7 LA CRUZ

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JUVENTUDES COLUMNISTAS LA CRUZ DE LA FANTASÍA POR ANDREA OCAMPO. El primer cambio de luces de mi vida lo tuve con un chico punk que vendía crucecitas, caracoles y pajaritos bañados en oro. Yo quedé deslumbrada con sus ojos azules. Él, con las tiritas fucsia de mi sostén. Aunque era la primera vez que salía de vacaciones sin el ojo vigilante de mis padres, la familia de mi mejor amiga se encargó de convertir al Quisco en un limitado recorrido entre la playa, el Mampato y la casa donde nos alojábamos. Eso, hasta que descubrí al chico punk de ojos azules. Cada día me escapaba a la hora de las teleseries para visitarlo en su choza de feria artesanal. Yo era pésima para vender, pero hacía los sobres con papel de regalo como ninguna. A mí me gustaba ponerle cicatrizante a los piercings de su oreja apoyada en el mesón de cholguán, mientras soñaba con sus invitaciones a fiestas a las que nunca podría ir. Me gustaba sentir el sutil roce de sus manos en mis caderas, mientras yo envolvía regalos. El último día de mis vacaciones le compré una cadenita para mi mamá. Él me pidió el teléfono y prometió visitarme. Como fuera, quería volver a ver mi tirita fucsia. De vuelta en Santiago entré a la infernal rutina del colegio. La tele se prendía sola a las siete a.m y los malditos que cantaban eso de coseguir la medicina sonaban a cada rato. Odiaba esa canción. Así llegó abril. Un par de días después de mi cumpleaños llamó el chico anarco, perfortado y multicolor. Quedamos de juntarnos en Plaza Italia, pero como yo no sabía tomar ni una micro, decidí invitarlo a mi casa. Tenía planeado atenderlo en la escalera del edificio pues mamá no conocía la historia. Él llegó con una pinta absolutamente parafernálica: mohicano amarillo, un nuevo aro en una tetilla y un tatuaje que asomaba desde su pecho desinflado. Estoy segura que mi mamá estuvo un buen rato detrás de la puerta escuchando su historia de padres separados, de sus 22 años frustrados por el sistema. Yo no entendí eso del sistema, creí que hablaba de las micros, del pago de las cuentas y de su negocio de cruces de oro. Tampoco le pregunté. El motivo de la visita era despedirse de mí, dejar un buen recuerdo, verme el tirante fucsia y venderme una cadenita. Tenía Sida y la triterapia era exorbitantemente cara. Quería conseguir su medicina, tal como Los Tetas cantaban al alba. A mis 14 años, no tenía muy claro qué era eso, las monjas del colegio nunca lo pronunciaron, aunque sospechaba que no sonaba bien. Le di un beso de despedida y le compré la cadenita para que quedara feliz. No volví a saber nada de él en seis años. La semana pasada, entre cambio de casa y floreros empapelados, leí su aviso funerario en un fanzine. El chico punk había muerto vendiendo cadenas en la calle y su grupo de música publicaba la defunción. Tragué saliva y me toqué el cuello. Ya no tengo la cadena que le compré, me la robó un rapero en el Paseo Ahumada. Sólo me quedó un pedazo de papel con su obituario. Uno que me recuerda que con sus joyas de fantasía, aquel chico buscaba la tirita veraniega de mi primera vez. Primera vez que para mí, habría sido la última.


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