Monólogos de Adán. Prometeo Encadenado

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MONÓLOGOS DE ADAN Prometeo Encadenado

San José, Costa Rica Octubre de 2009


MONÓLOGOS DE ADAN TEMARIO PRÓLOGO FIDELIDAD Y ADULTERIO: UN DEBATE IMPERTINENTE. 1. 2. 3. 4. 5. 6.

Ulises y Penélope: dos formas distintas de fidelidad. La cosa viene de antiguo: Zeus, Hera y el adulterio. ¿Y los genes tienen algo que ver en esto? ¡Mater Semper Est! Sexo = amor = fidelidad o ¿cuán lejos está el sexo del corazón? “Sex and the City” o el adúltero incomprendido.

LA IGUALDAD QUE NOS ESPERA. 7. 8. 9. 10. 11.

EI milenio de las mujeres y las bocanadas finales de un reinado milenario. La igualdad de género y el debate absurdo sobre las diferencias de coeficiencia intelectual. El Coeficiente Intelectual y el sex appeal en clave de género. ”Desde el Jardín” de Peter Sellers o la necesidad de darles la razón y parecer inteligentes. Las mujeres arriba, el test de la gabardina y algunas diferencias entre machos y féminas.

LA VIDA EN PAREJA 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18.

Bovarismo, Ana Karenina, Thelma y Louise y el síndrome de la Casa de Muñecas. Lady Di o la mujer soporta casi cualquier cosa, menos que seamos aburridos. El Enfermo Imaginario de Moliere o la vocación redentora de nuestras mujeres. “Divorcio a la Italiana” o la manera menos costosa de terminar un matrimonio agobiante. Ortega y Gasset, los arquetipos o “la mujer se casa con el artista porque es artista y luego se queja de la bohemia”. Las verdades de Disraeli, los éxitos de Rhett Butler, Tristán y Charlie, o simplemente rebeldes, mujeriegos e impredecibles. La caja de pandora y el afán femenino de revisarnos los bolsillos (o la computadora, el móvil y la agenda del teléfono móvil o “celular”). 2


SUFRIR ME TOCÓ A MÍ, EN ESTA VIDA… 19. 20. 21.

¿Es tan corto el amor y tan largo el olvido? A propósito de las mantis religiosas y de los consejos de Epicuro. ¿Qué es el amor: escoger a una mujer o renunciar a todas las demás? El hedonismo y el adiós a la “esposa china”. La mujer de Potifar, Fedra y Disclosure o la historia de las acusaciones por hostigamiento sexual. a) El caso de José y la esposa de Potifar. b) El caso de Fedra c) “Disclosure” de Demi Moore o el acoso sexual sin clave de género

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La Ínsula de Barataria, las acusaciones infundadas y los prejuicios o ¿ahora quién podrá defendernos? Las desventuras del joven Werther o ¿por qué los hombres vivimos menos y nos suicidamos más? “Hyde y Jekyll”, las depresiones, las paranoias o ¿por qué los hombres no acudimos al psicólogo? Otelo, “cada ladrón juzga por su opinión” o un “celoso es alguien que se imagina la mitad de lo que le pasa”. Pan, Hitchcock o el voyeur y “samueleador” contemporáneos.

LA EROTICA DEL PODER, LA VOCACION SEDUCTORA Y EL DULCE ENCANTO DE LA BILLETERA. 27. 28. 29.

Ricardo III, las leonas, los leones y el tormentoso encanto del poder. Casanova, Don Juan y la vocación seductora. Gabriel D´Honore Mirabeau, priapismo o el seductor incomprensible.

GEOGRAFIA DE LA BELLEZA, LA ATRACCIÓN DE PROHIBIDAS Y LOS ENCANTOS DE MARILYN MONROE. 30. 31. 32.

LAS

¿Por qué nos gusta Marilyn Monroe? ¿Y dónde están las mujeres que nos gustan? Guía práctica para construir una geografía de la belleza. Delgadina, Fonchito y Lolita: tres adultos perdidos y tres adolescentes seducidos o seductores. a) Delgadina o las “Memorias de mis Putas Tristes” de García Márquez. b) Fonchito y El Elogio de la Madrastra de Vargas Llosa. c) “Lolita” de Nabokov.

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“El Elogio de la Madrastra”, el afán de ligarse a las ajenas o “no desearás a la mujer de tu prójimo”.

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MONÓLOGOS DE ADAN Prometeo Encadenado PRÓLOGO Tentado estuve de llamarlos "diálogos", pero me temo que lo que hacemos los hombres y las mujeres son monólogos. Peor aún, cuando escuchamos entendemos cosas distintas. El hecho es que comunicarnos, lo que se dice comunicamos de verdad, muy poco. Y la cosa viene de lejos. Al parecer, ni siquiera Adán y Eva se comunicaban mucho. Tal vez, no lo necesitaban: el "Paraíso" lo tenía todo arreglado. Vamos, que el "todo incluido" del "Four Seasons" se le quedaba corto. Pero nosotros, me refiero a ambos sexos, no tenemos opción: tenemos que entendernos. En nuestro caso, y ahora me refiero a nosotros, los hombres, somos herederos de Adán y Eva sigue siendo nuestra pasión y nuestro tormento. Es verdad, sin embargo, que lo del diálogo sigue quedándose corto, por mucho que lo intentemos. O quizás, ni siquiera lo intentemos de verdad. Siendo ello así, conviene que me sincere y que los llame monólogos. Además, en mi caso, no tengo la otra versión y si la tuviera, no podría trasmitirla con fidelidad. No pretendo justificarme, porque de antemano estoy destinado a ser condenado: todo lo que diga será usado en mi contra. ¡Si lo sabré yo! Sea que tengamos la razón o no, y no digo que la tengamos, a ellas siempre les parecerá que no la tenemos. Al fin y al cabo, me dirán, tienen derecho a su venganza, la que justifican en los miles de años que nosotros sostuvimos lo mismo. De acuerdo, pero, ¿tenemos que pagar nosotros, las culpas de nuestros antepasados? Tal parece que por allí andan los tiros. El caso es que habremos de contentarnos con respirar, callarnos y someternos, si no queremos ser calificados de “misóginos” o ser quemados en la hoguera de 4


una nueva inquisición. ¿Qué nos queda?: consolarnos con anécdotas que recuerden nuestra versión. Se lo digo a Juan, para que lo entienda Juana. ¡Menuda ingenuidad! Bueno, pero ese también es nuestro defecto. Que ¿por qué lo hacemos? Muy sencillo: porque a nosotros, tanto como a ellas, nos interesa que nos entiendan, aunque nunca lo logremos. En verdad, mal que les pese a algunos "colectivos", los hombres no podemos vivir sin las mujeres. Y ellas, aunque pueden vivir sin nosotros, preferirían no hacerlo. Al menos, así nos lo creemos. "Es por culpa de una hembra que me estoy volviendo loco… No puedo vivir sin ella, pero con ella tampoco", responderán los rumberos citando el primer verso de Mecano en "Una rosa es una rosa". Me temo que algo de verdad tendrán, pero solo en parte. La otra, la iremos descubriendo en estos monólogos y en la vida. No digo más y abro el debate a la espera de que una Eva escriba su versión.

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FIDELIDAD Y ADULTERIO: UN DEBATE IMPERTINENTE 1.

Ulises y Penélope: dos formas distintas de fidelidad

La fidelidad, cosa importante, hace tiempo que ambos sexos la entendemos de manera diferente. Si no, que lo digan Ulises (Odiseo) y Penélope, los protagonistas de la Odisea. La obra de Homero, entre leyendas, mitos e historias, nos recuerda dos formas distintas y sublimes de fidelidad. Penélope, renunciando a los múltiples pretendientes de su amor. Veinte años esperando a su marido, castamente según sabemos, y protegiendo a sus votos y a su hijo Telémaco (porque está claro que de haber triunfado uno de los pretendientes de su amor, habría perdido los bienes y Telémaco se las habría visto a palitos enfrentando a su eventual padrastro). El hecho es que Penélope esperó fielmente a Ulises todos esos años, los de la guerra de Troya (de la Ilíada) y los de su vuelta a Ítaca (de la Odisea), sin perder la esperanza. Para ello, como bien sabemos, se dedicó a tejer una "cotona" en el día y a destejerla en la oscuridad de la noche y, de esta manera, logró enfrentar el acoso de sus pretendientes, asegurándoles que cuando la terminara, aceptaría a alguno de ellos. Mientras tanto, Ulises pasó múltiples peripecias tratando y soñando con volver a su tierra natal y reencontrarse con Penélope, con su hijo y con su casa. Y debió esperar cerca de 20 años (los de la guerra y los de su vuelta a Ítaca). En su largo caminar (navegar, más bien), sorteó el destino, enfrentó astutamente a monstruos y desventuras, cayó en los brazos de mujeres hermosas y yació con ellas, como suponemos. Pero en su corazón fue fiel a Penélope. No tuvo la soberbia de pensarse superior a las tentaciones, pues no en vano enfrentó el cántico de las sirenas haciéndose amarrar al mástil de su barco y poniéndose cera en los oídos, para no escuchar sus cánticos fascinantes y malditos. Tampoco se nos presentó como un ser insensible y frío, capaz de dominar sus instintos, pues cayó muchas veces en ellos y los sobrepasó. Pero, al mismo tiempo, dio una muestra suprema de amor y de fidelidad, tan grande o más que la que nos presenta Penélope. Fidelidad, por supuesto, de corazón, porque es evidente que no la practicó carnalmente. En efecto, durante varios años vivió un amorío con 6


Calipso en la isla de Ogigia y aunque melancólicamente soñaba con volver a su tierra y a su amada, ciertamente se consolaba con Calipso, "la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz; la cual [lo] acogió amistosamente y tuvo gran cuenta con [él]" (canto XII). Era una ninfa del mar e hija del Titán, quien vivía sola en la mítica isla del mar Jónico. Cuando Ulises naufragó en su tierra, se enamoró de él y lo retuvo prisionero durante siete años. Aunque le prometió inmortalidad y eterna juventud si se quedaba con ella, no pudo hacerle desistir de su deseo de volver a su hogar. Finalmente, liberó a Ulises y le dio los materiales necesarios para construir una balsa con la que dejar la isla, mientras ella moría de tristeza después por su partida. Ulises llegó incluso a renunciar a la eterna juventud y a la belleza de su anfitriona, con tal de volver a su tierra y a su mujer, a pesar de la advertencia de que Penélope estaría más vieja y de que se haría vieja con él. Renunciar a la infidelidad es, obviamente, mucho más fácil que renunciar al mayor tesoro terrenal que podríamos tener: la eterna juventud. ¡Eso si que mola de verdad! Sus historias quizás nos sirvan para descubrir y valorar dos formas de fidelidad distintas. Los hombres tendemos a creer que somos los seres más fieles del mundo si no dejamos de amar y añorar a nuestra amada, aunque no seamos los seres más fieles carnalmente. Para nosotros, bien que mal, una cosa es el sexo y otra diferente es el amor. Ojalá vinieran acompañados, pero si las circunstancias no lo permiten o las condiciones no son propicias, es probable que tendamos a sucumbir a las tentaciones carnales, sin dejar de amar a nuestra mujer. Al hombre lo atormenta más, ser infiel en el corazón, aunque no en la cama, que ser infiel en la cama, pero no en el corazón. La mujer, en cambio (al menos, hasta hace poco, y con las excepciones de rigor), es probable que no la atormente tanto la infidelidad del corazón (aunque se canalice en un actor, un cantante, un deportista o un profesor) como la infidelidad carnal. Ella hasta sentirá orgullo y se sentirá la mejor esposa si es capaz de no sucumbir físicamente a la tentación, aunque en su almohada sueñe con hacerlo. Ellas se identifican, para bien o para mal, con Penélope y los hombres nos identificamos con Ulises. ¿Y quién es más de culpar, aunque cualquiera de los dos mal haga?

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No digo que no estemos equivocados, digo solamente que así vemos o así nos enseñaron a ver el mundo y las relaciones de pareja. Lo de la fidelidad es algo que nos interesa a ambos, pero la percibimos y entendemos de manera distinta. Las leyes dicen que vale lo mismo la de unos y la de otras, y quizás convenga que así sea, pero eso no quita que la sigamos percibiendo diferente.

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2.

La cosa viene de antiguo: Zeus, Hera y el adulterio

Al parecer, el debate teórico empezó en Grecia y no en cualquier lugar, sino en el Olimpo, la sede de los dioses mitológicos. A juzgar por el Código de Hamurabi y las costumbres legales de los pueblos antiguos, el debate sobre las diferencias en el adulterio de machos y féminas, viene de más lejos, puesto que aquellas sancionaban y tipificaban como delito el de las mujeres y santificaban o perdonaban el de los hombres. Pero en el Olimpo, el debate se planteó en términos diferentes y las explicaciones tuvieron más miga. Hera (Juno para los romanos), la esposa de Zeus (Júpiter para aquellos), le plantó cara al mismísimo "dios" y le reprochó alguna vez sus múltiples infidelidades. Él las defendió sosteniendo que, de todos modos, cuando compartía la cama con ella, ella pasaba un rato muchísimo más agradable, pues obtenía infinitamente más placer del acto sexual que él, de manera que él tenía que compensar con otras féminas (diosas o mortales, según sabemos). El caso es que, obviamente, ante el argumento de Zeus, Hera probablemente exclamó: ¡qué tontería! ¡Qué excusa más pobre! Pero como quiera que el argumento no se podía probar (ni tampoco desmentir), acudieron ambos a dilucidar el punto con un experto de primera mano: Tiresias, el sabio. Él fue llamado a poner fin a la discusión, basándose en su experiencia personal. Tiresias, como se sabe, fue el más célebre adivino de Grecia en aquellos tiempos y, por si fuera poco, aunque era hombre en ese momento y lo fue buena parte de su vida, el destino lo había convertido en mujer por algunos años, de manera que había experimentado las dos condiciones, aunque en distintos momentos históricos. Al parecer, años atrás, en el monte Cilene, había visto a dos serpientes copulando. Al atacarle las dos serpientes, las golpeó con su bastón, matando a la hembra. Inmediatamente Tiresias fue transformado en mujer y llegó a ser una famosa ramera. Siete años más tarde, acertó a ver la misma escena en el mismo lugar, y "en esta ocasión recobró su virilidad dando muerte a la serpiente macho". Al menos, así lo contó Robert Graves en sus celebres 9


"Mitos Griegos". Las otras versiones son un poco diferentes, pero no difieren en lo sustantivo. Ante la pregunta de Zeus y de Hera, Tiresias contestó lapidariamente: "Si el placer del amor en diez partes dividía. Tres por tres a las mujeres, una a los hombres daría". Zeus, entonces, asomó su sonrisa triunfal y Hera quedó tan exasperada, que cegó al mismo Tiresias, como si el mensajero fuera el culpable del mensaje que trasmitía. En compensación, Zeus le otorgó visión interna o lo que llamamos ahora “sabiduría”: con "una visión extendida a siete generaciones". La historia, por lo pronto, nos deja cuatro enseñanzas: la primera, es no meterse con dos serpientes cuando están copulando, porque se arriesga a perder la condición de género. La segunda, no meterse en disputas de pareja porque se arriesga a perder hasta la vista. La tercera, puestos a dilucidar una disputa de pareja, no conviene darle la razón al hombre, porque aunque la tuviera (y no digo que la tengamos), ellas no soportarían reconocerlo. Y en cuarto lugar, que aunque disfrutemos menos y lo necesitemos más, no nos van a perdonar ni siquiera un desliz veraniego. Por lo demás, desde el punto científico, no podremos probar el argumento de Zeus, aunque todos supongamos que algo de verdad encierra. Se recuerda, sin embargo, que la mujer es capaz de tener orgasmos múltiples, mientras que nosotros, debido al período refractario por el que pasamos obligadamente después del clímax, no tendemos a experimentar esta sensación. William Hartmann, del Centro de Problemas Maritales y Sexuales de California, por ejemplo, monitoreó en su Laboratorio, los orgasmos de 469 mujeres (el número es solamente casual) y 289 hombres voluntarios. El número mayor de orgasmos registrado fue de 134 en una hora para una mujer y apenas de 16 para un hombre (tal parece que Tiresias no andaba tan descaminado). Por si fuera poco, tardamos menos tiempo para llegar al orgasmo y la duración es menor que el de nuestras compañeras. “En efecto, se agrega, la mujer necesita por lo general un período de excitación más prolongado que su compañero, pero su placer puede durar más tiempo. La mayoría de los sexólogos coincide en afirmar que la riqueza y variedad del clímax femenino no tiene parangón con la experiencia orgásmica 10


masculina, que normalmente es más precipitada y monótona” (la cita es de Las 100 Preguntas Claves del Sexo, Suplemento de la Revista #9 de Muy Interesante, septiembre 2001, México). Ya ven, aunque en mi caso no estoy tan convencido de esto último, el argumento de Zeus se las traía y no era el de un “machista” cualquiera. Aunque dicen las malas lenguas que las mujeres no tienen orgasmos, cualquier buen amante sabe que la mujer se agita más en el momento del clímax, pero también sabemos que ello no nos servirá de excusa para ligarnos a otras mujeres. ¡Vamos, que no nos perdonarán ni siquiera una cana al aire, ya no digamos un affaire con todas las de la Ley!

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3.

¿Y los genes tienen algo que ver en esto?

Lo de la fidelidad de hombres y de mujeres, como bien sabemos, nos importa a ambos pero por motivos diferentes. ¿Será ello producto de nuestro machismo histórico o tendrá algunas explicaciones más allá del puro deseo de poder? No lo sé a ciencia cierta, pero si he oído decir que los genes podrían tener algo que ver en ello. Es decir, que la genética o la biología podrían explicarnos el fenómeno (aunque solo fuera en parte, por supuesto). Digo en parte, porque es obvio que esas condiciones no pueden explicar todos los comportamientos sociales. Las condiciones del entorno, las leyes, los intereses y hasta los prejuicios multigeneracionales, juegan un papel esencial en el proceso. Pero es cierto también, que la biología y la genética juegan un papel tan importante como el de las condiciones del entorno (la "circunstancia" de Ortega y Gasset). Y ese papel no tiene únicamente efectos en nuestro cuerpo, sino también en nuestra forma de ver y de actuar la vida y hasta de comportarnos en sociedad. Por lo pronto, anotemos que nuestro código genético difiere muy poco (menos del 5%) del código genético de los mamíferos más evolucionados. De manera que aunque nos creamos muy superiores a los animales, si acaso lo somos en muy pocas cosas. En materia de relaciones sexuales, por cierto, somos mucho más parecidos a los animales de lo que nosotros creemos. Para empezar, compartimos buena parte de sus instintos: el de la supervivencia, el de la procreación, el de alimentarnos, el de dormir, etc. Y por supuesto, también el instinto sexual. EI conocimiento del comportamiento animal, por ejemplo, nos enseña mucho más sobre nosotros mismos, de lo que soberbiamente pensamos. Veamos el tema de los genes. La discusión, según parece, se generó a partir de la publicación de "Sociobiología" de E. O. Wilson, y de "EI Gen Egoista", de Richard Dawkins. E. O. Wilson, un biólogo de Harvard e importante defensor de la sociobiología, introdujo el término como el corpus teórico que sintetiza la explicación de los mecanismos evolutivos detrás del comportamiento social. Los sociobiólogos postulan que tanto el comportamiento animal como el comportamiento humano no pueden ser explicados satisfactoriamente tomando en cuenta únicamente los factores culturales y ambientales; que para entender completamente el comportamiento de las especies, este debe ser analizado desde 12


el prisma de sus orígenes evolutivos. Para la sociobiología, pues, todo comportamiento resulta de una compleja interacción entre la herencia y el ambiente. En frente, otros autores como Stephen Jay Gould y Richard Lewontin critican a la sociobiología como una forma más de determinismo biológico, como "una perspectiva que anula los factores de libertad que anidan en el albedrío humano y lo sujeta al mandato de los genes," a lo que agregan que "el determinismo sociobio1ógico lo que hace es justificar el statu quo conveniente para las elites". Para ellos, Wilson comete una falacia naturalista. Violeta Varela, por su parte, ofrece una exposición general de los precedentes, la ideología, las pretensiones y los peligros de la sociobiología desde la perspectiva feminista y nos advierte que "el gran atractivo del determinismo biológico se debe precisamente a que es exculpatorio". Ray Bohlin en "Sociobiology: Cloned from the Gene Cult", desde la perspectiva cristiana, recuerda que la cosmovisión cristiana contrasta fuertemente con la cosmovisión evolucionista de los sociobiólogos. Esos debates y los aportes de muchos otros autores, agregaron leña a la hoguera y construyeron lo que se ha dado en llamar la "sociobiología", algo así como la explicación del comportamiento humano a partir de nuestra condición bio1ógica. Una corriente de la sociobiología, por ejemplo, afirma que el instinto supremo del ser humano (en realidad, de todos los seres vivientes), es el de la supervivencia, pero no tanto de nosotros mismos como de nuestros propios genes. Y esa misma corriente agrega que la supervivencia de los propios genes explica por qué los mamíferos que procreamos pocos hijos, tendemos a preferir la vida de nuestros retoños a nuestra propia vida, mientras que los animales que procrean muchos seres (las tortugas, por ejemplo), prefieran defender su vida a la de sus hijos, porque si ellas siguen viviendo, sus genes tendrían más probabilidades de sobrevivir (en un nuevo desove, por ejemplo). El caso es que, conforme a esa corriente, los hombres tenderíamos a ser más infieles que las mujeres, por razones bio1ógicas (nueva excusa, dirían nuestras amigas). Aunque la especie humana se puede definir como monógama, se dice, esa monogamia la vemos de forma diferente ambos sexos. El tiempo y energía necesarios para la producción de óvulos, el embarazo y el largo período de 13


cuidados postnatales, en las mujeres, por ejemplo, suponen un coste y un esfuerzo muy elevado que limita seriamente el número de descendientes que pueden tener a lo largo de su vida. Por el contrario, se dice también, los hombres renovamos rápidamente el esperma sin demasiado esfuerzo energético, por lo que podemos engendrar muchos más hijos de los que la monogamia nos permite. De ahí que los hombres, en general, tenderíamos a ser más promiscuos y más dispuestos a mantener relaciones sexuales con parejas ocasionales que las mujeres, y que éstas son mucho más exigentes (selectivas) respecto a sus parejas sexuales. Incluso afirman que para garantizar la supervivencia de nuestros genes, deberíamos multiplicar las posibilidades de procreación con múltiples féminas, dado que en cada coito no nos jugaríamos literalmente la vida (dejemos a un lado, las enfermedades venéreas y el Sida, que nos afectarían a ambos). En cambio, las mujeres serían más selectivas a la hora de escoger a sus compañeros de cama. Las posibilidades de procreación son pocas y en cada embarazo se juegan su físico y su salud, al mismo tiempo, además, de que afectarían el desarrollo de sus propias carreras laborales. Dado que no pueden darse el lujo de tener muchos hijos para asegurar la supervivencia de sus genes, deben ser extremadamente selectivas y buscar el apoyo de su pareja. Por eso, se dice, nos escogen entre los exitosos, física, económica o socialmente. Por eso, se dice, prefieren un cantante, un deportista exitoso o un millonario, aunque no les parezca un tipo físicamente deseable (siempre que no sea indeseable, por supuesto), a un tipo físicamente poderoso, pero mentalmente escaso. En cambio, se dice, los hombres no tendemos a preferir mujeres exitosas, sino mujeres que puedan ser buenas amantes y buenas madres (que cuiden de nuestros retoños), en el sentido físico y humano. Que tengan el tipo de cuerpo que garantice un buen coito, un buen embarazo y un buen parto (por ejemplo, la relación entre la cintura y las caderas), que tengan unos buenos pechos (que garanticen la dotación de leche materna, por ejemplo) y que tengan la capacidad y disposición de tiempo, para encargarse de la educación de los hijos. La teoría va mucho más allá y aporta múltiples ejemplos del reino animal (particularmente de los mamíferos). Parece simplista tratar de explicar el comportamiento humano en función de un criterio único o central (los genes y su supervivencia) y hay que admitir que los sociobiólogos han supuesto implicaciones genéticas en comportamientos 14


sociales y han exagerado las implicaciones biológicas en ellos; pero también parece verosímil que las condiciones biológicas tienen alguna influencia en nuestros comportamientos y que la sociobiología puede ayudarnos a entender algunas cosas. Como lo dijo la misma Violeta Varela, debemos reconocer "que la ayuda de la biología es fundamental para explicar el comportamiento humano, pero no tanto como para entender un fenómeno tan complejo como lo son los sistemas sociales." De cualquier manera, siempre será necesario explicarnos por qué necesitamos tanto a las mujeres y por qué nos comportamos diferente. ¿Cómo nos explicamos -no he dicho, justificamos- por qué hemos visto el adulterio de manera tan diferente? Es verdad que los avances en contracepción, en esterilización y en pruebas de ADN, justificaron un cambio radical en la legislación aplicable al adulterio y paternidad responsable, para lograr la igualdad que tanto anhelamos, pero también es verdad que los comportamientos naturales no se adaptan tan fácilmente al entorno legal y científico. En El Mono Desnudo, Desmond Morris nos recordaba que "el animal humano parece haberse adaptado con brillantez a su extraordinaria nueva condición (la sociedad), pero no ha tenido tiempo para cambiar bio1ógicamente, para evolucionar hasta una nueva especie genéticamente civilizada [ ... ]. Biológicamente, continua siendo un sencillo animal tribal."

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4.

¡Mater Semper Est!

Ya sabemos que los hombres y las mujeres percibimos diferente la fidelidad. Una explicación posible, quizás tenga que ver con el hecho histórico de que en la infidelidad carnal, el hombre engaña y afecta sentimentalmente a la mujer, tanto como ésta al hombre, pero, a diferencia de ella, no podría engañarla sobre sus hijos, porque la mujer sabría siempre quienes serían sus hijos (al fin y al cabo, ella es la que los carga y la que los pare). Pero nosotros no: una mujer infiel podría presentarnos a sus hijos como si fueran nuestros, sin que en verdad lo fueran (al menos, biológicamente). De esta condición natural, que el tiempo y la ciencia han cambiado (pero solo recientemente), se derivan, en buena parte, las diferencias de trato legal a la infidelidad de unos y de otras. La de ellas se castigaba severamente (en muchos casos hasta con la muerte), la de nosotros, en cambio, levemente (si es que se castigaba legalmente). Y esa diferencia de trato era común a todas las culturas y a todos los sistemas normativos relativamente desarrollados: de los vedas a los sumerios, de los chinos a los mayas, de los aztecas a los romanos, de los griegos a los persas, de los incas a los zulúes. Es verdad que hubo alguna que otra excepción cultural según reseñaba Peter Berger (la que ha sido puesta en duda también), pero se trató de una excepción que, como se dice, confirma la regla. Los antiguos llamaban a la infidelidad femenina el "engaño supremo". Alguna amiga diría que por machismo, y convengo que alguna razón llevaría, pero solo parcialmente. Hasta hace poco, en efecto, la infidelidad de la mujer (fértil) podía significar la introducción en el seno del hogar de un hijo que no era del compañero o esposo, mientras que la infidelidad del hombre podía ser tan dolorosa como la de ella, pero nunca tendría como consecuencia hacerle creer a la mujer que un hijo de él era hijo de ella. ¡Mater semper certa est! (la madre siempre cierta es), decían los romanos, para significar que en el caso del hombre, eso era apenas una presunción (iuris tantum). Tan importante era esa razón, que en algunas legislaciones y prácticas culturales, la infidelidad de las mujeres mayores o infértiles, importaba menos a los legisladores y a los jueces. 16


Muchos recordarán el caso de Amina Lawal, la mujer nigeriana que fue condenada en marzo de 2002, por un tribunal islámico a morir lapidada por adúltera, conforme a una nueva legislación aplicable a los estados del norte de Nigeria, de mayoría musulmana. Sin embargo, una Corte de Apelación de ese país, decidió finalmente su sobreseimiento en 2003, después de una apelación en la que sus abogados explicaron que la niña que se aducía era producto del adulterio con un vecino, había sido concebida durante la última etapa de matrimonio y, por lo tanto, que era hija de su ex marido y no del otro. La historia de Amina se conoció mundialmente y generó una campaña internacional para salvarla de la muerte, en la que también participó el suscrito. El caso es que todavía algunas legislaciones siguen ancladas en el pasado y a partir de interpretaciones cuestionadas del Corán, condenan el adulterio de la mujer con “lapidación”. “Afrol News”, por ejemplo, nos informó el 29 de Octubre de 2008, que islamistas somalíes habían apedreado a una mujer a muerte en Kismayo, después de haber sido declarada culpable de adulterio por un tribunal de la Sharia; y una noticia reciente informó que una mujer iraní, Sakineh Mohammadi, fue condenada a muerte por lapidación luego de recibir 99 latigazos por "mantener una relación ilícita". A los hombres adúlteros, en cambio, se les condena únicamente a entregar la casa y pagar pensión alimenticia. Aunque algunos preferirían los latigazos, es obvio que las consecuencias legales son muy distintas en perjuicio de las mujeres. La ciencia y su difusión práctica en sociedades occidentales, han cambiado las razones históricas que fundaron la diferencia en el trato legal del adulterio. En primer lugar, al introducir y generalizar nuevos métodos anticonceptivos, porque a partir de entonces el acto sexual se separó de la procreación, al menos como condición inexorable. En segundo lugar, y más significativamente para estos efectos, porque la prueba de ADN permite saber a ciencia cierta si el hijo de la mujer es hijo de otro o de nosotros. A partir de entonces y de los mecanismos legales para impugnar y probar la paternidad, no se justifica mantener diferencias de trato normativo para la infidelidad de hombres y mujeres. La cultura también tendría que adaptarse a este cambio esencial. No debemos juzgar el pasado bajo los parámetros del 17


presente, pero tampoco aferrarnos a él por las condiciones y prejuicios que aquél nos impuso históricamente. Hoy, ¡Pater Semper est!

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5.

Sexo = amor = fidelidad o ¿cuán lejos está el sexo del corazón?

Alguna vez, tendría 19 años, más o menos, me topé un amigo en una discoteca quien después de saludarnos, invitó a nuestro grupo a celebrar el nacimiento de su hijo ese mismo día en la mañana. Hasta ahí, la cosa parecía sencilla, pero no tanto si le agrego que, a reglón seguido (más bien, después de unas cuantas copas), nos invitó a los tres amigos a celebrar en grande y a compartir su felicidad desbordante. Bien, muy bien, pero ¿saben a dónde fuimos? Sí, a un “night club” con todas las de la ley (me refiero a aquellos lugares donde están las mujeres más accesibles para las billeteras más generosas). El caso es que nuestro amigo común, en medio de su euforia, terminó subiendo con una de las chicas más provocativas del lugar, a un privado en los pisos superiores. Media hora después bajó las escaleras y nos alcanzó en la mesa, para reiterar su felicidad (la que nos pareció extraña pero sincera), así como para ratificarnos el amor y admiración que sentía por su mujer y por su nuevo hijo. Nosotros nos quedamos un tanto perplejos, pero no nos pareció tan extraño. Cuando conté la anécdota a varias amigas (me refiero al pecado, no al pecador), todas se indignaron y lanzaron epítetos contra el pobre hombre: dudaron de su sinceridad, de su amor y lo condenaron por machista. El caso es que después de muchos años, el susodicho siguió casado, mientras que a algunos/as a los/as que pareció extraño su comportamiento, por razones más allá de mi entendimiento, se divorciaron o tuvieron dificultades en la relación con sus hijos/as. Lo dicho viene a cuento de un argumento común sobre la diferencia entre hombres y mujeres en materia tan importante: la sexual-sentimental. Ligado al argumento biológico o cultural, pero con acta de nacimiento propia, se dice que en el acto sexual, los hombres no necesariamente nos involucramos sentimentalmente y que las mujeres tienden a involucrarse más. Es la historia de Ulises y Penélope, pero puesta en clave contemporánea. ¿Qué explica esa pequeña diferencia? ¿Será que somos inferiores emocionalmente?, o simplemente machistas, agregarán nuestras amigas. El hecho es para nosotros los hombres, una cosa es el sexo y otra el amor. Tanto mejor si vienen juntos, pero no exigimos esa condición. A algunas mujeres también les ocurre, pero en menor proporción, a juzgar por encuestas y otros estudios sobre la sexualidad en hombres y mujeres. 19


¿Cuántos hombres se acuerdan del nombre de su primera compañera de cama (o de la parte trasera del automóvil)? Ni el cincuenta por ciento, a decir verdad. Las mujeres, en cambio, difícilmente se olvidan de esa noche y menos aun el nombre de su compañero. No retengo los datos de las encuestas, pero su retentiva es abrumadoramente superior a los de los hombres. ¿Será que los caballeros no tenemos memoria? Es probable que esas cosas estén cambiando. Pero no tanto como para que los hombres adoptemos la postura del sexo =amor=fidelidad como nos lo exigen la salud, la religión y nuestras compañeras; sino porque la mujer parece ir adoptando la postura tradicional masculina (sexo no necesariamente es amor y el amor no implica siempre fidelidad). ¡Vaya uno a saber por qué! Pero dado que escribo monólogos libres (no científicos), conviene que intente una respuesta o, para decirlo más certeramente, mi percepción: la liberación femenina, la apertura religiosa, el relajamiento de los controles sociales y culturales, los métodos anticonceptivos y otras cosas del montón, harán que más mujeres adopten la postura tradicional masculina. Pero no nos hagamos ilusiones, siempre nos reprocharán la infidelidad y, para colmo de males, no nos validarán ningún reproche relativo a su nueva perspectiva. Antes de que me cuelguen algún sambenito, solo pido un poco más de indulgencia a mis amigas. Si el mensaje no gusta, no maten al mensajero. El mensaje parece sencillo: el pene, por ahora, parece estar más lejos del corazón. Eso no justifica nuestras actuaciones, dirán. ¡Bien!, pero al menos deberían juzgarnos con mayor indulgencia.

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6.

“Sex and the City” o el adúltero incomprendido

En Sex and the City, Miranda (Cynthia Nixon), la abogada casada con Steve (David Eigenberg), el bartender (sí, el buenazo de los anteojos), después de seis meses de no dejarse tocar por su marido (y de no depilarse siquiera), se separa de él, porque osó acostarse con otra mujer o, peor aún, por tener la desfachatez de contárselo. ¡Vaya uno a saber! Aunque en el caso de Miranda, su indignación no pareció un acto premeditado, no olvidemos que la misma acción puede usarse premeditadamente. Algunas mujeres, por ejemplo, provocan el adulterio de sus maridos para luego quejarse del mismo y tener la excusa que buscaban para romper el vínculo que las une (o que las ata). Y no solo la excusa, sino, de paso, la causa legal para garantizarse una pensión alimenticia. ¿Qué cómo lo hacen? ¡Parecen nuevos…! Fingir o, peor aún, sentirlas de verdad, migrañas, jaquecas, no depilarse (Sex and the City), ponerse mascarillas verdes o pijamas de oso para dormir, etc. Cualquier cosa, que nos obligue a buscar afuera lo que no encontramos adentro. Otra opción, hacernos el amor como si fueran estrellas de mar, como si estuvieran cumpliendo una obligación (tal vez, sea cierto), o disfrutando del acto, pero sin demostrar cariño siquiera. Entonces, después de intentar comprenderlas infructuosamente, es probable que, desesperados, busquemos una solución temporal afuera, solución que no involucrará normalmente un sentimiento, sino una necesidad: darle alivio temporal a nuestro amigo y recordarnos que todavía somos atractivos (aunque el atractivo esté en la billetera, pero eso no nos importa tanto: al fin y al cabo somos atractivos). Para aliviar a nuestro amigo, los burdeles son una opción, pero para lo otro (sentirnos queridos o apetecidos), es necesario agregar algún nivel de involucramiento de las otras. En el fondo, sin embargo, es una respuesta desesperada a la sensación de abandono que puede sentir la persona “ninguneada”. Ojo, eso es posible que también podamos provocarlo nosotros, pero ellas son más inteligentes y saben manejar mejor la situación. Una vez cometido el error, estaremos perdidos, porque nos creeremos culpables y de nada valdrán las excusas ni los perdones. En el fondo, actuaremos según el guión que inteligentemente nos escribieron. Por eso, cuando pedimos perdón, 21


nos hincamos y nos comprometemos a no hacerlo nunca más, no entendemos por qué nos perdonan tan fácilmente, dándonos a entender que ya no les importa (“no pido perdón, para qué, si me va a perdonar, porque ya no lo importa”, diría Joaquín Sabina). Agregarán seguramente que ya que nosotros lo hicimos, ellas lo harán también. O nos vendrán con el consabido: “no estoy brava, simplemente decepcionada”. A reglón seguido, nos pedirán que nos marchemos, lo que haremos con el rabo entre las piernas, rogando su perdón y explicando que no sabemos lo que nos pasó y prometiendo que no lo haremos de nuevo. Nos dirán que todo acabó y que fue culpa nuestra. Y nosotros, por supuesto, reconoceremos nuestra culpabilidad y se lo diremos al mundo (en realidad, al compañero de barra en una cantina o al papel donde escribiremos un poema melodramático o una canción de despecho). Además, a nivel de cantina, que la mujer nos eche de la casa por “perros” es mucho más decoroso a que se nos deje por sosos. Ellas, sin embargo, lejos de achicopalarse se sentirán plenas, liberadas. Meses después (una vez cumplido formalmente el luto impuesto socialmente), las veremos radiantes del brazo de aquél del que ellas mismas decían que era un picaflor. ¡Y nosotros, claro, sin entender ni torta!

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LA IGUALDAD QUE NOS ESPERA 7.

EI milenio de las mujeres y las bocanadas finales de un reinado milenario.

Groucho Marx, el más genial de los hermanos Marx (no digo nada de Carlos, porque no era hermano de ellos), se adelantó al milenio de las féminas al reconocer nuestra debilidad esencial: "como no van a ser mejores las mujeres que nosotros, si ellas no tienen que pasarse la vida pensando en mujeres". Y puesto que así nos ocurre a los hombres que no negamos nuestra condición, es muy probable que tengamos perdida la partida del poder en el milenio que apenas empieza. Ellas no solo son más guapas, sino que, para colmo, nos superan en todo lo que importa: son más saludables (viven 6 o 7 años más que nosotros), son menos violentas (matan menos y si acaso llegan al 15% de las víctimas totales), se suicidan menos (mucho menos, en algunos países 6 veces menos), son más honradas (menos del 15% de los/as prisioneros/as son mujeres). Son menos viciosas, más ordenadas (¿han comparado los cuadernos de los muchachos y de las muchachas de secundaria?). Son más prácticas, más enfocadas y más inteligentes emocionalmente. Y, por si fuera poco, no pierden tanto el tiempo pensando en el sexo y en las mujeres. Ciertamente, hasta hace muy poco, el mundo era de nosotros. Las mujeres mandaban, quizás, en nuestras casas, pero “en el mundo” éramos nosotros los genios, los poderosos, los que ganábamos más, los que imponíamos nuestros puntos de vista. Los que mandábamos, en una palabra. La fuerza física era esencial para lograr el éxito y nosotros la teníamos. Siempre podíamos cazar mejor, arar mejor, construir mejor, correr más y, además, por si fuera poco, no teníamos que parar nuestra rutina laboral para dedicarnos a tener hijos. Los teníamos ciertamente, pero era trabajo de las mujeres. EI nuestro era asegurar que ellas y que nuestros hijos tuvieran techo, comida y seguridad. Criarlos y educarlos era tarea de las mujeres. De golpe y porrazo, todo eso cambió o está por cambiar: la fuerza física apenas si importa, la inteligencia tradicional es menos útil que la emocional y las 23


mujeres tienen las condiciones que más se valoran: tantos años en el manejo de los hogares y de los hijos, quizás, las dispuso culturalmente para el manejo de "los tiempos y movimientos" que tanto requerimos hoy (algo así, como ingenieras industriales natas). No es casualidad, entonces, que de los trabajos que más han crecido en los países más desarrollados en los últimos tiempos, en muchos de ellos, tienen mayor disposición las mujeres que nosotros para realizarlos adecuadamente y en los restantes, tienen tanta capacidad natural como nosotros. Ellas desertan menos y se gradúan más en la secundaria y en la Universidad. Es decir, mal que nos pese, podrían tener un futuro más promisorio que el que nos tocará a nosotros. Antes, los hombres madurábamos a golpe de batallas campales y visitas tempraneras a los burdeles. Antes, nos aplaudían nuestra fuerza y hasta nuestra prepotencia. Antes nos exigían pasión y arrogancia, ahora nos piden moderación y sosiego. Pero, si nos quitan el atractivo tradicional (la fuerza, el éxito, el poder, la hablada o el “check-appeal”), ¿que nos quedará para ligar? Más vale que entonemos en el karaoke, nos metamos al Gimnasio a sacar cuadritos y pasemos los cursos de la academia de baile, para no ser chiflados en la pista de “mira quien baila” o de “bailando por un sueño”, porque al paso que vamos, "no ligaremos ni pagando"... Bueno…, tal vez, pagando todavía. Algunos aprovecharemos las últimas bocanadas que nos permite este milenio y las seguiremos camelando con nuestro discurso simplón o de cantina. Los más "suertudos" (digamos un 10%), serán escogidos de "zánganos" para asegurar la supervivencia de la especie (al menos, mientras no se ponga de moda la clonación humana, en cuyo caso hasta saldríamos sobrando). Papel de “padrotes”, por cierto, nada despreciable, si el deber tuviéramos que cumplirlo con la Maja Desnuda de Goya, las modelos de Soho, de Maxim o de Play Boy, o con las sucesoras de Marilyn Monroe (antes del ajuste del “pop art” de Andy Warhol, quien obviamente la veía con otros ojos). Pero me temo que, al ritmo de la obesidad campante, nos tocará seguramente consolarnos con las doncellas de los cuadros de Rubens. ¡Vaya uno a saber!

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Otro grupo pequeño (digamos, otro 10%) seguirá prosperando como "creador", incluso en el milenio de las mujeres. Creatividad (artística, empresarial, científica) que depende, en parte, de tener las condiciones contrarias a las virtudes ordinarias. Los creadores, por naturaleza, son desordenados, porque la creación y la innovación dependen de des-ordenar el sistema en el que viven y que les rodea. Pedirles que sean ordenados es como pedirles que renuncien a la creatividad... Sea por este motivo, por las diferencias culturales, por los diferentes roles que nos asignan desde niños, la proporción de genios y de premios Nobel, todavía favorece a los de nuestro género. Quizás eso cambie en el futuro, pero por ahora ese grupo de “genios”, tiene una oportunidad que no tienen los demás mortales. De cualquier manera, tampoco nos ilusionemos tanto: no somos tan inteligentes como creemos (eso dicen los estudios). De hecho, nuestras amigas nos recuerdan constantemente que nuestro ego es mucho más grande que nuestra inteligencia. Lo peor es que, seguramente, tienen razón. Por ello, la mayoría de los hombres lo que tenemos que hacer es adaptarnos para sobrevivir en el nuevo milenio, lo mejor que podamos y que, mientras tanto, nos acomodemos a la realidad de siempre: que nos gustan y las queremos más, aunque terminen por dominarnos.

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8.

La igualdad de género y el debate absurdo sobre las diferencias de coeficiencia intelectual.

La tesis de la igualdad de derechos de hombres y mujeres, es reciente en la historia. Cuando Olympia de Gauges, propuso la Declaración de los Derechos de la Mujer en los albores de la Revolución Francesa, muy poca gente se la tomó en serio. La verdad sea dicha, incluso los hombres apenas si estábamos conquistando los derechos humanos y lo logramos muy recientemente en términos históricos (a partir de las revoluciones liberales hace poco más de dos siglos) y no hay garantía de que no los perdamos y recuperemos de manera discontinua. Pero es verdad también, que la igualdad de género es aun más reciente: hace poco más de 100 años las mujeres conquistaron el derecho al voto en algunos pocos países (el primero, Nueva Zelanda en 1893) y todavía en 1970, no tenían ese derecho en un país tan avanzado como Suiza. La igualdad legal es más reciente y todavía dista mucho de alcanzarse en el trabajo, en el hogar y en la vida social. Más allá de nuestro machismo imperdonable (lo digo sinceramente), alguien podría pensar que la desigualdad es producto de un hecho natural: lo admito parcialmente en cuanto a la fuerza física, pero lo pongo en duda respecto del componente intelectual. Algunos dirán que la única diferencia ha sido cultural y que, modificada ésta, con un casquillo de los dedos, se acabará la desigualdad, pero otros todavía afirmarán que hay un componente cerebral que puede explicar las diferencias y los roles que asumimos en la sociedad. Por mi parte, sobra decir que tengo fuertes dudas sobre el valor de los test de IQ (coeficiencia intelectual) para medir la capacidad de los hombres y de las mujeres para ejecutar y desarrollar acciones científicas, tecnológicas, laborales o más llanamente socio-culturales. Por ello, no me hago eco de la polémica suscitada a propósito de los estudios que pretenden sostener que los hombres y las mujeres difieren en capacidades según los test de inteligencia. Conforme a algunos estudios, los hombres seríamos mejores en capacidades espaciales y las mujeres en las verbales. En el razonamiento obtendríamos mejores resultados y peores en fluidez. Seríamos mejores en la repetición de series en orden inverso y las mujeres en repetir las series en el mismo orden, etc. 26


Y como sostengo la mayor, también lo hago con la menor. Tampoco me hago eco de los estudios de Douglas N. Jackson y Philippe Rushton, de la Universidad de Western Ontario, en Canadá, quienes, luego de revisar a unos 100.000 muchachos y muchachas mostraron que los hombres aventajaban a las mujeres entre cuatro y cinco puntos en la escala de “IQ” durante la adolescencia. Tampoco comparto las conclusiones de las investigaciones dirigidas por Paul Irwing y Richard Lynn, del Centro de Psicología de la Universidad de Manchester, según las cuales los hombres de más de 14 años tendrían como media un IQ cinco puntos más alto que el de las mujeres y menos aun de su conclusión de que esta diferencia aumenta en los coeficientes elevados. En el nivel de los 155 puntos, el de los genios según este par de ingenuos, no hay más que una mujer por cada 5,5 hombres. A partir de aquí, el incauto de Paul Irwing trataba de explicar por qué había más hombres entre los maestros de ajedrez, entre los grandes matemáticos o entre los Premios Nobel. Esta ventaja de los varones, agregaba, “es significativa para algunas tareas, como resolver problemas complejos de matemáticas, física o ingeniería", pero el mismo Irwing reconocía que "algunos elementos demuestran que, a idéntico nivel de IQ, las mujeres son más eficaces que los hombres porque son más meticulosas y aguantan mejor los largos períodos de trabajo". Los resultados de sus estudios estaban basados, según ellos, en pruebas de cociente intelectual a una primera muestra de 80.000 personas y luego a una segunda de 20.000. El psicólogo estadounidense Richard Haier, por su parte, también ha trabajado en el tema, a partir de los últimos avances en el estudio de la inteligencia humana a través de la imagen neuronal. Investigador asociado del “Mind Research Network” de Alburquerque (EEUU) y profesor emérito de la Universidad de California, después de años de estudio, llegó a afirmar que hay algunas diferencias entre los cerebros de nosotros y los de las mujeres: por ejemplo, es mayor el de nosotros, pero en los de las mujeres existen más conexiones entre los hemisferios izquierdo y derecho. La observación de estas diferencias le mostraba que ambos grupos de cerebros usan caminos diferentes para llegar a un mismo punto, a un cociente intelectual idéntico. En las mujeres el lóbulo frontal es el más importante en la inteligencia, mientras que en los hombres el lóbulo parietal es más relevante que el frontal.

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Pero ya lo dije, creo poco en la efectividad de esos estudios y en cuanto a la polémica comparación masculino-femenina lo menos que me parece es ingenua: si fuera verdad la diferencia (lo que no afirmo), que nadie se atreva a asumirla: el solo plantear la tesis de la diferencia por parte de un hombre, podría significarle una persecución política e intelectual (no olvidemos el caso del antiguo Rector de la Universidad de Harvard) y sus propagandistas serían calificados de misóginos (algo así como racistas, fascistas, gusanos, cucarachas, etc.). Si fuera una mujer la que hiciera esa afirmación, seguramente se le perdonaría y hasta podría aplaudírsele el que lo hiciera. Vamos, que si afirma que ellas son más inteligentes, hasta nosotros mismos le aplaudiríamos, sea porque estamos convencidos de que tiene la razón o, más pragmáticamente, para ganar su indulgencia y su favor. Advierto, por mi parte, que el que seamos diferentes no significa tanto, puesto que somos diferentes también, significativamente, los miembros de cada género y por motivos que poco tienen que ver con nuestra condición masculinafemenina (condiciones socioeconómicas, religiosas o culturales, por ejemplo). Más allá del debate del IQ, sin embargo, lo cierto es que tenemos percepciones, prejuicios, condiciones, problemas y privilegios que compartimos cada género, lo que nos permite escribir estos monólogos, sin que ello desdiga nuestra natural inclinación por la igualdad de derechos, igualdad que, como sabemos, tiene también vocación de igualdad material.

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9.

El Coeficiente Intelectual y el “sex appeal” en claves de género

Según algunos estudios,1 a las muchachas brillantes les es más difícil encontrar hombres para casarse y sus oportunidades disminuyen dramáticamente en proporción directa a su nivel de inteligencia (o de coeficiente intelectual). A los hombres, en cambio, nos va mejor cuanto más alto nivel alcancemos. ¿Será que los caballeros las preferimos “brutas”, como sugiere sarcásticamente Isabella Santo Domingo? No lo sé, porque en mi caso las prefiero inteligentes y seguras de sí mismas, pero presumo que a algunos de mis congéneres les provocará algún temor competir en inteligencia con ellas. De ahí que la misma Isabella, nos proponga – en plan mordaz- que “una mujer moderna debe ser lo suficientemente inteligente para doblegar su orgullo femenino y hacerse la bruta si es necesario para ganar la batalla… -A lo que agrega- La diferencia entre hombres y mujeres es que mientras nosotras nos casamos con el fin de comenzar algo, ellos lo hacen con el fin de terminar con algo, tal vez con nuestras ilusiones…” Pero vuelvo al estudio que tanto revuelo ha causado. Según las referencias del mismo, las mujeres más inteligentes tienden a no casarse, mientras que los 1

Ver Childhood IQ and marriage by mid-life: the Scottish Mental Survey 1932 and the

Midspan studies. www.linkinghub.elsevier.com/retrieve/pii/S0191886904003137. Los autores son Michelle D. Taylor, Carole L. Hart, George Davey Smith, Lawrence J. Whalley, David J. Hole, Valerie Wilson and Ian J. Deary. Cito el resumen del texto en su versión original: “The study examined the influence of IQ at age 11 years on marital status by mid-adulthood. The combined databases of the Scottish Mental Survey 1932 and the Midspan studies provided data from 883 subjects. With regard to IQ at age 11, there was an interaction between sex and marital status by mid-adulthood (p = 0.0001). Women who had ever-married achieved mean lower childhood IQ scores than women who had never-married (p < 0.001). Conversely, there was a trend for men who had ever-married to achieve higher childhood IQ scores than men who had never-married (p = 0.07). In men, the odds ratio of ever marrying was 1.35 (95% CI 0.98–1.86; p = 0.07) for each standard deviation increase in childhood IQ. Among women, the odds ratio of ever marrying by mid-life was 0.42 (95% CI 0.27–0.64; p = 0.0001) for each standard deviation increase in childhood IQ. Mid-life social class had a similar association with marriage, with women in more professional jobs and men in more manual jobs being less likely to have ever-married by mid-life. Adjustment for the effects of mid-life social class and height on the association between childhood IQ and later marriage, and vice versa, attenuated the effects somewhat, but suggested that IQ, height and social class acted partly independently.” 29


hombres brillantes tienen hasta un 40 por ciento más de posibilidades de contraer matrimonio. Las mujeres buscan hombres inteligentes, con un cerebro claro, agudo y activo. Por contra, los varones no parecen buscar mujeres brillantes. Según esta investigación (realizada en Reino Unido y difundida por el diario 'Sunday Times'), un cociente intelectual alto en los hombres dispara sus posibilidades de casarse, al contrario que en las féminas. El artículo recalca esa conclusión a partir de un estudio realizado entre 900 hombres y mujeres a los que se les hizo una prueba de cociente intelectual cuando tenían 11 años, y que fueron entrevistados 40 años después para saber con quiénes se habían casado. Si los jóvenes tenían hasta un 35 por ciento más de opciones de casarse por cada aumento de 16 puntos en su cociente intelectual, ellas perdían hasta un 40 por ciento de posibilidades cuanto más preparadas eran. Los investigadores de las universidades de Edimburgo, Aberdeen, Bristol y Glasgow publicaron el estudio en el “Journal of Personality and Individual Differences”. Los académicos británicos añadieron que las colegialas con un alto cociente intelectual tuvieron más adelante en sus vidas un descenso dramático en sus perspectivas de matrimonio. No discuto ese dato, pero pongo en duda las razones: tal vez, las más inteligentes no es que no tuvieron opciones de casarse, sino que decidieron postergar su matrimonio o no casarse para no afectar sus carreras profesionales. Por otro lado, puede ser que no querían encontrar pareja masculina, o, tal vez, su misma inteligencia las hizo huir del matrimonio y de nosotros. ¡Vaya uno a saber! Pero, asumiendo que sea verdad lo del estudio (lo que no afirmo), a las muy inteligentes que no quieren renunciar a tener pareja heterosexual, podría aconsejárseles que disimularan un poco su inteligencia y sus logros profesionales o, alternativamente, que compensaran esas cualidades. Pero eso me parece válido para ambos sexos. Me explico, cuando observo a una pareja en la que un hombre o una mujer ha alcanzado el éxito social (sea por su belleza, por sus logros, por su dinero, por su reconocimiento político, etc.) y su pareja queda opacado/a socialmente por ese éxito, ocurre normalmente que el/la interesado/a tenderá a buscarse una pareja 30


complementaria de más bajo nivel social o intelectual (y hasta más feo/a), de manera que pueda sentirse admirado y reconocido por alguno/a, aunque siga admirando y queriendo a su pareja. Es verdad que la mujer exitosa o el hombre exitoso, pueden compensar esa sensación de ninguneo de su pareja, pero para ello es necesario que ella (o él) haga un esfuerzo extraordinario (si es que le interesa la relación): que le recuerde constantemente que la admira, que la mime mucho, que los/as trate en el ámbito íntimo como si fueran reyes o reinas, que les lleven el desayuno a la cama, etc. Quizás así, el pobre hombre o la pobre mujer, podrán sobrellevar la carga de ser ninguneados y opacados por la luminosidad de su pareja. Por el contrario, a los amigos menos dotados intelectualmente, se les puede aconsejar que disimulen un poco su limitación intelectual o que la compensen con logros sociales, para mantenerse en el mercado femenino o simplemente para encontrar y no perder a sus parejas. Porque puede ser verdad que las oportunidades de nosotros los hombres se incrementen en un 35% por cada 16 puntos de aumento en el nivel de inteligencia. Resultado: mejor ejercitar el cerebro y aparentar éxito profesional, que ir al gimnasio a sacar cuadritos. ¿Será que ellas nos prefieren inteligentes, pero bien burros de la cintura para abajo?

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10.

”Desde el Jardín” de Peter Sellers o la necesidad de darles la razón y parecer inteligentes

Dado que las mujeres se enamoran del tamaño del cerebro tanto o más que de los demás miembros (¿será que el tamaño sí importa?), a los amigos menos dotados intelectualmente, se les debe aconsejar que disimulen un poco su limitación y que la compensen con logros sociales, para mantenerse en el mercado femenino o para encontrar y no perder a sus parejas. Sacar cuadritos en el gimnasio puede ser una opción, pero no parece suficiente. Otra es aprenderse algunas frases célebres, invitarlas a ver la película que les gusta (y aparentar que también nos gusta), alabar su escrito o su estofado y parecer que nos deliran sus monólogos. Y puestos a hacer recomendaciones, actuar como Peter Sellers en la película “Being There” (Desde el Jardín): aparentar que ponemos atención, hablar poco (somos dueños de lo que callamos y esclavos de lo que decimos, recuerdan los afiches de las bibliotecas). Y, dado que tendremos que decir algo, convendrá hacerlo con metáforas genéricas (de esas que se leen en los horóscopos o en los Oráculos de la Grecia Clásica). En la película (y en el libro que le dio origen), el actor inglés personifica a Chance, un jardinero analfabeto que luego de vivir encerrado en una casa y dedicarse a sus plantas y a ver televisión, ante la muerte del dueño de la propiedad, debe salir por primera vez al exterior, siendo ya un adulto. Después de transitar sin rumbo por unas horas, la esposa de un millonario (Shirley Mac Laine) lo atropella y lo lleva a recuperarse a la mansión de su marido moribundo. Se relaciona entonces con un importante hombre vinculado a la economía de los Estados Unidos, que además es amigo del presidente de ese país. Recordemos que Chance era una especie de “retrasado mental” que sólo sabía de jardinería y que sus comentarios siempre se limitaban a ese campo de conocimiento y a ver televisión (“I like to wach”, le dijo a Shirley cuando está lo provocó sensualmente). El caso es que en una fortuita reunión del jardinero con el Presidente, cuando es interrogado sobre la economía del país, respondió metafóricamente, y habló de los "ciclos" de las plantaciones y de la época de 32


cada flor. El Presidente, entonces, interpretó todo como una metáfora fabulosa sobre el futuro de la economía estadounidense, cuando claramente el personaje no sabía ni las tablas de multiplicar. Pero parecía inteligente e interesante. Eso es lo que importa, según dicen. Los menos dotados, entonces, después de oír a nuestras mujeres con atención (aunque no entendamos ni torta), podemos aparentar inteligencia diciéndoles que sus ideas nos parecen brillantes, y agregando en tono intelectual: “¿has pensado en la alternativa?” Ellas, entonces, analizarán y discurrirán sobre las alternativas y llegarán a una nueva conclusión. Nosotros, entonces, les confirmaremos sus tesis: “ves, es posible pensar diferente.” En ese momento, creerán que somos más inteligentes que Einstein, sobre todo porque reconocemos la inteligencia superior de nuestra mujer. Cuando agotemos esa fórmula, podremos responderles con frases trilladas: “lo que dices me parece bien, pero, ¿has pensado en los pros y los contras?”, “¿has puesto las cosas en una balanza?” o “piensa si lo que quieres es más importante que lo estás descartando”. Desde Sócrates hasta nuestros días, preguntar al contertulio para que él mismo se responda, es la fórmula más inteligente de disimular alguna limitación intelectual. Ojo, no digo que los Diálogos de Platón (en los que Sócrates es el protagonista), no sean geniales (como en verdad lo son). Lo que digo es que su método “dialéctico” puede ser usado decorosamente por un imbécil. La diferencia, claro, es que Sócrates llevaba a su contertulio a las conclusiones que él quería destacar, mientras que a nosotros nos basta con que ellas lleguen a la conclusión que quieran. De todas maneras, probablemente, será la única que aceptarán. Si lo que hacen nuestras féminas es despotricar en contra de un ex novio o ex marido, o en contra de los hombres en general o de sus madres y del país, bastará con decirles que tienen razón y que compartimos su opinión. De esta manera, quedaremos bien, pareceremos los seres más comprensivos y disimularemos nuestras limitaciones.

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11.

Las mujeres arriba, el test de la gabardina y algunas diferencias entre machos y féminas

Desde la acera de enfrente, se dice que los hombres hemos tenido tantas ventajas históricas, que ahora toca el turno a las mujeres (“las mujeres arriba”, diría la película de Penélope Cruz): ellas son mejores gobernantes, mejores consejeras, más humanas, más sensibles, más pacíficas, más comprensivas, más guapas, más inteligentes y un largo etcétera. Como el resto de mis congéneres, reconozco la superioridad intrínseca de las mujeres. Lo hago por principio respecto de todas en general, pero más aun cuando se parecen a Jessica Alba, Angelina Jolie, Jennifer López, Valeria Marini o Sophie Marceau. ¡A que están guapísimas! Reconozco, sin embargo, que a pesar de nuestra inferioridad general, todavía es verdad que, por resabios históricos, culturales, etc., los hombres tenemos algunas ventajas: por lo pronto, nos exigen la doble jornada en la casa y en el trabajo, pero apenas si la cumplimos; nos prohíben las salidas nocturnas, pero nos escapamos un poco más; necesitamos más a las mujeres que ellas a nosotros, pero pensamos más en plural que en singular; nos imponen cuotas de género pero todavía ganamos más (aunque solo fuera por resabios machistas o porque podemos hacer más horas extra); nos piden cuadritos en el estómago, pero nos aceptan un poco panzones; podemos comernos un banano en público sin ruborizarnos y nos basta un pequeño incentivo visual para entusiasmarnos con una mujer. Vamos, que no necesitamos flores ni candelas, ni preludios, ni películas románticas, para ponernos calientes. Hay también algunas diferencias entre los hombres y las mujeres que son bien significativas. Si, por ejemplo, una mujer se va al centro de la ciudad, vestida con una gabardina y un calzón diminuto, y se quita la gabardina en público, 200 hombres la veremos con admiración y otros 200 tratarán de ligarla (para ello, bastará con que no sea muy fea). En cambio, si un hombre hace exactamente lo mismo y se abre la gabardina, el resultado más previsible será que se mofen de él –y yo el primero- o que le caigan 200 policías encima, mientras las mujeres correrán y gritarán despavoridas (a menos que el que lo haga sea el David de Miguel Ángel, el “Naked Cowboy” de Times Square o algún remedo de Adonis 34


contemporáneo). Pero como el susodicho de la gabardina probablemente adolezca de esos atributos, será condenado irremediablemente por depravado. Yo, en cambio, lo condenaría por estúpido. Las diferencias a favor y en contra siguen corriendo. Las modelos ganan mucho más que los modelos y los deportistas más que las deportistas, aunque en ambos casos, trabajen las mismas horas; la sociedad está dispuesta a favorecer a nuestras mujeres en materia de jubilaciones (aunque vivan más, pues muchos sistemas públicos de pensiones, les permiten jubilarse antes), de salud (más del 60% de los servicios sanitarios se dirigen a ellas) y hasta en las prisiones (siempre estaremos dispuestos a pagar un poco más “per cápita” por las prisiones para mujeres que para hombres). Además, las mujeres tendrán mucho más opciones de perdón, absolución, indulto y mucho menos años de castigo penal, por los mismos hechos (al fin y al cabo, son menos violentas y se redimen mucho más, como sabemos). Cuando se plantean las cuotas de género, las mismas se interpretarán y aplicarán a favor de ellas y hasta se eludirá exigirlas cuando la discriminación sea inversa (a un partido feminista, seguramente, se le permitirá no cumplir con las cuotas de género que se les exigiría a los demás partidos). Si una mujer denigra o insulta a su pareja, su acción no llegará ni a la categoría de contravención (no sancionada), pero si un hombre hiciera lo mismo con su pareja, la pena de cárcel podría ser la prevista. El “femicidio”, hoy, es más castigado que el “homicidio”. En lo penal, como en las catástrofes, vale más la vida de un género que la de otro. Se dirá que ello es necesario para compensar miles de años de sufrimientos y vejaciones que han sufrido las mujeres por culpa de nosotros los hombres (así, en genérico). Que la discriminación inversa (“afirmative action”) es necesaria para revertir las discriminaciones fácticas y hasta legales que aún resuenan. Bien, muy bien. ¡Y algunos creían que seríamos iguales ante la ley! El caso es que, como dije antes, las mujeres merecen estar arriba y nosotros donde sea, siempre que nos tengan y nos mantengan a su lado. Y es que nuestras amadas mujeres no solo son mejores en lo emocional y más enfocadas en lo profesional, sino que tienen y tendrán mejor prensa y apoyo social. ¡Se lo merecen!, decimos con convicción. 35


LA VIDA EN PAREJA 12.

Bovarismo, Ana Karenina, Thelma y Louise y el síndrome de la Casa de Muñecas.

A partir de la segunda mitad del siglo antepasado (unos 150 años atrás), una parte de la literatura occidental se decantó por sacar a relucir la soledad o la angustia existencial de mujeres aparentemente bien casadas, con hombres de reputación intachable pero déspotas, inflexibles o simplemente aburridos. Madame Bovary de Flaubert, Anna Karenina de Tolstoi, la Casa de Muñecas de Ibsen en el siglo XIX, hasta llegar a “Thelma and Louise” (film del año 1991), con Geena Davis, Susan Sarandon y Brad Pitt. En “Madame Bovary”, Flaubert nos cuenta la historia de Emma Roualt y de su esposo Charles Bovary, médico rural y pequeño burgués. Emma se desencanta de él y se enferma de la sencilla y llana vida que le ofrece su nada romántico marido. Estando Emma embarazada, Charles busca una solución a su padecimiento y sin nunca sospechar la verdadera causa de su enfermedad, se traslada a la ciudad de Yonville, donde los Bovary conocen a un practicante de leyes llamado León, amante de la música y de la literatura, un romántico que inmediatamente hace migas con Emma, amistad que se torna en amor mutuo inconfesado. Cuando nace su hija, Emma toma distancia de León y éste, confuso y desilusionado, emigra a Paris. Emma vuelve entonces a deprimirse. Llena de frustración y desilusión, conoce a Rodolphe Boulanger, en el cual Emma ve reflejados sus sueños románticos. Se hacen amantes y Emma comienza a gastar dinero desmesuradamente. Mientras planea la huida de ambos, Rodolphe la abandona. Emma cae nuevamente enferma y en su lenta recuperación se reencuentra con León en el teatro. Comienza un nuevo romance con León, mientras Emma sigue endeudándose hasta que la situación financiera de los Bovary, se torna insostenible. Al encontrarse abandonada por sus amantes y rodeada de gente que no ama, Emma toma la decisión de suicidarse con arsénico. Charles finalmente se da cuenta de todo, la perdona y luego muere de amor.

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En Anna Karenina, de León Tolstoi (publicada en 1877), Anna es la esposa de Alekséi Karenin, un oficial del Gobierno ruso, pero se enamora de otro oficial, el Conde Alekséi Vronsky, después de conocerlo en la estación de tren de Moscú y de haber bailado una mazurca con él en una fiesta. Cuando Anna le cuenta a su marido de su affaire, él se niega a separarse de ella y la amenaza con no dejarla ver a su hijo Seriozha si lo abandona. Luego, Karenin encuentra la situación intolerable y empieza a pensar en el divorcio, pero cambia sus planes cuando descubre que Anna está muriendo durante su segundo parto. Al lado de ella, Karenin perdona a Vronsky, quien intenta suicidarse por el remordimiento. Sin embargo, Anna se recupera, dando a luz a una hija a la que llama Anna ("Annie"), y se marcha con su amante Vronsky a Europa sin haber obtenido el divorcio. La Casa de Muñecas es una obra de teatro de Henrik Ibsen (noruego), y se estrenó en 1879 en Copenhague. La obra describe la situación en la que se encuentra Nora. Su padre es un hombre conservador y bien situado socialmente, sin embargo trata a Nora como si fuera su propiedad. Su marido, Torvald Helmer, no se diferencia mucho de su padre y la considera también simplemente un objeto más de su propiedad. Torvald Helmer y Nora estaban casados desde hacía ocho años y tenían tres hijos. Tenían una posición acomodada y habitaban una vivienda de gran tamaño. Con ocasión de la Navidad, Torvald le cuenta a su mujer que será promovido a Director del Banco en el Año Nuevo, pero él se entera que ella lo había engañado para ayudarlo años atrás. A partir de entonces, él la acusa y la trata de criminal. Después la perdona, pero Nora le dice que su padre la trataba como una pequeña muñeca y que ahora él, Torvald, la trata como a una muñeca grande y que los tres niños son asimismo sus muñecos. Nora, entonces, abandona a su marido y a sus hijos al mismo tiempo que analiza la moral y el rol del hombre y la mujer en la sociedad. En Thelma and Louise, Geena Davis encarna a una mujer casada, ama de casa aburrida y pasiva, que huye de un marido controlador, Darryl. Ella se va de vacaciones con una amiga, una camarera soltera quien le parece una mujer organizada y fuerte, Louise (Susan Sarandon), pero que vive con un trauma aparente de su pasado. Toman su Thunderbird convertible del 66 y se marchan como heroínas de la carretera. En el fondo, están huyendo, con tan mala suerte 37


que a la salida de un bar se enfrentan a un vaquero borracho que trata de violar a Thelma, entonces Louise toma el arma que cargaba Thelma y lo mata. Temerosas, deciden huir de la escena del crimen y en el camino se topan a un tal J.D. (Brad Pitt, en su primer papel importante), quien es un ladrón. Thelma se entusiasma y se acuesta con él, experimentando un despertar sexual (sexual awakening). Como es de esperar, él se roba el dinero que les llevó el novio de Louise y, entonces, deciden avanzar asaltando una tienda, pero la policía sigue sus pasos hasta el Gran Cañón de Colorado. La película termina cuando ellas saltan al precipicio para morir juntas, mientras la cámara recalca los momentos felices que tuvieron juntas. El caso es que una mujer que parecía poca cosa, Thelma, de pronto se revela agresiva, determinada, tomadora, sexualmente liberada. Lo interesante del caso, es que esas obras fueron escritas por hombres, quienes resaltaron el papel de esposas frustradas de sus protagonistas y nos hicieron que nos solidaricemos con ellas, a pesar de que eran ellas las que dejaron a sus maridos y hasta a sus hijos. ¿Se imaginan a cuatro mujeres intelectuales escribiendo a favor de hombres que abandonan a sus esposas porque están frustrados sexualmente y oprimidos en sus hogares? De cualquier manera, en esas obras subyace el retrato de una mujer insatisfecha conyugalmente. En todas, las protagonistas son mujeres que realizan algún acto incomprendido socialmente: adulterio, escaparse con otro hombre, con otra fémina, o simplemente huir. ¿De quién? Del marido, obviamente, pero probablemente de algo más. Probablemente de lo que algunos psicólogos llaman “bovarismo”, es decir, del “estado de insatisfacción crónica de una persona, producido por el contraste entre sus ilusiones y aspiraciones (a menudo desproporcionadas respecto a sus propias posibilidades) y la realidad, que suele frustrarlas”. El término fue utilizado por Jules de Gaultier en su estudio Le Bovarysme, la psychologie dans l’œuvre de Flaubert (1892), en el que se refiere a la protagonista de la novela de Gustave Flaubert, y que se ha convertido en el prototipo de la insatisfacción conyugal (ver Wikipedia). Es como el “síndrome de la casa de muñecas”. Aunque afirmen lo contrario, un mundo sin retos, un matrimonio estándar, un patrón de comportamiento 38


predecible y políticamente correcto, una monotonía aparente, una familia lineal, una casa de fábula, un príncipe encantado, pueden ser más soporíferos e insufribles para una mujer que un mundo inestable, un vicio inconfesable, un acuerdo disfuncional, un reto constante o una redención pendiente. Para muchas mujeres, como para Virginia Woolf, "la vida es un sueño, el despertar es lo que las mata". Así, pues, si queremos que nos quieran, cuando el sueño se les acabe, convirtámonos en sus fantasías eróticas o cambiemos el tono de los mismos, pero no las despertemos nunca. Cuando nuestras pesadillas las agoten, reinventémonos y volvamos a ser sus sueños, y así sucesivamente, pero nunca, nunca jamás, seamos predecibles para ellas.

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13.

Lady Di o la mujer soporta casi cualquier cosa, menos que seamos aburridos.

A propósito de Madame Bovary, Anna Karenina, la Casa de Muñecas, Thelma y Louise; recordé el síndrome de la casa de muñecas o de la mujer ausente. Dado que sus protagonistas vivían en diferentes momentos y culturas (Francia, Rusia, los países nórdicos, Estados Unidos), parece obvio que se trataba de un patrón reiterado y predecible de conducta (al menos, a nivel literario). Puestos a ensayar hipótesis, diremos que sus protagonistas estaban aburridas. Sí, aburridas y ya sabemos que una mujer es capaz de soportar casi cualquier cosa, menos a un marido aburrido. Pero, claro, es difícil justificar una actuación social –abandonar el hogar- fundándose en el simple aburrimiento. Tras que deben soportar a un soso, deben tragarse el no tener una excusa socialmente aceptable para expresar su hastío. En esos casos, el único camino que les queda es huir de nosotros, con cualquier excusa o sin ninguna excusa. Cuando no se atreven a dar ese paso, lo que más puede convenir a sus intereses es provocar que seamos nosotros los que realicemos un acto socialmente innoble, para que ellas puedan encontrar la excusa que necesitan y el bálsamo a sus heridas. Si los sosos gozan de reputación social, no encontrarán esa excusa y entonces solo tendrán dos opciones, hacer las de Madame Bovary, Anna Karenina, Nora y Thelma, o seguir los consejos de sus abogadas y de sus amigas más inteligentes. La primera opción, es aplicable a maridos sosos, pero déspotas e insensibles. Frente a los que se pasan de buenos (que somos la gran mayoría), ni siquiera necesitan aquella excusa (al menos no para la pensión alimenticia, aunque sí para justificarse ante sus madres, tías, suegras, amigas, ellas mismas y otras cosas del montón). Los buenos cumplirán su función de dejarles la casa, la pensión, los muebles y hasta los niños (salvo para los fines de semana, pues ellas necesiten salir con sus nuevas parejas). Cuidaremos de ellos todas las veces que sea necesario y, además, cumpliremos fielmente con los deberes de nuestro destino (me refiero al pago puntual de la pensión). Las susodichas, para 40


redimirse un poco, dirán que más bien pidieron mucho menos de lo que les correspondía (digamos, solamente el doble de lo que la Ley les asignaría). Pero vamos, que lo que queremos no es perderlas ni tampoco perder el patrimonio. Si las queremos y no queremos perderlas, nuestro primer deber es no dejarnos aburrir y, menos aun, aburrirlas a ellas. Me dirán los amigos más avezados, que ellas pueden ser la razón de lo mismo que nos culpan y algo de sustento tendrán. En teoría, al menos, nos quieren tranquilos, sosegados, predecibles, solventes, sobrios: en una palabra, sosos, pero luego se quejarán de lo que somos (o de lo que terminamos en convertirnos, en nuestro afán de complacerlas). Algunos afirman que la Princesa de Gales, Diana Spencer (o Lady Di), se cansó de las infidelidades del Príncipe Carlos y que, en compensación, buscó soporte sentimental en el Capitán James Hewitt. En beneficio del argumento, digamos que es verdad, pero esa verdad, ¿no encerrará una más profunda? ¿No se habrá cansado de la monotonía de su Príncipe Encantado? ¿No será que el Príncipe le parecía soso? ¿No será que, simplemente, era predecible, imperturbable y aburrido? Ojo, puede ser que para otras damiselas y para Camila Parker Bowles, Carlos siguiera siendo un príncipe atractivo y dechado de virtudes. Pero en la acera de enfrente (la de Diana Spencer), el tal Dodi al Fayed, no era tal vez un Príncipe, ni tampoco un guaperas, pero al menos estaba forrado y le daba “vida y motivos de crítica” a nuestra Princesa favorita. Hasta su misma muerte –accidental o provocada, según las versiones al uso- en un carro a toda velocidad en las calles de París podría ser símbolo de su misma liberación junto a su amado Dodi. Algo así, como Thelma y Louise lanzándose al abismo del Gran Cañón del Colorado. ¿Qué se llevó a la tumba?, se preguntan las revistas del Corazón.

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14.

“El Enfermo Imaginario” de Moliere o la vocación redentora de nuestras mujeres

Asumo que conocemos el argumento básico del Enfermo Imaginario de Moliere, pero si ese no es el caso, lo resumo lo mejor que puedo con la ayuda de la Wikipedia: el protagonista se llama Argan, quien cree estar enfermo siempre, es decir, es un hipocondríaco (cuidado, las mujeres siempre dicen que los hombres somos hipocondríacos y algo de verdad tendrán). El caso es que su esposa Béline le prodiga tiernos cuidados, pero en realidad no hace más que esperar su muerte para poder recibir su herencia. Argan, en su locura, ordena constantemente que se le practiquen sangrías y purgas, y toma todo tipo de remedios, “dispensados por unos médicos pedantes más preocupados por complacer a su paciente que por su propia salud; y que no quieren más que su dinero”. Para que su amo coma bien, Toinette, su criada, se disfraza de médico y le da consejos más razonables. Angelique, su hija, quiere a Cléante, lo cual disgusta a Argan, ya que Cléante es pobre. Él preferiría ver a su hija casada con Thomas Diafoirus, el hijo de un médico. Para sacarles del apuro, Toinette pide a Argan que se haga el muerto; después manda llamar a su mujer, quien manifiesta una inmensa alegría de verse liberada de su marido, ya que lo cree muerto. Toinette llama entonces a Angélique, y ésta demuestra una aflicción auténtica y sincera por la muerte de su padre. Argan termina entonces con su farsa y acepta la unión de su hija con Cléante, a condición de que éste se convierta en médico. Su hermano, Béralde, le aconseja convertirse él mismo en médico, lo cual acepta. La obra se termina con la ceremonia de entronización de Argan en la medicina. La comedia de Moliere, quizás nos sirva para descubrir un camino posible para garantizar (si es que en el amor puede hablarse de garantía) la felicidad de nuestras mujeres. Argan se finge muerto, para descubrir la naturaleza de su mujer y de su hija. Nosotros, no necesitamos llegar a tanto, bastará con enfermarnos de verdad (y hasta de manera imaginaria como en la obra de Moliere). Aunque ello no nos sirviera para descubrir la naturaleza de nuestras abnegadas mujeres, sí que servirá, seguramente, para reconocerles su superioridad moral y permitirles cumplir su misión “redentora”.

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Hacernos los enfermos por un tiempo, para darles el placer de sentirse víctimas de nuestros desvaríos y, de paso, evitar que vayamos al estadio o al bar con nuestros amigos. Cuando nos enfermemos, eso sí, convendrá someternos momentáneamente a los designios de nuestras mujeres para darles un respiro, un momento supremo: reconocernos sus esclavos, aunque aparentemos ser sus amos. En esos momentos, se sentirán plenas, “realizadas” (anglicismo) y ostentarán una sonrisa de misión cumplida. Mejor aún si pueden contarles a sus amigas, todo lo que están sufriendo por nosotros. Después de la satisfacción que les produce afirmar su dolor en el parto (lo que demuestra, su superioridad intrínseca), y de recordarnos que nosotros no sabemos lo que es sufrir (menuda ganga, pensamos). Después de esa satisfacción de saberse monopolizadoras del dolor supremo (Dios guarde alguien les diga que hay dolores superiores y que los hombres también podemos padecerlos, eso sería como robarle las joyas a la Corona), solo hay algo cercano: darles el placer de reconocer su sufrimiento, su entrega a nuestro dolor y a nuestra debilidad. Por otro lado, además, podemos darles el placer de demostrarles que ellas tienen razón, que somos débiles e incapaces de sobrevivir sin ellas (pero en singular, porque no soportarían pensar que podamos apoyarnos en otras). No es un tema de celos sexuales (como los que podemos padecer algunos hombres), sino de algo más profundo: son celos de cualquier otra mujer que les quite el cetro: la suegra, la hermana, la hija, una amiga, etc. Aparte de esos momentos supremos (para ellas, porque para nosotros serán de lo peor, y eso porque nosotros no sabemos fingir una enfermedad: o la tenemos de verdad o terminaremos teniéndola realmente), lo importante es no dejarnos poner las banderillas. Eso es lo fundamental, pero no tanto por nosotros mismos, como por ellas. Me explico: si logran su misión (de curarnos), se acabará su reto y al acabarse el mismo, se sentirán vacías, huérfanas, sin misión. En cambio, mientras no logren cumplir su misión, les damos una razón para seguir adelante, para quejarse con las amigas y con sus hermanas, para demostrar que ellas también son sufridoras, solidarias con el sufrimiento de sus madres y el de todas las mujeres del mundo. Si no les damos motivos para sufrir, ¿cómo demuestran su solidaridad con sus madres y con las demás mujeres? 43


De tiempo en tiempo, por eso, conviene enfermarse un poco. No tanto, como para que encuentren la excusa perfecta a la infidelidad, sino solo lo suficiente para lograr cumplir su vocación suprema. Ya sabemos que más mujeres dejan a los hombres sobrios y tranquilos, que a los alcohólicos, viciosos, jugadores, mujeriegos o parranderos. Los psicólogos, los abogados de familia y los consejeros matrimoniales saben más de esto. A los primeros, presumo, no pueden redimirnos (nacimos redimidos). Los segundos, en cambio, les damos una tarea subyugante, digna de la madre Teresa: redimirnos, corregirnos, enmendarnos, en una palabra meternos en la casa, encasillarnos, ordenarnos, recuperarnos. Pero el éxito estará en no dejarnos subyugar (aunque lo intenten mil y una vez), porque entonces dejaremos de serles atractivos, al quitarles su papel de redentoras.

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15.

“Divorcio a la Italiana” o la manera menos costosa de terminar un matrimonio agobiante

Aburrirnos y aburrirlas puede ser un camino sencillo y barato para terminar una relación que no nos interesa mantener, sin cargar con el cien por ciento de la culpa ni de la pensión alimenticia. Pasar por impotente o por cornudo, aconsejaba un amigo, puede ser un camino doloroso pero exitoso para lograr el objetivo de que nos dejen (ojo, cuando eso es lo que queremos) o de que nos den la excusa social y legal para dejarlas. Algo así como una versión “light” del “Divorcio a la Italiana”, película del año 1961 (Oscar al mejor guión original), en la que el protagonista, Fernando (Marcelo Mastroianni), cansado de su bendita y rica mujer (me refiero a su dinero), se ha enamorado locamente de Angela, su guapísima sobrina, una joven de 17 años. Cuando descubre que ella le corresponde, urde un plan perfecto para terminar con su esposa sin divorciarse: un crimen pasional, castigado levemente por el Código Penal. Para ello, tiene que lograr que ella le ponga cuernos, “empeño difícil por la fealdad y buenas costumbres” de Rosalía, su mujer. Primero, se manifiesta poco cariñoso y aburrido con ella. Segundo, invita a un tal Carmelino, un antiguo admirador de Rosalía (ya ven, nunca falta un roto para un descosido), para que le enseñe su arte y la conquiste o, por lo menos, para que aparente tener un affaire con ella. Tercero, se encargará de que el pueblo entero lo tenga por cornudo y lo señale con el dedo inquisidor. En cuarto lugar, aparentará que los ha sorprendido yaciendo juntos y que, para recuperar su dignidad socialmente diezmada, solo le quedó la opción de matar a la casta de su mujer y al incauto de Carmelino. Y a partir de entonces, según su plan, cumplido el proceso judicial de rigor, sería perdonado por causa de su “pasión y razón obnubilada” (provocada por la angustia de su aparente condición de cornudo y por una crítica social insoportable), lo que le permitirá disfrutar de su “divorcio” y de su amante. Pero no se trata de llegar a tanto, basta con aburrirnos y aburrirlas, para que sean ellas las que se obstinen de nosotros y nos quieran dejar. Excusarán la ausencia a cualquier fiesta, cena o compromiso, afirmando que están enfermos o deprimidos (lo de las jaquecas y migrañas es monopolio de ellas). No será fácil, 45


porque mientras dure la comedia, no se nos permitirá ir al Estadio ni con los amigos al bar (de la casa a la oficina y de la oficina a la casa, punto), puesto que si acuden a esos lugares, en lugar de aburrirlas, podrían hasta ponerlas celosas (y entonces podrían enamorarse más intensamente). Agacharán la cabeza y parecerán deprimidos e impotentes (algún alivio solitario, evitará las calenturas y probará nuestra impotencia). El fin de semana, apenas si bañarse, pero nada de peinarse ni rasurarse. Levantarse deprimidos y dormirse en medio de la película que les encanta. Para asegurarse que las amigas y familiares de ella, están de acuerdo con el diagnóstico de aburridos, es esencial comportarse como tal delante de ellos. Así tendrán ellas la excusa perfecta para abandonarnos. Para cumplir el guión, es conveniente propiciar que ellas puedan ir a las fiestas solas y propiciar, además, que adopten una actitud libertina (salir en las noches a tomar copas con sus amigas al café-bar de alterne, es un comienzo tradicional). Así, hasta ratificarán el dolor y la humillación que están viviendo, con lo cual podrán pelear un divorcio conveniente. Los criticarán, los vilipendiarán. A las demás mujeres que conozcan del proceso, les parecerán reprochables y los seres más aburridos. Salvo que la inclinación redentora de sus mujeres esté exacerbada, hasta les harán la seña con los dedos índice y meñique levantados. Serán ninguneados, pero estarán libres y luego, felices y llenos de vigor sexual, lograrán compensar esa etapa y ligarse a las más guapas. Y además, estarán absueltos de antemano. Fue la mujer la que faltó y por eso tendrán derecho también a ser felices, etc. Eso mismo es lo que ocurre cotidianamente en la acera de enfrente. Algunas mujeres aparentan o sienten jaquecas constantes, se deprimen, rechazan a nuestros amigos y a nuestra familia, dejan de hacernos el amor y a lo sumo prestan sus cuerpos inertes para que nos sirvan de receptáculo conyugal… Entonces, nosotros, incautos por naturaleza, actuaremos conforme al guión que nos trazaron: nos buscaremos un consuelo femenino momentáneo y, ¡sácatelas!, seremos descubiertos y seremos condenados por adulterio, entregaremos nuestros bienes y seremos obligados a pagar una pensión de por vida. Si ellas logran hacerlo, ¿por qué no podremos hacerlo nosotros? Me temo que no será tan fácil, porque no somos tan inteligentes como ellas y porque la crítica 46


social hacia el cornudo es infinitamente más cruel que la que se atribuye a la “esposa desesperada”. Si Eva Longoria le pone cuernos a su marido, la admiramos hasta nosotros (bueno, la admiraríamos de cualquier manera). Si Michael Douglas, en cambio, sucumbe momentáneamente ante Glenn Close en “Atracción Fatal”, es condenado por infiel. Nosotros lo condenaríamos también, pero por meterse con esa bruja.

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16.

Ortega y Gasset, los arquetipos o “la mujer se casa con el artista porque es artista y luego se queja de la bohemia”

José Ortega y Gasset, filósofo español por antonomasia, en su “Mirabeau o el Político” y a propósito de su más grande reflexión sobre el arquetipo del político, nos lanza una reflexión a modo de metáfora y que empalma a la mujer con la humanidad (por algo, las dos son femeninas): “La humanidad es como una mujer que se casa con un artista porque es artista y luego se queja porque no se comporta como un jefe de negociado” (léase, como un hombre amoroso, ordenado, puntual y fiel). Es decir, se casa con el artista porque tiene los atributos naturales de su profesión (la creatividad, la sensibilidad, el desorden, la pasión, la bohemia y la vitalidad), pero lo quiere sin las condiciones que lo hacen posible, entre las cuales, con toda seguridad, habría que incluir sus vicios y su bohemia. Quiere sus virtudes y su pasión, sin tener que pagar el precio de sus limitaciones, de su desorden de vida marital y de sus vicios. La mujer se casa con el artista porque es artista y luego se queja de la bohemia, en términos más sencillos. ¿Cómo saber qué es lo que quieren las mujeres? Mel Gibson, parece que lo descubrió en la película del mismo nombre, pero nosotros no podemos transmutarnos y difícilmente las entendemos. En beneficio del argumento, diremos que a las mujeres también les cuesta entendernos (¿será que somos de Marte y ellas de Venus?). Obsérvese que Ortega no hablaba del ideal, sino del arquetipo. Lo del arquetipo es algo importante porque se contrapone a dos conceptos que parecen antitéticos: el ideal y la realidad. El arquetipo de un hombre no es la descripción del hombre ideal, ni tampoco del hombre común, sino la representación mejor de lo que puede ser un hombre, bajo las condiciones esenciales de su masculinidad (no de lo que las mujeres quisieran que fuéramos, sino de lo mejor que podríamos ser, sin dejar de ser lo que somos esencialmente). “Un arquetipo (del griego arjé, "fuente", "principio" u "origen", y typos, "impresión" o "modelo"), es el patrón ejemplar del cual otros objetos, ideas o conceptos se derivan”, dicen los diccionarios. Para Ortega y Gasset, el arquetipo 48


se opone al ideal: “Los ideales son las cosas según estimamos que debieran ser. Los arquetipos son las cosas según su ineluctable realidad.” A diferencia de Platón, de Locke y del mismo Jung, los arquetipos serían los “ideales posibles” (esto es, la versión mejor de lo que podemos ser, pero sin dejar de ser lo que somos: hombres). A algunas mujeres, sin embargo, les gustaría que fuéramos hombres ideales (no ideales de hombre como somos), y por ello pretenden que adoptemos su punto de vista, no el punto de vista masculino. Los hombres, en cambio, no pretendemos que las mujeres dejen de ser lo que son (nos gustan mucho como son): femeninas, que aparenten necesitarnos (aunque no sea cierto), lo que no se contradice con su éxito social, político, profesional o económico (bienvenido, siempre que no nos lo echen en cara, y no dejen de necesitarnos). Pero no queremos que las mujeres asuman nuestros gustos, nuestros defectos, nuestras manías (puede ser que nos guste gritarle improperios al árbitro, pero no nos gusta que ellas lo hagan). Por contraposición, muchas mujeres pretenden que seamos como ellas: sensibles, detallistas, cariñosos, que nos acordemos de todas las fechas –hasta del cumpleaños de su tía preferida (¿cómo es posible que se nos olvide?)-, de los problemas de sus amigas, de su perfume, de su talla de pantalones, que les reiteremos nuestra admiración constantemente, etc. Es decir, quieren que seamos como ellas. No quieren al ideal de hombre posible (nosotros), sino a un hombre “ideal” (falso y feminizado). Asumo, por supuesto, que no quieren que dejemos de ser hombres, pero algunas pretenden que lo seamos según sus parámetros (que no son los nuestros, sino los de ellas). Por eso, está bien lo de la nueva masculinidad (los psicólogos venden mucho con este concepto, así que bien por ellos), siempre y cuando no sea un invento para feminizarnos y feminizar a nuestros hijos. Está bien lo de que podamos llorar, pero por Dios, hagámoslo cuando realmente se amerite (la pérdida de un ser querido, un dolor profundo, un momento impactante), no cuando vemos un melodrama (eso puede lucirle a nuestra amigas, pero es insufrible en nuestros amigos). Está bien que podamos abrirnos y contar nuestros problemas, pero por Dios, no demos la lata con pensamientos melodramáticos a nuestro amigo del alma.

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17.

Las verdades de Disraeli, los éxitos de Rhett Butler, Tristán y Charlie, o simplemente rebeldes, mujeriegos e impredecibles.

Cuando éramos más jóvenes, adoptábamos los comportamientos en función de lo que –creíamos- nos podía ayudar a ligar a las mujeres que nos gustaban. No sabíamos cómo hacerlo, porque no tenemos la perspectiva femenina y por ello tratábamos de adoptar la postura y la conducta que asumíamos exitosa en nuestros congéneres. La de nuestros padres, por ejemplo, que ligaron a nuestras madres, o la de los compañeros que ligaban más. Aprendimos temprano, que los jóvenes sensibles, respetuosos, cariñosos, ordenados, leales, fieles, no les gustaban ni a sus novias. En cambio, los rebeldes, mujeriegos e impredecibles, seguían ligando y logrando éxitos de pareja, aunque las mujeres aparentaban quejarse de ellos. Observábamos que los arriesgados, lanzados, infieles, impredecibles, descarriados, eran los más exitosos en el campo que más nos interesaba (ligar mujeres). La respuesta obvia, natural, era tratar de ser como ellos. ¿Por qué les íbamos a creer a nuestras amigas cuando afirmaban que los detestaban, si eran ellos los que les gustaban a ellas? En éste, como en tanto otros casos, lo que importa no es lo que se afirma, sino lo que se actúa. Atribuyen a Benjamín Disraeli, primer ministro inglés de mediados del siglo XIX, la afirmación de que había tres tipos de verdades mundanas (las que pertenecen al campo terrenal, lo que excluye las verdades divinas o reveladas por Dios): 1) las que se afirman, 2) las que se prueban, y 3) las verdaderas, las que se apuesta por ellas. En materia de gustos femeninos, aprendimos hace mucho que también había tres verdades: 1) las que se dicen (lo que le dicen las chicas a sus madres), 2) las que se comparten (lo que le dicen las chicas a otras chicas), y 3) las verdaderas (lo que las chicas hacen en verdad, esto es, el tipo de hombre que les atrae –aunque digan que lo aborrezcan-). Y es que, normalmente, la tercera (lo que les gusta realmente), no coincide con la primera (lo que aprueban nuestras eventuales suegras y las de ellas). Puede ser que se casen con los tipos que dicen que les gustan, pero los que realmente las enamoran son rebeldes, lanzados y mujeriegos. 50


En Leyendas de Otoño (Legends of the Fall, 1994), es Tristán (Brad Pitt), rebelde y salvaje, quien logra enamorar a Sussana (Julia Ormond); y no el buenazo de Samuel (el chico bueno que la llevó como su novia a la hacienda de su padre, el Coronel retirado Ludlow, Anthony Hopkins), ni tampoco el más exitoso, predecible e irascible de Alfred (el hermano mayor, Aidan Quinn). Aunque después de la Primera Guerra Mundial, en la que muere el idealista de Samuel, ella se casa con Alfred (el recomendable), es obvio que está enamorada de Tristán (el rebelde). Los celos terminan por distanciar a los hermanos y enemistarlos hasta la muerte de Sussana y del hermano mayor (Alfred). Todo por una mujer (bueno, pero nada menos que por Julia Ormond). En Rebelde sin Causa (1954), es Jim Stark (James Dean), el muchacho rebelde, pendenciero e inestable, quien logra enamorar a Judy (nada menos que la guapísima Natalie Wood). En Lo que el Viento se Llevó (1939), Rhett Butler (Gary Cooper), negociante, mujeriego, iconoclasta, escéptico, es quien, al final, enamora a la hermosa, frívola, rica y caprichosa Scarlett O´Hara (Vivian Leigh). Aunque ella estaba encaprichada con Ashley Wilkes, sureño aristócrata y casado con su prima Melanie Hamilton (Olivia de Haviland), más nos parecía enamorada del descarado de Rhett Butler. En Casablanca (1942), Víctor Laszlo es admirado como líder de la resistencia checa contra los Nazis, por su esposa Ilsa Lund (Ingrid Bergman), pero es Rick Blaine (Humprey Bogart), bohemio, amargado y aparentemente desaprensivo y apolítico, de quien está enamorada Ilsa (aunque ella, al final, acepta su destino y ayuda al imperturbable de su marido). En “Two and a Half Men” (la comedia televisiva), es Charlie (Sheen), misógino, mujeriego, irresponsable y “botarata”, quien liga a todas las chicas de la serie, y no el buenazo, predecible, fiel y pazguato de su hermano Allan. Frente a ello, por supuesto que podemos escoger: 1) ser buenazos y casarnos con una mujer formalmente (Alfred en Leyendas de Otoño, Víctor en Casablanca, Allan antes de su divorcio), pero nunca lograríamos enamorarlas (aunque afirmen que nos “quieren”); o 2) por el contrario, ser poco recomendables, rebeldes y mujeriegos, porque ello nos permitiría enamorarlas de verdad (aunque se casen con otros). ¿Qué queremos entonces? También aquí, tenemos 51


dos opciones: 1) ser los compañeros recomendados por todas, menos por nuestras compañeras; o 2) ser criticables por todas, pero amados por nuestras compañeras (esposas, novias, amantes, etc.). La primera opción, puede ser útil y hasta recomendable socialmente. La segunda, sin embargo, es la que preferimos sinceramente. La mayoría de los hombres, admiramos a Tristán, a Reth Butler, a Charlie o a Rick; y muy poco a Allan, a Alfred, a Víctor y a Ashley. Aspiramos, como Sabina, a un amor apasionante: “Yo no quiero un amor civilizado, con recibos y escena del sofá; yo no quiero que viajes al pasado y vuelvas del mercado con ganas de llorar… Yo no quiero catorce de febrero, ni cumpleaños feliz… Yo no quiero domingos por la tarde; yo no quiero columpio en el jardín; lo que yo quiero, corazón cobarde, es que mueras por mí. Y morirme contigo si te matas y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren…” Las mujeres, en general, buscan a sus maridos entre los relativamente predecibles y circunspectos, pero a sus amantes entre los impredecibles, rebeldes y bohemios. Y, claro, nosotros, los hombres, no tenemos vocación de maridos, sino de amantes. Lo único que nos atrae de casarnos es la luna de miel y lo de tener y cuidar a nuestros hijos… El matrimonio es el precio que nos exigen nuestras mujeres. Nos parece un invento legal y religioso, a favor de las mujeres y de nuestros hijos. Probablemente a ellas les parezca un invento machista, pero a nosotros nos parece seguramente un precio –aceptable o muy alto- que hay que pagar para lograr un objetivo (mantener a nuestras mujeres y garantizar – relativamente- a nuestros hijos).

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18.

La caja de pandora y el afán femenino de revisarnos los bolsillos (o la computadora, el móvil y la agenda del celular)

En la mitología griega, Pandora, la esposa de Epimeteo, fue la primera mujer mortal, hecha por orden de Zeus como parte de un castigo a Prometeo (su cuñado), por haber revelado a la humanidad el secreto del fuego. Zeus se enfureció y ordenó la creación de una mujer que fue llenada de virtudes por diferentes dioses. Hefesto la moldeó de arcilla y le dio forma; Atenea le dio su ceñidor y la engalanó. Las Gracias y la Persuasión le dieron collares, las Horas le pusieron una corona de flores y Hermes puso en su pecho mentiras, palabras seductoras y un carácter voluble (lo cuento, como lo cuentan). Prometeo, conociendo la sentencia de Zeus, advirtió a su hermano que no aceptara ningún regalo de los dioses, pero Epimeteo no escuchó a su hermano y aceptó a Pandora, enamorándose de ella y finalmente tomándola como esposa. Le pidió únicamente que no abriera un ánfora cerrada que dejó en su casa. Hasta entonces, la humanidad había vivido una vida totalmente armoniosa en el mundo (algo así, como el Paraíso Terrenal de nuestra Biblia), pero Pandora abrió el ánfora (la caja, en la versión moderna) que contenía todos los males, liberando a todas las desgracias humanas (la vejez, la enfermedad, la fatiga, la locura, el vicio, la pasión, las plagas, la tristeza, la pobreza, el crimen, etcétera). Pandora cerró el ánfora justo antes de que la esperanza también saliera. Y corrió hacia los hombres a decirles que no estaba todo perdido, que aún les quedaba la esperanza. La versión moderna de Pandora es la de una mujer revisando la computadora (el ordenador portátil) del marido, su móvil o celular y los bolsillos de sus pantalones o de su maletín. Si se trata de una búsqueda informática, puede que no entiendan mucho del software instalado, pero puedo asegurarles que lograrán encontrar en la computadora lo que tanto buscan, tratando de descubrir en ellos una prueba delatadora o, subsidiariamente, unos cuantos billetes en nuestros pantalones. ¡Vaya uno a saber! Si no hay nada importante, pensarán que no han sabido hurgar adecuadamente o, peor aún, que el pobre marido es un pazguato que no tiene nada que ocultar (error terrible, mi buen amigo).

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Si uno de verdad quiere que le revisen los bolsillos, lo más prudente será advertirles que por favor no vean lo que tienen adentro, que lo único que pedimos es que no indaguen en nuestro ordenador personal ni en nuestro celular, porque harán exactamente lo contrario. Ya decía Manuel Azaña que si en España alguien querría mantener un secreto, debía publicarlo en un libro. Una forma simpática de hacerlas sentir mal por su intromisión, es ponerles un papel o un mensaje adentro de los bolsillos, un mensaje automático en la computadora o en el móvil/celular, que les diga algo que detesten oír o algo que queremos decirles, pero que no nos atrevemos… Así, cada vez que abran nuestra computadora o el teléfono móvil, sin nuestro permiso, encontrarán un nuevo insulto o la humillación de sentirse sorprendidas por nosotros. “Si abres este sitio, es porque estás pasada de peso o eres una gorda ordinaria”. “¿Qué andas buscando, coqueta barata?”, es otra opción. No olvidar lo de barata, porque lo primero lo pueden tomar como un cumplido, pero lo de barata jamás. “¿Qué te parece esto, deficiente?” “Si quieres ver algo sucio, haz clic aquí” (se tratará de un “link” que las llevará a una fotografía de nosotros en pelotas con una actriz famosa –Foto Shop lo puede todo-). Si todavía nos quieren, les dará pena haber roto nuestra confianza e intimidad. Si no nos quieren, les dará cólera. De cualquier manera, habremos cumplido nuestro objetivo. Si las queremos incordiar de verdad, les daremos pistas para que busquen más y más y que podamos disfrutar más y más. Así, cuanto más busquen, más niveles de satisfacción tendremos. En el móvil, pondremos los nombres de mujeres sospechosas y el teléfono de ellas, nos aseguraremos que crean que las llamamos recientemente y a horas inconvenientes, para que su búsqueda sea incitante. El teléfono será el de su amiga más fea (pero que no se lo sepan de memoria, para que cuando la llamen y se percaten de ello, les de pena o cólera de lo ingenuas que fueron). Otra opción es colocar el teléfono de un nosocomio, de un cardiólogo (para que crean que tenemos problemas cardiacos o de salud). Todavía mejor, si las hacemos creer que tenemos una enfermedad incurable y trasmisible. Así, cuando nos pregunten, les seguiremos la corriente, les contestaremos sospechosamente y con evasivas… Se pondrán furiosas, pero no podrán hacer nada, porque les dará pena reconocer que hurgaron clandestinamente en nuestra intimidad o les faltará la prueba que tanto 54


buscaban… Si creen que la encontraron, se darán en las narices cuando los demás descubran que fueron ellas las que invadieron nuestro círculo y sospecharon sin sustento de nosotros. Se sentirán achicopaladas…, y, como con casi todas las víctimas de estafas, lo que más cólera les dará será que no podrán hacer nada, porque ellas mismas crearon la condición para humillarse al violar la intimidad de nuestros bolsillos o de nuestros ordenadores. Por eso, según se dice, el timo de las estampitas es tan bueno. El timador se hace pasar por un tontito, para que el timado crea que lo va a timar, para al final descubrir que el timado fue él y no el tontito… O sea, que somos más tontos que el tontito. También podemos darles pistas y números sospechosos con nombres de mujeres también sospechosas, para que, cuando intenten llamar al número mencionado, oigan un mensaje automático de una mujer que, sin darles tiempo a hablar (eso ya es bastante logro), les reclamará por ser amantes de sus maridos (no hay nada mejor que otra persona las acuse de lo que ellas nos quieren acusar). Eso las pondrá furiosas, pero no tanto por el insulto o por el reclamo, sino por ver lo absurdo e imprudente de sus sospechas… Y, por si fuera poco, quedarán con la duda perenne. Eso, según dicen los entendidos, alimentará su amor.

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SUFRIR ME TOCÓ A MÍ, EN ESTA VIDA… 19.

¿Es tan corto el amor y tan largo el olvido? A propósito de las “mantis religiosas” y los consejos de Epicuro.

Algunos hombres y mujeres sensibles (“introducción a la teoría de la sensibilidad” diría un amigo avezado en estos menesteres), buscan el amor para sufrir, porque sin el sufrimiento difícilmente se sentirían vivos: “Vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero, que muero porque no muero…”, diría magistralmente Santa Teresa de Jesús. Pero su amor es superior y eterno, es el amor a Dios. En el ámbito terrenal, sin embargo, ¿será necesario demostrar que amamos porque sufrimos? ¿Tendrá razón Sabina, nuestro poeta, cuando afirma que “el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren”? El caso es que para los masoquistas del amor, este se les parece a la descripción de aquella canción de José José: “Casi todos sabemos querer, pero pocos sabemos amar…, amar es sufrir, querer es gozar…, el querer pronto puede acabar, el amor no conoce el final, es que todos sabemos querer pero pocos sabemos amar…” Ya ven, según el cantante mexicano, “amar es sufrir y nunca gozar…” Así, cualquiera prefiría querer y no amar. ¡Pero no, algunas personas, contra lo que podemos suponer, prefieren sufrir de amores! Parece entonces que es verdad que algunas almas sensibles buscan el dolor en el amor. Algo así como las “Mantis Religiosas machos” que al copular con sus hembras se dejan devorar por ellas (¿será que París bien vale una misa?). ¡Guao… eso sí que es el coito de la vida, lo demás son remedos de dolor amoroso! Ni el Marqués de Sade, pudo proponernos algo semejante. ¿Será que ese es nuestro destino? Algunas almas sensibles, decía, aspiran a un amor imposible para sufrir y encontrar inspiración… ¿Cómo, si no, emulan al Romeo de Shakespeare, al Werther de Goethe o al gran Gustavo Adolfo Becker? ¿Será posible escribir sobre las oscuras golondrinas que aprendieron los nombres de sus amantes (y que no volvieron), sin haber sufrido de amores? 56


Neruda agregará que “es tan corto el amor y tan largo el olvido”. ¿Será que vale tanto lo del amor? Si no, ¿cómo aceptaríamos disfrutar tan poco tiempo de él, para sufrir su ausencia (olvidarlo) por tan largo rato? Y hay quien agrega que lo del olvido se crece en la oscuridad de la noche, cuando estamos solos con la almohada y escuchamos a nuestro corazón llorando. “Tardé en empezar a olvidarla, 19 días y 500 noches”, agregaría Sabina. Los más optimistas, cantarán con Raphael de España (como si hubiera uno de Marruecos y otro de Panamá, como si llamarse Raphael fuera más elegante que Rafael a secas) que “estar enamorado es descubrir lo bella que es la vida, es vivir con el corazón desnudo… es olvidar la muerte y la tristeza…, es escuchar tu voz en otra boca...” ¡Ahora sí que la sacó del Estadio! Resulta que el amor es nada menos que “olvidar la muerte y la tristeza”. Algo tendrá el agua para que la bendigan, dirán los románticos. Otro camino es el que Epicuro denominaba “ataraxia”. Según él, la ataraxia es la esencia de la felicidad misma y se resume en su máxima: “si quieres hacer rico a Pitocles, no le agregues riquezas, disminuye sus deseos”. ¡Qué bonito se oye!, dirían los mexicanos. Pero no me lo compro, porque me suena a frase de agenda ejecutiva, y porque si la trasladamos al tema que nos ocupa, sería como decir: “si quieres ser amado, renuncia a amar, disminuye tus deseos.” Algo así como si quieres ser feliz, renuncia al placer carnal (como Sidharta y como Ghandi). Y no me refiero únicamente a la vocación vegetariana de los hindúes. Al contrario, me refiero al otro placer… ¿Será que así seremos felices? Lo dudo mucho…

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20. ¿Qué es el amor: escoger a una mujer o renunciar a todas las demás? El hedonismo y el adiós a la “esposa china” No hay pregunta más omnipresente y por ello más perturbadora que la pregunta por el significado del amor. El amor, ya lo hemos dicho, hay que vivirlo, disfrutarlo y, si se quiere, hasta sufrirlo, pero no tratar de comprenderlo. La ciencia dirá que el cerebro es el músculo del amor, la poesía dirá que es el corazón, y como en materia de amor la ciencia y la experiencia se descartan con facilidad, el símbolo de San Valentín seguirá siendo el corazón. ¿Se imaginan la respuesta de nuestra novia si a uno se le ocurre enviarle una tarjeta en forma de cerebro, en lugar de un corazón? Todo esto viene a cuento (y si no viene, poco importa), de la pregunta más impertinente para nuestras compañeras sentimentales: ¿qué es el amor: escoger a una mujer o renunciar a todas las demás? A nosotros nos parece que es lo primero: lo más hermoso es escoger a una mujer y ello porque al escogerla entre todas las mujeres, ella nos parece la mejor (por algo, la escogimos). A ellas les parecerá que para obtener su amor debemos renunciar a las demás mujeres. Entonces, pensamos, no habría mucho mérito en la escogencia de nuestra mujer, pues la renuncia a las otras, limitaría la escogencia a un momento determinado y negaría la posibilidad de seguirla escogiendo (en el presente y el futuro). Pues si desaparece la alternativa, entonces, ¿cuál sería el mérito de la escogida? O ¿será que solo interesa la escogencia original? Dirán, entonces, que la cuestión es un galimatías, porque los términos no son necesariamente antitéticos. Podríamos, dirían nuestras amigas más queridas, escoger a una mujer y renunciar a todas las demás (¿al mismo tiempo?, preguntamos). Podríamos también –a título de hipótesis- no escoger a una en particular y así no renunciar a ninguna otra; y podríamos –si tuviéramos vocación de ascetas- no escoger a ninguna y renunciar a todas las demás (guao…, menuda ganga), etc.

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De cualquier manera, si hemos de escoger a una mujer sin renunciar a las demás (ojo, no lo estoy recomendando, solo lo digo a título de hipótesis), conviene que lo hagamos siguiendo los consejos hedonistas de Epicuro. Según el susodicho, para ser felices, hay que seguir cuatro reglas: 1) aceptar el placer presente, pero 2) rechazarlo si nos percatamos que el mismo provocará un dolor futuro superior; 3) rehuir el dolor presente, pero 4) aceptarlo si prevemos que de él se va a derivar un placer futuro superior. Aplicadas las citadas reglas al tema que nos ocupa, debemos: 1) aceptar el placer presente: ligarnos a otra chica, pero 2) rechazar a esa chica si nos percatamos que el aceptarla nos provocará un dolor futuro superior (que nos pesque la mujer y nos degüelle vivos). 3) Rehuir el dolor presente: conquistar a la chica que nos provoca, pero, 4) aceptar el dolor de perder a esa chica, si prevemos que de ese rechazo se va a derivar un placer futuro superior. Esto es, si nuestra mujer está de muy buen ver y nos ofrece como recompensa a nuestra castidad, “una noche de copas, una noche loca, entre tus besos me perdí en su boca…” Pero, ¿será que reconocerá nuestra conmiseración y abstinencia?, o ¿creerá que solamente cumplimos con nuestro deber? Por más que lo añoremos, lo de “la esposa china” es cosa del pasado. Un amigo psicólogo decía que la “esposa china” era aquella mujer que, sabiendo las andanzas extramaritales de su marido, renunciaba al placer carnal y mantenía la condición de señora y favorita de la casa. El marido podría andar con otras, pero las otras serían siempre secundarias, porque el primer lugar en la casa y en la familia, lo tendría la original (las demás, no tendrían el sello de Louis Vuitton). Suena bien eso de la esposa china, me dijo otro amigo: mantener a nuestra mujer sin renunciar a las demás. ¡Qué ingenuo, por Dios! La mujer esa ya no existe. Las de ahora, tienen vocación monopolista. Cuentan que un marido mujeriego, por cierto, presentó su casó legal ante la Comisión de la Competencia por las prácticas monopolistas de su mujer. Cuál fue su sorpresa al descubrir que la Comisión esa estaba compuesta de mujeres.

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21. La mujer de Potifar, Fedra y “Disclosure” o el origen de las acusaciones por hostigamiento sexual Contra lo que solemos pensar, lo del hostigamiento sexual es cosa antigua y, a juzgar por los relatos bíblicos o literarios (El Génesis 39, Hipólito de Eurípides, etc.), las primeras hostigadoras fueron mujeres… Peor aún, en esos relatos se nos aparecen como hostigadoras y acusadoras. “Tras que la deben, la cobran”, dirán algunos amigos mal pensados. “Machismo puro y duro”, dirán nuestras amigas. La historia, probablemente sea al revés, pero ya sabemos que no es noticia que un perro muerda a un hombre, pero sí lo es que un hombre muerda a un perro. El caso es que los primeros relatos literarios de hostigamiento sexual en el trabajo o en el hogar, son responsabilidad de mujeres. a.

El caso de José y la esposa de Potifar.

La Biblia describe el caso de José y la esposa de Potifar: los hermanos de José estaban tan celosos y enojados con él, que decidieron matarle. No obstante, al último momento, cambiaron de idea y lo vendieron como esclavo por veinte piezas de plata. José fue llevado a Egipto y llegó a ser esclavo de un hombre rico que se llamaba Potifar. Pronto su amo lo hizo mayordomo de su casa. Con todo, la esposa de Potifar amaba a José y trató de seducirle. Día tras día puso sus ojos en José y le decía: "duerme conmigo". Por fin, ella lo asió por la ropa y dijo otra vez, "duerme conmigo". No obstante, José no aceptó y salió de la casa dejando su ropa en las manos de ella. La esposa de Potifar estaba tan despechada que acusó a José de tratar de violarla. Ella presentó a su esposo la ropa de José como constancia de su crimen. Aunque José no había hecho nada malo, fue enviado a la cárcel. Hasta aquí el relato mundano. Repasemos la versión bíblica: “Y era José de hermoso semblante y bella presencia. Aconteció después de esto, que la mujer de su amo puso sus ojos en José, y dijo: duerme conmigo. Y él no quiso, y dijo a la mujer de su amo: He aquí que mi señor no se preocupa conmigo de lo que hay en casa, y ha puesto en mi mano todo lo que tiene. No hay otro mayor que yo en esta casa, y ninguna cosa 60


me ha reservado, sino a ti, por cuanto tú eres su mujer; ¿cómo pues haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios? (Génesis 39:6-9). Aconteció que entró él un día en casa para hacer su oficio, y no había nadie de los de la casa allí. Y ella lo asió por su ropa, diciendo: Duerme conmigo. Entonces él dejo su ropa en las manos de ella, y huyó y salió. Cuando vio ella que le había dejado su ropa en sus manos, y había huido fuera, llamó a los de la casa, y les habló diciendo: Mird, nos ha traído un hebreo para que hiciese burla de nosotros. Vino él para dormir conmigo, y yo di grandes voces; y viendo que yo alzaba la voz y gritaba, dejé junto a mí su ropa, y huyó y salió. Y ella puso junto a sí la ropa de José, hasta que vino su señor a casa (Génesis 39:11-16). Y tomó su amo a José, y lo puso en la cárcel donde estaban presos los del rey, y estuvo allí en la cárcel. (Génesis 39:20).” b.

El caso de Fedra

Fedra es la obra de Racine, un dramaturgo francés de mediados del XVII (el mismo que enamora a la bellísima “Marquise”, cuya película de 1997 protagoniza Sophie Marceau). La obra de Racine, está basada en la tragedia griega “Hipólito” de Eurípides, que narra el mito de Fedra, quien está enamorada de su hijastro: Hipólito. Sin embargo, Racine, centra su obra en Fedra y agrega su propia fuerza narrativa. Hipólito, hijo de Teseo y de una amazona, anuncia a su confidente que tiene la intención de dejar la ciudad de Trecena para huir de su amor por Aricia, heredera de un clan enemigo de Teseo. Fedra, segunda esposa de Teseo, confiesa a Eunone, su confidente, la pasión que experimenta hacia su hijastro Hipólito. Este amor la avergüenza hasta el punto de que ha decidido terminar con su vida. Pero llegan noticias de que Teseo ha muerto en una lejana campaña. Aricia confía a su criada que está enamorada de Hipólito y cuando llega éste, le manifiesta sus sentimientos. Fedra acude a ver a Hipólito y, por presión de Eunone, le habla y llega incluso a la confesión de su amor. Hipólito, horrorizado, la rechaza, por lo que Fedra vuelve a sus deseos suicidas. Entonces, nuevas noticias informan que Teseo ha aparecido vivo en el Épiro y que pronto regresará. Llega a Trecena y se sorprende por la frialdad con la que es recibido: 61


Hipólito rehúye a su madrastra. Fedra está comida por la culpa. Eunone, que teme que su dueña se suicide de verdad, dice a Teseo que Hipólito ha intentado seducir a Fedra. Teseo destierra a Hipólito y pide al dios Neptuno que le mate. Cuando Fedra, arrepentida, está dispuesta a pedir clemencia por su hijastro y hasta a confesar su falta, el propio Teseo le dice que Hipólito ha alegado en su defensa su amor por Aricia, lo que hace que Fedra, celosa, calle y condene de ese modo a Hipólito. Este se marcha tras haber prometido a Aricia que se casaría con ella fuera de la ciudad. Teseo tiene dudas acerca de la culpabilidad de su hijo, pero llega la noticia de su muerte: se ha estrellado contra las rocas huyendo de un monstruo marino. Fedra confiesa todo a Teseo, tras desterrar a Eunone, que muere ahogada; previamente ha ingerido veneno y se desploma en escena. Teseo, para vengar a su hijo, decide adoptar a Aricia... Y colorín colorado, este cuento se ha acabado… Fedra es, pues, la protagonista de la obra. Está enferma de amor y es “incapaz de resistir a la concupiscencia y a los remordimientos”. Se nos aparece desgarrada por la vergüenza y hasta nos provoca compasión y respeto (¿qué pensarían las mujeres si la misma obsesión la sintiera un hombre –digamos, Woody Allen por su hija adoptiva-?). En verdad, no es justo despreciarla, ella misma se desprecia (la penitencia está en el pecado). Celosa de Aricia, la idea misma de la pareja feliz es lo que la horroriza. Hipólito, en cambio, se nos aparece como un ser puro, injustamente castigado por rechazar el amor incestuoso de su madrastra. Se comporta heroicamente al no revelar la vergonzosa confesión de Fedra, por amor y respeto filial hacia su padre: Teseo. Por supuesto, siempre hay una amiga confidente e instigadora: Eunone. c.

“Disclosure” de Demi Moore o el acoso sexual sin clave de género

Más recientemente (1994), en la película “Disclosure” (Acoso, en la versión española), Michael Douglas denuncia a Demi Moore por hostigamiento sexual en el lugar de trabajo. Los machistas y las feministas (aunque por motivos diferentes), contradicen su denuncia, sin siquiera conocer los hechos, con el argumento prejuiciado de que las mujeres no acosan a los hombres, sino los hombres a las mujeres. El argumento de su abogada, parece más certero: el hostigamiento es una cuestión de poder. El/la que lo tiene, se dice, puede querer 62


abusar de él y como los hombres, históricamente, hemos gozado de mayor poder, hemos tenido más ocasiones de abusar de él. Fedra, la mujer de Potifar y Demi Moore, parecen, pues, excepción a la regla… ¡Por ahora! Si no fuera porque se trata de relaciones diferentes, hay quien agregaría los casos Safo, quien (se) enamoraba a/de sus alumnas en la isla de Lesbos (de ahí el apelativo de “lesbianas”); o de Simone de Beauvoir quien lo hacía con sus alumnas en los Liceos de Rouen (Olga Kosakiewicz), y Molière (Bianca Bienenfeld, quien cuenta su historia en “Memorias de una Joven Informal”, primero; y luego Nathalie Sorokine, cuya madre denuncia a Simone de Beauvoir en diciembre de 1941, por “corrupción de menores”, lo que provoca su expulsión de la Enseñanza Nacional en 1943). Lo del hostigamiento es cosa mala y debe combatírsele, pero sin retorcer el humanismo procesal. Cuidado, pues, con dictar leyes que presuman cierto lo que afirman los/las que las citan. La búsqueda de un objetivo apreciado (combatir el hostigamiento, la corrupción y el abuso de poder), no debe alcanzarse a costa del debido proceso, de la presunción de inocencia y de la exigencia procesal de que quien acusa debe probar su dicho. No debe revertirse la carga de la prueba, dirían los abogados, porque es imposible probar un hecho negativo. Hipólito, José, Demi Moore, Simone de Beauvoir o el ganadero en el caso de la Ínsula de Barataria del Quijote, por ejemplo, no podrían haber probado que no fueron ellos/as los/as hostigadores/as o corruptores/as. Debe exigirse a Fedra, a Otelo, a la esposa de Potifar, a la madre de Nathalie y a la doncella de Barataria, probar su acusación y si la prueba no va más allá de su dicho o de indicios inconclusos (la túnica en las manos, por ejemplo), lo que corresponde es absolver a quien se acusa, no condenarlo/a. Es verdad que un conjunto de indicios concordantes prueban un hecho, pero siempre y cuando sean varios y sean concordantes con lo que se afirma. Si cumplidos los recaudos de un sistema jurídico humanitario, queda probado el hostigamiento o la “corrupción”, corresponderá aplicar una sanción proporcionada al acusado. Las acciones de Fedro (o de Fedra, para el caso), deben detenerse y sancionarse lícitamente. Sin olvidar que el objetivo de los sistemas legales no es tanto condenar, como evitar los hechos prohibidos. La sanción solo es un instrumento para alcanzar los objetivos. Es necesario atacar las causas y los efectos de los hechos sancionables, como dicen los psicólogos, 63


incluyendo una revisiĂłn de los parĂĄmetros de nuestra masculinidad y de la femineidad de nuestras amadas compaĂąeras.

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22. La Ínsula de Barataria, las acusaciones y los prejuicios, o ¿ahora quién podrá defendernos? Miguel de Cervantes, en su Don Quijote de la Mancha (Tomo II, Capítulo XLV), nos cuenta los varios casos que debe juzgar “el gran Sancho Panza”, luego de tomar posesión de la ínsula de Barataria (como Gobernador imaginario y como juez real). El que aquí nos interesa, trata del caso de una mujer que acusa a un hombre de violación. Se trata de una “doncella” que, creyendo en la ingenuidad del nuevo Gobernador, buscó la forma de aprovecharse de la común aprensión hacia los hombres que compartimos todos (hombres y mujeres), cuando son acusados por mujeres, sin parar muchas mientes en la verdad de los unos o de las otras. Sor Juana Inés de la Cruz, una de la primeras feministas, se preguntaba que quién era “más de culpar, aunque cualquiera de los dos mal haga, la que peca por la paga o el que paga por pecar...” El problema, sin embargo, no es tratar de culpar a nadie, sino de lograr una relación de respeto entre las parejas. Unos y otras responden a una necesidad: la del dinero, la de la concupiscencia o la del amor ausente. Esto es, el descubrimiento de una profesión que permite ganarse la vida “indecorosa” pero honradamente y una pasión o calentura no correspondida que obliga a pagar para obtener un momento de amor (o de sexo, según se mire). Pero no es de esto de lo que quiero hablar, sino del problema de los juicios mediatizados por prejuicios y por la opinión pública (da). Para ello, nada mejor que acudir a la sabiduría del Escudero de don Quijote: el sencillo Sancho Panza. Se trata del caso de un ganadero que es acusado de violación por una doncella de la plaza. Para contar su historia, mejor le doy la palabra el gran Cervantes: “Entró en el juzgado una mujer asida fuertemente de un hombre vestido de ganadero rico, la cual venía dando grandes voces, diciendo: -¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la iré a buscar al cielo! Señor gobernador de mi ánima, este mal hombre me ha cogido en la mitad dese campo, y se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera trapo 65


mal lavado, y, ¡desdichada de mí!, me ha llevado lo que yo tenía guardado más de veinte y tres años ha, defendiéndolo de moros y cristianos, de naturales y estranjeros; y yo, siempre dura como un alcornoque, conservándome entera como la salamanquesa en el fuego, o como la lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con sus manos limpias a manosearme. “-Aun eso está por averiguar: si tiene limpias o no las manos este galán dijo Sancho. Y, volviéndose al hombre, le dijo qué decía y respondía a la querella de aquella mujer. El cual, todo turbado, respondió: -Señores, yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salía deste lugar de vender, con perdón sea dicho, cuatro puercos, que me llevaron de alcabalas y socaliñas poco menos de lo que ellos valían; volvíame a mi aldea, topé en el camino a esta buena dueña, y el diablo, que todo lo añasca y todo lo cuece, hizo que yogásemos juntos; paguéle lo soficiente, y ella, mal contenta, asió de mí, y no me ha dejado hasta traerme a este puesto. Dice que la forcé, y miente, para el juramento que hago o pienso hacer; y ésta es toda la verdad, sin faltar meaja. “Entonces el gobernador le preguntó si traía consigo algún dinero en plata; él dijo que hasta veinte ducados tenía en el seno, en una bolsa de cuero. Mandó que la sacase y se la entregase, así como estaba, a la querellante; él lo hizo temblando; tomóla la mujer, y, haciendo mil zalemas a todos y rogando a Dios por la vida y salud del señor gobernador, que así miraba por las huérfanas menesterosas y doncellas; y con esto se salió del juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas manos, aunque primero miró si era de plata la moneda que llevaba dentro. “Apenas salió, cuando Sancho dijo al ganadero, que ya se le saltaban las lágrimas, y los ojos y el corazón se iban tras su bolsa: -Buen hombre, id tras aquella mujer y quitadle la bolsa, aunque no quiera, y volved aquí con ella. Y no lo dijo a tonto ni a sordo, porque luego partió como un rayo y fue a lo que se le mandaba. Todos los presentes estaban suspensos, esperando el fin de aquel pleito, y de allí a poco volvieron el hombre y la mujer más asidos y aferrados que la vez primera: ella la saya levantada y 66


en el regazo puesta la bolsa, y el hombre pugnando por quitársela; mas no era posible, según la mujer la defendía, la cual daba voces diciendo: ¡Justicia de Dios y del mundo! Mire vuestra merced, señor gobernador, la poca vergüenza y el poco temor deste desalmado, que, en mitad de poblado y en mitad de la calle, me ha querido quitar la bolsa que vuestra merced mandó darme. -Y ¿háosla quitado? -preguntó el gobernador. ¿Cómo quitar? -respondió la mujer-. Antes me dejara yo quitar la vida que me quiten la bolsa. ¡Bonita es la niña! ¡Otros gatos me han de echar a las barbas, que no éste desventurado y asqueroso! ¡Tenazas y martillos, mazos y escoplos no serán bastantes a sacármela de las uñas, ni aun garras de leones: antes el ánima de en mitad en mitad de las carnes! “-Ella tiene razón -dijo el hombre-, y yo me doy por rendido y sin fuerzas, y confieso que las mías no son bastantes para quitársela, y déjola. Entonces el gobernador dijo a la mujer: -Mostrad, honrada y valiente, esa bolsa. Ella se la dio luego, y el gobernador se la volvió al hombre, y dijo a la esforzada y no forzada: -Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa le mostrárades, y aun la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, y mucho de enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula ni en seis leguas a la redonda, so pena de doscientos azotes. ¡Andad luego digo, churrillera, desvergonzada y embaidora! Espantose la mujer y fuese cabizbaja y mal contenta, y el gobernador dijo al hombre: -Buen hombre, andad con Dios a vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquí adelante, si no le queréis perder, procurad que no os venga en voluntad de yogar con nadie. Pero hay pocos jueces como Salomón o como Sancho y los que se atreven a serlo, terminan acusados de prevaricato (a lo menos). Quizás, está bien que así sea, porque la alternativa de juzgar según la inteligencia del juzgador, nos llevaría a la ruina en la mayoría de los casos, sobre todo si los jueces juzgan según sus prejuicios (de género, de raza, de religión, de clase, de ideología, etc.) o según el juicio de la prensa, y no según el mérito de los “autos” (me refiero al expediente y a las pruebas aportadas y no contradichas) y de las normas aplicables. 67


¿Qué nos queda?: Cumplir los recaudos del debido proceso, sin favorecer a ninguna de las partes. Atenerse a los hechos y a las pruebas, sin revertir su carga (quien acusa es quien debe probar lo que afirma, más allá de cualquier duda), y sentenciar conforme al Derecho, no conforme a nuestros valores o prejuicios. Muertos Sancho, Salomón y los grandes jueces de antes (cuando la opinión pública [da] no era la que juzgaba), quedan pocas esperanzas. ¿Y ahora quién podrá defendernos?, se preguntan ilusamente algunos amigos. En la ficción podríamos acudir al gran “Chapulín Colorado”, pero, en la vida real, ¿quién podrá defendernos?

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23. Las desventuras del joven Werther, el Mito de Sísifo de Camus y ¿por qué los hombres vivimos menos y nos suicidamos más? En “Las Cuitas del Joven Werther”, Goethe, el gran escritor alemán, nos retrata la pasión y la muerte de Werther, un joven sensible y apasionado que se enamora de Charlotte, una hermosa mujer comprometida con su amigo Albert (un tanto mayor que ambos). Al percatarse de ello, Werther renuncia a la vida y se suicida de una manera particular (después de escribir sus últimas palabras, sobre su escritorio, vestido de frac azul, chaleco amarillo y con el lazo de cinta rosa que le había dado Charlotte). La novela dio origen a la fiebre de Werther. Los jóvenes enamoradizos de su tiempo, por ejemplo, vestían la ropa que nuestro protagonista usaba en la novela y algunos miles de lectores terminaron suicidándose de la misma forma (es lo que se ha llamado “suicidio mímico”). Werther fue instigado por sus penurias amorosas. ¿Quién, amante desventurado, no ha sentido que “el frío de su cuerpo pregunta por ella”?, preguntan los románticos al amparo de los Bukis. ¿Quién no ha sufrido por un amor incomprendido o imposible? Los hombres y las mujeres, según me parece, compartimos las mismas pasiones y sensibilidades amorosas, pero hay una diferencia, nosotros, seguramente, tenemos menos capacidad para superar las penurias de amor. El hecho es que nuestras amigas tienen mayor capacidad para soportar el sufrimiento y sobrevivir al mismo. Los hombres, en cambio, a juzgar por las tasas de suicidios, por las canciones y por los poemas de despecho (casi todas escritos y cantados por hombres), no somos tan fuertes como las mujeres. Vamos, que a la menor de cambio, nos pegamos un tortazo o le jodemos la vida al compañero de barra en la cantina del barrio, contándole nuestras desventuras amorosas. Para colmo de males, no soportamos más de cinco minutos los gemidos de los amigos (ni qué hablar del lloriqueo). Y como no soportamos las pendejadas de los demás, nos parece una putada cargarles con las nuestras.

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Tanto si tenemos vena poética, como si no la tenemos, siempre será mejor llorar nuestras desventuras en el papel. Otra alternativa es cantar un tango melancólico pasado de moda, o una ranchera de despecho alcoholizada. Cualquier cosa, menos pegarnos el tortazo. El caso es que, como Werther, los hombres desventurados somos más proclives al suicidio. En Francia, por ejemplo, uno de los países donde la tasa de suicidios es mayor (14.6 por cada 100.000 personas en 2005, superado únicamente por Japón y Finlandia), los hombres se suicidan más de tres veces más que las mujeres (la tasa de hombres es de 22.8 y la de mujeres de 7.5). La tasa de suicidios en los países menos desarrollados y menos igualitarios es bastante menor (¿será que el suicidio es una enfermedad de los pueblos ricos?), pero también en ellos, la tasa de suicidios masculinos es muy superior. En Costa Rica (uno de los países donde la gente afirma ser más feliz), por ejemplo, la tasa de suicidios de los hombres es como 6 veces superior a las de las mujeres. Recientemente, por cierto, en una compañía francesa, France Telecom, sus trabajadores salieron a manifestarse en contra de las políticas de la empresa, arguyendo que ellas estarían detrás de los suicidios de 24 de sus empleados (Bonjour Tristesse, The Economist, October 10th 2009), a pesar de que la tasa de suicidios de la compañía es equivalente a la tasa promedio en Francia. ¿Será que París bien vale una misa? Por si fuera poco, se dice que dos tercios de los franceses sufren serias depresiones en algún momento de sus vidas y un 10% solicitan antidepresivos al sistema público de salud. Tal parece que no basta con tener un sistema de salud de primera clase, con disfrutar de más feriados, más días de vacaciones, más tiempo para el almuerzo, de mayor protección en el trabajo, o tener un sistema generoso de “Welfare State”. “Es el país que inventó la semana laboral de 35 horas, que se enorgullece de su joie de vivre y cuyo Presidente destaca los méritos de medir la felicidad, no solamente su ingreso nacional”, recuerda a ese propósito el The Economist. ¿Será que los franceses, japoneses, finlandeses, son más filosóficos que los españoles, italianos, británicos y latinoamericanos? Según Albert Camus, por cierto, el suicidio es el único problema filosófico serio. ¿Será que los hombres somos más serios filosóficamente y más débiles psicológicamente hablando? 70


La afirmación la hace en su obra “El Mito de Sísifo”. El libro es un ensayo de Albert Camus, publicado en 1942. El título proviene de un personaje de la mitología griega. Sísifo, como Prometeo, hizo enfadar a los dioses por su extraordinaria astucia. Como castigo, fue condenado a perder la vista y a empujar o cargar perpetuamente una piedra gigante hasta la cima de una montaña y al alcanzarla, verla caer rodando hasta el valle, y así indefinidamente. Camus, aprovechándose del mito, nos propone su filosofía del absurdo. Se percata, pues, de la inutilidad de la vida, pero también descubre que Sísifo experimenta la libertad durante el instante que ha terminado de empujar la piedra y aún no tiene que comenzar de nuevo. "Uno debe imaginar feliz a Sísifo", declara, y esa felicidad momentánea lo salva de su destino suicida. A partir de aquí, Camus discute la cuestión del suicidio y el valor de la vida, presentando el mito de Sísifo como metáfora del esfuerzo inútil e incesante del hombre moderno, que consume su vida en fábricas y oficinas sórdidas y deshumanizadas. Algo así como “El Hombre Unidimensional” de Herbert Marcuse, cuya obra fue también fuente de inspiración de las revueltas estudiantiles o de la revolución de 1968 (la revolución “inencontrable” para Raymond Aron, la “de los zánganos” para Mitterrand o la “de los hijos de papá” para De Gaulle). ¿Quién descartaría al ícono guevarista (a propósito del Che), a los tigres de papel del capitalismo (a propósito de Mao), al "mayo francés", al No más Vietnam en Estados Unidos (sin referencia al mito de “muchos Vietnam” del mismo Che), a la primavera de Praga, a la manifestación de ALCOA en Costa Rica y a las pintas escritas en las paredes?: “No te fíes de nadie que tenga más de 30 años”, “La imaginación al poder”, “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, “Queremos el mundo y lo queremos ahora”, “Prohibido prohibir”, “Si no formas parte de la solución, formas parte del problema”. Pero volvamos a lo del suicidio. Sabemos por boca de Brian Mishara, titular de la Asociación Internacional de Prevención del Suicidio, que hay más suicidios en el mundo que muertes por guerras, ataques terroristas y homicidios. Y claro, los hombres nos suicidamos más, mucho más, que las mujeres –salvo excepciones, como en China–. ¿Por qué nos quitamos la vida, se preguntan los psicólogos? Entre los factores de riesgo, dicen los expertos, se cuentan el ser varón (ya lo sabíamos), haberse autolesionado previamente (obvio), estar 71


desempleado (aplicable especialmente a nosotros los hombres), tener antecedentes familiares (aplicable a ambos sexos), exponerse a noticias sobre suicidios en los medios, haber nacido en primavera o verano (¿dónde, en el hemisferio norte o en el sur?), sufrir algún tipo enfermedad mental (más de la mitad de los suicidas son depresivos y un alto porcentaje de los bipolares crónicos, termina por pegarse el tortazo de su vida.). Y claro: haber sufrido una desventura amorosa. Además, como queda dicho, los hombres no solo nos suicidamos más que las mujeres, sino que lo hacemos más dramática, violenta y efectivamente (en las mujeres hay más intentos fallidos, lo que puede significar que no están tan seguras de hacerlo, que tienen menos experiencia o que más bien quieren llamar nuestra atención). En el caso de Werther, sabemos la causa de su decisión, pero en muchos otros casos la verdadera razón no la conocemos, ni siquiera por el mensaje final que quieren que leamos y que puede ser únicamente la versión exculpatoria de su decisión. Puede ser que las desventuras sean de dinero, de desprestigio, de salud. Pero seguramente deberían incluirse las desventuras de amor. Tanto es así, que algunos misóginos en su afán desvariado de defender a nuestro género, se han dedicado a realizar estudios comparativos de muertes violentas de hombres y de mujeres por problemas pasionales. Según sus tesis, una vez reconocido (como no podía ser de otra manera), que hay más femicidios que homicidios en los hogares, esto es, que hay mucho más Otelos que matan a “sus” Desdémonas, que mujeres celosas que matan a “sus” maridos 2 (lo del pene de John Bobbit, es otra cosa, como recordará Lorena).3 Ello explica, según 2

Tampoco lancemos campanas al viento. Cuentan que en Pakistán (en Lahore), una doctora casada (Jameela Ashraf), le cortó los genitales a su amante (Shahzad de 26 años), cuando este le anunció que se casaría con otra mujer. Dicen que cuando se enteró que Shahzad se casaría, Jameela lo invitó a su casa un jueves en la noche, lo intoxicó y le cortó los genitales. Bueno, pero se trataba de un amante, no de un marido, dirán las interesada en la defensa del género. 3 Según la Wikipedia, John Wayne Bobbitt y Lorena Leonor Bobbitt, fueron una pareja casada en 1989. Lorena se hizo famosa por cortarle el pene a su marido mientras dormía en 1993. Según parece, la noche del suceso, su marido llegó borracho y la violó. Según Lorena, la motivación de su acción se basó en que John la sometía a humillaciones y a maltrato continuo. Tras el juicio, Lorena se convirtió para muchas mujeres, en una heroína del 72


se dice, las leyes de violencia de género y la especial protección que se busca para las mujeres, antes de que ocurran hechos irreparables.4 Las mujeres celosas pueden hacernos la vida imposible a los hombres, pero – debemos reconocer- casi nunca nos matan, aunque solo fuera porque no quieren costear nuestro entierro, ni prescindir de nuestros ingresos. Además, las necesidades de sus hijos y su aferramiento a la vida, les hace más difícil cometer un acto violento o un suicidio. Pues bien, según la tesis de los misóginos dichos, aun reconociendo ese hecho evidente, los hombres tendríamos más posibilidades de morir violentamente a causa de las mujeres, que las muertes de mujeres que pudiéramos causar los hombres. La diferencia estribaría, según esos “estudios”, en que ellas serían víctimas de “femicidios”. En cambio, nosotros tendríamos menos probabilidades de “homicidios” por parte de nuestras compañeras, porque seríamos víctimas de “suicidios”. No nos matan, nos incitan a matarnos, agregarían los interesados. La diferencia, sin embargo, es obvia, una cosa es que nos maten y otra es que nos matemos. Mal que nos pese, lo de suicidarse es responsabilidad esencialmente del suicida. De cualquier manera, puede ser que los interesados en suicidarse, a la larga, lo que necesitan es visitar al psicólogo o al consejero espiritual, aunque solo fuera para que comprendieran mejor el dolor o la depresión, porque no estoy seguro de que se suicidarían menos. Para los casos de depresivos crónicos o de despechados amorosos, sin embargo, algo ayudarán los psicólogos o los consejeros. Si el triste de Werther hubiera acudido al psicólogo o a su Iglesia, tal vez habría soportado que Charlotte prefiriera a Albert y habría dejado de suicidarse… ¡Vaya uno a saber!

feminismo. En la actualidad, Lorena preside la organización, Lorenas Red Wagon, dedicada a ayudar a mujeres maltratadas que buscan ayuda psicológica y social. 4 El quid está en la prevención, porque la mayoría de los hombres que cometen femicidios no parecen sentirse intimidados por la gravedad de las sanciones previstas. Muchos de ellos, de hecho, se suicidan a reglón seguido o se declaran culpables y se entregan ellos mismos. Por otro lado, conviene recordar que la gran mayoría de los hombres (mucho más del 99%, para ser exactos), podemos tener muchos defectos, pero jamás asesinaríamos a nuestras mujeres. 73


24. ”Hyde y Jekyll”, las depresiones, las paranoias o ¿por qué los hombres no acudimos al psicólogo? Sabemos bien que, en casi todos los países, los hombres vivimos menos, nos suicidamos más, tenemos más ataques cardíacos que las mujeres y somos más propensos a padecer depresiones severas. Sabemos también, que visitamos menos a los psicólogos y casi nunca a los consejeros espirituales. Lo más cercano a un consejero que conocemos, se dice, es al cantinero que nos atiende detrás de la barra de un “bar”. Admitámoslo, a los hombres nos corta la idea misma de acudir a los psicólogos (hasta en eso, nos superan las mujeres), no sea que se crea o, peor aún, que nos creamos, que estamos desquiciados. Queda a salvo, por supuesto, la cita con una Psicóloga guapa (eso es otra cosa), o la que nos impone un Juez (por algún trancazo que nos pegamos en la pista), un profesor (cuando estábamos molestando en el Colegio) o nuestra mujer (como condición para redimir nuestros excesos). De cualquier manera, si al final acudimos al consultorio psicológico y tenemos que pagar la cuenta del profesional que nos atiende (¿se imaginan obteniendo una cita a cuatro meses en el centro público de salud para enfrentar una depresión que padecemos hoy?, ¿será que podemos esperar?). Si acudimos a él o –mejor aún- a ella, decía, será probablemente porque nos sentimos más tostados que un “drogata” o que un “piedrero”. Pensaremos que padecemos un problema muy serio, y tanto que se justifica el despilfarro de pagarle a un profesional para que nos oiga despotricar contra nosotros mismos, contra el mundo entero y, como está de moda, contra nuestros padres, aunque ellos no tengan la culpa. Pero ya sabemos que lo esencial es liberarnos de culpas y echarle la culpa a alguien: al cartero, al vecino, al gobierno, y, ¿por qué no?, a los padres. Los más trastornados dirán que no les dieron de mamar, que los destetaron prematuramente, que el hermanito era el preferido, que les dieron un tortazo porque le pegaron al hermanito susodicho, que los regañaron por robarse la leche condensada, que los volvieron a ver feo, que no les compraron la bicicleta que querían, que los obligaron a dormirse temprano o a levantarse en la

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madrugada, que los castigaron por molestar a la maestra o por perder la mitad de los cursos, etc. En todos esos casos y tantos más, encontrarán múltiples excusas para quejarse de los padres. Al hacerlo, los psicólogos no les creerán mucho (o, peor aún, les creerán), pero les seguirán la corriente y les alimentarán la sensación de que tienen razón al afirmar esas críticas hacia sus progenitores. Poco importa, dirán, si al menos, lograron sacar la ira, la depresión, el complejo o la envidia que los carcome por dentro. Harán la catarsis, mirarán con recelo a sus padres y después podrán ligar libremente a una chica en la discoteca de moda, tomarán unas copas de más y llegarán más tarde de la cuenta. Ahora supondrán que tienen derecho a compensar tanto “sufrimiento”. Hay quien afirma que las depresiones son enfermedades de los ricos, que los pobres no tienen tiempo para deprimirse, porque tienen que trabajar doble jornada o porque tienen que preocuparse de cosas mundanas: dónde dormirán esa noche si los echan de la habitación por no pagar la renta (“the land lord say your rent is late, he may have to litigate, don't worry, be happy”); si alcanzará la comida para mañana, si tendrán dinero para pagar el transporte, si podrán sobrevivir al asalto en la parada de autobús o en el camino al trabajo, si los niños podrán ir a la escuela, etc. En esas condiciones, ¿habrá tiempo para quejarse de los padres o para deprimirse? Pues parece que sí: es decir, tras de cuernos, palos. En tales casos, la opción de un psicólogo parece inalcanzable, sea porque no se tiene el dinero para pagarles (hacerlo, aumentaría los problemas reales) o porque la cita en el “seguro social” es difícil de conseguir y, además, la darán a largo plazo. En tales casos, los consejeros espirituales serán los únicos accesibles y por ello parecen una mejor opción, siempre que se comparta la fe y se acepte la condición de pecadores. Para los que podemos darnos el lujo de ir al psicólogo, querremos completar la hora de la cita amartillando al pobre diablo: nuestro Psicólogo (vamos, que se joda, que para eso le pagamos), para que al final ni siquiera nos absuelva (eso requiere más visitas y más facturas). Si la culpa es de nuestros padres, nos enseñarán a aceptarla y a convivir con ella. Si la culpa es nuestra – como seguramente lo es, al menos parcialmente-, no nos lo dirán abiertamente, pues 75


podría romperse la complicidad que mantenemos con ellos (nosotros pagamos, ellos escuchan, nos dicen algunas palabras de aliento, nos recalcan lo tanto que valemos, nos recomiendan lecturas de autoayuda, del pensamiento positivo, del pensamiento quántico, del yoga y de otras tantas cosas). Si nos diagnostican bipolaridad, nos sentiremos extraños pero aliviados (no es culpa nuestra, es de nuestra bipolaridad), hasta que nos enteramos que a casi todos les diagnostican lo mismo. Si nos diagnostican una depresión aguda (“maniaco depresiva”), nos enviarán donde el Psiquiatra (más facturas) y terminaremos tomando pastillas de por vida (que si el Litio, que si el Prozac, qué sé yo). Perderemos los momentos de lucidez y de creatividad (la etapa maniaca), nos volveremos planos, pareceremos zombis, pero soportaremos la levedad de nuestro ser y no nos hundiremos en una depresión perturbadora. ¡Vamos progresando! Si el diagnóstico es la “paranoia” (ahora le dicen “transtorno delirante”), es porque nos asumimos perseguidos por fuerzas incontrolables (manía persecutoria) o, peor aún, porque pensamos que somos los elegidos para una alta misión, como la de salvar al mundo (delirio de grandeza). No nos dirán que somos ególatras, ni narcisistas, porque entonces nuestra naturaleza desconfiada nos hará rechazar a nuestro psicólogo. Como seríamos narcisistas frustrados tendríamos una baja autoestima, por lo que estaríamos tentados a atribuir a los demás, aquellos impulsos, fantasías, frustraciones y tensiones que nos resultan inexplicables, inaceptables o insoportables en nosotros mismos (algo así dice Enrique González Duro, en su libro La paranoia, 1991). Por si fuera poco, cuando el diagnóstico sea la esquizofrenia o la doble personalidad, la factura no la dividirán por dos (vamos, que le cobrarán a Jekyll por los desvaríos de Mr. Hyde). Me refiero al argumento de Jerry Lewis, cuando su psicólogo le diagnosticó la doble personalidad, en su clásica parodia sobre “El Extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”. La parodia se basa en la novela de Robert Louis Stevenson, publicada por primera vez en 1886 y que trata acerca de un abogado, Gabriel John Utterson, que investiga la extraña relación entre su viejo amigo, el Dr. Henry Jekyll, y el 76


misántropo Edward Hyde (su “alter ego”).5 El libro, por cierto, es conocido por ser la representación clásica del “desdoblamiento de personalidad”. Me dirán que la visita al psicólogo nos permitirá asumir nuestros complejos, nuestras limitaciones y hasta podría ahorrarnos un suicidio. Alguien hasta podría hacer el siguiente silogismo: a) las mujeres van más a los psicólogos que los hombres, b) los hombres nos suicidamos mucho más que las mujeres; en conclusión, c) los suicidios masculinos podrían disminuirse si acudiéramos también a los psicólogos. Suena bien, pero, ¿será verdad? De cualquier manera, prefiero darles el beneficio de la duda: todas las mujeres y todos los hombres, necesitamos ayuda. Nuestras parejas, están demasiado involucradas con nosotros como para apoyarnos sin juzgarnos y reclamarnos o, tan grave como ello, sin juzgarse y reclamarse a ellas mismas. Los/as amigos/as 5

Álter Ego (del latín “otro yo”), es la segunda personalidad de alguien. El argumento de la novela es, más o menos, el que sigue: Gabriel John Utterson inicia sus indagaciones por curiosidad, a pesar de que Jekyll le afirma que su amigo Hyde no constituye peligro alguno. Todo cambia cuando Hyde asesina a un parlamentario inglés ante un testigo. Mientras Utterson ayuda en la investigación del crimen, Jekyll se encierra en su laboratorio, carcomido por la angustia. Un día, el mayordomo de éste, pide ayuda a Utterson para enfrentar a un individuo desconocido que ha conseguido entrar en el laboratorio y matar a Jekyll. El extraño era Hyde, quien se suicidó. Utterson lee las cartas escritas por Lanyon y la confesión del Dr. Jekyll. La primera revela que aquél ha sido testigo de la transformación física de Hyde en Jekyll por medio de un brebaje inventado por éste último. La otra carta era una confesión del propio Jekyll: “en su juventud, se dio cuenta de que la conciencia de cada ser humano se compone de dos aspectos - el bien y el mal - que están enzarzados en una lucha continua. Siguiendo la hipótesis de que es posible polarizar y separar estos dos componentes del yo, creó una poción que podía transformar a una persona en la encarnación de su parte maléfica, consiguiendo al mismo tiempo depurar el lado bueno.” Después de tomar la poción, Jekyll disminuía un tanto su estatura, tomaba un aspecto desagradable, adquiría la fuerza y la astucia de doce hombres, su naturaleza malvada se volvía dominante y, además, su inteligencia se hacía extrañamente brillante y sus reflejos extraordinarios; a esta "persona" la llamó Edward Hyde. Después de unas cuantas transformaciones a Hyde, y viceversa, Jekyll se acostumbró a realizar regularmente la metamorfosis con el fin de poder entregarse a placeres antisociales prohibidos, que nunca se permitiría en su persona. Sin embargo, su parte maléfica se fue haciendo más y más fuerte, rebasando la capacidad de Jekyll para controlarla. Después del asesinato del parlamentario, Jekyll, horrorizado, decidió dejar de tomar la poción. Desgraciadamente para el doctor, después de algún tiempo de tranquilidad, las trasformaciones en Hyde se producían espontáneamente y Jekyll solo podía permanecer de esta forma mientras durasen los efectos, cada vez más debilitados, de la poción” (la cita es de Wikipedia). 77


son una opci贸n, pero no siempre est谩n disponibles, ni tienen la distancia necesaria para apoyarnos objetivamente. Un buen consejo espiritual o uno psicol贸gico, por tanto, puede ser un b谩lsamo para nuestras heridas del alma.

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25. Otelo, “cada ladrón juzga por su opinión” o un “celoso es alguien que se imagina la mitad de lo que le pasa” Reconozco que el símbolo literario de los celos es un hombre: Otelo. Me refiero a la obra de Shakespeare: “Otelo: el moro de Venecia”, escrita alrededor de 1603. A partir esta historia genial y singular, aprendimos que los celos no necesariamente nacen de una personalidad empequeñecida o acomplejada, ni tampoco, necesariamente, de las provocaciones o de las infidelidades reales de la pareja. Pueden nacer simplemente del amor desmedido del celoso(a) hacia su amada(o) y de un(a) instigador(a) que siembre la duda de la infidelidad, para beneficiarse de ello. En la obra de Shakespeare, Otelo es un moro (negro, para los estándares europeos), que está enamorado de Desdémona, con quien se ha escapado para casarse en secreto. El matrimonio de ambos, provoca la ira de los pretendientes de ella. A ellos se une Yago, alférez de Otelo, quien le recela por no haberlo elegido como su lugarteniente en Chipre. El caso es que, aparentando lealtad, Yago descubre la idolatría de su Jefe por su esposa y decide vengarse de él y, al mismo tiempo, de Casio (lugarteniente del primero), aprovechando la ingenuidad del moro y sembrando dudas en él sobre una falsa relación de Desdémona con Casio. Cuando Yago le insinúa esa posibilidad, Otelo declara que no siente celos en absoluto, aunque la duda ya empieza a bullir en su corazón. Cuando regresa Desdémona, Otelo, al verla, se siente aliviado, y se reprende por haber llegado a dudar de la castidad de su esposa, pero Yago continúa con su plan, aprovechando circunstancias y apariencias objetivas que dan crédito a sus insinuaciones. Ya lo decía Cicerón: toda gran mentira está fundada en una parte de verdad que la hace creíble. A partir de entonces, loco de amor (nunca mejor dicho lo de loco), el moro empieza a dudar más y más de su esposa y de Casio. Otelo, presa ya de los celos, pega a Desdémona delante de él. Como Emilia, la criada, declara la castidad de su señora Desdémona, concluye que aquélla es su alcahueta y manda llamar a Desdémona para decirle abiertamente que la considera una ramera, sin más explicaciones, mas ella afirma que lo ama y que lo seguirá amando aunque él la repudie. Pero ni modo, se ha convertido ya en un celoso enfermizo. Al 79


llegar una noche a la alcoba donde duerme Desdémona, reflexiona antes de asesinarla. La besa. Mientras tanto, ella trata de ganar tiempo para que su marido no la mate. Le jura que siempre le ha sido fiel, pero él la estrangula. En eso, llega Emilia y descubre a Desdémona, la cual, en sus últimas palabras, miente para proteger a Otelo, quien termina por darse cuenta del amor de su esposa y de la intriga urdida por Yago. Cuando llega Casio, se comprueba el respeto y cariño que aún siente por su jefe. Entonces, Otelo se suicida y Casio queda al mando de Chipre. Esa es la versión literaria y alambicada. “Nunca falta un borracho en una vela”, dice el refranero popular centroamericano. Nunca falta un Yago (o una yaga) en una relación de amor, decimos nosotros. Puede ser aquél(la) que, enamorado/a secreta o inconscientemente de una amiga, no soporte que ella esté con un hombre, porque él la aleja de aquél o de aquella. Puede ser la mujer que secretamente enamorada del novio de otra, quiera provocar el rompimiento de esa relación para poder tenerlo a él. Puede ser al revés, que Werther (un hombre) quiera que Charlotte (una mujer) termine con su amigo Albert (otro). Puede tratarse de la amiga o del amigo que no soportan el éxito y la felicidad de su amiga/o, etcétera. Pero puede ser también, el hombre o la mujer que disfrutan provocando los sufrimientos de su amigo/a, aunque no saque provecho aparente de ello: “per que le piace” dirían los italianos, “for the fun of it”, dirían los anglosajones. “Por joder”, decimos en español. Otra explicación común es la que recuerda que “cada ladrón juzga por su opinión”. Según esa tesis, muchos celosos lo son, porque son irremediablemente infieles o les gustaría serlo. Entonces, como son o tienen vocación de infieles, asumen que sus parejas también lo son. La versión más realista sobre los celos, sin embargo, nos la ofrece el genial Groucho Marx al definir a un celoso como aquella persona que se imagina la mitad de lo que le pasa… ¡Así que multipliquen!

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26.

Pan, Hitchcock o el voyeur y “samueleador” contemporáneos.

En la mitología griega, se dice que Pan, el dios de la fertilidad y el desenfreno sexual (quien representaba, además, a toda la naturaleza salvaje y a quien se le atribuía la generación del miedo enloquecedor, de ahí la palabra “pánico”), se dedicaba a fisgonear: es decir, a esconderse en el bosque para mirar a las ninfas, a las que eventualmente perseguía, en busca de sus favores sexuales. Algo así como el sátiro, el voyeur o el samueleador contemporáneos. Según el Diccionario de la Real Academia Española, samuelear es una palabra costarricense que significa contemplar o tratar de verle las partes sexuales o los muslos a una mujer. Según la versión común, el samueleador es el típico voyeur, esto es, un tipejo que se excita observando a las ninfas desnudas (en pelotas), solas o acompañadas (algo así como los videos clandestinos de chicas gozándose a sí mismas o gozándose al vecino). En un periódico matutino (Diario Extra) de Costa Rica, por cierto, apareció una noticia de primera página, con el sugestivo título: “secretaria denuncia a jefe policial por samuelearla”. La noticia, además, nos recordaba que a la pobre mujer se le perdió su ropa interior y que “tremendo escándalo sexual se armó en la Reserva de la Fuerza Pública, debido a una denuncia administrativa presentada por la secretaria de la dirección de ese cuerpo policial en contra del subdirector”. La mujer, con nombre y apellido, “acusa al jefe policial de abrir un boquete en la pared de su baño privado, en la sede de la Reserva, para asomarse a verla mientras se desviste o cuando se baja los pantalones y se agacha a orinar”. Según www.dennismelendez.com, la palabra samuelear procede un tal Samuel que vivía en la localidad de Cartago (de Costa Rica) a principios de siglo XX. Otros suponemos que vivía en San José, pero, en cualquier caso, sabemos que era aficionado al voyeurismo. No es extraño, por cierto, que el nombre de una persona dé origen a una palabra: Joseph-Ignace de Guillotin dio originen a la guillotina, el marqués de Sandwich al emparedado, el Marqués de Sade al sadismo, Maquiavelo al maquiavelismo y Samuel –el tico-, nada menos que al samueleo. Qué clase de golfo sería el tal 81


Samuel, se preguntaba un internauta español, para haber dejado semejante impronta en el vocabulario de un país. La palabra más común, sin embargo, proviene del francés: voyeur, que deriva del verbo voir (ver). El voyeurismo, se dice, es una conducta caracterizada por la contemplación de personas desnudas o realizando algún tipo de actividad sexual con el objetivo de conseguir una excitación, la llamada “delectación voyeurista”. La actividad del voyeurista no implica ninguna actividad sexual posterior. El voyeur suele observar la situación desde lejos, bien mirando por una cerradura, por un resquicio, o utilizando medios técnicos como un espejo, una cámara, etc. A menudo, la masturbación acompaña al acto voyeurista. El riesgo de ser descubiertos actúa, según se dice, como si fuera una viagra para el sujeto. Según el Manual de Diagnóstico de los Trastornos Mentales (DSM-IV), el voyeurismo se encuentra dentro de la categoría de las parafilias, ubicada dentro de la categorización mayor de “trastornos sexuales y de la identidad sexual”. El voyeurismo se define como fantasías sexuales recurrentes y altamente excitantes, impulsos sexuales o comportamientos que implican el hecho de observar ocultamente a personas, desnudándose o que se encuentren en plena actividad sexual. Algo así como lo que hacía Pan en la mitología griega. Alfred Hitchcock, por cierto, utilizó el voyeurismo en sus películas, principalmente en “La ventana indiscreta” (The Rear Window de 1954). La cinta cuenta la historia de Jeff (James Stewart), un fotógrafo profesional inmovilizado en una silla de ruedas tras un accidente, quien se ve obligado a permanecer en un pequeño apartamento del Greenwich Village neoyorkino, bajo el cuidado de Stella, su enfermera, y cuyo único entretenimiento como convaleciente es observar furtivamente a los vecinos del bloque de enfrente, hasta que un día llega a la convicción de que uno de los observados ha asesinado a su esposa. Ante esa sospecha, recurrirá a su novia Lisa (la guapísima Grace Kelly, luego conocida como Princesa de Mónaco), quien aprovecha la obligada inmovilidad para presionarlo a que se case y quien hará todo cuanto esté en su mano, para resolver el misterio. El caso es que "La ventana indiscreta" es una confesada oda al voyeurismo: un “autohomenaje”, se diría, pues Sir Alfred se consideraba a sí mismo como un “mirón incontinente” (léase, samueleador 82


detrás de la cámara). En los años 80 del pasado siglo, Brian De Palma tocó nuevamente el tema en “Doble cuerpo” ("Body Double" ), con Melanie Griffith, la mujer de Antonio Banderas, de protagonista. El tema es que en esas obras como en la vida real, el voyeurismo se da, en mayor medida, en hombres heterosexuales, ya que, según recuerdan los terapeutas, los hombres dependemos más del sentido de la vista para alcanzar la excitación sexual. Una chica desnuda y atractiva provoca en nosotros los hombres una mayor sensación placentera que lo que normalmente les provoca a nuestras amigas contemplarnos en pelotas. Por eso, quizás, los hombres compramos mucho más revistas de mujeres desnudas. Por eso, supongo, las visitas a los sitios de internet de sexo con desnudez femenina, superan con creces a los dedicados a las mujeres y ni qué decir de los “night clubs”, de los burdeles y de otras cosas del montón. ¡Qué le vamos a hacer! Pero eso, digo esto en defensa del género al que pertenezco, en nada desdice el amor y el compromiso con las mujeres a las que amamos. Por supuesto que diferencio al mirón natural (todos los hombres lo somos), del mirón patológico: el voyeurista y samueleador obsesivos (lo que no somos la mayoría de nosotros). Estos últimos, por lo pronto, suelen tener dificultad para iniciar o mantener relaciones de pareja. Al resto de los mortales, en cambio, nos gusta mantener relaciones de pareja y solamente mirar naturalmente. En algunos países, el voyeurismo es una perversión y en varios de ellos lo han clasificado como un delito sexual. En los Estados Unidos, por ejemplo, se penaliza esta práctica y se incluye en ella el “video voyeurismo”, es decir, el filmar a alguien sin su consentimiento mientras se encuentra en situaciones privadas. Asumo que, por deferencia a la Primera Enmienda, excluyen a algunos cineastas, pintores, periodistas y “paparatzis” que se soslayan fotografiando, comentando, grabando y divulgando a los famosos, a las famosas y a otros especímenes, en posiciones provocativas o privadas. Está visto que si el voyeur no es un profesional acreditado, es un degenerado. Pero si pertenece al gremio, si su obra goza de aceptación mediática, o si su nota se publica en un medio de comunicación, bienvenido y aplaudido. Ni qué decir de los miembros de los cuerpos de investigación criminal que tienen licencia para pinchar 83


conversaciones telefónicas, escarbar los sitios web y grabar escenas privadas, en aras de la seguridad ciudadana. Conforme a la legislación en curso, si James Bond tiene licencia para matar, nuestros agentes de seguridad tienen licencia para “samuelear” lícitamente a los ciudadanos. Tal parece que lo del voyeurismo, entonces, si es oficial o mediático, parece gozar de protección constitucional.

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LA EROTICA DEL PODER Y LA VOCACION SEDUCTORA 27.

Ricardo III, las leonas, los leones y el tormentoso encanto del poder

En Ricardo III, Shakespeare nos relata una historia repugnante e intrigante a la vez. Ana, quien era esposa del Enrique IV, rey de Inglaterra, después de maldecir y odiar al asesino de su ex marido: el mismísimo Conde de Gloucester (Ricardo III), se termina rindiendo ante él. Es más, en el propio desfile fúnebre, Ricardo III le confiesa abiertamente a la viuda que ha matado a su ex marido, argumentando falsamente que lo hizo porque la deseaba a ella, porque su admiración por ella le obnubilaba el pensamiento. Sea por su narcisismo (amor a sí misma) o por su pasión por el poder, Ana termina aceptando a Ricardo III. Incluso, en un alarde de seguridad, el propio asesino le entrega su espada a la viuda, colocándose la punta de la misma en su cuerpo, y la invita a que vengue a su ex marido. Pero Ana no lo hace, tira la espada que le dio el asesino y más bien termina entregándosele incautamente como mujer. ¿Qué la lleva a entregarse al asesino de su marido? ¿Será que su fuerza y su descaro la enamoraron? ¿Será simplemente que el temor es más fuerte que el amor? O ¿será que el amor a sí misma, era más fuerte que el amor a su marido fallecido? Puede ser que su narcisismo fuese más poderoso que su amor por Enrique IV, pero hay que añadir que, en su caso, algún papel jugó el tormentoso encanto del poder y el vínculo poderoso del temor. No deja de extrañarnos, a este propósito, que las leonas y las osas, cuando pierden a sus retoños a manos de osos y leones agresores, al consumarse la matanza entren en celo invitando a los asesinos a copular con ellas (“se non è vero, è ben trovato”). Nos dirán que esas hembras buscan garantizar la sobrevivencia de sus genes y que, por ello, ante la evidencia de la fortaleza de los machos agresores, sucumben ante ellos para lograr un nuevo embarazo y tener hijos más poderosos (o al menos compensar los que perdieron). Con ello, garantizan, según algunas teorías, la supervivencia de sus genes.

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El hecho es que, en aquellos casos, esas hembras y Ana sucumbieron ante el poder de machos aparentemente “exitosos”, a pesar de su condición de asesinos. ¿El amargo encanto del poder?, o ¿mejor temido que amado? No lo sé, pero asumo que alguna razón habrá para explicar tan extraños comportamientos. Me interesa, sin embargo, destacar el papel del poder como afrodisíaco, por encima de la repulsión que los hechos citados nos provocan. Cuando Henry Kissinger, diplomático e internacionalista norteamericano (tal vez, el más reconocido de sus Secretarios de Estado), afirmó que el mejor afrodisíaco para una mujer, era el poder, algunas féminas alzaron el grito al cielo en son de protesta, pero la mayoría de las mujeres secundaron tímida o calladamente su afirmación. Kissinger se refería al poder político, pero su expresión cobija seguramente cualquier ámbito de poder (económico, político, religioso, deportivo, cultural, etc.): desde un millonario, hasta un gobernante, desde un deportista famoso (y poderoso), hasta un cantante de rock o un pintor exitosos. ¿Será verdad que nada tiene tanto éxito como el éxito? Aunque afirmen lo contrario, a muchas mujeres les atrae especialmente el poder. No se trata, por supuesto, de un fenómeno racionalizado, sino de una tendencia muy fuerte hacia los poderosos y una tendencia muy débil hacia los fracasados. ¿Será que el mejor afrodisíaco es el poder? La afirmación me parece hiperbólica, pero trasluce una realidad subyacente. A los hombres nos gusta ligar mujeres (una o varias, según los gustos) y el poder (sobre todo el económico y mediático, ya no tanto el político), es un camino bastante efectivo para lograr ese objetivo. El poder y sus manifestaciones (el Lamborgini, el Mercedes Benz, el Yate, el Jet, el Rolex, el Four Seasons, o simplemente la posibilidad de premiar o de castigar), entonces, pueden ser, más que objetivos principales de los poderosos, sofisticados medios para enamorar a las mujeres. ¡Menuda demostración de admiración por las mujeres! En la acera de enfrente, en cambio, las mujeres poderosas no parecen ser tan atractivas. Más bien, pueden parecer amenazantes (al menos, eso dicen los estudiosos de estos temas). ¡Vamos, que casi ningún hombre se ponía a cien con doña Barbara, con Margareth Tatcher o con Indira Ghandi, por mucho poder que hayan tenido! Por contra, se dirá, Cleopatra y Catalina de Rusia ligaron a manos llenas (a todos los que pudieron y quisieron), pero tendrían otros encantos, 86


agregarán algunos. Lo cierto es que, por ahora, los hombres tenemos mayor necesidad de ligar a múltiples féminas (recordemos a Zeus) y el poder parece un buen instrumento para ello. Eso, junto a nuestro legendario machismo, quizás explique el por qué el acceso al poder haya sido tan prioritario para muchos hombres y tan poco para las mujeres. ¡Vaya uno a saber! El poder les da a los hombres la posibilidad de realizar las aspiraciones que tienen (maravillosas, buenas, malas o aberrantes) y, por si fuera poco, aumenta el “sex appeal” con las féminas (miel sobre hojuelas). En cambio, a las mujeres el poder les da la misma posibilidad, pero no les aumenta necesariamente su sex appeal (hojuelas sin miel) y hasta puede afectar sus posibilidades de encontrar o de mantener pareja (ni hojuelas ni miel, dirán). En el pasado, el “sex appeal” lo tenía el poder militar, luego lo tuvo principalmente el político y, más recientemente, lo tiene el económico, deportivo o cultural (un cantante de rock, un deportista o un pintor exitosos, por ejemplo). Por el contrario, en una democracia los políticos no tienen tanto poder como parece y, además, se ven sujetos a escrutinios y controles estrictos, lo que les impide, según afirman, aprovechar el poder limitado del que disfrutan, tanto para gobernar como para conquistar a las féminas. En una democracia mediática, al menos, si los políticos intentan conquistar a alguna mujer, aunque lo hagan respetuosamente y cumpliendo los estándares románticos establecidos, se arriesgan a ser rechazados en el mejor de los casos (a muchas les asusta perder su intimidad por culpa de sus parejas), o a ser acusados y condenados públicamente. Por si fuera poco, su poder será normalmente momentáneo. Me dirán que Kennedy, Clinton y Sarkosi, ligaron a manos llenas gracias al poder, nada menos que a Marilyn Monroe (según se dice del primero) y a Carla Bruni, el último. Excluyo a una tal Mónica porque no era tan guapa como las otras y porque, según el mismo Bill, no tuvo sexo (intercourse) con ella. ¡Uhm!, tal vez tengan razón, pero de cualquier manera, la cantidad de mujeres que pudieron ligar se vio sensiblemente disminuida por causa de las limitaciones y los controles democráticos. Por su parte, el atractivo del “check appeal” (el poder de la billetera), ha crecido en forma inversamente proporcional al decaimiento de la espada y de la política.

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No se trata del deseo de las mujeres de ligarse a los ricos para alcanzar sus aspiraciones o para resolver sus problemas económicos (y de paso, los de sus familiares: vamos, la enfermedad de la mamá, la dentadura de la hermana y la matrícula en el colegio privado de su ahijado). No, se trata de algo más profundo: los pobres podemos ser admirados filosóficamente, pero no somos atractivos.

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28.

Casanova, Don Juan o la vocación seductora

Si Venus, Nefertiti, Cleopatra, Lucrecia (Borgia), Mata Hari, Rita Haytworth, Marilyn Monroe, Brigitte Bardot, Sofía Loren, Angelina Jolie, Cindy Crawford, Jessica Alba, Penélope Cruz, han sido arquetipos de mujeres seductoras; Juan Tenorio y Casanova, seguramente, han sido los arquetipos de hombres ligadores. Habrá quien agregue a Adonis, a Marco Antonio (el de Cleopatra), a Rodolfo Valentino, a Clark Gable, a Robert Redford, a Alain Delon, a Marcelo Mastroianni (Rock Hudson descartado por motivos bien conocidos), a John Kennedy, a Sean Cornery, a Mel Gibson, a Brad Pitt, a George Cloney y a un larguísimo etcétera. Pero nos bastan Casanova y Don Juan. Los dos diferían en algunas cosas: uno era veneciano, el otro sevillano. Giacomo era una biografía hecha mito; Don Juan, un mito hecho biografía. El primero se ufanó de sus conquistas, el otro se arrepintió de las mismas para ganar la absolución eterna. Uno era hombre de mundo, el otro parecía más bien provinciano. Pero ambos tenían en común una vocación seductora subyugante (algo así, como el santo grial para muchos de nosotros). Casi todos amamos a las mujeres (aunque algunos nos conformemos con una), pero bastante menos tenemos vocación seductora (la decisión de dedicar el mayor esfuerzo a conquistar a las féminas), y son mucho menos los que llegan a obtener el título. De ahí la admiración que les profesamos los demás mortales a los donjuanes. Y aunque las mujeres dicen rechazarlos, la experiencia dice que muchas de ellas se sienten atraídas por algún Don Juan y que abandonarían sus bienes y hasta su hogar por seguir a alguno de ellos. Mayor razón para admirarlos, agregarían mis buenos amigos. Siendo que no tenían las condiciones de Adonis (dios griego de la belleza masculina, para más señas), conviene indagar la causa de su atractivo con las féminas. Lo primero para alcanzar la cima en estos menesteres, asumo, es tener vocación de seductores. Para empezar, deslindemos los campos, una cosa es seducir y otra diferente enamorar. Las dos tienen cosas en común, pero se diferencian en lo esencial. Cuando decidimos seducirlas, arriesgamos dejar de enamorarlas. Cuando 89


decidimos enamorarlas, podemos perder la capacidad de seducirlas. La verdad no será tan radical, supongo, pero estoy seguro que se le acerca. A reglón seguido, es esencial dedicar la vida a seducir a las mujeres y a ser anhelados por ellas. Giacomo Casanova en la Historia de su Vida (Histoire de ma vie), lo decía aun mejor: "Como consideraba que había nacido para el bello sexo, lo he amado siempre y me he hecho amar por él cuanto he podido." Y hay que reconocer que, a juzgar por las crónicas de su época (siglo XVIII), logró acercarse a su objetivo. Políglota, escritor, veneciano, historiador, asesor, violinista, médico empírico, libidinoso, abogado, diplomático, jugador (le atribuyen la creación de la Lotería Francesa), fue, sobre todo, y por encima de todo ello, un mujeriego. Dicen que se ligó a ciento treinta y dos mujeres. Más de las que le atribuyeron al mismísimo Zeus, dios griego del Olimpo. Palideció únicamente ante las centenas de conquistas de Florentino Ariza, protagonista del Amor en los Tiempos del Cólera, de Gabriel García Márquez, quien despechado por el rechazo de su amada, Fermina Daza, “amó cuanto ellas puedan, tener de hospitalario” (la frase es parte de un poema de Antonio Machado). En el caso de Don Juan, por el contrario, se trata de una construcción literaria, aunque se afirma que la misma está inspirada en la vida de algún sevillano seductor: Cristóbal Tenorio según Gregorio Marañón, Miguel Mañara, según otros. De ahí que el poema autobiográfico de Antonio Machado, lo utilice como contraejemplo: “ni un seductor Mañara - ni un Bradomín he sido - ya conocéis mi torpe aliño indumentario.” La figura de Don Juan, la construye Tirso de Molina en El Burlador de Sevilla y el Convidado de Piedra en 1630, y antes quizás, Andrés de Claramonte en “Tan Largo me lo Fiáis”. En Francia, es Molière quien lo reconstruye tempranamente (Dom Juan ou le Festin de Pierre, 1665). Lorenzo da Ponte, cumple su papel de libretista de Mozart para su ópera Don Giovanni (1787); Lord Byron se inspira en él para su poema incompleto “Don Juan” (1819-1824). Espronceda (en “El estudiante de Salamanca”, 1840), José Zorrilla (Don Juan Tenorio, 1844), y tantos otros, desde Azorín y Alejandro Dumas hasta la más reciente versión de José Saramago sobre “Don Juan o el Disoluto Absuelto” (Don Giovanni ou O Dissoluto Absolvido). Y están las versiones cinematográficas, desde la versión protagonizada por uno de los primeros seductores del cine: John Barrymore 90


(1926), hasta las más recientes de Don Juan De Marco, película de Jeremy Leven, protagonizada por Marlon Brando y Johnny Deep en el papel de Don Juan, de 1995. La más original, sin embargo, es la que pone a Brigitte Bardot, a protagonizar a una especie de Don Juan femenino en la película de 1973: “Si Don Juan fuera una mujer” (Don Juan ou Si Don Juan Était Une Femme...). Y si se trata de la Bardot, de Catherine Deneuve, de Sophie Marceau o de Laeticia Casta, comparto con el mismo Zorrilla su consejo de “adorar a las francesas, y a reñir con los franceses”. En la versión de Zorrilla, Don Juan busca la exculpación a su vocación de antemano: “Llamé al cielo, y no me oyó, y pues sus puertas me cierra, de mis pasos en la tierra- responda el cielo, no yo.” Y esto, porque la vocación seductora solo es posible lograrla si renunciamos al remordimiento. Pero hay algo más, para cumplir la vocación hay que dedicar nuestras vidas y nuestro mayor esfuerzo a ligar mujeres. No se trata de dedicar todo nuestro tiempo a seducirlas, pues la seducción exige aditamentos que hay que construir previa o paralelamente. Habrá, por lo pronto, que dedicar algún tiempo a tener ingresos o rentas suficientes que nos permitan viajar, educarnos, mantenernos físicamente y dedicarnos a cultivar el ocio. Por más vocación que mostremos, difícilmente podríamos seducirlas si no tuviéramos con qué invitarlas a una cena o a una copa. Menos aún, si no supiéramos contarles unas historias o comentar una noticia. Y mucho menos, si no podemos camelarlas con un delicioso viaje imaginario. Siendo las mujeres como son, el objeto de nuestra vocación, los aprendices de seductores deben estudiarlas en profundidad. ¿Qué cosas las seducen, aunque no las enamoren? ¿Cómo logramos que se fijen en nosotros y que quieran invitarnos a su cama (o a la nuestra)? Las condiciones físicas pueden ayudar, sin duda, pero la historia no favorece a los más guapos en tratándose de ligar más féminas. Descartados, ciertamente, los más grotescos, pero de ahí en más, basta con no ser especialmente feo. Algo más hay que tener: por lo pronto, no ser unos plastas. Tener una historia (verdadera o inventada) apasionante. Al final, ellas creen que una vida apasionante, se transforma en sexo apasionante (y aunque no lo fuera, la imaginación ayuda a alcanzar la dicha). Saberlas escuchar aumenta las opciones, 91


pero no parece que baste con ello. Plantearles el reto de redimirnos es un aditamento seguro para el éxito. Para ello, debemos tener una vida que merezca redención. Tanta como sea posible, pero sin que la empresa les parezca imposible. El narcisismo se afectaría si se enteraran que no pueden redimirnos. Como a nosotros, les gustan los retos, pero que les parezcan alcanzables. Si todo lo podemos, no las necesitaríamos y nada podrían ofrecernos. Y aunque hayamos tenido cientos de mujeres (conviene que lo sospechen, al menos), es fundamental aparentar que la noche que estemos con ellas, ellas son el centro del universo. Al hacerles el amor, es esencial satisfacerlas, aun a costa de nuestra propia satisfacción, pero siempre habremos de terminar, puesto que a ellas también les interesa nuestra propia “felicidad”. Su ego (saberse capaces de satisfacer), puede ser más grande que su egoísmo (su propia satisfacción). Miles de años de sumisión, se dice, no se borran en unas decenas de superioridad femenina. Si les contamos fantasías eróticas (lo que nunca debe descartarse, pues hay quien afirma que su punto G está en el oído), es esencial que ellas sean protagonistas (pueden querernos a nosotros, pero siempre se querrán a sí mismas un poco más –y está bien que así sea-). Puestos a seguir el camino del seductor, lo esencial es tomar la decisión de dedicar la vida al servicio de las féminas: a compartir con todas las que se pueda, con motivo o sin motivo, pero con ellas y por ellas: “Mujeres, lo que nos pidan podemos. Si no podemos no existe. Y si no existe lo inventamos por ustedes”, diría Arjona. Los éxitos seductores de Don Juan y de Casanova son admirados por la mayoría de nosotros, pero no logramos ser como ellos, porque no tenemos ni su vocación, ni su carisma, ni su dedicación, ni su descaro. Para seducir, lamentablemente, es esencial ser descarados, amorales y renunciar al amor. Y la mayoría de nosotros ni somos descarados, ni amorales, ni queremos renunciar al amor. Descarados para que no nos importe el resultado sino el proceso, amorales para que no nos frene la conciencia y renunciar a amar para no limitar nuestras opciones. Únicamente desear y ser deseados, dirían los entendidos.

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29.

Gabriel D´Honore incomprensible

Mirabeau,

el

priapismo

y

el

seductor

La historia, como bien sabemos, tiene algunos ejemplos de seductores naturales y sementales masculinos que nos llenan de estupor, admiración o envidia al resto de los mortales. Estupor por su amoralidad. Admiración por sus conquistas femeninas. Envidia por eso mismo y por carecer nosotros de su descaro para seducir a las mujeres (en plural). Si en Casanova y en Don Juan encontramos ejemplos de seductores avezados y vocacionales (algo así como profesionales de la seducción), en Gabriel D´Honore Mirabeau, líder de la primera revolución francesa, presidente de su Asamblea Nacional, corredactor de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, escritor, estadista, político, orador genial, hombre ilustrado y libertino; encontramos al arquetipo del seductor, apelativo aparentemente inexplicable, si recordamos que lo fue, a pesar o gracias a una figura deformada (y picada de viruela, para más detalles). Era, más bien, regordete, pequeño y feo. Se trata, pues, de un “feo célebre, que se llevó las palmas”. Juan Montalvo en su Mercurial Eclesiástica, exclamaba a propósito del personaje: “¡quién dijera que esa cara de esfinge salpicada de resaltos indecorosos; esa ardua greña que le cobija los hombros…, esos labios hinchados de cólera elocuente; ese conjunto casi atroz, más para causar impacto que pasión amorosa, hubiera sido el hombre querido del mundo, de los placeres locos, amante que traía en sublime delirio a las más bellas de las mujeres…” Que un hombre dotado de esas características (y de priapismo, para más señas) se convirtiera en “atleta del amor” y seductor prolijo y amoral, es motivo de perplejidad. En el caso de Mirabeau, además, su carácter seductor aparece como una arista secundaria de su vocación natural: la política. Es más, el mismo Ortega y Gasset, lo califica de arquetipo del político y del gran “estadista” europeo de su tiempo, en su ensayo precisamente titulado “Mirabeau o el Político”, escrito de 1926 y recogido en su obra: “Tríptico”.

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Autor de los más célebres discursos, se le coloca al nivel de Demóstenes y Cicerón en el arte de la oratoria, fue también autor de obras diversas: desde su “Ensayo sobre el Despotismo”, hasta su “Erotika Biblion” (ensayo sobre los pasajes obscenos o sexuales de la Biblia), desde sus “Cartas a Sofía”, hasta sus cartas sobre historia, economía, etc. En 1790 fue jefe de los jacobinos y, en 1791, murió al poco tiempo de ser nombrado presidente de la Asamblea Nacional. Alistado en el ejército francés a los dieciocho años, por presión de su padre, participó en los combates contra la resistencia que los corsos ofrecían a la dominación francesa. Pero, “mientras sus compañeros cumplían sus deberes militares, Mirabeau seducía a las corsas y a las mujeres de los oficiales franceses. Se dice que su apetito sexual no reconocía límites. A tal punto que llegó al incesto con su hermana menor, Louise, recién casada” y a quien incluso calificó luego de “mesalina y prostituta”. Como bien sabemos, buena parte de su vida adulta la pasó en prisión, por problemas de dinero (deudas vencidas) y familiares (su padre y su suegro, precisamente, solicitaron varias veces su encarcelamiento), pero eso no le impidió traducir a los clásicos, escribir sobre canales de navegación, sobre el proceso penal y las prisiones, copiar descaradamente pasajes de obras históricas (se dice, por ejemplo, que su obra histórica de La monarquía prusiana bajo Federico el Grande y su Historia de Córcega, están llenas de páginas plagiadas), y, cómo no, escribir cartas eróticas y conquistar a las mujeres. Si la política fue su vocación principal (sublime, si se quiere), la seducción fue una condición natural y accidental. Una necesidad, más que una aspiración. Una afición, más que una profesión. Pero ligó a manos llenas, a todas las que pudo: de todas las edades y de todas las condiciones, sin discriminar por motivos de sangre, de origen social, de costumbres o de color. Encarcelado por adulterio en 1778 y sin más lectura que la Biblia, se entretuvo estudiando sus «pasajes obscenos». Compuso así una obra, en que, según sus editores: “haciendo uso del enorme caudal de sus conocimientos científicos y literarios, comenta las abundantes referencias sexuales de la Biblia -incesto, onanismo, zoofilia...-. La agilidad de su pensamiento le permitió relacionar tan vidrioso tema con las polémicas intelectuales del momento. Gracias a su ingenio 94


inagotable y a su viveza intelectual, la lectura de Erotika Biblion es una experiencia deliciosa… Su apasionado utopismo y su enfrentamiento a las conveniencias sociales del momento -en el amor, en la propiedad y en la política- hacen de él un revolucionario.” Mirabeau es la viva imagen del hombre impetuoso y excesivo en todos los aspectos. Polémico hasta el final, sus restos fueron expulsados del Panteón parisino, al conocerse que había aceptado dinero de Luis XVI para pagar sus deudas. En París, Mirabeau “se entregó con frenesí a la conquista de marquesas, burguesas, prostitutas y camareras”. Su lujuria lo empujaba a “voltear a toda mujer que poseyera un cuerpo atractivo y a apagar por momentos una llama lujuriosa que renacía sin cesar” (Dauphin Meunier, La vie intime et amoureuse de Mirabeau). Teodosio Muñoz en sus “Quisicosas”, afirmaba que la causa de su éxito con las féminas radicaba en que “Mirabeau padecía de priapismo… y hacía mucho tiempo que las damas de Versalles esperaban a un hombre afectado de tan maravillosa enfermedad. Su llegada a la corte fue saludada con ronroneos, y las más ariscas, las más fieles, las más virtuosas, empezaron a rondar en torno de él, impacientes por conocer la saciedad. Mirabeau tuvo por amantes a casi todas las damas de la Corte, desde Mme. de Bermont, pasando por Mme. de la Tour du Pin, hasta la muy sensata Mme. de Lamballe”.6 Su última conquista, quizás, no fue amorosa, pero revela su carácter seductor más avezado: Olympia de Gauges, líder de los derechos de la mujer, redactora y 6

El mismo Teodosio, se preguntaba: “¿En qué consistía esa enfermedad de Mirabeau que lo compelía a forzar a cuanta mujer se le cruzara en el camino?” Tanto la palabra priapismo como priapitis (inflamación del pene) derivan de Príapo que para la mitología griega era el dios de los jardines y de las viñas. Hera, que detestaba a Afrodita, logró que el hijo que la diosa llevaba en su seno, naciera contrahecho y con un falo desmesurado que lo convirtió, por su viciosa inclinación, en el dios del libertinaje. Corrompió a todas las mujeres, por lo que el consejo de los ancianos tuvo que desterrarlo. Pronto tuvo que volver a llamarlo e instituir fiestas en su honor para calmar a las mujeres y terminar con la ninfomanía que había contagiado a todas... Para la medicina, el priapismo es la rigidez sostenida y dolorosa del miembro viril sin excitación sexual, especialmente en caso de enfermedades de la médula espinal, y afección inflamatoria de la uretra y la vejiga." 95


propulsora de la primera declaración de los derechos de la mujer en los albores de la revolución francesa, fue precisamente quien exaltó su figura en su funeral, al recibir sepultura e inaugurar el Panteón Nacional, en el barrio Latino de París.

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GEOGRAFIA DE LA BELLEZA, LA ATRACCIÓN DE PROHIBIDAS Y LOS ENCANTOS DE MARILYN MONROE 30.

LAS

¿Por qué nos gusta Marilyn Monroe?

Entre todos los libros de fotografías (me refiero a los “libros”, no a las revistas), los de Marilyn Monroe se destacan en las librerías populares, a pesar de que nuestra diva favorita tiene más de cuarenta años de muerta y la mayoría de sus fotos superan cincuenta años de antigüedad. La mayoría de nosotros no habíamos nacido cuando ya era famosa y sus fotos circulaban clandestina o abiertamente en las revistas. Y no se trata solamente de un asunto de belleza. Muchas actrices y modelos son y han sido más guapas y no han gozado de tanto fervor. Claro que Marilyn era bella, coqueta y atractiva, pero por encima de todo, asumo que la clave de su éxito fue su sensualidad. En el imaginario masculino, Marilyn se nos aparece como “sex simbol” por antonomasia. Por lo pronto, fue capaz de entusiasmar a la mayoría de los hombres de su tiempo: al más exitoso deportista (Joe Di Maggio, el ídolo beisbolista), a uno de los intelectuales más reconocidos (Arthur Miller) y al hombre más poderoso de su época (John F. Kennedy). Cierto que la promoción y las circunstancias de su vida y de su muerte, ayudaron a construir ese imaginario, pero algo más debe explicar su fenómeno. Y puesto que debo ensayar algunas hipótesis, me inclinaré por dos características de nuestra diva: su capacidad de parecer necesitada y la impresión de ser accesible sexualmente. Comienzo por la segunda condición. Si las mujeres pueden enamorarse de un actor, de un líder o de un famoso cantante, aunque nunca lo lleguen a conocer y no tengan opciones de hacerlo; los hombres preferimos a las vecinas, a las mucamas, a las chicas del supermercado, a la hermana del amigo, o a la compañera, aunque solo fuera porque nos parecen accesibles. A nosotros los hombres, no nos interesan las mujeres que no nos vuelvan a ver. Por esa razón, las andaluzas, las napolitanas, las sicilianas, las latinoamericanas, las tailandesas, las filipinas, gozan de nuestra más alta estima. Muchas de ellas nos coquetean y nos vuelven a ver, aunque solo fuera para criticarnos. Las otras, en 97


cambio, pueden ser más bonitas que las que nos gustan, pero ni siquiera paran mientes en nosotros. Nunca nos vuelven a ver (o por lo menos, no nos damos cuenta). Entonces, nos parecen tan distantes, que hasta las vemos más feas. Marilyn, por el contrario, era coqueta, descarada y parecía accesible (al menos en la pantalla). Pero si la accesibilidad es importante, más lo es la primera condición: la capacidad de parecer necesitada de nosotros. A la mayoría de los hombres, nos gusta sentimos superiores (resabios de machismo, dirán nuestras amigas) o, al menos, sentir que somos importantes y admirados. No nos interesa tanto que nos admiren por guapos (eso lo damos por descontando), sino por capaces y exitosos. En lo que sea y por los motivos que sea. Las mujeres exitosas a este propósito, pensamos que nunca nos van a admirar. En verdad, han avanzado tanto en la escala política, social y económica, han logrado superarse tanto, que pueden pasar de nosotros y de nuestras manías. Adoptan esa posición de superioridad y parecen miramos con desdén cuando actuamos como simples mortales, llenos de virtudes, limitaciones e inseguridades. Por eso, nos parece más fácil enamoramos de mujeres frágiles (al menos en apariencia), que de mujeres fuertes, exitosas y poderosas. Las primeras nos necesitan, según creemos. Las segundas, no parecen necesitarnos. Quizás esa razón explique, en parte, por qué todos los hombres nos enamoramos de Marilyn Monroe y de sus sucesoras. Más que por lo guapas, por la sensualidad de su aparente fragilidad. Seguramente, todo hombre sueña con rescatar a una damisela en peligro. Algo así como San Jorge salvando a la princesa del Dragón, o como el Quijote salvando a Dulcinea del "gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindriana, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero Don Quijote de la Mancha". No nos importa que, lograda la meta, nos quiten la armadura, nos cuiden nuestras heridas y nos mimen como si fuéramos campeones olímpicos desfallecidos por causa de nuestra heroicidad. Heroísmo que las mujeres sensuales recalcarán con signos de admiración. Aunque 98


parezcamos remedos de h茅roes, nos interesa que asuman la farsa y nos recalquen su admiraci贸n. Cuando las mujeres se nos aparecen fuertes y poderosas, no tenemos opci贸n de salvarlas (y menos de ser admirados), sino de ser salvados por ellas, pero entonces pierden su atractivo de mujeres y asumen el papel de madres o de amigas para consolamos y apoyarnos. En verdad, queremos ser nosotros los que las rescatemos o que, al menos, as铆 nos lo hagan creer.

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31. ¿Y dónde están las mujeres que nos gustan? Guía práctica para construir una geografía de la belleza. Un amigo italiano, después de múltiples desvaríos amorosos, sugirió que fuésemos a Rusia a buscarnos unas novias, argumentando que allí las mujeres no nos exigirían tanto como en Europa y, recordándonos de paso, que en América Latina ya no eran tan comprensivas como antes. El caso es que Fabritzio se fue a Rusia y consiguió a su novia rusa, se casó con ella y se la llevó con él a Roma. A juzgar por su convicción prematura, quedó encantado (algo tendrá el agua para que la bendigan), pero, intrigado, dos o tres años después los visité en Roma y le pregunté por su relación. Me miró, se encogió de hombros y me espetó: la muy mentecata se me volvió italiana. Peor aún, agregó, asumió sus defectos, sin adquirir sus virtudes. No sé cuáles serían los unos (los defectos) ni las otras (las virtudes), solo sé que al final Fabrizio descubrió que las mujeres son mujeres y que los hombres somos hombres y que poco pueden hacer las culturas para cambiar ese elemento tan esencial, que nace de milenios de desarrollo cultural, biológico o social… Pero me quedé con una duda existencial: ¿habrá una geografía de la belleza que nos permita buscar a las féminas adecuadamente? Si hay un índice de desarrollo económico, un índice de desarrollo humano, de desarrollo ecológico y hasta un índice de desarrollo del género (que para muchas amigas es simplemente desarrollo de las mujeres), ¿por qué no establecer un índice que nos permita comparar la belleza femenina en el mundo y así evitar búsquedas casuísticas, empíricas o infructuosas? Por lo pronto, me dije, tienen buena fama las eslavas (las rusas, las checas, por ejemplo), las latinoamericanas (las colombianas, brasileñas, argentinas, venezolanas, costarricenses, uruguayas, chilenas, por ejemplo), las caribeñas (cubanas y dominicanas, para más señas) y las mujeres del sudeste asiático (tailandesas, vietnamitas, filipinas). De las árabes, de las demás asiáticas y de las africanas, no digo nada porque no tengo referencias de ellas. Las europeas occidentales, las norteamericanas, las latinoamericanas liberadas y las demás, son muy guapas sin duda, pero, según se dice, no son tan comprensivas para con nosotros, para con nuestras limitaciones y señas de identidad. Sí, nos quieren 100


también, pero dejaron de admirarnos y, por si fuera poco, nos exigen que seamos lo que difícilmente podemos ser: metrosexuales, cariñosos pero sin que nos falte la testosterona, comprensivos pero firmes en nuestras convicciones, inteligentes pero humildes, aventureros pero estables, vulnerables pero seguros de nosotros mismos, rebeldes pero acomodados, vanidosos pero humildes, comunicativos pero reservados, libidinosos pero circunspectos, ambiciosos pero dispendiosos con ellas, con su familia y con sus amigas; trabajadores pero con mucho tiempo para viajar con ellas y visitar a los suegros; coquetos pero fieles, que queramos mucho a la familia y a los hijos pero muchísimo más a ellas, caballerosos pero feministas, dadivosos pero solo con ellas, tímidos pero lanzados, poderosos pero débiles ante ellas y un largo etcétera. Y de cualquier manera, por encima de todo, solventes (forrados, si se puede) y complacientes siempre. Nosotros, en cambio, pedimos poco: un buen cuerpo, sexo y comida. Y puestos a pedir gustos, que nos admiren y que no pretendan cambiar nuestras señas de identidad. Lo de la nueva masculinidad está bien, pero sospechamos de ella cuando nos piden que rompamos nuestra condición natural. Si nos quitaran la testosterona y sus manifestaciones (algún nivel de pasión desbordada y algo de brusquedad), ¿qué nos dejarían como señales de identidad? Vamos, que quieren que no nos violentemos nunca, que seamos tan sensibles como ellas, que deliremos por el Ballet, que nos piquen los pies para lanzarnos a la pista de baile, que no volteemos a ver los traseros de las mujeres que se nos cruzan, que renunciemos a ser visuales, que las acompañemos a todo lo que les interesa, sin reclamar espacios ni tiempos; que aprendamos a ser detallistas y que jamás nos olvidemos del aniversario del primer beso que nos dimos o del cumpleaños de su tía preferida. A nosotros, por el contrario, no nos interesa tanto que sean guapas, como que nos vuelvan a ver. No nos interesan los detalles de su cara o de su cuerpo, sino el conjunto. Que no nos reprochen nuestros defectos intrínsecos, que puedan apreciar nuestras señas de identidad: me refiero a la inexorable necesidad de voltear a ver a todas las mujeres, aunque solo estemos enamorados de la nuestra; a la necesidad de gritarle improperios a los árbitros en los Estadios cuando pitan en contra de nuestro equipo, a tomarnos unas copas con los amigos y hablar de futbol, política y mujeres, sin sentirnos culpables o insensibles. A tener 101


momentos de intimidad sin necesidad de velitas, música ni aroma terapia. A seguir pensando que las queremos sin tener que repetirlo cinco veces diarias y, puestos a escoger, a preferirlas pasaditas de kilos que anoréxicas. A que no soportemos más de dos horas seguidas de compras en las rebajas y que no necesitemos comunicar todos los días nuestros sentimientos para demostrar que los tenemos. Pero, esencialmente, que esté guapa, que le guste yacer con nosotros y que nos admiren, aunque seamos unos pelmazos. En fin, siempre será posible descubrir esos lugares donde las mujeres nos coquetean, nos admiran y nos vuelven a ver, aunque solo fuera porque andamos en carro y ellas en autobús, porque podemos pagarles el dentista o porque estamos en capacidad de invitarlas a la playa. Dudaremos por un segundo, si nos quieren por lo que somos o por lo que tenemos, pero gracias a Dios, dejaremos la duda existencial tan pronto descubramos que lo que importa es que nos quieran, aunque la razón esté en el bolsillo.

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32.

Delgadina, Fonchito y Lolita: tres adultos perdidos y tres adolescentes seducidos o seductores.

a)

Delgadina o las “Memorias de mis Putas Tristes” de García Márquez

Empiezo por la novela de Gabriel García Márquez (publicada en 2004) y que trata de las memorias de un solitario anciano de 90 años, quien llevaba una vida rutinaria dedicada exclusivamente a leer, a escuchar música, a escribir su columna en El Diario de La Paz y a disfrutar del sexo con prostitutas, hasta que llegó a enamorarse de Delgadina, una niña/adolescente de catorce años que conoció en el burdel de Rosa Cabarcas en Barranquilla (bajo los estándares legales de hoy, la tal Rosa sería lapidada como “proxeneta”). Menudo degenerado, pensarán los mal pensados. “Viejo verde y pederasta”, pensarán nuestras amigas. Si la historia la contara un don nadie (para empezar, difícilmente la contaría bien), lo acusarían de promover la pederastia y el proxenetismo y al protagonista no le darían ni el beneficio de la duda. Pero como es un libro escrito por un Nobel de Literatura, no se atreverán a criticarlo en público. Apenas dirían que no les interesa. Si fuera otro el autor, menuda crítica social recibiría. El hecho es que García Márquez se atrevió a presentarnos genialmente a ese “viejillo” sabio y libidinoso que para celebrar sus noventa años “quiso regalarse una noche de amor loco con una adolescente virgen.” ¿Y quién era ese “tipejo”?, preguntará alguna lectora: “Dicho en romance crudo, [era] un cabo de raza sin méritos ni brillo, que no tendría nada que legar a sus sobrevivientes de no haber sido por los hechos que [se] dispuso a referir como [podía] en esa memoria de [su] grande amor” por Delgadina. Y ¿qué hacía con ella?, pues verla dormir desnuda, leerle poesías, contarle cuentos y poco más. La Rosa esa, regentaba una casa de prostitución y recogía a las muchachas en el mercado, para nutrir su negocio de amor. El caso es que a pesar de la dificultad del encargo, le consiguió a la chica del cuento y asumió que se llamaba “Delgadina”. El protagonista calificaría de misógino para nuestras amigas, pero su personalidad no cuadra con la definición: el amaba a las mujeres –a todas, de ser posible- y las buscaba. Un misógino, por el contrario, es aquel “que odia a las mujeres, manifiesta aversión hacia ellas o rehúye su trato” según la Real Academia. Descartado el apelativo de “misógino”, nos quedaríamos con la 103


descripción de un mujeriego y solterón, acostumbrado a pagarle a las mujeres para que estuvieran con él (514 mujeres había contado en sus primeros cincuenta años). Cuando tuvo la cita con la niña de 14 años, “estaba en la cama desnuda” ya que Rosa le había dado un “bebedizo”, y él se acostó al lado de ella. ¡Nada más y nada menos! Podrían, pues, acusarlo de pederastia (abuso de menores), pero no de violación o estupro (pues no hubo penetración y tampoco quedarían acreditados los abusos deshonestos, según reportaría un abogado). b) Fonchito y el Elogio de la Madrastra de Vargas Llosa Para contrarrestar por motivos de género, Mario Vargas Llosa nos cuenta en su “Elogio de la Madrastra”, la historia de un muchachito que enamora a una mujer hecha y derecha (Lucrecia, de 40 años). En apariencia, la que se tira al niño/adolescente es la madrastra de Fonchito (esposa de don Rigoberto, quien es el padre del niño). Fue culpa del muchachito, fue el golfo de Fonchito, quien sedujo a la pobre víctima de Lucrecia, agregarán sus defensoras, aunque en su concupiscencia, ella se atribuía la seducción del tal Fonchito: “¿Era imposible que la caricia inconsciente de un niño la pusiera así? Te estás volviendo una viciosa, mujer” se repetía. “Tú eres la de los pensamientos sucios y escabrosos, Lucrecia”. Se dice que en el Elogio de la madrastra hay una influencia de Ma Mere, novela erótica de Georges Bataille. El argumento es similar: “el triángulo de amor escandaloso envuelve a una mujer (Helene), progresivamente habituada a las fantasías eróticas de su esposo. Su sexualidad termina por desbordarse y alienta una lenta pero implacable seducción de su propio niño.” Se le podrá decir de todo a Lucrecia, pero a nadie se le ocurriría acusarla de pederastia, de violación o de estupro, sino de adultera y, al extremo, de “zorra” y libidinosa (pero de delito y de cárcel, nada). c) “Lolita” de Nabokov Si Fonchito fuera el culpable, ¿no será posible que la “inocente” de Lolita fuera también culpable de seducir al profesor Humbert? Al fin y al cabo, dirán, no fue 104


con él con quien se inició Lolita en los avatares del sexo, sino con un tal Mr. Quilty. Quizás, ella solo se aprovechó del anodino Mr. Humbert. Mientras él se remordía la conciencia, ella se iría a Alaska con su marido, con ayuda de los fondos de su padrastro. No tuvo ni siquiera que robárselos, bastó con que se los solicitara. El enamorado y perdido sería el libidinoso profesor. Lolita es una novela del escritor Vladimir Nabokov, publicada en 1955. Su protagonista era un tal Humbert, profesor universitario, quien se enamoró a los catorce años de una chica de su edad y quien murió pocos meses después. El caso es que ya bastante adulto, dejó Europa para ejercer en los Estados Unidos, donde alquiló una habitación en la casa de una viuda llamada Charlotte Haze, después de conocerla a ella y a su hija Dolores, mientras tomaban el sol en el jardín. Dolores tenía doce años y la llamaban «Lolita». Al poco tiempo, Charlotte se casó con Humbert. Un día, Charlotte encontró el diario de su nuevo marido, donde confesaba su obsesión por Lolita y su desengaño con ella. Al leerlo, Charlotte, enfadada y triste, salió de casa rápidamente y murió atropellada. Humbert quedó entonces como legítimo encargado de la joven Lolita (Drácula cuidando el Banco de Sangre, dirán algunos), con la que convivió durante un tiempo en el que aumentaron sus deseos de poseerla. Comenzó a viajar por todo el país, de motel en motel, acompañado por Lolita, con la que llegó a tener relaciones sexuales. Esas relaciones comenzaron tras una serie de intentos por parte de la misma Lolita y del propio Humbert, quien se sorprendió cuando se dio cuenta de que Lolita había descubierto los secretos del sexo en un campamento juvenil con Clare Quilty, un depravado artista, quien acabó con la relación cuando convenció a Lolita de dejar a Humbert y a escaparse con él. Al final de la novela, años después, Humbert se topó a Lolita y le dio el dinero que ella le había pedido para poder empezar con su marido en Alaska. Entonces, es cuando Humbert comprende que estaba realmente enamorado de ella. Humbert, como forma de redimirse y vengar los sufrimientos pasados de Lolita, decide asesinar a Clare Quilty. En el Elogio de la Madrastra, Mario Vargas Llosa nos relata la historia de un niño/adolescente que sueña con su Madrastra y que termina por ligársela para desgracia de ésta y de don Rigoberto. En clave de género, la percepción será al

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revés, Lolita no sería la que se ligaría a Humbert, sino éste a la “ingenua” de Lolita. Se dice que es posible asociar la relación entre Lucrecia y Fonchito, entre del viejo periodista de Barranquilla y Delgadina, entre Humbert y Lolita, con las ficciones de Sade. El proceso de corrupción, sean o no culpables Fonchito, Lolita o Delgadina (aunque ésta no parece darse ni cuenta), está fuera de toda discusión. Lo extraño es que, al parecer, los personajes adolescentes de cada novela parecen terminar relativamente ilesos de sus trágicas aventuras: en cambio, Lucrecia (la Madrastra), el nonagenario libidinoso y Humbert (el profesor perturbado), terminan afectados profunda e irremediablemente.

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33. El Elogio de la Madrastra, el afán de ligarse a las ajenas o “no desearás a la mujer de tu prójimo” En el Elogio de la Madrastra, como dije, Mario Margas Llosa nos relata la historia del tal Fonchito (joven adolescente) que sueña con su madrastra y que termina por ligársela para desgracia de ésta y del nunca bien ponderado de don Rigoberto. El caso es que si el bendito de Fonchito tuviera unos años de más, sería condenado por desear a una mujer “ajena”. Es probable que el mandamiento más violentado (el pecado mortal más ejercido) sea el primero, pues está claro que no siempre amamos a Dios por sobre todas las cosas, pero entre los hombres (me refiero a los de mi género), seguramente, el noveno mandamiento del Deuteronomio (5.6-21), vendría de segundo en materia de infracciones. Vamos, que si hubiera un índice de infraccionalidad del decálogo bíblico, el noveno deuteronómico quedaría en segundo lugar, porque los hombres lo cometemos de seguido. Cierto es que no guardamos siempre las fiestas, que se miente o se da falso testimonio muchas veces (al menos, no siempre se cuenta toda la verdad), que podemos eventualmente caer en adulterio o cometer actos impuros, y que algunos incluso matarán. Todo eso ocurre o puede ocurrir eventualmente, pero lo que sí ocurre seguramente es tener pensamientos impuros (según la versión del catecismo católico) o “desear la mujer del prójimo” conforme a la versión del Deuteronomio. Los Diez Mandamientos, como sabemos, tienen varias versiones: la del Éxodo (20.2-17), la del Deuteronomio (5.6-21), la judía tradicional, la católica, la protestante, la de los mormones, etc. Por ejemplo, el quinto o el sexto es “no matarás” en todas las versiones, menos en la judía, donde se matiza que “no asesinarás al inocente” (vamos, que la pena de muerte sería válida). El sexto o el séptimo es “no cometerás adulterio” o no “fornicarás” en casi todas las versiones, pero es “no cometerás actos impuros” en la versión católica. El séptimo (o el octavo), es “no robarás” o “no hurtarás” en todas las versiones. El octavo (o el noveno), es “no darás falso testimonio contra tu prójimo” en casi todas las versiones, pero es “no dirás falso testimonio ni mentirás”, en la versión católica. En el noveno (o en el décimo), aparecen múltiples diferencias: para el 107


Éxodo, es “no codiciarás la casa de tu prójimo”, para el Deuteronomio es “no desearás la mujer de tu prójimo”, para la Iglesia Católica es “no consentirás pensamientos ni deseos impuros”. El décimo, para el Éxodo es “no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno”; para el Deuteronomio es “no codiciarás nada que sea de tu prójimo”; para los católicos es “no codiciarás los bienes ajenos”; para los protestantes, simplemente es “no codiciarás”. Volviendo a la versión del noveno del Deuteronomio, algunas mujeres podrían tener pensamientos impuros (¿quién dice?), pero, según parece, pocas desearían a las mujeres de sus prójimos, por lo que difícilmente cometerían pecado alguno. Sin embargo, demos por descontado que a Brat Pitt, a George Cloney, a Mel Gibson y a los demás especímenes (artistas, dirían ellas) de las pantallas, seguramente los habrán deseado abiertamente y sin siquiera sonrojarse (y nosotros tan modositos, que apenas si nos atrevemos a pensar calladamente en la sensualidad de las vecinas o de los monumentos que se nos atraviesan en las aceras). Sobra decir que a nosotros, lo de las famosas del cine, nos parecen quimeras inalcanzables, por lo que no nos detenemos mucho a pensar en ellas. Preferimos algo más mundano y alcanzable. La versión más moderna del noveno (o del décimo, según se quiera) es no tener pensamientos impuros (tomen nota mis amigas: buscando la igualdad, les agregaron una prohibición que no tenían). La versión más clásica, sin embargo, decía: “no desearás la mujer del prójimo…”. Y nosotros que creíamos que teníamos un mandamiento especial, que no se aplicaba a las mujeres. ¡Qué feminismo el del Viejo Testamento, tener 10 prohibiciones para los hombres y solo 9 para las mujeres! En clave de igualdad de género, quedaban dos caminos para enfrentar semejante discriminación, eliminarlo del decálogo y quedarnos con una novena de mandamientos no sexistas, o extender la restricción a las mujeres y prohibirles soñar con nosotros (estemos o no ocupados). Por otro lado, la disposición clásica del noveno tenía sus ventajas: no estaba prohibido que las mujeres nos desearan (solo que desearan a las “ajenas”) y a nosotros no se nos prohibía desear a las que estaban disponibles (las que no eran 108


de ningún prójimo). A juzgar por la literalidad del Deuteronomio, a ellas sí podíamos desearlas. Ahora bien, si ahondamos un poco más en las virtudes de la versión clásica, dado que las mujeres no nos pertenecen ni pertenecen a ningún prójimo, aunque convivan con nosotros o con otros, de ahí se deduciría que la exigencia era fácil de cumplir. Fácil porque si es verdad, como lo es, que ninguna mujer pertenece a ningún hombre, entonces no sería prohibido desear a todas las mujeres, puesto que todas estarían disponibles (que quede claro, no les pertenecen a nuestros prójimos ni a nosotros). Para nuestro pesar, sin embargo, ampliaron la restricción y nos prohibieron a todos y a todas tener pensamientos impuros. De no haber sido por ello, la prohibición que más nos afectaría, no estaría en la versión clásica del noveno, sino en el sexto mandamiento. Podríamos, entonces, desearlas a todas –dirían nuestras amigas-, mientras no yaciéramos con ellas (en la versión moderna, ni siquiera ello estaría prohibido, pues ahora lo que se prohíbe es cometer adulterio, que es otra cosa). A la larga, quizás, ¡si hay algo nada nuevo bajo el sol de la Toscana!

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