quales, aspecto este que si no lo consideramos solamente en sentido material, puede que nos remita a lo indecible. Ya el concepto de sentimiento parece implicar la acción y el efecto de experimentar las sensaciones, es decir, nos remite a un sentido más convencional y simbólico. Sin que esto implique en definir sensación como un modo de percepción "en bruto" en un sentido simplista. Por esto, en este trabajo nos tomaremos la libertad de que el término sensación denote de un modo instrumental, un sentir específico; una "eidesis-pictórica", que puede incluir el sentimiento, pero que no se agota en él. La percepción del mundo por parte de un artista permanecería particular si no fuera su obra. La imagen construida en su imaginario es también producto de los contextos que le preceden y la imagen que como pintor pueda proponer tampoco escapa a principios isomórficos de constitución tanta de la percepción cuanto de la expresión. Aquello que le caracteriza, entonces, es su imaginario intencional, el


283 contexto que apunta para una transferencia de vivencias y recuerdos personales, ya presentes y proyectados en su imaginario fundamental, como parte de la semiosis que da origen a la obra de arte. Estas transferencias no son todavía significativas, se inscriben primero como narrativas de la primera persona, como evocación lírica. Podemos situarlas en niveles más profundos y menos vastos del yo, consonante a la importancia que el artista le da a su pasado, o al significado que le atribuye a su infancia o a un amor, por ejemplo. Su papel varía según los caracteres, ideologías, las épocas y no constituyen materia prima susceptible de sufrir el mismo tipo de aprovechamiento en todas las sociedades" (Malrieu, 1996: 87-88) Las vivencias de naturaleza personal entrelazan los aspectos idiosincrásicos del artista con las cosas del carácter, del temperamento, de las estructuras de naturaleza social y colectiva, del contexto cultural y simbólico. Delante de la tela, en las acciones que "empujan" el artista para dentro del plano de la tela y si se prefiere, para fuera de ella, este es auxiliado por sus sensaciones, remitiendo algunas veces a la memoria o al imaginario simbólico, o a las experiencias del momento, siempre en función de una intencionalidad que se proyecta como percepción del mundo, como sentimiento. Sea de donde venga (como sensación, como sentimiento y por ende; como signo) estas vivencias evocan construcciones del imaginario que pueden ser el motor o el punto de partida o hasta el guía del hacer poético. Puedo, por ejemplo, pensar en un día de luz, recordar el cielo límpido de una noche de verano y buscar a través de la técnica de la veladura algo que pueda representar esa sensación


284 inicial. El amarillo como luz que se refleja en las cosas, como brillo, como alegría de vivir. El rojo como calor, como dinamismo de la vida urbana. La exuberancia de la vegetación podrá sugerir un aspecto "barroco" en los modos de composición, de tal manera que incite a la acumulación y exaltación de elementos visuales sobre el plano de la tela. Tal vez hasta el paradigma original, pueda partir de una melodía, capaz de crear un continuum anímico que alimentará la poética o viceversa. Y que inevitablemente sumará toda la carga "cognitiva" que me asiste como ser social y cultural. Evidentemente, las sensaciones construidas, ahora en su condición de signo, también representan las preocupaciones conceptuales del artista, la teoría de su práctica. Dentro del contexto de las cuestiones que el artista levanta y propone podríamos identificar una concepción multidimensional de su postura que abarca asuntos de naturaleza tan diversa como historia, política, filosofía, cotidianidad, expectativas e intenciones, etc. Se debe comprender que la pintura implica una correspondencia entre dos dominios diferenciados pero inseparables: imaginación y percepción. El establecimiento de una correspondencia entre dos dominios separa claramente

imaginación

de

percepción,

este

último

es

identificación,

reconocimiento por medio de un proceso en que el condicionamiento desempeña un papel primordial, en cuanto que la primera consiste en una simbolización. Sin embargo, se trata de una simbolización ora completamente involuntaria, como un sueño, ora organizada e integrada en un sistema de creencias colectivas, como en


285 el mito, ora buscada o controlada por un tema conciente, como en las artes (Malrieu, 1996: 105). Precisamente, ante la conciencia de los procesos gestálticos que median esta correspondencia, el artista, algunas veces, busca una forma que pueda restringir como asunto o tema y que presente la posibilidad de exploración formal, que le dé privilegio a un determinado aspecto de estructuración sintáctico-semántica y que a su vez permita esa constante revisión de los universos simbólicos implicados. De hecho, cualquier forma inicialmente restringida que le da vida a la obra de arte termina por adquirir un carácter polisémico, siempre en función de las expectativas anímicas y la intencionalidad semiótica del artista y del medio que la genera. En este sentido, toda la vida del artista es vivida como una búsqueda de una significación fundamental de lo vivido, es una tentativa de aprehender lo que está mas allá de las formas o atrás de los actos observables (Malrieu, 1996: 120). El imaginario intencional podrá identificar aquella materia prima de la obra de arte que no es solo materia física, pero que de modo alguno se desvincula de ella. Pues, como ya se ha mencionado, los elementos técnicos de una pintura si bien por sí mismos, no puedan dar cuenta de aquello que es el todo armónico de una obra de arte, esta no seria posible sin ellos. Como vemos, este todo armónico no puede existir sin esta estructura que proporcionan los elementos técnicos, es por eso que el instrumental que hace posible esto, tiene que ser adquirido; es el ejercicio del aprendizaje y la disciplina que terminan por definir la práctica del artista. En el caso del pintor, por ejemplo,


286 esto se da como una transferencia de visiones codificadas y recreadas. El proceso de aprendizaje de un pintor, formal o no, es fundamental, será el medio de apropiarse de elementos con los cuales podrá encontrar la correspondencia de sus expectativas. Y a pesar de que esta práctica pueda desvincularse de esta u otra tradición, es un hecho que la especificidad de la pintura está determinada por la disciplina con el trabajo de estos elementos procedimentales que terminan por ser camino al alma misma de la pintura. Para la práctica de la pintura como un todo, gran parte de este aprendizaje sigue la tradición, una línea que surge y sigue por la práctica y el conocimiento desarrollado por los grandes maestros de la pintura, por la adquisición de los códigos visuales y por grandes cantidades de información, por ejemplo del mundo de hoy: las tendencias contemporáneas predominantes y sobre todo la actitud personal del artista en cuanto motor de todo el proceso. Este es un aprendizaje sometido a las condiciones de la época que le toca al artista vivir, de sus cosmovisiones, ideologías, temores, esperanzas y conocimientos. ¿Cómo podría el pintor desvincular el imaginario intencional de lo vivido? Esta transferencia de preocupaciones sociales para la obra no sucede por un proceso de impregnación lenta, por condicionamiento. Ella es efectuada de forma simultánea, indirecta y repentina. A partir de los problemas pictóricos que se coloca a sí propio; en el seno de las insatisfacciones que siente como artista, respondiendo a sus demandas, resuena la inquietación que se origina en otros dominios de su vida. De esta forma nace y toma forma este deseo loco de hacer palpitar la tela, no apenas como una armonía de formas y colores, y sí como una


287 obra situada en el tiempo, como una respuesta a las cuestiones en que se debaten los contemporáneos (Malrieu, 1996: 95). La concepción de entender cualquier elemento de la gramática de la experiencia como "signo" permite al igual que la conocida definición de Peirce, 5 un abordaje al problema artístico que se presenta siempre como un "descubrimiento" de las relaciones que se establecen o si se prefiere como puerta de entrada a un complejo proceso de semiosis, capaz de recrear ya en el mundo del símbolo un determinado contexto original. Este abordaje es él mismo, polisémico, por cuanto se hace sobre la marcha, sobre parte, sobre un todo, sobre la existencia misma que parece ocultar la obra de arte. Pues, la obra de arte, como hemos mencionado parafraseando a Passeron, nada exprime de su propia realidad. Aquí el método, la ciencia, la semiótica basada en el proceso triádico de la semiosis de Peirce apenas comienza a revelar un instrumental de insospechado valor para el estudio de los procesos generativos de la creación artística, su incidencia en el terceridad y su reaserción como nueva semiosis en el ámbito de la realidad. Resulta de lo anterior que para el artista la gramática de la experiencia es lo fundamental, se trata de la vivencia como posibilidad y como hecho, de la sensación, como parte y como todo, es aquello que en último término, sustenta la posibilidad de la obra. La "conciencia del quale" es su campo de búsqueda, pero en el arte, ésta es siempre intencional. Lo que aquí consideramos gramática de la experiencia, en Peirce es la materia prima de toda posibilidad lógica. Es el fundamento del signo, su contexto y límite. La gramática de la experiencia es la primeridad

manifestada,

entonces,

ya

secundidad,

y

terceridad

como


288 representación. Característica primera del arte es esta polisemia, este carácter abierto, este sentido de vida tan próximo a lo indeterminado, esencia de la primeridad. Las formas del imaginario intencional representan el contenido de la gramática de la experiencia hecha ser humano, hecha obra, hecha semiosis. La operación de "semiosis" se presenta como una alternativa sistemática de estudio del proceso y la obra de arte. De tal modo, que la integra como operación de los sentidos y significados desde la perspectiva triádica, evidenciado sus raíces, procesos y conexiones, permitiendo la unión de la sensibilidad y el razonamiento. Al fin y a cabo se trata del mismo proceso integral que rige el sentido de lo que es el ser, y en particular, la génesis de lo que entendemos por Arte.

Notas 1. A pesar de que hemos en reiteradas ocasiones contestado el concepto de Poiética de Passeron por considerarlo una apropiación un tanto extraña del concepto original de Poética en Aristóteles, en la medida que reconocemos su valor instrumental en el contexto del arte actual, optamos por adoptar el término de Passeron en cuanto representativo de una nueva actitud reivindicativa de un origen que remonta a Aristóteles y que trata sobre el proceso creativo artístico. 2. De hecho, ese dominio técnico, es algo que el arte contemporáneo se ha empeñado en considerar un aspecto secundario. 3. En este sentido no debemos confundir semiosis con concepto o con la lógica, la semiosis exige una lógica, pero la lógica no la determina. 4. Para Ortega y Gasset; sensación es base y condición necesaria del conocimiento. (Ferrater Mora, 2004: 3-255) 5. CP 2.228: Un signo, o representamen, es aquello que, sobre cierto aspecto o modo, representa algo para alguien.

Bibliografía


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