RODOLFO E. PIZA ROCAFORT
NO TE VAYAS A ENAMORAR DE MÍ
A la Orilla del Telire y dos Cuentos más… (San José, 2006)
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NO TE VAYAS A ENAMORAR DE MI1 Rodolfo E. Piza Rocafort
“No te vayas a enamorar de mi,.., que vas a sufrir mucho", le solté de sopetón a la amiga de mi sobrina, que recién llegaba de América. Tenía veintiuno y yo pasaba de cuarenta, de manera que las opciones de que ocurriera el hecho me parecían en verdad inverosímiles. Pero, quien quita que tuviera suerte y se hiciera realidad mi fantasía de cuarentón madrileño, que estaba en el camino de pasar de todo. Por si fuera poco, le solté lo del enamorarse de mí, entre despistado y embriagado, a eso de las cuatro de la mañana en la casa de mi madre. Venía llegando del Corral de la Morería, donde me había lanzado a las tablas cual torero improvisado y me había ligado a una de las bailadoras más pintadas del lugar. Comprenderéis, entonces, mis afanes de guapo ensimismado. A la chavala de esta historia, apenas si la había conocido en la tarde, cuando me la presentaron mi madre y mi sobrina. ¡Qué pedazo tía!, me dije cuando la vi, pero no pasamos de una introducción protocolaria, aunque algún gesto me indicó que si no le parecí guapo, al menos interesante sí. Se llamaba Carmina y había venido a estudiar, a pasear o a escaparse de amores y desamores juveniles. ¡Vaya uno a saber! Ese mismo día (el día anterior, quiero decir), había llegado al aeropuerto de Barajas y se había venido directo a la casa de mi madre. Al verla no más, dejé de quejarme de que me hubieran trasladado a dormir de nuevo con mi hermano mayor. ¡Hay que ver lo que es eso cuando uno pasa de los cuarenta y el tío que te acompaña o está fumando o está roncando! 1
Corresponde a un cuento del autor, incorporado en el libro A LA ORILLA DEL TELIRE Y DOS CUENTOS MAS, publicado en San José, Costa Rica, 2006 (ISBN: 9977-12-927-4), de la página 101 1 43.
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El caso es que Carmina se quedaría a dormir con Aurelia en lo que había sido mi cuarto, pues ya lo había cedido meses atrás para que mi sobrina de América viviera en el casa, aunque uno de los armarios todavía sirviera para mí. Por nuestra parte, mi hermano y yo, éramos como el agua y el aceite. Él era el guaperas y yo el simpático. Él, Clark Cable y yo, Dudley Moore. Pero teníamos algunas cosas en común, además de nuestros padres y el domicilio electoral. Éramos dos solteros reciclados, porque ambos habíamos estado casados y nos habíamos reinstalado de vuelta en el piso de nuestra madre, aunque en mi caso seguía pagando un estudio que servía de picadero en la calle Maldonado, pero me niego a dar las señas. ¡Ah, y se me olvidaba, ambos éramos un par de cantamañanas que ni os cuento! Algo así, como dos señoritos de Serrano de los antes. Nos conocíamos todas las Boîtes y los hotelitos de paso de la Comunidad, desde Navacerrada hasta Aranjuez. Gas Light en los sesenta; Camarote, La Brasserie y Joy Eslava en los setenta; Pachá, Archies y California 49 en los ochenta. Habíamos zapateado en todos los tablaos y nos conocían todos los serenos de Madrid, porque a todos los saludábamos al amanecer, con la copa puesta y tarareando las flamencas de rigor. Éramos, como quien dice, aristócratas a nuestra manera. Es decir, a punto de engrosar las filas de los nuevos pobres, que es como se define hoy a la aristocracia, por contraposición a la burguesía, que son los nuevos ricos. ¡Pero no lo sabíamos todavía!... ¡Ojo, no dije las filas del paro!, porque parados habíamos estado siempre. Era, quizás, un “cantamañanas postmodernista”, pero ya os explicaré lo que quiero decir con ello, porque no quiero detener más la historia. A eso de las nueve y media del mismo día, un domingo de otoño de mediados de los ochenta, Aurelia me despertó recordándome que había quedado de llevarlas a Segovia pasando por el puente de Navacerrada,
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porque mi sobrina quería parar en Cercedilla, donde había pasado varios veranos de niña y adolescente. Me despertó con un: -Tío ya son las nueve y media y tu dijiste que a esa hora saldríamos para Segovia... -Sí..., sí..., ya lo sé, pero no imaginé entonces que lo tomaríais en serio, le contesté. -Pues sí, nos lo tomamos en serio. Recuerda que le dije a Carmina que tú eras mi tío preferido y ahora empiezo a dudar de ello. Sobre todo después de que nos despertaste a media noche y con una papa que no te veas. Y, además, ¡te pasaste con lo que le dijiste! -¿Pero le gustó, verdad? ¡A que nadie la había despertado así! -¡Así, seguro que no!, pero recuerda que hay profecías autocumplidoras que al final se vuelven contra ti. -Pues espero que no. Aunque eso sí, la amiga esa está como quiere. -Tío, me late que el que no debe enamorarse de Carmina eres tú. No conozco a un hombre que haya podido resistirse a ella. Te parece indefensa y vulnerable, pero en su debilidad aparente está su fortaleza... ¡No hablemos más y levántate ya! Josefina ya te sirvió el café y la tortilla de patata que dejaste anoche. -A estas sudamericanas hay que volverlas a conquistar y colonizar porque no respetan a sus mayores ni a la madre patria, le dije. -Anda ya, tío, tómate el café, báñate y nos vamos a pasear que es Domingo y el día está que te cagas. -Si el que está que se caga soy yo, Aurelia. Así es que mejor me voy al cuarto de baño antes de que me levantes una infracción. Ah, y dile a tu amiga que no nos haga esperar cuando estemos listos para partir.
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El caso es que bañado, peinado y perfumado, salí renovado a enfrentarme con el resto del día. Como a las once de la mañana volví a ver a Carmina en la entrada de la casa. Se me acercó coquetamente con su pelo suelto, su vaquero ajustado y una camiseta blanca por debajo de la chaqueta de ante que portaba. Ahora sí que me pareció una princesa salida de los cuentos de hadas, pero con una sensualidad que ninguna de ellas podría tener. Tenía unos ojos grandes color castaño, enmarcados por unas cejas que hacían juego con su pelo. Su boca me pareció a las rosas de mayo y sus labios tan carnosos con una ciruela en su punto. Era alta, con unas manos de terciopelo y unos dedos del píe cuidados con paciencia y con dulzura. Un culo redondo y bien construido y unos pechos pequeños pero proporcionados, la completaban. Tenía mi altura, pero con tacones parecía más alta que yo, para mi desdicha. En pocas palabras, era el tipo de mujer que deja a cualquier hombre sin aliento y sin cordura. Bajamos al portal y de ahí caminamos al aparcamiento de la calle Infantas. Movía la cadera como si a cada paso tratara de cambiar de acera. Tenía un áurea que la seguía por donde pisaba y claro que fui yo el primero, pero no el único, en notarlo. De lo guapa que estaba, no podía ni caminar. Mi sobrina Aurelia, que no estaba nada mal, por cierto, notaba mi interés y me miraba entre reproche y complicidad. A las once y media estábamos montados en el coche que nos prestó mi hermana, un Seat ochocientos cincuenta, porque el Triumph descapotable del que presumía, lo había despellejado pocos meses atrás a la tercera vuelta entre el Palacio de la Duquesa de Alba y la Avenida de la Princesa. Ya decía yo que estaba destinado a perderlo todo entre las féminas de la nobleza. Habíamos comenzado a flirtear desde que nos montamos al coche y el espejo retrovisor era nuestro intermediario. Pensé entonces que tal vez estaba soñando, porque sonaba extraño que una tía joven como ella, pudiera estar interesada en un cuarentón de bien ver, pero cuarentón al fin. Sí, ya sé que diréis que parezco un viejo verde. Pero quién no quiere serlo alguna vez en su vida. Las carrozas hablarían mal y se burlarían de
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mí, pero los hombres me mirarían con alguna admiración y mucho de envidia. Y yo, mientras tanto, la pasaría de puta madre, al menos mientras durara la pasión. Ya lo he dicho en otra ocasión, parafraseando a Vinicius De Moraes, "el amor es eterno mientras dura". Sí, sé también que alguna amiga escéptica agregaría que "el amor dura mientras dura dura", pero yo, eterno romántico, sigo pensando que lo más sublime es lo primero, aunque obviamente lo segundo también debe funcionar. Pero esto último depende más de la condición de la mujer con la que estemos, que de nuestra propia condición (la que no es despreciable, según recuerdan insistentemente las compañías farmacéuticas). ¿No dijo García Márquez que la potencia de un hombre depende más que de la propia edad, de la edad de la compañera? Yo, por mi parte, sigo sosteniendo que el mejor afrodisíaco para un hombre son unos ojos que se reflejan en los tuyos y si a ello agregamos la simpatía, algo de perspicacia, una piel tersa y una cierta necesidad de protección, estaremos hechos el uno para el otro. Recuerdo, a este propósito, que Ignacio, un amigo de la infancia, me había contado su primera experiencia con una veinteañera después de tantos otros de tirar con mujeres mayores. "Le ofrecí un masaje, me dijo, y empecé por su espalda. Al preguntarle que si estaba tensa, me contestó sencillamente que no, que ella era así". Y claro, al tío se le había olvidado la dureza propia de una chavala de veinte. Entre cuentos, anécdotas y flirteos reflejados en el retrovisor, fuimos dando cuenta del camino. Pasamos Torrelodones y en Guadarrama cruzamos hacia Cercedilla, camino de la Sierra. A Aurelia se le salieron las lágrimas cuando llegamos a la casa familiar en estado de abandono, esperando el turno de la demolición y la nueva construcción de un condominio de chalets adosados sobre la antigua cancha de tenis y el paseo de los enamorados, que así llamó mi padre al trillo entre pinos y estatuas que llevaban de la casa hasta el estanque. La consolé
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diciéndole que algún día podría ella tener una casa como aquella de la niñez, pero eso sí, que tendría que casarse por pasta para salvar a la familia de la bancarrota. Lo dije en plan de guasa, pero recordándole de camino que no siguiera los pasos de su madre y de sus tíos, que -tontos de capirote- nos habíamos casado por amor prescindiendo de los aditamentos del dinero. ¡Y así nos fue!, agregué para concluir. Carmina, inteligente y risueña, seguía con atención nuestra conversación y solo atinó a preguntar, que ¿cómo nos había ido? -Pues ya lo ves, le contesté, cada día más guapos, más altos y cachondos, pero sin más pelas que las de nuestra madre y los pocos trapicheos que nos da permiso la democracia. -Ay, como exageráis los españoles, me respondió. Más guapos no sé, más cachondos seguro, pero más altos, jamás. Y lo de los trapicheos, me parece que no corresponde a vuestro estatus. -Oye oye, quizás tengas razón, me apresuré a responderle. Pero lo de guapo no me lo quites, que me das en lo más profundo. -Guapo, a decir verdad, no sé qué decirte, pero atractivo sin duda. Si ¿no sabéis los hombres como vosotros, que maduros sois más interesantes? En eso, interrumpió Aurelia para mi desgracia: -Parad ya, que están saliendo chispas y no quiero quedarme sola y sin visitar Segovia. -Tienes razón Aurelia, si no callas a tu amiga Carmina, no creo que pueda aguantar el resto de la jornada sin raptármela y comérmela enterita. -Eh, más respeto, dijo Carmina, que a mí no me rapta nadie si yo no quiero y lo de comer habrá que ver quien tiene más apetito.
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-Bueno, ya está bien de tanta habladora, interrumpió de nuevo Aurelia. Volvamos al coche y sigamos a Navacerrada y al Palacio de la Granja de San Ildefonso, para que podamos comer allí o en Segovia, aunque sea un poco más tarde. ¡Y así ocurrió!, poco más o menos. Visitamos y recorrimos el Palacio, pasamos por debajo del Acueducto, comimos donde Cándido el cochinillo más espectacular y nos tomamos algunas copas de más. Para nuestra suerte o para nuestra desgracia, Aurelia no se tomó más que una copa y exigió tomar ella el volante. A lo que accedí sin chistar demasiado, aunque solo fuera para disfrutar más de la belleza y sensualidad de su amiga Carmina, quien, por lo pronto, ya me tenía descocado. No os cuento lo que fue subir detrás de ella las escaleras que llevan a la torre del Alcázar de Segovia. Entre el esfuerzo de cada escalón y el movimiento de su cadera, se me puso el corazón a cien. Lo digo casi literalmente: si me hubieran hecho un electrocardiograma, de seguro que me internaban en la UVI, porque el corazón palpitaba a ritmo de salsa y merengue. Y eso que no digo nada del compañero de abajo, que luchaba por romper el pantalón y dejarme en pelotas. A la vuelta, siguió al volante Aurelia y Carmina se sentó a su lado, por lo que yo tuve que ingeniármelas para acomodarme en el asiento trasero del ochocientos cincuenta, mientras dormitaba y recuperaba las fuerzas que perdí la noche anterior. Juro que soñé con Carmina todo el camino y ya entrando a Madrid, pasando por Moncloa, me desperté pensando en ella y planeando la estrategia que debía seguir para enamorarla. Según me parecía, Aurelia no se opondría y solo faltaría pasar el tamizaje de mi madre y de la madre de Carmina, pues su padre siempre había estado ausente y había muerto recientemente de una sobredosis. Todo eso, sí es que lograba conquistarla como su mirada y su interés me lo indicaban. El escollo más grande, sin embargo, parecía su propia coquetería, puesto que coqueteaba conmigo sin duda, pero probablemente también con los demás hombres.
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En verdad, tan guapa y simpática era, que hasta las mujeres se ruborizaban frente a ella. ¡Ya no digo los hombres! Los únicos inmunes a sus encantos parecían los amigos Gay que le presentó Aurelia. Y ojo, que algunos de ellos, estoy seguro, dudarían de su inclinación al verla. No más al llegar al estacionamiento de la calle Infantas, cerca del piso de Gran Vía, en algún momento de descuido, mientras Carmina compraba algunas chucherías, le pregunté a Aurelia si podía invitarlas a cenar, al día siguiente, para enseñarle el ambiente nocturno del viejo Madrid. -Lo de invitarnos a cenar y a enseñarle el viejo Madrid me suena a cuento de niños, me dijo. Mejor dejo que os vayáis vosotros solos, si es que ella quiere hacerlo, porque de todas maneras yo tengo que ir a la Universidad en el día y estudiar por la noche. Pero..., ¡si tu lo sabes, viejo zorro! ¡Anda ya y le preguntas tu mismo!, pero que conste que no soy responsable de lo que pase, ya te digo que me late que quien puede sufrir eres tú y no tanto Carmina. -Si he de sufrir en sus brazos y quemarme en su vientre, lo haré con gusto, le contesté. -Oye, no te pases, tío. Una cosa es que me gusten las historias de amor y la galantería y otra muy distinta que me interesen los detalles eróticos de tus andanzas. Menos aún, si se trata de mi amiga Carmina. Pero ojo, sí me interesa que me informes sobre los avances y retrocesos. No se te olvide que ya te advertí de las profecías. -¡Ojalá!, le repliqué. ¡Qué más quisiera que sufrir de amores con ella! Si es que es la sensualidad andante. ¡Cómo sonríe y cómo se mueve! En eso, regresó Carmina y nos aprestamos a llegar hacia el Portal, lo que aproveché para plantearle mi oferta de cena para tres, a sabiendas que sería para dos, porque Aurelia la rechazaría con la excusa consabida. Abierto el portal y ya montados en el ascensor, me contestó que sí, que le encantaría, aunque le daba lástima que no pudiera ir Aurelia. Mi
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sobrina, sin embargo, me echó el capote que necesitaba entonces y le pidió que por favor no se sintiera apenada y que confiara en su tío preferido. Si supiera que era yo quien no confiaba en mí, jamás lo habría dicho. El caso es que quedamos de salir a las nueve menos cuarto de la noche, para tomar un taxi y comer en un restaurante madrileño, al pie de la Puerta de Cuchilleros. Demás está decir que me preparé como un dandi para dar cuenta de mi conquista. Lo más importante, sin embargo, fue repasar mentalmente todas las artes de Tenorio que los amores y desamores me habían enseñado. Aunque esta vez, flaqueaba un poco mi autoestima, porque los años dan experiencia pero también temores y uno de ellos, sin duda, el tener que competir con un chaval guaperas y arrancado. Ya sabéis que los hombres, cual animales, por más sensatos y maduros que seamos, no miramos fronteras cuando de una hembra se trata. Y, por si fuera poco, también pesan los años, pues está visto que, al final, lo que ganamos en experiencia lo perdemos en audacia, porque al alejarnos de la juventud y de la misma ignorancia, nos alejamos también de la audacia que necesitamos para conquistar. De manera que sin saber ni cómo ni por qué, me puse en el día a repasar los ya famosos consejos de Diego, atleta del amor y amigo avezado en estas materias. Según me parecía, era el arquetipo del Don Juan de mis tiempos y de mi entorno. Aunque al escuchar sus consejos, la primera vez los tomé a guasa, más valdría seguirlos al pie de la letra, por lo menos hasta donde el corazón lo permitiera. La alternativa sería hundirme en los ojos de Carmina y perder la memoria o la compostura. Era yo, maldito truhán del amor, quien temblaba de pensar que perdería la posibilidad de enamorarla y, con ello, quizás, perder la última esperanza de salir del túnel oscuro de la soledad en la que estaba a punto de consumirme.
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Los consejos de Diego parecían sencillos, pero encerraban una sabiduría milenaria. Ya lo decía Groucho Marx, ¿cómo no van a ser mejores las mujeres que los hombres, si ellas no tienen que pasarse la vida pensando en mujeres? Y dado que así nos ocurre, lo de conquistarlas parece nuestra misión suprema. Si los animales se dejarían morir por levantar a una hembra en celo, los hombres, que apenas si los superamos, cercanos estamos también a dejarlo todo por una mujer, si ella nos gusta y está accesible. Empecé por recordar la teoría de los tres días y de las luces intermitentes. El primer día, debería escucharla y conocerla, ponerle atención y hacerla sentir el centro del universo. Algún piropo no estaría mal, pero sin pasarse ni alborotarse demasiado. Hay quien recomienda, incluso, acostarse con otra tía en la tarde, para llegar en la noche risueño y sosegado. -Esa noche hay que crear confianza, me repetía mi amigo. Para la segunda ocasión, lo que correspondía era demostrarle que pusiste atención a sus inquietudes e intereses. "¿Y cómo siguió tu mamá con lo de la hipoteca? ¿Y, cuéntame, arreglaste el problema con tu jefe Armando?" "Para ella, un vino de la casa, si no está muy dulce y el pan con ajo". Luego, en esa misma ocasión, ya puedes hablar un poco más de ti, de tu historia, de tus ilusiones y de tus angustias, pero sin exagerarlas, porque es importante que te conozca fuerte y con un escudo para enfrentar al más pintado, pero sensible y temeroso, una vez que te quite la armadura. A esa segunda cita, Diego la llamaba la del reforzamiento de la confianza. Conviene en esta segunda ocasión, mantenerse todavía casto y reprimir los deseos sexuales, pero estar preparado para una eventualidad maravillosa. En la tercera salida, la estrategia debía ser completamente distinta. Si sigues con las anteriores, te querrá, sí, pero como amigo, que es lo peor que le puede suceder a un hombre con una mujer que le gusta. En esta ocasión, debemos salir al ruedo a comernos a la tía de cuerpo entero.
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Reforzar apenas un poco la confianza, hacerla reír mucho y, si se puede, llevarla a bailar. Ojalá toda la noche. Sí, ya sé que a los hombres no nos gusta bailar mucho y que preferimos mil veces una noche de pasión que perder el tiempo entre vuelta y vuelta, mientras seguimos el son de la canción. Pero estamos tratando de conquistar y no de que nos conquisten, así es que las reglas, como siempre, las ponen ellas. Y después de bailar, intentarlo y pedirlo todo, que ya los preludios abrieron el camino para ello y si no lograron hacerlo, no conviene perder más el tiempo, porque estaremos perdidos con la tía que nos interesa. Pedirlo a todas, que la que no nos lo dará, nos lo va agradecer. Y más bien nos reprochará cuando dejemos de hacerlo. Por supuesto que en esta ocasión, la suerte puede depararnos una noche de pasión loca, por lo que esta vez debemos prepararnos para la faena, como lo hace el torero con el toro más dispuesto: rodearla, adularla, besarla, ponerle las banderillas, donde quiera que nos deje, darle vueltas con el capote hasta marearla y, al final, dar la estocada como corresponde a nuestro oficio. A partir de ese momento, si es que todavía nos mantenemos en pie (o, aun mejor, en la cama), lo que corresponde es aplicar la teoría de las luces intermitentes. Un día sí y otro no. Un día la cercanía, el otro la distancia. Un día hincarnos a sus pies y el otro aparecemos indiferentes. Regalarle un día flores y "ultramarinos" y el otro un pijama bien sensual, de manera que no dude de nuestras buenas ni de nuestras malas intenciones. Un día fortalecer su confianza y el otro alimentar su temor. Hasta ahí los consejos de Diego. El problema, claro, es aguantar el ritmo y no sucumbir antes a los encantos y a los juegos amorosos de una mujer, porque estaremos perdidos de amor y al estarlo, seremos nosotros los esclavos y hasta pediremos que nos encierren en su corazón. En el juego del amor, los dos jugamos a la defensa y a la delantera y, si ellas saben hacerlo, más indefensos estaremos nosotros, porque ellas no nos necesitan tanto como nosotros a ellas. Débiles de carácter y de corazón
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somos, por lo que no podemos ganar en ese campo, sino tan solo sobrevivir. El caso es que, cavilando y soñando, se me fue llegando la noche y, con ella, la ocasión de volverla a ver y de tenerla al lado, por unas pocas horas al menos. Me bañé, acicalé, saqué mi chaqueta de lana, mi mejor corbata y un pañuelo que le hacía juego. Salí del baño perfumado y nervioso, esperando que le gustara el resultado y que pudiera enamorarla. Ella, mientras tanto, estaba como si nada. Se había ido en la tarde al Corte Inglés, lo que presumí por la bolsa que traía cuando llegó de vuelta. Salió del baño como una princesa, vistiendo un traje de chaqueta que la hacía parecer madura, lo que me agradó en verdad, no sea que se notara tanto la diferencia de edad y me confundieran con su padre. Conforme a lo convenido, al dar las nueve menos cuarto de la noche, volvimos a vernos en la entrada del piso de mi madre quien, por supuesto, y sin que ella se diera cuenta, me advirtió que no debía aprovecharme de una chica tan maja y amiga de Aurelia. -Mamá, no te preocupes, que la puede aprovecharse de mí es ella, le dije convencido. Pero no debí parecerle muy convincente, así es me miró doblando la cabeza y guiñando un ojo en señal de incredulidad. -Anda ya, hijo mío... y pórtate bien, por favor, terminó diciéndome mientras me persignaba en tono de esperanza. Y al fin, volví a ver a Carmina. De lo guapa que estaba, no se podía aguantar. Sería la envidia de todos mis amigos y la causa de celos de todas mis amigas, cuando la vieran. Alta, con su pelo castaño, su piel morena y sus ojazos color marrón, era capaz de enamorar al más pintado de los donjuanes.
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Al llegar al restaurante, el Maître cumplió su papel, la piropeó educadamente y nos asignó la mejor mesa, como habíamos convenido. Carmina, mujer inteligente, me pidió coquetamente que le sugiriera algo que le pudiera gustar, lo que escogió garantizándose que no fuera lo más caro. Ya sabemos que a los hombres, no nos gusta salir con mujeres que nos chuleen, por más bien fondeados que estemos y por más guapa que esté la tía. El vino lo escogí yo y ella asintió encantada y mirándome con admiración, lo que obviamente, como comprenderéis, avivó mi interés por ella. Conversamos de todo un poco. De Sudamérica y de España, de por qué a los españoles nos encantan las tías como ella. Le dije que a las sudamericanas guapas siempre les ha ¡do bien en España, por lo que ella tendría asegurado su éxito y su futuro. -Bueno -agregué-, a las mujeres guapas siempre les va bien en todas partes. Pero algo más a las sudamericanas. Quizás se deba a que a los hombres nos gusta sentirnos superiores y las españolas a este propósito nos parecen muy exigentes. En verdad, han avanzado tanto en la escala política y económica que hasta pasan de nosotros y de nuestras manías. Adoptan esa posición de superioridad y parecen mirarnos con desdén cuando actuamos como simples machos mortales llenos de virtudes y de complejos. Las sudamericanas, en cambio, todavía admiran nuestro estilo, desparpajo y, por supuesto, nuestra pasta, y no se hacen tantas bolas con aquello del machismo y del feminismo. Ya lo digo yo, los españoles seguimos siéndoles atractivos. Vamos, que somos más atractivos que nunca, porque tenemos lo que no tienen allá: estilo, cara dura y pasta. Sin darme cuenta, fui dando cuenta de mi vida, de mis pasiones y oculté algunas de mis manías, pero pronto me percaté que estaba tornando los papeles y que era yo quien debía dejarla hablar... ¡Y la dejé hablar! De sus gustos y temores, de sus padres, de su tierra, de sus aspiraciones y
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de lo que pensaba... Conforme avanzaba, más entusiasmada se notaba, a lo que también ayudaban las copas que nos tomábamos, al punto de que ya estábamos por terminar nuestra segunda botella de Rioja. No sé si fue en esa ocasión, pero me parece que sí, que le conté que en las Mil y Una Noches, Sherezade había salvado su vida y había enamorado al Sultán al cabo de tantas jornadas. Que antes, simplemente, en el curso de cada una, ella se había ganado solamente una noche más, contándole historias maravillosas de aventuras, de pasiones eróticas y de amores furtivos. -Y ese fue su éxito, le dije convencido. Ganarse una noche más, sin pretender ganárselas todas prematuramente. A diferencia de otras amigas, ella me preguntaba y me escuchaba sin replicarme ni acusarme de machista. Mucho menos, reclamarme un trato igualitario... No, únicamente me miraba y escuchaba con admiración, como no lo hacía ninguna de mis amigas independizadas, y mucho menos las bailadoras, las que, a fuerza de ser piropeadas, pasaban de todo y, por supuesto, de tenorios improvisados y envalentonados por la copa. Para ella, era yo como el sueño de amor con el profe del Colegio, pero ahora le era permitido enamorarse de él, porque ya era mayor de edad y nadie podía impedirle seguir los instintos ni ponerle condiciones a la química. Aunque en verdad quería escucharla y la miraba embelesado, ella quería lo contrario, escucharme y conocer mi historia. De Sherezade pasé a mis anécdotas más gastadas y me sorprendí al observar que le interesaban sinceramente. Me sentí, entonces, el más guapo entre los guapos, pues nada enamora más a un hombre que saberse admirado y escuchado por una chavala como ella. La noche se nos fue haciendo corta y el horario del restaurante aun más estricto. Las copas, la merluza y el postre fueron quedando atrás y a eso
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de la una el mesero se nos quedó mirando como esperando que apaciguáramos la pasión y le pagáramos la cuenta, pues ya todos los vecinos se habían marchado. Le ofrecí que camináramos de vuelta al piso de mi madre... Nada mejor, pensé, que un paseo por la Plaza Mayor una noche de otoño, para enamorar a una mujer. Ella, por su parte, no necesitaba más que sus ojos, su aire y su sonrisa para tenerme enamorado como un crío. El caso es que poco antes de llegar al portal, la cogí de la mano, le di una vuelta como si la invitara a bailar, la tomé por su cintura con la izquierda, mientras la derecha me ayudó a besarla y a fundirnos en un beso maravilloso. El más maravilloso que recuerdo. Pero no fue la técnica, los labios entrelazados ni el mordisqueo intermitente los que lo hicieron maravilloso. Fueron sus ojos de amor y la atracción que ya sentía, los culpables. Quise, como Don Juan, enamorarla la primera noche, amarla en la segunda y olvidarla en la tercera, pero no pude porque fui yo el que me enamoré y perdí la cuenta de las noches. A partir de entonces, ya no pude pensar en otra cosa que en sus labios carnosos y en su cuerpo. En su sonrisa, en sus ojos chispeantes y embelesados. En la posibilidad de recobrarme y escapar de la soledad en la que estaba sumido. A partir de entonces, me olvidé de todo y temí perderla a cada instante. Empecé a temerla en silencio y a tener celos hasta del pensamiento. Nada ni nadie podía arrancármela de la piel. Quería perfumarme con su olor para no perderla ni un instante. Me olvidé, por supuesto, de un pequeño detalle: mi edad y la suya. La juventud que me había enamorado, podía arrancármela para siempre... Pero, ¡y qué importaba si estaba con ella!, me dije. Le habría pedido incluso que me mintiera pero que no me dejara. Entendí por primera vez al cantante que le pedía a su amada que le mintiera con un beso, pero que le mintiera por favor.
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El fin de semana siguiente, me escapé con ella a Marbella. Le pedí el apartamento a mi amigo Iñaki en Cabo Pino, pasado Torremolinos. Y allí me tomé todo el tiempo del mundo, para besarle cada parte de su cuerpo y su piel de aceituna o de caramelo enmielado, como si tratara de la melcocha que sale de un ingenio caribeño. Y allí también quise encerrarme y encerrarla para que me la dejaran para mi sólito. En el fondo, no quería presentársela a ningún amigo, para que no me la quitaran y no quería llevarla a una discoteca para que ningún chaval me la robara, aunque solo fuera por una noche. Pero, claro, fuimos a todas ellas y en todas ellas Carmina fue la sensación. Yo, por mi parte, me inflé de orgullo y al mismo tiempo de temor. No dije de celos, porque estos solo aparecen cuando imaginamos la mitad de lo que nos pasa, según recordaba Groucho Marx. Y hasta ahora, como quien dice, no me había pasado nada. Ella parecía enamorada de mí, tanto o más que yo. El problema es que para ella era un amor de primavera y para mí de otoño. El verano le seguiría a ella y a mí la estación más fría. Pero qué importaba, si al final podíamos ser felices... todavía. Fuimos a Ronda, a Gibraltar y a los toros en Sevilla. Paseamos por Granada y subimos a La Alhambra. Allí, entre fuentes y flores, me abrazó más fuerte que nunca, me zampó el beso más hermoso y me juró su amor eterno. Recordé otra vez a Vinicius de Moraes, pero solo por un instante, porque entonces creí tocar el cielo con las manos. A tanto subió la temperatura de nuestros cuerpos, que bajamos presurosos a buscar un Hostal a las faldas del Palacio. A poco que nos dieron las llaves y mientras subíamos las escaleras de un Hostal de mala muerte, parecía como si hiciéramos el amor en cada escalón. Como pude, abrí la puerta y contra ella arremetí apasionado. Levanté su falda, bajé mis pantalones, abrí su blusa, la abracé y le besé sus pechos, le rompí sus bragas y nos fundimos en un acto de amor interminable. Al menos, así me lo pareció, porque no creo que estuviéramos allí ni media hora completa.
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Pocos días después volvimos a Madrid y confesamos a Aurelia y a mi madre nuestro amor. Le ofrecí a Carmina, que nos fuéramos a vivir al piso de Maldonado, el que al poco tiempo, de picadero de soltero lo convertimos en un nido de amor. Dejé que ella lo decorara a su gusto y lo llenó de chucherías que compró en El Rastro un domingo apacible de noviembre. Quedó como una cueva de hippies de los sesentas, pero a mi me encantó el entusiasmo que le puso a cada detalle. Hasta la forma en que colocó el chal rojo transparente que le regalé, por encima de la lámpara de la sala, lo que logró el tono de burdel que en el fondo buscaba darle. A mi manera, recuperé una juventud que creía perdida y me ilusioné tanto o más que cuando era un crío. A cada hora del día, cuando cumplía deberes aparentes, sentía deseos de volver al piso y encontrarme a Carmina esperando a mi llegada con una sonrisa y con un nuevo truco amoroso. Un día, fresas con natilla, al otro, un poco de chocolate derretido sobre su cuerpo esperando a que lo lamiera un sabueso como yo. Día a día, fui enseñándole todo lo que sabía. Le resumí cada libro que había leído y le conté las diez mil anécdotas que saqué del inventario de mi vida. Y ella me seguía escuchando embelesada mientras se aseguraba de darme el beso de premio que, según ella, merecía. Me terminé acostumbrando tanto a ese juego, que terminé domado por ella. Como un delfín amaestrado, a cada truco que hacía, recibía un pescadito de premio. Los pescaditos eran, ni más ni menos, los besos de Carmina y ella, por supuesto, mi domadora. Terminé enamorándome de ella, por la misma razón por la que todos los hombres nos enamoramos de Marilyn Monroe y de sus sucesoras. Más que por lo guapas, que en verdad lo son, por la sensualidad de su aparente fragilidad. ¿No sabéis que todo hombre sueña con rescatar a una damisela en peligro? Algo así como San Jorge salvando a la princesa del Dragón, o como el caballero de la triste figura salvando a Dulcinea del "gigante
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Caraculiambro, señor de la ínsula Malindriana, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero Don Quijote de la Mancha". Por eso, cuando se nos aparecen fuertes y poderosas, no tenemos opción de salvarlas, sino de ser salvados por ellas, pero entonces pierden su atractivo de mujeres y asumen el papel de madres o de amigas para consolarnos y apoyarnos. En verdad, queremos ser nosotros los que las rescatemos o que, al menos, así nos lo hagan creer. El Retiro, las calles y los museos, pasaron a ser nuestros jardines encantados. En el Prado, por cierto, le explique mi predilección por El Bosco, el Greco, Velásquez y Goya. Cada uno, por distintos motivos. De joven, como los desnudos estaban prohibidos por el franquismo, cuando frisaba los catorce años me venia al Prado para verlos en su mejor esplendor. Nunca entendí, por cierto, por qué Goya podía desnudar a la Maja y exhibirla con desparpajo y a nosotros nos prohibían ver a tías más guapas en una Play Boy. ¡Cosas del arte, pensé entonces! ¡La Maja era la Maja y Briguite Bardot, la Bardot! Las cosas, sin embargo, habían cambiado radicalmente con la democracia, aunque no sé si tanto como para que el mismísimo Sabina nos cantara después que la Maja desnuda cobraba quince en la esquina y que la que estaba vestida, no se dejaba besar. Para mi dicha, Carmina era la maja más complaciente y desaprensiva que había conocido. Me regalaba sus besos y no me cobraba tanto, según creía. En el Prado, Carmina se entusiasmaba con el Bosco y el surrealismo de sus obras. A poco que lo pienso, tal vez nuestra relación le parecía surrealista. El Tríptico de las Delicias y la mesa de los Pecados Capitales eran los que más le gustaban. Lo bueno de la mesa del Bosco es que, al menos, podemos recordar todos esos pecados que nos enseñaron en la escuela y que siempre olvidamos. De todos ellos, los más difíciles de superar son la soberbia, la envidia y la pereza, según me parece y en ese orden. De manera que si
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me topo a alguien que los padezca, huiré de esa persona todo lo que pueda. De los otros cuatro, en cambio, sospecho de cualquiera que no los padezca o, al menos, que no los haya padecido. La ira, la lujuria, la avaricia y la gula, en todo caso, se puede aprender a compensarlas. Para eso están, se supone, los psicólogos, los sexólogos, los impuestos y los nutricionistas. Los primeros nos ayudan a controlar la ira, los impuestos hacen nugatorio cualquier intento de avaricia y los nutricionistas controlarán nuestra dieta, aunque no nuestro apetito. Los sexólogos, obviamente, no aplacarán nuestra lujuria, más bien la exaltarán pero, con ello, al menos, nos aliviarán la carga de pensarnos pecadores. Los años, para nuestra desgracia, se encargarán de abatir la lujuria, de manera que nos quedará únicamente para los sueños y el vouyerismo. Esto último, a juzgar por los afanes de don Manuel, quien con los años (y muchos que son tantos), terminó disfrutando únicamente la pasión de observar a las chavalas en pelotas en las playas nudistas en las que se inscribió y en las que participó, para desgracia de aquellas. Años después, me dijo un día que la muerte era aquel momento en que ni siquiera disfrutas del cuerpo de una mujer. "Pude sobrevivir a la disfunción eréctil, me reiteró, pero a lo que no puedo sobrevivir es a dejar de soñar con las tías". Pero mejor vuelvo a mi historia. A causa de Carmina, la lujuria me aprisionaba todos los días y no tenía ninguna intención de renunciar a ella. Cada día era un reencuentro y en las noches siempre había sesión de amor, algo así como el pajarillo del cucú al dar las doce. ¿Qué más se le puede pedir a la vida?, me preguntaba. Cada día empezaba un nuevo maratón, porque la actividad iniciaba desde temprano. El desayuno en la cama y la excusa de un masaje, eran el preludio de una hora de pasión desbordada y sin Listerine (al estilo mudito, como se dice ahora). A media noche, tan pronto sus nalgas rozaban mi vientre debajo de las sábanas, una señal inequívoca golpeaba mi cerebro e instintivamente me obligaba a apretarme y rozarme intermitentemente contra ellas, como si fuera un perrito faldero
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entusiasmado con la pierna de cualquier vecina. Y claro, terminábamos intercambiando besos, caricias y apretones, y luego follando, jadeando y empapados de sudor. Y de nuevo al Prado, está vez buscando al Tríptico de las Delicias. Era el cuadro que más le gustaba a Carmina y con ella aprendí a apreciarlo y a verlo de manera diferente. Más que un retrato del Infierno, el Paraíso y el Jardín, nos parecía un retrato de nosotros mismos. Cada vez que lo mirábamos era como si nos estuviera mirando y, con ello, retratando nuestra condición humana: lujuriosa y sublime a la vez, animal y divina al mismo tiempo o en tiempos sucesivos. ¿O era únicamente la premonición de nuestra relación? ¿Un tiempo el paraíso, el jardín en el medio y al final el infierno? Quizá no tanto, pero por aquellos días, al menos, llegamos a creer que era nuestro Oráculo de Delfos, que nos hablaba ambigua y misteriosamente, para que descubriéramos en él nuestro destino ineludible. ¡Qué chorradas más inverosímiles y deliciosas a la vez, nos llegamos a creer cuando estamos enamorados! Con el tiempo aprendí que nuestra relación era tan surrealista como el retrato del Bosco, pero eso precisamente era lo que la hacía tan deliciosa. Duraría, probablemente, lo que duraran moviéndose las manijas de los relojes derretidos de Dalí, pero para entonces nos parecía que estábamos por encima del tiempo y de sus leyes. El caso es que llegué a sentirme algo así como el artista redivivo. Yo, el pintor genial enamorado de mi propia Gala. Más hermosa y más llena de vida, eso sí, que la musa del mismo Dalí. Habíamos pasado rápidamente del Paraíso Terrenal, donde todo era idílico como en el amor virginal, a nuestro Jardín de las Delicias, donde todo era placer carnal y sexual, pero también y gracias a ello, sentimental y profundo, como el verdadero amor. Tan profundo que se te mete en la piel y te lanza descargas eléctricas de placer y de dolor al mismo tiempo. En nuestro caso, sin embargo, parecía haber una diferencia. Aunque era yo quien entraba en su cuerpo, era Carmina la que se había metido en el
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mío. En apenas unas semanas de amor, pasé a sonreír con sus sonrisas, a dolerme de sus dolencias y a sufrir sus desventuras, tanto o más que las que podía sentir ella misma. Pero, claro, como en el Tríptico del Bosco, a ese ritmo llegaría un día el Infierno, donde el sexo se convierte en tormento, donde los placeres se vuelven dolores. Donde los colores pasteles, se convierten en rojos y negros omnipresentes. Donde la esperanza se pierde para siempre, según la descripción del Dante. Por alguna razón incomprensible, Carmina disfrutaba tanto de la vida que la vida misma le parecía dispensable, algo así como a la Marilyn Monroe, que teniéndolo todo y a todos, nunca se tuvo a sí misma. Los hombres dejaron su piel en su cuerpo, pero ella solamente entregó su aroma, porque nunca pudo entregarse al amor. ¿Cómo podría hacerlo, si no parecía amarse a ella misma? Quizás por ello, dejó de ser Norma Jean y no llegó a ser otra cosa que Marilyn, un papel que se puede romper mientras se alcanza la eternidad. El caso de Carmina difería en los detalles y en el entorno, pero seguramente que no en lo esencial. Después de pasiones desbordadas seguían desaprensiones aun mayores, las que, con el tiempo, terminaron en verdaderas depresiones. Se exigía y soñaba tanto y con tanto, que ni la vida ni yo podíamos satisfacerla. Teniéndolo todo, parecía faltarle todo. Preocupada por no alcanzar la felicidad permanente, perdió la posibilidad de aprovechar sus momentos maravillosos e irrepetibles. Pero nadie podía darle la alegría que ella se exigía. Tal vez por eso, y por el impacto que en su vida causó su padre ausente, empezó a tomar más copas de la cuenta, a disfrutarlas más apasionadamente y a sufrirlas tanto más a la mañana siguiente... Y al lado de las copas, los porros como en su tierra y poco tiempo después, la farlopa, el chocolate, el perico y el jeringazo. Parecía como si quisiera acelerar el proceso de madurez para vivirlo todo apresurada e ilimitadamente y así la niña que conocí radiante y desbordante, se me fue perdiendo como el agua entre los dedos.
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Descubrí su vicio poco tiempo después de conocernos, pero ya estaba enganchado con ella y no ero yo ningún modelo de conducta a seguir. Vamos, que parecía el menos indicado para enfrentarla y confrontarla con su vicio. Yo, que tanto había pecado, no podía venderle escapularios. ¿Con que tupé podría decirle algo? Además, pensé que su adicción sería esporádica o apenas una expresión de su propia vitalidad o juventud. De hecho, al principio, no me preocupó tanto que sus amigos le suplieran sus necesidades, porque la coca la encendía más y me prometía una noche de pasión y de sexo desenfrenado. A toda hora, en todos los lados y de todas las formas. Y, claro, me gustaba tanto el resultado, que me olvidé de las causas y aun más de las consecuencias. Cuando esnifaba el polvo blanco, se enganchaba y se subía pronto al columpio, cruzaba el Amazonas y alcanzaba el Everest con sus manos. Era el centro de la fiesta y disfrutaba siéndolo en verdad. Yo mismo, aunque lo sufría, también lo disfrutaba a mi manera, porque aquella nieve parecía resaltar sus virtudes y convertirla en la reina de la noche. Además, ella lo disfrutaba y no era yo quien tenía derecho de arrebatarle esa felicidad episódica y aparente. Con el tiempo, sin embargo, el vicio la llevó a buscar sensaciones nuevas cada día y ya no podía seguirla en su viaje. Cuando estaba colgada, quería copular en cada baño y en cada callejón oscuro, pero yo no daba para tanto. Ya no le bastaban mis historias ni mis besos, pues quería degustarlo todo y, quizás, a todos y a todas a la vez. Además, siempre vendrían los reproches, los lloriqueos y los -"perdóname, que no sabía lo que hacía..."; -"no te das cuenta que no soy yo y que no puedo serlo aunque quisiera..."; -"no te merezco, tú que eres tan bueno..." -"Tú te mereces a una princesa y yo no soy más que una piltrafa de tía, a medio camino entre el infierno y el cielo."
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Por aquellos tiempos, por cierto, al inicio de la primavera madrileña, terminamos nuestra relación de la manera más absurda. Bueno, en realidad, así terminan todos los amores que merecen contarse... Fue una noche cualquiera de abril, a eso de las tres de la mañana. Cómo olvidarlo, si esa noche quedé destrozado y sin esperanzas. Estábamos en Pachá tomando y disfrutando con un grupo de amigos de su edad. Encendida como nunca, saltó a la pista a bailar y yo la acompañé por una hora o dos. Juro que intenté seguirle el ritmo..., pero no pude mantenerlo y mientras ella bailaba alegre, desenvuelta y sensual, yo me fui a la barra y la observé, entre embelesado y preocupado. Conforme pasaban los minutos, me percaté que la perdería en ese instante. Fui entonces a despedirme, con alguna excusa tonta y ella me reclamó gritando: -¿Por qué?, ¡si estábamos pasándola de puta madre!, agregó. -No te preocupes, le dije, sigue tú en la fiesta y ya hablaremos mañana. -No seas carroza, si la noche apenas empieza -me contestó a su vez, mientras me jalaba del brazo y me empujaba hacía la pista-... Tomate unos golpes y verás lo guay que lo vamos a pasar. Pero le dije que no podía, que al día siguiente tenía que trabajar temprano y que no quería aguarle la fiesta. Que podría irse con alguna amiga, porque ya a Aurelia, mi sobrina, había dejado de verla. Entonces, Carmina dejó la pista, me siguió a la barra y me dijo que se devolvería conmigo, pero noté que su intención preferida era seguir la movida hasta el amanecer. Se lo dije con una madurez que apenas me volvía, por lo que ella entendió el mensaje y me reiteró -Puedo irme contigo en este instante, pues de todas maneras mañana podríamos seguir la fiesta. Le insistí, entonces, que no podría ser. Que no aguantaría el ritmo y, sin darme cuenta, le solté la verdad que me aprisionaba desde que la hice mía. Que más que le doblaba la edad y que podría ser su padre. Ella me soltó un ¡y qué!, sonoro y directo. Me sentí alagado, pero le dije que no
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era un problema solo de la edad o de nuestra voluntad, sino también del entorno. -Ya lo dijiste tú, agregué, soy un carroza y todos tus amigos me ven como si fuera tu padre o como un viejo verde, salido de Sodoma y Gomorra. -Pues, para que lo sepas, de todas maneras, a mi me gustan maduros, como cayéndose del árbol, me contestó sonriendo coquetamente. -Pero no es solo un problema de edad, le repliqué, sino también de ritmo y de aguante. -Bueno, me dijo, si ese es el problema, me vestiré y actuaré como una señora de tu edad y nadie notará la diferencia entre nosotros. Pero entonces me percaté que la perdería de cualquier forma. Si lo que más me gustaba de ella era su juventud, su falta de escepticismo, su entusiasmo con todo y con la vida, ¿cómo podría yo arrebatarle lo que solo ella podía atesorar tan maravillosamente? No quería que se hiciera grande antes de tiempo, porque entonces sería mía, pero perdería, quizás, el encanto de su juventud. Al final, por supuesto, le pedí que se quedara allí y que después podríamos hablar. El caso es que terminamos aparentemente, pero en la mañana siguiente llegó llorando a nuestro pisito de Maldonado y me rogó que la perdonara, que nunca más me abandonaría y que dejaría el vicio atrás. Yo, por supuesto, enamorado y loco por ella, le dije que sí, que la perdonaba y que ya vería como seríamos aun más felices... todavía. En el fondo, quería que me mintiera de cualquier manera pero que no me dejara regodeándome en la soledad, sobre todo después de saborear la miel de su cuerpo y de volverme adicto a su piel, tanto o más que ella a sus vicios y yo a los míos.
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En verdad, no dudaba de su amor, pero sí de su convicción y de su fortaleza. Tan débil de carácter era, que estaba seguro que no podía enfrentarse a dar la negra o al síndrome de abstinencia. Pero quería creérmelo y comprarme la bronca. De lo contrario, me destrozaría otra vez el corazón y perdería la ocasión de ayudarla un poco. Y lo intentamos un tiempo y resultó verdad. Parecía haber renunciado a sus vicios y recuperar un tanto la alegría y la pasión que me habían descocado. Pero ello era apenas pasajero, porque la churdera la tenía metida hasta los huesos y la depresión apenas podía disimularla al cabo de pocos días. Una tarde de esas, por cierto, volví a la casa temprano y la encontré desprevenida esnifando la "anchoa" de nuevo frente al espejo del baño. Al verme, se asustó como quien ve a un fantasma y trató de ocultar las evidencias que dejaban al descubierto las rayas de cocaína. Pero no pudo, porque ya estaba flipada o montada en la bicicleta y no era yo quien podía bajarla de ella. Me vino, por supuesto, con la historia consabida de que solo lo había hecho ese día y que no lo volvería a hacer. Pero no podía creérselo ni ella misma. El caso es que después del cuento y la consecuente lloratina, ella quería colgarse de verdad y salir a la calle con cualquier excusa a disfrutar del "flash" que se había metido. Y la excusa, por supuesto, la tuvo a mano y salió a buscar la movida que la llamaba a gritos. Y no volví ni quise volver a verla por dos o tres días, hasta que, a eso de las cuatro de la mañana, recibí su llamada de auxilio que me anunciaba que había tenido un choque allá por Mirasierra y que estaba bien, pero que iba en la Ambulancia para ser valorada en el Hospital de la Paz, al final de la Castellana. Apenas pudo insinuarme que el coche que le había regalado, lo había despellejado en algún lugar de la autopista, frente a un poste que, según ella, se le había atravesado. Le dije que no se preocupara por ello, sino por ella, que iría enseguida como alma que lleva el diablo. No más colgué, me vestí como pude y salí pitando y desencajado, rezando y rogando a Dios y a todos los santos por mi Carmina.
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Al llegar al Hospital, pude verla en el cuarto, una vez que la valoraron en Urgencias y luego de hablar con el médico de guardia. El doctor, sin embargo, me indicó que no tendría problemas de salud a causa del choque, pero que estaba intoxicada hasta los huesos y que eso terminaría por matarla. -Aquí la atenderemos y la desintoxicaremos, me dijo, pero si la quiere de verdad, al salir de aquí intérnela de inmediato en una clínica de tratamiento de adicciones. Mire usted, aquí tiene un folleto sobre el tema, agregó mientras con su mano me entregaba el papel que informaba de los detalles del centro de atención. -Muchas gracias, Doctor González, se lo agradezco de verdad. -No me lo agradezca a mí, sino a los chavales de la ambulancia que la trajeron de inmediato. De verdad, ocúpese pronto de ello y tranquilo, que la chica saldrá bien de ésta. -Muchas gracias, de nuevo. ¿Podré verla ya? -En unos minutos podrá hacerlo, háblese con la chica de recepción y complete los documentos que le dirán, pero tranquilo, que Carmina está bien. Ya después, tendrá que ocuparse de lo del choque y del seguro aunque, comprenderá que difícilmente le reconocerán alguna indemnización porque ella estaba intoxicada de verdad. Por suerte, según entiendo, andaba sola y no hubo terceros implicados. Y cumplidas las etapas dichas, me apresuré y entré al cuarto de observación y pude verla sollozar preocupada y apenada sinceramente. Mil veces me pidió perdón mientras me abrazaba. Yo solo atinaba a besarle las manos, las mejillas y su frente, mientras le repetía que no se preocupara, que allí estaba su príncipe encantado que había venido a rescatarla.
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Al quinto o sexto día salió del Hospital y cogimos rumbo a la Clínica que me recomendó el doctor. Ella parecía feliz de estar conmigo y de tener una esperanza mágica que la sacara del túnel que se había construido. Su madre llegó de América apenas supo de la noticia y llegó a estar con ella en el Hospital por dos o tres días. Se llamaba Mariana. Me acompañó a la Clínica y a partir de entonces entablé una amistad verdadera. Sería porque le llevaba apenas cinco años y habíamos sufrido juntos la desventura... Sería, más bien, quizás, porque compartíamos un amor profundo, aunque distinto, por Carmina. Durante esas semanas interminables, Carmina era el centro de nuestras conversaciones. Conociendo de mi amor por ella, Mariana tuvo la prudencia y la inteligencia de no reprocharme nada, ni siquiera la diferencia de edad que nos separaba. -Si mi hija te ha querido como te quiere de verdad, es porque tú te lo mereces. Mira que yo, que tanto he vivido y sufrido, solo quiero que quieran a mi niña como la quieres tú. -No te preocupes, que por quererla, nadie la querrá y protegerá más, le dije convencido. -Me parece muy bien, pero recuerda que no siempre basta el amor. Aunque no podemos vivir toda la vida sin él, me contestó con alguna expresión de nostalgia y de ansiedad. -Ni me lo digas a mí, le dije, ¡qué más quisiera que con el amor bastara y pudiera arrancarle a Carmina la ansiedad que la empuja al fondo del abismo! -Ojalá tu pudieras hacer algo, porque yo no creo que pueda hacerlo, salvo entregarle mi amor sin condiciones. Aunque Carmina me quiere, por alguna razón me reprocha lo de su padre, a sabiendas que fue él quien se metió en el vicio y nos dejó abandonadas... ¡Y mira que yo por muchos años lo cuidé y amé de verdad! Pero yo no pude combatir con su propio corazón, ni mucho menos enfrentarme con los diablos que querían
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llevárselo de mi lado y de su propia hija, porque por años, si acaso la llamaba para llorarle y trasladarle sus miedos y depresiones. -Pues fíjate que Carmina de alguna manera sabe que tú no fuiste la culpable y que lo quisiste de verdad, le dije. Pero tienes razón..., quizás necesita encontrar un culpable de la desventura de su padre. ¿Por qué siempre queremos encontrarlo y no nos damos cuenta que el culpable puede ser el propio corazón como dices bien y como lo decía aun mejor el propio Agustín Lara? Dicho lo cual, me sirvió una nueva taza café y me sonrió con alegría melancólica, algo así como una sonrisa al estilo de la Monalisa de Leonardo. Mariana, una mujer cercana a los cuarenta, pero guapa todavía, se convirtió en mi amiga y confidente, porque a partir de esa vez, pasamos muchos ratos charlando sobre ella y la vida en su tierra. Para su suerte o para su desgracia, ella vivía con sus padres y eran ellos los que cubrían los gastos de Carmina, desde que su marido las abandonó a su suerte. Mariana, a partir de entonces, se encerró en la hacienda de sus padres y allí centró su vida, leyendo y cuidando de Carmina, sin buscar rehacerla de nuevo, a pesar de los múltiples pretendientes que tuvo y los que, probablemente, aun tendría. El caso es que asumió su deber de madre tempranera, se reprochó la suerte de su marido y no pudo cumplir sus sueños de historiadora y educadora, los que quedaron truncados al poco tiempo de nacer su hija. Tan pronto salió Carmina de la Clínica, Mariana se quedó con nosotros y nos acompañó una semana más. Luego se devolvió a América para cumplir compromisos o, más bien, para no interponerse entre nosotros. Carmina cumplió cuatro semanas allí y salió decidida a combatir su vicio y a devolverme con caricias y amor, los meses de angustia que me había dado.
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-No te preocupes, le dije, que lo que importa es que ahora estás bien... Además, tú no tienes que devolverme nada, si soy yo quien está en deuda contigo. Pero el vicio lo tenía adentro y el infierno la atraía como probablemente atrajo a su padre. A poco que lo pienso, no hay adicciones, sino personas adictivas. A la adicción, según me parece, la puede ayudar una Clínica y una desintoxicación corporal, pero la persona adictiva ¿dónde encuentra la medicina y el bálsamo que anda buscando? El problema no es tanto la droga, como los apetitos afectivos y emocionales, y esos apetitos no los puedes saciar tú, ni tampoco las drogas, sino la comprensión y la decisión de la persona que los padece... ¡Y claro, el problema es que quiera de verdad curarse! La adicción les viene impuesta por su propia condición y muy poco puedes hacer con quien la padece, salvo colmarla de caricias mustias y estar allí, esperando que se dé un milagro. Aunque puede ser que ya entrados en la adicción, la bipolaridad y las carencias se multipliquen y no puedas combatirlas sin combatir aquélla, a su vez y prioritariamente. El caso es que Carmina se convirtió en la caricatura que quería ser, pero yo no podía verlo, porque estaba cegado por el amor. Al poco tiempo de regresar de la Clínica se volvió a enganchar con la nieve, el chocolate y la “manola” y, a partir de entonces, empezó a odiar el día y la luz del sol. Esperaba la noche para volver a ser la princesa que había sido y desplomarse a la mañana siguiente, entre la mona y la ansiedad de volver a recobrar su condición. Pero no podía salir de ella, y ya no podía ayudarla. ¡Lo intenté, lo juro, muchas veces, pero siempre volvía a recaer en la adicción! Una o dos clínicas más visitamos y en alguna más trató de recuperarse. Y en verdad, lo hizo, pero solamente por un tiempo, porque después volvían los diablos, al punto de que "el Grito" de Edvar Munch parecía su retrato emocional. Revolcándose del dolor y la desesperación, daba la mona siempre y me pedía que la rescatara de su infierno interior. Pero no podía hacerlo, porque no podía meterme en su piel como habría querido. Aunque había irrigado su corazón, no había logrado hacerlo con
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su inconsciente que la atraía como un imán hacía el infierno. Poco más o menos, el mismo que pintaba y describía el Bosco. En sus viajes más alucinantes, decía que había visitado al diablo y se había entrevistado con él, y que a partir de entonces viviría dentro de ella y que no la dejaría escapar. Yo le contestaba que uno solo aloja al que quiere alojar y que bien podía despacharlo como se despacha a un visitante indeseable. Pero el dolor también está compuesto de adicción, como el torero y el toro no se entienden el uno sin el otro y, por ello, necesitándose como se necesitan entre sí, se aman y se matan al mismo tiempo. Como dice la chunga, no podemos vivir con ellas, pero sin ellas tampoco. Era como la princesa que quiso ser cenicienta y en verdad terminó por serlo. La Carmina que se movía y hablaba como la niña de mis ojos, la mujer que era capaz de parar el tránsito y provocar los más grandes piropos o desvaríos, era ahora apenas una “yonqui” dispuesta a perderlo todo. Pero yo seguía amándola y creyéndome que podría rescatarla del infierno en que se había metido. Yo, que tanto me había perdido por los callejones del juego y el vino, era ahora el que tenía que rescatarla de su adicción y pagarle la deuda de felicidad que ella me había dado. ¡Y juro que traté de hacerlo durante más de un ciento de noches y días sin descanso! Esperando que regresara a alguna hora, apenas para abrazarla y servirle de paño de lágrimas, porque llegaba siempre llorando y repitiéndome que la dejara, porque no me merecía. Llegó incluso a pedirme que la matara para rescatarla de su adicción irrefrenable. El sexo con ella pasó a ser secundario y me convertí en su ángel de la guarda y en su enfermero. Llegué a buscarla en los sótanos de las discotecas y más de una vez la encontré “flipada”, llorando de cuclillas en el piso del baño de algún garito y con su cara cubierta por sus rodillas. Me repetía, entonces, que la dejara sola, que no me merecía y que únicamente quería morir. Pero un minuto después, me llamaba gritándome mientras me rogaba que la sacara de allí y la llevara de vuelta
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a nuestro piso de amor y otra vez a los jardines de La Alhambra, para deslizamos por sus laderas en busca de aquél Hostal, donde habíamos sellado nuestro amor. En ese camino, Carmina fue perdiendo rápidamente la condición de la niña-mujer que me había enamorado y se fue convirtiendo en una mujer desaprensiva e irritable, como si hubiera madurado sin madurar. Fue adquiriendo el cinismo que dan los años, sin compensarlas los con la sencillez y apacibilidad de la madurez. Como mujer ya no podía disfrutar si no estaba colgada y perdida a la vez. Ella, que me había rescatado de la pusilanimidad y de la soledad, que me había atrapado en su telaraña, que me había devuelto la alegría de cada día y la ilusión de estar en sus brazos, ahora no podía siquiera sostenerse en pie. Era ella la que estaba atrapada en su propia telaraña, y era ella la que se aguijoneaba a punta de esnifes y jeringazos. La droga ya no la usaba para alegrarse el corazón, sino tan solo para poderse levantar y para sostener su cuerpo poco a poco resecado como si fuera un pescado preservado en sal. Su cara de ángel se fue, poco a poco, desencajándose y los camanances maravillosos que lucía, se los fue chupando el resto de la cara. Sus ojos castaños parecían perder su luz original y se encendían ahora como los de un cabrito alumbrado por una linterna. Sus pechos perdieron su definición y se fueron encajando en sus costillas. Tan delgada se me había puesto, que de frente parecía de lado y de lado, parecía que se me había ido. ¿Qué había pasado con mi niña encantada y encantadora? ¿Dónde se me había metido? De día se encerraba y se quedaba sola en el baño, temblando de dolor y de ansiedad, como si tuviera un escalofrío intermitente e interminable. A veces, no se podía sostener siquiera y en la mañana no se podía levantar. Si lo hacía, era apenas para arrastrarse hasta el baño y buscar una nueva dosis de dolor. Como en el amor enfermizo, entre más le escocía la pasta y el caballo, al rato más la atraían y así terminó por pagar todas las cuentas y alucinar a cada instante. Quise creer que su
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madre o que sus abuelos le enviaban el dinero para acudir a la gasolinera y pagarle al díler, pero no, era ella la que lo conseguía a fuerza de venderse por cualquier manola. ¡Y así llegaba a la casa..., cuando llegaba! A fuerza de tratar de entenderla y rescatarla, fui yo el que me fui hundiendo en el dolor y perdiendo las fuerzas. Perdí hasta la dignidad y me distancié de familiares y amigos por igual, aunque solo fuera por no tener que oír sus sermones y enfrentarme a los consabidos "te lo dije", "yo te lo advertí". Nada más petulante y aborrecible, por cierto, que escuchar de un amigo la confirmación de su premonición, porque a la humillación de sabernos perdedores se une la de tener que reconocerlo frente a ellos. Y por si fuera poco, nadie se acuerda de nosotros y del dolor que padecemos los que convivimos con los enfermos que amamos. A ellos, por lo menos, los salva o los aísla su enfermedad, pero... ¿a nosotros, quién nos protege y quién nos entiende? ¿Quién nos cura el corazón? Solo el que ha vivido a la par de un adicto, o de un enfermo terminal, que es casi lo mismo, sabe lo que se padece con ellos. ¿Y dónde dejas la culpabilidad que te impones, la angustia de la impotencia, o simplemente la explicación inexplicable del currante que no puede justificar la ausencia en una incapacidad laboral que nadie te extiende, porque no eres tú el enfermo? ¡Vamos, que lo nuestro mola demasié! Para el invierno siguiente, después de birlarme los gemelos de oro que heredé de mi padre y de contarme sus desvaríos sexuales a cambio de dos jeringajos, ya no pude más y la eché llorando del que fuera nuestro nido de amor de Maldonado, en el barrio de Salamanca. -No puedo seguirte en tu viaje, le dije, presagiando al mismo Sabina. La dejé escapar de la jaula que quise construirle para protegerla de ella misma, pero renuncié a lograrlo después de mil intentos y frustraciones.
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Llamé a su madre, Mariana, para contarle o quizás únicamente para obtener su absolución y su compañía... Y ella volvió a Madrid para llevársela a su tierra. Pero era muy tarde cuando lo intentó de nuevo. Terminé hundiéndome en sus ojos y necesitando más de ella que de su hija, aunque solo fuera por su ternura y por la culpa compartida de sabernos impotentes para rescatarla del diablo que vivía en Carmina. Si Sartre afirmaba que "el infierno eran los otros", yo no podía más que afirmar que el infierno éramos nosotros y la conciencia de nuestros pecados. Para entonces, me pareció verdad que la angustia o la nada eran las metas de nuestras vidas, como afirmaban algunos existencialistas y todos los profetas del pesimismo. Sí, pude librarme de la angustia, pero no pude liberarme de su ausencia ni de la culpabilidad. Cuántas veces busqué ser el niño que acudía a la Iglesia a confesar sus pecados y encontraba una solución sencilla en el sacerdote que me atendía. Bastaban, según me parecía, tres Ave Marías, tres padrenuestros y un arrepentimiento momentáneo, para poder liberarme y comulgar sin sentirme sucio. ¡Pero ya no era el crío que había sido! El inconsciente difícilmente nos perdona alguna vez. ¿No es acaso el corazón, un juez severo y despiadado? "Desperté de ser niño, nunca despiertes", recordaba Miguel Hernández... Pero, ¿qué le hacemos cuando ya despertamos y cuando llegamos a creer que solo podemos dormir cuando dejamos de ser? Pocas semanas después de que voló del nido, apenas si se salvó de morir atropella en el viaducto, al volante de un coche que le flipó a algún colgado que la acompañaba en su viaje eterno. En esta ocasión, apenas pude llegar a Urgencias y verla por última vez. Llegué de la mano de su madre. Estaba despedazada por dentro y así me lo advirtió el médico de guardia, pero sin saber ni cómo ni por qué, me acerqué a su lado y volví a ver su rostro angelical y luminoso, el mismo que me había enamorado. El que siempre nos presentan para darnos el adiós definitivo, recordándonos su liberación y liberándonos al mismo tiempo de sus angustias y de las nuestras. En ese pequeño instante, paradójicamente, recobré la esperanza que creí perdida y volví a soñar en Mariana con mi
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Carmina y con la vida misma. Me le acerqué temblando, le acaricié su pelo y tomé su cara entre mis manos. Y pude besarla de nuevo en su boca de caramelo. Me miró, entonces, con ojos de amor verdadero, como queriendo mi perdón. Miró también a su madre y le sonrió, al tiempo que apretó su mano sobre las nuestras, como si estuviera dándonos su bendición... Y mientras espiraba su último aliento, pudo apenas balbucearme las palabras con las que la había conocido: "No te vayas a enamorar de mí..., que vas a sufrir mucho..."