Camila Madeleine L'Engle Traducci贸n de Pedro Barbadillo DIRECTORA: MICHI STRAUSFELD
Ilustración de la cubierta: Tino Gatagán
TÍTULO ORIGINAL: CAMILLA 1965 BY CROSSWICKS, LTD. © DE ESTA EDICIÓN: EDICIONES ALFAGUARA 1987, ALTEA, TAURUS, ALFAGUARA, S. A. PRINCIPE DE VERGARA, 81 28006 MADRID I.S.B.N.-. 84-204-4555-X DEPÓSITO LEGAL: M. 22.973-1987 LA MAQUETA DE LA COLECCIÓN Y EL DISEÑO DE LA CUBIERTA ESTUVIERON A CARGO DE ENRIC SATUE ®
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Madeleine L'Engle
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Camila
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Nada más llegar a casa el miércoles, supe que Jacques estaba allí con mi madre. Lo supe en cuanto entré en el vestíbulo del edificio y el portero dijo: «Buenas tardes, señorita Camila», sonriéndome con esa sonrisa burlona y maliciosa que ya temía encontrarme cada vez que llegaba a casa. Crucé el vestíbulo e hice votos para que Jacques se fuera, ahora que llegaba yo a casa, antes de que regresara mi padre. Me alegré de haber ido directamente a casa, después del colegio, en lugar de haberme ido a dar un paseo con Luisa. Entré en el ascensor y el ascensorista dijo, como si estuviera saboreando algo exótico: —Buenas tardes, señorita Camila. Tienen ustedes visita. —¿Sí? —dije. —Sí. El ascensorista es bajito y gordo y, aunque peina canas y le faltan dos dientes, por lo que exhibe dos huecos negros en la boca, todo el mundo se refiere a él como el chico del ascensor; nunca como el hombre del ascensor. El gesto malicioso con el que mueve los ojos cuando habla, hace que se parezca más a los hermanos de algunas de las chicas del colegio que a una persona mayor. En aquel momento, sus ojos centelleaban con un regocijo ofensivo, como si fuera a adelantar un pie y ponerme la zancadilla, para reírse luego a carcajadas cuando me viera caer de bruces. —Ese señor Nissen está arriba —dijo, sonriendo—. Preguntó específicamente si estaba usted y luego dijo que subiría y la esperaría. Sí, no era difícil imaginarse cómo habría preguntado Jacques por mí, sonriendo y hablando con su voz aduladora, tan suave como la de un perro de aguas. Sí, es por mí por quien Jacques pregunta siempre. Yo soy como un juego entre Jacques, el portero y el viejo chico del ascensor, una pelota que se arrojan entre sí, sonriendo siempre, como si todos ellos comprendieran que el juego no tiene apenas importancia... Así, pues, el chico del ascensor me miró con mirada burlona y detuvo el ascensor en el piso catorce. En realidad es el piso trece, pero me había dado cuenta de que en la mayoría de las casas de pisos omitían el trece y le ponían catorce. Es una tontería. Se puede cambiar el número, pero no el piso. Le dije adiós al chico del ascensor, saqué mi llave del bolsillo del abrigo azul marino y entré en el piso. Oí sus voces procedentes del salón1. Rogué para que mi padre no la oyera nunca reírse así, pero no sé a quién estaba rogando, si a mi madre, a Jacques o a Dios. Crucé el vestíbulo en dirección a mi cuarto, colgué el abrigo y la boina roja y dejé los libros sobre mi escritorio. Luego, a diferencia de lo que solía hacer habitualmente, no me senté a hacer mis deberes escolares, sino que volví al salón, para que Jacques supiera que yo estaba en casa. Caminé pesadamente, taconeando con mis zapatos de colegial, para que lo supiera antes de que yo entrara en el salón. Luego, llamé a la puerta. —Adelante —dijo mi madre—. ¡Ah, eres tú, Camila! ¿Qué tal te ha ido en el colegio? Le estaba diciendo a Jacques lo bien que siempre..., el último informe fue realmente..., tu padre y yo estamos encantados de tus progresos. Mi madre habla siempre a retazos, como si tuviera tanta prisa por decir todo, que casi nunca tiene tiempo de terminar una frase. Su voz es como un arroyo que baja una pendiente brincando y acaba dispersándose al chocar con rocas de todas las formas y tamaños. Me acerqué a besar a mi madre y luego le di la mano a Jacques.
1 Mi madre estaba riéndose a carcajadas, excitada y feliz.
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—Por Dios, Camila —dijo mi madre—, tienes la mejilla helada. ¿Está lloviendo o...? ¿Crees que nevará esta noche, Jacques...? Es la época... Claro que, luego, no me gusta la nieve en la ciudad..., pero es precioso mientras cae —luego se rió. No sé bien lo que significaba esa risa, pero creo que, simplemente, se siente libre para reírse, porque piensa que soy tan joven que me encuentra como un gatito que aún no ha abierto los ojos. Pero cuando tienes quince años, ya has pasado esa etapa. Quince es una edad curiosa; para mi padre y mi madre resulta muy conveniente que yo tenga quince años, porque pueden aducir que soy demasiado joven o demasiado mayor, cuando quieren decir que no a algo. Luisa tiene dieciséis y dice que a ella le pasa lo mismo; pierdes todas las ventajas de ser una niña y no consigues ninguna por ser adulta. —Buenas tardes, Camila —dijo Jacques con su estilo pulido. Miró a mi madre—. Sí, Rose, debe haber empezado a llover. ¿No es así, Camila? —Sí —libré mi mano de la suya. No la abrió, sino que la mantuvo aferrada a la mía, por lo que sentí el roce de su palma al deslizar mis dedos para sacarlos—. Tienes las pestañas húmedas —dijo Jacques— y gotas de agua en el pelo. Te he traído un regalo, Camila. —Oh, sí, Camila, mira lo que... Jacques ha traído una preciosa... Sí, Jacques vino a..., vino sólo por ti..., para traerte un regalo. Jacques se dirigió a la mesa que hay bajo el retrato de Carroll de mi madre y cogió un paquete parecido a un pequeño cofre. Me lo dio. —Puede que seas demasiado mayor para esto, Camila —dijo—, pero tu madre me ha dicho que este año estás aprendiendo a coser y... —Sí; Camila está aprendiendo a coser tan maravillosamente..., le vendrá bien practicar.... hacerle todos los vestidos y quizá, también, algunos sombreros... —dijo mi madre con voz fuerte y excitada. —Gracias —dije. —¿No lo vas a abrir? —preguntó mi madre. Abrí el paquete. Era una muñeca. Una muñeca grande, con pelo de verdad y grandes pestañas negras, y unos horribles y llamativos ojos azules, que giraban y se abrían y cerraban. Cuando la icé, abrió su boquita rosada, exhibiendo dos filas de inhumanos dientecitos blancos. No me han gustado nunca las muñecas. Por alguna razón, siempre me han asustado un poco, porque son como caricaturas de todo lo que es frío, aborrecible y antipático en la gente. —¿Ves? Tiene unas pestañas como las tuyas, Camila. Y no es..., no es sólo una muñeca para una niña, ya sabes —pareció súbitamente nervioso y se pasó rápidamente los dedos por el pelo, espeso y ondulado, y casi tan bonito como el de mi madre. La cabeza de la muñeca descansaba en mi brazo, con la redonda y sonrosada boca cerrada despreciativamente. —Y tus deberes escolares..., ¿no tienes que hacerlos, Camila? Ese latín... y esas cosas de geometría que le preguntaste a tu padre... Nunca pude entender la geometría —dijo mi madre. —Sí —dije a mi madre; y a Jacques—: Muchas gracias por la muñeca. Salí del salón y crucé de nuevo el vestíbulo. Dejé la muñeca en una butaca y quedó boca abajo, con la cabeza recostada en uno de los brazos de la butaca, como un enano borracho. Me di cuenta entonces de que había olvidado la caja y el papel de envolver en la mesa, debajo del retrato de mi madre, así que regresé al salón y esta vez no llamé a la puerta. No sé si lo hice a propósito o no, pero lo cierto es que, cuando entré en el salón, Jacques y mi madre estaban besándose, como me había figurado. —Olvidé la caja de la muñeca —dije con voz ronca y me dirigí a la mesa. Jacques abrió la boca para decir algo, la cerró y la volvió a abrir, y creo que esta vez iba a decir algo, sólo que los tres nos quedamos helados y en silencio al oír el ruido de la llave de mi padre en la cerradura.
Oímos entrar a mi padre y el sonido apagado producido al dejar el sombrero en la mesa del vestíbulo y el abrigo en la butaca, para que los recogiera Carter, la criada. Mi madre se dirigió al sofá, se sentó frente a la mesita del café y encendió un cigarrillo. Le temblaban los dedos, pálidos y delgados como el cigarrillo que sostenían. Mi padre entró en el salón y su tensa sonrisa no se inmutó cuando vio a Jacques; sólo se hizo un poco más tensa, de la forma que siento el aparato dental sobre mis dientes cuando acabo de salir del dentista. —Buenas tardes, Rafferty, Cariño —dijo mi madre, aplastando su cigarrillo sin fumar en un cenicero. El cigarrillo se aplastó y se rompió, dejando escapar partículas de tabaco del desgarrón—. Dice Camila que está lloviendo. ¿No te has...? ¿No sería mejor que te cambiaras de calzado si...? ¿O ha dejado de llover? —Aún sigue lloviendo —dijo mi padre, que se inclinó por encima de la mesa para besarla; luego, saludó a Jacques—: Buenas tardes. —¿Qué hora es..., o has venido antes? —preguntó mi madre. —He venido antes —dijo mi padre—. Estás muy atractiva esta tarde, Rose —luego miró hacia mí con aquella sonrisa tensa, como si le doliera mover la boca—. ¿Qué llevas ahí, Camila? —Una caja —dije.
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—¿Y para qué es esa caja? —mi padre volvió a inclinarse sobre la mesita del café, cogió un cigarrillo de la caja de plata y se lo ofreció a mi madre. A continuación, sacó su encendedor y se lo encendió. Durante todo aquel tiempo no dijo nada, mirándola y devolviéndole ella la mirada, con ojos azules como los de la muñeca. Mi padre parecía llenar la habitación, de pie junto a la mesita del café, con su traje oscuro y su encendedor aún llameante en la mano extendida. —Es la caja de una muñeca —dije. —¿De una muñeca? Me di cuenta de que, ahora, Jacques y mi madre se alegraban de que yo hubiera regresado al salón cuando lo hice. Mi madre dijo: —Jacques le ha traído una muñeca a Camila. Jacques es el más ardiente admirador de Camila. —¿Y dónde está la muñeca? —preguntó mi padre—. Verdaderamente, Rose, ¿a quién se le ocurre darle una muñeca a Camila? Ya no es una niña. Ésta era la primera vez que veía yo que mi padre fuera rudo con alguien, lo que me llamó la atención. —Está en mi cuarto —dije—. Volví para recoger la caja —miré a Jacques, luego a mi madre y, finalmente, a mi padre. Mi padre es un hombre muy grande. Es alto y corpulento, y su cuerpo es tan duro como una roca. Su pelo es tan fuerte y regular como el mármol negro y los aladares blancos son como las vetas del mármol. Sus hombros son tan amplios como los de la estatua de Atlas que hay en la Quinta Avenida, cerca del Rockefeller Center, ésa que sostiene en alto el mundo y parece estar a punto de caerse del pedestal por su peso. Pero el pie de mi padre no flaquearía. —¿Una bebida, Nissen? —preguntó mi padre. —No, gracias —murmuró Jacques—. Debo marcharme. Tengo una cita en el centro. No esperé a que se despidiera, sino que salí del salón y volví a mi cuarto. Apagué la luz. Al principio no pude ver nada; durante unos instantes fue como estar ciega, pero luego vi, más allá de la ventana de mi cuarto, las ventanas iluminadas de los pisos del otro lado del patio. Descorrí las cortinas y miré fuera. Cuando era mucho más joven, solía pensar que vivir de cara a aquel patio era, hasta cierto punto, como vivir en la conejera de Alicia en el país de las Maravillas. A veces, Luisa y yo permanecemos junto a la ventana, viendo anochecer y contándonos cosas de la gente que vive en los otros pisos. O bien, en noches despejadas de invierno, trato de enseñarle las estrellas a Luisa. Hay que asomarse bastante y mirar más allá de la conejera de edificios para verlas, pero cuando hace frío y está despejado, puedo mostrarle Aldebarán y Betelgeuse, Belatrix y Sirio, las Pléyades y Perseo. Tres de los lados del patio que forman la conejera lo ocupa la enorme casa de pisos en que vivo. El cuarto lado es una casa de pisos, menor y más baja, de la que domino la cubierta, en la que hay un gran estanque con una escalerilla de manos adosada a él, por la que, sin embargo, no he visto nunca subir a nadie. Más allá de esa cubierta es donde puedo ver las estrellas. A veces, en verano, suben a esa cubierta chicas en traje de baño, extienden unas toallas y se tumban al sol; por la noche suben con chicos y contemplan la salida de la luna por encima del contorno desigual de la ciudad y se besan de la misma forma que vi besarse a Jacques y a mi madre. Las habitaciones de este edificio son diferentes a las de nuestra casa. Están más desordenadas y la gente no se preocupa de correr los visillos o bajar las persianas tan a menudo, y hay pocas criadas encendiendo lámparas o prendiendo candelabros en mesas de caoba y viéndoselas atareadas en la cocina por la noche. Hay algo excitante en las cocinas. Me gusta estar junto a la ventana de mi cuarto y contemplar cómo se prepara la cena, imaginándome cosas de familias felices que tienen muchos hijos. Estaba allí, junto a la ventana de mi cuarto, después de dejar, despidiéndose, a mi madre, mi padre y Jacques, y observé, a través de la cortina de agua que caía, una gran cocina de la casa pequeña, donde toda una familia, padre y madre y cuatro hijos, y, además, una abuela, comían, sentados alrededor de una gran mesa de cocina azul, huevos revueltos y tocino. Se abrió la puerta y oí la voz de mi padre. —Camila. Me volví y le vi, tapando casi por completo el umbral de la puerta, recortándose la silueta de su cuerpo por la luz amarillenta que procedía del vestíbulo. —Estoy aquí, padre. —¿Qué haces sola y a oscuras? —Estaba mirando la lluvia. —Eso suena a tristeza —dijo mi padre—. Enciende la luz, ponte uno de tus preciosos vestidos y vámonos a cenar fuera. —¡Oh! —dije. —Tu madre tiene jaqueca —dijo mi padre—, así que va a tomar un té con tostadas y se va a acostar y pensé que sería una buena idea que saliéramos a corretear juntos. ¿Qué te parece? —Estupendo —me separé de la ventana y encendí la luz de mi escritorio, cuya viveza me hizo parpadear. —Te doy media hora para que te arregles y luego nos iremos —mi padre me dio una palmadita en la espalda y se fue. Me dirigí al cuarto de baño, me duché y me cepillé los dientes. Para mí es un fastidio cepillarme los dientes, a causa del aparato dental, aunque ahora es más sencillo, pues no tengo la parte de fuera, sino sólo la de dentro. Mientras me cepillaba los dientes, llegó mi madre, llevando una bata de terciopelo rosa, y dijo:
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—Camila, querida, cuando estés vestida ven a mi cuarto y..., ¡cielos, cariño, tienes pasta de dientes por toda la cara!..., y te peinaré y podrás usar un poco de mi colorete —la expresión de su rostro denotaba impaciencia y sus pestañas aparecían húmedas y estropeadas, como si hubiese empezado a llorar y luego se hubiera contenido. El pelo claro le caía por la espalda y parecía más suave y exuberante que el terciopelo de su bata—. ¿De acuerdo, cariño? —De acuerdo, madre —dije, mientras trataba de enroscar el tapón del tubo de pasta dentífrica. Se me ocurrió de entre los dedos y rodó como si fuera un pequeño escarabajo negro en el lavabo y se introdujo en el desagüe, de donde traté de rescatarlo con los dedos; mi madre permanecía en el quicio de la puerta, mirándome con aspecto de estar a punto de romper a llorar. —Cariño, puedes usar mis pinzas para sacar ese estúpido tapón si tú... Realmente son más útiles que los dedos —pero en ese momento logré sacar el tapón, lo enjuagué y lo coloqué en el tubo de pasta dentífrica. Mi madre se volvió para irse, diciéndome mientras se alejaba: —Date prisa, querida, y no hagas esperar... A Rafferty no le gusta tener que esperar. Volví a lavarme la cara, para quitarme cualquier resto de pasta dentífrica, regresé a mi cuarto y me vestí. Me puse las medias claras de seda que me había regalado mi madre por mi cumpleaños y que aún no había estrenado, y un vestido que me había comprado ella, entre verde y plateado, que cambia de color al moverme. Es un vestido precioso y la única prenda de vestir que tengo que me guste, y con la que no me siento rara ni incómoda. Luisa se enfada conmigo, pero sólo me gustan las prendas bonitas si me van. Cuando fui al cuarto de mi madre, estaba tumbada en su diván, con una manta liviana sobre las piernas, pero se incorporó cuando entré y se quedó mirándome. Su rostro se entristeció repentinamente. —Sí —dijo—, estás muy... ¡Oh, sí, Camila, estás preciosa! —alejó la tristeza del rostro y me guiñó sonriendo, como solía hacer cuando yo era pequeña. —Ahora —dijo— vamos a ver... Sí, ponte esto, querida —y me alargó un peinador de plástico para cubrirme los hombros. Cogió luego su cepillo de la tapa de cristal del tocador y comenzó a cepillarme el pelo, hablándome mientras tanto—. Tu pelo es tan negro como el de Rafferty, Camila. Pareces un diablillo, con esa cara puntiaguda tan solemne, el pelo negro y ese flequillo. Es una pena que tengas la frente tan despejada, pero la tapa ese flequillo... Y esos ojos verdes son muy interesantes. ¿Te gusta la muñeca que te ha traído Jacques? Vino esta tarde sólo para traértela. Claro que eres mayor para muñecas, pero es tan especial... Y también quería hablar conmigo, porque es enormemente desgraciado. Esa mujer que tiene, las cosas que ella... Oh, no podría explicártelo, al menos hasta que seas mayor, pero la vida que lleva Jacques con... Y, además, es una mujer tan poco atractiva, tan angulosa y tan brusca... Y, ahora, con el divorcio y todo eso..., claro, tengo que animarle. Esos zapatos no te van demasiado bien con el vestido. Creo que no tienes ninguno que te vayan, ¿no? Yo tengo que... ¿Te gustaría llevar esta noche mis zapatos plateados? Lo curioso es que Jacques cree que yo soy muy fuerte. Es curioso, ¿no?... Él no me conoce como tú y Raff, pero no deja de decirme: Rose, tú eres fuerte. Así que tengo que aparentar que lo soy, como si él fuese un niño. Ya te imaginas. Pensé en los chicos y chicas del tejado en las noches de verano y en las de invierno agradables, y pensé en la forma en que mi madre había abrazado a Jacques aquella tarde. No dije nada. Mi madre terminó de cepillarme el pelo y eligió un pincel de un grupo que había en un vasito; lo restregó en un bote de crema roja y me pintó la boca, dibujando primero el contorno de mis labios y rellenándolos luego con rápidas y cuidadosas pinceladas. Cogió una borla para polvos y me la puso sobre los labios, y, finalmente, volvió a dibujar el contorno de mi boca con el pincel. —Si Rafferty te pregunta... —comenzó a decir, mientras se dirigía a su armario, de donde me trajo sus zapatos plateados—, claro que no sé por qué iba a hacerlo —dijo, y cogió su borla de piel de conejo, la pasó por su lápiz labial y me frotó con ella las mejillas, los extremos superiores de las orejas y la barbilla—. Pero si lo hace —dijo—, sé que tú... —cogió un collar de perlas y me lo puso en el cuello, levantándome el pelo por detrás para cerrar el broche—. Sé que puedo confiar en ti, querida, porque ya eres una chica mayor. Ya eres una persona adulta. Pero si... —en ese momento sonó el teléfono. Ella corrió rápidamente a contestarlo, antes de que Carter descolgara la extensión del vestíbulo—. ¡Hola! —gritó ante el auricular—. ¡Ah, eres tú! —su rostro volvió a adquirir el aspecto de una florecilla mustia y dijo—: Es para ti, Camila. Es Luisa. Pero no hables mucho, por Rafferty... No debes hacerle esperar. Fui al teléfono y dije: —¡Hola! —¡Hola! —dijo Luisa. Había un zumbido en la línea y parecía como si llamara por conferencia, en lugar de hacerlo desde la calle Novena. Bueno, Greenwich Village2 es un mundo muy diferente al de Park Avenue, más excitante y un poco inquietante. La voz de Luisa llegaba distante a causa del zumbido. —Supongo que no estás sola para poder hablarte. —No —dije.
2 Barrio situado al sur de la ciudad y que, en cierto modo, es el centro de la vida bohemia de la misma. (N. del T.)
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—¡Oh, demonios! Oye, ¿puedes bajar? ¿Has cenado ya? ¿Están tus padres? Los míos han salido y Frank y yo nos hemos peleado y él se ha comido toda mi cena. Baja e iremos a algún sitio a tomarnos una hamburguesa y un batido. —No puedo —dije—. Tengo que... Voy a cenar fuera con mi padre. —¡Oh, demonios! —repitió Luisa—. Bueno, ¿estás bien? Pareces rara. —Estoy bien. —Bueno, escucha. ¿Vas a ir temprano mañana a la escuela? —Sí —dije—, no tengo más remedio. No creo que esta noche pueda trabajar mucho en mis deberes. —De acuerdo —dijo Luisa—. Yo también iré temprano. —De acuerdo —dije—. Buenas noches. Colgué y me volví y vi a mi padre, de pie junto al tocador de mi madre y a ésta mirándole, sentada en el taburete del tocador. —No tengas mucho tiempo fuera a Camila, Raff —dijo—. Aún es una niña. —Si es así, es una niña preciosa —mi padre me sonrió. Bajó la vista en dirección a mi madre—. ¿Estás mejor de la jaqueca? — dijo. Ella asintió con la cabeza, pero con cuidado, como si le doliera moverla bruscamente. —Un poco. Pero vuelve pronto, Rafferty, no... —cogió un frasco de perfume, tocó con la yema del dedo la boca de cristal y me untó una gota detrás de cada una de las orejas y en las muñecas—. Vuelve pronto a casa, Raff —repitió, suplicante como un niño. Mi padre la besó en la parte superior de la cabeza, posando suavemente los labios sobre su pelo sedoso. Luego dijo: —Coge el abrigo y el sombrero, Camila. Te espero en el vestíbulo. Me puse el abrigo de los domingos, que es verde oscuro con un cuello pequeño de piel de ardilla plateada, acompañado de un manguito de piel de ardilla; me puse el sombrero, que es del mismo verde que el abrigo y tiene dos pequeños pompones de piel de ardilla y saqué los guantes blancos del bolsillo, donde los había metido la última vez que llevé el abrigo. Afortunadamente, estaban limpios, así que me los puse y me dirigí presurosamente al vestíbulo para reunirme con mi padre. Me cogió la mano y la pasó por debajo de su brazo; su brazo infundía fortaleza y protección, como si tuviese el poder de evitar que las cosas pudieran salir mal. Cuando entramos en el ascensor, como estaba mi padre, el chico del ascensor sólo me miró de soslayo y dijo: —Buenas noches, señorita Camila. Buenas noches, señor Dickinson. Aún seguía lloviendo en la calle. La lluvia caía entre los edificios y difuminaba las luces de la calle, se estrellaba en las aceras y, en las calles, formaba charcos irisados a causa de la grasa. El cielo se extendía entre los edificios y me quedé parada, preguntándome la razón de que, cuando llueve en Nueva York por la noche, el cielo es más claro que en una noche despejada, y por qué tiene siempre un tono rojizo pálido. El portero llevaba un impermeable y sujetaba un paraguas; al salir mi padre y yo, se llevó un silbato a la boca para llamar un taxi. Pasaban taxis, pero iban llenos; los pasajeros nos echaban un vistazo, de pie como estábamos, al resguardo del edificio, y parecían congratularse de estar confortablemente sentados en un taxi, mientras nosotros estábamos allí, en la oscuridad, al frío de la noche. Habían quitad el dosel que hay normalmente a la puerta de nuestro edificio, para repararlo o pintarlo o para fuera lo que fuese lo que hacen con los doseles cuando los quitan, y la lluvia calaba a través de la húmeda y brillante armadura. El portero seguía haciendo sonar el silbato y los taxis seguían pasando sin mirar. —No vas vestida para caminar bajo la lluvia, ¿no, Camila? —preguntó mi padre. —¡Oh, no me importa! —dije—. Me encanta pasear bajo la lluvia. Luisa y yo caminamos millas bajo la lluvia. Mi padre observó mi manguito, el cuello de piel de mi abrigo y los pompones de mi sombrero, y dijo: —Pero no con esa ropa. Rose..., tu madre se enfadaría si echaras a perder tu ropa nueva de invierno por mi culpa. Seguimos, pues, esperando, mientras el portero seguía haciendo sonar el silbato y los taxis seguían pasando sin parar. Estaba a punto de decir: «Papá, por favor, vamos andando», cuando se detuvo un taxi, descendió de él un hombre con chistera y chaqué, pagó al conductor y se adentró a toda prisa en el edificio; mi padre me hizo entrar en el taxi y él entró detrás de mí. El suelo del taxi estaba mojado y los asientos de cuero, resbaladizos y húmedos. Me senté sobre uno de mis pies, calzado con el zapato plateado de mi madre, para calentarlo. Los ruidos de la calle aumentaban con la lluvia, sonando impacientes los chirridos de las ruedas sobre el pavimento mojado y los claxons. A través de las chorreantes ventanillas divisé personas andando, algunas con paraguas que desplegaban sus peligrosas varillas —Luisa conoce a una chica que estuvo a punto de perder un ojo a causa de la varilla de un paraguas que llevaba alguien—, y mujeres que se cubrían la cabeza con periódicos, así como hombres que sujetaban paraguas para proteger de la lluvia a sus parejas y acabar ellos empapados. Giramos en dirección oeste y atravesamos una oscura calle lateral, donde tres niños, ataviados con chaquetas de cuero, intentaban mantener encendida una hoguera. Una hoja de papel de periódico prendió en el momento en que pasábamos a su lado y las llamas se avivaron, luminosas y alegres; hubiera preferido bajarme del taxi y quedarme con los tres niños, en lugar de ir a cenar con mi padre. Entramos en la Tercera Avenida en el momento en que pasó atronadoramente por encima de nosotros el tren elevado y el taxi patinó un poco sobre las viejas e inservibles vías del tranvía, por lo que, por un instante, creí que nos íbamos a estrellar en uno de los soportes metálicos del elevado. Pero mi padre me sujetó con fuerza el brazo y, ya en plena Tercera Avenida, el taxista se volvió y nos dijo sonriendo:
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—Esta vez casi me asusto yo también. Miré su nombre debajo de la foto y vi que se llamaba Hiram Schultz. Siempre que voy en taxi compruebo si el conductor es la misma persona que aparece en la foto. Hiram Schultz lo era y parecía no tener cuello. Su cabeza terminaba en los hombros, por lo que el cuello de su chaqueta roja le llegaba hasta el lóbulo de la oreja. El taxi se detuvo frente a un pequeño restaurante situado en el semisótano de un edificio. Mi madre y mi padre comen muchas veces en restaurantes, pero no me llevan con ellos a menudo y en éste no había estado nunca. Pasamos por delante de un pequeño bar en forma de media luna y nos dirigimos al interior del restaurante, que era largo y estrecho. Junto a las paredes se alineaban las mesas, quedando un estrecho pasillo en el centro, para los camareros. —Bueno, Camila —dijo mi padre—, ésta es la primera vez que sales a cenar sola con tu viejo padre, ¿no es cierto? —Sí, padre. —Y puesto que ya eres una chica mayor (quince, ¿no?), ¿qué te parecería celebrar tu madurez con una copita? —Sí, padre, por favor —dije y en seguida deseé no haberlo dicho, porque me acordé de Luisa, previniéndome de que no permitiera que nadie me emborrachara. In vino veritas3, Camila, in vino veritas, había dicho Luisa y, puesto que tales expresiones no se enseñaban en nuestras clases de latín, las dos nos sentíamos orgullosas de ser capaces de entender ésta. Ahora bien, puesto que ya había dicho que tomaría una copa, tenía que seguir adelante. Mi padre es formidable para hacer cambiar a la gente de idea, aunque mi madre dice que eso es un privilegio de la mujer. —¿Qué quieres tomar, Camila? —preguntó mi padre—. Yo voy a tomar un martini, pero me temo que, para ser la primera copa, no sería una buena elección para ti. Pensé un instante y me acordé de una película francesa que habíamos visto Luisa y yo en el Play House de la Quinta Avenida, en la que la protagonista, que era bastante joven, entraba en un café a esperar a alguien. No sabía qué pedir, por lo que el camarero le sugirió que tomara un vermut con cassis4, como bebida muy apropiada para una chica joven. Luisa y yo fuimos dos veces al cine para aprendernos de memoria «vermut con cassis». Así, pues, levanté la vista hacia el camarero y dije: —Tomaré un vermut con cassis, por favor. Mi padre se rió. —Bien, Camila, ésta no es tu primera bebida, ¿me equivoco? —¡Oh, sí! ¡Sí lo es! —dije—. Excepto algunos sorbitos de champán. El camarero le sirvió a mi padre el martini —líquido claro con un trocito de corteza de limón, del mismo color que el pelo de mi madre— y a mí el vermut con cassis. Lo servían en un vaso de vidrio corriente, con un cubito de hielo dentro y su aspecto era el de una coca-cola, sólo que sin burbujas. Di un sorbo, muy pequeño, porque me acordaba de las películas en las que las protagonistas, cuando es la primera vez que beben, toman un gran trago y se ponen a toser como si hubieran bebido fuego. El sorbo no me quemó; era, a un tiempo, amargo y dulce y resultaba reconfortante. La mayoría de los alimentos pierden su sabor y la sensación que producen tan pronto los tragas, pero noté el sabor del vermut al tragarlo y, luego, una sensación cálida y reconfortante, parecida a la de estar sentada ante un fuego en una noche fría, mientras bajaba hasta el estómago. Tomé otro sorbo, que me produjo la misma sensación maravillosa, y recordé a Luisa repitiéndome in vino veritas y la cara angustiada de mi madre; dejé el vaso y cogí un colín de pan del cestillo de mimbre que había en el centro de la mesa. El camarero no nos trajo la carta, sino que permaneció al lado de mi padre, haciéndole sugerencias en voz baja, en francés, lo que, de alguna manera, me recordaba a Jacques, aun cuando jamás había oído a Jacques hablar nada más que en inglés. Mi padre le respondió al camarero en francés, pero su francés, en lugar de sonar ondulante y musical, como una pieza de Chopin o de ballet, era tan cuadrado y duro como un problema de álgebra. El camarero, sin embargo, parecía encantado y, cuando se marchó a la cocina —a la que pude echarle un vistazo y observé su atmósfera densa y cálida de cacharros de cobre colgando de la gran campana del hogar y un «chef» con un gran gorro blanco—, mi padre se echó a reír y dijo: —Camila, querida, realmente debes estar haciéndote mayor. Creo que el camarero piensa que soy tu viejo pagano. No me gustó eso que dijo mi padre. Me hizo pensar en un libro de dibujos de Peter Arno que oculta en su pupitre Alma Potter, una de las chicas de la escuela. Mi padre no se parece en nada a ninguno de los personajes de Peter Arno, pero creía haber hecho un chiste muy gracioso, así que me reí también, porque deseaba con toda el alma cambiar su mirada sombría. Cuando mi padre tiene la mirada sombría es como cuando se oscurece de repente el cielo de verano y sabes que es mejor marcharse, antes de que llegue la tormenta. Sólo que, con mi padre, no llega la tormenta. —Ahora debería ofrecerte un abrigo de visón y un collar de diamantes —dijo mi padre—, pero me temo que eso esté por encima de mis posibilidades, aun tratándose de mi hija querida. ¿Valen, a cambio, un par de libros nuevos para tus repletas estanterías?
3 Frase latina que quiere decir «en el vino está la verdad», es decir, que el vino suelta la lengua. (N. del T.) 4 Cassis: licor francés de 15°, elaborado a partir de grosella. (N. del T.)
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—Sí, gracias, padre —dije—, pero no necesitas regalarme nada. El camarero acercó hasta nosotros un carrito bien surtido de entremeses. Yo estaba hambrienta, ya que normalmente suelo cenar poco después de llegar del colegio, así que dije que me sirviera un plato con un poco de todo. —Cuando un viejo pagano le regala a su muñeca un abrigo de visón y un collar de diamantes, espera ciertos favores a cambio —dijo mi padre, mientras el camarero retiraba el carrito—. ¿Qué vas a darme tú a cambio de los libros prometidos, Camila? Le miré, con la cara blanca. —Sabes que yo no tengo nada que pueda darte, padre —dije, y tomé nerviosamente un sorbito del vermut. Al fin y al cabo, hasta los regalos de Navidad y cumpleaños que le hago los compro con la asignación que me da. En realidad, no he ganado en mi vida ni un centavo. —Bueno, puedes darme, por ejemplo, tu cariño —«lijo, y comenzó a pinchar alubias, una a una, con su tenedor—. Y otra cosa que yo valoro es tu total honestidad. Tú siempre has sido honesta con tu padre, ¿no, Camila? —Sí, padre —dije, y rompí un colín por la mitad, esparciéndose sus pequeñas migajas en el mantel blanco. —Me hubiera gustado tener más hijos —dijo entonces mi padre—. Un hijo, quizá. Pero tengo la seguridad de que ningún otro hijo me hubiera proporcionado la misma satisfacción y alegría que tú. Nunca me había hablado así mi padre. La única forma en que me demostraba su cariño era darme de vez en cuando un fuerte abrazo, que casi me rompía las costillas, cuando le besaba para darle las buenas noches; otras veces, me traía algún libro que me había oído comentar que quería, o algún nuevo mapa de las estrellas. —Te quiero muchísimo, Camila, ¿sabes? —dijo, y yo me pregunté si eso era in vino veritas y si se debería al martini seco, que se había bebido rápidamente y al que siguieron otros. Bajé la vista al plato y, aunque sólo me había comido la mitad de los entremeses, noté de repente que no podía comer más y bebí un sorbo generoso del vermut con cassis. —¿Ha terminado, mademoiselle? —preguntó el camarero y retiró mi plato. Tomamos luego sopa de cebolla. Mi padre me ofreció un platito con queso parmesano y dijo: —¿Te gusta la muñeca que te regaló Jacques Nissen? Esparcí un poco de queso sobre la sopa. —No. No me interesan mucho las muñecas. —¿Qué vas a hacer con ella? —Me gustaría dársela a Luisa, si no está mal. A ella le siguen gustando las muñecas. —¿Por qué no? —dijo mi padre—. Puedes hacer con ella lo que quieras. El restaurante se iba llenando. Numerosas personas abarrotaban el bar, sentadas en incómodos taburetes. De vez en cuando se abría la puerta, dejando entrar ráfagas de aire espeso con olor a lluvia y yo miraba hacia la puerta porque, por alguna razón, no me atrevía a mirar a mi padre. El camarero retiró mi cuenco de sopa y me trajo un plato de champiñones acompañados de unas judías diminutas, patatas y trocitos de carne, todo ello con salsa de queso. Probé de todo y entonces dijo mi padre: —Camila, Nissen viene a verte muy a menudo. ¿Te gusta? Luisa y yo practicábamos un juego llamado pistas, que consistía en adivinar una persona por las cosas que te la recordaban: colores y objetos, animales, pintores y cosas como ésas. En una ocasión había definido a Jacques para Luisa. Me acordaba de algunas cosas que me lo recordaban. El animal era una pequeña serpiente listada, enroscada en un rosal; la flor era el fruto de la mortífera belladona y el pintor era Daumier, o bien Lautrec, y la música era la «Danza de la muñeca grotesca», de Debussy; el arma era una daga o una sortija con veneno, el método de transporte era un submarino y la bebida era absenta con mucho ajenjo. No quiero decir que Jacques sea como todas estas cosas, pero, por ejemplo, cuando Luisa me preguntó qué arma me lo recordaba, eso fue lo que se me ocurrió. Así que, ¿qué podía decirle a mi padre? —Bueno, realmente no le conozco muy bien —dije—. No es muy fácil hablar con él. —Pero ¿de qué te habla? —preguntó mi padre. Levanté mi vaso para tomar un sorbo de vermut, pero estaba vacío; quedaba sólo un poco de agua helada en el fondo. Me la bebí y su sabor rancio me hizo sentirme enferma. Nunca había sostenido una verdadera conversación con Jacques. Cuando él está en casa, yo estoy en mi cuarto, haciendo mis deberes; a veces, ni siquiera voy al salón. —Bueno —dije—, yo le hablo del colegio. La semana pasada, Luisa y yo nos metimos en un lío. Frank —el hermano de Luisa—, leyendo a Platón, encontró una frase apropiada para nosotras; la copiamos y fuimos temprano a la escuela y la colgamos en la puerta de la clase. Decía: «Los conocimientos que se adquieren bajo coacción no se fijan en la mente.» Cuando llegó la señorita Sargent dijo que eso sólo podía ser obra de Luisa Rowan y Camila Dickinson y nos castigó a quedarnos después de las clases. Pero mi padre no estaba dispuesto a cambiar de tema, como yo intentaba. Dijo: —¿Tomáis tú y Rose y Nissen el té juntos? —¡Oh...! Algunas veces —dije. Deseaba poder taparme los oídos, en parte para acallar las palabras de mi padre y, en parte, porque me zumbaban como sucede a veces en el metro.
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—¿Algunas veces? ¿Y las otras veces? —La realidad es que no viene con tanta frecuencia —dije. —¿Está tu madre normalmente en casa cuando vuelves del colegio? ¿Qué a menudo significa «normalmente»? Unos días está mi madre y otros no, y llega justamente unos minutos antes de que regrese mi padre. Así que, en realidad, podía decir tanto que normalmente está en casa como que normalmente no está. Por eso dije: —Normalmente, creo —apreté mis dedos fríos sobre mis mejillas ardientes y supliqué para mis adentros: «¡Que lo deje, por favor! ¡Que lo deje!» Entonces dijo mi padre: —Vamos a dejarnos de rodeos, Camila. Ya eres lo bastante mayor para hacerte una pregunta directa. ¿Va Nissen a verte a ti o va a ver a tu madre? —No lo sé —dije. —No eres ninguna estúpida, Camila. Dime la verdad. —Tengo que ir al baño —dije—. Tengo que ir en seguida. Voy a vomitar —empujé mi silla hacia atrás con tanta fuerza que rodó por el suelo, e inmediatamente me dirigí a toda prisa por entre las mesas a la habitación que tenía el letrero de Señoras, y llegué con el tiempo justo de vomitar. Una mujerona de uniforme blanco que estaba sentada en una butaca de raso amarillo se levantó y me sujetó la cabeza, y cuando terminé, cogió una toalla limpia, la humedeció y me limpió la cara; luego me dio un líquido dentífrico para que me enjuagase la boca y me refrescó la frente con colonia. Tras eso, me puso la cabeza contra su pecho, grande y firme como un cojín de aire a punto de reventar, diciendo una y otra vez: —Pobrecilla, pobrecilla. Era estupendo estar allí, con la cara apretada contra el botón superior de su uniforme blanco, mientras me frotaba la espalda con sus manazas. Me hubiera encantado continuar así, pero dije: —Mi padre estará preocupado. Ya estoy bien. Muchas gracias por todo. La mujer me soltó y retiré la cabeza de su impecable uniforme, levanté la vista y le di otra vez las gracias. Llevaba la cara empolvada y, bajo los polvos, se adivinaba un rostro cuajado de pecas, como lo está la Vía Láctea de estrellas. —Vaya idea la de darle de beber a una niña como tú —dijo—. Es tu padre, ¿no? Debería pensarlo antes. ¿Seguro que ya estás bien, pequeña? —Sí, gracias —le dije—. Ha sido usted muy amable —me hubiera gustado preguntarle su nombre; realmente me hubiera agradado volverla a ver, porque era reconfortante como una montaña, pero me limité a darle la mano y regresé al restaurante.
Cuando volví a la mesa, mi padre estaba muy preocupado y fue muy cariñoso conmigo. Pagó la factura y salimos del restaurante. Había dejado de llover y hacía mucho más frío. Las nubes se abrían y se deslizaban veloces por el cielo; la acera estaba casi seca, excepto donde había desigualdades, y los charcos parecían sombras oscuras en la noche. —¿Cogemos un taxi o te sentaría mejor pasear un poco? —preguntó mi padre. —Vamos a ir andando —dije. El aire fresco y violento le sentó maravillosamente bien a mis mejillas encendidas. Levanté la vista y, a través de un gran desgarrón entre las nubes, divisé una estrella y formulé un deseo. Luisa cree que es terrible formular deseos a las estrellas, pero yo sé que ella también lo hace; y a mí me gusta formularlos, aunque no sea científico. Pienso que es bueno creer en cosas, como gatos negros que se cruzan en tu camino o contemplar la luna a través del cristal. Me gusta también formular un deseo con una horquilla 5 y tratar de conseguir el primer bocado de una tarta de cumpleaños; y Luisa y yo hemos dicho siempre «pan y mantequilla» cuando, al ir andando, queda entre las dos una farola o cualquier otra cosa, aunque no creo que ésta sea una superstición tan constructiva como las otras. —¿Sabías que en invierno hay lluvia de estrellas? —pregunté a mi padre—. Están las úrsidas, las oriónidas y las de la constelación de Aries. Y están también las de las constelaciones de Tauro y Andrómeda. ¿No son unos nombres preciosos, padre? —Sí —dijo mi padre, que ya no dijo nada más el resto del camino hasta casa. Pero me llevaba cogida de la mano (los dos llevábamos los guantes en el bolsillo, a pesar del viento frío) y, de vez en cuando, mi padre me daba un apretón en la mano con sus fuertes dedos. Caminamos durante un trecho por la Segunda Avenida y luego torcimos al oeste hacia la Tercera, y de nuevo volvió a pasar un tren elevado por encima de nosotros, con las luces amarillas que dejaban escapar sus ventanillas; daba la impresión de que todos los que iban dentro debían sentirse confortables y sociables, y quizá incluso hablarían entre sí, intentando mantener la noche fuera del tren. Pero sabía que, en realidad, estarían probablemente cansados y malhumorados, deseando llegar a sus casas y ponerse unas zapatillas cómodas; puede que algunos de ellos, incluso, no tuvieran dónde ir, excepto a algún albergue de
5 Hueso de ave en forma de horquilla. Sujetada por cada extremo por una persona, la que consigue el trozo mayor, al tirar ambas, verá cumplido un deseo. (N. del T.)
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vagabundos, si tenían veinticinco centavos para ello y, si no, tener la oportunidad de extender un periódico en uno de los asientos y dormir allí. Cuando llegamos a casa, preguntó mi padre: —¿Te sientes mejor, querida? —Sí —dije. No me apetecía entrar en casa. Quería que entrara mi padre y que me dejara fuera para andar sin parar por las calles y, quizás, adentrarme en Central Park y sentarme en un banco y charlar con alguien que prefiriera también pasarse la noche en vela. Pero mi padre volvió a apretarme la mano y subimos. Entramos en el salón; aunque estaba a oscuras, mi padre no encendió las luces. Nos acercamos a una ventana y permanecimos allí, contemplando el exterior. Desde las ventanas del salón se divisan, más allá de Central Park, los edificios de la parte oeste de Central Park, Radio City, Essex House y Hampshire House y la cúspide del Empire State Building, para mí, más bonito, incluso, que las fotos de las Montañas Rocosas y del Gran Cañón. —Camila —dijo mi padre—, debía estar borracho o loco, o ambas cosas a la vez. No debería... —no terminó la frase y ya no dijo nada más. Aguardé un poco, pero lo único que hizo fue quedarse allí a mi lado, apretándome la mano con tanta fuerza que sentí crujir mis huesos. Por último, dije: —Está bien, padre. Todo está bien. —¿Lo está? —preguntó. —Sí —dije, procurando que mi voz sonara firme. Mi padre me soltó la mano y dijo: —Vamos a ver si tu madre está despierta. Nos dirigimos sin hacer ruido al cuarto de mi madre. Es, también, el cuarto de mi padre, puesto que duerme allí, pero lo que llamamos su cuarto es su despacho, donde a veces trabaja después de regresar a casa de la oficina y donde, normalmente, lee el periódico. La luz del cuarto de mi madre estaba encendida y seguía tumbada en el diván, profundamente dormida, con el pelo extendido sobre la almohada y un brazo caído por un lado, casi tocando el suelo; tenía una expresión tan inocente y desvalida como la princesa de La bella durmiente. —Voy a hacer un rato mis deberes y luego me iré a la cama —susurré a mi padre en el quicio de la puerta del cuarto donde mi madre yacía tan plácidamente dormida—. Buenas noches, padre. —Buenas noches, Camila —susurró él, sin mirarme. Miraba a mi madre.
Hice mis deberes hasta que me entró el sueño y me fui en seguida a la cama. Hice todo bastante aturulladamente, porque no quería pensar. No había hecho más que abrir la ventana y apagar la luz, cuando se produjo una llamada suave y se abrió la puerta; allí estaba mi madre, delimitada su silueta por la luz del vestíbulo. —¿Estás dormida, querida? —preguntó en voz baja. —No. Entró y se sentó en la cama, a mi lado, y se puso a acariciarme la frente de la misma forma que solía hacerlo cuando yo era pequeña y estaba en la cama con fiebre. —¿Lo has pasado bien con tu padre? —Sí, gracias. —¿Te preguntó...? ¿De qué hablasteis? —Oh, no sé. De la cena. —¿Te preguntó...? ¿Mencionó a Jacques? —Me preguntó si me gustaba la muñeca. Mi madre siguió frotándome la frente y, de repente, se inclinó sobre mí, como si quisiera protegerme de algo y susurró: —Oh, Camila, mi niña, te quiero muchísimo. —Yo también te quiero a ti, madre —dije—. Te quiero enormemente —sentí de repente ganas de llorar, pero sabía que no debía hacerlo. Se incorporó y siguió acariciándome la frente. Cuando yo era niña, ese movimiento relajante solía arrullarme hasta que me quedaba dormida, pero ahora parecía desvelarme y ponerme en tensión y era la voz de mi madre, que no dejaba de hablarme, la que sonaba soñolienta. —La mayoría de la gente no se da cuenta de que puede matarse el cariño —dijo con voz suave y amodorrada—. Cuando alguna persona te dice que te quiere, no esperas que rechace el cariño que tú le ofreces a cambio. Yo estaba rígida en la cama, dándome el aire frío proveniente de la ventana abierta en las ardientes mejillas, y mi madre, con su bata rosa de terciopelo, se estremeció. —¿Me quieres de verdad, cariño? ¿De verdad? —preguntó.
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—Te quiero, madre —dije, y tuve que cerrar los párpados con fuerza para poder contener las lágrimas. —Me gustaría... —dijo suavemente—, me gustaría que mamá estuviera viva. Quisiera tener alguien con quien hablar. Todo, quizá, Jen —tío Tod y tía Jen eran sus hermanos, que vivían muy lejos de Nueva York—. Me gustaría... Mamá se preocupaba por mí. Siempre creyó, aunque de una forma muy sutil, que yo era una tonta —dejó escapar un suspiro tembloroso—. ¿Eres feliz, cariño? —me preguntó—. ¿Va todo bien? ¿Estás contenta en el colegio? —Sí, madre —dije. —¿Tienes sueño? —Sí. —Tú... no estarás preocupada por algo, ¿no? —No, madre. —Está bien... Me pareció que... pensé que a lo mejor habrías tenido algún contratiempo en el colegio. —No, madre, en el colegio va todo bien.
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Estaba terminando de vestirme el jueves por la mañana, cuando sonó el teléfono. Era Luisa. —Camila, vamos a desayunar juntas en una cafetería, por favor —su voz temblaba impaciente. —De acuerdo. ¿Dónde? —pregunté, contenta de que hubiera llamado. Mi madre acostumbraba a desayunar en la cama, pero mi padre y yo desayunábamos juntos y pensé que me resultaría más fácil hablar con él si no le viera hasta la noche. Mi madre salió del dormitorio cuando me estaba poniendo el sombrero y el abrigo. —¿Dónde vas, Camila? —preguntó. Esta mañana no parecía ni la bella durmiente ni una princesa de cuento de hadas. Tenía la cara blanca y el cansancio y la ansiedad, y otras cosas que no supe descifrar, resaltaban sus arrugas; se arrebujaba en su bata como si tuviera frío. —Voy a desayunar con Luisa. —¿A desayunar? ¿Por qué? —Creo que tiene algún problema —dije. —¿Estás..., estás bien, querida? —preguntó mi madre. —Sí, gracias. —¿Vendrás..., vendrás en cuanto termine el colegio? —No lo sé —dije—. Supongo que sí. —No vendrás tarde, ¿verdad? —No —dije—. Ahora tengo que irme, madre. Le prometí a Luisa que iría en seguida. Le di un beso y me fui, sintiéndome terriblemente sola, como pienso que se sentiría una persona en un país extranjero, porque no sabía qué hablar con mi madre ni con mi padre. Hablar con ellos había llegado a convertirse en algo así como hablar con extranjeros, en que tienes que esforzarte desesperadamente para decir algo accidental y sin importancia. Me llevé conmigo la muñeca de Jacques y la dejé en el guardarropa del colegio, para dársela a Luisa, porque no soportaba tener en casa algo que me recordara a Jacques tan de continuo. Antes, suplicaba desesperadamente que no viniera a casa, pero ahora ya no pedía tanto; pedía sólo que mi padre no llegara a casa antes de tiempo y volviera a encontrarse a Jacques con mi madre. Me intrigaba la causa de que mi padre hubiera vuelto a casa más temprano el día anterior por la tarde. Así, pues, dejé la muñeca en el guardarropa y me fui a la cafetería de la esquina, donde me esperaba Luisa. En el mostrador tenía ante sí una taza de café y un vaso de zumo de naranja, casi del mismo color que su pelo. —Tengo un disgusto tan grande que no puedo desayunar otra cosa —exclamó mientras yo me encaramaba en el taburete que había a su lado—. De todas formas, no tengo dinero. —Te puedo prestar cincuenta centavos —dije—. ¿Qué ha pasado? —¡Oh! Otra vez ellos, por supuesto. Mona y Bill —Luisa se refería siempre a sus padres por sus nombres propios. —¿Qué ha pasado ahora? —Se pelearon anoche cuando volvieron. Al principio procuraron hablar en voz baja para que Frank y yo no nos enteráramos, pero fueron subiendo el tono y, al final, acabaron gritando y Mona le tiró a mi padre una sinfonía entera de Beethoven, disco a disco. Por el número, debía ser la Novena. Tomó un sorbo largo de café y luego hizo un mohín. Cuando habla, e incluso cuando escucha, la boca de Luisa se mueve más que cualquier otra que haya visto en mi vida. Cuando intento describirla, doy la impresión de que es fea y puede que, quizá, lo sea en sí misma, pero en su cara no produce el efecto de ser fea en absoluto. Es una boca grande, como si alguien le hubiera dado una cuchillada de lado a lado de la cara; sus labios son finos, pero, debido a que son tan flexibles, no dan la impresión de delgadez o acritud. Frank dice que Luisa es fea, pero lo que a mí me gusta de su cara es que me recuerda a una mañana ventosa, con nubes que
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se mueven velozmente por un cielo de luces y sombras; y, aunque tiene el pelo rojo, sus ojos no son verdes, como los míos, sino de color azul claro y rasgados. Su rostro es muy blanco, como la mujer del servicio de señoras del restaurante. —No sé por qué no se pelean antes de venir a casa —dijo Luisa—. Lo peor fue cuando la gente comenzó a asomarse a las ventanas y les dijeron que se callaran —acabó su zumo de naranja, sujetando fuertemente el vaso con una de sus bonitas y huesudas manos. Tiene unas manos muy fuertes; es capaz de abrir el tintero con el tapón más apretado que haya—. ¿Y qué tal los tuyos? —me preguntó. —¡Oh, bien, supongo! —dije. —Eso quiere decir que todo va mal —dijo Luisa—. ¿De verdad me puedes prestar cincuenta centavos, Camila? —Claro. —Pero ya sabes que no puedo devolvértelos. —No te preocupes. Ya me los devolverás algún día, cuando las dos seamos famosas —mi asignación es doble que la suya o, al menos, el doble de la que se supone que tiene. Creo que a veces no le dan nada. —Yo voy a tomar un sandwich de jamón picado —dijo Luisa—. ¿De qué quieres el tuyo? —De lechuga, tomate y jamón —una cosa curiosa es que a las dos nos gusta desayunar un sandwich y por la noche, antes de irnos a la cama, cereales. —Supongo que ayer por la tarde iría Jacques Nissen —dijo Luisa. —Sí —lo gracioso del caso es que, antes de que yo le dijera a Luisa lo que me parecía Jacques, cuando éste empezó a venir a casa, ya sabía exactamente lo que sentía y, además, adivina cuándo le encuentro allí al volver del colegio. —¿Sabes una cosa? —dijo Luisa, echándole azúcar al café—. Has cambiado una enormidad desde que nos conocemos. —¿Sí? —Sí. Has madurado. Me refiero respecto a ellos. Es gracioso, Camila. Siempre he creído que no soportaría que te pasara nada malo, pero me siento mucho más unida a ti, precisamente, por lo de tu madre y Jacques y por verte desgraciada y todo eso. —¡Oh! —exclamé. Al camarero que estaba preparando nuestros sandwiches le dije—: Sírvame también un batido de chocolate —y me quedé allí sentada, con los codos sobre el mostrador y recordé la primera vez que vi a Luisa, hacía un año. Se incorporó al colegio con tres semanas de retraso. Sus padres estaban pasando las vacaciones en la isla del Fuego y, simplemente, no se preocuparon de regresar a Nueva York a tiempo para que Luisa comenzara las clases. La primera semana no tuve muchas oportunidades de hablar con ella; no era nada tímida y desde el primer momento le cayó bien a todo el mundo y siempre estaba con algún grupo. Pero una tarde en que había ido al Museo Metropolitano, me la encontré. El año pasado fue mi primer año sin niñera, el primer año en que se me permitió ir al colegio o adonde yo quisiese sola. A veces me llevaba los libros al Museo y estudiaba allí. Mi madre no conocía aún a Jacques, así que no era por eso. Era, sencillamente, porque era la primera oportunidad que se me presentaba en mi vida de ser realmente yo misma. De todas formas, el Museo, con sus enormes y retumbantes salas y sus grandes techos acristalados, ha sido siempre uno de mis lugares preferidos. De pequeña, cuando Binny, mi niñera, me llevaba al parque a jugar, la hacía recorrer conmigo el Museo. Me gustaban, de una forma especial, las tumbas egipcias y las momias, así como esos inmensos vestíbulos de los que cuelgan grandes banderas recamadas y están llenos de escudos y espadas y armaduras en las que me gustaba imaginarme pequeños caballeros de verdad. ¡Qué bajitos debían haber sido los hombres de aquellos tiempos! Mi padre no hubiera cabido en la más grande de ellas. Quizá Jacques hubiera cabido en alguna, pero con grandes apuros. Tiene gracia, pero, en cierto modo, puedo imaginarme a mi padre y a Jacques como si fueran caballeros que parten para las Cruzadas, con los pañuelos de sus damas por talismán; es la única forma en que puedo imaginarme a mi padre y a Jacques al mismo tiempo. La tarde en que conocí a Luisa me dirigí a una sala que reproduce el atrio de una casa romana, con un estanque de mármol en el centro y bancos de mármol a los lados. Hay árboles y plantas y se percibe el olor húmedo y cálido de un invernadero. Me senté en uno de los bancos, abrí mi libro de Historia y me sentí muy feliz, porque la historia que estábamos dando entonces era la historia de Roma y aquél era un lugar maravilloso para hacerlo. Al rato, alguien se sentó a mi lado y dijo: «Hola.» Era Luisa. No me agradó mucho verla en aquel momento (aunque había estado esperando una oportunidad en el colegio para conocerla), porque yo era feliz sola y quería estudiar Historia, pero ella se quedó allí, así que nos pusimos a hablar. Al principio no hablamos de nada en especial, sólo del colegio, de las otras chicas y de los profesores. Luego dijo: —¿Sabes una cosa, Camila Dickinson? He estado pensando en ello y he llegado a la conclusión de que me gustas más que cualquiera otra del colegio. No supe qué responderle. Yo nunca hubiera dicho nada así a nadie, no importa lo que quisiera dar a entender; pero de la forma en que lo dijo, mirándome francamente con sus ojos azules llenos de vida, lo encontré correcto y, de repente, me sentí muy feliz. Ella me miraba y yo la miraba a ella sin poder decir nada y, entonces, con toda sinceridad, me preguntó: —¿Quieres a tu padre y a tu madre? —Por supuesto —dije. Movió la cabeza impacientemente y su pelo rojo aleteó a un lado y otro de sus mejillas.
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—No me refiero a ese cariño que se da por supuesto. No me refiero a que los quieras sólo porque son tu madre y tu padre. Me refiero a si los quieres como personas. Hasta entonces jamás se me había ocurrido pensar en mi madre y en mi padre nada más que como mi madre y mi padre. Reflexioné en sus palabras y respondí: —Sí. —Eres muy afortunada —dijo—. Yo no quiero a ninguno de los míos. Eso era algo que no podía imaginarse y debí parecer desconcertada y estúpida, porque Luisa torció la boca, sonriendo tristemente y me preguntó si tenía hermanos, a lo que le respondí que no. —¿Tú crees que tus padres querían tenerte? —preguntó. De nuevo debí poner cara de estúpida y Luisa prosiguió—: Querida niña, ¿no te das cuenta de que muchísimas veces los padres no desean en absoluto a sus hijos? Frank y yo fuimos programados, pero yo creo que fue un gran error. ¿A ti te programaron? —No lo sé —dije. Luisa suspiró. Estaba sentada en el banco de mármol; apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en las manos y daba la impresión de que en cualquier momento podía echarse a llorar. —Tú tienes mucha suerte —dijo—. Eres una persona que es una hija de verdad y tu madre y tu padre son tus padres; pero Frank y yo, y mi madre y mi padre estamos despegados unos de otros y siempre estamos en continuo conflicto. ¿Sabes, Camila Dickinson, que tú eres de la clase de personas con las que es fácil hablar? No tengo nunca la oportunidad de hablar con gente así. ¿Quieres ser amiga mía? Necesito mucho tener una amiga de verdad. Luisa me dejó desconcertada y un poco asustada, pero yo deseaba muchísimo ser su amiga, supuesto que, tras aquella charla, no me considerara demasiado estúpida. —A mí también me gustaría ser amiga tuya —dije. Levantó la barbilla de las manos y su rostro, tenso y procurando no llorar, se transformó en una sonrisa luminosa. —Entonces está decidido —gritó y me estrechó la mano. Después de aquello, casi todas las tardes hacíamos juntas los deberes escolares, bien en su casa, en la calle Novena, o en la mía. Sus padres no estaban frecuentemente en casa y Frank estaba interno aquel invierno, por lo que disponíamos de su casa para nosotras solas. Es un piso bastante pequeño, que ocupa la tercera planta de una casa de arenisca oscura. Tiene un gran salón al que dan dos dormitorios-estudio donde duermen sus padres, una gran mesa de madera, de color claro, donde comen y una cocinitaarmario; en la parte de atrás hay dos pequeños dormitorios, donde duermen Frank y Luisa, y un cuarto de baño entre los dos. El cuarto de Luisa tiene una litera con dos camas. En la habitación no caben dos camas, excepto una encima de la otra, y cuando eran pequeños, Luisa y Frank dormían en esa habitación. El piso de Luisa da una impresión muy diferente al mío. En su salón, todos los muebles son muy modernos; los sillones tienen una forma extraña y son mucho más cómodos de lo que parecen, aunque resulta difícil levantarse de ellos. Hay cuadros muy modernos en las paredes, la mayoría de ellos originales, porque la madre de Luisa trabaja en una revista de arte. Me gustaría poder explicar el ambiente de ese piso. Cuando estoy allí, tengo la sensación de que la vida es peligrosa y excitante, y que yo soy bastante lerda y estoy poco preparada para ella. No me siento incómoda porque, en cierta forma, Luisa forma parte de él y jamás me encuentro incómoda con Luisa; pero, hasta este año, ese ambiente ha sido algo totalmente extraño a mi vida. —Camila, deja de cavilar —dijo Luisa, dando fin a su sandwich y chupándose los dedos—. ¿Hablaste ayer con Jacques? —Sí, me trajo una muñeca. —¿Una muñeca? ¿A ti? ¡Cuidado con los griegos que ofrecen regalos, Camila! 6 ¡Qué se creerá que eres! ¡Es un insulto! Supongo que se la tirarías a la cara —Luisa hablaba muy excitada y golpeaba el mostrador con el puño, con lo que se le subió la manga de su jersey amarillo por encima de su estrecha muñeca y me dio la impresión repentina de que era más joven que yo. Luisa es un año mayor que yo y, normalmente, parece mayor de lo que es, pero, de vez en cuando, me siento tan vieja como una de esas montañas de la luna y Luisa es como un pequeño cometa que cruza el cielo a toda velocidad. —Te he traído a ti la muñeca —dijo—. La he dejado en el guardarropa del colegio. Está dentro de una caja. Realmente es una muñeca bonita..., como son las muñecas. —¡Para mí! —Luisa levantó la vista al camarero y le sonrió radiante—. ¡Oh, Camila! ¿De verdad? Eres un encanto. ¿Crees que soy una boba porque aún me gustan las muñecas? No se lo dirás nunca a ninguna de las chicas del colegio, ¿entendido? ¡Vaya juerga armaría Alma Potter! Gracias a Dios, está en una caja. No se nota que es una muñeca, ¿no? La caja, quiero decir. —No —le aseguré. —Frank cree que soy boba —dijo—. Dios mío, me gustaría que Frank estuviese también interno este año. Pero supongo que, aunque no le hubieran echado el invierno pasado, Mona y Bill no le habrían enviado de nuevo este año. Tú no lo comprendes,
6 Alusión al caballo de Troya. (N. del T.)
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Camila
Camila, pero resulta imposible vivir con él. Es un infierno vivir con él, un auténtico infierno. No sé por qué no me mandan Mona y Bill también a la escuela pública. Un necio sentido del orgullo, me imagino, cuando la mitad del tiempo no tenemos bastante para comer. Escucha, Camila, tú no pensarás que soy una boba, ¿no? —Claro que no —dije. Luisa terminó el café y yo el batido, sorbiendo suavemente por las pajitas, para no hacer demasiado ruido molesto. —Ven —dijo Luisa—. Vamos al colegio.
Al día siguiente de encontrarme a Luisa en el atrio romano del Museo, el año pasado, volví directamente a casa del colegio. Mi madre había salido de compras y me dirigí a la cocina, me serví un poco de leche y pan con azúcar y me fui a mi cuarto para hacer mis deberes. A los pocos minutos sonó el timbre de la puerta y era Luisa. —¡Hola, Luisa! —dije—. Ven a mi cuarto y ayúdame con el latín. Me está costando mucho trabajo. Luisa seguía junto a la puerta, se quitó los guantes amarillos listados y los retorció entre sus manos. —¿Estás segura de que a tu madre no le importará que haya venido? —Claro que no —dije—. De todas formas, no está. —¡Oh! —exclamó Luisa, al tiempo que se dibujaba en su boca un gesto de desilusión—. Quería verla. —Bueno, probablemente volverá en seguida —dijo—. ¿Quieres verla para algo en particular? Luisa negó con la cabeza y sus ojos recorrieron el vestíbulo, deteniéndose en la mesa de caoba con la bandeja de plata para las tarjetas de visita, en las dos butacas de caoba con asientos de brocado amarillo y en el precioso mapa de la pared, un mapa antiguo de América, de cuando el continente era un territorio desconocido. —Sólo quería ver qué clase de madre tenías —dijo. —Bueno, ven a mi cuarto —le dije. Me siguió sin dejar de mirar a su alrededor, retorciendo los guantes entre sus bonitos y finos dedos. Luisa es muy delgada, más aún que yo. —Camila —preguntó—, tu madre es estupenda, ¿no? —Sí. —Comprende las cosas, ¿no? Tú puedes hablar con ella. —Sí —entonces podía. Podía hablar con mi madre de todo, aunque cuando yo era pequeña, era mi padre el que me infundía fuerza y seguridad. Mi madre y yo éramos como dos hermanas que jugábamos juntas a toda clase de juegos maravillosos, pero era mi padre el que tenía el poder para hacer que las cosas fueran bien. Luisa arrojó los guantes sobre la cama, le dio un manotazo a la almohada y dijo: —No quiero ir a mi casa. No quiero volver allí esta noche. —¿Quieres pasar la noche conmigo? —No seas tonta —dijo Luisa—. Eso no serviría de nada. Las cosas han llegado a tal extremo, ¿no?, que tengo que decir que no quiero volver nunca, ¡nunca!, ¡nunca! —cada «nunca» lo dijo más alto y, con el último, se quitó el sombrero y lo arrojó al suelo—. ¡Soy muy desgraciada! —dijo. Me senté a los pies de la cama y, de repente, me pareció que mi habitación se había llenado de algo que no había contenido antes. Yo había llorado allí, incluso había tenido berrinches cuando era muy pequeña, pero la habitación no había llegado nunca al punto de explosión en que estaba entonces, con Luisa quitándose de un manotazo su bufanda a cuadros, despojándose violentamente de su abrigo de mezclilla castaño y, moviendo la cabeza, con las manos aferradas a ella, para no echarse a llorar. —Fue un mal día para ti, Camila Dickinson, cuando dijiste que serías amiga mía —dijo con voz ronca—. Te arrastraré al abismo conmigo. Toda nuestra familia es así. Somos terribles con nuestros amigos, pero los estimamos. Los queremos. De verdad que sí —sus labios comenzaron a temblar y se dio la vuelta para que no viera su cara. —Ahora están siendo encantadores —dijo—. Mona y Bill. Mi madre y mi padre. Es mucho peor cuando son así. Cuando gritan y tiran cosas es malo, pero no lo es tanto porque, cuando se preocupan uno del otro para llegar a pegarse, a golpearse y a gritar, en realidad es que se quieren, ¿no crees? Frank y yo tenemos unas peleas terribles, pero si él se muriera, yo me moriría también. Pero cuando son encantadores es cuando, de verdad, me asusto. Tengo tanto miedo de que se divorcien... Y ¿qué crees que pasaría con Frank y conmigo si lo hacen? Bill se quedaría probablemente con Frank y Mona conmigo, pero yo quiero más a Bill que a Mona, aunque él se porte fatal con ella. De todas formas, es mejor estar juntos que lo que sería estar separados. ¿Por qué no dices algo? Yo seguía sentada a los pies de la cama y no sabía qué decir. Pensé que Luisa me odiaría y no volvería a preocuparse de mí, por lo estúpida que yo era. Deseaba con todas mis fuerzas decir algo que fuera inteligente y reconfortante y, finalmente, llegué a la conclusión de que no tenía nada que decir. Nada en absoluto. En ese momento oímos la cerradura de la puerta principal y a mi madre que se dirigía a mi cuarto por el vestíbulo, gritando: —Camila, querida, ¿dónde estás? —entró apresuradamente en mi cuarto y se detuvo en seco al ver a Luisa. Le sonrió como si estuviera encantada de verla y dijo—: ¡Hola!
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—Es Luisa Rowan, madre —dije—. Luisa, esta es mi madre. Mi madre sonrió otra vez a Luisa y dejó una caja grande sobre mi cama. —Querida, te he traído dos nuevas faldas y dos nuevos...; pasé por una tienda y estaban expuestos en el escaparate, así que entré... Los jerseys son preciosos, Camila, de cachemir y de colores muy bonitos. Pruébatelos. No tuve más remedio que abrir la caja y probarme las prendas, mientras Luisa seguía sentada, mirándome; sus ojos azules parecieron oscurecerse y no pude adivinar si era por odio, por envidia o de pena. Mi madre quiso que me dejara puestos una de las faldas y un jersey y dijo: —Querida, Raff y yo vamos a cenar fuera esta noche y luego al teatro con unos amigos. ¿Quieres que tu amiga...? ¿Quieres quedarte a cenar con Camila, Luisa? —Sí, gracias —dijo Luisa con voz muy tranquila—. Me encantaría. Luisa estuvo tranquila el resto de la tarde. No dijo nada violento y, de repente, dio la sensación de sentirse tan feliz y cómoda como un gatito. Al día siguiente de venir Luisa por primera vez a nuestra casa, estábamos tomando leche y unas galletas durante el recreo, y me preguntó: —Camila, ¿qué vas a ser? —¿Quieres decir cuando sea adulta? —¡Otra vez, Camila! —dijo Luisa—. Ahora ya eres adulta, a todos los efectos. Me refiero a cuando seas lo bastante mayor para ser dueña de tus actos, para hacer lo que te dé la gana. —Astrónomo —dije. Lo dije como si le lanzara una piedra, porque temía que se riera de mí. Y lo hizo. —¡Vamos, Camila! La gente ahora va a los psiquiatras, no a los astrónomos. Los astrónomos están pasados de moda. De todas formas, no valdrías para leer el futuro y esas cosas, porque tú no conoces nada a la gente. Ahora me tocó a mí el turno de reír. Era la primera vez que me reía de Luisa en lugar de reírme con ella. —Estás pensando en un astrólogo —le dije—. Yo me refiero a un astrónomo de verdad, a un científico, como los que hay en Palomar. —¡Oh! —dijo Luisa. Empujó sus pajitas hasta que hubo terminado su batido y luego preguntó, con auténtico respeto en su voz por vez primera. —¿Por qué? —No lo sé exactamente —dije—. Es algo que siempre he querido ser. Mi abuela Wilding solía explicarme las estrellas. Sabía una barbaridad de ellas. Incluso llegó a conocer y a hablar con María Mitchell. —¿Quién es María Mitchell? —Una de las primeras mujeres astrónomos. Oh, Luisa, ¿no te da escalofríos pensar que, cuando contemplas el cielo por la noche, la mitad de las estrellas que ves ya no están allí? O que, sea como fuese, ya no existen y hace miles de años que no dan luz? Tarda tanto la luz en recorrer toda esa distancia, que las estamos viendo como eran hace miles de años. Escucha. ¿Qué significa para ti el nombre Schiaparelli? —yo estaba presumiendo ahora, y lo sabía, pero no me importó. Yo iba bien en el colegio, pero ella siempre parecía saberlo todo. —¿Schiaparelli? Un famoso diseñador de modas, por supuesto. Eso lo sabe cualquiera. ¿Por qué? —Bueno —dije—, para mí se trata de Giovanni Virginio Schiaparelli, un astrónomo italiano. En realidad, vino de Milán en el siglo diecinueve. —De acuerdo, de acuerdo —dijo Luisa—. ¿Y qué hizo ese tipo? —Bien —le dije—, en primer lugar, fue el primer astrónomo que vio los canales de Marte. Y, bueno, fue el que descubrió que Mercurio tarda ochenta y ocho días en una rotación. —De acuerdo, de acuerdo —dijo Luisa otra vez—. Me has convencido. Quieres ser astrónomo. —Lo quiero. Luisa me sonrió. —Bueno, tú te quedas con tu Schiaparelli y yo con el mío. Puede que si mis trajes fueran de Schiaparelli en lugar de rebajas, no parecería tan flaca. Me reí entonces y dije: —Yo no pretendía apasionarme tanto, Luisa, pero ¡es tan enormemente excitante! ¿Sabías que muchos científicos creen que el mundo, el sol y los planetas, y muchísimas otras estrellas son consecuencia de una gran explosión? Una gran estrella explotó en alguna parte y nosotros somos sólo fragmentos de esa explosión, y nos vamos separando mientras nos desplazamos por el espacio. —No me digas —dijo Luisa—. Da miedo. —Yo lo encuentro emocionante —dije—. Podría suponerse que las personas religiosas debían estar más interesadas en investigar sobre ello, ¿no? Sin embargo, la mayoría de ellos no lo hacen. ¿Qué quieres ser tú, Luisa?
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—Médico —dijo Luisa—. Psiquiatra o cirujano. Me gustaría ser psiquiatra porque intentaría saber por qué la gente se tira cosas entre sí, por qué se odian y por qué se aman al mismo tiempo; por qué beben tanto y por qué lloran por la noche. Y me gustaría ser cirujano porque hay un montón de problemas, mucho más complicados que el álgebra o la geometría, y no me asusta nada la sangre y porque pienso en muchos médicos operando a muchas personas que necesitan ser operadas. Debe ser enormemente apasionante ser cirujano, ¿no crees, Camila? —Sí —dije—, debe serlo —en mi mente oía referirse a Luisa como «esa brillante cirujano, Luisa Rowan» y la veía entrar en el quirófano y ponerse unos guantes de goma sobre sus dedos largos y huesudos con gesto rápido y decidido y luego, después de eso, la veía pálida y terriblemente cansada, y al mismo tiempo, terriblemente feliz... —Y es bonito —dijo Luisa— que las dos queramos ser científicos. Sigamos siendo siempre amigas, Camila, aunque tú llegues a ser una famosa astrónomo y yo un médico famoso. A lo mejor no nos casamos nunca ninguna de las dos y entonces necesitaremos ser amigas más que nunca. Yo no pienso casarme nunca. Soy fea y no tengo nada de pecho, y me horrorizaría comprar una de esas cosas de goma que se ponen en el sujetador. Y, además, no me gustan los hombres. Frank siempre está refunfuñando y Bill se porta fatal con Mona, aunque yo le quiera más a él. Creo que tampoco me gustan las mujeres. Puede que sea misógina. ¿Se dice así, o es misántropa? Sea como sea, no creo que me case nunca, a menos que encuentre un médico que sea misógino también. Y una tiene que ocuparse de su carrera. Podrás tener muchos amores vehementes, pero un matrimonio podría interferir en tu trabajo. Un científico tiene que ser sencillo. En realidad, estoy de acuerdo con Mona y Bill cuando dicen que el matrimonio está pasado de moda. —Bueno, a mí me gustaría... —comencé a decir, pero ella ni siquiera me escuchó. —Así que tenemos que seguir siendo más amigas que nunca. Y si caes enferma o tienes accidentes horribles o cualquier otra cosa, yo me ocuparé de ti y te salvaré la vida. O, quizá, podría psicoanalizarte. ¡Dios, Camila, sería estupendo que te pudiera psicoanalizar ahora! Afortunadamente, en ese momento sonó la campana anunciando el final de recreo, devoramos el resto de las galletas y regresamos a clase.
No sé qué hubiera hecho yo sin Luisa, cuando Jacques empezó a visitar a mi madre, pero, tras conocer a Luisa y a Mona y Bill, el primer golpe quedó algo amortiguado, aunque no estaba realmente preparada para que a mis propios padres les pudiera suceder algo como Jacques. Fue como los sucesos de los periódicos, que siempre les sucede a cualquier otro y, de pronto, ese «cualquier otro» eres tú. El jueves por la tarde, al día siguiente de encontrar a Jacques y a mi madre besándose, comprendí que no podía aparentar por más tiempo que Jacques no era realmente importante y regresé directamente a casa desde el colegio, porque Luisa iba a ir al cine con Frank. Me dijeron que fuera con ellos, pero se trataba de una reposición en la calle Cuarenta y Dos de una película de terror de Boris Karloff y esas películas siempre me han dado miedo. Cuando llegué a casa, adiviné por las expresiones del portero y del chico del ascensor que Jacques no estaba allí. En el piso había tranquilidad completa. Oí a Carter hablando en la cocina con la nueva cocinera y pensé que quizá mi madre hubiera salido con Jacques. Eso era malo, pero no tanto como tener a Jacques en casa. Fui a la cocina a buscar un vaso de leche, y Carter y la cocinera dejaron de hablar cuando entré. La nueva cocinera parece muy agradable; sea como sea, me gusta más que Carter. Carter es como un pez. Estoy convencida que si se le abriera, su sangre sería fría como la de un pez. —¿Ha salido mi madre? —pregunté y en seguida deseé no haberlo hecho. Pero Carter dijo: —No, señorita Camila. Creo que está en su habitación. Si mi madre está en casa y no en el salón con Jacques, viene en seguida a verme cuando llego del colegio y tomamos el té o cacao juntas y charlamos; por eso, me bebí la leche a toda prisa, fui a su habitación y llamé a la puerta. No hubo respuesta, pero cuando levantaba la mano para llamar de nuevo, oí la voz de mi madre. —¿Quién es? —su voz sonaba apagada y como si la tuviera algo tomada. —Soy yo, madre —dije—. Camila. —¡Oh! —dijo mi madre—. Pasa, cariño. Creo que me he enfriado. Pero cuando entré en el dormitorio y la miré, me di cuenta de que no estaba enfriada. Estaba echada en la cama, vestida, incluso con los zapatos puestos, con el rostro embotado y enrojecido, con aspecto de haber estado llorando durante horas y horas, como dice Luisa que le pasa a Mona. —Camila, cariño —dijo mi madre—. Haz el favor de echarme una manta por encima, que me estoy quedando helada. Ya tenemos encima el invierno, ¿no? Odio que se acabe el verano y aun el otoño..., aunque tuvimos unos días estupendos en octubre. Odio el frío. ¿Qué tal en el colegio? ¿Desayunaste a gusto con Luisa? —Sí, gracias —dije.
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—Ven aquí, Camila, ven —dijo mi madre, extendiendo sus brazos hacia mí. Me acerqué a la cama y ella me abrazó, atrayéndome hacia sí y noté sus lágrimas derramándose sobre mis mejillas—. No me odies, Camila. No me odies —dijo llorando. —Yo no te odio —dije con presteza y comencé a besarla suavemente, como si ella fuera la niña y yo la madre; por primera vez parecía mucho mayor que yo; lo bastante mayor, en realidad, para ser mi madre. Una cosa que le encanta es que, cuando vamos juntas a algún sitio, la gente crea que somos hermanas, o cuando preguntan: «Cuál es la madre y cuál la hija?» Pero en ese momento tenía unos profundos surcos azulados debajo de los ojos y su rostro estaba abotargado y enrojecido; hubiera querido tenerla en mis brazos y apretarla contra mí, para que no pudiera verse en el espejo. —Te quiero, madre —dije una y otra vez—. Te quiero mucho —nos abrazamos y nos arrullamos hasta que dejó de llorar; volvió a echarse sobre la almohada, suspirando entrecortadamente e hipando como un bebé agotado. Fui a su cuarto de baño, empapé una toalla en agua fría y, tras exprimirla, se la pasé por los ojos; después le froté la frente con un poco de agua de colonia, de un frasco que tenía en su tocador, y se quedó con los ojos cerrados, diciendo: «¡Qué bien me sienta esto, Camila, qué bien me sienta!», y yo me sentí vieja. —Oh, cariño, ya sé que no soy muy juiciosa, pero ¿qué puedes hacer para agradar a una persona, si lo que quiere es todo lo contrario de lo que tú eres? Ya sé que no soy tan inteligente como él... Todo lo que puedo darle es mi amor. Pero cuando él parece que no quiere..., si me felicita cuando soy menos cariñosa... ¡Oh! Claro que no emplea esas palabras, sino que dice que soy más sensata, pero eso es lo que significa... Es como si me clavara un cuchillo en el... Una vez, incluso, me felicitó por ser más fría... con él. Eso me hirió más que... Pero yo le quiero. Intenté..., intenté ser menos afectuosa..., pero no puedo reprimir la necesidad de cariño que hay en mí. Dejó de hablar con un pequeño hipido y se tapó la boca con la mano, con un gesto rápido e infantil. Luego añadió en voz baja: «Si al menos tuviera a mamá para hablar con ella..., porque tengo que hablar con alguien. No puedo evitarlo, necesito hablar con alguien. ¡Si una no tuviera que hacerse mayor, Camila! ¡Si una pudiera ser siempre una niña! Yo no soy lo bastante fuerte para... ¡Oh, Camila! ¡Que Dios me ampare! ¡Que Dios me ampare!» Se echó a llorar de nuevo y, entre sollozos, dijo: «Me mataría si alguna vez supiera... Me mataría. Rafferty es un hombre violento, Camila. ¡No sabes lo violento que es!» —¿Por qué iba a querer matarte, madre? —pregunté, con voz repentinamente fría y dura como una losa de mármol. Dejó de llorar de repente, se incorporó y me aferró con ambas manos. —¡Oh, Dios mío! ¿Qué te he hecho, Camila? ¿Qué he dicho? Claro que él no querría matarme..., es que estoy un poco histérica. Estoy a punto de coger la gripe y no sé lo que digo. Llama al médico, Camila. Quiero ver al doctor Wallace. Llámalo de mi parte. Llamé al médico y dijo que vendría a última hora. Quería preguntarle a mi madre: «¿Significa todo eso que has estado diciendo que ahora quieres a Jacques y no a papá?» Y quería decirle: «¿Cómo puedes querer a esa repugnante babosa?» Pero me limité a taparla de nuevo con la manta, tras lo cual salí de la habitación y cerré con cuidado la puerta detrás de mí. Fui a mi cuarto e hice los deberes. Dejé en blanco mi mente y luego fui llenando ese vacío con las cosas que tenía que aprender o preparar para el día siguiente en el colegio. Nunca había hecho antes mis deberes tan rápidamente. A continuación fui a la cocina y le dije a la nueva cocinera que estaba invitada a cenar con Luisa y que sentía no habérselo avisado antes. Por la noche no me dejan salir sola y Carter lo sabe, pero no dijo nada. Bajé a la calle y fui andando hasta la parada del autobús. No sabía si Luisa habría vuelto ya del cine o no, pero pensé acercarme a la calle Novena para averiguarlo; en el peor de los casos, podría meterme en un cine e ir luego a su casa. Cuando llamé al timbre situado debajo del buzón de los Rowan había alguien en casa, porque el cierre de la puerta roja de entrada se abrió casi inmediatamente. Empujé la puerta, entré y empecé a subir las escaleras enmoquetadas en color marrón, escuchando, provenientes de arriba, los ladridos furiosos de Oscar Wilde, el bulldog inglés de Mona. Cuando ascendía el último tramo, se asomó Mona a la barandilla de la escalera y preguntó: «¿Quién es?», mientras Oscar asomaba la cabeza por entre los barrotes, gruñendo. Oscar da la impresión de que va a comerse a alguien, cuando lo que de verdad le gusta es echarse en tu regazo y que le rasques la cabeza. —Soy Camila Dickinson, señora Rowan —dije—. ¿Está Luisa en casa? Mona es pequeñita y muy delgada, con el pelo rojo cortado como el de un hombre; lleva gafas con grandes monturas negras, viste de negro y lleva botas claveteadas y sombreros de Lilly Daché, y siempre me siento incómoda con ella. Cuando voy con Luisa a su casa, no me gusta que esté Mona, porque me da la impresión de que ella cree que los amigos de Luisa son un fastidio y un engorro y que no hacen más que alborotar el piso. —No, Luisa no está en casa —dijo—. ¿Por qué no has llamado antes de venir desde tan lejos? —Oh, de todas formas tenía que venir por aquí cerca—. Mentí sin motivo alguno, excepto porque, como de costumbre, me turbó y hablé sin saber lo que decía—. Dígale a Luisa que la llamaré más tarde —Oscar empezó a exteriorizar con ladridos aún más fuertes que quería verme y se puso a dar saltos, gruñendo excitado entre ladrido y ladrido—. ¡Cállate y vete dentro, Oscar! —dijo Mona y, sujetándole por el collar, lo metió en el piso—. ¡Se lo diré a Luisa! —dijo Mona, y cerró de golpe la puerta. Bueno —pensé—, tendré que irme a un cine, aunque la idea no me agradaba, porque no había ido nunca sola al cine. Me volví y, no había hecho más que empezar a bajar las escaleras, cuando se abrió la puerta de los Rowan y Frank asomó la cabeza y me gritó:
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—¡Eh, Camila Dickinson! ¿Eres tú? —y bajó las escaleras a saltos. —¡Hola! Creí que estabas en el cine con Luisa —dije. Frank también me hacía sentirme incómoda, aunque de forma distinta a Mona, sin explicarme el motivo. Puede que fuera, simplemente, porque era un chico y yo no conocía muchos chicos, excepto los de la academia de baile, que no me gustaban. —Me aburría y por eso me vine antes. ¿Dónde vas ahora? —No sé. A dar un paseo, supongo —mi voz sonó indecisa, porque pensaba que había dejado sola a mi madre, deshecha en la cama de tanto llorar, confiando en que llegaran mi padre y el doctor Wallace para arreglar las cosas. Pensé que quizá debería ir a casa, pero también pensé que puede que fuera mejor esperar a que llegara antes mi padre y pudiera estar a solas con mi madre. —¿Quieres que pasee un poco contigo? —preguntó Frank. —¿Te apetece? —Sí. Me apetece verte una vez sin Luisa. Al empezar nuestro paseo, se encendieron las farolas de la calle y la noche de principios de invierno comenzó a abatirse por entre los edificios. —¿Dónde vamos? —preguntó Frank. —Igual me da. Donde tú digas —dije. Nos dirigimos a Washington Square y, por encima del arco 7 divisamos la primera estrella centelleante, titilando por entre los últimos rayos fríos de luz. Siempre me ha parecido Washington Square un parque mucho más grande que Central Park. Puede que sea porque solía jugar de pequeña en Central Park y, en realidad, sólo he conocido Washington Square después de anochecer, cuando Luisa y yo sacamos a pasear a Oscar Wilde y damos vueltas charlando. Me sentía mayor, paseando con Frank, casi como una estudiante de la Universidad de Nueva York 8 con una cita. Mientras nos acercábamos, el parque se iba vaciando de gente. Algunas madres que aún seguían allí recogían sus labores o cerraban los libros con manos ya frías y se iban a sus casas, empujando los cochecitos de sus niños. Una pandilla de chicos seguía jugando con una pelota que lanzaban contra la piedra dura del arco, gritando con voces chillonas y ansiosas. —¿Sabes, Cam? —dijo Frank—. Luisa te monopoliza. No deberías permitírselo. —No me monopoliza —dije. Frank recogió un palo de la acera y lo arrojó al césped—. Supongo que deberíamos haber traído a Oscar Wilde con nosotros. Ese perro no saldría nunca si Luisa y yo no nos ocupáramos de él. Claro que te monopoliza y, además, haces todo lo que ella quiere, sumisa como cuando Oscar ha masticado un zapato de Bill. Lo curioso es, te lo aseguro, que tú tienes más arrestos que Luisa. Escucha, Camila, ¿tú crees en Dios? Frank se parece mucho a Luisa. Su pelo es de un tono rojizo más oscuro, pero tiene los mismos ojos azules y los mismos brazos largos con las huesudas muñecas al descubierto, asomando por las mangas del jersey, lo que le hace aún más joven de lo que es. Me di cuenta, entonces, de que también hablaba como Luisa, porque ésa era un tipo de pregunta que Luisa es capaz de formular a cualquiera que acabara de conocer y le interesara. Hace ese tipo de preguntas, en parte, para desconcertar a la gente y, en parte, porque ella no cree en Dios y le interesa saber la opinión de otras personas. Yo lo que pienso es que ella presiente que si encuentra a mucha gente que cree de verdad en Dios, quizá ella misma pueda acabar creyendo otra vez en Él. Es la única cosa por la que nos peleamos de verdad. Me refiero a una auténtica pelea, no a una simple discusión. Luisa tiene que discutir de algo una vez al día, por lo menos. Pero sobre este tema, lo único que me dice es que soy una estúpida por creer en Dios; y lo dice con tal menosprecio, que hace que me sienta desdichada y encogida por dentro, aunque estoy decidida a seguir siendo una estúpida, si eso me hace serlo. —¡Sí! —respondí a Frank, como si hubiera alzado un látigo sobre mi cabeza. —Eso es reconfortante —dijo Frank—, muy reconfortante, desde luego. Aunque te parezca raro, yo también. —¡Oh! —dije. —Puede que sólo sea una reacción contra Mona y Luisa. Sin embargo, dudo mucho que mi Dios sea el mismo Dios en el que tú crees, Camila Dickinson. —Yo no creo en un anciano con una túnica y largas barbas blancas, si es eso a lo que te refieres —dije con tono bastante cortante. —Háblame de tu Dios —respondió Frank—. ¿Cuál es el Dios en el que crees? Paseábamos por el parque y no respondí, porque estaba intentando traducir en palabras el Dios en el que creo. No me había parado antes a pensar de esa forma en Dios hasta que conocí a Luisa. Era, sencillamente, algo que estaba ahí, como lo estaban mi
7 Arco que se alza en el centro de la plaza de Washington, en la parte sur de Nueva York. (N. del T.) 8 Contigua a Washington Square. (N. del T.)
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madre y mi padre antes de que apareciera Jacques. Y, cuando Luisa sacaba el tema de Dios, no me hacía desear pensar en Él; simplemente, me encerraba inflexiblemente en mí. Pero Frank me hizo desear pensar en Él. Nos detuvimos un instante para contemplar a dos ancianos, cubiertos con unos gorros de lana y que llevaban grandes bufandas de lana que, sentados en un banco, con un tablero de ajedrez entre ellos, estaban inmóviles como si fuesen estatuas, casi como si el frío aire de noviembre les hubiera congelado. Aguardamos hasta que uno de ellos alzó una mano cubierta con un guante de lana gris y efectuó un movimiento y, a continuación, Frank me llevó a un banco, me hizo sentarme en él y él hizo lo mismo, mientras caía una hoja seca del árbol que había detrás de nosotros, que se posó en el paseo. —Bien —dije, finalmente—. Yo no creo que Dios tenga la culpa de que la gente haga algo mal. Tampoco creo que, cuando la gente es buena, Él lo tenga previsto. Pero sí creo que, gracias a Él, la gente puede ser mucho más generosa y más buena de lo que es. Es decir, si la gente desea serlo. Lo que quiero decir es que las personas tienen que hacer las cosas por sí mismas. Dios no va a hacerlas por ellas —al tiempo que decía esto, pensaba para mis adentros: «Pero ¿por qué permitió Dios que apareciera Jacques?» —Me gusta eso, Camila —dijo Frank—. Me gusta lo que dices. Algún día me gustaría tener una buena charla contigo, siempre que pueda arrancarte de Luisa. De nuevo volvió a sentarme mal que hablara de Luisa y de mí de esa forma, y le dije: —Eso sólo depende de mí. —Bien, ¿querrás entonces, Cam? —preguntó Frank—. Hay muy pocas personas en el mundo con las que se pueda hablar. Me refiero sobre cosas de éstas. La mayoría de las chicas de tu edad..., bueno, cuando sales con ellas, te das cuenta de que siempre están dispuestas a dejarse besar. Lo que quiero decir es que ese tipo de cosas es tan nuevo para ellas que no piensan en nada más. Pero contigo..., si alguien se da cuenta de cómo estás con ese jersey, seré yo, no tú. Y podemos hablar. Normalmente, una chica con la que puedes hablar no es..., no tiene nada; pero tú, sí. Estás ahí sentada, hablando de Dios, y eres preciosa. Cuando Frank dijo eso, fue como si algo ardiente y hermoso me hubiera explotado en el estómago y como si el sol enviara rayos de felicidad por todo mi cuerpo. Desaparecieron, hasta de los rincones más apartados de mi mente, todos los infortunios que me agobiaban por culpa de mi madre, de mi padre y de Jacques, arrastrados por aquella sensación cálida y no pude evitar una sonrisa, que se inició en mis ojos y se extendió por toda mi cara, de la misma forma que aquella sensación cálida se había extendido por todo mi cuerpo. Cuando yo era pequeña, oía decir frecuentemente a la gente, cuando creían que yo no escuchaba: «¡Qué pena que Camila se parezca tanto a su padre y no a Rose!» La gente siempre decía lo guapa que era mi madre, pero nunca decía que yo fuera una niña guapa. En el transcurso del invierno pasado empecé a pensar que debía estar volviéndome más guapa, en parte porque me miraba al espejo y, en parte, por la forma en que me miraba mi madre, complacida y, al mismo tiempo, pensativa y triste, como si al dejar de ser un patito feo, estuviera yo quitándole algo a ella. Pero oírle decir a Frank con voz firme que yo era preciosa hizo que me invadiera una oleada de placer. Luego dijo Frank. —Luisa es fea como un demonio, ¿no? Me levanté furiosa y grité: —¡No lo es! ¡Luisa es la persona más preciosa que conozco! —me hubiera gustado poderme ir al cine, donde Luisa estaba sola, y rodearla con mis brazos para protegerla de las palabras de Frank. —¡Qué fierecilla! —dijo Frank—. No quise decir nada malo de tu preciosa Luisa. Al fin y al cabo, es mi hermana y la quiero, aunque la mitad del tiempo me apetecería matarla. Deberías oír las cosas que dice de ti a veces. —¿Qué dice? —¡Oh..., habla! —¿De qué? —De tu madre, por ejemplo. —¿Y qué dice de mi madre? —Bueno, me figuro que será verdad —dijo Frank—. Queremos a nuestros padres, sin tener en cuenta cómo son, aun cuando los odiemos. —Pero ¿qué dice Luisa de mi madre? —mi voz era furiosa. —No debería haber dicho nada —dijo Frank—, pero no me gusta la gente que empieza a decir algo y luego no sigue. Sólo dijo en una ocasión que tu madre parece..., bueno, un poco simple e infantil, y que debe haber sido siempre así y no sólo últimamente. Comprenderás, Camila, que Lu no hablaría de eso con nadie, excepto conmigo. Nos peleamos mucho, pero también hablamos. —Supongo que mi madre ha debido ser siempre infantil —dije lentamente, digiriendo aún sus primeras palabras—. ¿Y qué importa eso? —Bueno, sólo que Luisa no comprende por qué la idolatras tanto. —¡Se lo he explicado! —dije, irritada—. ¡Se lo he explicado una y otra vez! Lo pasábamos muy bien juntas. Como dos amigas. Creo que nos divertíamos tanto porque mi madre era infantil. A ella le encantaba jugar conmigo, tomar el té juntas y gastar bromas.
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Era, de verdad, más alegre y tenía más ocurrencias que otros niños. Nos contábamos todo. Ahora es diferente. Cuando hablamos, no es como antes. Hablamos de otras cosas. No somos iguales. —Luisa dice que es muy guapa. —Eso también ha cambiado —dije—. Parecía una princesa de un cuento de hadas y eso ha desaparecido ya. Me figuro que aún sigue siendo guapa, pero diferente. —Oye, estoy hambriento —dijo repentinamente Frank—. ¿Has comido? —No —agradecí que cambiara de tema. —Podríamos volver a casa y coger algo del frigorífico, pero me temo que aún esté allí Mona y, de todas formas, Luisa llegará en cualquier momento —rebuscó en sus bolsillos—. Tengo casi un dólar. Con eso no nos llega para una hamburguesa y un batido para cada uno. Siento haber desperdiciado veinticinco centavos en esa horrenda película. —Yo puedo pagar lo mío —dije. Frank volvió a guardarse las monedas en el bolsillo, me puso las manos en los hombros y dijo: —Oye, Camila, ¿sabes lo que es esto? Una cita. Una cita para ir a cenar. Iremos a Nedick y nos haremos a la idea de que es el Salón Persa del Plaza. ¿De acuerdo? —De acuerdo —dije. En Nedick lo pasamos muy bien. A nuestro lado estaba sentada una anciana, bebiendo ese horrible mejunje que llaman naranjada, aunque creo que antes debía haber bebido alguna otra cosa, porque cada pocos sorbos de naranjada echaba la cabeza hacia atrás y se ponía a cantar, terminando con comentarios sobre la canción y la gente que había en Nedick, mientras uno de los hombres la amenazaba con echarla fuera si no se callaba. Frank y yo hicimos como que era Hildegarde cantando en el Salón Persa del Plaza, y a la mujer le gustó la idea; me imagino que, quizá, en sus tiempos debió ser actriz. Estaba tan contenta de vernos reír y de que le prestáramos atención, que no importaba que estuviera borracha. Frank le dijo: —Hildegarde, canta algo de Noel Coward para la señorita —ella se rió convulsivamente y dijo—: Noel Coward. Sí, fue un hombre interesante, queridos míos. Lo conocí en el Battery, cuando escribía los partes meteorológicos. No habéis escuchado partes meteorológicos como los que escribía él. Mucho mejores que los anuncios comerciales —nos echamos a reír y ella se puso a cantar «Almejas y mejillones», que parecía ser su canción favorita. Alargamos todo lo que pudimos el acabarnos las hamburguesas y los batidos, mientras la mujer bebía una naranjada tras otra, pero, finalmente, Frank y yo tuvimos que marcharnos y la dejamos allí, bebiendo aquel mejunje y cantando «Almejas y mejillones». Frank fue conmigo hasta el metro y creí que me acompañaría hasta casa, pero dijo: —Siento no poder ir contigo, Camila, pero le prometí a David que iría a verle esta noche y ya se ha hecho tan tarde que temo que piense que me he olvidado de él. David es un antiguo soldado. Perdió las dos piernas en la guerra. —Está bien —dije. Permanecimos unos instantes en la boca del metro, sin hablar, y luego dijo—: Gracias por la cena y por todo —Frank me cogió la mano y la sostuvo en la suya, y yo me volví y empecé a descender las escaleras del metro. Durante el trayecto de regreso, pensaba en la forma como me había llamado guapa, la forma en que había puesto sus manos en mis hombros y la forma en que había retenido mi mano al despedirnos; por primera vez encontré delicioso hacerse mayor. Luisa se siente impaciente por hacerse mayor y poder ir a la Facultad de Medicina, pero yo siempre he mantenido el convencimiento de que, si no estuviera haciéndome mayor, todo iría bien con mi madre y mi padre, y nunca habría pasado lo de Jacques. —¿Crees que Jacques es el primero? —me preguntó Luisa una vez. —¿El primer qué? —Vamos, Camila, no pretendas ser más tonta de lo que eres. Sabes perfectamente lo que quiero decir. Así que respondí con firmeza: —Sí. —Espero que estés en lo cierto, Camila —dijo Luisa—. Sinceramente lo espero —y movió la cabeza de una forma que me recordó a Mona. Pero yo estaba convencida de ello. Antes de que Jacques empezara a venir a casa, todo era tranquilo y fácil; ahora todo es complicado y difícil. Antes de Jacques. Después de Jacques. Parecía como si hubiera que etiquetar todo sobre esa base. Había, empero, una cosa graciosa: mientras iba sentada en el metro, camino de casa, empecé a preguntarme por primera vez si Jacques sería, realmente, la única razón de que todo pareciera haber cambiado, o si era sólo, como diría Luisa, el síntoma y no la enfermedad. En cierto sentido, las cosas parecían haber empezado a ser diferentes antes aún de que yo supiera nada de Jacques. Sentada allí en el metro y contemplando un anuncio de carne picada, tuve que admitirlo. Eran, precisamente, las cosas pequeñas y sin importancia, como pasear sola por la playa de Maine durante las largas noches de verano; los tés con mi madre, en que fingíamos ser dos señoras mayores que tomaban el té y charlaban, y permanecer sentada y muy tranquila en el despacho de mi padre, mientras él leía el periódico y tomaba un cóctel, las que habían empezado a perder su importancia, antes, aún, de que hubiera oído hablar de Jacques. Había que tener también en cuenta esos molestos dolores de mis
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miembros, que mi madre llamaba dolores del crecimiento, mientras me frotaba suavemente las piernas..., así como el dolor en el corazón. ¿Crece el corazón igual que los miembros? Nadie puede frotarte el corazón para quitarte el dolor. Ese dolor no tenía nada que ver con Jacques. Sólo que era muy fácil echarle la culpa de todo a Jacques y aborrecerlo. Preferiría que Frank no me hubiera dejado en la boca del metro para ir a ver a David, aunque comprendía que eso era egoísta y malo por mi parte. En cierto modo, no podía pensar en el rato tan ameno que había pasado con Frank, sino sólo en el hecho de que no me agradaba estar camino de mi casa.
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En el momento en que introduje la llave en la cerradura y abrí la puerta, comprendí que algo terrible había sucedido en casa. Estaban encendidas todas las luces y la casa refulgía con un resplandor tan vivo e inhumano como un quirófano. Escuché pisadas que iban de un lado a otro e, inmediatamente, el grito de mi madre, y pensé: «¡Papá la está matando! ¡Oh, Dios! ¡Papá la está matando!» Corrí a la habitación de mi madre. Estaba llena de gente: mi padre, el doctor Wallace, Carter y la nueva cocinera y mi madre, que se revolvía en la cama gritando, mientras mi padre y Carter intentaban sujetarla; la cama estaba manchada de sangre. La cocinera me vio y gritó: —Aquí está la señorita Camila. —Llévesela de aquí —dijo mi padre. El doctor Wallace se dirigió a la cocinera: —Tráigame un poco de agua hirviendo. La cocinera salió del vestíbulo, llevándome con ella, y nos dirigimos a la cocina, donde llenó una cacerola de agua caliente, derramando la mitad en el suelo, y la puso al fuego, poniendo el gas al máximo. Alguien ha llegado a tiempo, pensé. Alguien ha llegado a tiempo de detener a mi padre. Me acordé de los periódicos que suele leer Carter, en los que se ven fotografías de mujeres con las cabezas destrozadas en suelos de cocinas ensangrentados, o tumbadas en camas con colchas de satén y un tiro en el corazón, y me imaginé la expresión ansiosa de Carter mientras leía los titulares: «ASESINATO SEXUAL EN PARK AVENUE», O «MATA A SU MUJER Y A SU AMANTE AL SORPRENDERLOS JUNTOS», o cualquier otro por el estilo..., y recordé su cara, mientras intentaba sujetar a mi madre, exactamente con esa misma expresión, sólo que ahora parecía, también, un poco asustada. —Señorita Camila —dijo la cocinera volviéndose del hogar y mirándome con su cara redonda, en la que se apreciaba un gesto de confusión. Pensé que todo aquello debía ser horrible para la señora Wilson, que llevaba con nosotros muy poco tiempo y no nos conocía bien. Me di cuenta de que no sabía qué decirme y que sentía que hubiera ido directamente a la habitación de mi madre al llegar a casa; comprendí que la preocuparía más si le preguntaba lo que había sucedido, así que permanecí en la puerta de la cocina, mirando fijamente la llave del horno de la cocina. Me quedé allí hasta que el agua empezó a hervir y ella retiró la cacerola del fuego y entonces me alejé de la puerta y me quedé en el comedor. —Pobre señora —dijo la señora Wilson—. Pobre señora Dickinson—. Pasó a mi lado con la olla humeante y me dijo—: Será mejor que espere aquí, señorita Camila, y yo volveré en seguida con usted. Aguardé y presté atención. Ahora no llegaba ningún sonido de la habitación de mi madre. Había dejado de gritar y me pregunté, extrañamente calmada, si habría muerto. Creo que estaba calmada, porque era una idea tan imposible, que no parecía que, realmente, pudiera tener nada que ver personalmente conmigo, Camila Dickinson. El piso estaba ahora terriblemente tranquilo; de repente, a través de aquella quietud, llegó el repiqueteo del teléfono con estridencia aterradora. Crucé el comedor y corrí a contestarlo en el vestíbulo. —¿Diga? —pregunté entrecortadamente. —¿Rose? —dijo la voz del otro lado del hilo. —No. —¿Quién es? ¿Puedo hablar con la señora Dickinson? —preguntó la voz, que reconocí como la de Jacques. —No —dije. —¿Quién es? ¿Eres Camila? —Sí. —Camila, quiero hablar con tu madre. —No.
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—¿Pasa algo, Camila? ¿Dónde está Rose? No se me ocurría qué decirle. El que Jacques llamara precisamente en ese momento era tan monstruoso como si hubiera cogido materialmente el teléfono y me hubiera golpeado con él; seguí con el auricular pegado al oído, mientras el silencio parecía extenderse desde un extremo al otro del hilo. Finalmente, Jacques dijo: —Camila, ya veo que tengo que hablar contigo. Voy ahora mismo. —¡No! —me apresuré a decir—. No puede venir usted. No debe venir. —Entonces, ven tú a verme —dijo—. Me reuniré contigo en cualquier sitio. Donde tú digas. —No —dije—. No puedo. —Camila —dijo—, estoy seguro de que tú conoces y entiendes lo que sentimos uno por el otro más de lo que creemos Rose y yo. ¿No vas a dejarme que hable contigo unos minutos? Por el bien de tu padre, al igual que el de Rose y el mío. —No puedo hablar ahora —dije—. No puedo —agucé el oído para captar cualquier sonido proveniente de la silenciosa habitación de mi madre. —Mañana, entonces —dijo Jacques, con voz suplicante—. Mañana, cuando salgas del colegio. —De acuerdo, mañana —dije, sin darme cuenta de que asentía, diciendo algo por decir, sólo para poder colgar el auricular y estar atenta a lo que sucedía en casa. —¿Quieres venir a mi casa? —preguntó Jacques—. Allí podremos hablar con más comodidad que en cualquier otro sitio. Aún eres demasiado joven para bares, ¿no, pequeña? Así, pues, te esperaré en mi casa, inmediatamente después del colegio. —De acuerdo —dije—, de acuerdo —y colgué. Oí abrirse y cerrarse la puerta de la habitación de mi madre y se me acercó Carter, con su severo uniforme gris. —Su madre quiere saber quién llamaba por teléfono, señorita Camila —dijo. —Luisa —mentí rápidamente y me senté desmayadamente. Si mi madre quería saber quién había llamado por teléfono, no podía estar muerta. Carter se volvió y desapareció y otra vez volví a oír abrirse y cerrarse la puerta de la habitación de mi madre; seguí sentada hasta que volvió a abrirse y salió la señora Wilson, que se fue a la cocina, seguida poco después por Carter y el doctor Wallace, que se detuvieron en el vestíbulo. Carter le sostuvo el abrigo y le tendió el sombrero. —Buenas noches, Carter —dijo el doctor Wallace—. La señorita Camila me acompañará —Carter regresó a la cocina. Yo sabía que se quedaría junto a la puerta, tratando de escuchar, y confié en que la señora Wilson se pusiera a hablar con ella y que no oyera nada. —Ponte el abrigo y el sombrero, Camila —dijo el doctor Wallace—. Saldremos juntos a tomar un café y luego podrás ver a tu madre. Me puse el abrigo, con manos súbitamente tan frías y estremecidas que no pude abotonármelo; lo hizo el doctor Wallace y luego cogió mi boina y me la puso. —Así. Puede que ése no sea el estilo más de moda, pero te queda muy bien. Me gusta tu boina roja y tu abrigo azul marino, Camila —dijo, sonriendo cariñosamente. Sabía que sentía pena por mí y yo quería, más que nada en el mundo, no tener motivos para que la sintiera; comprendí lo terrible que es ser compadecida.
Ya en la cafetería, el doctor Wallace permaneció unos minutos con la vista fija en su café, sin decir nada. Le conocíamos desde hacía muchos años. Le recuerdo delgado y con mucho pelo castaño. Ahora tiene un estómago bastante respetable y no mucho pelo. Permanecí sentada, observándole mientras ponía azúcar y un poco de crema al café y aguardé a que dijera algo; mientras esperaba, me sentí casi en paz porque, hasta ese momento, pensaba que yo tenía la obligación de hacer algo respecto a lo que había pasado y ahora él me había liberado de toda responsabilidad. Estaba serio y, cuando levantó la vista hacia mí, sus ojos me escudriñaron. —Camila —dijo, finalmente—, algún día serás una mujer muy guapa. Esto no era en absoluto lo que yo esperaba oír y le miré tan sorprendida que se echó a reír. Luego dijo: —La belleza acarrea una gran responsabilidad, Camila. Una persona bella tiene que ser, al mismo tiempo, fuerte, pero mucha gente utiliza su belleza para justificar su debilidad. Te conozco desde que eras pequeña, Camila, y creo que podrás ser fuerte, si tú lo quieres, y espero que lo querrás. —Me gustaría ser fuerte —dije, aunque no sabía adónde quería ir a parar. Puede que él tampoco lo supiera porque, de repente, dijo: —Algunas veces, cuando las personas se sienten agobiadas, intentan resolver sus problemas desligándose de ellos por completo. No es buen camino y, afortunadamente, no siempre sale bien. Camila, creo que eres bastante mayor y fuerte para enfrentarte a la realidad. Tu madre ha intentado suicidarse esta noche. Sentada en aquella cafetería caldeada, con mi abrigo azul marino aún abotonado, comencé a temblar. Puse las manos en el regazo y las crucé, una sobre otra, intentando detener su temblor, pero tiritaba todo mi cuerpo y mis piernas temblaban debajo de la mesa.
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—Vamos a pasear un poco —dijo el doctor Wallace. Dejó unas monedas en el mostrador, salimos de la cafetería y nos alejamos caminando por la avenida Madison. —En realidad, tu madre es aún una niña —dijo el doctor Wallace mientras paseábamos—. Te ha querido y te ha idolatrado, pero tú has sido para ella una preciosa muñeca, más que una hija. ¿Ves esa maravillosa muñeca que le has dado a tu amiga Luisa? A tu madre le hubiera encantado esa muñeca. —¿Cómo sabe usted lo de la muñeca? —pregunté. —Es curioso las cosas que dice una persona histérica y sobreexcitada. Tu madre habló de la muñeca esta noche. Camila, me gustaría poderte decir que no ha pasado nada, pero no puedo. Debes dar gracias a Dios de que tu padre llegara a tiempo y de que yo estuviera camino de tu casa. Ve con ella y quiérela y sé muy fuerte, porque necesita fuerza, y la fuerza, como el miedo, es contagiosa. Dimos la vuelta y nos encaminamos hacia nuestra casa y el doctor Wallace me acompañó al ascensor. El chico del ascensor me sonrió y me pregunté si estaría enterado de lo que había pasado. El doctor Wallace me dejó en la puerta del piso y entré sola. Me dirigí a la habitación de mi madre. La lámpara que tiene junto a la cama estaba encendida y ella estaba acostada, dormida. Mi padre, sentado en una silla baja junto a la cama, con la negra cabeza recostada en la manta, muy cerca de mi madre, estaba también dormido. Mi madre estaba muy blanca y tenía vendadas las muñecas con unas vendas blancas. Me quedé mirándolos un momento y comencé a retirarme de puntillas, pero, al volverme, mi madre abrió los ojos y me alargó los brazos; corrí hacia ella y me abrazó. —¡Oh, Camila, cariño, perdóname! —dijo. Mi padre se despertó y los tres nos fundimos en un abrazo apretado, lleno de amor. Nadie podrá separarnos de nuevo, pensé. Los besé y me fui a mi cuarto, me desnudé y caí en un sueño profundo, negro como el terciopelo; cuando me desperté, ya era de día y corrí a la habitación de mis padres. Estaban en la cama, muy juntos y sonrientes, y mi madre dijo: —Cariño, ¿me perdonas? —y mi padre dijo—: Fue culpa mía, todo fue culpa mía—. Los dejé, intentando cada uno de ellos echarse la culpa de lo sucedido. En la mesa del desayuno encontré dos libros que mi padre sabía que me interesaban. —Su padre me dijo que estos libros eran para usted, señorita Camila —dijo Carter—. Creo que los trajo a casa anoche. Supongo que con el disgusto, el pobre no se acordaría de dárselos. Miré a Carter, pero no dije nada y desayuné en silencio, mientras Carter trajinaba a mi alrededor con aires de importancia y de enterada; después, me despedí de mis padres y me fui al colegio. Estaba feliz, pues pensaba que Jacques se alejaría de nuestra casa y nuestras vidas volverían a ser, ya para siempre, como antes.
Cuando llegué, Luisa ya estaba en clase y me dijo con voz fría: —Así que... —¿Así que qué? —dije y, ante su inesperado enfado, se desinfló mi alegría. —Tú sabes a lo que me refiero —dijo Luisa, con los labios apretados. —No tengo la más ligera idea —dije, sentándome en mi pupitre; abrí la tapa y me puse a ordenarlo. Coloqué mis plumas y mis lápices en el lapicero y dispuse los libros en grupos, mientras Luisa seguía de pie a mi lado, mirándome enfurruñada, esperando que le dijera que lo sentía o que le preguntara qué le pasaba, pero no dije nada. Finalmente, dijo: ' —Ayer tarde saliste con Frank. —Sí —dije—. ¿Por qué no? —Pero luego no fuiste a mi casa. —Era tarde y tenía que irme a la mía. —¡Pero tú eres mi amiga! —dijo. Cerré el pupitre con fuerza. —Eso no significa que no pueda ser también amiga de Frank. Luisa me miró enfurruñada. —Frank no te conviene —dijo. —¡Oh, vamos, cállate! —dije. Entonces, en la propia clase, en la que entraban y salían otras chicas, Luisa se echó a llorar. Era la primera vez que la veía llorar. La había visto a punto de llorar muchas veces, pero siempre, tragándose su orgullo, dando un paseo o hablando con voz chillona, había podido dominarse. Esta vez, con el rostro contraído, no había sido capaz de ello y dijo: —¡Oh, Dios, me va a ver alguien! —Deja de llorar —dije—. ¡Deja de llorar ahora mismo! —me levanté y golpeé la tapa del pupitre para subrayar la frase. Luisa se dirigió a su pupitre, levantó la tapa y la dejó caer sobre sus dedos con tanta fuerza, que se olvidó de todo, excepto del dolor que sentía, lo que hizo que dejara de llorar. Luego me dijo: —¿Qué te pasa, Camila? No te había visto nunca así —su voz era débil y dolorida.
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—Soy la misma de siempre —dije, sin saber si decía la verdad o le estaba mintiendo. Luisa sacó los dedos de debajo de la tapa del pupitre y los sujetó con la otra mano. —Siento haber sido odiosa con lo que he dicho antes —era la primera vez que se disculpaba de algo—. Pero, realmente, no te conviene Frank, Camila. Además, es demasiado mayor para ti. Tiene diecisiete años. Yo conozco a la gente, pero tú no. No le conviene a nadie. El tema Mona-Bill le ha vuelto terriblemente neurótico. A veces pienso que los chicos se toman las cosas más a pecho que las chicas. Y él se cree un genio. Cree que lo sabe todo. Y están también sus estados de ánimo. Se hunde, durante horas, en la tristeza más profunda. Aunque, si tú quieres seguir viéndole, me figuro que eso es asunto tuyo. —Sí, lo es —dije—, pero eso no significa que vayan a cambiar las cosas entre tú y yo. —No —dijo Luisa con voz triste—, supongo que no. —¿Cómo están Mona y Bill? —pregunté, porque sabía que deseaba que se lo preguntara. —Comedidos de nuevo. Honradamente, Camila. Bill es un necio completo. Creo que ésa es una de las razones por las que estoy tan encariñada con él. La verdad es que no sé por qué se casaron él y Mona. Él no tiene la más ligera idea de cómo es ella. Mona es una intelectual y Bill no es más que un atleta grandullón, que se cree un intelectual pero que, de hecho, es todo músculos y nada de cerebro. Ya sabes, bíceps y músculos, y nada más. Buscó en su pupitre y sacó un ejemplar de Silas Marner, que estábamos dando en clase de inglés, y me dio un trozo de papel que tenía entre las hojas. —Es de Frank —dijo de mala gana. Leí la nota que decía: «Hoy es viernes, así que mañana no tienes clase y, por tanto, no tienes que hacer tus deberes esta tarde. Sigamos la charla de ayer tarde. Yo termino las clases después que tú, así que ven a casa con Luisa y yo te recogeré allí.» Mientras leía la nota me acordé, de pronto, de la conversación telefónica con Jacques de la noche anterior. No podía ver a Frank porque tenía que ir a casa de Jacques. Prefería ir a la de Frank y no quería ver a Jacques, pero comprendía que tenía que ir. Al pensar que tenía que verle, el corazón me dio un brinco. Tenía que verle por mi madre, para decirle que no volviera a llamar ni fuera a casa de nuevo y para explicarle que entre mi madre y mi padre las cosas iban muy bien y que mi madre no se preocuparía nunca más de él. Tan arraigada tenía la costumbre de contarle todo a Luisa que, sin poderlo evitar, le dije bruscamente: —No puedo ver a Frank, porque tengo que ir a ver a Jacques —en seguida deseé haberme mordido la lengua. Sabía que, fuera lo que fuese lo que me preguntara, no debía contarle nada de lo de mi madre a Luisa, aunque estaba segura de que si Mona intentara cortarse las venas de las muñecas, Luisa me lo contaría. Ahora, Luisa me haría innumerables preguntas. Puede que hasta quisiera ir conmigo y Luisa es la persona más tozuda que conozco para intentar eludirla con una excusa. Sus ojos azules se oscurecieron como cuando estaba excitada y exclamó: —¡Vas a ir a ver a Jacques...! —Sí —dije y, en ese momento, sonó el timbre y entró la señorita Sargent. Durante el recreo estuvimos con otras chicas y yo me reí, hablé y me comporté como una más, sólo para evitar que Luisa tuviera la menor oportunidad de acosarme a preguntas. Hasta presté atención a lo que contaba Alma Potter, una chica que no era santa de mi devoción, presumiendo y queriendo convencer a todo el mundo de lo mayor e ingeniosa que era. —Fijaros —nos contó—. Esta mañana, en el autobús, yo llevaba puesto mi abrigo nuevo color burdeos y se sentó a mi lado un poli. Era guapo, pero muy mayor, como supondréis. En eso empecé a notar su brazo. —¿Qué le pasaba al brazo? —preguntó Luisa. —Pues que comenzó a pasarlo por detrás de mí. Está claro que no iba a admitir una cosa así de un poli, así que le dije: «El brazo de la ley puede que sea largo, pero a veces parece que quiere alargarse demasiado.» Me reí con las otras chicas, pero preguntándome malignamente dónde habría oído aquello Alma Potter. Sea como fuere, eso me sirvió para no tener que hablar con Luisa. Temía que, si lo hacía, tendría que contarle lo de mi madre y que había hablado con Jacques y sabía que, si lo hacía, me odiaría a mí misma para siempre. No me molestaba que Luisa me hablara de Mona, pero no me gustaba que supiera demasiado de Jacques. Sin embargo, no pude escaparme de ella al terminar las clases. Me detuvo y dijo: —Voy contigo. —Preferiría que no vinieras —procuré mantener la voz tranquila y firme. —No me refiero a subir contigo ni nada así. Sólo creo que debería ir contigo alguien y esperarte por si pasa algo. —¿Qué podría pasar? —pregunté. —Con un tipo como Jacques nunca se sabe —dijo Luisa—. ¡Por Dios, Camila! Eres una inocente. ¿Dónde vive? Entonces caí en la cuenta de que no tenía ni idea de dónde vivía Jacques. —No lo sé —dije estúpidamente—. Le dije que iría a su casa, pero no sé dónde es. —Debemos mirar entonces en la guía telefónica —dijo Luisa con tono vivo y diligente—. Vamos.
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En el guardarropa hay una cabina telefónica y una guía; Luisa me llevó allí y comenzó a pasar las páginas del grueso libro, hasta que llegó a la N; Nissen, Edward; Nissen, Hans; Nissen, Jacques, dijo. Me miró y sonrió—: A mí tampoco me hubiera importado ir a verle. Jacques vivía en la calle Cincuenta y Tres, oeste, cerca del Museo de Arte Moderno. No me hubiera imaginado nunca que viviera en esa zona y he debido pasar muchas veces por delante de su casa, cuando iba al Museo a ver una exposición que tenía que explicar en clase de Arte en el colegio o para ir a algún cine con Luisa. —Bien, vamos —dijo Luisa. Yo no quería ir. Prefería ir con Frank. —Tomaremos el metro —dijo Luisa. —No, vamos andando. —Vamos a tardar mucho —advirtió Luisa. —No importa —dije—. Prefiero ir andando. Así, pues, fuimos andando. En nuestro camino pasamos por delante de un edificio de apartamentos en construcción, en el que había un letrero de madera que decía «RAFFERTY DICKINSON, ARQUITECTO», y mi corazón se esponjó de orgullo y lo comenté con Luisa: «Este es uno de los edificios que está haciendo mi padre.» Me pregunté si habría ido hoy a la oficina o si estaría allí y, quizá, pudiéramos verle si esperábamos un poco. Pero Luisa me metió prisa: —No debíamos haber venido por aquí. Sería terrible que nos encontráramos a tu padre —cuando llegamos al Museo de Arte Moderno, me preguntó—: ¿Cuánto tiempo vas a estar? —No sé. No mucho. —¿Más de media hora? —¡Oh, no! —dije, porque sabía que lo que tenía que decirle a Jacques no me llevaría más que unos minutos. —Bueno, entraré en el Museo y daré una vuelta por él —dijo Luisa—. Iré de vez en cuando al vestíbulo principal y, si no estás allí al cabo de media hora, iré a buscarte. ¿De acuerdo? —De acuerdo —dije y me quedé mirándola mientras entraba en el Museo. Me apetecía ir con ella y contemplar el cuadro de los dos ancianos recogiendo carbón entre las vías del tren y el titulado Blanco sobre blanco, pero me dirigí en dirección oeste, hasta llegar a la casa donde vivía Jacques. Ésta es la casa de Jacques, pensé. Ésta es la puerta de acceso a la casa donde vive Jacques. Éste es el ascensor que lleva a la puerta del piso donde vive Jacques. Éste es el botón del ascensor que indica el piso sexto, que me conducirá al piso donde vive Jacques. Seguí hablando conmigo misma, como si todo aquello formara parte de una canción de cuna. Pulsé el botón del ascensor —no me gustan los ascensores sin ascensoristas; me horroriza que pueda pararse— y la puerta se cerró como manejada por una mano invisible y el ascensor comenzó a ascender con un zumbido especial, lenta, lentamente, como si se tratara de un cuento de Grimm. El ascensor se detuvo, se abrió la puerta y salí, cerrándose de nuevo la puerta detrás de mí y me encontré en un vestíbulo pintado de verde con cinco puertas horrendas, en cada una de las cuales había una placa sobre el timbre de llamada. La primera placa que miré decía JACQUES NISSEN y estaba reluciente. Me quedé ante ella, sin poder sacar mis manos de los bolsillos para llamar al timbre. Era como si se hubieran vuelto de piedra, como las piernas del príncipe del cuento. Me quedé quieta, pensando porqué cree Luisa que soy demasiado mayor ya para leer libros de cuentos y se ríe de mí porque los leo; sin embargo, también leo a D. H. Lawrence, a J. P. Marquand y a Elizabeth Bowen y he leído a Thomas Mann y las primeras diez páginas de Ulises. Y a muchos otros autores más. He leído también a E. M. Forster y a Isak Dinesen, comencé a decir en una muda y estúpida discusión con Luisa y, en ese momento, saqué una mano del bolsillo y llamé al timbre. Le oí sonar dentro del piso, con un sonido distinto al de otros timbres, como si fueran las campanas del Big Ben, sólo que aderezado con un toque suave y afeminado. Jacques abrió la puerta antes de que terminara de sonar el timbre. Por no sé qué razón, esperaba verle en bata o, por lo menos, diferente y fascinante; llevaba, empero, su traje oscuro habitual y dijo precipitadamente: —Entra, Camila, eres una buena chica. Estoy hablando por teléfono —y se dirigió rápidamente, atravesando el gran vestíbulo oscuro, al salón. El salón era tan moderno como el de Mona, pero distinto. La mayor parte del mobiliario era de color negro y estilo chinesco, en lugar de claro y escandinavo; las cortinas eran a rayas blancas y negras, como las cebras. Jacques, sentado en el brazo de un sillón de cuero rojo, hablaba por teléfono—: Claro, querida, claro que lo entiendo, mi niña preciosa y valiente... —y luego—: Te quiero, te quiero, te quiero —añadió, lanzando un beso por teléfono; me pregunté con quién estaría hablando. Me sentía furiosa con él, por hablar de aquella forma con alguien cuando hacía tan poco tiempo que había tenido a mi madre en sus brazos y la había besado, como se besaban los chicos y las chicas del tejado de la casa contigua a la nuestra. Colgó y se volvió sonriente hacia mí. —No le he dicho que ibas a venir a verme. Pensé que sería mejor que esta visita quede en secreto entre nosotros dos —dijo, acariciando el teléfono como si fuera la persona con la que acababa de hablar. —¿A quién no se lo dijo?
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—A Rose. A tu madre. —Mi madre no quiere verle. No quiere verle nunca más. —¿Te lo ha dicho ella? —No —dije—, pero no necesita decírmelo. Lo sé. Jacques se incorporó del brazo del sillón rojo y se dirigió a un escritorio negro, del cual sacó un frasco de vino de cristal y dos copas; sobre la frente le caía un rizo de pelo rubio. —No eres tan pequeña como para no poder tomar un jerez, ¿no? —preguntó y, sin esperar una respuesta, llenó una de las copas con el líquido ambarino del frasco y me la ofreció. Llenó luego la otra copa y dejó el frasco en una mesa cuadrada de color negro—. Camila —dijo—, mi pequeña Camila —y sus ojos amorosos adquirieron un tinte de pesadumbre—. A pesar de tu forma de ser, aún eres una chiquilla, ¿no? Pero me odias y quieres seguir odiándome, ¿no? No dije nada. Sujeté mi copa de jerez en la mano y le miré; su rostro, aunque amistoso, denotaba tristeza y me desconcertó, porque no le había visto antes así. —No quiero que me odies, Camila —dijo—, así que voy a explicarte algunas cosas. Lo que quiero explicarte es la vida misma y eso es la cosa más difícil del mundo, así que debes ser paciente. —No puedo quedarme mucho tiempo —dije. —Entonces, escúchame el tiempo que puedas. Deja que te cuente una historia. Una especie de cuento. Había una vez una rosa preciosa en un jardín. —Mamá —dije. —Sí, es una alegoría demasiado evidente, ¿no? Demasiado clara y fácil. El lugar de Rose en la vida es ser ella tal cual es. Hermosa y amada, pero no sólo admirada. A tu padre siempre le ha gustado admirar a Rose y adorarla a distancia, pero eso no es lo que necesita Rose. No quise escuchar. Cerré mis oídos a sus palabras. Fuera lo que fuese lo que dijera Jacques, sería mentira. Aunque lo que dijera fuera verdad, en su boca se convertiría en una mentira. La verdad no consiste sólo en hechos. Continuó hablando. Mi mente recogía sus palabras y luego las rechazaba. —Lo que Rose necesita es calor, ternura y cariño. Rose tiene que ser emocionalmente protegida. Las rosas sólo crecen en jardines cultivados y hay que protegerlas del viento y del frío. Por el contrario, tu padre... tu padre encaja mejor en el andamiaje de uno de sus elevados edificios, con el viento, más que con las manos de una mujer acariciándole el pelo negro. Tu padre es, fundamentalmente, un hombre frío, Camila, y me imagino que hasta su pasión debe ser tan fría como una llama de hidrógeno inflamado que surge con fuerza de un volcán de hielo. —¡Mi padre no es frío! —grité. —¿Has visto, por casualidad, a tu padre abrazando a tu madre y estrechándola entre sus brazos? —preguntó. —¡Por supuesto! —dije. Traté de recordar alguna ocasión y no encontré ninguna. Pensé en lo que había dicho Jacques sobre la llama de hidrógeno y me recordó algo que había leído sobre Júpiter, que está tan lejos del sol que su núcleo está recubierto de una capa de miles de millas de hielo, de la que surgen llamas de hidrógeno que vierten en mares de amoníaco helado; no entendí lo que Jacques quería decir con eso y le odié. Era fácil odiarle. Jacques cogió el frasco y sirvió un poco más de jerez en mi copa, aunque sólo había bebido un sorbo, y rellenó la suya. —Lo he vuelto a hacer mal —dijo—. Y te llevé una muñeca... ¿Cómo pude ser tan estúpido como para regalarte una muñeca? Y ahora lo he vuelto a estropear todo. Quería que lo comprendieras y lo único que he conseguido es que sigas odiándome. Pero a Rose no la odias, ¿verdad? —¡Odiar a mi madre! —grité—. ¿Cómo podría odiar a mi madre? —¿La comprendes entonces? —preguntó Jacques. —Se supone que no son los niños los que deben comprender a sus madres —dije, elevando la voz—, sino las madres las que deben comprender a sus hijos. Esto lo creía yo, antes de conocer a Luisa, aunque ahora sabía que no era cierto, pero pensé que diciéndolo con firmeza a lo mejor era capaz de volver a creerlo. —Pero tú ya no eres una niña —dijo Jacques. —Soy una niña. Y, además, no quiero hacerme mayor —dije con vez helada, tan helada como un planeta. —Pero hay compensaciones —dijo Jacques—. Te aseguro que hay compensaciones. —No las quiero —dije. —Escucha, Camila —se acercó a mí y me cogió la barbilla con la mano, obligándome a mirarle a los ojos y de nuevo los encontré tan tristes como los de un animal enjaulado y, a pesar de mi odio, me dio pena—. Escúchame. Tú crees que si hubieras seguido siendo una niña, posiblemente yo no hubiera accedido a la vida de Rose y, por tanto, a la tuya. O que, si hubieras seguido siendo una niña, no lo habrías comprendido y, por tanto, no serías desgraciada. Pero el problema está en que tú sólo lo comprendes en parte. Hay un proverbio francés que dice que comprender todo es perdonar todo. Me alejé de él para no tener que seguir mirándole a los ojos y dije:
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—Ya no importa que yo lo comprenda o no. —Claro que importa —dijo Jacques. —No, porque mi madre no va a volverle a ver. —Eso no es lo que me dio a entender cuando hablé con ella por teléfono hace un rato. —¡Usted no ha hablado con mi madre! —¿Con quién crees que hablaba? —No lo sé —claro está que lo sabía, aunque casi me había convencido a mí misma de lo contrario, porque no quería saberlo. —He llamado cinco veces —dijo Jacques—. Las cuatro primeras contestó la doncella, que me dijo que tu madre no estaba, pero la quinta vez contestó ella misma. —Sus palabras cayeron como una losa en mi corazón. Dejé caer mi copa de jerez en el suelo y no me disculpé, ni me detuve a recogerla, sino que salí del piso, cerrando la puerta tras de mí. Creía saber lo que era el odio cuando llegué a odiar a Jacques, pero sólo supe de verdad lo que era ahora que odiaba a mi madre.
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Respecto a Jacques, mi odio era como aquel chico espartano que llevaba una raposa metida en la camisa y que trataba de morderle sin conseguirlo. Pero, respecto a mi madre, era como una verdadera tormenta con truenos. Todo se oscureció ante mi vista, como una gran nube que ocultara la luz del sol, sólo que la nube estaba dentro de mi cabeza y era mi mente, y no el día, la que se había oscurecido. Anduve ausente por la calle. Pasé ante el Museo de Arte Moderno y no me acordé para nada de Luisa. Bajé al metro, me dirigí hacia el sur y me bajé en la calle Octava, aunque no pensaba en Frank ni en Luisa y, al salir a la calle, no fui a la Novena, sino que me dirigí en dirección oeste, donde hay un cúmulo de calles en curva. Caminé, torciendo indistintamente a la izquierda o a la derecha al llegar a las esquinas y me encontraba tan llena de la nube negra de odio que me costaba trabajo respirar y tuve que detenerme exhausta. Permanecí en mitad de la acera, mirando atentamente a mi alrededor, no para averiguar dónde estaba, sino para tratar de averiguar quién era yo porque, en cierto sentido, yo había dejado de ser Camila Dickison. Todo lo que había en mí y a mi alrededor era un fragor de palabras horribles que zumbaban como un avispero, con lo que la nube oscura ya no era una nube de tormenta, sino un enjambre de insectos repugnantes. Una rosa es una rosa, es una rosa. Esto no es más que una cita, pero ¿qué es una rosa? Una rosa es una rosa, es una rosa, no quiere decir nada. Mi madre 9 es una rosa, sí, pero ¿qué es mi madre? Un perro flaco y sarnoso cruzó corriendo la calle y un camión dio un patinazo junto al bordillo, con un rechinar de frenos parecido al sonido de mi odio. El perro alcanzó la acera a salvo, el camión siguió su camino y yo me desperté, como si hubiera salido de repente de una pesadilla. No es que hubiera dejado de odiar a mi madre, sino que ahora podía decirme a mí misma «odio a mi madre». Podía expresarlo con palabras. Podía preguntarme, también, qué iba a hacer yo a partir de entonces. Ya no iba a la deriva por las calles, como una hoja seca arrastrada por el viento del otoño. Ahora, si iba a casa o si volvía al Museo de Arte Moderno a buscar a Luisa, o si iba a su casa a encontrarme con Frank, iría sabiendo dónde iba. Pero no quería ir a ninguna parte. Me acordé de cuando Luisa fue a mi casa y me dijo que no quería volver a la suya. Me acordé de que, cuando yo le dije que se quedara conmigo esa noche, ella me dijo que eso era una estupidez, porque no quería volver a su casa nunca. Ahora sabía lo que ella sentía en aquel momento. Seguí caminando despacio y, de pronto, me llegaron las notas de un piano, provenientes de una ventana de los pisos superiores de una de las casas. No se trataba de alguien dando una clase de música; tampoco era alguien tocando el piano descuidadamente, para pasar el rato, como suele hacerlo mi madre a veces, no. Era alguien que tocaba el piano de la misma forma que un astrónomo se acercaría a un nuevo telescopio capaz de mostrarle alguna estrella desconocida, o de la misma forma que entraría en su laboratorio un científico a punto de conseguir un importante descubrimiento; era alguien que tocaba el piano de la misma forma que Picasso debió pintar sus arlequines o que Francis Thompson escribió El vigilante del Paraíso. Me detuve y me quedé escuchando. No conocía la música, pero me recordó nombres de estrellas, de las estrellas de invierno, Acuario, Capricornio, Piscis y Zeta. Me senté en la tosca escalinata de color marrón por la que se accedía a la casa y apoyé la cabeza en la barandilla de hierro porque, de pronto, me sentí tan cansada que mis piernas estaban a punto de flaquear y necesitaba a mi madre. No necesitaba a la Rose Dickinson que había estado hablando por teléfono con Jacques Nissen. Necesitaba a mi madre. Necesitaba que viniera y me cogiera de la mano, que me llevara a casa, me desnudara, me acostara, me acariciara la cabeza, me trajera un poco de leche y que, luego, apagara la luz, pero dejando la puerta abierta para que entrara el reflejo de la luz del vestíbulo, y que se sentara junto a mi cama, reteniéndome la mano hasta que me durmiera..., igual que lo había hecho una noche, en que me subió de repente la fiebre y era el día libre de mi niñera y el doctor Wallace dijo que tenía gripe.
9 Analogía entre rosa (rose en inglés) y el nombre de su madre. (N. del T.)
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Pero mi madre, Rose, estaba aún en la cama, con las muñecas vendadas con vendas blancas y el teléfono al lado, de forma que, al final, quizá no pudiera resistir la tentación de hablar con Jacques. No quiero ser hermosa, pensé. No quiero ser como una camelia, o una rosa o cualquier otra flor. Me gustaría tener el pelo rojo y pecas y una nariz grande, como la de Luisa. Me gustaría que la gente siguiera diciendo «qué pena que no se parezca a su madre». Maldita belleza, pensé, y deseé que Dios me castigara por maldecir. Pero eso no lo hace el Dios en el que creo. Si tiene que haber algún castigo, te lo tienes que imponer tú. Dios no lo hace por ti. Cesó la música y, de pronto, el aire de la calle pareció quedarse vacío, como si le hubieran quitado algún elemento. ¿Qué elementos componen el aire? ¿Oxígeno e hidrógeno, argón, nitrógeno y dióxido de carbono? Y el monóxido de carbono que desprenden los coches. Y, también, los olores de la calle: el olor de cerveza de la taberna, el de plátanos y cebollas del camión de verduras y el de los perros y gatos callejeros. El aire de esta calle había estado ocupado, también, de música y se había producido un vacío que había que rellenar. Pero el vacío permaneció, frío y oscuro. ¿Qué debía hacer?, pensé. ¿Dónde ir, madre? Pero nadie me respondió y el silencio me oprimió como una losa. Seguí sentada en el mismo sitio. El día fue abandonando la calle, se encendieron las luces de las tiendas y de las ventanas que había encima de las tiendas, mientras la gente pasaba presurosa, para irse a cenar a sus casas. Me incorporé, finalmente, y comencé a andar. Anduve sin rumbo fijo pero, en cierto modo, no me sorprendió encontrarme, al torcer una esquina, en la calle Novena. Me detuve ante la casa de Luisa y dudé en pulsar el timbre y preguntar por Frank, pues temía que Luisa, cansada de esperarme en el Museo de Arte Moderno, hubiera regresado y no podía, no podía en absoluto, hablar con ella. Dudaba frente a la puerta de la casa, cuando se abrió aquélla y salió alguien, que se acercó a mí y dijo con voz sorprendida: —¡Camila! —Frank —dije, castañeteándome los dientes. —Cam, no esperaba verte ya —dijo Frank y luego—: ¿Qué te pasa? —Nada —intenté decir a través de los dientes que me castañeteaban. —¿No te dio la mocosa de Luisa mi nota? —preguntó Frank—. Quería verte después del colegio. —No pude —dije—. Quería, pero no pude... Frank se acercó a mí, escrutándome el rostro. —Camila, tienes el mismo aspecto que si acabaran de clavarte un cuchillo. Será mejor que subas a casa conmigo. No, Mona y Bill están allí. No sería una buena idea. —¿Ha vuelto Luisa? —pregunté. —Aún no, y no quiero que nos tropecemos con ella. Ven, vamos. —Pero tú ibas a algún sitio... —dije con voz desfallecida. —Sólo iba a la biblioteca a buscar un libro. Estaba furioso contigo, porque pensé que me habías dado plantón —me cogió del brazo y me llevó consigo a un paso tan rápido que casi tenía que correr—. Siento cansarte, pero estás helada y pensé que sería mejor andar a paso rápido para que pudieras entrar en calor —no me dijo dónde me llevaba y, de todos modos, yo estaba demasiado confusa y entumecida para preguntárselo. Todo lo que me importaba era que Frank me llevaba del brazo y que él se estaba ocupando de mí. Nos detuvimos delante de un viejo cine situado en una calle tristona. Me detuve a su lado, entumecida, mientras sacaba las entradas y me hizo pasar dentro. El vestíbulo era triste y el ambiente, sofocante y rancio. Una mujer de pelo corto, liso y gris, pegado grotescamente a la cabeza, renegaba ante una máquina dispensadora de caramelos, que no le daba los caramelos ni le devolvía su dinero. Frank se acercó a ella, maniobró los botones y en un santiamén cayó una cajita de caramelos en la bandeja inferior, entre los agradecimientos que, con voz cascada, le dedicó la mujer a Frank. Una alfombra vieja y raída, llena de papeles de caramelos y colillas, cubría el suelo del vestíbulo. Me quedé mirándolo hasta que Frank me condujo, después de subir dos tramos de escaleras, al anfiteatro. En la pantalla se veía a un hombre y una mujer besándose apasionadamente: por un instante, creí que iba a vomitar. Luego, la mujer se separó del hombre y le gritó algo en italiano. Frank y yo subimos hasta la última fila y nos sentamos. El segundo anfiteatro estaba casi vacío; había algunas personas sentadas en las primeras filas, pero Frank y yo estábamos en la última y teníamos muchos asientos vacíos delante de nosotros y a los lados. —No es una mala película —dijo Frank—. Mona me llevó a verla cuando la daban en el centro—. Miramos un rato la pantalla, pero no lograba concentrarme en lo que allí sucedía; la gente de la película no hacía más que moverse de un lado a otro, en medio de una tremenda confusión. No podía despejar mi mente lo suficiente para leer los subtítulos en inglés y enterarme de lo que trataba la película. Bajé la cabeza hasta las rodillas. Frank dijo con voz serena: —En sus tiempos, éste fue un teatro donde se representaban obras clásicas. Aquí actuaron la Bernhardt y la Duse. Está a punto de derrumbarse y me figuro que lo tirarán pronto, pero me encanta venir aquí.
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Intenté fijarme en lo que me rodeaba: el estropeado terciopelo rojo de los pequeños palcos, el deslucido decorado del proscenio y los viejos mecheros de gas, transformados en tristes luces rojas que indicaban la salida. Volví a mirar la pantalla y vi a una mujer, caída en el suelo, bajo la lluvia, llorando y me puse a temblar de nuevo. —Escucha, Camila —dijo Frank—, tú estás viva y eso es lo más importante del mundo. Quiero decir que, mientras estés viva, no puede pasar nada demasiado terrible. Me volví un poco y miré a Frank y, aunque seguía tiritando, eso me tranquilizó un poco. Observé en la oscuridad su rostro ondulante por el reflejo de la luz de la pantalla y era como si le viera en sueños o como si estuviera en el fondo del océano y le viera a través de millones de toneladas de agua. —Mi madre está muerta —dije, con voz tranquila y como si fuera de cristal; como la voz de un sueño. —¿Qué? —dijo Frank. Parecí despertarme de pronto, terriblemente confusa, y moví la cabeza al responderle: —No, no, no está muerta, es que... —no supe qué había querido decir o qué quería decir. Durante el tiempo que había estado con Frank por las calles, esperando en el vestíbulo mientras él sacaba la caja de caramelos de la máquina automática para la mujer de pelo gris, o sentada a su lado en la última fila del segundo anfiteatro, no había dejado de pensar en que era como si mi madre estuviera muerta, sin estarlo. Lo había estado pensando, no porque ella hubiera intentado cortarse las venas, sino porque, después de eso, había hablado con Jacques por teléfono. —¡Oh! —dije—. No sé qué hacer, Frank. Frank no dijo nada durante unos instantes y se quedó mirando fijamente la pantalla. Luego, preguntó: —¿Quieres que hablemos de ello? —No lo sé —dije—. Yo solo... ¡Oh, Frank!, no sé qué hacer. —Escucha, Camila —dijo Frank y me repitió algo que ya había dicho antes—: Escucha. Tú estás viva y, mientras lo estés, ésa es la cosa más importante del mundo. La gente muere; gente joven que no ha tenido nunca ninguna oportunidad, lo que no deja de ser terrible, y ésa es la gente por la que lloras; porque está muerta y no tiene más vida por delante. Pero tú estás viva y, mientras lo estés, todo va bien, a pesar de todo. Mas, de repente, yo no quería estar viva. Pensé que, si estuviera muerta, no me habría enterado de la conversación telefónica de mi madre con Jacques, ni de que hubiera intentado cortarse las venas, ni de que la había besado en el salón de mi casa o en cualquier otro sitio, las veces que fuera, y no estaría viviendo una pesadilla, preguntándome qué iba a hacer. —No creo que quiera vivir —dije—. Pienso que estaría mejor muerta. Frank me sujetó por los hombros y me zarandeó hasta que mis dientes entrechocaron entre sí y me eché a llorar. —Lo siento —su voz temblaba de rabia—. Me has obligado a hacerlo. Me has obligado. Nos quedamos en silencio un rato, mirando Frank la pantalla y, poco a poco, me puse a mirarla yo también, con las manos cruzadas sobre el regazo y las lágrimas nublándome la visión de la película. Al cabo de un rato, Frank me cogió la mano y la apretó con fuerza. No dije nada, pero sabía que todo estaba arreglado entre nosotros.
Me acordé repentinamente de Luisa, a quien había dejado esperándome en el Museo de Arte Moderno y sentí, horrorizada, que la sangre me subía al rostro, al pensar en lo mal que me había portado con ella. —Luisa —susurré a Frank—. ¡Luisa! —¿Qué pasa con ella? —La dejé en el Museo de Arte Moderno. Le prometí que iría a buscarla y se me olvidó. Me olvidé por completo. —No te preocupes por Luisa —dijo Frank—. A estas horas ya estará en casa. —Pero... pero... —murmuré—, yo estaba... en ¡un sitio... y ella dijo que si no regresaba en media hora iría a buscarme... y sería horrible si lo ha hecho... y también sería horrible si hubiera llamado a mi casa preocupada. —Será mejor que la llamemos —suspiró Frank—. Vamos —se puso en pie y le seguí escaleras abajo. En el vestíbulo había una chica con una gran melena de pelo oscuro rizado, esperando a un chico que llevaba un jersey rojo de cuello alto, que accionaba la máquina de los caramelos. La chica sonrió a Frank, me miró y dijo—: Hola, Frank, cariño. —Hola, Pompilia —dijo él, saludó con un gesto al chico del jersey rojo y me sacó del cine. El aire de fuera era limpio y maravilloso y respiramos de él durante un rato. Nos dirigimos luego a un estanco, en el que había cabina telefónica. Introduje una moneda y llamé y, casi inmediatamente, contestó Luisa con voz muy fuerte, porque tenía puesto altísimo el tocadiscos o la radio y la música atronaba a través del teléfono. —Luisa —grité, aliviada—. ¡Luisa! —Espera que apague la radio —contestó gritando y, al instante, cesó el ruido de la música y Luisa estuvo de nuevo al teléfono. Para alivio mío, no parecía enfadada, sino sólo excitada—: Camila, donde quiera que estés, tus padres están al borde del paroxismo. —No les habrás dicho que he ido a ver a Jacques, ¿no? —grité.
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—¿Crees que soy tonta? Claro que no les dije nada. ¿Dónde estás? ¿Qué te ha pasado? Te estuve esperando y luego fui al piso de Jacques y llamé al timbre. Dije que buscaba a alguien que no vive allí, pero me di cuenta que tú no estabas, así que no te preocupes, Camila, porque no te he puesto en evidencia ante Jacques. No tiene la menor idea de quién era yo ni a quién buscaba. —¿Y qué pasa con mis padres? —dijo—. No le habrás dicho nada. —Oye, ¿qué te crees que soy yo? ¿Una palomita? —dijo Luisa—. Han estado llamando por teléfono desde que llegué a casa. Mona y Bill salieron después de venir yo y Dios sabe dónde estará Frank, así que toda la casa es mía y no les he dicho nada. Pero será mejor que los llames y les digas que estás bien, porque tu madre no paraba de llorar. —Está bien —dije—, los llamaré. Gracias, Luisa, por no decirles nada. —Todo eso está muy bien, pero ¿qué ha pasado y dónde estás ahora? —preguntó Luisa. —Ya te lo contaré en otro momento —dije—. Adiós. Será mejor que llame a casa en seguida. —Bueno, pero ¿cuándo voy a verte? —preguntó. —Mañana, en el colegio. —Mañana es sábado. —Está bien, mañana en cualquier momento. Podemos ir a un cine —si íbamos a un cine, no tendríamos que hablar tanto. —No tengo ni siquiera veinticinco centavos para ir a uno de la calle Cuarenta y Dos. —Te invito yo. —No —dijo Luisa—. Quiero hablar contigo. No puedes escurrirte de esta forma, Camila. Ven a mi casa mañana por la mañana y sacaremos a Oscar a dar un paseo. Necesita hacer ejercicio. —De acuerdo —dije—. Puede que vaya. —Camila —dijo Luisa al otro extremo del hilo—, no es bueno para ti que intentes guardarte las cosas dentro, como estás haciendo. Así es como se producen las inhibiciones. Yo he tenido que imaginarme absolutamente todo lo que hay entre tu madre y Jacques, porque tú no me has contado nada. —Bueno, si tú lo adivinabas, no necesitaba decírtelo —dije. —Pero no puedo adivinar lo que ha pasado esta tarde y si te lo guardas para ti, tendrás toda clase de traumas. Estoy absolutamente segura que fue una experiencia traumática y, si me lo cuentas, no te quedarán cicatrices. Me gustaría que me dejaras psicoanalizarte. Sé que eso te ayudaría. —No —dije. —Como quieras. ¿A qué hora vendrás mañana? —No lo sé. En cuanto pueda. —Camila, creía que éramos amigas. —Y lo somos. —Entonces ven mañana lo primero de todo. —De acuerdo —lo prometí porque no tenía escapatoria. —Hasta mañana, entonces. —De acuerdo. Adiós —dije y colgué. Abrí la puerta de la cabina y le dije a Frank—: Tengo que llamar ahora a mi madre. Asintió y me preguntó: —¿Le has dicho a Luisa que estabas conmigo? —No. No le dije dónde estaba. —Bien hecho —dijo Frank. Volví a cerrar la puerta de la cabina y llamé a casa. Contestó mi padre. —Papá, soy Camila —dije. Inmediatamente, dijo: —¡Rose, es Camila! —y luego, a mí—: Camila, nos has tenido muy preocupados. ¿Dónde has estado? Oí entonces la voz de mi madre y me imaginé la escena, arrancando el auricular de manos de mi padre. —¡Oh, Camila, cariño, estaba furiosa! ¿Dónde has...? ¿Qué te ha pasado? No podía decirles que había estado con Luisa, porque la habían llamado por teléfono. —No me ha pasado nada. Estoy perfectamente —dije con voz fría, sin sentir compasión por mi madre, aún frenética al otro extremo del hilo. —¿Dónde estás...? ¡Ven a casa, ven en seguida! —gritó mi madre. —Estaré en casa a la hora de acostarme. —Camila, ¿qué te pasa? ¿Por qué hablas así? ¿Dónde estás? Ven a casa, ven a casa —dijo mi madre, mientras yo deseaba taparme los oídos con las manos, o simplemente, colgar para dar por finalizada la conversación, pero no podía hacerlo mientras aquella voz frenética no cesara de hablar. Entonces oí de nuevo la voz de mi padre. —Camila, no sé lo que significa todo este desatino, pero tienes que venir a casa inmediatamente.
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Cuando oí su voz tan enfadada y disgustada, me di por vencida y dije: —Está bien. Iré —colgué y salí de la cabina—. Tengo que ir a casa —le dije a Frank. Frank sacó sus guantes del bolsillo y se los puso. —Te acompañaré. Vamos. —Gracias —dije, y mi voz sonó como la caída de un peso de plomo. Cuando llegamos a la casa, dijo Frank: —Me reuniré contigo en las escalinatas del Museo Metropolitano, mañana a las nueve de la mañana. —No puedo. Le prometí a Luisa que... —¡Oh, al diablo Luisa! —dijo—. Está bien, te rescataré de sus garras después del almuerzo. —Gracias —dije y pensé que me gustaría seguir con Frank y no tenerle que dejar en ese momento.
Cuando llegué a casa fue como si yo fuera una lata de conservas y mi madre y mi padre abrelatas intentando abrirme. ¿Por qué había desaparecido al salir del colegio esta tarde? ¿Por qué no había ido a casa a cenar? ¿Por qué no había llamado por teléfono? Si abusaba de las prerrogativas que ellos me daban, tendrían que reducirme la libertad. ¿Qué me había creído? Lo único que pude hacer es quedarme con la vista baja, fija en mis zapatos marrones del colegio. —No lo sé —dije. Mi madre, con las muñecas vendadas, se incorporó en la cama y me preguntó lloriqueando: —¡Oh, cariño! ¿Ya no nos quieres? —No lo sé —fue todo lo que pude decir. Mi padre me llevó a su cuarto y se sentó en el sillón de cuero rojo de su mesa de despacho; yo permanecía a su lado, como si fuera una alumna díscola y él el maestro. —Camila, no me explico tu comportamiento —dijo. —Lo siento —dije. Luego, como si le costara trabajo hablar, dijo: —Toda la culpa es mía. No debía haberte hecho aquellas preguntas cuando te llevé a cenar la otra noche. Yo... yo no estaba normal. —No —dije—. No ha sido eso. —¿Entonces, qué? —preguntó. —No lo sé —dije. Entonces intentó explicármelo a su manera, igual que había hecho Jacques esa misma tarde, y dijo: —Camila, tu madre es una mujer muy guapa. —Sí —dije. —Y Nissen es un hombre muy inteligente. Comenzó a halagar a tu madre y, quizá, le trastornó la cabeza por algún tiempo. Sin embargo, no ha sido nada importante y la culpa fue de Nissen y no de tu madre. De todas formas, entre tu madre y Nissen ya no existe nada. Por pequeño que fuese lo que había, ya se ha acabado —le miré y me pregunté si creía lo que estaba diciendo o si solamente decía lo que él pensaba que yo deseaba o debía oír; pero su rostro era rígido, como los rasgos inamovibles de las estatuas de los senadores romanos del Museo Metropolitano y sus ojos parecían tan ciegos y vacíos como los de esas estatuas. El concepto de la verdad parecía estar cambiando. Siempre había creído que la verdad era sencilla y clara. Una cosa podía ser verdad o mentira. Pero ahora, así como el tiempo parecía estar, simultáneamente, detenido o precipitándose hacia mí con la velocidad sobrecogedora de un meteoro, comprendí que la verdad era tan complicada como el tiempo. —Camila —dijo mi padre—, sé que estás en una edad en que las cosas tienen una pronunciada influencia sobre ti, pero tienes que comprender que lo que tú haces también influye en otras personas. Después de lo que... de lo que le sucedió a tu madre anoche, no estuvo bien por tu parte, por decirlo de forma suave, que desaparecieras esta tarde. Quiero que vayas a verla ahora y que le digas que lo sientes y que la quieres. En este momento, le hice a mi padre una pregunta extraña, una pregunta que salió de mis labios sin yo esperarlo y que me sorprendió a mí tanto como a mi padre. —Papá, ¿fui yo un percance? Mi padre se quedó quieto durante un instante y luego dijo: —¿Qué quieres decir? —¿Queríais tener un niño tú y mamá —pregunté— o sucedió, simplemente? —Por supuesto que queríamos un niño —dijo mi padre—. Yo quería enormemente tener un niño —lo dijo sin mirarme, con la vista baja, fija en el secante de la mesa, en el que estaba trazando unos dibujos extraños con su lápiz, y añadió—: Creo que ves demasiado a Luisa Rowan. Desde que la conoces tienes toda clase de ideas raras. ¿Por qué no te ves más con las otras chicas del colegio?
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—Ya lo hago —dije. Prefería no haber hecho la pregunta, porque ahora ya conocía la respuesta. Mi padre me miró y dijo: —Camila, no debes sentirte desgraciada. Todo va bien. Me puso una mano en el hombro y yo sentí deseos de abrazarle y decirle cuantísimo le quería, para que no supiera nunca que la quinta vez había contestado el teléfono ella misma, pero me quedé quieta, bajo el peso de su mano, hasta que dijo: —Ve a ver a tu madre. Fui a la habitación de mi madre. —¡Oh, Camila! —dijo—. ¿Cómo has podido, cómo has podido? —Lo siento —dije. —Dime que me quieres —pidió. —Mamá —dije—, ¿vas a volver a ver a Jacques? —Claro que no, claro que no —dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro en la almohada. Tenía el rostro blanco y delicado y unas lágrimas en sus bellos ojos—. ¡Camila, Camila querida! —dijo—, no pasó nunca nada, nada que justifique todo este horrible embrollo. Yo estaba sólo... ¡Oh, mi niña, dime que me quieres! ¿Cómo puedo decirle que la quiero —pensé— si no la quiero? ¿Si cuando miro su pequeño rostro blanco en la almohada todo lo que siento es frío, como si un viento helado soplara en mi corazón? Ya no sentía ni siquiera odio, sino sólo una fría paralización, como si me hubieran inyectado una dosis de novocaína que me hubiera paralizado todo el cuerpo. Me di la vuelta y salí de la habitación. Sabía que era terrible lo que estaba haciendo, pero no pude hacer otra cosa. Fui a mi cuarto y me desnudé, extenuada. Estaba tan cansada que no tenía fuerzas para darme un baño, ni siquiera cepillarme los dientes o lavarme la cara y las manos. Me puse el pijama y me metí en la cama, cerrando la puerta que daba al vestíbulo. Intenté rezar. Dije «Padre nuestro», pero no significó nada para mí. Estaba casi dormida cuando se abrió la puerta y entró mi madre. Abrí los ojos y la contemplé a través de la oscuridad del cuarto y la bruma del sueño, apoyándose en el cabezal de la cama, como si le costara trabajo sostenerse en pie. —No podía dejar que te fueras a dormir sin darte las buenas noches —susurró y se inclinó para besarme. Cuando se fue, permaneció la fragancia de su perfume. Era un perfume que llevaba por Jacques y, en cierto modo, seguía aún muerta.
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A la mañana siguiente me levanté y desayuné con mi padre, pero ni yo pude hablar con él ni él conmigo, si bien en una ocasión dijo que debía haber hecho algo para que el asunto no me salpicara a mí y luego, cuando se estaba acabando su segunda taza de café, comentó que, en todo caso, la culpa había sido suya, que todo lo había hecho mal y que no debía echarle la culpa a mi madre. Finalmente, dijo: —Bueno, me voy a la oficina. —Entonces dije yo: —Ayer pasé por delante de un edificio de apartamentos tuyo, papá. ¿Va bien? ¿Va a ser un edificio bonito? Mi padre movió la cabeza. —No, no va a serlo. Iba a tener luz exterior en todas las habitaciones, espacio libre para respirar y una impresión de la belleza de la ciudad al mirar por la ventana, pero han modificado mis planos, cambiando y reduciendo las cosas y va a resultar caro, muy caro. —¿Estás haciendo ahora algo bonito? —Sí —dijo mi padre—. Estoy diseñando un pequeño museo privado que es precioso y eso es lo que me mantiene con ánimos —sonrió y dijo—: Concéntrate en tus estrellas, mi pequeña mujercita; ya ves el daño que hace encontrarte metida en las cosas que pasan en la tierra. Quise decirle que un astrónomo, para ser bueno, tiene que tener los pies firmemente asentados en la tierra porque, de otra forma, ¿qué valor tendrían sus hallazgos? ¿Qué iba a hacer con ellos? Pero mi padre se levantó de la mesa, me dio un beso fugaz en el pelo, que es como me besa siempre y, al momento, oí cerrarse tras él la puerta principal. Fui a casa de Luisa. Me abrió Mona. Oscar se puso a dar saltos queriendo lamerme la cara y luego se echó en su lugar habitual, lo más cerca posible de Mona. Aunque siempre había visto que no hacía más que gritarle, el perro besa el suelo por donde pisa Mona y, cuando lo veo, pienso que Mona debe encerrar más amabilidad de la que aparenta. Me pasa una cosa curiosa con Mona. Es una mujer guapa que, además, viste bien y, cuando me la he encontrado casualmente con otras personas adultas, la he encontrado ingeniosa y animada. Sin embargo, cuando pienso en ella, siempre se me representa en mi mente como una mujer con el rostro lleno de cicatrices. Me pregunto si no será porque, en cierto modo, sus cicatrices internas reflejan las mías y, al visualizarlas, lo hago como cicatrices en la carne. Esto suena como dicho por Luisa, pero es la única forma como puedo expresarlo. Mona me dijo en tono brusco. —Siéntate y habla conmigo. He mandado a Luisa a comprar café. Sábado por la mañana y no hay café en casa... Ven. Siéntate. Me senté en una butaca tapizada de color verde pálido y Mona hizo lo propio en un sofá muy bajo y puso los pies sobre la desordenada tapa de cristal de la mesa del café. Cogió un vaso medio vacío del que tomó un sorbo y me di cuenta de que estaba bebida. No mucho, pero sí lo bastante como para pedirme que me sentara a hablar con ella, cosa que no había hecho nunca. Luisa me había dicho que algunas veces, en fines de semana, su madre bebía demasiado; no la había visto nunca así, ni siquiera había visto beber demasiado a alguna persona conocida, y eso me asustó. —Bien, ¿cómo estás esta mañana, señorita iceberg? —me preguntó Mona—. ¿Feliz como una repugnante gaviota de ojos fríos? No dije nada. Miraba mis pies y deseaba que Luisa regresara en seguida con el café, o que aparecieran Frank o Bill, pero parecía que sólo estábamos en el piso Mona, Oscar Wilde y yo. Mona se sirvió otra copa. —¿Sabes lo que me ha dicho esta mañana Luisa, mi propia hija? —me preguntó—. ¿Lo sabes? —No —dije. —Me ha dicho que le gustaría morirse. ¡Qué cosa para que una niña se la diga a su madre! ¿A ti te gustaría morirte, Camila?
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—No —dije, y era verdad. No tenía los deseos de la noche anterior y sentía compasión por Luisa, a quien había tratado tan mezquinamente. —¿No? —preguntó Mona—. ¿Y por qué no, eh? A veces me pregunto porqué la gente valora tanto la vida, porqué no me he matado y le he puesto fin a revolcarme en la miseria como un cerdo en el fango. No es por mi desinteresado amor por mis hijos. Frank y Luisa pueden desenvolverse muy bien sin mí. Probablemente, mejor que conmigo. De todos modos, vaya una forma de criar los niños, en medio de una ciudad asquerosa. Los niños no deberían criarse en la ciudad. Los niños que se crían en la ciudad no son niños. Son... son como Frank y Luisa, que lo saben todo, o almejas pequeñas y frías, como tú. —Yo no soy fría —dije. —¡Ah! —exclamó Mona—. Yo me crié entre olmos y un gran corral detrás de la casa. Eso es lo que tenía que haberles dado a Frank y a Luisa. La dureza del medio oeste. Todo de lo que yo tuve que huir. Se abrió la puerta y entró Luisa con una bolsa de la compra. —Hola, Camila, siento haberte hecho esperar —dijo con voz fingidamente indiferente—. No tardo ni un minuto —se dirigió a Mona—: Voy a prepararte una taza de café, Mona. Mientras tanto, deberías dejar sola a Camila. Se dirigió a la cocinita y la oí abrir el grifo y poner la cafetera al fuego. Mona rompió a reír sin cesar, echando la cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldo del sofá, mientras le corrían lágrimas de regocijo por las mejillas. —Ya ves —dijo entrecortadamente—. ¿Qué te había dicho? —Terminó su bebida, dejó el vaso con extremado cuidado sobre la mesa y dijo con voz repentinamente baja y serena—: ¿Por qué es tan tremendamente mayor el miedo a la muerte que el miedo a la vida? ¡Yo le tengo tantísimo miedo...! Si no fuera tan miedosa, me habría muerto hace mucho tiempo. Puede que sea porque nos damos cuenta —subconscientemente, por supuesto— de que la vida es un regalo inapreciable y tememos perder ese regalo, porque... ¡Oh, cielos, no quiero estar tan bebida! Incluso cuando se está en la agonía, se vive. ¡Oh! ¡Cuánto más fácil es la vida para la gente que tiene alguna religión! Estuvo callada un instante y luego prosiguió: —Luisa me dijo que te dejara sola. No voy a hacerlo. ¿Por qué dijo eso? ¿Porque podría decirte que en este mundo algunas personas viven y sienten realmente? ¿Qué podrías saber tú de esto? Tú eres una persona privilegiada. Sin preocupaciones. Padres que te conservan entre algodones y te defienden de la vida. Algún día te levantarás y te sentirás herida y te vendrá bien que te hagan daño. ¿Por qué iban a ser mis hijos los únicos perjudicados? En eso llegó Luisa con la cafetera en una mano y una taza y un plato en la otra. Dejó la taza y el plato sobre el cristal de la mesa, llenó la taza y luego dejó la cafetera a su lado; se oyó un chasquido y la tapa de cristal de la mesa se resquebrajó de lado a lado. —¡Maldita sea! —gritó Mona—. ¿Por qué no tienes más cuidado? ¡Vete de aquí y déjame sola! ¡Iros las dos! Luisa me agarró de la mano y nos fuimos a su cuarto. Se sentó en la parte inferior de su cama de dos literas. —Mamá está bebida —dijo llanamente. —Sí —quise añadir algo más, pero no había nada más que decir. No podía decir que no estaba bebida, porque lo estaba, y no podía decir que no importaba, porque sí importaba. —No sé por qué bebe —dijo Luisa—. Si se alegrara cuando bebe, como le pasa a Bill, lo entendería mejor. Pero ya ves como se pone. No se anima nunca cuando bebe. Y luego, cuando tiene que volver al trabajo el lunes, se siente desdichada. Debo decir, en favor suyo, que nunca bebe entre semana. Siento que lo hayas presenciado, Camila. Creo que si tú fueras otra persona y la hubieras visto así, desearía matarte. —Lo sé —dije, porque lo sabía. —No sé lo que te habrá dicho —prosiguió Luisa— pero no lo ha hecho consciente. Cuando está bebida, le dice cosas horribles a la gente. Si te habló, eso quiere decir que te aprecia de verdad. Cuando está bebida no le dirige la palabra a la gente que no aprecia. Pero lo siento. —No tiene importancia —dije desenfadadamente. Luego añadí—: Luisa, si aún quieres psicoanalizarme, estoy dispuesta. Al decir esto, se iluminó el rostro de Luisa y me di cuenta de que era el mejor regalo que podía hacerle. —¿De verdad? —exclamó. —De verdad. —Pero hace un siglo que te lo estoy pidiendo y nunca... Bueno, ven, vamos a ello. ¿A qué esperamos? —No lo sé —dije—. Bueno, empieza ya —no me apetecía ser psicoanalizada y deseaba terminar con ello cuanto antes. No creo que todo este asunto de escudriñar a la gente sea bueno. Es sólo una excusa para hablar de uno mismo y a mí no me gusta hablar de mí. Luisa se levantó y cogió un cuaderno y un lápiz de su mesa. —Bien... —dijo y comenzó a darse golpecitos en los dientes con el lápiz, mientras recapacitaba. Aguardé y, mientras tanto, eché un vistazo a la habitación para no tener que empezar a pensar en mí misma o en problemas.
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Me gusta la habitación de Luisa. Está pintada de amarillo y en la pared, junto a la litera inferior, había compuesto un friso, con tarjetas postales adquiridas en diversos museos. Bajo el friso, estaban colocadas sus muñecas. Usa como asiento la litera inferior y duerme en la superior. —Levántate, Camila, por favor —dijo, y retiró las muñecas—. He llegado a una gran decisión. —¿Cuál? —Estaba pensando que debías tumbarte aquí, como si fuera el diván de un psiquiatra y entonces me pregunté qué hacer con las muñecas. Y entonces me decidí. Tengo dieciséis años. Soy una mujer. Si aún me gustan las muñecas es que debo ser una neurótica, así que voy a desprenderme de ellas y regalarlas al hospital. Incluso la de Jacques que me diste. No te importa, ¿no? —No —dije—, claro que no. Me encantará no tener que ver esa muñeca. Las amontonó en un rincón y dijo: —Bueno, vamos a empezar —dijo con aire de ejecutivo, pero vi que estaba excitada y encantada ante la perspectiva de psicoanalizarme—. ¿Te importa que finja que soy una psiquiatra de verdad y que tú seas una paciente de verdad? Quiero decir, si te importa que simulemos que no nos conocemos. —De acuerdo —dije—. Lo que tú digas. Se sentó en una mesa y comenzó. —¿Cómo se llama, por favor? —Camila Dickinson. —¿Edad? —Quince. —¿Lugar de nacimiento? —Manhattan. —¿Le importa tumbarse en el diván, por favor? —dijo Luisa, indicando la litera inferior. Me tumbé y contemplé los muelles de la litera superior y, a través de ellos, el colchón azul y, a los lados y a los pies de la litera, los bordes remetidos de las sábanas y de las mantas. —Ahora, señorita Dickinson —dijo Luisa vehementemente—, cuénteme exactamente lo que sucedió entre usted y Jacques Nisssen ayer por la tarde. No, eso no podía contarlo. Aun cuando había visto bebida a Mona, no podía contarle a Luisa que mi madre había vuelto a hablar con Jacques después de todo lo que había pasado. Me había ofrecido a ser psicoanalizada, porque era lo único que podía ofrecerle por haber visto a Mona bebida, pero no podía, a cambio, mostrarle a mi madre indefensa, como yo había visto a Mona. En cualquier caso, pensaba que su pregunta no era correcta y que se estaba aprovechando del psicoanálisis, así que dije: —Si tú eres el psiquiatra y yo el paciente y no nos hemos visto antes nunca, no puedes saber nada de Jacques Nissen. Los ojos de Luisa se oscurecieron, irritados. —Está bien. ¿Qué hombre ha ejercido mayor influencia en su vida durante los últimos meses? Esa pregunta tampoco era correcta. —No creo que un psiquiatra comience una entrevista así —contemplé una de las tarjetas postales, una tal Marie Laurencin que me recordaba a mi madre y mantuve los ojos apartados de Luisa—, pero si tienes que conocer su nombre, se llama Frank Rowan —sabía que estaba enfadando a Luisa y, lo peor de todo, es que ahora lo estaba haciendo de forma deliberada. En realidad, no es que quisiera enfadar a Luisa, puesto que me había ofrecido, honesta y desinteresadamente, a ser psicoanalizada, sólo por darle gusto, pero parecía como si tuviera un duendecillo dentro del oído que me susurrara las cosas ruines que debía decir. —Frank no es un hombre —dijo Luisa. —El otro día dijiste que lo era —le recordé—. Dijiste que era demasiado mayor para mí y siempre dices que yo soy una mujer. —Está bien —dijo Luisa—. Si quieres acabar hecha polvo, déjale que sea importante para ti. No he visto a Frank encaprichado por una chica más de un par de meses. La que más, Pompilia Riccioli, le duró casi tres meses. Sabía que decía esto sólo para molestarme, porque no quería que me gustara Frank. Y lo consiguió: me molestó. Me acordaba de la preciosa chica a la que Frank había saludado en el vestíbulo del cine la noche anterior. Así que dije, contemplando otra postal del friso, un ángel de Lauren Ford: —Si vas a psicoanalizarme, será mejor que empieces. —Tienes que cooperar —dijo Luisa—. El psicoanalista no puede hacer nada, a menos que coopere el paciente. —Estoy cooperando. —No —dijo Luisa—. Te vas por las ramas a cada paso. Tienes que ser completamente veraz. —Estoy siendo veraz, pero creo que los psicoanalistas comienzan por el principio y tú empiezas por el final. Se supone que tienes que remontarte hasta... hasta las influencias prenatales —terminé de decir brillantemente. —De acuerdo —suspiró Luisa—, comenzaré por el principio. Pero deja de mirar las postales. Te estás distrayendo del tema. Ahora, piensa bien. ¿Cuál es el recuerdo más antiguo que tiene?
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¿Mi recuerdo más antiguo? No había pensado nunca en eso, e intenté hacer retroceder mi memoria en el tiempo, para lograr congraciarme con Luisa, por haberle fastidiado el principio de su psicoanálisis. Lo más antiguo de lo que me acordaba era que estaba acostada, en una cuna, por la noche, esperando que llegara mi madre para darme las buenas noches... no una noche precisa, sino que era una idea vaga y general de cariño y seguridad y luz de una lámpara, y a mi madre que llevaba un vestido de noche, oliendo maravillosamente, al tiempo que se inclinaba para besarme y me llamaba cosas preciosas. Luego se iba y parte de su maravillosa fragancia quedaba tras ella. También recordaba que, a veces, iba por la noche a su habitación, antes de que me acostara Binny. Estaba sentada ante su tocador, y su vestido de noche, recién planchado y aún con un tenue olor a hierro caliente, estaba extendido sobre la cama. Tenía sujeto por detrás su hermoso pelo, con una cinta de terciopelo azul oscuro y se daba una ligerísima capa de colorete en las mejillas y lápiz labial en los labios y unos toques de perfume detrás de las orejas y en las delicadas venas azules de sus muñecas. Luego, se quitaba la cinta de terciopelo y me dejaba cepillarle el pelo y recuerdo que me sentía enormemente importante, junto a ella, en el tocador, pasándole suavemente el cepillo con mango de plata por el pelo. Esos eran mis recuerdos más antiguos y se los conté a Luisa. Ella estaba sentada en su mesa, tomando nota de todo afanosamente. —Muy interesante, ciertamente muy interesante —dijo—. Ambos recuerdos tienen que ver con su madre. ¿Cuál es el recuerdo más antiguo que tiene de su padre? Intenté recordar. —No puedo decir cuál es el recuerdo más antiguo que tengo de mi padre —dije al cabo—. Cuando yo era pequeña, él era para mí, en cierto sentido, como Dios. ¡Oh, sí! Ahora recuerdo una cosa agradable. —¿Qué es? —Fue una Navidad —dije—. No estoy segura de qué Navidad, pero debe haber sido una de las primeras, porque yo estaba terriblemente nerviosa porque iba a salir ya anochecido. —Eso no significa nada —dijo Luisa—. Te sigue pasando aún. No he conocido a nadie tan cuidada como tú, Camila. —Como la mitad de las chicas del colegio, por lo menos. —No pretendía interrumpir —dijo rápidamente Luisa—. Siga con su padre. —Bien... recuerdo a Binny poniéndome mi mejor abrigo y las polainas y... —¿Quién es Binny? —Era mi niñera. Mi madre, mi padre y yo bajamos a la calle, tomamos un taxi, que nos llevó por todo Nueva York para contemplar los árboles de Navidad. —Muy caro —dijo Luisa. —Fue precioso. Yo iba sentada encima de mi padre y él me rodeaba con su brazo, con lo que me sentía completamente segura, a salvo de la oscuridad de la noche. Vimos los árboles plantados en Park Avenue, el gran árbol de Washington Square y el del Radio City y todos los que pudo encontrar el taxista. Fuimos, incluso, a Brooklyn y al Bronx. Luisa asintió y anotó algunas cosas más en su cuaderno. Escribía muy rápidamente y me pregunté si sería capaz de entenderlo luego. Hasta cuando escribe con cuidado, su escritura parece un garabato; la mitad de las veces no puede descifrar las notas que toma sobre las tareas para casa y tiene que llamarme para averiguar los deberes que tiene que hacer. Levantó entonces la vista y me espetó: —Camila, ¿qué sabe usted acerca del sexo? —No... no sé —dije—. Me figuro que sé de ello. —Bien, ¿no le habló de ello su madre? —¡Por supuesto! Cuando yo tenía diez años mi madre me regaló un libro precioso que trataba de las flores, los animales y los niños, ilustrado con fotografías muy bonitas de florecimiento de manzanas y una camada de cerditos muy limpios y un gracioso bebé con cara de viejo, con las rodillas apretadas contra el pecho. Será mejor que sigas psicoanalizándome —dije—. Esto no tiene que ver con nada. —Tus reacciones sí —me dijo Luisa con seriedad—. Pero si prefieres seguir hablando, por mí de acuerdo. —No es eso de lo que quiero hablar... —Bien, olvídalo —Luisa escribió algo en su cuaderno y luego dijo en su más impresionante papel de doctora Rowan—: Usted sabe, ¿no es cierto?, que usted, Camila Dickinson, es completamente diferente a cualquier otra persona en el mundo y que no existen dos seres humanos que sean iguales. —Sí, por supuesto. —¿Puede decirme ahora cuándo fue consciente, por vez primera, de usted misma como individuo? —No sé —dije—. Sí, creo que puedo. Luisa sonrió satisfecha. —Una cosa buena de usted y yo es que ambas tenemos una memoria, excelente. Supongo que es necesario por nuestras respectivas profesiones. Prosiga.
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—Bueno —comencé—, es algo complicado. Es una mezcla confusa de varios casos. Quiero decir que eso es por lo que lo recuerdo realmente, y no podría olvidarlo nunca, aunque quisiera. No creo que sea tan terrible descubrir que tú eres tú misma y que nadie más puede ser tú y que tú no puedes ser nadie más. Es una especie de soledad. —¿Qué edad tenía usted? —No lo sé. Comenzó la noche anterior a mi cumpleaños, aunque no recuerdo qué cumpleaños. No podía dormir a causa de los nervios. Ya sabe usted cómo está una la noche anterior de su cumpleaños o de Navidad. El día siguiente era domingo, así que mi madre y mi padre estarían conmigo todo el día y podría ir a patinar al estanque del parque con mi padre y habría regalos y podría estar levantada media hora más. Miré los muelles de la litera superior, sin verlos, porque estaba mirando a mi pasado; era como si estuviera hablando conmigo misma y no con Luisa y mi voz sonaba un poco somnolienta, como si Luisa estuviera hipnotizándome. Estoy segura de que lo estaba intentando, por la forma en que se balanceaba en la silla, hacia adelante y hacia atrás, y por la intensidad de la mirada de sus ojos azules, por lo que tenía que apartar mis ojos de los suyos y volver a los muelles de la litera superior cada vez que volvía la cabeza para hablar directamente con ella. —No omita ningún detalle —dijo—. Cuénteme todo. A veces, las cosas más pequeñas son las más importantes. —Bueno... —dije—, yo estaba acostada, contemplando las sombras que formaban en el techo las luces procedentes de las habitaciones del otro lado del patio; habitaciones de personas que aún no se habían acostado. Me bajé de la cama, pues estaba muy nerviosa, y me acerqué a la ventana para mirar por el patio. En una de las ventanas se distinguía, a través de los visillos, la sombra de una mujer desnudándose, una mujer que se sacó el vestido por la cabeza, se quitó luego las bragas y se inclinó para quitarse los zapatos y las medias. Y, entonces, me pregunté repentinamente: ¿En qué estaría pensando mientras se desnudaba? ¿Qué pensaban otras personas? ¿Qué pensaban otros niños que no estaban conmigo? Y caí en la cuenta de que sí pensaban, aunque no estuvieran conmigo. Me separé atemorizada de la ventana, porque la gente tiene que pensar cuando se desnuda por la noche, no sólo la gente del otro lado del patio, sino gente extraña de la calle, gente junto a la que pasas cuando paseas por el parque y, también, los niños del parque. Aún me asusta eso. —Sí —dijo Luisa, mientras yo hacía una pausa—. Sí, Camila, sé lo que quiere decir. Prosiga. —Bien —dije—. Recuerdo que encendí la luz y me paré frente al espejo, mirándome asustada, porque la gente pensara cuando se disponía a irse a la cama y no pensara en mí, ya que yo no era, por supuesto, nada que tuviera la más mínima importancia en sus vidas. Mi madre y mi padre hacían que yo creyera que era importante y ahora, de repente, me daba cuenta de que no lo era. ¿Cómo puedes ser importante si nadie sabe de ti? Es terrible darse cuenta de que, después de todo, no eres tan importante. Así que miré fijamente mi rostro reflejado en el espejo, como consuelo, porque allí estaba yo y yo era Camila Dickinson y ése era mi mundo, sólo que, de repente, era también el mundo de todos. Me puse a llorar. Me volví a la cama, llorando, y llamé a mi madre, que no fue. No fue nadie. Cuando yo lloraba, siempre iba alguien. —Frank solía venir cuando yo lloraba —dijo Luisa—. Cuando tenía una pesadilla o me pasaba algo. Claro que no lloraba a menudo. Pero Frank era extremadamente cariñoso cuando yo era pequeña. Desde luego, ha cambiado. Prosigue. —Finalmente —dije—, fue mi padre; estuvo muy cariñoso y me besó. Es gracioso pero, siempre que mi padre se preocupaba por mí, yo me sentía mucho más segura con él que con mi madre. Me dio de beber agua y me contó Los tres ositos, que era mi cuento preferido y me dijo que me volviera a dormir. Así que pensé que tenía que hacerlo. A la mañana siguiente me desperté temprano, como pasa siempre cuando es tu cumpleaños o Navidad, y aún me sentía un poco extraña. —Volví a mirarme en el espejo. El suelo estaba frío bajo mis pies descalzos. Me quedé mirando aquella otra persona del espejo que era exacta a mí y, de pronto, ya no estaba pensando. Aquella otra persona del espejo era alguien y yo era alguien, aunque no estaba segura de quién, porque yo no conocía a ninguna de nosotras y no éramos la misma persona y yo no estaba allí, porque no pensaba, ya que mi mente estaba en blanco. Algo empezó a aclararse. Ésa soy yo. Yo soy Camila Dickinson. Yo soy yo y ésa es lo que yo parezco, de pie en el suelo, con los pies cerca del borde de la alfombra, mirándome en el espejo de mi habitación. Hoy es mi cumpleaños, el cumpleaños de Camila Dickinson y soy una persona real, exactamente como las personas del otro lado del patio, como la que se desnudó tras los visillos, como la gente con la que me cruzo en el parque. Yo soy Camila Dickinson y nadie más, y nadie más puede ser yo. Entonces, ya no me importó tanto que la gente no pensara en mí. Sin embargo, me asusté de nuevo y quise llorar, pero no podía, porque aún creía que si una persona llora el día de su cumpleaños, llora todos los días de ese año. —Yo también me acuerdo de cuando descubrí que yo era yo misma —dijo Luisa—, pero no fue así. Fue un día en que me enfadé con Frank en el parque; le tiré una piedra que le hirió en la cabeza y perdió el conocimiento. Pensé que le había matado y, de repente, me di cuenta de que era yo la que lo había hecho. Es fascinante ¿no, Camila? Me gustaría saber si todo el mundo lo recuerda, ¿qué crees tú? —No lo sé —dije. Luisa cogió de nuevo el cuaderno y el lápiz, escribió algo y dijo: —¿Y por qué no fue tu madre contigo? ¿Estaba enferma o le pasaba algo? —Sí. Estaba muy enferma. Creo que estuvo al borde de la muerte. —¿La llevaron al hospital? —preguntó Luisa, con vivo interés por todo lo concerniente a enfermedades y hospitales.
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—Sí, la mañana del día de mi cumpleaños. Fue el cumpleaños más horrible que he tenido. —¿Fuiste a verla al hospital? —Sí. Vino mi abuela, la abuela Wilding, y me llevó en taxi. Recuerdo que fue un trayecto especial. —¿Por qué? —Bueno... todo parecía peor, porque la gente con que nos cruzábamos en la calle no sabía que mi madre estuviera enferma, ni que fuera mi cumpleaños, ni que yo estaba asustada. Sencillamente, hacían su trayecto habitual, como si no hubiera pasado nada. —Sí —dijo Luisa—, lo entiendo. Tiene gracia lo que ayuda el que la gente sepa las cosas, ¿verdad? Cuando Mona y Bill se pelean, parece importarme menos cuando te lo cuento y sé que tú también lo sabes. ¿No te dijeron lo que le pasaba a tu madre? —No. Supongo que era demasiado pequeña para que se preocuparan de decírmelo. Yo sólo estaba asustada. Pensaba que, si mi madre tenía que estar en el hospital el día de mi cumpleaños, es que iba a morirse. —Bien, continúa —dijo Luisa. —Fuimos al hospital. Yo no había estado antes nunca en un hospital y aún hoy siento la misma especie de terror que sentí entonces. —A mí me encantan los hospitales —dijo Luisa—. Cuando sea médico quiero vivir en el hospital. Continúa. —Bueno, realmente eso es todo. Mi madre estuvo en el hospital un par de semanas, volvió luego a casa y... eso es todo. Luisa estuvo escribiendo afanosamente durante unos minutos y luego dijo: —Eso es muy interesante, muy interesante —y luego sonrió pudorosamente y dijo—: ¡Dios, Camila! Me parece que tengo muchísimo que aprender si quiero ser psiquiatra. Tendría que haber sido capaz de averiguar un montón de cosas de lo que me has contado. Quiero decir que debería saber porqué tienes complejos y te comportas de la forma en que lo haces y porqué sigues hablando de los adultos como si aún fueras una niña y, realmente, no sé si he averiguado alguna cosa. Bueno, una cosa que estoy aprendiendo de psicoanalizarte a ti es lo poco que sé. ¿Realmente no sabes lo que le pasaba a tu madre? —No. No recuerdo si me lo dijeron o no. —Puede que tuviera un aborto. —No lo sé —me sentí desconcertada, porque eso no se me habría ocurrido nunca. No sé mucho de esas cosas, que no parecen venirme a la imaginación como a Luisa. —¿Cuándo pensaste ser astrónomo? Volví a negar con la cabeza. —La verdad es que no me acuerdo. Creo que siempre, si pienso en ello. Mi abuela me explicaba los nombres de las estrellas en verano, cuando estábamos en Maine. Solía llevarme al Planetario y me dejaba libros para que los leyera. No he... no sé... no he pensado nunca en ser otra cosa. —De acuerdo. Fuerte impresión de abuela en profesión —dijo en voz alta, a medida que escribía. Oímos entonces cerrarse la puerta del piso y que entraba Bill. Mona dijo algo en voz baja y Bill no contestó. Luego escuchamos decir a Mona en voz más alta: —Bueno, ¿no puedes saludar por lo menos? Bill no dijo nada. Luisa me miró y en seguida bajó la vista a su cuaderno. —Frank se fue nada más desayunar y no ha venido a almorzar —dijo Mona. Escuchamos el ruido producido al mover un sillón, pero Bill siguió sin decir nada. —¿Es que no te importa? —preguntó Mona. —¿Por qué no puede salir si quiere? —dijo, por fin, Bill—. No se lo reprocho —su voz sonaba fría y, en cierto modo, abatida. —¿Te da igual que tus hijos se pasen la mayor parte del tiempo en las calles? —preguntó Mona. Hubo un ruido, como si Bill le hubiera dado un puntapié a un mueble, pero no dijo nada—. ¿Cómo puedes ser tan insensible? —dijo Mona, ahora en voz alta y estridente—. ¡No he conocido en mi vida a nadie tan indiferente como tú! ¿No te importa nada? ¿Nada en absoluto? Bill seguía sin decir nada, pero le oímos trasladarse de un asiento a otro y el ruido de un cenicero cayendo al suelo. —¡Todo lo que haces es fumar! —gritó Mona—. ¡No te preocupan más que esos condenados cigarrillos! ¡Tendrían que matarnos a los niños y a mí para que te preocuparas! —Oscar ladraba nervioso—. ¡Lárgate de aquí, bestia repugnante! —le gritó Mona. Luisa inclinó la cabeza sobre su cuaderno de psiquiatra y fingió estar ocupada escribiendo. Pero yo la había visto enrojecer cuando Mona empezó a gritar y, luego, palidecer. Ahora, mientras su lápiz se movía nerviosamente por el cuaderno, su rostro estaba lívido y su pelo refulgía, caído sobre las mejillas. La miré y desvié la vista y contemplé de nuevo la parte inferior de la litera superior.
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Aunque no pueda explicarlo bien —dijo Luisa con voz vacilante—, sé que lo que has dicho es muy significativo. ¿Puedes decirme algo más? ¿Recuerdas alguna otra cosa? Yo seguía tumbada en la litera inferior, el dibujo de los muelles impreso en mis ojos, y recordé. Recordé algo que había apartado tan profundamente en los más oscuros recovecos de mi mente que, hasta ese momento, era como si lo hubiera olvidado completamente. Es extraño que hubiera olvidado algo tan enormemente importante y recordado, por el contrario, otras cosas. Mi memoria debe haberlo rechazado deliberadamente, porque era algo que no soportaba recordar; sería imposible vivir despreocupada y felizmente con ese recuerdo. Las palabras que Mona acababa de decir a Bill, removieron repentinamente los nublados sedimentos de mi mente e hicieron aflorar a primer plano este mal recuerdo. Cerré los ojos para evitar la mirada de Luisa intentando concentrarse en su psicoanálisis, para no escuchar lo que Mona le estaba diciendo a Bill. Siguió escuchándose la voz de Mona desde el salón, pero yo no oía ya sus palabras, porque en mi mente sólo tenía cabida el recuerdo que acababa de despertarse y se abatía sobre mí. —Sucedió en verano, cuando estábamos en Maine. Yo tendría cuatro o cinco años. Era a mediados de verano y recuerdo el ambiente lánguido, cálido y verde. Mi abuela Wilding iba a venir a pasar dos semanas con nosotros; mi tío Tod Wilding la traía en coche y los esperábamos para la hora de cenar. Me pasé todo el día preguntando: «¿Cuándo llega la abuela? ¿Cuándo llega la abuela»?, y mi madre o Binny me respondían: «Llegará para la cena.» Pero llegó la hora de la cena y la abuela no apareció. Binny me subió al piso superior, me desnudó, me bañó, me puso el pijama y me dijo que bajara a darles las buenas noches a mamá y papá. Bajé y me detuve en el quicio de la puerta que daba al porche y vi a mi padre sirviendo dos cócteles, uno para él y otro para mi madre. Mi madre estaba sentada en una mecedora de color verde y se mecía hacia adelante y hacia atrás, corriéndole las lágrimas por las mejillas; no me atreví a acercarme a ellos. En ese momento, mi madre se inclinó hacia adelante, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y dijo con voz trémula y enfadada: —¡Cómo puedes ser tan insensible! Tod y mamá deberían estar aquí hace horas, tenían que estar ya a no ser que... y tú estás ahí, sentado, bebiendo un cóctel, como si no hubiera pasado nada. —¿Qué quieres que haga? —preguntó mi padre, con el rostro pétreo de una de las estatuas del Metropolitano. —¡Quiero que te preocupes! —dijo mi madre, llorando—. ¡Quiero que te des cuenta de que la preocupación me está poniendo enferma! Sé que algo horrible ha... y tú te limitas a quedarte ahí sentado con tu cóctel, sin hacer nada. Todo lo que te preocupa es tu cóctel. —No puedo hacer nada, Rose —dijo mi padre sosegadamente—. He llamado a casa de tu madre y no hay nadie, así que no hay duda de que han salido. Si no han llegado a las diez, llamaré a Marge y a Jen, pero no quiero intranquilizarlas, a menos que sea absolutamente necesario —esto sucedía antes de que se casara tía Jen, cuando aún vivía con tío Tod y tía Marge. —¡Oh, Dios mío! —exclamó mi madre—. ¡Dios mío! —¿Te haría más feliz que me pusiera a pasear nervioso arriba y abajo y que torciera la cara con gesto de angustia? —preguntó mi padre—. Ahora no se puede hacer nada, salvo esperar y confiar. No creo que demostrar ansiedad pueda ser de ninguna ayuda. —No me preocuparía tanto si de verdad te importara —dijo mi madre—, o si procuraras estar tranquilo por consideración hacia mí. Pero a ti no te importa. Te tiene sin cuidado que Tod y mamá... no te importaría nada que hubieran tenido algún accidente. —¿No te estás poniendo un poco histérica, Rose? —preguntó mi padre—. Han podido retrasarse por muchos motivos. Pero mi madre negó con la cabeza. —No, no. Tú siempre has sido así. Nunca te preocupas por nada. Siempre dices «Oh, todo se arreglará». Cuando mamá tuvo neumonía no te preocupó, no te importó. Mi padre se sirvió cuidadosamente otro cóctel y dijo lentamente:
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—¿Dices eso porque crees que no quiero a tu madre, que es cierto eso de que los hombres no quieren a sus suegras? Pues te aseguro que estás equivocada. Estoy más unido a tu madre que lo estuve nunca con la mía. —No, no —repitió mi madre—, no se trata sólo de mamá. Es todo. El invierno pasado, cuando Camila tuvo sarampión y la fiebre le subió a treinta y nueve, no te preocupó nada. Dijiste sólo que estaba recibiendo el mejor cuidado posible y que todos los niños lo pasan... Y, cuando nació, no te preocupaste nada de mí. Mamá me dijo que te pasaste todas aquellas horas leyendo tranquilamente un libro... aquellas horas en que yo sufría dolores horribles y estaba en peligro. —No tenías más dolores ni estabas en mayor peligro que cualquier otra mujer que haya tenido un niño —dijo mi padre—. El de Camila fue un parto perfectamente normal, sin ninguna complicación. —¡No lo soporto! —gritó mi madre, furiosa—. ¡No lo soporto! ¡Cómo puede soportar una mujer vivir con... tener que ver todos los días a un hombre que no tiene sentimientos... completamente insensible...! Mi padre dejó sus gafas en el brazo de la butaca y se alejó del porche, mientras mi madre permanecía sentada en la mecedora, respirando agitadamente y meciéndose hacia adelante y hacia atrás, sin llorar, pero temblando de rabia. Permanecí en el quicio de la puerta del porche hasta que me llamó Binny. —¡Camila! ¿Te has despedido de tu madre y tu padre? Salí entonces al porche y mi madre dejó de mecerse; me subió a su regazo y me recosté en ella, mientras las moscas volaban zumbando fuera de la tela metálica y los pájaros seguían trinando en los árboles. Mi madre se inclinó y me besó en la cabeza, en las mejillas y en la parte posterior del cuello y luego me bajó de su regazo y dijo: —Ahora vete a la cama, nena. Cuando llegue la abuela, le diré que suba a verte. Subí las escaleras y Binny me acostó; corrió las cortinas verdes, me dio las buenas noches y cerró la puerta, pero no pude dormirme. Los últimos rayos amarillos del sol poniente taladraban las persianas y daban en el suelo, como si fueran dardos dorados; en la cama pensé: «Abuela y tío Tod han tenido un terrible accidente. Ha sucedido algo espantoso.» Seguí pensando eso, asustada, hasta que, por último, me quedé dormida. Me despertaron unas voces y unos gritos; salté rápidamente de la cama y corrí a la ventana. Abajo, en el camino de entrada, estaba el descapotable largo y bajo de tío Tod; fuera del coche estaban la abuela y todos los Wilding; tío Tod y tía Marge y sus tres hijos, Podge, Toddy y Tim, y tía Jen con los brazos llenos de paquetes. Mi madre, abrazada al cuello de mi abuela, decía llorando: —¿Qué ha pasado, mamá? ¿Qué ha pasado?... Estábamos preocupados... nosotros... Marjorie, Jenny, niños, estoy encantada de veros... Oh, mamá, creíamos que os había pasado algo a ti y a Tod... que habíais tenido un accidente o algo así. —¿Sabes una cosa? —dijo la abuela—. Si te pasas el día pegada al teléfono, no puede llamarte nadie. —Pero si no hemos utilizado el teléfono en todo el día... —dijo mi madre—. Sólo cuando Rafferty llamó a tu casa para ver si aún seguíais allí... y no contestó nadie, así que supusimos que habíais salido ya. Ésa fue la única vez que usamos el... ¿Estás segura de haber llamado? —¿Tengo por costumbre decir que he hecho algo si no lo he hecho, Rose? —preguntó mi abuela. —Ya sabes que tenemos una línea compartida —dijo mi padre a mi abuela—. Probablemente, cuando habéis llamado habría alguien hablando. La gente de ahí abajo usa el teléfono horas y horas. —Pero si se trata de una conferencia... ¿no crees que debían hacer algo cuando se trata de una conferencia? —dijo mi madre con voz aún excitada. Tío Tod le pasó el brazo por los hombros y dijo: —Ya estamos todos aquí, sanos y salvos. ¿No vas a decirnos que entremos para cenar? No te preocupes por la comida, porque hemos traído un jamón cocido y el maletero está lleno de cosas de la huerta y hasta hay un pavo; además, ya ves que Jen se ha traído casi todo el A & P 10. —Vamos dentro, vamos dentro —gritó mi madre, agitando los brazos abiertos. Estoy encantada de veros a todos, queridos, y de que os quedéis toda una semana. ¿Todos? Eso va a ser... y Camila lo pasará estupendamente con los niños. —¿Dónde está Camila? ¿Dónde está Camila? —los niños estaban ya cenando cuando pasaron dentro. Yo bajé corriendo las escaleras, gritando, seguida de Binny, que llevaba mis zapatillas. Tía Marjorie me cogió y me abrazó. —Con una noche tan templada como ésta no necesitas zapatillas ¿no, diablillo? —los niños saltaban de alegría y yo supliqué—: ¿Puedo quedarme a comer con vosotros? —¿Qué te parece, Raff? —dijo mi madre—. ¿Crees que está bien? —Eso depende de ti, Rose —dijo mi padre—. Si vas a preocuparte porque esté levantada hasta tan tarde, mándala inmediatamente arriba. Ya hemos tenido bastantes preocupaciones para un día —su voz era baja y fría y me di cuenta de que aún estaba enfadado con ella por las cosas que le había dicho antes.
10 Nombre de una cadena de supermercados de Estados Unidos. (N. del T.)
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—¡Por todos los diablos, claro que puede quedarse! —dijo tío Tod—. Es una niña estupenda y sana. Es bueno que los niños se salgan de su rutina de vez en cuando. Ten dos más y no te preocuparás por Camila tanto como ahora, Rose. Podge, mi prima mayor, dijo: —Por favor, deja que se quede, tía Rose. Yo cuidaré de ella. —Mañana por la tarde puede dormir una buena siesta —dijo tía Jen. Subimos las maletas, el pavo se metió en el frigorífico y todo el mundo se distribuyó en las distintas habitaciones. La mía era muy grande, con dos camas, y se metieron en ella otras dos, plegables. Yo estaba enormemente excitada porque iba a dormir en la misma habitación con mis maravillosos primos Podge, Toddy y Tim. Bajamos de nuevo y Podge y Toddy estaban muy ocupados pasando platos con galletas y queso. Me di cuenta de que mi padre estaba más enfadado de lo normal con mi madre. Estaba sentado en el brazo del sillón de tía Jen, hablando y riéndose con ella y sólo hablaba con mi madre cuando ella le preguntaba algo directamente a él, y le contestaba lo más concisamente posible. Nos sentamos a cenar en la mesa del comedor, que ya estaba puesta. Tía Jen se sentó a la derecha de mi padre y, también entonces, su conversación y sus risas se dirigieron a ella y ella le devolvió la charla y las risas, con ojos resplandecientes; parecía como si los dos estuvieran en un círculo de luz distinto y los demás, fuera de él, en la zona fría y con sombras. Cuando miraba a mi madre, al otro extremo de la mesa, la veía muy pálida, hablando sin cesar y contando sucesos y riéndose, aunque sin probar bocado. Después de cenar, nos mandaron a los niños a la cama, Toddy y Tim se durmieron en seguida, pero yo no podía dormirme y oí a Podge moviéndose en la cama contigua a la mía, así que la llamé en voz baja. —Podge. Ella me contestó en un susurro: —¿No puedes dormirte? —No. —Vayamos de puntillas al descansillo de la escalera, a sentarnos y a ver lo que pasa. Nosotros lo hacemos a menudo en casa. Es divertido. Salimos, pues, a la escalera y nos sentamos en el descansillo. Divisábamos muy bien el vestíbulo y, a través de la puerta de dos hojas, el salón. Seguían todos sentados, hablando, pero, al cabo de un rato, mi padre y tía Jen salieron al vestíbulo y Podge me hizo señas para que me estuviera quieta. Mi padre llevaba cogida a tía Jen por la cintura y la miraba sonriente y otra vez parecía que estaban en un círculo de luz separado de los demás. Se detuvieron allí, mi padre mirando a tía Jen y ésta mirándole a él y luego regresaron lentamente al comedor, sin dejar mi padre de rodearle el talle con el brazo. Podge me susurró: —Una vez le oí a mi madre decirle a mi padre que tía Jen estaba enamorada de tu padre y que lo estaría siempre —yo no dije nada y, al rato, me susurró Podge—: Pero, demonios, Camila, tu madre es preciosa. Es como las princesas de los cuentos de hadas. Tía Jen no es en absoluto tan bonita como tía Rose. No, eso lo sabía. Ni siquiera parecía que tía Jen y mi madre fueran hermanas. Tía Jen era pequeña, con el pelo castaño corto y rizado y se comportaba como un gorrioncillo alegre. Era desinteresada con otras personas y todo el mundo la quería, pero no vi nunca que nadie la mirara como miraban a mi madre. Luego salió mi madre al vestíbulo y, tras un momento, salió mi padre, que dijo con voz suave: —Bueno, ¿qué quieres? Mi madre dijo, con voz baja y temblorosa: —Todo lo que quiero es cariño y afecto, y tú no pareces ser capaz de dármelos. Mi padre aún parecía ausente y enfadado cuando contestó: —Ya te dije antes de casarnos que yo no era afectuoso. Mi madre soltó una risita sardónica. —No creí que nadie pudiera llevarlo a los extremos que lo haces tú. —Bueno, así es —dijo mi padre. —Tú has sido bastante afectuoso con Jen esta noche —la voz de mi madre era baja. —Jen no pide afecto —dijo mi padre—. Es mucho más fácil darlo cuando no se exige. —De todas formas, ¿crees que es bueno para Jen? —preguntó mi madre—, ¿que es correcta la forma en que te has comportado con ella esta noche, dejando a un lado si es correcta o no para conmigo? —Eso tengo que decidirlo yo —mi padre inició un movimiento como para regresar al salón, pero mi madre le detuvo. —Si piensas de esa forma, quizá fuera mejor que nos separásemos —dijo mi madre. La voz de mi padre al contestarle sonó fría e indiferente: —Quizá deberíamos hacerlo. En los ojos de mi madre se reflejó una mirada de inesperado terror, de pánico salvaje. Respiró fuertemente y dijo en voz baja: —¿Es mucho pedir un poco de amor?
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—Lo siento —dijo mi padre. —¿Crees que podrías amar a Jen? —preguntó mi madre—. Quiero decir, en la forma en que yo quiero ser amada —se notaba un espantoso temor en su voz. —No lo creo —dijo mi padre con tono aún frío y duro; le dio la espalda a mi madre y regresó al salón. Mi madre se apoyó en la pared y se quedó así un rato, con su vestido blanco, hermosa como un ángel desesperado, apoyada en la pared, pero sin llorar.
Podge me tomó de la mano y volvimos a subir. Nunca me dijo nada de lo que habíamos escuchado, ni tampoco lo hice yo. Por cierto que, hasta que tío Tod se trasladó al oeste, Podge y yo mantuvimos una situación extraña y tímida y no sé si se debería a lo que espiamos aquella noche. El resto de aquella semana que pasaron los Wolding con nosotros en Maine se divirtieron mucho, nadaron y se dieron grandes comilonas en la mesa ampliable del comedor, y parecía como si Podge y yo hubiéramos soñado lo que habíamos presenciado, pues mi madre y mi padre parecían felices, como si no se hubieran dicho aquellas cosas tan horribles. Pero yo sabía que no había sido un sueño. Tía Jen se casó y se fue a vivir a Birmingham, en Alabama, y, tras la muerte de la abuela, tío Tod se trasladó a California y sólo teníamos noticias de él, por lo general, en Navidad y en las fechas de cumpleaños. Así, pues, ahí estaban mis dos recuerdos, que hubiera dado cualquier cosa porque hubieran seguido escondidos en lo más profundo de mi mente, donde habían permanecido ocultos durante tantos años. Porque ahora también había cambiado en mis sentimientos. Ahora, mi padre, como también mi madre, ya no era más mi padre. Era Rafferty Dickinson, una persona tan completa y aparte como lo era Camila Dickinson. Cuando aquel día lejano de mi cumpleaños desperté al hecho de que yo era Camila Dickinson, no había despertado, sin embargo, al de que mis padres no hubieran sido creados especialmente para mí, de que también eran personas aparte, tan separados de mí como la gente del otro lado del patio. Darme cuenta de ello me había llevado todo ese tiempo y su conocimiento me produjo un dolor profundo. Es mucho más traumatizante darte cuenta de que tus padres son seres humanos que darte cuenta de que tú misma lo eres. Seguía tumbada en la litera inferior de la cama de Luisa y tenía la sensación de que un gran peso me oprimía el pecho y que, poco a poco, me estrujaba el corazón. En ese momento oí que Mona decía en el salón: —¿Y qué pasa con Frank? ¿No te importa que se pase la mitad del tiempo con sus zafias chicas italianas? —¿Y la Dickinson? —preguntó Bill con voz aburrida—. Creí que era la última. —¿Esa rica mimada? No sé si prefiero a las italianas. Al menos son humanas. Luisa levantó la vista de su cuaderno y dijo intencionadamente: —Frank fue a almorzar a casa de Pompilia Riccioli. Probablemente se quedará también a cenar. Es lo que suele hacer normalmente. Echada allí en su cama, me dije: ¡Oh, no! La vida es demasiado complicada, demasiado terrible. ¿Cómo puede soportarla nadie? Volví el rostro hacia la pared. —Lo siento —dijo Luisa—. Lo siento, Camila. No debía habértelo dicho. —No importa —dije. —No te preocupes por lo de Mona. Ella no piensa así. De verdad. —No importa —volví a decir. ¿Qué importaba? ¿Qué importaba lo que pensara Mona, o Bill, o Luisa, o cualquier otra persona? Contemplé las tablillas de encima y sentí envidia de Pompilia Riccioli y de las chicas italianas que, al menos, eran humanas. Me daba miedo el amor, por lo que le había hecho a mi madre y a mi padre, así como a Mona y a Bill; el miedo se me metió por todo el cuerpo hasta anegarme, como un trozo de madera sobre la playa, después de una tormenta. En el salón, Mona dijo de repente, con voz gritona: —¡Maldita guerra! ¡Maldita sea! Hace muchos años que se acabó, ¿por qué recordarla? Frank se pasa el tiempo en la calle Perry con gente desdichada que ha perdido las piernas y, cuando tú te comportas como un ser humano, es sólo para contarle a alguien lo que hiciste en el sur del Pacífico. Ahora ya no estás en el Pacífico. Ahora estás en Nueva York. ¿Por qué no lo olvidas de una vez? ¡Se acabó ya! ¿Por qué no lo dejas? —¿Por qué no me dejas tú a mí? —preguntó Bill. Luisa arrojó el cuaderno sobre la mesa. —Vámonos de aquí —dijo—. Vamos a llevar a Oscar a dar un paseo, o a un cine, o adonde sea. —No puedo —dije. No quería decírselo, pero no tuve más remedio. —He quedado con Frank esta tarde. —¿Ah, sí? Eres una estúpida si estás dispuesta a obedecer y a esperar a Frank. ¿No lo sabías, Camila Dickinson? A ningún hombre le gusta una chica de la que puede disponer tan fácilmente. —No puedo evitarlo —dije. —¡Oh, vamos, Camila! —dijo Luisa—. Vámonos. Deja que espere unos minutos. Le vendrá bien.
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—No, no puedo —dije—. No puedo. —Me pones enferma —dijo Luisa—. Me pones tan enferma que me dan ganas de vomitar. En ese momento se oyó el ruido de la puerta principal y escuché los pasos de Frank en el salón, por donde cruzó sin decirles nada a Mona y a Bill y se detuvo en la puerta del cuarto de Luisa. —¡Hola! —dijo. —¿Qué estás haciendo en casa? —preguntó bruscamente Luisa—. Creí que estarías todo el día fuera. —Nada de eso. Tengo una cita con Camila. —Camila está ocupada. —No, no lo estoy —dije. Luisa se volvió hacia mí. —Dijiste que ibas a estar todo el día conmigo. Negué con la cabeza. —Dije que lo primero que haría esta mañana sería venir a verte y lo he hecho. He estado toda la mañana contigo. —No me gustan las personas que no cumplen sus promesas —dijo Luisa. —No he incumplido ninguna promesa. Dije que vendría y he venido. —Yo no me refería a eso —dijo Luisa despectivamente— y tú lo sabes. No intentes engañarme, Camila Dickinson. No me has contado nada de Jacques ni de lo que pasó ayer tarde, ni nada de nada. —Nunca prometí contártelo —dije. Luisa se puso pálida, como le pasaba siempre que se enfadaba. —Mona dijo que eres una rica mimada, que ni siquiera eras humana y tiene razón. Vete con Frank si quieres. Haz con él lo que te apetezca, pero no esperes mi ayuda nunca más. Y, en cuanto a ti, Frank Rowan, me sorprende verte tan sociable, sobre todo hoy. Frank, que estaba tranquilo, se sobresaltó al decir Luisa aquello. —¿Qué quieres decir? —¿Es que no lo sabes? —preguntó Luisa con una sonrisa realmente desagradable. Frank pareció tranquilizarse. —Sería mejor que cerraras el pico —dijo. —Como psiquiatra, sólo sentía curiosidad por ver cómo eras —dijo Luisa—, pero parece no importaros a ninguno de los dos. Frank se acercó y me cogió del brazo. —Vamos, Camila —dijo—. Salgamos de aquí —me sacó del piso. Cuando llegamos a la calle, nos detuvimos para recuperar el aliento y Frank dijo, bastante calmadamente, como si no hubiera pasado nada entre él y Luisa sólo unos minutos antes—: Creía que Mona y Bill ya provocan bastantes escenas para pensar que a Luisa le gustaba añadir otras —caminamos por la calle, yo a su lado, sujeta por su brazo y no dijimos nada hasta llegar a una cafetería. —Podríamos tomar una taza de chocolate caliente —dijo—, aunque no haga mucho frío. Creo que nos vendrá bien de todos modos. El chocolate caliente siempre va bien en noviembre. Por cierto, ¿has almorzado? —No. —Entonces será mejor que tomes un poco de sopa y un sandwich. ¿De qué lo quieres? —Igual me da. De cualquier cosa. Creo que de lechuga, tomate y jamón. Frank encargó el sandwich para mí. Yo estaba preocupada por las cosas que habían dicho él y Luisa y porque no sabía si él tendría más asignación que Luisa o no, aunque pensé que, probablemente, no. Él ya había pagado el cine la noche anterior y quería decirle que yo pagaría mi comida, pero temía que se enfadara. En ese momento dijo: —He conseguido un trabajo, Camila. Le estoy dando clases de latín al hijo de una amiga de Mona, a cincuenta centavos la hora. Así que, a partir de ahora, tendré un poco de dinero en el bolsillo. No es mucho, pero podremos hacer algunas cosas. Oye, ¿va en serio todo eso de la astronomía? —Completamente en serio —dije. —Bueno, cuéntame algo entonces —me pidió, al tiempo que me servían la sopa y el sandwich. —¿Contarte qué? —pregunté, sin saber a qué se refería. —Pues lo que vas a hacer para serlo. Quiero decir, cómo te preparas para serlo. —Leo. Estudio matemáticas. Un astrónomo tiene que tener una buena formación matemática. Frank asintió. —Eso es verdad —tomó un sorbo de chocolate y pareció ausentarse. Rodeé mi taza con los dedos fríos y el calor les vino bien. Al rato dijo Frank: —No he olvidado... lo que dijo Luisa. Lo que pasa es que no quería hablar de ello. Ni siquiera a David. Me gustaría que conocieras a David, Cam. Tiene veintisiete años, exactamente diez más que yo. Es el mejor amigo que tengo. ¿Tu padre estuvo en la guerra?
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—Se camufló. —¿Ha viajado? —Estuvo algún tiempo en Francia. —Bill estuvo en el Pacífico. A Mona y Bill no les gusta que vea a David. Piensan que es un neurótico y no lo es. No voy a verle porque haya perdido las piernas. Le veo porque es una persona estupenda y la más inteligente que conozco. ¿Te ha contado Luisa algo de David? —No —dije y, a pesar de la pena que me daba, sentí un amago de celos de ese David que ocupaba tanto tiempo y pensamientos de Frank. —Luisa fue una vez conmigo a verle, pero no se cayeron bien. Luisa hace siempre demasiadas preguntas indiscretas. David tiene unas piernas artificiales que se pone cuando va al parque, aunque no las usa para andar porque le hirieron también en el estómago. No sé exactamente la razón, pero andar con las piernas artificiales le hace daño en el estómago —Frank hizo una pausa y me miró—: ¿No te asustará verle, ¿verdad, Camila? —No —dije. —A Luisa sí. Tanto hablar de que quiere ser médico y estaba asustada. Creo que ésa fue la causa de que no congeniaran y de que ella metiera la pata. Pienso que cuando estás con David no hay que pensar en nada sino en David. No hay que pensar en sus piernas. No, por alguna razón no me asustaba la idea de conocer a David. Sabía que Frank no me llevaría nunca a conocer a alguien con el fin de asustarme, como a Luisa le habría pasado, posiblemente. —Está bien. Iremos a verle el próximo fin de semana. Vamos a dar un paseo ahora. Cuando paseábamos, no hablábamos. Caminamos en silencio hasta la plaza y nos sentamos en un banco. Frank comenzó a hablar como si, de repente, le preocupara el silencio y tuviera que llenarlo con palabras. —Antes me apetecía ser pianista, pero tienes que ser más joven de lo que soy para llegar a ser alguien. A veces pienso que me gustaría ser literato, porque me encantan los hechos curiosos. ¿Sabes cómo murió Esquilo? Un águila le dejó caer una tortuga encima de la cabeza. Y el nombre de la mula blanca con la que Mahoma subió al cielo era Alborak. Pero ahora pienso que será mejor que me haga médico. —¿Como Luisa? —pregunté. —No. No como Luisa. La verdad es que no sé exactamente porqué quiere ser médico Luisa, pero habla de ello de una forma tan rara, que estoy seguro de que no es por el mismo motivo que yo. —¿Cuál es tu motivo? —Uno muy sencillo. Ser médico es estar al lado de la vida. Yo estoy contra la muerte. La odio. Quiero hacer todo lo que pueda contra ella —a continuación, como si todo lo que había dicho desde que salimos de su casa hubiera sido sólo un elaborado preliminar, dijo: —Camila, tengo... tengo que ir a ver a los Stephanowski Yo... yo estaba intentando rehuirlo. No quería ir hoy, pe o tengo que ir. —Está bien —dije. —Camila, una de las cosas por la que me gustas tanto es porque eres muy diferente a Luisa. Tú esperas a que yo te diga las cosas y Luisa no hubiera parado de hacer preguntas —contempló una paloma que comía en el paseo las migajas de una galleta. —Se trata de Johnny —dijo—; Johnny Stephanowski. Era mi mejor amigo. No he hablado de él con nadie. Ni con Luisa, ni con Mona o Bill. Sólo un poco con David, pero no mucho, porqué él... bueno, no comprende muy bien lo que me pasa con Johnny, aun cuando él lo comprende todo —se detuvo un momento; tenía los dientes apretados y la mandíbula tensa. —Los Stephanowski y yo no hemos llegado a conocernos de verdad hasta hace muy poco, pero el tiempo no tiene nada que ver con esto —se detuvo y su silencio era más sonoro que sus palabras. Luego prosiguió—: Johnny y yo éramos amigos de verdad. No sólo cosas de chicos. Verdaderos amigos. Le conocía desde que éramos niños. Su madre y su padre son dueños de la tienda donde Mona compra sus discos. Nunca llegué a conocer a sus padres muy bien. Johnny y yo siempre teníamos demasiadas cosas que hacer para preocuparnos por personas mayores. El año pasado, cuando Mona y Bill me enviaron interno, los Stephanowski enviaron también a Johnny. Para ellos, mandar interno a Johnny a una escuela preparatoria significaba mucho. Era... no creo que llegaras a comprender lo importante que era para ellos, Camila. Era como si... como si estuvieran dándole una oportunidad única. Por lo menos así lo creían ellos. Lo pasábamos muy bien en aquella escuela. Les caímos bien a los otros chicos, los dos jugábamos bien al fútbol y al béisbol y, aunque estuviéramos en pandilla, Johnny y yo andábamos siempre juntos. Solíamos escaparnos de la sala de estudios para ir a la capilla, a escuchar al señor Mitchell, el profesor de música, ensayando al órgano. Él sabía que lo hacíamos, pero tenía buen corazón y nunca dio parte de nosotros. Nos tumbábamos en los bancos y le oíamos interpretar Wachet auf, ruft uns die Stimme 11, O Bone Jesu y La Pasión, según San Mateo. Puede que sea por eso por lo que no soy igual que Luisa, Mona o Bill. Me refiero respecto a Dios. ¿Sabes, Camila, que tumbado en las tablas de un banco puedes sentir en tu cuerpo las vibraciones
11 Alerta, la Voz nos llama. (N. del T.)
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de la música? Yo la escuchaba con el cuerpo, además de los oídos, y todo —Dios, el hombre y el universo— me parecía claro y maravilloso. Pensaba que todo era estupendo, porque tenía libros y música y a Johnny y allí, en la escuela, lejos de Mona y de Bill y de mi casa, era capaz de olvidar lo mal que se portaban el uno con el otro y en mis pensamientos los veía queriéndose, como deberían quererse las personas que están casadas. Como se quieren los Stephanowski. Se quieren de verdad, Cam, a pesar... a pesar de todo. El hermano mayor de Johnny, al que conocía David, murió en la guerra. Quedan los pequeños, Pete y Wanda. La gente no debería morirse, Cam. Hay algo terriblemente injusto en el hecho de nacer si tienes que morir. Es como nacer sabiendo que tienes una enfermedad mortal. Johnny... Hizo una larga pausa, mirando fijamente a una ardilla, muy ocupada en comerse un cacahuete. Por fin, dijo: —Uno de los chicos de nuestra ala tenía una pistola. Por supuesto que no estaban permitidas y él la guardaba escondida. A Johnny le volvían loco las pistolas, la cogió y se disparó —hizo otra pausa, un largo momento de fúnebre silencio. Luego dijo, tan bajo que difícilmente podía oírle, de forma que casi tenía que adivinar sus palabras—: No murió en el acto. No hacía más que decir «Frank, Frank, Frank» sin cesar y me dejaron estar junto a él. Cam, no comprendo cómo alguien puede ver morir a otra persona y seguir siendo el mismo. Se calló y, esta vez, el silencio tenía una cualidad; era el silencio blanco absoluto que sigue a una nevada. Seguimos sentados en el banco, la ardilla se subió a un árbol y la paloma picoteó la última migaja de galleta y se alejó volando pesadamente por encima del césped. Era como si las palabras de Frank sobre la muerte las hubiera espantado y se hubieran alejado a la zona más segura, donde los niños pequeños jugaban al tejo y las niñeras hacían punto mientras los niños que cuidaban dormían en sus cochecitos apaciblemente. No sé cuánto tiempo estuvimos sin hablar, pero cuando Frank prosiguió, su voz no tenía ya aquel aire fúnebre de antes y me dieron ganas de llamar de nuevo a la ardilla y la paloma: podéis volver, ya no hay peligro. —Unas semanas después me expulsaron de la escuela —dijo Frank—. Algún día te hablaré de eso. Vi a los Stephanowski cuando fueron, después... después de lo de Johnny, pero cuando regresé a Nueva York pasó mucho tiempo antes de que fuera a verles. No quería hablar de Johnny con nadie y supuse que ellos querrían que lo hiciera. Un día me mandó Mona a comprar unos discos y, desde entonces, adquirí la costumbre de ir a verlos de vez en cuando. Yo tenía la... osadía de pensar que podría serles de alguna ayuda, pero fueron ellos los que me ayudaron a mí. Si no te importa, vayamos allí ahora. Hoy hace un año que murió Johnny. Este año la nieve viene retrasada. El año pasado estaba nevando por estas fechas. —Johnny estaba lleno de vida —prosiguió al rato con voz muy pausada—, y eso es lo que no puedo comprender. No comprendo cómo pudo irse de este mundo, cuando no tenía porqué. No es justo, no hay derecho. Johnny estaba empezando y tenía el mundo por delante; quería hacer muchas cosas y no tuvo la menor oportunidad de hacer nada. ¡Eso no está bien, Camila, es horrible! —hablaba ahora con voz fuerte y excitada. Luego se calmó un poco—. Tú eres la única persona a la que me he atrevido a hablarle de esto. No podía hablar con los Stephanowski porque, naturalmente, habiendo muerto Johnny es mucho más doloroso para ellos que para mí. Me consuela podértelo decir a ti en voz alta. ¿Te parece bien que vayamos a casa de los Stephanowski? ¿Te gustaría venir conmigo? —Sí —dije. Nos dirigimos lentamente, en silencio, a la tienda de música. Nuestro silencio era ese silencio que se encuentra en el campo y en calles desiertas a primeras horas de la tarde, esa clase de silencio que es completo en sí mismo y que no es preciso romperlo, porque no hay nada en él que necesite salir al exterior. Todo lo que podía decirse entre nosotros, lo expresaba el silencio mismo. Cuando entramos no había clientes en la tienda y, tras el mostrador, estaban sentados un hombre de pelo gris y una mujer. La mujer salió y abrazó a Frank. —Frankie, Frankie —fue todo lo que dijo y le besó como si fuera su madre. Frank la besó también y dijo: —Hola, señora Stephanowski —estrechó la mano del señor Stephanowski y dijo—: Les presento a Camila. La he traído conmigo porque quiero que la conozcan. Los dos me miraron y noté en su mirada que lo que pensaran de mí era importante; me sentí aliviada cuando la señora Stephanowski me sonrió y tomó mi mano entre las suyas. En ese momento llegaron unos clientes y el señor Stepanowski dijo: —Lleva a Camila a una de las cabinas y escuchad algo de música si os apetece. —Gracias, señor Stephanowski —dijo Frank—, me agradaría mucho. Cogió un álbum y nos dirigimos a la cabina de escucha más lejana. Frank hizo que me sentara. —¿Conoces Los Planetas, de Holst? —me preguntó. —No. ¿Qué es? —dije. —Es algo extraño —dijo Frank—, pero fantástico. Pensé que, probablemente, te interesaría oírlo. No es nada científico, por supuesto, pero creo que vale la pena escuchar cómo concibe un músico el mundo de las estrellas. Hay una parte que me suena como el ruido de las plantas al rozar contra el espacio. Puso el disco y lo encontré diferente a todo lo que yo conocía hasta entonces. Conocía a Bach y a Beethoven, a Brahms y a Chopin y me gustaba, especialmente, Bach, pero aquella música... era como las estrellas antes de conocerlas, cuando una piensa que
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un astrónomo es un astrólogo y que aquéllos son objetos solitarios, distantes y misteriosos. Mientras escuchaba, me di cuenta de que la música se ajustaba a un plan preciso y de que ninguna de las notas surgía por accidente. —¡Cómo no he oído esto antes! —dije en voz alta y Frank me sonrió y le dio la vuelta al disco. Al sonreír, su cara se iluminó de una forma que no había visto nunca en la de Luisa y lo encontré absolutamente hermoso. Cuando terminó Los Planetas, dijo Frank: —¿Qué quieres ahora? Elige algo —pero yo negué con la cabeza. —Preferiría escuchar algo que te guste a ti especialmente. —Bien —dijo Frank—. Voy a hacer algo que es como un juego. Consiste en adjudicar la música adecuada a cada persona. Fue idea de Johnny y ahora lo practicamos David y yo. Pondré tu música —fue a la tienda, en la que había varios clientes junto al mostrador, y volvió con otro disco. —¿Qué es? —pregunté. —El Tercer concierto para piano, de Prokofiev. Especialmente el andantino. Probablemente no creerás que suena a ti —su voz se volvió ronca y turbada. Escuché la música y no la relacioné conmigo, pero resultaba igual de incitante y diferente que Los Planetas y me sentí enormemente excitada. ¡Me encanta!, dije para mis adentros. ¡Tanta gente, tantas cosas! ¡Música y estrellas, nieve y tempestad! ¡Me gustaría poder sentir siempre este amor cálido, esta excitación, esta exaltación de las infinitas posibilidades que ofrece la vida! Mientras escuchaba la música, supe que todo era posible. —Creo que, para empezar, ya está bien —dijo Frank y volvimos a la tienda. Mientras Frank colocaba los álbumes en las estanterías, la señora Stephanowski se disculpó con un cliente. —Frankie, ¿quieres venir a cenar esta noche? —Claro —dijo Frank—. Sí, claro. —¿Y tú, Camila? ¿Podrías venir? Para nosotros sería un placer que vinieras. Puede que Frankie te haya hablado a Johnny, pero no le dejes... Esta noche no le pediría a cualquiera que viniera, pero sí me gustaría que vinieras tú. —Gracias —dije—. Me encantaría, pero tendré que preguntárselo a mis padres. Me acercó el teléfono y marqué el número de casa. Contestó Carter y le dije que le preguntara a mi madre si podía cenar fuera. Hubo un rato de silencio, al cabo del cual me dijo que mi madre quería que fuese a casa. —Déjeme hablar con mi madre —dije. Pero Carter me contestó con esa voz que tiene, más fría que un pez. —Su madre no se encuentra muy bien, señorita Camila, y no quiero molestarla de nuevo. Ha dicho que venga usted a casa y creo que es lo mejor que puede hacer. Es hora de que aprenda usted a tener alguna consideración. —Déjeme hablar con mi madre, por favor —repetí, pero colgó el teléfono. La señora Stephanowski me puso la mano en el hombro. —Si tu madre quiere que vayas a casa, ve. Frankie te traerá otro día. Me encanta que te haya traído hoy. Eres una chica agradable y, además, bonita. Bien por él. Tráela pronto, Frankie. —Lo haré —dijo Frank—. Te acompañaré a tu casa, Cam. Vendré dentro de una hora, señora Stephanowski. Cuando llegamos ante mi casa, dijo Frank: —Oye, esta noche puedes hacer tus deberes de fin de semana, ¿no? —Sí. —Entonces, nos reuniremos mañana por la mañana a las diez en el obelisco. ¿De acuerdo? —De acuerdo —dije. Me dio un rápido apretón de mano y entré en el edificio. Ni el portero ni el chico del ascensor dijeron nada, excepto «Buenas tardes, señorita Camila», pero me pareció, por la forma en que me miraron, que Jacques debía estar allí y me entraron ganas de salir corriendo tras de Frank. Sin embargo, cuando entré en casa, vi que mi madre estaba echada en la cama ojeando una revista; me besó y me encargó que le dijera a Carter que nos sirviera té. —¿Con quién has estado todo el día? —Con Luisa y Frank. —¿Frank? —El hermano de Luisa. —No nos has hablado mucho de Frank. —He empezado a verle últimamente —dije. —¿Has vuelto a casa sola? —me preguntó. —No, me ha acompañado Frank. —¿Te... te gusta?
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—Más que nadie que haya conocido —dije, sintiendo aún la sensación de estar paseando por las calles con Frank, en lugar de estar junto a la cama de mi madre—. Tengo que hacer ahora mis deberes —dije—. ¿Vendrá a cenar papá? —Sí —dijo mi madre y extendió su mano para coger la mía—. ¡Qué arisca eres, Camila! Antes eras una chica alegre y cariñosa. ¿Qué pasa? ¿Qué te ha pasado? —Nada —dije. Dejé a mi madre y me fui a mi habitación a hacer los deberes. Luego llamé a Luisa, pero no quiso hablar conmigo y me enfadé con ella por estar enfadada conmigo. Regresó a casa mi padre y me senté junto a él mientras se bebía su cóctel, pero ninguno de los dos hablamos mucho. Lo que más deseaba en el mundo era ir al parque y esperar hasta mañana en el obelisco.
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Los domingos mis padres desayunaban tarde, así que lo hice yo sola en la cocina y me fui al parque, al obelisco. Era muy pronto para que hubiera llegado Frank y me quedé observando a unos niños que jugaban a pasos de gigante, y no paraban de subir y bajar los escalones del obelisco. Me sentí terriblemente vieja. Hace un año también jugaba yo, a veces, a pasos de gigante con los niños del parque, pero ahora me limitaba a mirarlos. Comprendí que, desde el pasado miércoles, había vivido más que durante el resto de mi vida. Se puede sumar el mismo número de días y obtener diferentes resultados; dos y dos no siempre son cuatro. Hasta la exactitud de las matemáticas es variable. Suspiré y un marinero que pasó a mi lado me silbó. Frank también llegó pronto. No llevaba yo mucho tiempo allí, cuando llegó y dijo: —Hola, Camila. —Hola, Frank —dije yo. —¿Cómo estás esta mañana? —me preguntó. —No lo sé —le respondí, aunque temía que mi respuesta sonara a estúpida, pero pensaba que tenía que ser siempre honesta con Frank. —Tampoco sé yo cómo estoy —dijo él—, así que ya somos dos. Empezamos a caminar juntos, sin rozarnos, pero muy cerca, y Frank me preguntó: —¿Te gustaron los Stephanowski? —Sí —dije—. Más que nadie desde que os conocí a Luisa y a ti. —Tú también le gustaste a ellos —dijo Frank—. Les caíste muy bien. Y no les gusta cualquiera. —Frank —dije—. Con los trances tan terribles por los que han pasado... me refiero a Johnny y el otro que mataron en la guerra... y parecían tan... tan llenos de vida. Cuando a mí me pasa algo malo, me siento morir... pero ellos estaban tan llenos de vida... La única forma de ser felices es estar llenos de vida. Y ellos parecían felices. —Lo sé —dijo Frank—. Sé perfectamente lo que quieres decir, Cam. Escucha. Si te fijas en la gente que pasa a nuestro lado, aquí en el parque, apuesto a que más de la mitad ha sufrido alguna horrible tragedia en su vida. No creo que nadie pueda hacerse viejo sin ver morir a alguien a quien quiera y presenciar toda otra clase de casos espantosos. Yo creo que lo que determina la clase de persona que eres depende de que estés llena de vida o no. Es enormemente importante estar lleno de vida. Hay demasiada gente muerta, gente que va de un lado a otro, como muerta, por lo poco que le interesa la vida. Mona puede ser terrible, pero está viva. Sin embargo, no creo que a Bill le interesen muchas cosas. Cuando Mona le tira algo, él le tira algo también a Mona, pero no porque realmente quiera hacerlo, sino sólo por hábito. Por eso me desesperé la otra noche contigo en el cine. Creo que si tú no puedes permanecer viva dentro de ti, suceda lo que suceda, estás traicionando a la vida y deberías estar también muerta. —Sí —dije—, tenías razón en enfadarte conmigo —me di cuenta, de pronto, de que el sol brillaba y que las ramas desnudas de los árboles eran preciosas vistas contra el cielo y de que Frank caminaba a mi lado y estábamos juntos. Por todas partes había parejas paseando, madres y padres empujando cochecitos de niños y me pregunté si alguna vez pasearía yo por Central Park empujando el cochecito de un hijo mío y me sentí mayor y madura, puede que en la forma en que Luisa piensa que debería sentirme todo el tiempo. Pensé que me gustaría saber si Alma Potter, que se pasaba la vida hablando de las citas que tiene, diría que esto es una cita; también me gustaría saber si Alma Potter hablaba con los chicos con los que salía de la manera que hablábamos Frank y yo. No, no podía ser tan bonito ni tan excitante. Ninguno de los chicos que conocía, de la academia de baile o de cualquier otro sitio, hablaba como Frank pero puede que si Frank fuera a la academia de baile tampoco hablaría conmigo como lo hacía en el parque. Nos encaminamos hacia el zoo y Frank me dijo: —Mamá tenía una amiga que vino de África. Se alojaba en el Sherry-Netherland y creía que estaba volviéndose loca, porque todas las mañanas se despertaba al amanecer oyendo rugidos de leones, exactamente igual que si estuviera en Kenya. Mona estaba
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muy preocupada por ella y quiso llevarla a un psiquiatra. Un día en que hablaban de ello delante de Bill, éste se echó a reír y dijo que, probablemente, los rugidos eran de los leones del cercano zoo. Y era verdad. Nos reímos al pensar en la mujer de Kenya, de vacaciones, despertándose todas las mañanas por culpa de los leones, exactamente igual que si no hubiera salido de Kenya; la idea de que la despertaran a una los leones en el centro de Nueva York me parecía una cosa maravillosa. —Te dije que te contaría por qué me echaron de la escuela —dijo Frank—. ¿Quieres saberlo? Tiene su miga. —Sí. —No quisiera aburrirte ni nada de eso. El sol se ocultó detrás de las nubes y sentí frío, como si fuera invierno. Me arrimé más a Frank. —No me aburrirías nunca —dije. Nos dirigimos por el zoo hasta el recinto de los leones. La mayoría de ellos estaban fuera de su caseta, pero uno estaba echado dentro de la suya con aspecto triste y me pregunté si el rugido de un león como aquel llegaría al Sherry-Netherland a través de la Quinta Avenida como llegaría a una granja de Kenya, a través de las praderas africanas, el de un león de África. ¿Hay praderas en Kenya? He olvidado bastante la geografía africana. Salimos del recinto de los leones y nos detuvimos frente a una jaula de monos con sus caritas cómicas y Frank dijo: —En la escuela íbamos todas las mañanas y las tardes a la capilla. Hasta que murió Johnny, eso no me preocupaba nada. Quiero decir que no significaba mucho para ninguno de los dos. Cuando creía en Dios, cuando de verdad suponía algo para mí, era cuando Johnny y yo paseábamos por aquí, en Nueva York, cuando veíamos algo hermoso, como cuando empiezan a asomar las estrellas en invierno, aún con la luz del día y el cielo adquiere ese color azul verdoso y los árboles parecen dibujos al carbón... En esos momentos yo sentía a Dios. Puede que se tratara sólo de lo que Mona llama panteísmo sentimental, pero a mí me parecía que era más que eso. ¿Cuándo sientes más a Dios, Camila? —Cuando contemplo las estrellas y cuando estoy contigo —dudé un poco antes de terminar—: Antes no había hablado de Dios con nadie. —¿Ni con tus padres? —No. En realidad, no. Por lo menos de esta forma. —Para ser atea, Mona habla muchísimo de Dios. Se pasaba la vida discutiendo conmigo. Creo que comprendió más que nadie lo que yo sentía por Johnny y la estúpida y horrible injusticia de lo que le pasó. Bill decía que la única forma de progresar es que no te importe nada realmente, por muy terrible que sea. Decía que nada debe importar en el largo recorrido de la vida, así que no había que dejar que nos preocupara. —Pero si las cosas no le importan a uno es como si estuviera muerto —dije. —Claro —dijo Frank—. A eso me refiero. A eso me estoy refiriendo todo el tiempo. Por eso mismo me preocupó tu actitud la otra noche en el cine. Mona sabe que, sea como sea, las cosas importan. Cuando lo de Johnny dijo que derrochar una vida así era algo asqueroso y brutal y que ningún Dios digno de su nombre podía permitir que pasaran cosas así. Pues bien, creo que en eso también se equivoca. Si fuera culpa de Dios, estaríamos rebajándolo a nuestro nivel. Es como tú decías, Cam: el que seamos estúpidos no es culpa de Dios. Por eso es por lo que me echaron de la escuela. —¿Qué quieres decir? —Mira, cuando murió Johnny, el director de la escuela pronunció un sermón en la capilla. Dijo que era voluntad de Dios el que Johnny se hubiera ido y otras cosas por el estilo. Ya sabes a lo que me refiero. Asentí. Al proseguir, Frank elevó el tono de voz, como le pasaba cuando algo le preocupaba intensamente. —Si yo creyera que Dios hizo que se disparara aquella pistola o que Dios deseaba que Johnny muriera, no creería en Él y haría todo lo que estuviera en mi mano para borrar Su nombre de la faz de la tierra. Pero yo no creo eso. Me maldeciría antes de creerlo. Y me refiero, absoluta y literalmente, a lo que acabo de decir. Asentí de nuevo y sentí deseos de gritar de alegría. ¡Sí! ¡Sí! ¡Creemos en el mismo Dios! El hecho de que Frank y yo creyéramos en el mismo Dios pareció despejar mi mente y que me sintiera más fuerte y valerosa. Pero ¿cómo iba a gritar de alegría cuando Frank seguía aún atormentado por la muerte de Johnny? —Me fui de la capilla antes de que terminara de hablar —dijo Frank—. Me levanté, crucé la nave a grandes zancadas y cerré la puerta de golpe a mis espaldas. No supe lo que hacía hasta que estuve arriba, en mi cuarto. No creo que me expulsaran sólo por eso. Dijeron que estaba demasiado trastornado para saber lo que hacía; me enviaron a pasar la noche a la enfermería y me dieron algo para dormir, que me produjo un dolor terrible de cabeza la mañana siguiente. —¿Qué pasó después? —pregunté. —El director me llamó a su despacho al día siguiente e intentó razonar conmigo. Dijo que estaba tratando de animarme. Le dije que no tenía porqué, puesto que, sencillamente, no creíamos en el mismo Dios. Me replicó que sólo había un Dios y que o se cree en Él o no se cree. Yo dije que nadie sabía qué Dios era ése y que lo que él intentaba es hacer a Dios a su imagen en lugar de proceder al revés, como tenía que ser. Entonces me dijo que yo era insufriblemente soberbio. Puede que lo fuera, pero si yo tenía que creer en su Dios, en lugar del mío, prefería coger aquella pistola y matarme allí mismo. Él siguió con su perorata y yo hice todo
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lo que pude para no escucharle; luego dijo: «Está bien, aún estás demasiado excitado por lo de Johnny para saber lo que piensas y lo que dices, así que olvidemos el tema durante unas semanas para que te tranquilices y entonces volveremos a hablar.» Así, pues, esperó unas semanas, al cabo de las cuales volvimos a hablar y me dijo que una persona que pensara como yo no podía ser feliz en su escuela y otras tonterías como, por ejemplo, que había querido demasiado a Johnny, así que salí de su despacho igual que salí de la capilla y tomé el primer tren para casa. Todos los chicos fueron a verme partir. Aquello levantó una polvareda. ¡Qué estúpido era ese chico! Los amigos no se portaron mal. No intentaron consolarme, sino que estuvieron contando chistes, haciéndome reír y jugando. También el señor Mitchell. Organizó varias excursiones y una vez que fui a la capilla durante el tiempo de estudio, para escucharle tocar el órgano, se levantó y dijo—: Ven, Rowan, y te enseñaré cómo funciona esto. Me dio una clase de órgano. Supongo que toda la estúpida culpa de que me echaran fue mía. Pero entonces no me preocupó lo más mínimo. Ahora lo siento. Era una forma de estar lejos de aquí. Mona me hizo la vida imposible, y tenía razón. Probablemente Johnny me habría dicho lo mismo. Decía que yo filosofaba demasiado sobre Dios. Puede que sí. Lo sé, pero es lo único en que puedo usar mi mente —se detuvo y se agarró a los barrotes del recinto del elefante. Éste avanzó pesadamente hacia un balde de comidas, metió en él la trompa y se la llevó a la boca y luego nos miró con sus diminutos ojos de viejo y resopló. Frank soltó una carcajada. El elefante nos miró de nuevo, movió sus arrugados párpados grises de forma coquetona, se dio la vuelta y nos dio la espalda. Yo también me reí y seguimos allí, agarrados a los barrotes, riéndonos con ganas. Cuando nos tranquilizamos, dije: —Te comportaste como Galileo. —Sólo que Galileo se retractó. —No debería haberlo hecho. Mucha gente no lo hace, como los mártires. —Yo no quiero ser un mártir —dijo Frank—. Lo único que quiero es vivir por siempre. ¿No quieres tú vivir por siempre, Camila? —Sí —el elefante se alejaba de nosotros, regresando a su morada, con su piel gris fláccida y arrugada, que más parecía una cubierta artificial que una parte de un cuerpo vivo. —Oye, Frank —dije—, me alegro de que te expulsaran. Si no, probablemente estarías allí este año en lugar de estar en Nueva York. —En lugar de estar en Central Park contigo —Frank me cogió del brazo—. Yo también me alegro.
La semana que siguió fue una semana alegre. No vi demasiado a Frank. Era como si tuviéramos que darnos un tiempo entre nuestros encuentros, para respirar. No vi demasiado a nadie, excepto a Luisa, porque pensaba que se lo debía. Desayunaba todas las mañanas con mi padre y me marchaba en seguida al colegio. Al terminar las clases, o me iba con Luisa a la calle Novena a hacer los deberes, o venía ella conmigo a casa. Mamá y papá no salieron a cenar fuera esa semana, pero Luisa y yo fuimos un par de veces a una cafetería a tomarnos un sandwich y un batido. El martes por la tarde vi a Frank después de clase y fuimos a casa de los Stephanowski y escuchamos a Bach. Tenía ganas de ir con Frank a la ópera y al Carnegie Hall. Mi madre y yo íbamos a menudo al concierto los domingos por la tarde, pero estaba segura de que la música sonaría distinta y más grandiosa escuchándola con Frank. El miércoles vi a Frank en el metro, pero él no me vio a mí. Yo iba camino de casa de Luisa y en una de las estaciones entró un grupo de chicos. Iban cargados de libros zarrapastrosos (¿por qué los libros de los chicos están siempre mucho más estropeados que los de las chicas?) y hablaban y reían como había visto hacer a otros chicos antes cientos de veces y no les presté atención hasta el momento en que empezaron a cerrarse las puertas, en que se apiñaron en una de ellas sujetándola para que permaneciera abierta, gritándole a un compañero, que no estaba a la vista, que se apresurara. En seguida llegó un chico alto y delgado, jadeando y riéndose. Era Frank. El grupo, que lo formaban sólo cuatro chicos pero que hacían tanto ruido que parecían una banda mayor, trataban de hacerse notar. No prestaban atención a ninguna de las personas que estábamos en el vagón, aunque me di cuenta de que eran plenamente conscientes del interés que despertaban; daban la impresión de estar representando. Salieron delante de mí en la estación de la calle Octava y casi me alegré de que Frank no me hubiera visto, tan distinto parecía del Frank que yo conocía; un Frank millones de años mayor que yo, otro Frank que me hablaba de Dios y de la vida y la muerte, que me había enseñado de música mucho más de lo que yo ya sabía, de cómo podía individualizar y diferenciar los distintos instrumentos de una orquesta y de cómo la música alimenta tu espíritu cuando está hambriento, igual que la comida alimenta tu cuerpo. Este Frank que había visto en el metro era un chico como cualquier otro. Subí a casa de Luisa y me encontré con que Mona había regresado temprano del trabajo y había enviado a Luisa a la farmacia por aspirina. Estaba sentada en el sofá, leyendo, y me dijo que me sentara a esperar a Luisa. Era entre semana, así que no estaba bebida, aunque tenía una copa frente a ella en la mesa. —¿Te gusta leer? —me preguntó, levantando la vista del libro y observándome a través de sus gafas de montura negra. —Sí.
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—Luisa y Frank leen demasiado. Me imagino que tú leerás cosas más apropiadas para una joven, ¿no? —No lo sé. —¿Has leído a Sir Thomas Browne? —No. —Frank me dejó esto para que lo leyera. Escucha: «El hombre es un animal noble, grandioso en sus cenizas y ostentoso en la tumba, que celebra las natividades y las muertes con igual esplendor, sin omitir escenas de bravura en su ignominiosa naturaleza. La vida es una pura llama y vivimos llevando dentro de nosotros un sol invisible.» ¿Qué te parece eso, ¿eh? —Creo que es bonito —dije. —Muchos de nosotros dejamos salir el sol que llevamos dentro —Mona se quitó las gafas, me miró sin ellas y se las volvió a poner—. La cosa más importante es tener interés. Mientras tengas interés, tu sol permanece dentro. Aunque, a veces, te interesas tanto y deseas más de lo que puedes alcanzar que tu sol ardiente puede consumirte. Pienso, sin embargo, que ése es el mejor destino, porque da la casualidad de que sigo creyendo que el hombre es un animal noble. ¿Sabes de lo que estoy hablando? Debes saberlo, porque Luisa dice que quieres ser astrónomo y cualquiera que desea algo tiene que saber de lo que estoy hablando. —Sí —dije—. Creo que lo sé. En ese momento llegó Luisa y nos fuimos a su cuarto a hacer los deberes. Esa noche me llamó Frank por teléfono y quedamos en encontrarnos el sábado por la mañana en su casa.
Durante esa semana mi madre estuvo muy tranquila, con cierto aire cansado y tristón. Carter me dijo que los días que yo iba a casa de Luisa después del colegio mi madre salía por las tardes; pero los días que Luisa venía a mi casa nos esperaba siempre con chocolate caliente y pastas, y Jacques no apareció por allí. Pero cuando estaba con ella, o pensaba en ella, mis sentimientos seguían estando muertos. Mi padre se comportaba de una forma muy cariñosa con ella y le vi acercarse a ella y abrazarla un par de veces. ¡Pobre papá! Deseaba fervientemente que mi padre no supiera nunca que había hablado con Jacques por teléfono. Tiene gracia que cuando se produce un cambio importante en tu vida tus emociones tardan más en darse cuenta de ese cambio que tu intelecto. Esa nueva y ofuscada forma de sentir respecto a mis padres fue el cambio más grande que me había sucedido nunca, y no podía acostumbrarme a él. Toda esa semana me despertaba por la mañana con la sensación de que algo iba mal, y era mi mente la que tenía que decirle a mi corazón que eso era así porque mi madre había hablado por teléfono con Jacques y porque mis padres eran Rose y Rafferty Dickinson en lugar de ser mi madre y mi padre. Mi corazón trataba de ajustarse a la infelicidad que le embargaba, sin comprender aún porqué era infeliz e, instintivamente, buscaba el consuelo de mi madre; entonces mi mente le decía: «No, no puedes hacer eso más.» Y, poco a poco, mi corazón empezó a entender lo que mi mente no dejaba de decirle todos los días: que todo había cambiado y que ya nada volvería a ser como antes. Durante esa semana noté que mi madre y mi padre me miraban a veces de forma extraña, y lo sentía, porque comprendía que estaban sufriendo. Un día, durante la cena, intenté explicarlo esgrimiendo algunas excusas, y lo único que hice fue decir todo lo contrario de lo que debía decir y empeorar las cosas. Estábamos comiendo ensalada y mi madre me ofreció un trozo de lechuga de su tenedor. Mi madre estaba preciosa a la luz del candelabro y, normalmente, en circunstancias así me quedo mirándola, con ganas de rodear la mesa y abrazarla. Pero esa noche me limité a mirarla y me di cuenta de lo guapa que estaba, pero de una forma fría e impersonal. La miré y, aunque me gustó, me dio menos placer personal del que podría haberme dado un problema de matemáticas resuelto brillantemente. Me di cuenta de que me miraban los dos y dije: —Supongo que me estoy haciendo mayor y, cuando los niños se hacen mayores, no necesitan a sus padres igual que antes. Mi madre se echó a llorar y dijo: —Camila, ¿cómo puedes decir una cosa tan horrible? Me acerqué a ella, porque realmente no quería disgustarla, e intenté explicárselo diciendo que era un proceso natural, con lo que lo empeoré aún más. La abracé y de nuevo fue como si ella fuera la niña y yo la madre, cosa que me desagradó.
El jueves, Luisa y yo fuimos al Museo Metropolitano para hacer nuestros deberes en el jardín romano donde habíamos hablado por primera vez. Antes de nuestros encuentros, Luisa no conocía muy bien el Museo. Siempre había vivido en el Village 12 y jugado en la plaza de Washington. Creo que se perdió mucho al no tener el Metropolitano para jugar. A veces, tres o cuatro de nosotros nos escapábamos de nuestras niñeras y nos metíamos en el Museo para jugar al escondite, hasta que nos sorprendía algún guarda y nos echaba. Los guardas nos odiaban y para nosotros eran nuestros enemigos y se nos ocurrían toda clase de cosas para fastidiarlos. Supongo que resultábamos inaguantables, pero era divertido y nunca hicimos daño a nadie. Aún ahora, cuando veo que me mira un guarda, siento una cierta sensación de culpabilidad, como si yo no debiera estar allí.
12 Greenwich Village, al sur de Manhattan, en Nueva York. (N. del T.)
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Cuando terminamos los deberes, nos pusimos los libros bajo el brazo y empezamos a deambular por las salas, sin prestar mucha atención a estatuas, urnas y otros objetos de arte. De pequeña solía pensar que el Museo era un enorme palacio y que yo era una princesa que vivía en él. Las salas que más me gustaban eran las desiertas de gente, donde yo podía imaginarme mejor que estaba en mi casa y los guardas eran mis esclavos, en lugar de mis enemigos. El Museo es un lugar ideal para soñar. En las salas con estatuas hay una blancura en la luz parecida a la blancura que refleja la nieve recién caída, sólo que, en cierto sentido, es la nieve de un sueño y no la nieve que cae en la calle o en el parque. Y las estatuas y los bustos son objetos surgidos como de un sueño, que te miran sin pestañear con sus ojos ciegos y lechosos. Luisa se detuvo delante de una estatua de estilo moderno, que representaba a una mujer de rasgos angulosos. —¿Qué vas a hacer el sábado, Camila? —preguntó. —Voy a salir con Frank. —¿Te lo ha pedido él? —Por supuesto. —¿Cuándo? —Me llamó por teléfono. —¡Ah! —dijo Luisa. Su rostro se nubló con gesto de enfado, pero todo lo que dijo fue—: Supongo que estás en tu derecho, si así lo quieres. —Sí —dije—. Así es —intenté explicárselo de nuevo, mirando a un bajorrelieve de un caballo griego—. Luisa, si no te enfadaras cuando veo a Frank... Piensa que el que yo vea a Frank no cambia nada entre nosotras. Nunca te importa que yo pase la tarde con alguna otra chica del colegio, o que me inviten a cenar... —No me importa que veas a Frank —dijo. —¿Por qué te enfadas entonces? —Yo no me enfado —dijo Luisa. Me volví pensando que no había nada más que decir. Pero Luisa se acercó y me tocó ligeramente el hombro. —Camila... —¿Qué? —¿Te acuerdas, hace tiempo, poco después de conocernos, que te dije que no creía en Dios y tú te escandalizaste? —Sí. —¿Y que me hiciste prometerte que rezaría por la noche? —Sí. —Pues bien, aún lo hago. —¿De verdad, Luisa? ¿De verdad? —Sí. Lo que pasa es que no sirve para nada. Cuando la noche está estrellada, miro las estrellas, como tú me dijiste que hiciera, tratando de sentir a Dios, pero nunca lo consigo. —No hay bastantes estrellas sobre la ciudad —le dije—. No puedes ver suficientes estrellas para sentir esa sensación a la que yo me refería. Tiene que ser todo un cielo cuajado de estrellas. Entonces sentirás lo que digo. —Cuando fuimos el verano pasado a la isla del Fuego a pasar una semana había multitud de estrellas y no sentí nada de lo que tú decías —dijo Luisa—. Me gustaría creer en Dios, Camila, pero parece que no puedo. —Entonces, ¿por qué sigues rezando? Luisa movió la cabeza tristemente. —Creo que se está convirtiendo para mí en una especie de superstición. No dejo de pensar en que si, a pesar de todo, existe Dios es mejor seguir rezando por si acaso. Eso no puede hacerme daño y puede existir una ligera esperanza de que me haga bien. Pero si existe Dios, no ha respondido a ninguna de mis oraciones. Todas las noches rezo lo mismo. No formulo deseos. Rezo para que las cosas entre Mona y Bill vayan mejor y para que yo pueda ser un poco más bonita —se rió—. ¡Claro, ríe, bebe y cásate! Mientras puedas reírte de ello, todo va bien. Toujours gai, toujours gai 13 —añadió y empezamos a subir por uno de los huecos de escalera, atestado de grandes y absurdos cuadros. Luisa se detuvo en el rellano de la escalera y se volvió hacia mí con la ansiedad que la embargaba siempre que se le ocurría algo nuevo: —Dime, Camila, ¿cuándo... cuándo te diste cuenta por primera vez de la perfidia de los adultos? —sonrió—. Buena palabra, ¿no? —No estoy segura de saber a lo que te refieres —dije cautelosamente. —¡Claro que lo sabes! —Luisa movió la cabeza impacientemente y continuó subiendo las escaleras y entró en una sala atestada de cuadros enormes de Whistler, Sargent y Homer y otros pintores del estilo—. De los adultos que no son Todopoderosos,
13 Siempre alegre, siempre alegre. (N. del T.)
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que no son perfectos. Que son como una cita de la Biblia que Mona tiene siempre en la boca. ¿Cuál es? ¡Ah, sí!: «El corazón, por encima de todo, es traicionero y desesperadamente perverso.» Bueno, eso no es exactamente lo que quiero decir. Pero ¿recuerdas cuándo te traicionó un adulto? —Sí —dije. —Claro, tú eres muy ingenua con los adultos; ni siquiera te das cuenta de que no son más que personas. Me refería a que si recordabas algo de eso. —Sí que lo recuerdo —dije. —Está bien, cuéntamelo. ¿Cuándo fue? ¿Dónde? —se sentó en un banco circular que había en el centro de la sala y me hizo sentarme a su lado. —Fue en el colegio —dije—. Fue hacia el segundo o tercer grado, porque era un colegio que sólo tenía hasta tercer grado. —Bien, sigue —dijo Luisa—. ¿Quién fue? ¿Qué pasó? Empecé a sentirme un poco confusa, pero sabía que Luisa no me habría dejado ir tan lejos sin acabar la historia.
—Ese día había ido a recogerme mi madre, en lugar de Binny. Como de costumbre, fue tarde. Se acercó a mí, que la esperaba sentada en el guardarropa, y me dio un beso y un abrazo. —Siento haberme retrasado, cariño. Yo... bueno, coge tu abrigo y apresurémonos —luego me dijo—: Camila, ¿qué te pasa? Agaché la cabeza, avergonzada. —Estoy mojada —murmuré—. Mamá, me he orinado encima. —¿Cuándo ha sido? —En clase de geografía. Tenía ganas de ir al baño y pedí permiso. —Pero querida, ¿qué sucedió...?, ¿por qué...? —La señorita Mercer dijo que no podía ir. Tenía unas ganas enormes, así que le pedí permiso otra vez y ella me dijo que no. La verdad es que tenía que ir, no era una excusa para salir de clase. Por eso le pedí permiso otra vez y ella se enfadó enormemente. Tenía tantas ganas que, finalmente, me levanté y salí a toda prisa, pero sólo pude llegar a la puerta del cuarto de baño y ya no pude aguantar más. Luego sonó el timbre para francés y volví a clase. —Está bien, cariño. No te preocupes de ello —dijo mi madre. —Pero yo soy ya mayor para orinarme encima —me lamenté. —Espérame aquí un minuto, cariño. ¡No! Es mejor que vengas conmigo. Me cogió de la mano y me llevó apresuradamente al despacho de la directora. Mi madre le contó lo que había pasado. —¡No puedo creerlo! —exclamó la directora. —Le aseguro que es verdad —dijo mi madre. La directora pulsó un timbre. —Creo que la señorita Mercer está aún aquí. Será mejor que la llamemos y aclaremos el asunto. La señorita Mercer escuchó con el rostro inexpresivo como un bacalao lo que mi madre volvió a contar. Luego dijo bruscamente: —Eso no tiene sentido. No me pidió permiso. La directora asintió. —Ya ve usted. Mi madre estaba empezando a ponerse nerviosa. —No, me temo que no lo veo. Camila siempre dice la verdad y si ella dice que pidió permiso es que lo hizo. —Tenga la seguridad de que la habría dejado ir si me lo hubiera pedido —dijo la señorita Mercer—. Es cierto que algunas niñas usan el baño como excusa para salir de clase, pero si una niña tiene necesidad de salir, la dejo. Camila está, probablemente, avergonzada de haberse orinado encima con lo mayor que es y se ha inventado esa historia. Su profesora de inglés dice que es muy imaginativa. —Pero su imaginación no la lleva a mentir y no es cobarde —dijo mi madre con voz que parecía un eco de la de mi padre. La directora se volvió entonces hacia mí. —Camila, ¿tuviste necesidad de salir durante la clase de geografía? Asentí. —¿Por qué no le pediste permiso a la señorita Mercer? —Lo hice —dije llorando—. Se lo pedí tres veces. La señorita Mercer se encogió de hombros. —¿Ve usted? —Camila —prosiguió la directora—, estoy segura de que tú sabes que la señorita Mercer te habría dejado salir si hubieras levantado la mano.
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—Lo hice —dije— y no me autorizó. La directora se volvió a mi madre. —¿Qué puedo hacer? —su voz tenía un tono festivo, como dando a entender que los niños son unas criaturas extrañas a las que no se podía creer nunca. Mi madre la miró. —Nada. Cuando hay que elegir entre la palabra de una profesora y la de una niña, supongo que tiene que creer en la de la profesora, aunque sepa usted que la niña está diciendo la verdad. —¡Claro! —exclamó la señorita Mercer. —Es magnífico que crea usted en su hijita sin reservas —dijo la directora— pero en este caso estoy segura de que ha sido porque estaba avergonzada de haberse orinado encima por lo que le dijo eso. ¿No es así, Camila? —No —dije. Mi madre se rindió ante la directora y la señorita Mercer. —Estamos dándole vueltas al asunto. Creo que será mejor que me lleve a Camila a casa para que se cambie. Estoy segura de que la próxima vez que pida permiso se lo darán —me llevó a casa, me bañó, me cambió de ropa y se pasó toda la tarde jugando conmigo, aunque tenía que haber salido a tomar el té a algún sitio. Cuando mi padre llegó a casa se fueron a hablar a su despacho. Luego vino mi padre a mi habitación, me llevó a su despacho y me sentó en sus rodillas. —Camila —dijo—, tu madre me dice que has tenido una experiencia desagradable hoy en el colegio. —Sí, papá. —¿Estás segura de no equivocarte cuando dices que la señorita Mercer no te dio permiso? Yo sabía que no me equivocaba. —¡Mamá me creyó! —dije—. ¿Es que ya no me cree? —Ella está convencida de que no mentirías intencionadamente —dijo mi padre y yo me quedé aturdida, porque parecía que mi padre y mi madre creían ahora en la señorita Mercer y no en mí y, si nadie creía en mí, si nadie creía en la verdad, algo horrible le tenía que haber sucedido entonces a la verdad. Pero mi padre me miró y dijo como si de repente hubiera tomado una decisión—: Tu madre te cree y yo también te creo y quiero que sepas que nunca dudaremos de tu palabra, en ninguna ocasión y pase lo que pase. Recliné mi cabeza en él y me eché a llorar y él me estrechó cariñosamente entre sus brazos. —Papá... —dije. —¿Sí, Camila? —Entonces, la señorita Mercer ha mentido. —Sí, Camila. —Pero ella es una persona mayor. —Sí. —Creía que las personas mayores no mentían nunca. —Los mayores no son muy diferentes a los niños —me dijo él—. Algunos son estupendos y otros no. ¿Te acuerdas de aquella niña que conociste en una fiesta que hacía trampas en todos los juegos? —Sí, papá. —¿Y que a ninguna de vosotras os gustaba por eso? —Sí. —Sin embargo, a ti te gustaban los otros niños, ¿no? —Sí, papá. —Pues lo mismo pasa con los adultos, cariño. Algunos de ellos son personas maravillosas y otros no valen nada. No olvides que la directora de tu colegio estaba en una situación delicada. Sólo una persona de exquisita sensibilidad se daría cuenta de que está cometiendo una terrible equivocación al no reconocer la verdad; y, evidentemente, tu directora no es una mujer de gran sensibilidad. Y tienes que recordar otra cosa, Camila. A veces puedes aprender mucho de la gente que no vale la pena. Así que no olvides que la señorita Mercer tiene aún mucho que enseñarte de geografía... y que tú tienes mucho que aprender. Seguí sentada en sus rodillas durante un rato, en silencio, al cabo del cual le pregunté: —Papá... ¿tú crees que yo decía la verdad cuando dije que le había pedido permiso? —Sí, Camila. Sé que estabas diciendo la verdad. Me apreté a él. —Papá... —murmuré— te quiero mucho.
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Estaba sentada en el banco circular, al lado de Luisa, y contemplé el retrato de tres hermosas damas vestidas de blanco; pensé en cuánto le había querido y me entraron deseos de llorar ahora como había llorado entonces; tuve que morderme los labios para contenerme y no ponerme a llorar en el Museo, con tanta gente como pasaba contemplando los cuadros. —Lo que no comprendo —dijo Luisa— es la necesidad que tienen los adultos de ser como son. Qué cosa tan horrible, Camila. Qué cosa tan horrible y repugnante que un adulto le haga una cosa así a una niña. No entiendo cómo puede hacer eso alguien. —No, yo tampoco lo entiendo —miré los ojos azules de Luisa oscurecidos por la excitación y me sentí muy unida a ella, porque no se había reído de lo que yo le había contado y porque, aunque no dijo nada, yo sabía que había comprendido. —Oye —dijo—. ¿Te ha contado Frank por qué le echaron? —Sí —dije. —Ya ves. El tipo que dirige esa escuela debería haber sido destripado y descuartizado. Claro, yo creo que Frank pasa de cosas como ésas, pero cuando muere en tus brazos alguien que conoces, como Frank conocía a Johnny, hay que suponer que estás fuera de tiro. Creí que Mona la armaría cuando echaron a Frank, y desde luego le echó una buena bronca, pero luego fue y le dijo tales cosas al director que apuesto a que aún le arden las orejas. Dime una cosa de Frank, Camila. —¿Qué cosa? —Bueno... ¿Ha intentado besarte alguna vez? Me quedé sorprendida y enfadada. Estaba enfadada de verdad. Tan unidas y hermanadas como estábamos y ahora todo eso se esfumaba. —No. ¿Por qué debería hacerlo? —A Frank le gustan las chicas y tú eres guapa. Para ser chico, Frank ha madurado pronto. Hubiera sido mejor para él que lo echaran de la escuela por ir con alguna chica, en lugar de por motivos religiosos o como quiera que lo llaméis. —¡Cómo se te ocurre hacer una pregunta tan idiota! —pregunté casi gritándole, y una señora que pasaba a nuestro lado y que llevaba un abrigo de visón se volvió y siseó—: ¡Chist! ¡Chist! —Bueno, creía que podría haberte gustado que te besara —dijo Luisa, bajando la voz—. ¿Te han besado alguna vez, Camila? —No —dije. Estaba más enfadada que nunca con Luisa. —¿Te sorprenderías si te digo que a mí sí? Quiero decir que me han besado. —No especialmente —aún seguía enfadada. —Pues sí. Aunque parezca gracioso, a la fea de Luisa la han besado. —A mí no me parece gracioso. —Créeme, Camila —dijo Luisa—, es un tremendo desengaño. No tiene nada que ver con lo que pasa en las películas. Yo pensaba que me desmayaría pero ni siquiera me gustó. Puede que fuera porque no estaba enamorada. Fue ese zoquete con el que salí una noche durante las últimas vacaciones de Pascua. Su madre trabaja en la revista con Mona y me figuro que pensaron que era una idea estupenda que los niños salieran juntos. Él va a un internado de postín y está muy pagado de sí mismo. Su pelo olía tanto a brillantina que me sentí enferma. Fuimos al teatro a ver una asquerosa comedia musical, cuando yo quería ver una obra honesta, y se pasó todo el tiempo con mi mano cogida con la suya, sudorosa y gelatinosa. Se lo permití sólo por motivos experimentales. Quiero decir que una chica que va al médico debe conocer todo y yo quería saber qué era eso de tener una cita y dejarse acariciar por un chico, si llamas dejarse acariciar a tenerse las manos cogidas en la quinta fila del patio de butacas. Después me llevó a Sardi's a tomar un sandwich y un refresco, y luego a mi casa en un taxi. Estaba tan acostumbrada al metro y a los autobuses que había olvidado lo que era ir en taxi. En él me cogió la mano y entonces me besó. Aquello fue todo babas y saliva y me tuve que limpiar luego la boca con el pañuelo. Pienso que eso debió herir su orgullo, porque no dijo nada el resto del trayecto y me besó justo cuando pasábamos por Macy's 14. Pero cuando llegamos a casa subió la escalinata exterior conmigo y me volvió a besar. Como era la segunda vez y ya estaba algo acostumbrada a ello, no me limpié la boca hasta que se hubo despedido de mí y regresó al taxi. ¡Imagínate! ¡Tener un taxi esperando! Su padre trabaja en una gran compañía fabricante de whisky y por Navidad le mandan a Mona y a Bill una caja. Así que me figuro que para él no debe ser un problema. Cuando volvió a la escuela me escribió un par de cartas y, desde luego, eran soporíferas. Bien, ¿crees tú que debería casarme por interés, Camila? ¿Debería casarme con un zoquete como ése? ¿O debería esperar a encontrar a algún encantador médico delgaducho y muerto de hambre de bonitos labios secos? Si lo que ese zoquete me dio fue un beso húmedo, ciertamente no sé cómo será un beso normal. Admito que mi información proviene de Alma Potter. A ti no te cae bien, ¿no? —No. —Yo también creo que es una estúpida —dijo Luisa—. Presume de saber de todo, pero apuesto a que no todo es de primera mano como intenta hacernos creer. Dijo que su padre le iba a regalar un abrigo de visón este año por Navidades. Yo creo que eso es de mal gusto. ¡Demonios, Camila, me gustaría no ser fea! Me gustaría poder pensar que ese zoquete me besó porque yo era bonita y no sólo porque besa a todas las chicas con las que sale. No creo en el matrimonio, al menos lo que conozco de él, y me gustaría
14 Conocido gran almacén de Nueva York. (N. del T.)
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permanecer soltera, no porque no tenga más remedio, sino porque yo lo quiero así —se sentó en un banco de una sala atestada de cuadros religiosos de primitivos italianos, todos ellos rojos, azules y dorados. —Apuesto a que te casarás antes que yo —dije. Luisa se pasó los dedos rabiosamente por el pelo. —Es horrible ser fea, Camila —dijo. Sentí pena y cariño por ella. —Muchas de las más famosas mujeres de la historia han sido pelirrojas —dije para consolarla— y ninguna de ellas fue realmente famosa antes de los treinta. —Puede que mejore con la madurez. Si me decido a ser cirujano no importará mucho el aspecto que tenga. Al fin y al cabo, cuando operan llevan todo tapado excepto los ojos. La vida tiene gracia, ¿no, Camila? Me siento enormemente feliz o me siento una desdichada, y me parece que la mayor parte del tiempo me siento una desdichada. No me dejes nunca, Camila. Por favor, no me dejes. —Claro que no voy a dejarte —dije, sin decir nada nuevo, porque era algo que ya había decidido. Luisa era mi amiga pero, de pronto, se había convertido en responsabilidad mía en lugar de ser al revés. Y sabía que esto era a causa de Frank. El sábado, pensé. El sábado veré a Frank.
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El sábado por la mañana me puse mi falda más bonita y nueva, una de lana verde, una blusa blanca y una chaqueta de punto verde. No me atreví a ponerme el abrigo de los domingos y el sombrero, por lo que me puse el azul marino del colegio y la boina roja; no me coloqué la boina de cualquier forma en la cabeza, como de costumbre, sino que me pasé cinco minutos ante el espejo intentando ponérmela de la misma forma que Michèle Morgan en una película francesa que habíamos visto Luisa y yo. Cuando estaba a punto de salir, me llamó mi madre a su habitación. Llevaba una bata de manga larga para ocultar las señales que aún tenía en las muñecas. —¿Vas a salir, cariño? —preguntó. —Sí, mamá. —¿Con quién? —Con Frank Rowan. —¿Va Luisa contigo? —No lo sé —dije, y era verdad. Frank no me había dicho si Luisa estaba incluida en sus planes o no, aunque la verdad es que lo dudaba. Mi madre frunció ligeramente el ceño y dijo: —Oye, cariño, no puedo acostumbrarme a la idea de que tengas cita ya con chicos. Sé que es terrible, pero no puedo hacerme a la idea de ser ya lo suficientemente mayor para tener una hija que es casi... A veces pienso que yo no sirvo para ser madre... sé que no he sido una buena madre para ti... pero te quiero, hija mía, sí, te quiero mucho. —Tengo que irme —dije—. He quedado con Frank a las diez. —Me gustaría saber si haces bien o no... Claro que hoy día todo es distinto, desde... pero ¿está bien que salgas sola con Frank? ¿Las otras chicas salen también solas con chicos? —Naturalmente —dije—. Claro que está bien, mamá. —Tendría que hablar de ello con Rafferty, pero no quiero preocuparle por todo. ¿A qué hora volverás, cariño? —No lo sé —dije—. Frank me dijo que a lo mejor íbamos a cenar con el señor y la señora Stephanowski. —¿Quiénes son? —Los padres de un amigo suyo. —Bien, hija, ¿podrías llamarme por teléfono hacia las seis? Me quedaría más tranquila. —Te llamaré —dije. —Prométemelo. —Te lo prometo, mamá. —Y, por favor, no vengas tarde, cariño, si no quieres darle un disgusto a tu padre. Y a mí también —me acerqué a ella y me besó, al tiempo que decía—: ¡Oh, cariño, te quiero aunque no haya sido una buena...! Lo sabes, ¿no? Sin importar lo que... Te querré siempre. Besé a mi madre, me despedí de ella y me fui. Frank me esperaba en la escalinata de su casa. —¡Hola, Camila! —dijo. Me miró seriamente, sin sonreír y no extendió la mano para saludarme—. Estás muy guapa —dijo, y sentí una agradable sensación interior. Me cogió del brazo—. Le dije a David que iríamos esta mañana. ¿Te parece bien? —Sí —dije. —No le dije nada a su madre. Siempre se alborota cuando va a ver a David alguna persona nueva. Dice que eso le cansa. ¡Qué tontería! David necesita amigos y es ahora cuando los necesita. Fuimos andando hasta el apartamento de la calle Perry donde vivía David. Había ascensor y subimos a la última planta, la séptima. Frank llamó al timbre y abrió la puerta una señora de mediana edad que llevaba un vestido de lana de color rojo oscuro.
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Con el pelo canoso, su rostro denotaba tristeza; cuando contestó nuestra llamada parecía nerviosa y desasosegada. Tenía el rostro surcado por profundas arrugas; pensé que me recordaba a alguien y caí en la cuenta que era un perro basset que habíamos tenido un verano en Maine. —¡Ah, hola, Frank! —dijo—. Hoy no se encuentra muy bien. —¿Le importaría que entráramos, señora Gauss? —preguntó Frank. —No sé. Siempre le gusta verte, pero... —y miró desconfiadamente hacia mí. Se oyó entonces una voz procedente del fondo del apartamento. —¿Quién es, Ma? —Es Frank con una amiga —contestó la señora Gauss. —Bien, hazlos pasar. No los tengas esperando ahí fuera. —Entrad —dijo la mujer. Nos dirigimos hacia el lugar de donde procedía la voz. Frank iba delante de mí, que estaba un poco asustada por la actitud desconfiada de la madre de David. No había visto nunca a nadie con el cuerpo mutilado y tenía miedo de que mi aprensión me hiciera decir algo inconveniente, como le sucedió a Luisa.
David estaba sentado en un gran sillón. Le faltaban las dos piernas casi desde el principio y se cubría los muñones con una manta que no le llegaba más que hasta el borde del asiento. Tenía un libro en la mano y, al entrar nosotros, lo dejó en una mesita que tenía al lado. En un rincón había una silla de ruedas plegable. Frank se acercó a él y le estrechó la mano y yo me acerqué también. —David, te presento a Camila Dickinson —dijo Frank—. Es amiga mía y quería que la conocieras. Camila, te presento a David Gauss. David alargó la mano y se la estreché. Su mano era fuerte y segura y me quedé mirándole a la cara, mientras retenía mi mano entre la suya. Parecía mayor de veintisiete. A esa edad, evidentemente, se es adulto pero no viejo, y David parecía viejo, no obstante la gran cantidad de pelo castaño oscuro que exhibía, que parecía necesitar un peinado. Su rostro era muy delgado y los ojos muy hundidos en sus cuencas. Tenía profundas arrugas a ambos lados de la boca, como si tuviera que mantener frecuentemente los dientes apretados para no gritar. Su nariz, fina y delgada, era curvada como el pico de un águila. —¿Así que eres amiga de Frank? —me preguntó. —Sí. —¿Cómo te hiciste amiga de él? —Su hermana y yo vamos al mismo colegio. —No es razón suficiente para ser amigos, ¿qué más? —Hemos hablado. —Ese motivo es mejor. ¿Luisa es también amiga tuya? —Sí. Es mi mejor amiga. Quiero decir... —¿Quieres decir que era tu mejor amiga? —preguntó David y sonrió de forma extraña. Sí, eso era exactamente lo que quería decir, aunque no había caído en la cuenta de que era verdad, hasta que le dije a David que Luisa era mi mejor amiga. —Sí —dije y miré fijamente a los ojos grises de David. Eran del color del agua en una día de invierno sin sol, en el que las nubes son bajas y el viento cortante, y el agua está helada, a punto de congelarse. —En otras palabras —dijo David—, que te gusta más Frank que Luisa. —Sí. —Va a ser duro para Luisa, pero así es la vida; antes o después Luisa tendrá que aceptar las cosas. Frank, ve y dile a Ma que nos traiga un poco de café. —Yo lo prepararé —dijo Frank y salió de la habitación dejándome sola con David. Sin embargo, ya no estaba asustada. Procuraba no mirar la manta que ocultaba los horribles restos de lo que una vez fueron dos piernas tan activas como las de Frank o las mías, pero cuando miraba el rostro de David no me sentía nada asustada. —Siéntate —dijo David—. Háblame de ti. Repíteme tu nombre. ¿Camila qué? —Camila Dickinson. —¿Debo llamarte señorita Dickinson o Camila? —Oh, Camila —dije. Me senté en una silla situada frente a David, para poder seguir observando su rostro. La habitación en que estábamos era, evidentemente, su dormitorio, sala de estar y estudio, todo en una pieza. En un lado había una cama de hospital, cubierta por una colcha de color rojo oscuro. Se veían muchos libros, una reproducción, de gran tamaño, de un De Chirico que representaba un caballo blanco y un par de pinturas abstractas, muy geométricas y un aspecto algo intimidante. En el suelo había una alfombra persa y en las ventanas, cortinas de color rojo oscuro, que hacían juego con la colcha de la cama.
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—¿Tienes algo que ver con Karl Friedrich Gauss? —le pregunté a David. —¿El matemático? No, al menos que yo sepa. ¿Te gustan las matemáticas? —Sí —dije—. Gauss le hizo los cálculos a Piazzi, que fue el primero en descubrir los planetas menores. —¿Matemática, eh? —dijo David—. ¿Qué edad tienes? —Quince. Casi dieciséis. —Es una buena edad —dijo David—. Yo me enamoré por primera vez cuando tenía quince años. Un año más que Stephen Dedalus. ¿Has leído Retrato del artista de joven? —No. —Debías leerlo. Dile a Frank que te lo deje. Sea como sea, Stephen tenía catorce años y yo quince. Mine era mi profesora de violín. Tenía veinticuatro años y era hermosa como un gato siamés. Tú también recuerdas un poco a un gato, Camila, con esos grandes ojos verdes. ¿Te has enamorado ya, Camila? —No. —¿No estás enamorada de Frank? Al preguntarme eso David fue como si me golpeara con todas sus fuerzas en el estómago con sus dientes apretados. —No había pensado en ello. —¿Por qué no pensar en ello? —me miró con sonrisa amistosa. —No... no lo sé —tartamudeé, notando que me ponía roja. Luego dije—: No creo que sea algo en lo que haya que pensar. Cuando se está enamorado se sabe. —Palabras inteligentes para ser tan joven —dijo David, y no supe si se estaba burlando de mí o no—. Sin embargo, no hace daño pensar en eso a veces. Nos hemos salido del tema. ¿Quieres ser matemática como Gauss? —Quiero ser astrónomo —dije. —¿Hablas en serio? —Lo digo en serio. —Las matemáticas son fundamentales para eso —de repente, la voz de David adquirió un tono impaciente—. ¿Sabes jugar a las cartas, por casualidad? ¿Te gustan? —Sí. Me encantan las cartas. —¿Te apetecería venir alguna vez a jugar conmigo? Frank lo hace de vez en cuando, como buen chico que es, pero no es lo suyo y no tiene gracia ganar siempre. Papá Stephanowski juega conmigo al ajedrez, pero tampoco pierdo con él. ¿Juegas al ajedrez? —Sí —dije—. Solía jugar antes. Tenía una niñera que me enseñó y me encantaba, pero no he encontrado luego a nadie con quien jugar. —¡Estupendo! —exclamó David, iluminándosele los ojos por vez primera—. Eres un hallazgo, Camila. Bendigo a Frank por haberte traído. Dime una cosa, Camila. ¿Te repugna verme así? —No —dije. —¿No... no te resulto repulsivo? —No. —¿Seguro? Si te desagrada verme así, me puedo poner las piernas artificiales. —No —dije. —Puesto que no hay posibilidad de poder usar una prótesis de verdad y éstas son sólo para el aspecto, no tiene sentido que me las ponga. Además, me deprime ponérmelas. ¿Lo comprendes? —Sí —dije. —Acerca tu silla para que pueda verte mejor —pidió David—. Ahí. Así está bien. ¿No te importa estar cerca de mí? —No. —Si supiera pintar me gustaría hacerte un retrato. ¿Por qué no te ha traído Frank antes? —Hace muy poco que somos, de verdad, amigos. —Nuevo descubrimiento, ¿eh? Es excitante conocer a alguien nuevo, ¿no? Camila, Camila, me encanta que te haya traído Frank esta mañana. He estado en las nubes toda la mañana, sin ánimos para nada y, por alguna razón, tú me has hecho volver del limbo. En ese momento llegó Frank con una jarra de café y unas tazas en una bandeja. —Yo no hago el café tan bien como la señora Gauss —dijo—, así que si no está bueno, podéis echarme la culpa a mí. A Dave y a mí nos gusta solo. ¿Cómo lo quieres tú, Cam? —Lo tomaré también solo —jamás había tomado antes el café solo. A mi madre no le gusta que tome café y siempre tomo cacao para desayunar o, a veces, té; las pocas veces que había tomado café había sido con mucho azúcar y crema, o al estilo francés, con la mitad de leche caliente. Éste sabía horrible. —¿Qué tal una pasta, Frank? —propuso David.
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—De acuerdo —Frank volvió a salir. Me di cuenta de lo largas que eran sus piernas. Al no tenerlas David, parecían mayores. Eran unas piernas largas, delgadas y desgarbadas cuando andaba. Yo soy alta para mi edad, pero Frank es mucho más alto que yo. —Sí, Camila —dijo David, tan pronto como Frank hubo salido de la habitación—. Eres, con mucho, la chica más agradable que ha traído Frank para que yo conociera. —¿Te ha traído otras chicas para conocerlas? —pregunté—. Quiero decir, además de Luisa. David me miró y levantó una de sus oscuras y picudas cejas. —Unas pocas. La mayoría de ellas muy bonitas, pero ninguna de ellas valía la pena. Me encanta que Frank te conociera a ti. Sería mejor que tuvieras diez años más pero, niña o no, me alegra que seas amiga de Frank. No me gustaba nada esa chica italiana con la que iba. ¿Cómo se llamaba? Sí, Pompilia Riccioli. No, tú le convienes mucho más a Frank que Pompilia, aunque seas tan jovencita. Me empezaba a cargar el nombre de Pompilia Riccioli. Riccioli de Bolonia le puso nombre a la mayor parte de los cráteres de la luna y me gustaría poder sepultar a Pompilia en uno de ellos. Llegó Frank con las pastas y él y David se pusieron a hablar del país y del mundo. En cierto sentido, los sucesos de actualidad que nos explican en el colegio no me interesan tanto como los hechos históricos. La Revolución Francesa me interesaba mucho más de lo que pasaba aquí o en Europa. Pero, mientras hablaban Frank y David, comenzó a interesarme más; no era preciso estudiarlo más en la escuela, era algo que tenía que ver directamente conmigo, Camila Dickinson. Era algo que podía tener una gran influencia sobre mi vida futura. Recordé entonces lo que Frank y yo habíamos comentado en el parque, de que ser feliz es estar lleno de vida. Lo recordé, porque en aquel momento me sentía más llena de vida de lo que me había sentido antes y eso me hizo enormemente feliz. A veces me pregunto porqué resulta mucho más fácil descubrir la tristeza que la felicidad, aun cuando la felicidad sea tan grande que pueda hacerte olvidar la tristeza. No sería capaz de describir lo que sentía cuando estaba con Frank y lo que sentía esa mañana, hablando con Frank y David, aunque las cosas de que hablaban no fueran agradables. Puede que no estuviera bien sentirse llena de alegría, mientras Frank y David hablaban de tragedias, de las que David era un ejemplo, pero no pude evitarlo. El ambiente de la habitación, aun cuando hablaban de muerte y destrucción, era vivificante y constructivo. Ésa era la clase de gente que pertenecía a la vida, la clase de mundo en el que yo quería crecer. No la gente, como mi madre, a la que no le gustaba hablar de guerras ni de futuro, ni de nada desagradable, que pertenecía a la muerte y al pasado. Debía tener un aspecto muy serio mientras pensaba en esas cosas, porque Frank cortó una larga disertación y dijo: —Siento que te estemos angustiando, Camila, pero creo que cuando se llega al final de una civilización hay que ser consciente de ello. No me parecía, sentada allí y escuchando a Frank y a David, que la civilización estuviera acabándose, sino empezando. Lo sorprendente fue que, mientras hablábamos de guerra, de odios y maldades y de amor y vida, dejé de repente de odiar a mi madre. No fue que sintiera por ella lo que había sentido antes, en aquella época segura y exenta de complicaciones, sino que dejó de herirme que fuera Rose Dickinson. Excitada como estaba por ser Camila Dickinson y sentirme llena de vida, comprendí que sería capaz de nuevo de abrazar a mi madre y besarla con cariño al darle las buenas noches. Podía quererla, a pesar de Jacques. Intenté entonces no odiar a Jacques, pero todo lo que pude conseguir fue difuminar su recuerdo en mi mente. Volví mis pensamientos a Frank y a David, y a las cosas que discutían, y le pregunté a David: —¿Va a haber otra guerra mundial? —me olvidé de mi madre y de Jacques y me estremecí. David me miró y había rabia en sus ojos. —¿Tú qué crees? —dijo. —Yo... no lo sé —hice un esfuerzo por mantenerme firme en la silla, porque no quería que David o Frank notaran mi temblor. David me miró durante un buen rato, con la boca tensa de dolor, aunque no podría decir si le dolía el cuerpo o el corazón. —Siempre hay otra guerra —dijo—. Así ha sido siempre y así seguirá siendo. Frank irá a ella y volverá como yo, o volverá ciego, o sin manos o sin brazos. O no volverá. Puede que sea demasiado optimista. Quizá no exista nada adonde volver. Sólo un inmenso agujero en el universo, como muestra de donde vivía, y se suicidó, nuestra peculiar raza de locos. ¿Te asusto, Camila? ¿Te preocupa lo que digo? No puedo evitarlo. Ya eres bastante mayor para darte cuenta de estas cosas. —Sí —dije. —Ningún hombre puede participar en un exterminio en masa y no perder su conocimiento del valor de la vida humana. Porque tiene un valor, Camila. Incluso una vida como la mía. La vida es el mayor regalo que pueda uno imaginarse, pero antes de que naciera cualquiera de nosotros, ya la habían desprovisto de la mitad de su valor. Una planta que pugna por aflorar a la primavera, a través de la dura tierra y que, de alguna forma, sabe en lo más profundo de sus raíces que ha de llegar la primavera, la luz y el calor del sol, tiene más valor y conoce mejor el valor de la vida que cualquier ser humano que yo haya conocido. Toma como modelo esa planta, Camila. Ten el valor de hacer que tu cabeza sobresalga de la oscuridad. —Le dije a Camila que su educación había sido deficiente —dijo Frank sonriendo—, pero tú la estás mejorando más rápidamente aún de lo que yo me hubiera imaginado, Dave. —¿Demasiado para ti, Camila? —preguntó David.
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—No —dije, y era verdad. Estaba un poco asustada, pero era, al mismo tiempo, un temor agradecido porque estuvieran hablándome de aquella forma y porque se tomaran la molestia de mejorar mi educación. David había dicho que las otras chicas que habían ido a verle con Frank no valían la pena. ¿Significaba aquello que él creía que yo sí valía la pena? —Tras la última guerra —siguió diciendo David—, me refiero a la anterior a la mía, quedó una generación frustrada. La diferencia era que, entonces, todo el mundo era consciente de su frustración. Querían ser unos seres frustrados, perdidos. Disfrutaban con ello. En realidad no estaban asustados. Aún tenían un futuro ante sí. Somos nosotros los que estamos realmente perdidos. No me refiero a mí o a cualquiera al que la guerra haya destrozado personalmente, sino a todos los chicos de hoy. Tú, Camila. Frank. Vosotros no queréis ser unos seres perdidos. —No —dijo Frank. David levantó su taza vacía. —Sírveme otra taza de café —mientras tomaba un sorbo del nuevo café y volvía a dejar la taza en la mesa, dijo—: ¿Crees que Dios siente su creación —el mundo y sus habitantes— de la misma forma que un escritor siente su obra? ¿La misma alegría a la hora de la inspiración y luego la tremenda depresión cuando se desvirtúa la nobleza de su concepción? No tendríamos nada que reprocharle si arrancara sus páginas de la máquina de escribir y las arrojara al fuego —me miró incisivamente—. ¿No tienes nada que decir, Camila? Negué con la cabeza. —Rara cualidad en una mujer —dijo— la de permanecer callada cuando no tiene nada que decir. ¿Es siempre así, Frank? ¿O es sólo mi influencia? —Siempre es así —dijo Frank. La mirada de David adquirió súbitamente un matiz extraño, como si se perdiera en la lejanía. Sus ojos se volvieron ausentes y los surcos de su rostro parecieron acentuarse, todo a un tiempo. Cogió una cajita que había sobre la mesa, junto a él, y sacó una pastilla. Frank se puso rápidamente en pie y le sirvió un vaso de agua de una jarra que había sobre la mesa y, cuando David lo cogió, vi que le temblaba la mano. Se tomó la pastilla, bebió un poco de agua y echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldo del sillón, con los ojos cerrados. Frank aguardó a que volviera a abrir los ojos y dijo: —Será mejor que nos vayamos ahora, Dave. David sonrió, pero fue una sonrisa penosa; daba la impresión de que le costaba un gran esfuerzo muscular levantar las comisuras de sus labios; su sonrisa apenas se reflejó en sus ojos. —Está bien —dijo. Luego me miró y dijo trabajosamente—: ¿Cuándo vendrás a jugar... al ajedrez conmigo, Camila? ¿Puedes... venir mañana? Es domingo. Yo iba a ir por la tarde a un concierto con mi madre, por lo que dije: —Podría venir mañana por la noche, después de cenar. —De acuerdo —dijo David—. Gracias. —Volvió a cerrar los ojos y su voz pareció perderse en la distancia. Frank y yo le dejamos. Cuando cruzamos lo que había pensado que era el salón, Frank se despidió de la señora Gauss, que estaba escuchando en la radio, con el volumen muy bajo, algún programa femenino, mientras cosía. Me pareció una habitación extraña, como los salones que aparecen en algunas de las películas extranjeras que habíamos visto Luisa y yo, polvorientos y de color oscuro, con una mesa redonda cubierta con un gran tapete de terciopelo de color marrón y, sobre ella, una lámpara de techo, con flecos bordeando la pantalla. La señora Gauss nos acompañó hasta la puerta. —Adiós, Frank. Te agradezco que vengas tan a menudo. —Me gusta venir —dijo Frank—. Le presento a Camila Dickinson. Creo que no se la presenté antes. La señora Gauss y yo murmuramos «cómo está usted» y «adiós», y Frank y yo nos fuimos. Bajamos en el ascensor sin hablar y empezamos a andar lentamente por la calle, y Frank dijo: —¿No te importa volver mañana por la noche? —No. —¿Te ha gustado David? —Sí. Yo... —¿Qué? —Mira. Frank —dije—, es la primera vez que yo..., bueno, yo sabía que había habido una guerra y todo lo que eso implica, y he visto escenas terribles en los noticiarios de cine, pero... no sabía nada. No me lo imaginaba. Frank, creo que la mayoría de la gente no se lo imagina. Al principio de conocer a Luisa tenía la sensación de que ella me dejaba vislumbrar mundos que desconocía, algo así como si me diera un telescopio para observar con él las estrellas. Sin embargo, ahora me daba cuenta de que el telescopio de Frank era mucho más potente que el de Luisa; o puede que fuera sólo que era más apropiado para mis ojos.
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—¿Hambrienta? —me preguntó Frank—. ¿Dispuesta a almorzar? —Sí —dije—. Creo que lo estoy. —El periódico dice que esta noche va a nevar. —Estupendo. Espero que sea verdad —dije—. Me encanta la nieve —pensaba lo maravilloso que sería estar con Frank, sentir la nieve blanda en la cara y en las manos, mientras paseábamos por las calles tranquilas que, de alguna forma, parecen más estrechas y mucho más entrañables durante una nevada. Comimos espaguetis en un pequeño restaurante italiano que, según Frank, era de los padres de un amigo suyo, y no dejamos de hablar mientras comíamos. Aún hablando por siempre, parecía como que nunca terminaríamos de contarnos todas las cosas que teníamos que decirnos. Después del almuerzo paseamos. No fuimos a ningún sitio en especial, sino que sólo estuvimos andando y hablando, bajo un pesado cielo plomizo, del que caía de vez en cuando algún que otro copo de nieve. —Está empezando a nevar —dijo Frank. —Sí. —David no le pide a mucha gente que vaya a verle. Hay sólo una o dos personas que van a menudo. Me alegro de que tú le cayeras bien. —Yo también —dije. Frank sacó la mano del bolsillo del abrigo y cogió la mía. Cuando me cogió la mano una vez en el parque o cuando, en otras ocasiones, había rozado sus dedos, lo había encontrado natural y algo sin importancia. Ahora era terriblemente consciente en cada dedo, en la palma y en cada trozo de la piel de mi mano del contacto entre nosotros. No lo sentía sólo en mi mano, sino en todo mi cuerpo. Era un sentimiento tan grande, tan extraño, que paseamos durante un buen rato sin que yo oyese lo que estaba diciendo, porque la sensación que me producía el roce de su mano parecía llenar también mis oídos. Luego le oí hablando aún de David. —¿Sabes, Camila? Siempre me he sentido enormemente... orgulloso... de que David quiera que yo vaya a verle. Quiero decir que él..., bueno, yo debo ser sólo un crío para él y, sin embargo, me habla como si yo fuera... —se detuvo, me miró y dijo—: ¡Eh, Camila, estás preciosa! El color de tu ropa... Me fijé mientras comíamos. Hace juego con tus ojos. ¡Oye! Dan una buena película en la calle Octava. ¿Quieres que vayamos? Nos sentamos juntos en la oscuridad del cine y, aunque era una buena película, no me pude concentrar en ella, porque sentía demasiado cerca le presencia de Frank. Al cabo de un rato me acordé de que había prometido llamar a mi madre, por lo que fui a una cabina telefónica con intención de decirle que estaba bien, aunque durante un rato no me sentí bien, pues la línea estaba ocupada y temí que estuviera hablando con Jacques. Pero cuando la línea se desocupó y pude hablar con ella, su voz era normal y tranquila y volví con Frank, olvidándome de ella. Es curioso cómo, a veces, aunque tu cuerpo esté en un sitio con otra gente, tú no estás realmente allí, sino con alguien que no está en ese lugar. Porque yo estaba absolutamente con Frank, preguntándome si alguna vez volvería a ser tan feliz como en aquel momento. Luego paseamos tranquilamente, con las manos cogidas, mientras caía sobre nosotros la primera nevada de verdad del año, depositando suave y tiernamente sus delicados copos blancos sobre la calle. Todos los ruidos de la ciudad enmudecieron, amortiguados en su blancura. Se encendieron las farolas, lanzando sus rayos como arcos dorados. Cuando nieva, la intimidad de las calles se torna más hermosa y vivificante. La nieve se arremolina en las esquinas, cae silenciosamente entre las casas y se amontona en el encintado de las aceras, con lo que la calle y las aceras se confunden. Sabía que al día siguiente las máquinas quitanieves habrían limpiado las calles, las pisadas habrían ensuciado las aceras y la nieve que quedara estaría negra y embarrada, pero mientras paseaba al anochecer, cogida de la mano de Frank, la nieve era limpia y pura y formaba parte de mi felicidad.
Fuimos a cenar a casa de los Stephanowski y me sentí animada y feliz. Después de la cena escuchamos unos discos nuevos que el señor Stephanowski había llevado de la tienda y llegó la hora de irme a casa. No me atrevía a quedarme hasta muy tarde. —Camila —dijo Frank—, me gustaría poderte llevar en taxi, pero me temo que tendremos que ir en el metro. —De todas formas pensaba ir en el metro —dije. Había cesado de nevar, aunque el cielo seguía cubierto de nubes que presagiaban nieve. Con la nieve caída y las nubes pesadas y blancas a baja altura, todo aparecía revestido de un singular toque de blancura, parecido al que podría esperarse encontrar en la luna. Cuando salimos del metro y nos encaminamos a mi casa, Frank y yo nos quedamos callados, como si la conversación que habíamos mantenido todo el día hubiera agotado nuestras palabras. Comprendí que no podía decir nada más, porque el largo y hermoso día había llegado a su fin y sabía que había sido el día más grande de mi vida. Temía no poder soportar que el día se acabara, sin saber cuándo vería de nuevo a Frank. Él no había dicho nada y yo no podía preguntárselo. Frank se detuvo en medio de la tranquila calle nevada y dijo: —Camila.
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Estábamos parados y solos; no venía nadie en ninguna de las direcciones; sólo había casas oscuras a ambos lados de la calle y miré entre ellas. De aquella forma, muy juntos y casi sin movernos, nos fuimos acercando y la fría mejilla de Frank se apoyó en la mía. Permanecimos con las mejillas juntas y sentí latir violentamente mi corazón y noté el acelerado golpeteo del de Frank contra mi pecho. Luego, sin decir nada, nos pusimos a andar de nuevo. Caminamos hasta llegar a mi casa y Frank dijo sólo: «Adiós, Camila», de una forma extraña, y se fue. El chico del ascensor me miró de reojo y dijo: —No he visto últimamente a su admirador. —¿Qué? —Su admirador. El señor Nissen —dijo. —¡Oh, sí, él! —dije, como si no le hubiera escuchado, porque mis pensamientos no habían pensado en absoluto en Jacques. Seguían aún fuera, en la nieve, con Frank, creyendo morirme de angustia porque se había ido sin decir nada sobre cuándo volveríamos a vernos. Cuando la puerta del ascensor se cerró tras de mí, me quedé en el rellano sin sacar el llavero y recordé cosas en las que no había reparado durante el día: lo que había dicho David de que yo era la chica más agradable de las que habían ido a verle con Frank. ¿Quiénes eran las otras chicas? ¿Qué pasaba con Pompilia Riccioli? Luisa había dicho que a Frank le gustaban las chicas. Quizá yo sólo era una más entre las docenas de chicas que le gustaban a Frank para un día y luego las dejaba por otras. No, pensé. No podía haber sido tan feliz todo el día, si no hubiera significado también algo para Frank. Esa noche tuve un sueño. Soñé que estaba en una meseta fría y nevada de algún lugar de los confines más apartados del mundo. Estaba sola y a mi alrededor caía la nieve. En cualquier dirección a la que me volviera no veía más que nieve. Nieve en el suelo, nieve en el cielo, nieve cayendo en torno mío. Me daba cuenta de que estaba sola y terriblemente asustada. Entonces, saliendo de la nada, vi a Frank a mi lado. Dijo «Camila» de la misma forma que lo había dicho en la acera cubierta de nieve y me abrazó fuertemente y me besó. Cuando me besó, se derritió y desapareció toda la nieve y nos encontramos en un prado verde lleno de flores, de narcisos, tulipanes y lirios, de todas las flores que habían tenido el coraje de aflorar a través de la nieve, sabiendo que la primavera aguardaba allí. Entonces me desperté. No sabía qué hora era, pero no debía ser muy tarde, porque aún había luces al otro lado del patio. Y, de repente, sin ningún motivo justificado, me abracé a la almohada y empecé a sollozar. Seguí sollozando sin poder evitarlo, temiendo que me oyera mi madre o mi padre. Hundí el rostro en la almohada y al rato empezaron a remitir mis sollozos. Me quedó un gran desasosiego en el cuerpo y no quería más que estar otra vez fuera en la calle nevada, junto a Frank, con mi mejilla contra la suya. Pensé luego en el beso del sueño e intenté imaginarme lo que habría sido si me hubiera besado realmente y comprendí que deseaba más que nada en el mundo que me besara.
A la mañana siguiente no recordé de momento el sueño. Me levanté, me quité el pijama y me quedé frente al espejo de cuerpo entero de la puerta, contemplándome como lo había hecho aquella mañana del día de mi cumpleaños, cuando, por primera vez, fui consciente de que yo era Camila Dickinson. Permanecí contemplándome desnuda un rato, hasta que empecé a tiritar y entonces me vestí y fui a la habitación de mi madre. Estaba acostada, esperando la bandeja del desayuno, y la abracé y besé y le di los buenos días. —Buenos días, mamá. Sus brazos me abrazaron a su vez con fuerza. —¡Oh, buenos días, cariño, buenos días! —dijo. Mi padre estaba anudándose la corbata ante el espejo. —Buenos días, papá —le dije. Él me sonrió. —Parece que hemos recuperado a nuestra antigua Camila. Quise decirle que no, que era una nueva Camila, una Camila enteramente diferente, pero sólo dije: —Bueno, creo que voy a llamar a Luisa. —¡Ah! —dijo mi padre—. ¿Significa eso a Luisa o a su hermano? —A Luisa —dije—. A lo mejor me acerco a verla esta mañana. —Ya veo —dijo mi padre—. Bueno, me alegro de que, al menos, esta vez hayas decidido consultarnos. —¡No, Raff! —dijo mi madre con presteza—. No saques tu mal humor con Camila. —¿Estás de mal humor, papá? —pregunté. —Eso dice tu madre.
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—Camila, cariño, me alegra tanto que disfrutaras... —dijo mi madre—. Frank tiene que ser un chico estupendo para haberte hecho pasar un día tan feliz ayer. —Sí —pensaba en aquel día y me sentía contenta y feliz, aunque al mismo tiempo tenía miedo de que no volviera a haber otro igual. —No me gusta que estés sola hasta tan tarde por la noche —dijo mi padre. —No estaba sola. Estaba con Frank. —Frank es sólo un crío. —Tiene diecisiete años —dije—. El año que viene irá a la Universidad. —¡Oh! Dejemos que disfrute estas últimas semanas, Rafferty —dijo mi madre. Mi padre hizo un gesto de contrariedad. Yo me sentí, de pronto, muy asustada. —¿Qué significa eso de estas últimas semanas? —pregunté. —Camila, cariño —dijo mi madre—, tu padre y yo hemos... Estoy segura de que es lo mejor para ti, lo mejor de todo... Le hemos dado muchas vueltas. —¿A qué? —pregunté. Mi padre se volvió y me miró. —Camila, ahora tengo que irme. Me gustaría tener tiempo de hablar antes de marcharme, pero no puedo. Hablaré contigo cuando vuelva. —¡Quiero saber lo que pasa, ahora! —exclamé, sintiendo pánico. —No tengo tiempo de hablar contigo ahora, querida —dijo mi padre—. Volveré a la hora de la cena y hablaremos entonces. —Voy a salir después de cenar —dije—. Por favor, papá, ¿de qué se trata? —¿Con quién vas a salir después de cenar? —preguntó mi padre—. ¿Con Luisa o con Frank? —Voy a ver a David —dije—. David Gauss. Le prometí que iría a jugar al ajedrez con él. —Camila —dijo mi padre—, realmente eliges los momentos más inoportunos... ¿Quién demonios es David Gauss? ¿Dónde le has conocido y por qué razón vas a ir a jugar al ajedrez con él? —Vete, Raff —mi madre se sentó en la cama e hizo un gesto de desesperación—. Yo hablaré con Camila. —Voy a quedarme el tiempo necesario para enterarme de quién es David Gauss —dijo mi padre. —Es un veterano —dije llorando—. Perdió las piernas en la guerra. Frank me llevó ayer a verle. No puede volver a andar y no tiene a nadie con quien poder jugar al ajedrez, y yo sé jugar. —¡Ya! —dijo mi padre con tono menos irritado y excitado—. Ya veo. ¿Dónde vive? —En la calle Perry. —¿En el Village? —Sí. —No esperará que vayas y vuelvas sola de la calle Perry por la noche, ¿no? Empecé a enfadarme. —No creo que pensara en ello. Ni siquiera sabe dónde vivo. —Lo siento, Camila —dijo mi padre—, pero no puedo permitirte que hagas ese trayecto sola por la noche. —He ido sola a casa de Luisa. —Sin saberlo yo. —Tengo que ir —dije—. Se lo prometí. —Lo siento, Camila —repitió mi padre—. Te prohíbo ir sola y eso es todo. —Quizá pudiera llevarla Carter —apuntó mi madre. —Carter sale los domingos por la tarde. —Papá —dije—, David estuvo en la guerra y perdió las dos piernas. Le prometí ir. Tengo que cumplir mi promesa. Mi padre abrió la boca para decir algo, pero en ese momento sonó el teléfono. Lo contestó mi madre. —¿Diga...? —me alargó el auricular—. Es para ti, cariño. Creo que es Frank. Era él. —Hola, Cam —dijo—. Respecto a lo de ir a ver a David esta noche, ¿quieres que te recoja? Parecía como si hubiera podido escuchar la conversación que estaba teniendo con mis padres y viniera a rescatarme. —¡Oh, Frank, sería estupendo! —dije. —Está bien, escucha —dijo—. Si a tu madre le parece bien, podría recogerte en el Carnegie después del concierto e irnos a comer algo, y luego te llevaré a casa de David y te acompañaré después a tu casa. —Eso es estupendo, Frank —repetí—. Aguarda un momento y se lo preguntaré a mi padre —me volví a mi padre—. Papá — dije—, Frank dice que me acompañará a casa de David y luego me traerá aquí. —¿Te llamará aquí?
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—Quiere llevarme a cenar con él —dije—. Me recogerá en el Carnegie después del concierto y me llevará a casa de David y luego me acompañará hasta aquí. —Está bien, querida —dijo mi padre—. Que sea por esta vez. —Arreglado —dije a Frank—. Dice que está bien —sentí como si una bandada de pájaros se hubiera introducido dentro de mí y me llevara volando hacia el sol. Mi padre me atrajo hacia sí. —Siento haber estado antipático antes. Estoy intentando hacer un sinfín de cosas en poco tiempo y eso hace que esté irritable. Tengo que irme ahora —me dio una palmadita en el hombro y se volvió a mi madre—: Lo siento, Rose. He sido un estúpido. Perdóname. Mi madre le echó los brazos al cuello y le abrazó. Lo extraño fue que no la había visto hacerlo antes, pero ahora se abrazó a él como a mí me hubiera gustado abrazar a Frank. Me alejé hacia la ventana, porque pensé que no debía mirar. Mi padre se quedó unos instantes sujetando a mi madre. —Está bien, Rose. Suéltame. Cálmate —dijo. Me volví y vi el rostro de mi madre, lívido como si mi padre la hubiera golpeado. —¡Oh, Raff...! —dijo. —De acuerdo —dijo mi padre—, dilo. Dilo de una vez. —He intentado decírtelo muchas veces, pero nunca te ha interesado. Noté que mi padre trataba de ser paciente. —¿Qué es lo que has intentado decirme? —No puedo decirlo ahora. Quiero decirlo y no puedo. Te he abrazado..., te..., te he besado porque te quiero mucho y el tiempo es muy corto; en el mejor de los casos es muy corto el tiempo que tenemos para vivir y disfrutar y te he abrazado porque quiero quererte mientras pueda y saber que te estoy queriendo, sólo que no sirve de nada porque tú no tienes miedo. Comprendí que se habían olvidado de que yo estaba en la habitación, medio oscurecida por las cortinas de las ventanas y no quería moverme, porque pensaba que lo que mi madre trataba de decirle a mi padre era tremendamente importante y si hacía el menor movimiento, algo que les recordara que yo estaba allí, podría estropearlo todo. —Jacques tiene miedo. Por eso es por lo que... —dijo mi madre. —¿Por lo que qué? —preguntó bruscamente mi padre. —Por lo que nos asimos uno al otro, porque los dos tenemos miedo y hay muy poco tiempo para el amor y el solaz. La voz de mi padre fue ahora ruda: —Dices eso casi en el mismo instante que me estás diciendo que me quieres. Mi madre dio un grito de desesperación. —¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡He intentado decírtelo otra vez y no lo entiendes! Mi padre se volvió y salió de la habitación y vi que estaba llorando. Había visto llorar a mi madre innumerables veces y, aunque me angustiaba, no hacía tambalear mis cimientos. Si mi padre lloraba era que, de verdad, el pie de Atlas había vacilado. Mi madre permaneció quieta unos instantes. Luego se precipitó tras mi padre. Aguardé un buen rato junto a la ventana, con la mejilla apoyada en el cristal frío, pero no regresaron.
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Esa tarde, antes de ir al concierto, le pregunté a mi madre: —¿Qué era lo que iba a decirme papá? —Quiere decírtelo él, cariño —dijo mi madre. —Pero es que no voy a estar en casa cuando vuelva él esta noche, así que por qué no me lo dices ahora. —¡Oh, no, cariño, no! No puedo decírtelo. No debía haber dicho nada esta mañana. De todas formas, no... no tienes por qué preocuparte —dijo, y se puso a hablar de comprarme ropa nueva. Interpretaron el Tercer Concierto para piano, de Prokofiev, y me entretuve imaginándome que era Frank el que estaba sentado a mi lado y no mi madre, y me pregunté si mi madre le dejaría que viniera algún domingo conmigo. Luego, me cautivó la música y me sumergí en ella y, mientras escuchaba, sentí de nuevo aquella extraña sensación de que yo formaba parte de un sueño. Aquélla era la música que Frank había elegido como mi música y a mí me parecía nuestra música, porque si a Frank le hacía pensar en mí, para mí era él. —¿Te gusta, cariño? —susurró mi madre. —Sí. A la salida del concierto nos esperaba Frank. —Mamá —dije—, te presento a Frank Rowan. Frank, te presento a mi madre. Con el tumulto que se organizaba en las escalinatas a la salida, lo único que pudieron hacer fue estrecharse las manos. Frank dijo: —Cuidaré de ella, señora Dickinson, y procuraré que no vuelva demasiado tarde —noté, por la sonrisa de mi madre, que le había agradado. Cuando estuvimos solos, dijo Frank: —Será mejor que vayamos a cenar en seguida, Camila. Le prometí a David que te llevaría temprano —se fijó en mi abrigo verde oscuro de los domingos y el sombrero—. Estás preciosa hoy, Camila. Me parece que cada día estás más bonita. Fuimos al mismo restaurante en que habíamos almorzado el día anterior. La mayor parte de la nieve había desaparecido de las calles; la poca que quedaba estaba amontonada en sucios montones en las esquinas. Al haber anochecido, había enfriado y lo que era barro cuando mi madre y yo fuimos al concierto, era ahora hielo resbaladizo. Luego de sentarnos en el restaurante, dijo Frank: —Mona y Bill se pelearon otra vez esta tarde. Odio estar en casa. Me gustaría poder ir a una Universidad de fuera el año que viene, pero, tal como está la situación económica, lo más probable es que vaya a la NYU 15. No es que tenga nada contra la NYU. Lo que pasa es que me gustaría ir a algún sitio en el que no tenga que vivir en casa. El propietario del restaurante, que no estaba el día anterior, se acercó a nosotros y dijo: —Buenas noches, Frank, muchacho. —Buenas noches, señor Riccioli. ¿Cómo va todo en casa? Cuando oí el nombre de Riccioli me quedé helada. Permanecí en silencio mientras escuchaba al señor Riccioli. —Bien, bien —dijo, frotándose las manos—. Pompilia pregunta por qué no has vuelto por casa. —He estado muy ocupado con la escuela —dijo Frank—. Dígale que iré pronto a verla. El señor Riccioli me miró amistosamente. —Una nueva amiga, ¿eh?
15 New York University: Universidad (estatal) de Nueva York. (N. del T.)
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—Claro —dijo Frank—. Ya me conoce. Cada fin de semana, una nueva amiga, pero Pompilia sigue siendo la reina de todas. —Bien, bien —dijo el señor Riccioli—. Mi Pompilia es una chica estupenda y tiene un montón de amigos. Es bueno que una chica tenga tantos amigos. Llegaron otros clientes y se marchó para atenderles. Yo tenía la vista fija en el plato. —Fue una estupidez venir aquí —dijo Frank—, pero el viejo no suele estar los fines de semana y es un sitio barato—. Parecía disgustado. —¡Ah! —Escucha; lo que dije de las nuevas amigas no significa nada. Lo dije para que el hombre no pensara que me había deshecho de su hija. Nunca he sentido por nadie lo que he sentido por ti, Camila. Las otras..., bueno, sólo me gustaba su aspecto exterior. Contigo me gusta el exterior y el interior. Pompilia y yo lo pasamos bien durante algún tiempo. Fue divertido. Ella me importa tan poco como yo le importo a ella. De otra forma, no hubiéramos venido aquí. Hace un par de meses que no salgo con Pompilia. Oye, ¿por qué no tomamos ravioli esta noche? ¿O prefieres una pizza? —Prefiero ravioli —dije, y añadí—: Luisa dijo el sábado pasado que ibas a comer con Pompilia Riccioli —nada más decir esto me di cuenta de que había sido una estupidez, que molestó a Frank. —¿Y qué? —dijo—. Eso no le importa a nadie, pero comí con David. —No era mi intención... —comencé a decir, para terminar titubeante—. Lo siento, Frank. —Olvidado —dijo Frank—. Luisa sólo... ¡Oh, vamos, olvídalo! Háblame de las estrellas. Me gusta oírte hablar de las estrellas. Me gusta oírte hablar de las estrellas. ¿Qué diferencia hay entre una estrella y un planeta? ¿Cómo los distingues? —La forma más sencilla es por el titilar de las estrellas, cosa que no hacen los planetas. —Sigue —dijo Frank—. Háblame de los planetas. —Bien... Mauricio es el que está más cerca del Sol y le siguen Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Plutón. Kepler creía que debía haber un planeta entre Marte y Júpiter, porque la distancia que hay entre ellos es muchísimo mayor que la que hay entre otros planetas, y así fue como Piazzi, cuando buscaba ese planeta, descubrió el primer planeta menor. —Cuéntame algo de Saturno —dijo Frank—. ¿No es el que tiene un anillo? —Sí —dije—. Tiene un anillo que proyecta una gran sombra. Por eso se puede ver tan fácilmente, pero en realidad es tan delgado como un papel. Otra cosa interesante de Saturno es que, algunas veces, si estás en un lugar donde las estrellas lucen resplandecientes, da una sombra que puede verse. —Nunca pensé que las estrellas dieran sombras —dijo Frank—. Me pregunto si alguien habrá escrito algún poema o algo así sobre esto. La verdad es que sabes mucho. Negué con la cabeza. —No, no sé mucho. No sé nada en absoluto. Lo que yo sé está al alcance de cualquiera. Con eso no empiezo a convertirme en astrónomo. Tendré que estudiar matemáticas superiores. El álgebra y la geometría que estudiamos en el colegio no son, en realidad, nada. —Este verano —dijo Frank— tenemos que ir al campo para contemplar las estrellas. Pensé que si Frank hacía planes para el verano, yo no podía ser sólo otra Pompilia más. Cuando terminamos de comer, Frank me acompañó a la calle Perry. —Ahora tengo que ir a casa a estudiar un poco, Cam. Dame un telefonazo cuando quieras irte a tu casa y vendré en seguida a buscarte. No tardaré más de cinco minutos. —De acuerdo —dije. Frank saludó a la señora Gauss y se fue diciendo: —Veré a Dave cuando venga a recoger a Camila. La señora Gauss me hizo pasar a la sala de estar. La luz rojiza que caía sobre la mesa redonda era acogedora en el centro de la habitación y luego se perdía en las esquinas, formando sombras misteriosas. El severo mobiliario parecía repeler la luz y percibí desde las sombras una sensación de rechazo y desaprobación. Me detuve junto a la mesa y la señora Gauss permaneció a las sombras, mirándome. No dijo nada; siguió mirándome, como si tratara de descifrar algo de mi rostro. Finalmente, dijo: —Será mejor que no esté demasiado tiempo, señorita Dickinson. Ha pasado muy mal día. Quise llamarla para decirle que no viniera, pero él insistió en verla —hubo otra pausa. Luego prosiguió—: No crea, por favor, que no aprecio que venga. Le estoy muy agradecida por ello. Él quiere ver a muy poca gente. Yo me desespero, porque se limita a quedarse sentado, pensando, y se niega a ver a sus antiguos amigos que quieren venir a animarle —luego dijo—: Yo tenía tres hijos. David es el único que me queda —me miró durante un buen rato, como si me odiara. Luego añadió—: Le está esperando. Vaya con él. Me alejé del centro de la luz hacia el borde de la sombra, en dirección al vestíbulo y a la habitación de David. Estaba acostado en la cama de hospital. Parte de la cabecera de la cama estaba incorporada y él estaba recostado en unas almohadas. Le miré a la cara y no al lugar donde terminaban sus piernas, en que se allanaban las mantas. Extendió la mano. —Entra, Camila —me sonrió y su sonrisa fue como un golpe en el estómago. Me acerqué a la cama y le estreché la mano. Le miré y él tomó mi mano entre las suyas.
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—Esos ojos tuyos, Camila —dijo—. Serios. Penetrantes. ¿Qué ves cuando miras un cuerpo como el mío? Veía sólo que estaba terriblemente cansado, que aún sentía dolor. Cualquiera podía notarlo. Pensé que sus ojos eran capaces de taladrarme y comprender cosas de mí que ni yo misma comprendía. —Gracias por venir —dijo—. ¿Seguro que no te importa? —Claro que no. Quería venir. —¿Por mí o por ti? —Por mí —era verdad. Cuando le miraba a la cara, tenía la sensación de que, tras las arrugas producidas por el dolor y el sufrimiento, se escondían las respuestas a muchas cosas y que, probablemente, si hablaba con él lo suficiente o, incluso, si lo miraba lo suficiente, podría transmitirme esas respuestas. —Entonces, de acuerdo —dijo—. Perdóname por recibirte en la cama. He pasado un mal día y esto es menos cansado que la silla. Si mi madre te ha insinuado que no estés mucho tiempo, no la hagas caso, por favor. Yo te diré cuándo quiero que te vayas — aún tenía mi mano entre las suyas—. Camila, puesto que esta noche estoy en la cama, he estado pensando en la mejor forma de jugar nuestra partida. Si no te importa, podrías acercarme la mesita de hospital; tú podrías sentarte a los pies de la cama; no tengo piernas que pudieran molestarte ¿Es eso..., te parece bien? —Sí —dije. Desprendí mi mano de las suyas y acerqué la mesita de hospital desde el pie de la cama hasta una posición cercana a él. —Las cartas y el ajedrez están en el último cajón de mi escritorio —dijo. Las saqué y me aupé a los pies de la cama, y me senté frente a él con las piernas cruzadas. Empezamos con un solitario doble. Me enseñó algunos juegos nuevos y yo le enseñé a él un par de ellos que no conocía. Daba gusto jugar con él. Normalmente, cuando juego a las cartas con Luisa o con cualquiera de las chicas del colegio, me resulta muy fácil ganarlas y tardan tanto en pensar las jugadas que acabo aburrida. Este año, algunas de ellas han empezado a organizar lo que ellas llaman partidas de bridge; la mayoría de ellas no saben jugar a las cartas; se sientan y cotillean de las otras chicas que están en la partida y así tienen algo de qué discutir. Pero la mente de David funcionaba rápida e inteligentemente. Me olvidé de que estaba sentada en la cama de hospital, justamente en el sitio donde debían haber estado sus rodillas, pensando sólo en el juego. Al cabo de un rato, dijo: —Hablemos un poco y dame ocasión de descansar un rato; luego jugaremos al ajedrez. —De acuerdo. —Oye —dijo—. ¿Te importa servirme un vaso de agua y darme una pastilla de esa caja? Gracias, cielo. ¿Sabes que eres una buena chica, Camila? Una chica muy buena —me miró y sonrió—. He llegado a un punto en que me desentiendo de la gente que no me interesa. Si me preocupo por ella, acabo agotado. Tú me interesas mucho, ¿sabes? Presiento que estás en medio de un período de cambio, de madurez. De repente se están despertando dentro de ti cosas que habían permanecido dormidas hasta ahora. Como esa planta que sale a la primavera. ¿No es así, Camila? Te estás despertando de pronto, ¿no? —No lo sé —dije—. Ciertamente no me siento como si fuera una planta y, si lo que siento es despertar a la madurez, es una cosa terriblemente confusa. —¿No crees que la planta también se siente confusa? El cielo y el sol deben parecerle terroríficos, después de la oscura seguridad que le daba estar enterrada en tierra. —Entonces no entiendo por qué sale —dije. —Frank tiene razón. La vida es mucho más valiosa que la muerte. Jung dice que no hay nacimiento sin dolor. Eso es cierto, ¿no, Camila? —Sí —dije. —¿Te gustaría volver, si pudieras, a tu antigua seguridad? —Sí —dije. —¿Por qué? —Porque yo no... —comencé a decir, balbuceante—. Es demasiado... Creo que no estoy preparada aún para ser adulta. —Lo estás, Camila —dijo David—. Nadie cree nunca que lo está. La mayoría de la gente no piensa en ello de ninguna forma. El simple hecho de que pienses en ello demuestra que estás preparada. —Sigo pensando que preferiría la seguridad —dije. David se rió y me volvió a coger la mano. —En primer lugar —dijo—, no hablemos de seguridad. No existe. Sólo la sensación de seguridad. —Entonces, me gustaría tener esa sensación. —No, Camila. Nada de eso. Si tú estuvieras segura, las cosas no cambiarían, ¿no? —Pienso que no. —Sin cambio ni incertidumbre, con el temor que llevan aparejados, nosotros no existiríamos. —¿Qué quieres decir? ¿Por qué no? David apretó con fuerza mi mano.
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—Para poder existir, tenemos que progresar. Tan pronto dejemos de progresar, morimos. Y para progresar, tenemos que cambiar. Es parte del desarrollo. Admito que para ti sea natural desear tu antigua seguridad infantil, pero la única seguridad completa es la muerte. —¡No! —Sí —dijo David—. Sí. Aunque creamos, como le pasa a Frank, que es la inseguridad completa. Pero en alguna parte, en infinidad de puntos opuestos, se juntan, ¿eh? Considéralo con los ojos bien despiertos, pero la vida es el mayor de los argumentos de inseguridad. ¿No crees, cariño? Qué diferente era la palabra «cariño» dicha por David, que cuando la decía mi madre o Jacques. Dicha por David resultaba cálida y tierna, y, en cierta forma, un poco intimidante. —Está bien —dijo David—. Vamos a jugar una partida de ajedrez. Coloca el tablero, ¿quieres? Cuando empezamos a jugar, me di cuenta de que se me había olvidado casi todo, pero, a medida que progresábamos, fui recordándolo, aunque David me ganó rápidamente y sin contemplaciones. —Eso ha estado bien, Camila —dijo él, no obstante—. No hubiera podido sentarme y ganar con los ojos cerrados, como me suele pasar. En cuanto juegues conmigo unas cuantas partidas, disfrutaremos de verdad. ¿Quieres jugar otra? —Sí —dije. No habíamos terminado de colocar las piezas, cuando llegó la señora Gauss y dijo: —David, es hora de que te acuestes. —¡Oh, Ma! —dijo David con voz cansada—. ¿Qué cambia cuando me voy a acostar, si ya estoy en la cama? —Ya sabes lo que pasa cuando te cansas demasiado..., especialmente cuando has pasado un día tan malo. —¿Qué hora es, por favor? —dijo. —Más de las nueve. —¡Oh! —exclamé—. Debo irme a casa. Tengo que acostarme temprano, excepto los viernes y los sábados —me bajé de la cama y me quedé de pie junto a ella. —Está bien —dijo David—. Llama a Frank, Ma. Dile que Camila está preparada. Y, por amor de Dios, no te preocupes por mí. Hace semanas que no he pasado una tarde tan buena. Ahora, charlaremos Camila y yo hasta que venga Frank a buscarla. Luego, como un manso corderito, me cepillaré los dientes. La señora Gauss le sonrió, con una sonrisa forzada y difícil, y nos dejó. Cuando cerró la puerta tras ella, dijo David: —¿Volverás otra vez, Camila? —Sí —dije—. Por supuesto. —¿Cuándo? —Podría venir alguna tarde, después del colegio. O a cualquier hora durante el fin de semana. Durante la semana no puedo salir por la noche. —¿Vienes porque te apetece o porque te doy lástima y crees que debes hacerlo? No me mientas. —Porque me apetece. —¿Te doy lástima? —Sí —dije. Extendió el brazo, cogió mi mano y me acercó un poco más a la cama. —Eres sincera. Gracias, cariño. Claro que te doy lástima. Pero otras veces que he hecho la misma pregunta, todo han sido evasivas. Odio dar lástima, Camila. Si yo pudiera eximir de la lástima a los llamados seres humanos, podría soportar mejor toda esta monstruosidad. Es horrible para mi madre. Le desagrada prescindir de su pena. Cree que a Frank y a ti os causo menos pena o, al menos, de forma diferente que a cualquier otra persona que yo conozca. ¿Sabes que vas a ser una mujer muy guapa, Camila? —Eso me dice la gente este año —dije. —¿Lo sabes tú? —No lo sé muy bien —le dije—. Me miro al espejo y pienso en ello, pero lo único que veo es la Camila Dickinson que he estado viendo toda mi vida. Me encuentro guapa cuando no estoy cerca de un espejo y no puedo verme, o cuando recuerdo cómo soy, sin estar frente a un espejo. Me encuentro guapa cuando estoy con Frank. —¿Te encuentras guapa cuando estás conmigo? —Sí —dije. David me sonrió y, sin saber por qué, me entraron ganas de llorar. Incluso sentí que brotaban lágrimas de mis ojos e intenté contenerlas. —Eres deliciosa, Camila. Deliciosa —dijo David y me acarició el pelo con la mano, haciendo que me invadiera otra vez aquella extraña sensación de bienestar—. Camila, yo podría enseñarte tanto si... —se detuvo repentinamente, cogió uno de los peones del ajedrez, lo miró y lo volvió a colocar en el tablero—. No hay tiempo para otra partida de ajedrez. ¿Te apetece que juguemos uno de esos solitarios que me has enseñado?
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Jugamos y, de nuevo, me sorprendió cuánto más rápida y clara era su mente que la mía, aun cuando me entraron buenas cartas y gané. Luego, apartó las cartas y me miró. —Eres un encanto, Camila. ¿Quieres hacerme un favor? —¿Qué? —¿Me das un beso de despedida? —Sí. —¿No te importa besar a una persona como yo? —No. ¿Por qué? —dije. Sólo cuando se refería a su incapacidad era cuando yo me daba cuenta de que era diferente a otros hombres y de que él tenía que estar convenciéndose continuamente a sí mismo de que no me sentía atemorizada o repelida por él. Probablemente, otras personas habrían tenido esa sensación antes, y él lo sabía. Me atrajo hacia sí, dulce pero firmemente, y me besó. Yo creía que me besaría en la frente o en la mejilla, pero acercó sus labios a los míos, al principio ligeramente y, luego, con presión creciente. Sentí de nuevo un delicioso ardor que invadió todo mi cuerpo. Sólo cuando separó sus labios me di cuenta, de verdad, de que me había besado. Éste es mi primer beso, pensé. Y no me lo ha dado Frank. —Mi dulce, pura y fría Camila —dijo David—. Cómo me gustaría... —cogió entonces mi mano y la apretó con tanta fuerza que me quedé sin respiración. Aflojó la presión inmediatamente—. Lo siento, cariño —dijo—. No quisiera hacerte daño por nada del mundo. Oímos a Frank en el vestíbulo y me separé de la cama y cogí el abrigo y el sombrero. —¡Hola, Cam; hola, Dave! —dijo Frank, acercándose a la cama de David para darle la mano—. ¿Quién le ha zurrado a quien..., o a quién ha zurrado quién? —Nadie ha zurrado a nadie —dijo David—. Camila es una contrincante ideal. —¿Estás preparada, Cam? —preguntó Frank. —Sí —me acerqué a la cama de David y le miré a la cara, en la que sus ojos, nublados por el sufrimiento, eran, sin embargo, vivos por lo que intuía que era la cordura de los años; y le miré a los labios, contraídos por el dolor y, al mismo tiempo, llenos de ternura, y pensé que él me había besado y Frank no, excepto en un sueño. —¿El próximo fin de semana, Camila? —preguntó. —Sí —dije—. El próximo fin de semana. Frank y yo nos despedimos de la señora Gauss y nos dirigimos al metro. Frank me iba hablando, pero yo no podía decir nada. Todo lo que se me ocurría decirle era que David me había besado y comprendía que no podía decírselo. Al cabo de un rato, me preguntó Frank: —Camila, ¿estás bien? —Sí. —Estás tan pensativa... ¿Te ha pasado algo con David? —No —dije. —Está bien. Sólo quería saber si estabas preocupada por algo. Si lo prefieres, sigue callada. Caminamos en silencio y lo agradecí, porque sabía que Frank no me haría ninguna pregunta más. Siempre que Luisa pensaba que le ocultaba algo, insistía una y otra vez intentando averiguar qué era, pero sabía que Frank me dejaría sola con mis pensamientos. Cuando salimos del metro me acordé del paseo que habíamos dado hasta mi casa la noche anterior, en el que nos quedamos parados, sobre la nieve, con las mejillas juntas. Comprendí que eso había sido mucho más importante que el beso de David. Llegamos al sitio donde nos habíamos parado la noche anterior, pero venía alguien en dirección a nosotros, la nieve se había derretido, la acera estaba limpia y Frank no se detuvo, así que no supe si se habría acordado siquiera. Al llegar cerca de la casa, salió alguien de la puerta, le dio las buenas noches al portero y se dirigió apresuradamente en nuestra dirección. Era Jacques. Me quedé inmóvil y Frank dijo: —¿Qué pasa? —No puedo ir a casa —exclamé—. No puedo. —¿Qué te pasa, Camila? —me preguntó Frank y vi, a la luz de una farola, que su cara denotaba preocupación—. ¿Qué ha pasado? —Por favor —supliqué—, por favor. Vamos a pasear. No... En ese momento llegó Jacques a nuestra altura, nos vio y se detuvo. —¡Vaya, Camila! No dije nada; fue como si me quedara muda y miré, primero a Jacques y luego a Frank, con la voz y la mente paralizadas. —Este debe ser Frank Rowan —dijo Jacques en tono divertido—. Encantado de conocerte. Yo soy Jacques Nissen. —¿Cómo está usted? —Frank, un poco desconcertado, le dio la mano a Jacques.
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—¡Qué aspecto tan encantador tienes esta noche, Camila! —dijo Jacques superficialmente—. Espero que hayas pasado una tarde agradable. Me estaba volviendo el don del habla. —Sí, gracias —dije. —Bien, buenas noches, querida —dijo Jacques—. Buenas noches, Frank. —Buenas noches —dijimos al unísono Frank y yo, y Jacques siguió su camino. —Camila... —dijo Frank, que parecía desconcertado. Puesto que estaba con Frank y pensaba que tenía que decirle la verdad o lo confundiría todo, dije: —Ese era Jacques Nissen. Yo..., yo le vi... —quería decirle que había visto a Jacques besando a mi madre, pero no pude decírselo—. Mi madre ha estado viéndose con él —dije—. Ella le ha debido hablar de ti. Me dijo que no iba a volver a verle. Me mintió. —Puede que haya venido a ver a otra persona. —Es posible —dije—, pero no lo creo. Si conociera a otra persona que viviera aquí, yo lo sabría. Además, sabía quién eras tú. No podría saberlo a menos que se lo haya dicho mi madre. No quiero ir a mi casa, Frank. —Escucha —dijo Frank—. Yo me quedaré contigo y pasearemos toda la noche, si tú lo quieres, pero primero ve al vestíbulo y llama por teléfono a tu madre para decirle que no vas a ir ahora. Le prometí que te traería a casa y no quiero que tus padres te prohíban verme. Y ya sabes que pueden hacerlo. —No pueden prohibirme que vea a quien yo quiera. —Será mucho mejor que no piensen que te estoy pervirtiendo. —¿Qué es lo que será mejor? Frank sonrió. —Que no piensen que te estoy pervirtiendo. —Está bien, llamaré a mi madre —dije. Llamé desde el teléfono interior de la casa. Contestó Carter que, al parecer, había vuelto temprano su noche libre. —Quiero hablar con mi madre —dije. —¡Ah, es usted, señorita Camila! —dijo—. ¡Qué pena que no estuviera aquí hace unos minutos! Se acaba de marchar el señor Nissen y ha dicho que sentía mucho no verla. ¡Cómo odiaba a Carter! Mi madre se puso al teléfono. —Camila, cariño —dijo—. ¡Es muy tarde!... ¿Dónde estás? —Aquí abajo, en casa. —Bueno, cariño, sube. Ya tenías que estar en la cama. —¿Dónde está papá? —Se ha retrasado. Volverá más tarde. —¡Ah! —exclamé. —Sube, cariño. Quiero que me cuentes cómo has pasado la tarde. —¿Me contarás cómo la has pasado tú? —no sabía que pudiera ser tan fría y tan desagradable. Hubo un corto silencio. Luego oí la voz abatida y algo asustada de mi madre. —Claro. ¿Por qué estás ahí abajo, cariño? —Sólo quería decirte que no voy a subir todavía. Voy a dar un paseo. —¿Sola? ¿A estas horas? Camila, por favor, sube en seguida, querida. —No estoy sola —dije—. Estoy con Frank y no quiero subir. —Pero es tarde. Ya deberías estar en la cama. Tu padre se va a enfadar mucho. —No me importa —dije. —Te prohibiría que veas a Frank y que... —No me importa lo que haga. No me importa. Frank había permanecido al otro lado del vestíbulo para no escuchar mi conversación, pero se acercó a mí y dijo en voz baja: —Subamos, Camila. Iré contigo. Será lo mejor. De verdad. —Está bien —exclamé—. Está bien —y colgué. Frank me cogió la mano y me la apretó, pero no dijo nada. Subimos en el ascensor y, cuando intenté abrir la puerta con la llave, mi mano temblaba tanto que la cogió Frank y abrió él la puerta. Mi madre nos estaba esperando y me dio la impresión de sorprenderse un poco al ver a Frank. Llevaba su bata de terciopelo rosa y, aunque tenía el pelo algo revuelto, estaba joven y guapa, a pesar de la preocupación que se reflejaba en su rostro. —Camila, cariño —dijo y sonrió a Frank—. Me alegra que hayas subido, Frank. Ahora puedo verte mejor. Había tanto jaleo esta tarde a la salida del concierto...
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Frank le tendió la mano. —Buenas noches, señora Dickinson. Siento haberme retrasado en traer a Camila. Ella y David no terminaron su partida tan pronto como esperaban. —Está bien —dijo mi madre—. ¿No quieres pasar? —No, gracias. Tengo que volver a la parte sur, señora Dickinson. ¿Le importa que recoja mañana a Camila, después del colegio, y la lleve a cenar conmigo? La traeré pronto, así que tendrá tiempo de sobra para hacer sus deberes. —Sí, está bien —dijo mi madre, vacilante—. No sé..., sí, creo que sí, Frank. —Muchas gracias, señora Dickinson. Buenas noches. Buenas noches, Cam. Aunque aún estaba rabiosa por dentro por haber visto salir de casa a Jacques, algo dentro de mí gritó con júbilo: «¡Mañana voy a ver a Frank!» —Buenas noches, Frank —dije en voz alta, viendo cerrarse la puerta tras él. Mi madre me pasó un brazo por los hombros e intentó atraerme hacia ella, pero, al sentir su contacto, me puse rígida. No fue algo que hice a propósito, pero no pude evitarlo. —Cariño —dijo ella—, ven, por favor, a mi habitación y hablemos. Por favor. La seguí a su habitación. Se sentó en el diván, colocó los pies encima de él y se abrazó las rodillas. —Siéntate, cariño, por favor. Me senté en el taburete de su tocador y aguardé. No sabía qué iba a decirme ni yo podía decirle nada. —Tú sabes que he estado esta noche con Jacques —fue una afirmación, no una pregunta. —Sí —dije. —¡Oh, cariño, no me condenes sin...! No soy totalmente mala. Podría sentirme celosa de ti, porque eres joven y cada día estás más guapa, mientras que yo me estoy haciendo vieja y no puedo esperar que mi belleza dure siempre. A mí me ha gustado siempre ser guapa, Camila. Me ha gustado demasiado. Si no hubiera sabido que era guapa, no hubiera esperado nunca que tu padre me quisiera. Si no hubiera sido guapa, habría sido todo lo que Rafferty desprecia. Pero no estoy celosa de ti, cariño, de verdad. En realidad estoy... un poco triste, a veces, probablemente por culpa mía, pero nunca celosa. —Eso no tiene nada que ver con Jacques —dije. Mi madre pareció serenarse un poco. —No, ya lo sé —luego dijo—: Cariño, yo... ¡Oh, cariño! Sé que parece horrible, pero no es tan horrible como parece. —¿Por qué no? —Porque voy a irme fuera y, cuando me vaya, no voy a volver a verle nunca más. Yo no quiero a Jacques, al menos en la forma que quiero a Rafferty, y él lo sabe... Me refiero a Rafferty. —Entonces, ¿por qué ves a Jacques? —Si no lo veo. Quiero decir... ¡Oh, no, cariño! Me asusta verte ahí sentada, mirándome con esos ojos verdes acusadores. Pensé..., creí que debía despedirme de Jacques. —¿Es ésta la primera vez que le ves desde..., desde la noche en que intentaste suicidarte? —¡Oh, cariño, no digas eso...! No creo que pensara de verdad... Esa noche estaba fuera de mis casillas. —¿Pero es ésta la primera vez que le ves desde entonces? —pregunté. —No —dijo mi madre—. No..., no exactamente...; pero casi..., y después..., después de la semana próxima no le volveré a ver nunca más. —Entonces, ¿por qué le has visto esta noche? —Ya te lo he dicho, cariño... Hay ciertas obligaciones... Pensé que le debía, por lo menos, una despedida; después... —Pero, mamá —le pregunté—, si sabías que no le querías, si sabías que a quien quieres es a papá, ¿por qué te empeñaste en verle? Mi madre parecía agotada. Se recostó en el diván. —¡Oh, cariño! —dijo—. Eres demasiado joven para saber nada del amor. No es algo tan..., tan sencillo como tú crees. Es la cosa más..., más horrible del mundo. —Yo no creo que sea sencillo. —Pero tú no lo sabes —dijo mi madre—. Tienes que enamorarte primero para poder comprenderlo. Lo estoy, me dije a mí misma. Estoy enamorada. De pronto comprendí que eso era completa y absolutamente verdad. David lo había sabido desde el principio, pero yo no lo supe hasta entonces, mientras miraba el rostro pequeño e infantil de mi madre, fruncido por la preocupación, recostada en el diván. Puede que fuera complicado el amor, en mayúsculas, pero que yo estuviera enamorada de Frank me pareció, de repente, la cosa más sencilla e inevitable del mundo. —A veces pienso que el mundo marcharía mucho mejor si no fuera por el amor —prosiguió mi madre—, pero sin el amor yo no podría vivir. Tu padre sí podría. Por eso..., por eso somos tan distintos. Él tiene su trabajo, sus edificios. No sabes, cariño, lo
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celosa que me he sentido de esos edificios. He estado muchísimo más celosa de sus edificios que lo hubiera estado de una mujer. Al menos hubiera entendido que un hombre despertara el amor de una mujer. —Pero papá te quiere —dije categóricamente. —Sí —dijo ella—. Lo sé. Pero sólo lo sé de vez en cuando y, entonces, es tan maravilloso que yo..., que quiero..., que necesito saberlo todo el tiempo. Y Jacques... —¿Qué pasa con Jacques? —pregunté con el mismo tono frío que estaba empleando con mi madre y que nunca había empleado con ella antes. —Jacques... ¡Oh, cariño! ¿No ves que no se trata en absoluto de Jacques? Es sólo que Jacques me da lo que quiero que me dé Rafferty. Al principio creí que era Jacques, que le amaba, pero ahora sé que no. Era Rafferty desde el principio. —Mamá —dije entonces, secamente—, dijiste que te ibas fuera; ¿dónde vas? —¡Oh, cariño! Ahora se enfadará Rafferty..., pero, ya que he ido tan lejos, me figuro que tengo que decírtelo. Nos vamos a Italia. —¿Cuándo? —La semana que viene. —¡Pero yo no quiero ir a Italia! —grité. Por un momento, me olvidé de mi madre, de mi padre y de Jacques. Lo único que pensé fue que, si me iba a Italia, no podría ver a Frank. Mi madre se puso a hacer pliegues con el terciopelo rosa de su bata entre los dedos. —Se trata de eso, cariño. Rafferty y yo vamos solos. —¡Ah! —dije, sintiendo un alivio inconmensurable. —Ya ves, cariño —prosiguió mi madre—, hemos hablado mucho de ti, Rafferty y yo. Los dos estamos de acuerdo en que este invierno has cambiado mucho y que Luisa y Frank Rowan no te han hecho mucho bien. —Luisa y Frank no tienen nada que ver —dije. —Pero, cariño, tú has cambiado... y has estado saliendo sin decirnos dónde ibas y regresando a unas horas...; aún no eres bastante mayor... y siempre estás con Luisa, y ahora con Frank... —No se trata de Luisa ni de Frank —repetí. —Pero, cariño, has cambiado —volvió a decir mi madre. «¿No sabes por qué? ¿Sobre todo tú?», pensé indignada. Ella debió entender mis pensamientos, porque se apresuró a decir: —Ya sé que mucho ha sido por culpa mía. Creo que no debería haber tenido hijos nunca. No soy..., no podía haber sido nunca una buena madre. Casi me..., me alegré de perder el niño que tuve después de ti... Fue sólo porque sabía que Rafferty quería otro... —Tú no me deseabas, ¿verdad? —pregunté, aun con aquel tono frío que salía de mi boca, pero que no parecía tener nada que ver conmigo; que no formaba parte de Camila Dickinson. —¡Camila! —gritó mi madre—. ¡No debes decir una cosa así! Yo te quiero..., te quiero más que a mi vida. ¿Cómo puedes decir que no deseo tenerte? —No me refiero a que no quieras tenerme ahora —dije—, sino a que no deseabas tenerme entonces. Mi madre se levantó del diván, vino hacia mí y se arrodilló a mi lado. Me rodeó con sus brazos y comenzó a darme besos rápidos y frenéticos. —Cariño —dijo—. No recuerdo ningún momento, ninguno en absoluto, que no deseara tenerte —apoyé mi cabeza en su hombro y ella prosiguió—: Camila, ¿crees que es tan horrible que tu padre y yo nos vayamos a Italia? Yo..., yo creo que si vamos juntos, todo se arreglará... De verdad, de verdad, creo que todo se arreglará y que nunca volveré a hacerte sufrir como lo he hecho este invierno. Sé que te he hecho sufrir, cariño; ésa fue una de las razones por las que yo... Cariño, yo nunca querría hacerte sufrir. Tú lo sabes. —Lo sé —dije—, y me parece bien que vayáis a Italia. No me importa quedarme en Nueva York. —Pero, cariño, no te vas a quedar en Nueva York. —¿Qué quieres decir? —pregunté, dando un respingo hacia atrás. —Bien, cariño, tu padre y yo..., sé que en parte es culpa mía, porque no he sido la madre que debería haber sido, pero... tú te nos has ido de las manos... y hemos pensado que lo mejor sería que fueras a un buen internado durante el resto del año. —¡No! —dije, y me incorporé con tanta violencia que mi madre perdió el equilibrio y quedó sentada en la alfombra, a mis pies. No intentó incorporarse, sino que se quedó allí, sujetándome el borde de la blusa como si fuera una costurera. —Ya está todo decidido, cariño. Todo —dijo en voz baja. —¿No podríais habérmelo preguntado? —dije abruptamente. Mi madre se incorporó de nuevo sobre las rodillas y pareció estar implorando algo cuando dijo: —Al principio hablamos de llevarte con..., pero luego pensé que sería mejor que fuéramos solos... y, al fin y al cabo, también mejor para ti, cariño. Rafferty lo pensó así también. Pensó que aún no estabas preparada para venir con nosotros y creímos que te encantaría el internado.
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—Yo no quiero irme de Nueva York —dije—. Me gusta el colegio al que voy ahora. Por favor, buscad una institutriz o una señorita, o algo así, y dejad que me quede aquí. ¡Por favor, mamá! —hablaba desesperada y ahora era yo la que suplicaba a ella, arrodillada como estaba en la alfombra. —Pero Camila, hijita —dijo ella—, no puedo hacer absolutamente nada. Me gustaría darte cualquier cosa en el mundo que quisieras, ya lo sabes. Pero Rafferty y... es que ya está todo arreglado. —¿Quieres decir que me enviáis fuera sólo por Frank y Luisa? —En parte es por eso..., pero sólo en parte... Tu padre y yo pensamos que te vendría bien y que te gustaría. La mayoría de las chicas se vuelven locas por ir a un internado. Puede que eso hubiera sido cierto un año antes, o seis meses antes. Pero entonces no conocía a Frank. Entonces no sabía lo que era estar enamorada. Yo no sabía mucho de internados, pero no creía que en ellos hubiera sitio para el amor. Y, desde luego, no había lugar para Frank. Mi madre se puso de pie. —Es muy tarde, cariño. Hace tiempo que tenías que haberte acostado y mañana tienes clases. Intenta hablar con tu padre mañana..., aunque no servirá de nada. Tenía razón. No serviría de nada. Ya estaba todo decidido. Tendría que ir. Le dije «buenas noches» a mi madre y me fui a mi habitación. Me desnudé, me metí en la cama, pero no pude dormirme. Estuve un rato allí, acostada, sintiendo sólo un gran pesar en todo el cuerpo, porque iba a tener que marcharme de Nueva York y, probablemente, Frank no me besaría nunca. Bajé de la cama y me acerqué a la ventana, donde sentí el brusco efecto del aire de la noche y deseos de llorar; de llorar a gritos como acostumbraba a hacer no muchos años antes, cuando aún era una niña. Pero me quedé quieta junto a la ventana, bajé la cristalera y apoyé la frente en el cristal frío, mirando al patio. En el tejado del edificio opuesto al nuestro vi una sombra que se movía y me di cuenta de que era alguien que estaba inclinado en la baranda. A medida que me fui acostumbrando a la oscuridad, vi que era una mujer; en ese momento, extendió los brazos con gesto de desesperación o de rabia y se volvió, alejándose. Se produjo un rectángulo de luz amarilla al abrir la puerta que conducía a la casa y luego volvió otra vez la oscuridad, cuando la cerró tras ella. Permanecí allí un rato más y luego regresé a la cama. Mañana veré a Frank, pensé. Me acosté y pensé en Frank como si yo me encontrara en un océano infinito, asida a un madero. Era la única cosa que evitaba que me hundiera en las aguas frías y oscuras. Detrás de mí no había tierra, y tampoco la había delante, pero el convencimiento de que al día siguiente vería a Frank me mantenía a flote.
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A la mañana siguiente, Luisa no fue al colegio. No está nunca enferma y, por eso, me acordé de ella a intervalos, durante el día, cuando no pensaba en mí misma y en mis propios problemas. Me apresuré a ir al guardarropa en cuanto terminaron las clases. Frank me esperaba a la puerta. El corazón me dio un brinco al verle porque, aunque no le esperaba, pensaba que a lo mejor estaba allí..., aun cuando sabía que en su colegio terminaban más tarde que en el nuestro. —Hola —dijo. —Hola —dije—. ¿Qué le ha pasado a Luisa? —me asustó ver su aspecto, inusualmente serio. Frank me cogió de la mano y comenzamos a andar por la calle. —Mona retuvo hoy a Luisa en casa para hablar con ella. No sé exactamente de qué, pero la verdad es que anoche hubo una trifulca tremenda en casa. Espero que no te veas envuelta nunca en una cosa como ésa. No es que Luisa o yo tengamos nada que ver con ello, pero cuando Mona y Bill discuten, en la vecindad nadie puede conciliar el sueño. Sea como sea, no fui esta tarde a trigonometría, porque quería hablar contigo. La empresa donde trabaja Bill quiere trasladarle a Cincinnati. —¡Oh! —exclamé, con el corazón encogido, esperando que Frank continuara contándome. —No sé si va a ir o no. Creo que supone una buena subida de sueldo y, desde luego, nos vendría bien, sólo que eso implica que Mona debe dejar su trabajo en la revista y ella no quiere dejarlo. Asentí. Sabía que la revista significaba para Mona algo más que un trabajo; era una especie de símbolo. —Yo creo que Bill debería ir a Cincinnati —prosiguió Frank—. Su trabajo..., bueno, hasta ahora no ha sido nada del otro mundo. Puede que con lo que gana pague la comida y el alquiler de la casa, pero desde luego no le da para más. Mona paga nuestros colegios; a veces pienso que lo hace sólo para fastidiar a Bill y para que se dé cuenta de que él no puede hacer frente a los gastos de sus propios hijos. Luisa y yo podríamos haber ido perfectamente a una escuela pública. Mona paga nuestra ropa y, por supuesto, las suyas, y cuando le compra una camisa, una corbata o un pijama a Bill, ya se encarga ella de recordarle que, si no fuera por ella, no tendría nada suyo. Encuentro repugnante poner a un hombre en esa situación, pero a Mona le vuelve loca hacerlo. Frank hablaba con voz tranquila y desapasionada y, de nuevo, tuve la impresión de estar aprendiendo algo de él; algo que yo debería intentar poner en práctica respecto a mis padres, pensando en ellos con la misma objetividad cariñosa. Porque no cabía la menor duda de que Frank quería a Mona y a Bill. —A veces creo que hay algo diabólico en Mona que la obliga a hacer cosas que sólo consiguen agraviar más a Bill —dijo—. Sea como sea, creo que debería irse a Cincinnati y llevarse a Mona con él. —¿Y qué pasaría contigo y con Luisa? —pregunté. —Bueno, supongo que tendríamos que irnos también. Yo no quiero, pero creo que se lo debemos a Bill. —Yo también me voy fuera —dije en voz baja, con la vista fija en la acera, y tuve la impresión de que todo se había acabado, de que en el momento en que comenzaba a vivir todo lo que me interesaba estaba llegando a su fin. —¿Tú? ¿Adónde? —preguntó Frank, sobresaltado. Seguí mirando la acera. —Mi madre y mi padre se van a Italia durante el resto del invierno y a mí me mandan a un internado. —¿Cuándo? —preguntó Frank. —Pronto. Creo que la semana que viene. Frank dijo lo que yo había estado pensando. —El invierno acaba de empezar y ahora, de repente, casi se ha acabado. O se ha detenido y tenemos que empezarlo de nuevo en algún otro sitio. A mí me gustaba cómo había empezado aquí. Me gustaría no tener que cambiar. —A mí también —murmuré, porque estaba a punto de echarme a llorar. Frank echó los hombros hacia atrás y se irguió.
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—Bueno, si tienes que irte la semana que viene, nos queda ésta. Vamos a hacer que sea una semana maravillosa, Cam. Nos veremos todos los días, ¿de acuerdo? Vamos a hacer que sea la semana de Camila y Frank. —Sí —dije, sintiéndome de nuevo feliz. Tanto si Mona y Bill se llevaban a Frank y a Luisa a Cincinnati, como si mis padres se iban a Italia y me enviaban a mí a un internado, Frank y yo teníamos una semana para estar juntos. Y no sólo tendríamos una semana para nosotros, sino que había sido idea de Frank. Puede que se fuera de Nueva York para siempre, pero era conmigo con quien quería pasar su última semana. Me sentía tan feliz, que me entraron ganas de echar la cabeza hacia atrás y cantar a pleno pulmón, con la alegría de un gallo saludando la mañana. —¿Qué hacemos, Cam? —preguntó Frank—. No tengo mucho dinero, así que no podrá ser nada extraordinario, pero podíamos coger el ferry de Staten Island. Es una de las cosas típicas. —Sí, vayamos —dije. —¿Has leído a Edna Saint Vincent Millay? —preguntó—. Debía haber pensado que te gustaría. Yo ya la he superado, pero hay una cosa de ella que viene muy a propósito. Éramos muy jóvenes, nos sentíamos muy felices y paseamos toda la noche, de un lado a otro, en el ferry. Nosotros sólo haremos un recorrido de ida y vuelta y luego pensaremos otra cosa que hacer. Me gustaría poderte invitar a dar un paseo en uno de esos coches de pescante trasero de Central Park, pero me temo que no puede ser. —De todas formas, prefiero pasear en el ferry —dije, aunque me hubiera encantado dar un paseo en uno de esos coches de caballos con Frank.
Era un día gris, con niebla muy baja y, cuando llegamos al ferry, comenzaba a oscurecer. Caían algunos copos aislados de nieve, pero, realmente, no estaba nevando. Frank y yo nos dirigimos inmediatamente a proa y nos quedamos de pie, contemplando el agua. Se veía, por su aspecto, que era muy profunda, tanto que podían navegar por ella grandes barcos de vapor. Era de un color gris acerado y las pequeñas olas tenían, en cierto modo, la calidad del metal. Soplaba un viento desapacible y me subí el cuello del abrigo. —¿Tienes frío? —me preguntó Frank—. ¿Quieres que vayamos dentro? —No, no. Prefiero quedarme aquí fuera. El ferry se puso en movimiento, con una sacudida brusca que me lanzó contra Frank. Me rodeó la cintura con un brazo y permanecimos así, mientras el ferry comenzaba a surcar las oscuras aguas grises. La niebla se iba espesando a medida que avanzábamos y no veíamos nada, excepto el agua; al rato, cayó sobre nosotros una espesa y blanca manta de niebla; debíamos haber salido a alta mar y no divisábamos nada delante de nosotros. Por detrás, la silueta de Nueva York iba desapareciendo entre la niebla. Era como un espejismo o una ciudad encantada de un cuento de hadas, que iba desapareciendo para siempre en la niebla. Frank retiró el brazo de mi cintura y dijo: —¿Sabes una cosa sobre Dios, Cam? —¿Qué? —pregunté asombrada. —Debes saber que lo que necesitamos es un nuevo Dios —no dije nada, por lo que, tras un instante, prosiguió—: Quiero decir que lo que necesitamos es un Dios en el que podamos creer de verdad, gente como yo, o David, o tú, o tus padres. Fíjate en los avances científicos que se han producido desde... Oh, bien, desde que nació Cristo, si quieres fijar una fecha. Mira cómo han cambiado los transportes y las comunicaciones. El telégrafo, el teléfono y la televisión. Son cosas nuevas y hace unos pocos miles de años no podríamos, ni siquiera, haber pensado en ellos, pero ahora no podemos pasarnos sin ellas. Y fíjate en Dios. Dios no ha cambiado nada desde que Jesús le dio imagen, con una larga túnica blanca y largas barbas. Cuando nació Jesús, sólo unos años antes de que se iniciara la era cristiana, era el momento justo para que alguien concibiera un nuevo Dios y tener el valor de comunicar su descubrimiento al resto del mundo. Y ahora, lo que necesitamos es un nuevo Dios. El que la mayoría de la gente venera en las iglesias y en los templos no ha variado desde los tiempos de Cristo. Su imagen se ha deteriorado. Mira lo que le sucedió a la Iglesia en la Edad Media. ¡Tanta discusión para saber cuántos ángeles cabían en la punta de una aguja! Por fuera, terciopelo y oro, y por dentro, decadencia. Y luego los Victorianos. Quisieron volver a representar a Dios con túnica blanca y barba. Esa clase de Dios no es buena hoy. No puedes culpar a Mona por no creer en Dios. Necesitamos un Dios apropiado a la era atómica. Se detuvo un momento, mirando el agua a través de la niebla y luego dijo: —Oye, puede que todo esto suene terriblemente pretencioso, pero no es mío. La mayor parte es de David. Pero yo he pensado algo que creo que es bueno, sólo que no creo realmente en ello. Si creyera en ello, pienso que sería la explicación más lógica de las cosas. A mí me satisfaría, pero justamente porque yo lo he imaginado, no puedo confiar en ello. ¿Sabes, Camila? Vivimos en un bonito y pequeño planeta asqueroso, en una pequeña constelación de segunda categoría en la cola del universo. —Sí, lo sé —dije. —Y cuando piensas en los millones de estrellas que pueden ver los astrónomos y en los millones que debe haber, más allá del alcance del telescopio más gigantesco que haya podido inventarse nunca, ¿quiénes somos nosotros para afirmar que no hay estrellas o planetas con vida e, incluso, con vida mucho mejor que la nuestra? ¿Por qué tiene que ser la tierra, que, como antes dije, es..., bueno, ni siquiera de segunda categoría, o aun menos que eso... ¿Por qué tiene que ser la tierra el único planeta habitado,
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cuando ni te puedes imaginar la cantidad de estrellas y constelaciones que se extienden en el infinito, sin un límite, eternamente? Lo que quiero decir es que, si te fijas, el espacio se prolonga sin fin. ¿Se acaba de la forma que dice Einstein? Y si se acaba, ¿qué hay más allá? Por eso, la teoría que yo me imaginé es ésta: creo que nadie consigue jamás una oportunidad para terminar en la tierra su cielo. Y, aún en el supuesto de que exista el cielo, nadie es lo suficientemente bueno al final de su vida en la tierra como para poder ir al cielo. En primer lugar, no hemos adquirido suficientes conocimientos y no creo que sea justo por parte de Dios que nos dé un cerebro para hacer preguntas si no nos da la posibilidad de contestarlas. Así que pensé que, cuando morimos, quizá vamos a otro planeta, al más próximo en la escala. Puede que allí consigamos mejores cerebros, que nos permitan aprender y comprender algo más que cualquiera de la tierra, incluso alguien como Einstein. Y, quizá, conseguimos también otro sentido. Me refiero a que, a lo mejor, antes de nacer en la tierra estuvimos en otro planeta en el que nadie viera. Si todos naciéramos ciegos, si no tuviéramos un sentido como el de la vista, no tendríamos la más ligera idea de lo que era. No podríamos imaginárnoslo ni en el más descabellado de los sueños. Así que puede que en el próximo planeta haya un nuevo sentido, tan importante como la vista, o, incluso, más importante aún, pero que no podemos imaginarlo ahora, como no podríamos imaginarnos lo que es la vista si no la conociéramos. Y luego, cuando hubiéramos terminado en ese planeta, iríamos a otro y así sucesivamente, a lo largo de cientos, o miles, o incluso millones de planetas, aprendiendo y desarrollándonos, hasta que, finalmente, conozcamos y comprendamos todo— absolutamente todo— y quizás entonces estemos preparados para ir al cielo. —Supongo que, cuando uno está preparado para ir al cielo, deja de preocuparle el ser un individuo. Y no creo que pueda dejar de preocuparme ser un individuo aislado, a menos que haya vivido billones y billones de años y conozca y comprenda, de verdad, todo. Con eso quiero decir que, entonces, puede que esté preparado para llegar a Dios. —Creo que eso es maravilloso —exclamé—. Es fantástico, Frank. No es difícil creer en una cosa así. Pienso que lo creería cualquiera. ¿Se lo has contado a Luisa? —¿A ella? —preguntó Frank, desdeñosamente—. Diría que estaba harta de oírme dándome importancia y de la teoría que estaba tramando para seguir dándome importancia. Y no lo pienso así. —Frank —dije—. ¿Le has..., le has hablado a David de ello? —Sí —dijo Frank—. Sí, David fue muy amable. Le gustó la idea, pero puedo asegurarte que no creyó en ella. Puede que él pensara también que intentaba lucirme. No lo sé. Estuvo muy amable y... tristón. Empezábamos a divisar Staten Island, que surgía de la niebla. Frank dijo: —Se lo conté a Pompilia Raccioli y se rió. Estuvo riéndose hasta que se le saltaron las lágrimas. Tú eres la única persona a la que parece haberle interesado. —A mí me interesa —le dije—. Me interesa enormemente. El ferry se aproximó al embarcadero de Staten Island y Frank me cogió con fuerza del brazo para ayudarme a desembarcar. —¿Quieres tomar un perrito caliente o alguna otra cosa? —preguntó Frank. Yo no tenía hambre y negué con la cabeza. —No, pero toma tú algo si quieres. —¿Quién, yo? ¿Crees que podría comer algo? —Frank se volvió hacia mí y elevó su tono de voz—. ¿Crees que puedo comer cuando en el momento que naces estás condenado a muerte? ¿Cuando miles de personas mueren por minuto, sin haber tenido siquiera una oportunidad para empezar a vivir? La muerte no es agradable. ¡Es... es la negación de la vida! ¿Cómo nos pueden dar la vida si, al mismo tiempo, nos dan la muerte? La muerte no es agradable —repitió Frank con voz alterada y enrabietada—. ¡Odio la muerte! ¡La odio con todas mis fuerzas! ¿Y tú crees..., crees que puedo comer? Me miraba como si me odiara. Introdujo una moneda en la ranura y me hizo pasar, delante de él, a la cubierta del ferry de Nueva York y se quedó parado, con los brazos cruzados, con rabia enconada y apasionada. No me miró ni dijo nada. Una vez en que el ferry golpeó contra una ola y fui lanzada contra él, se apartó como si le repeliera. Le había oído comentar a Luisa las manías de Frank y supuse que ésta era una de ellas, pero me asustó. Me quedé junto a él, pero a tantos millones de millas de distancia como los planetas de que había estado hablando y procuré no tiritar. Tiritaba, no de frío, sino a causa de Frank. En cualquier caso, no había elección posible. No podía mantener por más tiempo, ni siquiera a mí misma, que no iba a hacerme mayor durante algún tiempo aún y que seguiría siendo una niña durante un poco más. Dejar de ser una niña me daba miedo, pero ahora tenía que dejar de serlo, porque sabía que, si amaba a Frank, no podía ser más una niña. Una repentina ráfaga de viento me arrancó la boina de la cabeza y la lanzó al mar. Frank no pareció darse cuenta y yo sabía que si gritaba: «¡Oh, mi boina!», o algo así, se enfadaría aún más. Así que me quedé quieta a su lado y dejé que el viento me echara hacia atrás el pelo, casi cortándome la respiración. Frank seguía a mi lado, enrabietado, y yo, asustada. Más tarde, a medida que empezaron a divisarse las torres de Nueva York a través de la niebla, noté que Frank comenzaba a serenarse. Su tensión fue decreciendo y, de improviso, dijo con voz casi jovial: —Camila, ¿sabes que hay algo enormemente excitante en Nueva York, aunque hayas nacido y crecido en ella? —Creo que es, incluso, más excitante si has nacido y crecido en ella. Pienso que es el lugar del mundo más interesante para vivir —dije, aún impresionada por el enfado de Frank, aun cuando se hubiera tranquilizado ya.
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Desembarcamos del ferry y empezamos a andar por las calles de la parte baja de la ciudad. Estaban llenas de gente que abandonaba el distrito de los negocios y se disponía a regresar a sus casas; el siguiente ferry iría mucho más abarrotado que el que acabábamos de dejar. Soplaba un viento cortante y hubiera preferido que mi boina estuviera en mi cabeza fría, en lugar de estar en las aguas frías. Frank me cogió del brazo y nos adentramos por las calles, en las que la multitud iba decreciendo y llegamos a una calle tranquila en la que sólo había un par de personas que andaban apresuradamente, con la cabeza baja para resistir el embate del viento. Caminaba junto a Frank y mi buen humor se había esfumado; me entraron ganas de decirle: «Di algo animado», aunque no sabía qué era lo que podría decir. Frank y Luisa se irían a Cincinnati y yo a un internado y todo se habría terminado. Todo, pensaba, por culpa de Jacques, olvidando en medio de mi tribulación que Jacques no tenía nada que ver con Cincinnati; todo porque mi padre no..., no sabía a ciencia cierta qué era lo que él no había hecho y debería haber hecho, aunque sabía que era algo; todo, porque mi madre, una tarde en que estaba llorando y sollozando, había intentado estúpidamente cortarse las venas. ¿Y para qué?, porque yo sabía que mi madre no deseaba morir. —Frank —le pregunté—. ¿Qué pensarías de alguien que intentara suicidarse? —una violenta ráfaga de aire casi ahogó mis palabras en la garganta, como si fuera mejor que no las hubiera pronunciado. Frank me aferró con ambas manos. —Camila, no irás a... —No, no se trata de mí —dije—. No estoy hablando de mí. —Pero te refieres a alguien en concreto —sentenció llanamente Frank. —Bueno..., no podemos hablar de nadie, ¿no? Frank seguía sujetándome por los brazos. Me miró severamente a los ojos. —Creo que es un pecado imperdonable, Camila. Si Dios nos dio la vida, no puede querer que dispongamos de ese regalo que nos ha dado. El suicidio es la muerte. —¿Crees que nunca está justificado? —Sí —dijo Frank, y luego añadió—: Bueno, no lo sé, Camila. Estás hablando de David, ¿no? —No. —Porque yo no creo que sea bueno para él, ni tampoco que lo haga. —No me refería a David —dije. El viento pasaba a través de mis ropas y el frío me llegaba hasta los huesos. Por mis venas parecía correr el viento y no la sangre. —La forma en que murió el hermano mayor de David..., supongo que, en cierto modo, fue un suicidio. Murió por salvar al resto de su grupo. Mira, Camila, todo lo que sé es que no hay una sola respuesta para cada pregunta. ¿Por qué me has preguntado lo del suicidio? —No..., no lo sé —dije. —Cam, no quiero parecer un entrometido, pero..., pero me preocupas cuando hablas de esas cosas. —Se trata de mi madre —dije, finalmente, y el viento me hizo tiritar—. Lo intentó... hace un par de semanas. —¡Cam! —exclamó Frank, clavando sus dedos en mis brazos. —Frank —dije—. No comprendo a las personas mayores. No comprendo a mi madre ni a mi padre. Veo ciertas cosas y recuerdo otras, y todo ello me llena de confusión. —Lo sé —dijo Frank—, lo sé, cariño —era la primera vez que me llamaba otra cosa que no fuera Camila o Cam. Fue esa palabra, cariño, una palabra tan corriente y tan usada, la que de pronto parecía como si no hubiera sido empleada antes, como si David no la hubiera pronunciado nunca, ni mi madre, ni Luisa con su tono sarcástico. Ahora era una palabra completamente nueva, nacida cuando la pronunció Frank en la calle barrida por el viento y fue como una caricia; a pesar del frío, noté el mismo calor interno que cuando David me pasó la mano por el pelo y sentí deseos de abrazarme a Frank y decirle: «¡Oh, Frank, bésame, bésame!» Pero Frank retiró las manos de mis codos y se las metió en los bolsillos del abrigo. —Algunas veces —dijo— me ha preocupado enormemente que Mona intentara suicidarse. De noche, cuando Luisa y yo la oímos llorar, he temido que, en un momento de ofuscación, tomara una decisión desesperada, pero no lo ha hecho nunca. Reanudamos la marcha. El calor interno había desaparecido y me dolían los pies, los dedos de las manos y las orejas, a causa del frío. Pasamos ante una iglesia y Frank dijo: —Estás helada, ¿no? Entremos un minuto y así podrías entrar en calor. Era una iglesia pequeña y el aire era denso y grisáceo, y la luz, mortecina y también grisácea. Entramos y nos sentamos en un banco. Estar en una iglesia con Frank era muy diferente a estar con mi madre o mi padre, o con Binny o con la niñera que me llevaba cuando yo era pequeña. Estar en la iglesia con Frank era sentirse más cerca de Dios, en la casa de Dios, de lo que me había sentido jamás antes. Estuvimos sentados un buen rato y empecé a entrar en calor y a sentirme feliz de nuevo. No sé en qué estaría
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pensando Frank, pero yo pensaba en lo que él había dicho de ir pasando por los diferentes planetas, aprendiendo, desarrollándonos y mejorando, y lo encontré justo y sentí, también, la sensación de que Dios estaba allí, en Su casa. Miré a mi alrededor. Aunque no se oficiaba ningún servicio religioso, había en el ambiente un persistente olor a incienso y la luz que llegaba a través de unas vidrieras de colores era viva y cálida, y no tenía nada que ver con la luz grisácea del exterior. En una ocasión, Frank se inclinó hacia mí y susurró: —Camila, si la gente puede hacer cosas tan hermosas como las iglesias, ¿por qué no pueden creer en un Dios digno de una iglesia? —No lo sé —respondí en un susurro. —Puede que David tenga la respuesta correcta —dijo Frank—. Una vez me leyó algo de Montaigne que no he podido olvidar nunca. «¡Oh, hombre insensato, que posiblemente no puede hacer un gusano y, sin embargo, hace dioses por docenas!» Pero fíjate en Jesús. No creo que Montaigne se refiriera a Jesús. —No —dije. Volvimos a quedarnos en silencio. En una ocasión miré a Frank y su rostro estaba muy serio y me pregunté si estaría rezando. Yo, en realidad, no rezaba. Le pedía sin cesar a Dios que las cosas fueran siempre igual que entonces para Frank y para mí; que siempre nos conociéramos el uno al otro. Nos levantamos para irnos y, al llegar a la puerta, entró una señora de pelo canoso, que llevaba un costoso abrigo de piel, que dijo al verme: —¡Oh, querida! ¿Has estado en la iglesia sin sombrero? —Sí —dije, acordándome de mi boina roja, hundida en el puerto de Nueva York. —Pero tú debes saber que no se puede entrar en una iglesia sin llevar la cabeza cubierta, querida —dijo la señora—. ¿No te lo ha enseñado tu madre? —Sí —dije, notando que Frank se ponía rígido. —Siento mucho —dijo Frank con voz inicialmente alta, que luego bajó hasta alcanzar un tono grave— que usted ponga reparos a que la señorita Dickinson entre en una iglesia sin sombrero. Sin embargo, estoy seguro de que Dios no pone reparo alguno y, al fin y al cabo, eso es lo que cuenta —y me arrastró fuera. La ira de Frank, tan ridícula, tan ruda y tan justa, me pareció graciosa y empecé a reírme entre dientes. No quería mirarle, por miedo a que se enfadara más, pero mis risitas se fueron convirtiendo en carcajadas y al instante oí a Frank riéndose también; así bajamos por la calle, riéndonos a carcajadas, hasta que se nos saltaron las lágrimas y empezamos a tambalearnos como si estuviéramos borrachos. Y entonces, en la calle vacía, Frank me rodeó con sus brazos y se juntaron nuestras mejillas; se desvanecieron nuestras risas y permanecimos fuertemente abrazados, como si tuviéramos miedo de que viniera alguien a separarnos. Sentí la mejilla de Frank, fría y ligeramente áspera, contra la mía y pensé que, si se separaba de mí, me caería al pavimento y no podría volver a levantarme hasta que él me incorporara. Nos separamos lentamente y reanudamos el camino. No hablamos durante varias manzanas y luego dijo con voz aterida: —Ahora tenemos que ir a comer y luego tendré que llevarte a tu casa, porque si no, no nos dejarán que pasemos el resto de la semana juntos. Iré a buscarte mañana después del colegio. Si nos vamos a ir a Cincinnati, no importa que pierda ahora algunas clases. De todas formas, no me importa. Voy a decirle a Bill que me deje cinco pavos. Nunca le he pedido nada, pero ahora lo voy a hacer. —Frank —dije—. Nunca me gasto mi asignación y he ahorrado mucho. Por favor, deja que te preste yo los cinco dólares. Preferiría que me los pidieras prestados a mí, que no a Bill. No dijo nada y temí que se hubiera enfadado de nuevo, pero, finalmente, me cogió la mano. —Está bien, Cam. Gracias. Yo también prefiero que me los prestes tú en lugar de Bill. Pero es sólo un préstamo, entiéndelo bien. —Lo entiendo, Frank —dije. —Mañana podríamos ir al Planetario. ¿Te gustaría? —Sí —dije—. Quiero ir contigo al Planetario. —Yo quiero hacer todo contigo —dijo Frank—. Eres la única persona en el mundo por la que he sentido eso. Cam, jamás he hablado con nadie como hablo contigo. No me ha apetecido nunca. ¡Cuánto tiempo hemos desperdiciado! Nos conocemos desde hace sólo dos semanas. ¿Por qué no nos hemos conocido antes? —No lo sé. —Ha sido Luisa —dijo Frank—. Por supuesto que ha sido Luisa. Es la persona más dominante que he conocido nunca. Es más dominante aún que Mona. Fíjate en sus muñecas. La única razón por la que no se desprende de ellas es que constituyen algo que le pertenece en exclusiva y no soportaría tener que compartir algo que le pertenece. Por la forma en que hablaba siempre de ti, parecería que ella te había forjado. Y debo añadir que hizo que parecieras tonta. Si lo hubiera sabido, habría hablado contigo para saber cómo eras de verdad. ¡Oh, Cam! Me gustaría tener veintiún años. La verdad es que los padres pueden estropear nuestras vidas, ¿no? Si no fuera por los padres, ni yo tendría que irme a Cincinnati, ni tú a un internado. Cuando ellos se ven envueltos en
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algún problema, no creo que piensen para nada en nosotros. Sólo somos algo de lo que pueden disponer, como sus muebles o sus ropas. Me figuro que Mona cargará sus muebles en un camión, meterá sus ropas en baúles y a Luisa y a mí nos meterá en un tren, y eso será todo. A nadie le importa si Luisa y yo queremos irnos de Nueva York y ver nuestras vidas hechas trizas. Si fuéramos sólo un poco mayores, diría que se fueran al diablo y nos casaríamos, pero no puede ser. Entremos aquí a comer y luego te llevaré a tu casa. Ninguno de los dos dijimos nada mientras comíamos ni mientras volvíamos a casa. Ya en la puerta, Frank me cogió las manos y las apretó con fuerza. —Hasta mañana, Cam —dijo, y se fue.
Subí y pensé que había sido el día más maravilloso que había pasado nunca, y cuando me acordé de la forma en que Frank y yo nos habíamos abrazado en la calle desierta, me flaquearon las piernas. Sólo cuando estaba en la cama caí en la cuenta de que no me había besado.
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Al día siguiente fui al colegio con casi una hora de antelación, porque pensaba que eso me acercaba más al momento en que vería de nuevo a Frank, y no me parecía vivir hasta que terminaran las clases. No me imaginaba que un día pudiera transcurrir tan lentamente. Había leído de minutos que parecían horas y, hasta ese día, creía que era una exageración; un minuto era un minuto, incluso en la sala de espera de un dentista, y eso no tenía vuelta de hoja. Ese día me di cuenta de que ese tiempo tenía muy poco que ver con el reloj; es algo que sientes dentro de ti. Cada minuto de esa mañana se me hizo interminable; era como andar por un largo pasillo que sólo tuviera una luz mortecina en la distancia para indicar que tenía un final. Sin embargo, cuando estaba con Frank, una hora pasaba como una hoja desprendida de un árbol que cae al suelo. Esa mañana estaba como ausente. Miré el pupitre vacío de Luisa y me pregunté cuándo se irían a Cincinnati y si estaría ayudando a Mona a preparar el equipaje; cuando me llegó el momento de intervenir en clase, lo hice estúpidamente y la señorita Sargent me preguntó si me encontraba bien. En el momento en que sonó el timbre por última vez, corrí al guardarropa y agarré el abrigo y una vieja boina roja que me había dejado mi madre hasta que me comprara una nueva. Cuando salí a la puerta del colegio, estaba jadeante, en parte por mi apresuramiento y en parte por el nerviosismo que me embargaba. Frank no estaba allí. Mi corazón se paralizó un instante. Procuré dominar mi temor, diciéndome que era una estúpida, que el día anterior no me había dado tanta prisa y que me había entretenido más en el guardarropa y que Frank llegaría en seguida. Miré a un lado y a otro de la calle, pues no sabía por qué dirección vendría, y creí verle en varias ocasiones, pero unas veces era alguien mayor o más joven, otras alguien más bajo o más gordo, de pelo oscuro o rubio, pero no Frank. Me dije luego que quizá no habría podido dejar su última clase como el día anterior. Al fin y al cabo, no es tan fácil saltarse una clase. Incluso podrían haber notado su ausencia el día anterior y habrían extremado la vigilancia para que no pudiera volver a repetirlo. Ésa me pareció una explicación lógica de porqué no estaba esperándome y me recosté en el edificio dispuesta a esperarle. Salieron una tras otra las demás chicas y se fueron, no sin decirme adiós y preguntarme si estaba esperando a alguien. Les dije adiós a todas ellas, aunque me di cuenta de que la voz se me quedaba en la garganta. —Adiós, adiós —decía, mirando impacientemente la calle. La señorita Sargent fue la última en salir y se detuvo al verme. —¿Estás esperando a alguien, Camila? —Sí, señorita Sargent. —¿Seguro que te encontrabas hoy bien? Parecías muy inquieta. —No, señorita Sargent, me encuentro bien, gracias. —¿Qué pasa con Luisa? ¿Algún enfriamiento? —No. Creo que su familia va a trasladarse a Cincinnati y probablemente esté ayudando a su madre a empaquetar las cosas. —¿Sí? —dijo la señorita Sargent—. Es raro que la señora Rowan no nos haya comunicado nada. Mandó una nota diciendo que Luisa faltaría un par de días, pero eso fue todo. Bueno, no estés demasiado tiempo con el frío que hace. No vayas a coger uno de esos enfriamientos que parece tener todo el mundo. Cuando se fue, suspiré aliviada. Aguardé en la calle hasta que me empezaron a castañetear los dientes. Regresé al guardarropa y esperé junto a la ventana, desde donde dominaba la calle, hasta que el hombre de la limpieza asomó la cabeza por la puerta y dijo: —Lo siento, señorita, pero no se puede estar aquí a estas horas. Siento tenerle que decir que se vaya. Estuve un rato más en la calle y, por último, comprendí que Frank no iba a ir. Caminé hasta una farmacia y me dirigí a la cabina telefónica.
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—Carter —pregunté—. ¿Me ha llamado alguien? ¿Hay algún recado para mí? —No, señorita —dijo Carter—. Sólo ha llamado el señor Nissen a su madre. Percibí su maldad. —Gracias —dije, y colgué. Me encaminé entonces a la calle Novena. No quería ir a buscar a Frank luego de haberme dado plantón sin decirme una palabra, pero no pude evitarlo. Pulsé el timbre del piso de los Rowan y, tras abrirse la puerta, subí las escaleras. Oscar se puso a ladrar, pero no le regañó nadie, ni nadie se asomó a la barandilla para preguntar quién era. La puerta del piso estaba abierta y Luisa y Mona estaban de pie en el centro de la habitación con aspecto, en cierto modo, desorientado, como si fuesen extraños en un lugar remoto. Me quedé en la puerta, mirándolas y ellas me miraron sin decir nada, hasta que yo pregunté: —¿Dónde está Frank? Los ojos de Luisa relampaguearon y me contestó con voz que recordaba la de Carter diciéndome que sólo había llamado Jacques a mi madre. —Se ha ido —dijo. —¿Se ha ido? —pregunté atontada, como un eco. —Con Bill —dijo Luisa—. A Cincinnati. Se fueron esta mañana. —¡Oh! —exclamé. Mis ojos recorrieron la habitación, como si por mirar detenidamente pudiera hacer que apareciera Frank en un rincón. Me quedé quieta, incapaz de moverme. Hasta que Luisa dijo: —Bueno, te veré mañana en el colegio —y a continuación añadió, como contestando a una pregunta—: Mona y yo no vamos a Cincinnati. Nos quedamos aquí. —¡Oh! —exclamé de nuevo. Mona se dio la vuelta, con gesto impaciente y enfadado, pero Luisa se quedó mirándome con una sonrisa, que más bien parecía una mueca horrible, hasta que, finalmente, me volví y salí de la habitación, camino de las escaleras. Las bajé y, casi llegando a la puerta, oí las pisadas de Luisa que bajaba a todo correr las escaleras y al llegar abajo se arrojó en mis brazos; estuvo a punto de tirarme al suelo y se echó a llorar. Permanecimos abrazadas y Luisa se puso a llorar sonoramente, acompañada de sollozos tan desgarradores que parecía que iba a romperse en mil pedazos. En ese momento se abrió la puerta y entraron dos mujeres, que nos miraron con curiosidad. Luisa se separó de mí, cesaron de golpe sus sollozos ante la presencia de las mujeres y subió corriendo las escaleras delante de ellas. Me quedé en el vestíbulo hasta que escuché los ladridos de Oscar al llamar Luisa a la puerta; cesaron los ladridos y la puerta se cerró tras ella. Salí de la casa y me encaminé hacia la Sexta Avenida. Me hubiera echado a llorar como Luisa, pero mantuve el control férreo para no hacerlo. Los ojos me picaban de lo secos que estaban y el viento cortante de diciembre que soplaba, procedente del Hudson, me abrasaba el rostro. No sabía qué hacer o dónde ir. No podía ir a casa. Mi madre creía que estaba fuera con Frank y sabía que no podría soportar sus preguntas ni, lo que sería infinitamente peor, su conmiseración. Finalmente opté por dirigirme hacia el oeste, al Central Park, al obelisco donde me había reunido con Frank. Era casi de noche. Las madres y niñeras que quedaban se llevaban a los niños a sus casas para cenar; algunos chiquillos seguían aún jugando por allí. El cielo presentaba una tonalidad, en parte azul y en parte verde, y parecía estar iluminado por dentro por una extraña radiación; las ramas de los árboles, delicadamente entrecruzadas, destacaban contra él. En los escasos charcos de los laterales de los paseos, el hielo que se estaba formando creaba un delgado encaje de blonda. Me acordé entonces de David. Quizá pudiera ayudarme.
Sin embargo, cuando llegué a la calle Perry estuve a punto de no pulsar el timbre de su casa. No tenía ganas de hablar con nadie. Pero en ese momento, justamente cuando había decidido marcharme, levanté la mano y pulsé el timbre. Al cabo de un momento, la señora Gauss abrió la puerta y no pareció muy contenta de verme. Se quedó en la puerta, sin decir nada, mirándome con cara de pocos amigos, hasta que le dije: —¿Puedo ver a David, por favor? —Creo que es mejor que no le vea. No la espera, ¿verdad? No me ha dicho nada. —No —dije—, pero... —No le gusta que venga gente inesperadamente —dijo—. Quiere saberlo de antemano. —Lo siento —dije, y me volví para irme. Se oyó entonces la voz de David. —Ma, ¿con quién estás hablando? —Es la administradora —dijo ella—. No te preocupes, Davy. Miré a la señora Gauss con la boca abierta.
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—Pero... —empecé a decir. —Si es la señora Tortaglia —dijo David—, quiero verla. —No puede ahora. Está muy ocupada —respondió la señora Gauss. —¡Dile que entre! —gritó David con voz enfadada. La señora Gauss hizo intención de empujarme hacia la salida, pero yo estaba indignada, así que la esquivé y me dirigí a la habitación de David. David estaba en su silla y cuando me vio dijo: —La señora Tortaglia, ¿eh? Me lo figuraba. La señora Gauss me había seguido hasta la puerta y se quedó detrás de mí, con expresión feroz en su rostro. Yo estaba asustada, pero mi rabia y la necesidad que sentía de hablar con David eran superiores a mi miedo. —De acuerdo, Ma —dijo David—. Nunca has sido buena embustera. Camila no me va a cansar. Ve a la cocina y anímate con un vaso de vino. Me lanzó otra mirada enfadada y se marchó. —Lo siento, cariño —dijo David—. No te enfades con ella. Pensaba que era mejor no dejarte entrar. Después de marcharte el domingo tuve lo que podría llamarse una recaída. Caí en un estado depresivo que ella creyó que acabaría conduciéndome a la locura o al suicidio. Acabo de salir de él y, puesto que me sucedió después de estar tú aquí, cree que fue por culpa tuya. Siento que no haya estado amable contigo, pero no la juzgues demasiado duramente. —No debería haber venido —dije—. Yo sólo... David cerró el libro que había estado leyendo y lo dejó en la mesita que tenía al lado. —Me quiere demasiado, eso es todo —dijo—. Quiere protegerme y no le entra en la cabeza que lo último que quiero es protección. Me encanta que hayas venido esta noche, Camila. Me vendrá bien. No me hará caer en uno de esos horribles estados de melancolía. En cualquier caso, lo que me pasó no fue culpa tuya. Sólo fui yo, yo mismo y únicamente yo, uno de los tríos más repugnantes que he conocido —me miró fijamente—. ¿Qué pasa? ¿Te ha asustado mi madre? —No —dije—. No es eso. —Algo te ha disgustado, ¿qué ha sido? —Es sólo... —comencé a decir, pero no podía decirlo. No podía decirle que Frank se había ido sin decir una sola palabra. Entonces dijo David: —¿Estás disgustada por la marcha de Frank? Es malo, pero era inevitable. No me refiero al tema de Cincinnati, sino a que Mona y Bill se hayan separado. Frank vino unos minutos esta mañana para despedirse. Todo ha sido muy rápido, ¿no? —Sí —dije, aunque mi aspecto debía ser como si David me hubiera golpeado, porque me preguntó solícitamente: —Camila, ¿no se ha despedido Frank de ti? —No. Me cogió la mano y me atrajo hacia él y me arrodillé junto a su silla, porque no me sostenían las piernas. Me acercó aún más a él de forma que mi cabeza descansara en su duro pecho y dijo calmadamente: —Camila, no juzgues a Frank severamente. Todo el mundo se comporta alguna vez de forma inexplicable, incluso para él mismo. Frank nunca te hubiera hecho daño deliberadamente. Sabía que no me consolaría nada de lo que dijera David. Me acordé de Pompilia Riccioli y las otras chicas italianas y de que Frank había encontrado tiempo para despedirse de David, pero no se había molestado en decirme adiós a mí. David me rozó el pelo con los labios, alzó mi cara y me besó en la boca, aunque esta vez no me recorrió el cuerpo ningún calor y sí sólo un profundo entontecimiento que parecía paralizar todo mi cuerpo. David suspiró. —No puedo ayudarte, ¿verdad, Camila? No puedo ayudarte en nada. Negué con la cabeza y me puse en pie. —Lo superarás —dijo David—. Lo sabes, ¿no, Camila? —No —dije. —En este momento no quieres superarlo —dijo—. Pero, lo quieras o no, lo lograrás. Eso es lo curioso. —Tengo que irme ya —dije. —¿Dónde vas? —No sé. A algún sitio. A dar un paseo. —Camila —dijo David, agarrándome la mano y volviendo a atraerme hacia él—. Frank ha sido el primero, ¿no? Créeme, es mejor que haya sucedido así, sin amargura. Hubo algo hermoso entre vosotros; ahora se ha terminado, no por culpa vuestra, así que lo recordarás siempre. Nadie puede arrancártelo. Pero hay amargura, pensé. Hay amargura. Frank se ha ido sin despedirse de mí. No se molestó en decirme adiós.
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—Cuando alguien a quien has amado intenta convertir en nada lo que de hermoso ha habido entre vosotros, cuando trata de negarlo, es cuando lo pierdes. Tú y Frank conservaréis siempre lo que habéis compartido juntos, aunque no lo vuelvas a ver. Más, probablemente, si no lo vuelves a ver nunca. —Adiós —dije. David volvió a suspirar. —De acuerdo, cariño. Sé que no me harás caso. Ven pronto a ver al tío David. ¿Lo harás? —Sí —dije, aunque sabía que el ver a David me haría daño siempre porque, en cierto modo, formaba parte de Frank. Por no preocuparse ni siquiera de despedirse de mí, Frank había destruido todo. Lo que más deseaba ahora era olvidarle, aunque sabía que no era posible. Ahora me alegraba de ir a un internado. Dejé a David y me dirigí a la tienda de música de los Stephanowski, pero había varias personas esperando ser atendidas. La señora Stephanowski se disculpó con un hombre que llevaba un sombrero hongo y se dirigió hacia mí, tomando mis manos entre las suyas. —Así que Franky se ha ido —dijo— y tu corazoncito está triste. Lo sé, querida, lo sé. —¿Lo sabe? —pregunté—, David cree que soy demasiado joven para que no me importe. —Claro que eres demasiado joven —dijo ella—. Por supuesto que importa. Me gustaría hablar contigo ahora, pero ya ves cómo está esto de gente... —me miró con expresión preocupada—. ¿Quieres venir a cenar mañana? —Sí —dije—. Gracias. —Franky vino esta mañana a despedirse de nosotros. Es una pena que se haya ido. —Sí —dije, pero no podía sentir pena por Frank. ¿Se habría despedido también de Pompilia Riccioli y de las demás chicas que Mona prefería a Camila Dickinson, porque, por lo menos, eran humanas? La señora Stephanowski regresó con sus clientes. Me quedé un momento escuchando la música que provenía, en una mezcla confusa, de las cabinas de escucha; luego, me volví y salí de la tienda. Me detuve un momento en la calle y, finalmente, comencé a andar en dirección oeste. La noche casi se me había echado encima y encontré la ciudad fea y sucia y tuve la impresión de que me sangraba el corazón; pensé que si sangraba lo suficiente me moriría y no se me ocurrió en aquel momento nada más hermoso que morir. Me acordé de lo que se enfadó Frank y de cómo me zarandeó en el segundo anfiteatro del cine cuando dije que deseaba morirme. Anduve unas cuantas manzanas haciendo esfuerzos para no echarme a llorar abiertamente en la calle. Me hubiera gustado hacer andando todo el camino hasta casa. Pensaba que si caminaba durante todo aquel trayecto, me cansaría y podría meterme en la cama y dormir. Pero estaba demasiado lejos. Las piernas comenzaban a flaquearme, así que tomé el metro. Al llegar a casa, supe que Jacques estaba allí con mi madre. Supe también que no me iba a importar. El portero dijo: «Buenas noches, señorita Camila», y me sonrió con la sonrisa maligna y curiosa que ya no tenía la facultad de molestarme. Entré en el ascensor y el chico del ascensor me dijo, como si estuviera saboreando algo exótico: —Buenas noches, señorita Camila. La esperan arriba. —¡Oh! —dije. —Ese señor Nissen está arriba. Preguntó expresamente si estaba usted y dijo que subiría y la esperaría. Así que el chico del ascensor me miró con cara risueña y me dejó en el piso catorce, que en realidad es el trece. Saqué la llave del bolsillo de mi abrigo azul marino y entré en el piso. Oí sus voces en el salón. Mi madre salió a recibirme. —Camila —dijo—. Estábamos preocupados. —¿Por qué? —Luisa te está esperando en tu cuarto. —No quiero ver a Luisa —dije—. No quiero ver a nadie. —¡Oh!, cariño —dijo mi madre—, sé lo disgustada que debes estar por la marcha de Frank a Cincinnati, pero piensa que es mucho peor para Luisa y la señora Rowan. Después de todo, perder a un hijo o un hermano es..., y tú eres tan joven, cariño... Espera a estar en el internado y a divertirte con otras chicas. Lo superarás, cariño. Te lo prometo. Tú crees siempre a tu madre cuando te promete algo, ¿no? —No —dije. Una sombra oscura revoloteó por el rostro de mi madre. En seguida se recuperó. —Cariño —dijo—. Ha venido Jacques a despedirse. Me permitirás que, por lo menos, le diga adiós, ¿no? ¿No crees que se lo debo? —No lo sé —dije—. Yo no tengo nada que ver con eso. —Camila —comenzó a decir mi madre, pero debió cambiar de idea de lo que iba a decirme y, en su lugar, dijo—: Entra y despídete de él. Dile que le espero en el vestíbulo; luego, ve con Luisa. Hacía mucho tiempo que no la oía hablar con tanta autoridad y la obedecí. Entré en el salón. No estaba encendida ninguna luz y Jacques estaba de pie junto a la ventana, mirando fuera.
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—He venido para decirte adiós —dije. Oh, adiós, Frank, adiós. Se volvió y me tendió su mano. —Adiós, Camila, cariño. Este asunto ha sido duro para ti, ¿no? Demasiado. No contesté. Me miró con gran tristeza y, por primera vez, no le odié. —Resulta difícil darse cuenta de que tus padres no son los seres humanos totalmente perfectos que deberían ser, ¿no? — dijo—. E incluye a tu padre en esa deducción, al igual que a tu madre. Por lo que a mí respecta, no soy ni tu padre ni tu madre, así que no había ninguna razón para que yo fuera perfecto, ¿no crees? Bueno, adiós, Camila. Hasta la vista, si nos vemos alguna vez — soltó mi mano y salió al vestíbulo, donde le esperaba mi madre. No había ningún lugar al que ir excepto a mi cuarto, donde esperaba Luisa. Luisa estaba de pie junto a la ventana, como lo estaba Jacques, sólo que ella había encendido las luces; si estaba contemplando algo por la ventana, debía ser a través del reflejo de la habitación en el cristal oscuro. Cuando entré me dio una carta. —Toma —dijo—. Frank me dijo que te la diera. No pensaba dártela. Iba a tirarla. Pero entonces..., aquí la tienes. Cogí la carta sin decir nada, le di la espalda y la abrí: «Camila —comenzaba simplemente—: Bill y Mona se separan. Yo me voy con Bill a Cincinnati. Luisa se queda con Mona. Así están las cosas. No puedo despedirme de ti, ¿sabes por qué? Tú tienes que saberlo. Tampoco puedo escribir lo que siento. Eso tienes que saberlo también.» Terminaba diciendo: «Con amor, Frank», y la palabra «amor» estaba escrita con trazos precipitados y vacilantes, como si le costara trabajo escribirla. Doblé la carta y la metí en el sobre. —Frank me dijo que te llevara la carta al colegio —dijo Luisa—. Me dijo que te la llevara antes de que acabaran las clases. —Ya. —Lo siento —dijo Luisa—. Supongo que no quería que tú también te sintieras desgraciada. —Está bien —dije. —Te veré mañana en el colegio. —De acuerdo —dije. —¿Crees que podrás estar temprano? Quiero decir que si tú también te vas a ir fuera... —De acuerdo —dije otra vez. —Ahora tengo que volver con Mona. Me necesita. No quería dejarme salir, pero le dije que tenía que traerte la carta de Frank. Bien..., adiós. —Adiós —dije. Apagué las luces y me dirigí a la ventana. Las luces estaban dadas en la mayoría de las ventanas del otro lado del patio y, sobre los edificios, el cielo era oscuro y limpio, y sólo destacaba sobre su negrura una única estrella. No formulé ningún deseo, porque en ese preciso momento no quedaba nada por desear. Sostenía la carta de Frank en la mano y supe que la conservaría siempre y que ya no tenía que intentar olvidarle. Pero sabía que, sin embargo, no podía volver a leerla y que, por algún tiempo, pasara lo que pasase, no sería capaz de pensar en él. Miré a la cubierta del edificio pequeño, pero no había nadie allí, ninguna mujer solitaria reclinada sobre la baranda, nadie para contemplar la salida de la luna sobre el perfil de la ciudad, nadie para besar, allí en la oscuridad, como había visto besarse a mi madre y a Jacques. Miré otra vez la estrella que titilaba con luz viva y, de repente, sentí mis ojos anegados en lágrimas y el pecho sacudido por los sollozos. No, me dije severamente. No, Camila. Betelgeuse, me dije irritada, Betelgeuse pertenece a la constelación de Orión, el Cazador. Es la primera estrella cuyo diámetro fue medido. Tiene un diámetro de trescientos millones de millas y está a quinientos años luz de distancia. Me dije esas cosas, las lágrimas se retiraron y comprendí que no tenía que llorar.
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ESTE LIBRO SE TERMINO DE IMPRIMIR EN LOS TALLERES GRテ:ICOS DE UNIGRAF, S. A. MOSTOLES (MADRID) EN EL MES DE AGOSTO DE 1987
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