RESTAURANTES
CRÉDITOS
DIRECTOR EDITORIAL Huberth Jara hj@etiquetanegra.com.pe EDITOR Juan Francisco Ugarte SUBEDITORA Stefanie Pareja DISEÑO Roger Ramirez Miranda PRODUCCIÓN Katery Morán Avilés km@etiquetanegra.com.pe ARTE FINAL Héctor Huamán CORRECCIÓN DE ESTILO José De la Cruz
DIRECTOR COMERCIAL Gerson Jara gj@etiquetanegra.com.pe GERENTE DE VENTAS Henry Jara hjara@etiquetanegra.com.pe PUBLICIDAD Daniel Del Aguila / Ejecutivo de cuentas senior da@etiquetanegra.com.pe MARKETING Huberth Jara Trujillo marketing@etiquetanegra.com.pe PREPRENSA E IMPRESIÓN Iso Print (+511) 441-3693 / 440-1404 / 998-441268 Marcas & Patentes 332-2211 / 431-5698 Es una publicación de Pool Editores SAC Federico Villarreal 581, San Isidro, Lima 27, Perú Teléfono: (511) 440-1404/441-3693 Hecho en el Perú Línea no se responsabiliza por el contenido de los textos que son de entera responsabilidad de sus autores.
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COLABORADORES
Julio Villanueva Chang
José Alejandro Castaño
Arthur Lubow
Perú. Editor y escritor. Es director fundador de Etiqueta Negra y maestro de la FNPI. Ha publicado los libros Mariposas y murciélagos y Elogios criminales. Vive en Lima.
Colombia. Cronista. Ha escrito para revistas como Soho, Gatopardo y Etiqueta Negra. Ha ganado el Premio Iberoamericano de Periodismo Rey de España y el Premio Casa de las Américas. Vive en Lima.
Estados Unidos. Periodista. Ha escrito para revistas como The New York Times Magazine, Vanity Fair y The New Yorker. Ha publicado el libro The Reporter Who Would Be King. Vive en Nueva York.
Carolina Reymúndez
Álvaro Sialer
Jessica Alva
Argentina. Cronista. Ha escrito para revistas como Travesías, Vogue y Etiqueta Negra. Ha publicado los libros La Argentina Crónica y El mejor trabajo del mundo. Vive en Buenos Aires.
Perú-México. Corrector y editor. Ha colaborado con la revista Etiqueta Negra. Escribe palíndromos, casi siempre en su blog. Vive en Lima.
Perú. Periodista. Redactora en la página web del diario Perú21 y eventual colaboradora en otro tipo de publicaciones. Aficionada a la fotografía. Vive en Lima.
Musuk Nolte
Rosa Elisa Chávez
Sorrentino y Salinero
Perú. Fotógrafo. Es miembro del colectivo Versus Photo. Su obra se ha expuesto en países como China, Holanda, Alemania y Singapur. Vive en Lima.
Perú. Periodista. Trabaja en el área de publicaciones del diario El Comercio. Ha escrito en revistas como Asia Sur y Viù! Vive en Lima.
Italia y España. Dirigen el colectivo de fotografía Phoss. Han expuesto en Photo España, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y en el Centro Cultural Británico de Lima. Viven en Lima.
Mauricio Ugarte
Noma Bar
Perú. Arquitecto. Ha trabajado en agencias de arquitectura en Francia, Suiza y Perú. Obtuvo el primer puesto en el concurso Moscow 2012. Tiene una maestría en la ENSAM (Francia). Vive en Lima.
Israel. Diseñador gráfico. Su trabajo ha aparecido en medios como Esquire, The Observer o The New Yorker. Ha ilustrado más de sesenta portadas de revistas. Publicó el libro The Many Faces. Vive en Londres.
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CARTA
COMER CON LOS OJOS
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e declaro un intolerante del desorden en un plato de comida. Si alguien me ofrece unos desaliñados tallarines ya revueltos con la salsa de carne o una tortilla de huevo enterrada bajo una montaña de arroz, no me los como. Es algo instintivo: mi cuerpo se rebela ante la incoherencia culinaria que yo mismo he inventado para mí. Un personal sentido del orden que me dicta que una tortilla siempre debe cubrir el montículo de arroz o que los espaguetis se sirven sin excepción con una circular salsa roja en medio del plato. En el paladar de mis ojos, ambas comidas tendrán mejor sabor si llegan con ese simétrico modo a mis manos. Pura superstición gastronómica. Más allá de caprichos culinarios, quizá esto sea una de las pocas cosas (o muchas) que me emparenta con un asperger. En la novela El curioso incidente del perro a medianoche, del escritor inglés Mark Haddon, el entrañable protagonista de quince años —que tiene asperger— no tolera ver en su plato un brócoli junto a un jamón. Además de un enigma del gusto o una seducción del olfato, comer es un presagio de los ojos. Solemos intuir el sabor de un plato según cómo luce. Una mexicana me dijo hace poco que pensó que no le gustaría el ají de gallina porque su aspecto le hacía recordar a un vómito. Al primer bocado, cambió de opinión. Desde hace un tiempo, los grandes cocineros se han convertido en grandes arquitectos de la comida: diseñan la estética de un plato que alguien devorará en cuestión de minutos. Qué forma debe tener el rocoto sobre el puré de choclo, en qué esquina del plato irá la arugula, cuál es la textura que debe lucir el lomo de cordero. Ferran Adrià, el chef español que metió en su cocina a diseñadores industriales e ingenieros del gusto para revolucionar el paladar de sus clientes, ha dicho más de una vez que «cocinar es diseñar platos». Hoy esta compulsión por decorar hasta la figura exigua de un perejil se llama food design, un género híbrido que condensa disciplinas como el diseño, la gastronomía, la ingeniería y la ciencia. Desde que apareció hace poco menos de veinte años, el arte de diseñar comida ha merecido todo tipo de atribuciones. Según la diseñadora Sonja Stummerer «el food design es crear un producto que se pueda comer y compartir, o que simplemente te haga sonreír». Para el cocinero Heston Blumenthal ver un plato diseñado es «como ver una película o una obra de teatro». Pero el diseño de comida no siempre es propio de un cocinero. Inga Knölke, un fotógrafo alemán que ha publicado el libro Food Designing, se declara un analfabeto gastronómico: «El diseñador de comida es alguien que trabaja con alimentos sin tener una idea de cómo cocinarlos». Ante esta dispersión del significado, solo parece imponerse una cruda e insípida verdad: el plato de un diseñador de comida es la obra de arte más efímera del mundo. La diseñadora Marije Vogelzang gruñe con resignación frente a esta tragedia griega de las tripas: «Tú te metes a tu cuerpo mis diseños». La irónica sentencia de Vogelzang me hace pensar en si realmente me apetece tragarme sus diseños. ¿Da ganas de comer un plato que más parece un cuadro de arte abstracto? Un estudio publicado en la revista Hospitality & Society afirma que el food design puede mejorar el ánimo y tratamiento de un paciente de hospital, ese lugar en el que para sanarnos nos ofrecen la comida más deprimente del planeta. La idea que subyace al artículo es que un enfermo no sólo devorará el plato por lo bien que luce, sino que esto lo hará sentir mejor. Aunque el diseño de la comida no es sinónimo de buen sabor, puede ser un modo de potenciarlo: las papas Pringles se hicieron con esa forma ovalada para dilatar el gusto en nuestra boca. Siempre he rechazado con fastidio la aburrida comida de hospital, pero si algún día me ofrecen en ese nefasto sitio un plato que bien podría exhibirse en una mesa de elBulli, el famoso y desaparecido restaurante de Ferrán Adrià, quizá en vez de tragármelo desesperadamente feliz me quede mirándolo como un tonto, entre fascinado y absorto, con miedo de ensartar el tenedor en esa delicada obra de arte y destruirla para siempre Juan Francisco Ugarte —6—
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ÍNDICE
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ASTRID & GASTÓN
TRES ARTISTAS
JEAN NOUVEL
37 IK
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TENEDOR
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RESTAURANTES
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CUCHILLO
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PLATOS
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VOY NO VOY
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94
96
ENTREVISTA
UTOPÍA
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CONTRA
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ASTRID & GASTÓN
ASTRID & GASTÓN UN NUEVO RESTAURANTE CON TRES SIGLOS DE HISTORIA Texto de J. F. Bustamante Fotografías de Sorrentino y Salinero
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ASTRID & GASTÓN
l nuevo restaurante Astrid & Gastón es un centro cultural de la comida. Además de ofrecer la cena, hay talleres de cocina para adultos y clases de cultivo para niños. También hay un taller de investigación culinaria, en donde los chefs del restaurante se encierran como rigurosos científicos para explorar el sabor de un perejil gigante o el gusto de una arugula. Hay un huerto al que llaman ‘El Edén’ donde se cultivan los insumos que después se comerán en el restaurante. Y no sólo hay un restaurante, sino tres: Astrid & Gastón, El Cielo y La Barra. Todo esto encerrado en las paredes de una casa-hacienda, una casa-monumento, una casa-mansión: la Casa Moreyra. Luego de proclamar la independencia del Perú, José de San Martín vino a este lugar para celebrar la victoria con un gran banquete. Casi doscientos años después, se ha vuelto al mismo punto de la Historia: un grupo de personas reunidas para comer. Más que diseñada, la Casa Moreyra Astrid & Gastón —el nombre completo de este nuevo monumento a la comida— fue restaurada con el cuidado con que se explora una ruina prehistórica. Los arqueólogos de la expedición: tres arquitectos del estudio 51-1. Manuel de Rivero, César Becerra y Fernando Puente Arnao. En los últimos cuatro años, estos tres arquitectos le han devuelto a la Casa Moreyra su primer maquillaje. La consigna fue no transgredirla, sino conservar cada detalle de su antigua construcción. Hoy la casa es un nuevo y moderno restaurante con trescientos años de historia. Con su propia voz, los tres arquitectos nos explican el minucioso trabajo de diseñar un espacio casi sin tocarlo. LA BARRA Fernando Puente-Arnao: La idea fue reunir tres restaurantes en un solo lugar. Un gastrobar (‘La Barra’), un menú degustación (‘Astrid & Gastón’) y un salón privado (‘El Cielo’). Cada uno con su propia cocina y su propio concepto. Independientes uno del otro, pero todos juntos. La Barra, por ejemplo, se pensó como un ambiente informal, más desenfadado y casual que los otros restaurantes, y donde uno se desprejuicia para tener
la experiencia de comer de una manera más libre. Tiene un comedor principal en medio de una terraza cuyo techo está repleto de plantas. La cocina, que el público puede ver desde su mesa, funciona también como una barra. Y ésta no es otra cosa que la caja de embalaje en la que vino la cocina desde España, y que fabricó la empresa Casa Damont. La parte de la barra es la que produce más impacto. Lo que quisimos fue reutilizar todo, y por eso, al momento de darle un diseño a la cocina, decidimos colocarla dentro de su misma caja de embalaje: al final, es como si la cocina nunca hubiera salido de su cajón. Por eso uno puede ver incluso los símbolos de ‘frágil’ o las cadenas típicas de estas cajas. No se pretendió borrar ni quitar nada. No pintamos ni agregamos un diseño nuevo.
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César Becerra: Queríamos que toda la estética fuera sencilla, pero esto no quiere decir que fuera sencillo hacerlo. Todo está en los detalles. La barra se amarra con la estética de los muebles, que son también de madera. En nuestro intento por no desperdiciar nada, usamos los tableros de tripley, también de las cajas de embalaje, para la parte baja de la barra, que es la única parte que no es entera sino que nosotros ensamblamos. Es decir: juntamos las planchas de tripley y las prensamos una con otra. Si uno mira con atención, verá que hay planchas más gruesas que otras, y que son de tonos diferentes. Ésa era la idea. Por otro lado, en la pared del fondo de La Barra pegamos una gran foto que refleja una imagen del parque El Olivar, a partir de un mosaico hecho —13—
ASTRID & GASTÓN
de palabras. Cuando uno se acerca a la imagen, nota que esas palabras son, en conjunto, el acta de la independencia del Perú. Es una suerte de homenaje a la historia de la casa. ASTRID & GASTÓN Manuel de Rivero: En las paredes de la casa se hizo una exploración del color: se las descascaró para encontrar los colores que se habían usado a lo largo de toda su historia. Encontramos como siete gamas de color, y decidimos escoger el más claro. Como toda casa antigua, la iluminación es oscura, por eso nuestra intención fue aclarar el espacio incluso en los detalles. Mesas, puertas, sillas, etc. Las paredes, en ese sentido, jugaban un papel esencial. Al escarbar en ellas, encontramos el color más luminoso para repartirlo por toda la casa, menos en el menú degustación Astrid & Gastón. Aquí las paredes son de otro color por el concepto de intimidad que se pretende transmitir. Las mesas, por ejemplo, están muy separadas unas de otras para que cada grupo tenga su espacio. Cuando se restaura un patrimonio, lo más importante es tomar las decisiones de los acabados. Por ejemplo: el piso original de la casa era de caoba, y hoy la caoba es una madera protegida. Hubiera sido una tontería cortar caoba y ponerla aquí. Por eso mantuvimos el piso original —previo trabajo de cepillado, blanqueado y sellado— en casi la mayor parte —14—
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ASTRID & GASTÓN
de la casa. Pero en las zonas en que la caoba ya estaba muy dañada, lo que hicimos fue colocar madera nueva con la intención de que se note cuál es la parte restaurada y cuál la original. No quisimos esconder nada. Y esto se aprecia aún más en la carpintería del lugar. Todas las puertas blancas son nuevas, aquellas cuya madera estaban en pésimo estado y debían cambiarse. Lo que hicimos fue poner una puerta nueva con el diseño original pero pintándola de blanco para diferenciarla. La idea fue no pasar por antiguo lo que no es. Las puertas originales, en cambio, son oscuras y se advierte de inmediato que son viejas. La casa está llena de claves que hemos dejado para entender su historia. Las mesas de Astrid & Gastón, aunque parecen círculos perfectos, no lo son: el carpintero trazó a mano el círculo de cada una. No hubo una plantilla. Por tanto, cada mesa es un círculo diferente, imperfecto, con la misma aleatoriedad de cuando uno traza con su mano la figura de un círculo sobre el papel. La atmósfera de Astrid & Gastón se completa con las obras de arte que se exhiben en las paredes. Cada temporada, un artista interviene el lugar y cambia toda la estética. Se rotan las piezas como si fuera un museo. La única parte de la casa que sí diseñamos fue el baño. Partiendo del Señor de los Milagros, se pintó de morado las paredes y se colocó sobre ellas, como si fuera una cortina,
unos cintillos blancos con nudos, imitando las que usan las mujeres para sujetar el tradicional vestido morado. En el centro de este espacio se ubicó un cilindro gigante de metal, en cuyo interior se encuentran los excusados. Queríamos que el baño sea un viaje a nuestra propia tradición a partir de los elementos clásicos de esta festividad. EL CIELO Fernando Puente-Arnao: Se llama así porque en el salón privado uno puede comer un plato que probó hace años en el antiguo Astrid & Gastón y que ya no está en la carta. El nombre viene de la frase ‘el cielo es el límite’. El aspecto de este salón parece el de un lujoso comedor presidencial. Aquí se trajo algunos objetos originales de la casa: un gran mueble-vitrina, que data de hace siglos, y dos espejos de madera bañados en pátina dorada. En medio se impone la enorme mesa. De noche, con todos estos elementos, la iluminación es excelente, debido principalmente a los espejos y a la imagen que proyecta el mueble de madera. Por otro lado, el salón privado tiene su propia cocina, una barra casi personalizada y su propio baño. Hay incluso un balcón. Quienes vienen a comer a este salón tienen todo a su disposición. Como en un gran banquete
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VER ESTAS TRES OBRAS DE ARTE TE ABRIRÁ EL APETITO [El restaurante como una galería de arte]
Textos de Rosa Elisa Chávez
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ARTE INTERIOR
UNA CENA CON SERPIENTES Lugar: ámaZ Artista: Harry Chávez
Cuando el artista Harry Chávez supo que haría un mural para ámaZ, el restaurante de comida selvática, pensó en el animal que lleva tatuado en la espalda: la serpiente. Este reptil aparece en la mitología de varias culturas originarias. Y a Harry Chávez le apasiona la idea del origen: de dónde venimos, quiénes fuimos, quiénes somos. Buena parte de su obra se centra en explorar estas culturas, y de ellas principalmente la amazónica. La serpiente aparece en quince de las casi setenta obras de Chávez. Por eso cuando tuvo que entregar propuestas de diseño al restaurante, replanteó y perfeccionó algunas de sus ideas antiguas. Al cabo de unas cuantas reuniones se tomó la decisión: el artista prepararía un gran mural al que después llamaría ‘Tótem’. Aunque por lo general un tótem es una larga escultura de madera con formas antropomórficas, Harry Chávez decidió crear su propia versión. El restaurante ámaZ, del chef Pedro Miguel Schiaffino, luce a simple vista como la selva misma: colorido y vibrante. La entrada tiene paredes verdes, sillas de varios colores, esculturas de animales, pinturas que llaman la atención. En el salón principal hay lámparas colgantes y malocas –casas tradicionales de la selva, de forma circular y techo en punta– tejidas con una fibra natural llamada huambe. Debajo de estos dos ambientes, en el sótano del restaurante, se encuentra el reservado pero salvaje salón privado: el espacio más pequeño de ámaZ —donde solo caben doce personas— es íntimo, oscuro y místico. Representa el lado más sombrío de la selva. Hay una sola mesa y sillas alrededor hechas de fibra, paredes de un marrón casi negro e iluminación tenue. Allí el artista colocó un mural tan potente como el mismo espíritu de la selva. La habitación parece atrapar en su penumbra a
quien entra en ella. La obra de Chávez produce esa extraña sensación de sentirte dentro de una cueva mientras disfrutas de un sofisticado plato de comida. Cinco meses le tomó preparar este mural. Veinte semanas, ciento cuarenta días, tres mil trescientos sesenta horas de trabajo. El resultado es una increíble obra de gran meticulosidad que domina por completo el salón privado del restaurante. A diferencia de lo que entendemos por mural, este no está pintado sobre la pared. ‘Tótem’ fue hecho con una plancha de mdp —un material similar a la madera— y miles de abalorios o cuentas —como los que se usan para las pulseras— de diversos colores,
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© Jason Sullivan
texturas y tamaños que, con minuciosa armonía, forman el cuerpo de varias serpientes, los ojos de una pantera y la mirada de un búho. Dice Chávez: «No tiene la forma vertical de una lanza, como cualquier tótem. Aquí las imágenes se mezclan para formar a un ser horizontal». Según él, un ser que involucra a los guardianes de los tres mundos andinos. Para la cosmovisión andina el mundo está divido en tres espacios: el mundo superior, el mundo del presente y el mundo interior, representados por el cóndor –que Chávez reemplazó por un búho–, el puma y la serpiente. Y ‘Tótem’ —estas serpientes revueltas sobre la pared— vendría a ser el mundo interior de ámaZ.
Pegar pequeños abalorios sobre una plancha de nueve metros de largo por dos metros de alto es, sobre todo, un ejercicio de paciencia. Durante el proceso, la maestría e intuición de Harry Chávez valieron para formar estas figuras. Así cambió con éxito los colores de las cuentas y varió adecuadamente sus tamaños otorgándole al diseño volumen y profundidad. La obra es tan sensual que provoca pararse delante de ella para tocarla y saber cómo y de qué está hecha. Chávez dice que casi no se manchó las manos a pesar del contacto continuo con el pegamento: «Eso lo hace parecer simple, ¿no?» Pero hacer de la ferocidad de la selva un elemento que nos abra el apetito es un trabajo difícil
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ARTE INTERIOR
TOMAR UN TRAGO CON PANTALONES SOBRE TU CABEZA
Lugar: Ayahuasca Artista: Maricruz Arribas
Una cachina es una especie de mercado de pulgas donde se compra y vende objetos nuevos o de segunda mano a bajo precio. Para un curioso, puede ser el paraíso en la Tierra, un lugar que guarda tesoros ignorados por otros. Un curioso puede pasar horas recorriendo una cachina, observando con detenimiento, buscando el objeto que le detenga el aliento y lo cautive. En 2008 la curiosa Maricruz Arribas paseaba por una cachina en Huancayo buscando muebles de segunda para el bar limeño Ayahuasca, el cual iba a decorar por completo. Entonces ya tenía ideas para nueve de las diez áreas: la entrada, los salones privados, los bares secundarios, el sótano. Le faltaba pensar algo para el bar central. La artista plástica Arribas no sabía qué hacer allí. ¿Cómo decorar un espacio donde predominan los techos altos y descubiertos? ¿Qué hacer con sus grandes dimensiones? ¿Cómo atraer la atención? Ese día, en la cachina de Huancayo, tras buscar muebles por varias horas, sin quererlo o siquiera esperarlo, Maricruz Arribas encontraría la respuesta: un grupo de telas antiguas. Para una persona poco observadora, las telas que la artista rescató de la cachina habrían sido un montón de trapos sucios y malolientes dignos de ser tirados a la basura. Pero para Arribas, en cuyas obras abundan objetos reciclados y readaptados, esas telas eran un diamante en bruto. Las llevó a Lima con el regocijo que siente un coleccionista luego de adquirir un objeto que ha perseguido por años. Las desempolvó y luego las lavó con sus propias manos, hasta que poco a poco fueron descubriendo sus verdaderos colores: turquesa, amarillo, naranja, fucsia, morado, rojo, negro. Su pequeña
crisis creativa había terminado: para el bar central de Ayahuasca, crearía un móvil —una base de metal de la que cuelgan distintas figuras— hecho de pantalones cosidos con sus preciadas telas. Así como esos juguetes para bebés que cuelgan de las cunas. Arribas se inspiró en la danza huancaína para confeccionar las prendas: los pantalones se parecen a los que llevan los bailarines de la Tunantada, una de las danzas más populares de Junín. El material sirvió a la perfección pues, a pesar de que las telas tenían casi un siglo de antigüedad, estaban en muy buen estado. Arribas bordó los pantalones con flores de colores encendidos
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y brillantes. Luego los cubrió con láminas de acrílico para mantenerlos a salvo de la intemperie. La base del móvil la hizo de fierro. Le ayudaron los ingenieros, arquitectos y diseñadores del bar y sus propios asistentes. «Fue la obra que más esfuerzo me costó hacer en Ayahuasca, me demoré bastante en idearla y ejecutarla», cuenta la artista. El trabajo final es una gran estructura de casi cinco metros cuadrados del que cuelgan dieciocho pantaloncillos de colores. Donde ahora está, en el techo del bar central de Ayahuasca, la obra de Maricruz Arribas colma ese gran espacio que parecía imposible de adornar.
Verlo ahí, prendido en lo alto, te hace sentir como en una gran cuna de cemento. La obra sin nombre —a la artista nunca le ha gustado nombrar sus trabajos— hace las veces de una grandiosa araña que ampara la barra cuadrada donde las personas se acercan a beber. Las personas no saben que, sobre sus cabezas, hay una obra que resume el espíritu de Ayahuasca y la propuesta artística de Arribas: folclor, tradición, cultura andina, religión, chamanismo, historia. La aguda observadora, la recolectora de objetos, la curiosa Maricruz Arribas hizo que un objeto cargado de pasado invite a disfrutar el presente
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ARTE INTERIOR
EL PLACER DE MIRAR A UN DRAGÓN Lugar: Sukha Artista: Sandro Capcha
Sandro Capcha, el artista que hizo una escultura de dragón de más de cuatro metros de altura, no sabía nada de dragones hasta hace un año. Los relacionaba con los tatuajes, los manga japoneses y el año nuevo chino. Pero cuando el restaurante de comida asiática Sukha lo contactó para hacer la réplica de un gran dragón, Sandro Capcha buscó libros de cultura oriental en español, inglés y japonés, visitó el Instituto Peruano de Estudios Budistas, se entrevistó con especialistas en feng shui y se pasó días enteros investigando en Internet. Solo cuando estuvo seguro de que sabía lo suficiente sobre el dragón japonés, empezó a trabajar en él. La escultura se llama Ryu — dragón en japonés— y ahora está en el centro del salón principal de Sukha, un moderno restaurante que visto desde fuera parece una fortaleza: paredes grises de tres pisos de altura, ausencia de ventanas, pequeñas entradas. Lo primero que llama la atención al ingresar es la gran estatua oriental de color piedra. Es imposible ignorarla: su enorme tamaño y su apariencia de monumento en medio de las mesas hacen que lo demás se vea diminuto y accesorio a su lado. Mientras la gente come y conversa y los mozos se contornean con las bandejas, este dragón de cuatrocientos kilos parece ejecutar una suerte de danza inmóvil que le da vida al restaurante. El trabajo que costó crear a Ryu fue proporcional a su inmensa dimensión. Tras estudiar a los dragones, Capcha realizó un modelo a escala con las características de un dragón japonés: los cuernos ubicados en la parte posterior de la cabeza, las tres garras en cada pata y la forma helicoidal, como la de una cadena de ADN que se dirige hacia el cielo. Luego trabajó durante tres meses en su taller con escultores, soldadores, lijadores y expertos en aca-
bado para reproducir a la bestia en su tamaño real. Juntos consiguieron que el dragón de Sukha luzca de piedra, aunque no lo sea. La tarea consiste en armar una base con fierros y alambres, forrarla con cientos de esponjas y cajas de cintas masking tape y luego cubrirla con resina poliéster, un líquido que se vuelve sólido en unos minutos. Las mil novecientas escamas que cubren el cuerpo de Ryu también fueron hechas de resina poliéster. La cabeza y los brazos son de poliuretano, un material fácil de tallar pues tiene la densidad del jabón de tocador. Una vez que el dragón estuvo armado, se le cortó en varias partes para poder pintarlo. Capcha usó pintura para auto porque es la más resistente, pero tuvo que cambiar varias veces el color y los acabados después de que Ryu se instalara en Sukha: la iluminación del local rebotaba en el color metálico del dragón impidiendo que se le apreciara bien. «Fue trágico, tuvimos que pintarlo y despintarlo durante dos meses hasta llegar al color preciso que hiciera juego con las luces del restaurante» recuerda Sandro Capcha como quien revive un mal momento que ya se superó. En Sukha nada está hecho al azar. Sandro Capcha — quien también hizo otras esculturas para este restaurante como un buda de cuatro metros sesenta de altura— tuvo en cuenta los principios del feng shui al diseñar a Ryu. Según esta filosofía, la forma de espiral ascendente de la bestia de plástico hace que las energías del ambiente se dirijan al cielo. Por otra parte, los budas que adornan el lugar son un múltiplo de tres, dígito de carga positiva según el feng shui. «Cada pieza está puesta en su lugar por una razón. Todo tiene un sentido», dice Sandro Capcha. En Sukha, la gente come sin saber que una parte de ellos, su parte más espiritual, ‘se va hacia arriba’ mediante una escultura de dragón
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JEAN NOUVEL Un perfil de Arthur Lubow Ilustraciones de Héctor Huamán Traducción de Carlos Cavero
PERSONAJE
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ada edificio que Jean Nouvel construye tiene una historia que contar. Los arquitectos convencionales suelen iniciar el proceso de diseño con un sketch o maquetas. Nouvel, en cambio, comienza con una idea. «Cada quién es producto de su época —me dijo hace poco—. En mi caso, yo nací en Francia de la posguerra. Mi entorno fue el de los pensadores estructurales. Si no logro un análisis correcto de algo, estoy perdido». Cuando Nouvel examina las condiciones disponibles y decide que la mejor solución arquitectónica es, por decir, un rascacielos de base y cúspide invisible, o una fachada geométrica mecanizada que emite sombras de filigrana, recién entonces puede poner manos a la obra. Pero añade un contrapeso a su proceso cerebral: su debilidad por la sensualidad de los materiales del edificio. —Lo que me gusta es la poética de la situación —comenta en su inglés afrancesado—. Soy un hedonista. Y mi deseo es dar placer a los demás. El lugar donde profirió su confesión de hedonismo no deja dudas: Le Duc, posiblemente el mejor restaurante de comida marina de París, donde el mozo conoce de antemano la orden de Nouvel: pescado crudo marinado seguido por langosta cocida aliñada con aceite de oliva. Para Nouvel sus restaurantes favoritos son anexos de la oficina, lugares donde puede cultivar sus ideas al estilo estereotipo francés: en medio de largas tertulias que fluyen entre potajes y vinos de primera. Esta invariable rutina le permite lograr una desaforada variedad de resultados. La mayoría de turistas en París se sorprenderían al saber que un solo arquitecto hizo la Fundación Cartier en el distrito de Montparnasse, ese edificio rectangular de cristal lleno de luz que se inserta con elegancia entre dos pantallas de vidrio, y el Museé du Quai Branly, una mezcla de elementos de colores vivos con una oscura y siniestra sala de exhibición que coquetea peligrosamente con el kitsch. Nouvel señala al respecto: —Claro que verás gran contradicción entre todos mis edificios. Yo no tengo motivos universales sino específicos. Otros estudios de arquitectura aclamados por la crítica, como Herzog & De Meuron o la Oficina de Arquitectura Metropolitana Rem Koolhas, realizan afirmaciones semejantes. Pero los proyectos de Nouvel no solo carecen de un voca-
bulario formal y recurrente, sino incluso de una sensibilidad común fácil de identificar. A sus sesenta y dos años, Nouvel es un hombre de contextura gruesa, calva prominente, mirada intensa, cejas pobladas y un guardarropa completamente negro que suele combinar con un sombrero negro de ala ancha. La impresión al verlo es única. Nouvel es un maestro en el arte de conceder personalidad propia a sus edificios. En algunos de sus proyectos esa personalidad es irresistiblemente seductora, y en otros llega a verse cursi y hasta corriente. En 2008 Nouvel fue galardonado con el mayor honor de su profesión: el Premio Pritzker de Arquitectura. Como me comentó su buen amigo, el arquitecto Franklin Gehry, «hace mucho tiempo que debió ganarlo», solo que la inconsistencia de su trabajo se lo impidió. —Nouvel es irregular —explicó Gehry, quien fue jurado de la premiación hasta el año pasado—. Prueba con todo, y no todo funciona. Existen ciertas combinaciones de elementos extraordinarios, otros experimentales, y algunos que no funcionan estéticamente. Sin embargo, él está dispuesto a arriesgarse y adoptar esos elementos. Esa es una gran virtud. Incluso antes de recibir el Pritzker, Nouvel se había hecho acreedor al reconocimiento más codiciado por los arquitectos: exigentes contratos de gran prestigio por todo el mundo. Hoy se encuentra construyendo una sala de conciertos en París y otra en Copenhague. En el Medio Oriente está diseñando el Louvre Abu Dhabi y un anexo del Museo Nacional de Qatar. Tan solo en Nueva York su compañía ha levantado un sofisticado condominio residencial en SoHo. En West Chelsea ha puesto la primera piedra en otra innovadora torre residencial cubierta con un muro cortina1 con mosaicos. Además ha ganado la licitación para construir lo que será un símbolo de la ciudad: un rascacielos de setenta y cinco pisos al lado del Museo de Arte Moderno. El socio de Nouvel, Michel Pelissié, nos dice: —La torre espiral angular del MoMa es hoy su proyecto más importante. Era tal el afán de Nouvel por cerrar ese contrato, que exhortó a Pelissié a no negociar demasiado sus honorarios con la inmobiliaria. El proyecto aledaño al MoMa de Nouvel no guarda semejanza con ningún otro gran edificio de la ciudad. Él me confió lo siguiente: Muro cortina: fachada de cristal diseñada como cubierta de un edificio.
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—Es una especie de arquetipo de lo que puede ser un rascacielos en Nueva York. Para Nouvel la arquitectura actual de una ciudad es un registro de cómo las constructoras anteriores respondieron a las condiciones únicas geográficas e históricas de aquel lugar; por eso él sostiene que el camino para diseñar una nueva estructura verdaderamente contextual es a través del análisis riguroso, no de la tonta réplica. —Cada obra es una oportunidad de crear lo que yo denomino las piezas faltantes del rompecabezas. Una oportunidad para descubrir cómo crear más poesía con el lugar donde te encuentras y el programa del que dispones. Investigas qué sería lo más emocional, lo perfecto, lo más natural. El propósito de todo tu razonamiento es alcanzar un resultado que tenga sentido intuitivo. Luego de un almuerzo de trabajo en enero del mismo año, Nouvel caminaba lento (no le gusta andar de prisa) rumbo al Museo Quai Branly. Tenía una reunión con representantes de la Fundación Stavros Niarchos, quienes se encontraban en París para entrevistarlo y ver algunos de sus edificios. Se hallaban en medio de una búsqueda para seleccionar al arquitecto de un nuevo teatro de ópera y un centro cultural en Atenas. Antes de ingresar al museo, Nouvel me señaló las particularidades del terreno del Branly, que va desde el bulevar y se extiende a orillas del Sena hasta culminar en un discreto pero lujoso edificio residencial.
Nouvel edificó un muro cortina en aquella transitada rivera para marcar la línea del paisaje urbano y ubicó sus edificios en el jardín posterior. Al mirar a través del muro de vidrio, el reflejo de los árboles del bulevar se mezcla con las imágenes borrosas de los árboles del jardín interior, de modo que resulta difícil distinguir qué hay al otro lado. Es lo que Nouvel llama un «juego», ya que la palabra francesa ‘jeu’ también puede referirse al juego de la luz sobre una superficie, o a un juego de palabras. Todas estas definiciones que encajan en los juegos arquitectónicos le encantan. El Museo de Quai Branly alberga colecciones nacionales de arte africano, oceánico y nativo americano que antes se exhibían en museos antropológicos, principalmente en el Museo del Hombre, y el Museo de las Artes Africanas y Oceánicas. Más que el reto de insertar su arquitectura en una zona urbana tan problemática, lo que fascinó a Nouvel fue crear un hogar apropiado para estos artefactos culturales. Se decidió a exhibirlos en escenarios que evocaran sus hábitats originales. —No es una construcción occidental —me dijo—. Para mí es un mundo creado con colores y formas propias de una interpretación de las culturas africana, oceánica y americana. Su solución parece haber complacido al público en general, aunque ha disgustado a diversos antropólogos y museólogos que lamentan la pérdida de la pulcra presentación anterior. Para llegar a la colección permanente se asciende por una rampa blanca que se enrosca en torno a un escaparate de ins-
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Jean Nouvel es un maestro al dar personalidad a sus edificios. En algunos proyectos esa personalidad es irresistiblemente seductora, pero en otros llega a verse cursi y hasta corriente. trumentos musicales. Al final de la rampa se atenúa la luz. Los muros blancos y el piso conducen a unas superficies en marrón y rojo oscuro. ¡Voilà! Acabamos de abandonar Europa. Media docena de hombres blancos de mediana edad de la Fundación Niarchos esperaban a Nouvel justo al otro lado de la frontera. Nouvel los saludó en inglés e inició su largo discurso. —Para mí era muy importante crear un territorio —mencionó—. Algunos críticos afirman que es como un museo Disney. Yo creo que exhibir un arte así en paredes blancas sería una actitud errónea. Con el fin de evocar el sentimiento religioso que, según Nouvel, debía inundar los objetos del museo, oscureció los alrededores. —También hubo controversia al respecto porque en Europa la gente está acostumbrada a los muros blancos y bien iluminados —explica Nouvel—. Aquí cada obra de arte está dispuesta con la iluminación precisa que necesita para apreciarla. No es lo que la gente espera. Su agencia diseñó instalaciones personalizadas para cuatro mil objetos, y se esforzó por ocultar las fuentes de luz y por hacer los escaparates tan invisibles como les fuese posible. En efecto, siempre que pudo, Nouvel eliminó las vitrinas y puso los objetos en exhibición abierta. También agrupó las piezas en arreglos evocativos. Desde una gran cubierta de ídolos funerarios y otra menor de objetos rituales, me señaló cómo los reflejos de los ídolos titilaban en el vidrio de la vitrina frontal. —Es un juego con los espíritus de los muertos para poder ver los reflejos como fantasmas —comenta Nouvel. La noche iba cayendo mientras Nouvel, algunos de sus colegas y los visitantes griegos conducían rumbo a la Fundación Cartier. Construida en 1994, este templo de vidrio y acero de refinado gusto burgués es una reconocida obra maestra de la
arquitectura del siglo XX. En muchas de sus características parece anticipar el Branly: un muro cortina que se eleva por encima de los edificios vecinos para separar el complejo de la vereda y mantener la continuidad del paisaje urbano; un edificio que se eleva en el jardín, y un elaborado juego de reflejos de árboles sobre el cristal. Sin embargo, la Fundación Cartier se presenta como una delgada dama de vestido negro y perlas, mientras que el Quai Branly vendría a ser aquel tipo con diente de diamante, camisa amarilla y traje naranja a cuadros que sale de fiesta en Lagos o Puerto Príncipe. Ya en la Fundación Cartier mencioné a Nouvel cuánto me había sorprendido que el arquitecto de este clásico modernista fuese quien diseñaría el Branly. —Nunca imaginé que podría construir un edificio como el Branly. Solo que cuando se trata del Branly tienes que construir un edificio como el Branly. Nouvel heredó de sus padres ese amor por adquirir conocimiento, ambos profesores de secundaria en el pueblito de Sarlat, en Perigord, al suroeste de Francia, donde hoy viven su vejez. Su padre dictaba historia y geografía, dos materias que se convertirían en los pilares de la arquitectura de Nouvel. Quiso ser pintor pero sus padres insistieron en que nunca podría ganarse la vida así, y lo presionaron para que estudiase matemáticas o ciencias. —Traté de encontrar otra forma —me contó—, y les dije que quizá podría estudiar arquitectura. Después de un año de estudios, reprobó el examen de ingreso a la Facultad de Arquitectura de Bordeaux, lo cual terminó siendo una bendición. Cuando volvió a dar el examen en París al año siguiente, ingresó en el primer puesto. Y siendo aún estudiante de la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes, esa distinción le permitió ocupar la plaza de asistente del arquitecto Claude Parent y del investigador teórico cultural
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Paul Virilio. La arquitectura experimental de ambos personajes influyó profundamente en él. Para reforzar la presencia del pensamiento crítico, Jean Nouvel cuenta con un gurú de la arquitectura disponible a tiempo completo en sus talleres. Nouvel desdeñó abiertamente el método de enseñanza de Bellas Artes, que prioriza el diseño de hermosos detalles sobre la investigación y la crítica. Cuando se le pidió enviar el diseño de una biblioteca infantil para la presentación de su tesis, él entregó un análisis por escrito de los dibujos que niños de toda Francia hicieron cuando se les preguntó cómo debe ser una biblioteca. Su tesis fue rechazada. Cuando le exigieron llevar a cabo el estudio de unas torres, Nouvel rechazó la expectativa de que estudiaría rascacielos del estilo internacional, y en vez de eso investigó las torres portátiles de la Edad Media que se utilizaban para atacar castillos. Otra tesis rechazada. Las protestas estudiantiles y huelgas de 1968 truncaron su educación. Antes de graduarse en 1971 comenzó a trabajar, a petición de Parent, como gerente de proyectos, aunque, según sus propias palabras, él no sabía nada y el gerente de la construcción era consciente de eso. Pero aprendió rápido y sus ambiciones crecieron al ritmo de su aprendizaje, quizá demasiado rápido para sus mentores. Cuando le comentó a Parent que se encontraba diseñando la casa de su amigo en el sudeste de Francia, el experimentado arquitecto lo animó a independizarse y le prometió unas cuantas referencias. En sus primeros edificios, Nouvel materializó ideas críticas. Un ejemplo notable es la Dick House. Cuando las normas locales le exigieron modificar su diseño original, edificó la casa en dos tonos de ladrillo: marrón para las partes que le permitieron terminar de acuerdo a sus planos y rojo para las modificaciones. La Dick House se hizo realidad, pero no fue así con muchos otros de sus proyectos. Aun así estos contribuyeron a su creciente reputación entre arquitectos. Su reconocimiento internacional llegó con el Instituto del Mundo Árabe, obra maestra que abrió sus puertas en 1987. Ubicado a orillas del Sena, entre el corazón medieval de París en la isla de Saint-Louis por el norte y el brutalmente moderno campus de la Universidad Jussieu por el sur, el instituto cuenta con dos fachadas distintas. Al norte Nouvel la alineó perfectamente con las torres de la Catedral de Notre Dame y, usando un material nuevo —vidrio fritado— engravó en cerámica blanca cocida una imagen computarizada del horizonte sobre el río.
Sin embargo, lo que capturó la imaginación popular fue la fachada sur, donde Nouvel diseñó una sofisticada interpretación del moucharabieh2: pantallas entramadas de patios moriscos y balcones. —La vocación del edificio era hablar de la cultura árabe —me confió—. Si se trata de un homenaje, entonces se deben usar los dos aspectos principales de la arquitectura árabe: la geometría y la luz. En los países árabes, todos los días son soleados. En cambio en París más de la mitad del año es nublado. Necesito vidrio y aislantes porque hace frío y llueve, e imagino una adaptación de la geometría para conseguir la luz adecuada. Ideó un sistema de diafragmas como aquellos que regulan la apertura del obturador de una cámara fotográfica. Controlados por una computadora de acuerdo a la temperatura y brillo de la luz externos, los diafragmas admitirían el treinta por ciento de la luz al abrirse de par de par, y sólo nueve por ciento al cerrarse «para así siempre tener la intensidad apropiada de luz en el interior y contar con adecuada protección solar». —Pero también fue por crear un sentimiento de preciosidad. Un moucharabieh de madera o mármol es un objeto muy precioso. Tienes que lograr ese mismo sentimiento. Si fallas en esto, terminas con algo tipo Disney. La disposición de los diafragmas de aluminio en patrones geométricos y cubrirlos de vidrio dio al edificio el aura de un reloj calibrado de lujo. Al final el sistema tuvo tanto éxito que se superó a sí mismo. Con el fin de recrear el interior del edificio el poderoso efecto emocional deseado por el arquitecto, las hendiduras del diafragma a motor necesitaban cambiarse muy raramente. Sin embargo, los turistas querían ver una demostración. Para gran disgusto de Nouvel, las autoridades ordenaron reprogramar los controles computarizados de modo que los diafragmas se abriesen y cerrasen cada hora. Nouvel ha venido solicitando la restauración de su sistema a cada nueva administración sin ningún resultado hasta la fecha. El edificio también se debilitó por el recorte de presupuesto, incluida la eliminación de una característica de sonido estupendo: una fuente en la que el agua correría de arriba abajo por un tanque de vidrio lleno de mercurio en remolinos arabescos en el agua, en alusión a la escena de Las mil y una Moucharabieh: elemento decorativo de origen árabe en forma de tablero calado en ventanas, biombos y paredes.
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—descubierta por el pensador del Instituto Árabe de aquella época— en la que el mercurio titila bajo la luz de la luna. A pesar de los contratiempos, el edificio es hasta hoy una obra muy respetada de los ochenta, que emplea recursos que se encontraban en boga en la época, aunque ocultando casi todos los artefactos tecnológicos. Nouvel me confía: —Desde los setenta vengo diciendo que lo interesante no son las vigas bonitas, sino cuando los ingenieros no pueden imaginarse cómo hiciste ese edificio. Lo único que muestras es el resultado. Al año siguiente de la apertura del Instituto Árabe, Nouvel incluyó a un socio, Emmanuel Cattani, quien contaba con contactos en la política y experiencia en la construcción de fábricas. La compañía creció hasta sobrepasar los cien empleados, y llegó a realizar proyectos de la envergadura del centro de conferencias en Tours, la transformación del Teatro de Ópera de Lyon y la Fundación Cartier. Su empresa más ambiciosa fue un rascacielos que Nouvel (adaptando el término del artista Brancusi) denominó tour sans fins, que significa ‘torre sin fin’. Concebida como una suerte de minarete al lado del menudo pero monumental Gran Arco de la Defensa, la torre sin fin ha tomado prestada algo de la mística del rascacielos de vidrio que en 1921 Friedrichstrasse nunca llegó a construir. Para oscurecer su base, Nouvel diseñó la torre sobre un cráter. Su fachada, que parece perderse en el cielo, cambiaba conforme se erigía, del granito color carbón a una piedra de mayor palidez, luego al aluminio hasta terminar en un cristal que se iba volviendo cada vez más refractivo, todo con el fin de reforzar la ilusión del desvanecimiento. Hubiese sido el rascacielos más estrecho del mundo, de casi medio kilómetro de alto sobre una base de cuarenta y dos metros de diámetro. Nouvel ha continuado con el uso de formas cilíndricas en enormes torres en proyectos posteriores: la Torre Agbar de Barcelona y el edificio de oficinas de Doha en Qatar. Estos tres rascacielos emplean un sistema de vigas de apoyo periféricas para maximizar el espacio del piso. Nouvel llegó a la misma conclusión por un camino diferente. La Torre Agbar se basa en la curva catenaria empleada por el arquitecto más famoso de Barcelona, Antonio Gaudí. Fue el propio Gaudí quien, echando mano de la parábola que formaba una cadena colgante, hizo referencia a las extraordinarias formas de los pináculos de roca de la vecina Montserrat, tallada por el viento durante miles de años. Un contextualismo de tal profundidad cautiva a Nouvel. Agbar, una estructura de concreto, alude más aún a Gaudí en sus paneles de vidrio rojo y azul en su cara exterior, noches
que evoca las coloridas baldosas agrietadas de la decoración modernista. En contraste con la torre de Barcelona, Doha emplea una intrincada malla para filtrar la luz solar que, al igual que el Instituto del Mundo Árabe, se inspira en el moucharabieh. El mayor reto de Barcelona fue regular el viento; en Doha fue desviar la luz del sol. Sin embargo, al final, ambos son símbolos fálicos (en el caso de Doha, inspirados por un domo, no una curva catenaria) con ostentosas fundas que representan lo que Gehry denomina «estética francesa». Y añade: —Nouvel no es el único que pone la onda disco con los colores, luces y espejos. La tour sans fins tuvo mayores limitaciones. Por desgracia nunca llegó a edificarse. La crisis inmobiliaria de principios de los noventa sepultó el proyecto. Además, con su extinción, la compañía de Nouvel, que se había ampliado para completar la torre, cayó en bancarrota. Su socio Pellissié me comenta: —Había mucha gente pero pocos ingresos. En esa época teníamos ciento cincuenta personas para una facturación de cinco millones de euros. Ahora somos ciento setenta y cinco con una facturación de treinta millones. Jean Nouvel sobre el fracaso de su compañía: —Fueron épocas muy difíciles para mí. Estuve en una posición de mucha inseguridad. Tenía un socio con quien trabajaba que nunca me informaba de los problemas que teníamos, y en tres meses nos fuimos abajo. Después de la reconstitución de la compañía en 1994, Nouvel permaneció como empleado por una década, mientras pagaba sus propias deudas y sus impuestos. Ahora es dueño de la mitad de la compañía. Nouvel puede ser inmutable sobre las finanzas. —Nunca conocí a nadie a quien le importe menos el dinero —comenta su amigo Gilbert Brownstone, quien ayudó a sacar de apuros a Nouvel durante la quiebra. —Le encantan la comida italiana y el vino de primera. Siempre que tenga esas dos cosas, nada lo puede perturbar. A pesar de esto, Brownstone ha decidido ponerle un contador personal. Pelissié me refirió al respecto: —Creo que ahora Jean tiene que ganar dinero para su vida y su familia. Nouvel se casó dos veces, y tuvo una larga relación con la madre de sus dos hijos: el mayor, veintiocho años, es matemático y experto en computación, y el segundo, veintiséis años, es escenógrafo y desarrollador de videojuegos. Con su segunda
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Cuando Jean Nouvel era estudiante en la Escuela de Bellas Artes, se le pidió enviar el diseño de una biblioteca infantil para su tesis, él entregó un análisis por escrito de los dibujos que niños de toda Francia hicieron al preguntarles cómo debe ser una biblioteca. La tesis fue rechazada esposa tuvo una hija, quien ahora tiene trece años y sufrió daño cerebral durante el parto. Aunque finalmente aprendió a hablar y caminar, necesitará asistencia de por vida. —El cerebro es complejo, y ella nunca podrá llegar a ser completamente normal —comenta Nouvel—. No es capaz de fijar la atención. Le gusta jugar con la computadora pero no puede escribir. Toma fotos muy interesantes, así que espero que pueda convertirse en una gran fotógrafa. Aunque fue un apasionado de la vida nocturna en su juventud —conoció a Brownstone cuando ambos frecuentaban en París el mismo bar en un segundo piso: Les Bains Douches—, Nouvel ha dejado de trasnochar. Durante dos años ha estado viviendo con Mia Hagg, una bella arquitecta sueca de treinta y siete años que solía trabajar para él, luego trabajó para Herzog & De Meuron durante cinco años, y hoy es dueña de su propio estudio. —Ella lo ha hecho más feliz de lo que ha sido en muchísimos años —me comentó Brownstone. El día que dirigió un tour para la delegación griega (quienes el mes siguiente le informaron que se habían decidido por Renzo Piano), Nouvel organizó un almuerzo de negocios en un elegante bistró con cuatro colegas para discutir sus ideas preliminares a la licitación de un gran proyecto de hotel en Las Vegas. La compañía de Nouvel era una de las cuatro invitadas a presentar un diseño conceptual para fines de febrero. Se trataba de un proyecto conjunto de MGM Mirage con Sol Kerzner, magnate hotelero sudafricano. Era una empresa enorme, con unos dos millones de metros cuadrados para construir. Aparte de los requisitos funcionales (estacionamientos, casino y habitaciones), Kerzner fue específico al señalar que quería un acuario gigante, la marca distintiva de sus resorts.
Una vez que el mozo hubo tomado las órdenes de los almuerzos con entrada y postre con vino blanco y tinto, los más jóvenes aguardaban para oír qué ideas había traído el jefe. —No me interesan los vecinos —comienza diciendo Nouvel—. Existe la arquitectura contextual, pero en Las Vegas... Su voz se fue apagando. Tal como saben bien sus colegas menores, Las Vegas es un consumado zafarrancho posmoderno: la apoteosis de lo que el fallecido amigo de Nouvel, el teórico posestructuralista Jean Baudrillard, conocía como ‘la réplica’. Yendo por la calle central de Las Vegas, uno puede apreciar réplicas de Nueva York, París, Venecia, así como del antiguo Egipto y Roma. Si existe acaso un contexto propio de Las Vegas es el de una espectacular falta de autenticidad. Tras desarrollar sus ideas para la competencia de Las Vegas mientras viajaba por fiestas de fin de año, Nouvel se reuniría por primera vez con el equipo del proyecto. Él prefiere soñar con sus proyectos lejos de la oficina: ya sea en su cama por las mañanas, o, mejor aún, en el sur de Francia durante el verano, donde visita St. Paul de Vence, un pueblito cerca de Nice. Allí va a nadar, a gestar sus ideas en paz y a reunirse cada cierto tiempo con clientes u otros colegas que llegan al lugar. —Jean trabaja durísimo, pero tiene una manera de organizar a las personas en su vida —afirma su amigo Patrick Seguin, quien posee una importante galería de muebles de mediados del siglo XX en París—. Tal vez la mitad de su negocio gire en torno a una mesa. Si trabaja catorce horas al día, siete horas son sobre la mesa. Mientras almorzaban en París, el equipo de arquitectos se repartió fotos de referencia: fauna y flora de acuario; el Monument Valley y el cañón de Chelly en Arizona; y una variedad de coloridos minerales extraídos del desierto de Mojave. Había también allí un mapa geológico de Nevada.
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—Me mantendré firme en el concepto de que Las Vegas tiene que expresar Las Vegas y no Brasil, Egipto o París — comenta Nouvel. En lugar de copiar de forma arbitraria alguna otra meca del turismo, quiso que su réplica fuese la ciudad misma de Las Vegas, o al menos Las Vegas antes que se convirtiese en ‘Vegas’. El paisaje árido fue de su agrado. Asimismo lo intriga la inclusión sistemática de un acuario. —Tal como lo veo, existe algo paradójico en el concepto de un acuario en el desierto —expresó a su equipo. Podría ser poético. Quiero jugar con esa idea. Enfatizó en que el complejo hotelero debía existir en un universo de objetos fascinantes, pero marcar una diferencia, una poderosa diferencia. Nouvel vislumbró una muralla de torres y edificios de moderada envergadura extendidos a lo largo de seiscientos cuarenta metros a manera de cañón. —Quieres decir que se parezca al Monument Valley —dijo Emmanuel Blamont, director del proyecto. —No lo sé —afirmó Nouvel—. Quiero ver muchas fotografías de áreas geográficas. Según mi parecer, este proyecto es un paisaje. No una pila de rocas falsas, ni un estudio de Hollywood para una película de vaqueros. Tenemos que poner un gran jardín. A manera de un ‘jardín inglés’ del siglo XVIII, cultivaría la ilusión de un escenario salvaje, salvo que en este caso el
modelo sería el desierto estadounidense, no un pequeño valle británico. Nouvel prosigue: —Lo que me gusta, y es algo que existe también en el valle de Colorado, son las formaciones eólicas forjadas por la erosión del viento, y podemos levantar un muro con ese perfil eólico. La entrada que Nouvel tiene en mente para el complejo es una que descendería gradualmente entre las toscas ‘paredes del cañón’ color rojo tierra (hechas de piedras reales en la base). La vista terminaría, exagerando la perspectiva, en «algo muy fuerte, tal vez sólo en una grieta, como un cañón». Y el acuario de vidrio acrílico mediría unos cuatrocientos metros, descendiendo para dar la sensación de un «abismo donde habitan peces con luz propia», mientras que más arriba habría delfines con la luz del sol brillando a través del agua. —Claro que de inmediato uno se dará cuenta de lo artificial —comenta Nouvel—. Es como un jardín en una ciudad de antaño. Ves el agua que corre al medio, y aunque sabes que es artificial, no deja de causarte una gran emoción. Desde que la compañía volvió a funcionar en 1994, el negocio ha escalado sin cesar. En 2001 ganó la licitación de lo que se convertiría en el primer gran proyecto de Nouvel en Estados Unidos: el Teatro Guthrie de Minneápolis. Situado en el distrito de los molinos y almacenes que es corazón del centro histórico de la ciudad, el edificio en toda su escala parece emular los almacenes de granos del área.
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Una vez más, Nouvel buscaba la forma de conectarse con la cultura del lugar. —Cuando vas a Sao Paulo o a Tokio, siempre ves la misma tipología —me dijo—. Yo estoy en contra de la arquitectura en serie. Incluso antes del Guthrie, Nouvel había sido invitado a Estados Unidos para un trabajo menor: diseñar el proyecto SoHo en Mercer Street 40, un área políticamente sensible. El arquitecto contribuyó a ganarse la aprobación de los dirigentes de la junta comunal, la comisión para la preservación de monumentos históricos y la comisión para el planeamiento urbano. —Suelo llegar en medio de situaciones muy delicadas — me confiesa Nouvel—. Si no me buscan significa que no hay problemas. Una de las inmobiliarias responsables del 40 Mercer era Hines, la cual espera un éxito similar con su torre junto al MoMa. Para escoger al arquitecto, Hines invitó a cinco estudios para presentar dos proyectos. —Un proyecto de lo que desean hacer y un proyecto racional —como describe Nouvel. Cuenta que elaboró un rápido plano en borrador para la alternativa ‘racional’ y se concentró en la osada. —Hubiese sido irracional sin el apoyo de MoMa, pero es perfectamente racional aquí —me aclaró Nouvel. Aunque según David Penick, vicepresidente de Hines, lo notable del osado proyecto de Nouvel fue, efectivamente, la alternativa racional: cumplía con la selecta restricción zonal del terreno de Midtown. El área planteó sus desafíos. El espacio era demasiado pequeño; y, debido al precio del terreno —el MoMa vendió a Hines la sección más cotizada de su propiedad por ciento veinticinco millones de dólares—, el edificio debía ser muy alto. Esto le sugirió a Nouvel un estrecho rascacielos que evocaría aquella Nueva York clásica de la década del treinta, sin caer en la cursilería del historicismo. En vez de inspirarse en monumentos como el edificio Chrysler o el Empire State, Nouvel examinó los dibujos arquitectónicos de Hugh Ferriss, cuya taciturna visión de los rascacielos neoyorquinos de la época (algunos reales, pero la mayoría inventados) conjuraba una icónica Manhattan que hasta hoy hace volar la imaginación (sobre todo la de los artistas del cómic). A diferencia de los altos edificios
rectangulares que proliferaron cerca del museo en la década del sesenta, las torres que Ferriss ideó treinta años atrás giran en espirales. Tenía sentido consultar con Ferris porque el artista se hallaba respondiendo a los obstáculos que trajo consigo la ley zonal de Nueva York en 1916, la cual es la misma que dicta los giros y las curvas del rascacielos de Nouvel hasta hoy. —Me fascinó con sus dibujos de la ‘ciudad aguja’ —evoca Nouvel—. Se me ocurrió que una aguja tendría sentido en un vecindario de edificios rectangulares. Nouvel afirma verse a sí mismo como un arquitecto contextual. —‘Contextualidad’ significa otorgar valor adicional a lo que te rodea —comenta—. Yo busqué el ritmo. Cuando coloqué el edificio para que fuese como los demás, resultó estúpido. Si te elevas y los demás son bajos, a eso llamo el ritmo de la ciudad. Los arquitectos son los más prácticos de todos los artistas. Nouvel ideó un esquema que cumplía con sus ambiciones estéticas, satisfizo la necesidad de la inmobiliaria de edificar un edificio alto (dos veces más alto que la Torre del Museo) y brindó una base lógica que bien podría persuadir a las autoridades del planeamiento urbano y lugares históricos a conceder aquellas licencias siempre tan controversiales. La torre Hines acomodará habitaciones de hotel, departamentos de condominio y espacio extra para exhibiciones de museo. La comisión no incluye el diseño de las galerías; MoMa, que mantiene la propiedad sobre estas, determinará la distribución cuando estén terminados los planos del edificio. Para el arquitecto, a quien le gusta autodenominarse un ilusionista, el truco consiste en hacer que todo desaparezca menos las pesadas estructuras metálicas que unen el edificio por fuera. Desde el interior del departamento, uno puede sentirse dentro de una construcción en marcha, con tan solo columnas de acero que nos separan de la palpitante y glamorosa ciudad. Se necesita lo último en ingeniería para lograrlo, pero el concepto que yace al final de la investigación es muy sencillo: una alabanza al poder y al impulso hacia los cielos de la ciudad de Nueva York. —Me gusta jugar con la historia de la ciudad —dice Nouvel. Tras estudiar el texto minuciosamente, se encuentra listo a escribir su propio capítulo
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© The New York Times Magazine. Abril 2008.
Un texto de Juan Francisco Ugarte Fotografías de Sorrentino y Salinero
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l viernes treinta de noviembre de 2012, a la una de la madrugada, Franco Kisic atendía a los últimos clientes de Tickets Bar, el restaurante de Albert Adrià en Barcelona, cuando recibió la llamada telefónica que cambiaría su vida. Un teléfono que suena en medio de la noche nos presagia una desgracia. Desde el otro lado del Atlántico, el chef peruano Diego Muñoz le dijo que algo grave había ocurrido con su hermano, y que debía volver al Perú de inmediato. Iván Kisic, uno de los mejores chefs del país, había muerto en un accidente de auto. Tenía treinta y cinco años. Una esposa. Dos hijos. Iván Kisic era su mellizo, y ahora Franco volvería a su país para enterrarlo. Un año y medio después, Franco Kisic está sentado en una de las mesas del restaurante IK, el proyecto gastronómico que su hermano no alcanzó terminar, y me habla de él con la fuerza de un sobreviviente: «No quiero transmitir tristeza por la muerte de Iván, sino celebrar su vida». Durante los últimos años, Iván Kisic sólo pensaba en su restaurante: dónde lo construiría, qué diseño tendría, los platos que serviría. El chef quería poner un restaurante sencillo, sin ese glamour que estropea el apetito, y que resaltase lo que algunos chefs han olvidado: la comida. El concepto parecía una receta filosófica y se resumía en la volátil expresión «ver todo desde adentro». Con los meses, Iván Kisic supo desde cómo iba a lucir el restaurante hasta el ingrediente más anodino de sus platos. Cada detalle que sobrevolaba su cabeza lo apuntaba en un cuaderno. Hacia mediados de 2012, Kisic ya había encontrado el local que buscaba, a media cuadra de la avenida Pardo, en Miraflores, y empezó a convertir el papel en cemento. Todo estaba en marcha: la construcción que socavaba el antiguo establecimiento para levantar uno nuevo, la inmensa cocina de aluminio traída exclusivamente desde Europa, los platos que el chef cocinaba en sus apuntes. En Lima, ya se hablaba de un novedoso restaurante a punto de abrir. Iván Kisic no podía estar en un mejor momento. Entonces ocurrió el accidente. Si hoy un cocinero es un intelectual del gusto, Iván Kisic fue un estudioso de los sentidos. Veía en los detalles el modo más certero de producir sensaciones en la gente. Su hermano Franco suele hablar de él como un genio. Desde niño inventaba platos en la cocina de su casa. Quizá el más memorable: unos —38—
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ÂŤLo que yo hago es producir momentos especiales en las personasÂť, repite Franco Kisic miles de veces, como prueba de su marca registrada: saber atender a un cliente
«No he dejado de ser científica —dice la bióloga Mónica Kisic en su cocina—, la única diferencia es que ahora aplico la ciencia en la comida»
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IVÁN KISIC NO QUERÍA UN RESTAURANTE FASTUOSO, SINO CREAR A UN GIGANTE INTROVERTIDO: QUE LA DESNUDA BELLEZA DEL LUGAR ATRAIGA A LAS PERSONAS SIN TENER QUE BUSCARLAS Franco Kisic se volvió en un detective de su hermano: tuvo que clasificar e investigar toda la información que Iván había dejado en los cuadernos. Interpretar sus apuntes. Meterse de algún modo en el cerebro del genio. El concepto orgánico ya estaba definido. El trabajo de Kisic fue hacerlo realidad. Esta vez, no tuvo que pensar en ningún nombre para el restaurante. Ya había uno: Iván Kisic. IK.
champiñones saltados. Después de tantos años, abrir el restaurante propio significaba una consagración personal. Cuando murió, nadie en la familia titubeó continuar con el proyecto. «El domingo lo enterramos, y el lunes ya estábamos trabajando en el restaurante», dice Franco Kisic, quien después de vivir diez años en España decidió volver al Perú. Aunque él diga que no hubo nada que decidir: «mi hermano lo hizo por mí». Fue una cosa del instinto. No dudó en abandonar su trabajo como encargado de sala en Tickets Bar, junto a Albert Adrià, uno de los mejores cocineros del mundo. Tampoco dudó en renunciar al otro gran proyecto que empezaba con Albert y Ferrán Adrià, un restaurante nikkéi en Barcelona, del que iba a ser socio, y que estaba a punto de inaugurar bajo el nombre que el mismo Franco Kisic le puso: Pakta. En febrero de 2013, dos meses después del accidente, Kisic trajo a Lima por diez días a Sebastián Mazzola, el chef creativo de Albert Adrià, para armar la carta del nuevo restaurante. En esas semanas,
Con la carta lista, el restaurante se inauguró en julio de 2013. Pero aún faltaba alguien más: Mónica Kisic, la adorada prima de Iván. Desde chica fue muy cercana a sus primos. Al crecer, los tres solían reunirse en algún lugar de Europa, a veces en la casa de Franco, a veces en la casa de ella, para beber o cocinar juntos mientras se relataban sus vidas. Aunque siempre le gustó cocinar, la actual chef de IK nunca pensó en ser chef. Durante la última década, se dedicó a estudiar biología en España. Su vocación respondía a una simple curiosidad: quería saber por qué a veces las personas tienen hipo, esa fastidiosa contracción al respirar muy célebre entre los ebrios. Desde entonces, hizo de su curiosidad una profesión muy seria: se volvió investigadora de enfermedades como el VIH. Sin embargo, por mucho tiempo, Mónica Kisic parecía tener vidas paralelas: en el día era una rigurosa científica, y por la noche, al llegar a casa, se convertía en una exigente cocinera de sí misma. Sin darse cuenta, inventaba platos a
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diario con precisión científica. Un día decidió hacer un máster en gastronomía en la Basque Culinary Center, en San Sebastián, para el cual Franco Kisic le pidió el mayor favor a su amigo Albert Adrià: escribirle a su prima una carta de recomendación. Iván Kisic, por su parte, hizo lo mismo. Él se alegró al enterarse de que ella dejaría la ciencia por la cocina. Semanas después que empezara el máster, Kisic murió en el accidente. En menos de dos meses, la vida de Mónica Kisic cambió por completo: falleció su primo, abandonó su profesión para convertirse en chef, y conoció al hombre con el que poco después se casaría, el estadounidense Eric Maltz. En los meses que siguieron, nadie la presionó a regresar al Perú para encargarse de la cocina de IK, pero todos sabían que tarde o temprano ella volvería. Al terminar la maestría, entró como practicante en el restaurante Blue Hill Farm en Nueva York. Luego de seis meses, cuando su familia la invitó de manera oficial, vino a Lima para ser la chef principal de IK. Sin pensarlo, pasó de ser practicante en un restaurante de Nueva York a jefa de cocina en Lima. Según Franco Kisic, el círculo en la historia de IK se cierra con ella.
Cuando Iván Kisic planeó el diseño del restaurante, llamó al arquitecto Fernando Puente Arnao, del estudio 51-1, para que lo ayudara a sacar la escenografía que tenía en su cabe-
za. Ambos se conocían desde niños. Trabajar juntos fue un modo de extender esa charla de amigos. Puente Arnao supo traducir la compleja mentalidad de Kisic en la sencillez de tres elementos: cemento, madera y plantas. El cocinero no quería un restaurante fastuoso que opacara la comida, sino crear más bien a un gigante introvertido: que la desnuda belleza del lugar atraiga a las personas sin tener que buscarlas. Hoy lo primero que uno ve cuando entra a IK es una caja de frutas gigantesca: el salón principal, donde se imponen once mesas circulares, está rodeado por grandes maderas que imitan la forma de esa canasta en la que guardamos las frutas. Uno devora su plato dentro de esta caja, como si fuera un hombre diminuto en medio del inmenso bosque. Entre las maderas hay una gran variedad de plantas —se pueden ver dresanias, bambú y las que se conocen como orejas de elefante— que refuerzan el concepto orgánico del restaurante. También se usó varios tipos de madera: Pino Oregón y Chonta recicladas, Cachimbo para las mesas, Pumaquiro y chihuahuaco en suelo y paredes. El techo mide casi tres metros, y desde allí cae una luz que proyecta sobre cada mesa figuras típicas del Perú: un pescado precolombino, ajíes de distintos tamaños, un hombre que pesca. Da igual si es de día o de noche, la iluminación es siempre tenue como en un sueño. Más allá de lo que se pruebe, una vez que el plato está en la mesa, la sombra de las figuras desaparece para iluminar directamente la comida. Iván
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Kisic pensó cada detalle siguiendo una lógica: las mesas, por ejemplo, se hicieron redondas para evitar las jerarquías. Que todos sean iguales a la hora de comer. Una vez en el asiento, hay una pequeña piedra negra por cada persona sobre la que se apoya una pinza de metal. Aunque uno puede prescindir de ellas, apresar con pinzas un trozo de pescado e introducirlo en la boca forma parte de la experiencia de comer en IK. En el fondo, se escucha una música que reproduce el sonido de un bosque —el cantar de los pájaros, el murmullo de un río, el rumor de las hojas al moverse—. La compuso Eric Maltz, el esposo de Mónica Kisic, y es un modo de hacerte sentir en medio del campo. Un soundtrack de la naturaleza para comer en paz. Antes de abrir la puerta a los clientes, Franco Kisic se vuelve un policía de pequeños inconvenientes: comprueba si todas las toallas están puestas en el baño, alinea una por una las sillas del salón principal y las del privado, verifica que cada piedra de las mesas esté en su lugar. Kisic se mueve por todo el local como un elegante correcaminos. Y cuando IK abre, se tatúa una sonrisa en el rostro. Pero a diferencia de la triste y mecánica mueca de una cajera de
comida rápida, la de Kisic nunca parece falsa. Kisic debe arquear los labios a diario a más de cincuenta personas en menos de dos horas, y cada vez que lo hace parece como si fuera por un motivo especial: un cliente especial, un almuerzo especial, una broma especial. «Lo que yo hago es producir momentos especiales en las personas», dice Franco Kisic como si acabara de pensarlo, pero en realidad lo ha dicho miles de veces, como prueba de su marca registrada: saber atender a un cliente. Otro talento de Kisic: decir las mismas cosas todo el tiempo con el tono de quien lo dice por primera vez. Pero este experto en sonreír no podría alegrar a sus clientes sin el encanto de los platos de Mónica Kisic. Él en el salón principal y ella en la cocina, componen una telepatía perfecta. La cocinera sabe que puede dejar todo en manos de Franco, mientras ella combina ingredientes como lo haría en un laboratorio. «No he dejado de ser científica —dice la bióloga en su cocina—, la única diferencia es que ahora aplico la ciencia en la comida». Estando en IK, ella también siente que el círculo se ha cerrado en esta historia. Iván, Franco, Mónica. Una historia de familia que empieza y acaba con los tres juntos
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SI EL FILO DEL CUCHILLO
SIMBOLIZA LA MUERTE Y EL VIENTRE DE LA CUCHARA LA VIDA ¿QUÉ SUPONEN LOS DIENTES DEL TENEDOR? Un texto de José Alejandro Castaño
ELOGIO
Lee Gardner, un británico de cuarenta años, le encontraron un tenedor en el estómago. Fue en agosto de 2012, en Sheffield, un famoso distrito siderúrgico de Londres donde, justo un siglo antes, en una de sus fábricas de hierro, descubrieron la fórmula para producir acero inoxidable. Pero el cubierto de Gardner, que tuvo incrustado al menos diez años, resultó de plástico. Él mismo lo sostuvo para una foto que salió en periódicos de todo el mundo. Se ve al hombre demacrado tras la operación en la que le abrieron el vientre y que se tardó lo mismo que una extracción de muela. Tuvo suerte. Que sobreviviera a un tenedor de once centímetros alojado en el estómago, y por tanto tiempo, marcó un nuevo récord en las urgencias médicas bizarras. Ahora mismo se lee como un dato inútil, viendo la fotografía de Gardner sosteniendo ese utensilio con la apariencia de una baratija de naufragio: de entre todos, el tenedor fue el último cubierto sobre la mesa, siglos después del cuchillo y la cuchara, o incluso de la servilleta, que ya usaban los comensales en la edad media, esa época al parecer tan desprovista de modales y de higienes. Si el filo del cuchillo simboliza la muerte y el vientre de la cuchara la vida, ¿qué suponen los dientes del tenedor? Pedro Damián, un cardenal benedictino del siglo XI elevado a la ambigua categoría de santo, veía en ellos la sonrisa del mal. Él fue el primero en proscribir su uso porque permitía escoger la comida del plato sin ensuciarse los dedos, como haría el mismísimo Diablo, sofisticado y vanidoso. «Dios partió el pan con las manos», recordaba Damián en la Europa más cristiana, y al Lucifer con cachos y cola le dieron lo único que quizás le faltaba: un tenedor de su tamaño. Seis siglos más tarde, en la Francia del siglo XVI, el ilustrado Michel de Montaigne, inventor del ensayo como género literario, reconoció que no comía con tenedor porque su uso se entendía maléfico. Pero ni siquiera el artefacto con el que el Diablo terminó arreando sus almas al infierno se libró de los prejuicios más frívolos. Fue un rey francés el primero en ordenarlo sobre la mesa
de su corte, Carlo V, que lo descubrió en un viaje a Venecia. Sin embargo, como al rey lo acusaban de afeminado, a sus súbditos les pareció que el nuevo cubierto era más bien un descubierto y se negaron a ponerlo en sus bocas. Antanas Mockus, un pensador colombiano —es decir un sujeto muy raro—, intentó tomar el asunto de la maldad por los cuernos. Cuando fue alcalde de Bogotá propuso fundir cientos de pistolas, revólveres y ametralladoras de las bandas criminales y fabricar cucharas con todo ese metal inútil, después las repartió en los comedores de las guarderías y escuelas públicas de la ciudad. «Es la única forma en que las armas alimentarán a los niños», sentenció bajo la mirada incrédula de militares y policías, ellos siempre con las cabezas blindadas. Y no se hicieron más que cucharas. Solo cucharas, como si en efecto la bondad fuera una sopa imposible de tomar con tenedor. Un comercial de la famosa fábrica de muebles Ikea es sobre una rubia apuñalada accidentalmente por la espalda. Su novio, que la besa apasionado, de pronto descubre que la condenó al recostarla sobre un tenedor oculto en el sillón de otra marca. Pero el recurso publicitario más original de Ikea es una receta dWe cocina que no se come con cuchara. Se llama köttbullar y son albóndigas de carne acompañadas con papas hervidas y salsa dulce de arándanos rojos. El plato se ofrece en las tiendas Ikea alrededor del mundo como premio adicional por preferir los muebles de su fábrica. De manera que un lema publicitario podría ser este: si vas convencer a un cliente no uses una cuchara, ensártalo. Eso mismo parecen predicar los directores de la agencia creativa Noble & Associates, de Springfield, Estados Unidos, que compraron un tenedor de once metros entre las sobras de un restaurante italiano en bancarrota y luego lo clavaron en la acera de su sede, un edificio de tres pisos afuera del cual la gente posa para tomarse fotos. Quién podría imaginar que un cubierto de utilería también fuera un dispositivo de lo que damos por cierto. Antes de las escenas de mesa, los actores de Televisa —esa fábrica mexicana de telenovelas— reciben lecciones de
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etiqueta. Una norma básica de los melodramas, en los que casi todo se permite, prohíbe que los protagonistas disipen su carácter sosteniendo una cuchara. Una escena hilarante ocurre en el cine, en la película Piratas del Caribe: a falta de otro pertrecho, los piratas rellenan un cañón con los cubiertos del barco, entonces se ven volar los tenedores como salivazos del Diablo. Pero el tenedor también puede ser símbolo de lo que más amas, no solo una metáfora del linchamiento. María José Tenedor es una nutricionista de Lanzarote, una de las islas del archipiélago de Las Canarias, a tres horas en avión desde Madrid. Me vine tan lejos
Mi abuela tenía una frase que servía con el almuerzo: en la casa del rico se come tan rico que falta tenedor, en la del pobre tan pobre que alcanza con cuchara. Vivíamos en uno de los barrios más violento de Medellín, entonces la ciudad más violenta del mundo, con veinte asesinatos en promedio cada día. A veces terminamos debajo de la mesa, con la cuchara en la mano, esperando a que se silenciara alguna balacera. Un refrán de cocineros dice que cada quien pone los cubiertos sobre el plato según le fue en la comida. Yo, que intento no olvidar las lecciones de mi niñez, uso un tenedor de madera para rascarme la espalda. Lo llevo a donde voy y es el mismo desde hace años
UN CARDENAL BENEDICTINO DEL SIGLO XI VEÍA EN EL TENEDOR LA SONRISA DEL MAL. ÉL FUE EL PRIMERO EN PROSCRIBIR SU USO PORQUE PERMITÍA ESCOGER LA COMIDA DEL PLATO SIN ENSUCIARSE LOS DEDOS, COMO HARÍA EL MISMÍSIMO DIABLO, SOFISTICADO Y VANIDOSO
para encontrarme a mí misma, dice ella, y a continuación relata el destino que su nombre terminó por señalarle. «En el colegio cruzaba los dedos mientras pasaban lista para que no me nombraran, me sentía avergonzaba». Tenedor era su segundo apellido y ella lo convirtió en el primero cuando se matriculó en la escuela de nutrición. «Lo que te hace sufrir también puede ser una oportunidad», dice la fundadora del método de vida FASS, así en mayúsculas según los ingredientes de su receta: Fácil, Alegre, Sabroso y Saludable. Aquello sin embargo suena como un postre para diabéticos. Lanzarote es una isla cuyo desempleo y pesimismo, lo mismo que en casi toda España, sigue siendo el plato más servido. «Cada quien escoge qué se come de la vida», insiste la nutricionista.
y muchos viajes. Lo hicieron en su tiempo libre los presos de una cárcel colombiana de máxima seguridad. Tiempo libre. Así llaman ellos a esas horas de trabajo con las que pueden reducir sus condenas. ¿Que alivie mi picazón con el artefacto que cortó y barnizó un asesino significa algo? Lee Gardner nunca supo explicar cómo se tragó el tenedor de plástico. Dijo que había sido un accidente del que terminó por olvidarse y que sólo lo llevó al hospital de urgencia, diez años después, cuando comenzó a sangrar sin ninguna explicación. La rareza de su caso permite cualquier conjetura. Yo imagino esta, una feliz de todas formas: que aquello ocurrió en una cita amorosa, al final de un truco de magia cuya gratificación compensó hasta tal punto la temeridad del gesto, que el ilusionista ilusionado terminó por creer que los dolores en el estómago eran mariposas
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DESPUÉS DE CENAR EN ESTOS LUGARES NO SÓLO HABLARÁS DE COMIDA
[Cinco restaurantes con diseños irresistibles]
© Sun Xiangyu
CUATROCIENTOS PLATOS SOBRE TU CABEZA TAIWAN NOODLE HOUSE [Ningbo, China] [Ningbo, China]
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© Sun Xiangyu
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nclinado sobre el plato, uno nunca mira el techo mientras come. A veces espacio olvidado por diseñadores, otras simple colgadero de focos, pero siempre ese alejado rincón que casi nadie arregla, el techo de un restaurante es la parte del diseño condenada al olvido. Nadie recuerda cómo luce el techo de los restaurantes. En Taiwan Noodle House, un elegante y sobrio restaurante de comida taiwanesa, quieren obligarte a mirarlo con ojos de hambriento. Cuatrocientos platos de porcelana con diseños en azul y blanco cuelgan del techo. Entre hondos y llanos, estos platos puestos al revés provocan una extraña sensación de espejo: lo que está abajo se repite en el techo, como si este fuera una mesa invertida. Si los restaurantes de ahora buscan crear placer en su versión más benévola y empalagosa,
el Taiwan Noodle House busca algo menos dulce: tu nostalgia. Tiempo atrás, estos cuencos de porcelana eran típicos en las casas chinas, el adorado recipiente donde se comían los fideos. Hoy al sentarse a comer en este restaurante, los chinos vuelven a ser niños. Para reforzar el sentido de nostalgia el diseño se sirve de una campana de viento hecha de palillos, como en las cocinas antiguas, y de un comedor amplio, similar al de una casa de té chino donde los clientes están uno al frente del otro. El estilo moderno reside en las escaleras de mármol negro y las paredes con paneles de roble. También en el bambú Moso, o de invierno, que abriga el ambiente. Pero nadie puede dejar de mirar el techo. Si alguien escribiera una antología de los mejores techos para comer, el de Taiwan Noodle House sería uno de los más memorables
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© Sun Xiangyu
Diseño: Superficie: Fecha: Premio: Dirección:
Golucci International Design 300 m2 mayo 2012 Longlist 2013 4#1f, No.789 Li Zhong Road Ningbo 315177 Yinzhou China
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© Derek Hudson
LA MUJER QUE TODOS QUIEREN VER GERMAIN
[Ningbo, China] [París, Francia]
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© Derek Hudson
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icen que algunos vienen a comer a este lugar solo por ella. Que lo primero que hacen al verla es tocar sus piernas de poliuretano sin pudor. Que aunque estén solos, cenar a su lado les produce la extraña ilusión de estar acompañados. Y que a veces, solo a veces, se distraen del plato de comida por su culpa. Aquí un hombre podrá mirar las piernas de una mujer sin tener que disimular. Y con suerte ella mirará su cara mientras come; firme, impasible, perfecta. Amarilla. Su nombre es Sophie, la inmensa escultura que hace que muchos vengan como curiosos a cenar al restaurante Germain. Esta obra del artista Xavier Veilhan ocupa las dos plantas del restaurante: sus tacones, piernas y mitad de gabardina se imponen desde el primer piso, y
en el segundo, en un rincón del salón más exclusivo, se esconde su rostro. Germain parece haber sido construido alrededor de Sophie: el diseño de todo lo demás es sobrio y parco, con pocos colores en mesas y sillones, como para permitir que ella se luzca. El suelo de la cafetería, en el primer piso, es un mosaico de cuadros en blanco y negro, como un gran tablero de ajedrez. Las mesas son circulares y hay sillas negras y muebles de colores. La barra extiende el perfecto sentido geométrico del restaurante en imperfectos triángulos. En la planta de arriba está la sala de billar que contrasta en estilo con la cafetería: paredes celestes, alfombra marrón y beige, taburetes tapizados con flores y sillones coloridos de estética sesentera. Y en medio de ambos ambientes, enfática y luminosa, destaca Sophie. En Germain, mirar y comer es lo mismo
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© Derek Hudson
Diseño: Superficie: Fecha: Premio: Dirección: © Derek Hudson
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India Mahdavi 370 m2 junio 2009 Longlist 2010 25 Rue de Buci 75006 París Francia
© Hiroyuki Oki
UNA TAZA DE CAFÉ TRAS UNA CORTINA DE MADERA LAM CAFE
[Ningbo, China]Vietnam] [Nha Trang,
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© Hiroyuki Oki
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n esta cafetería no hay paredes ni ventanas: unas delgadas maderas como rejas son la única decoración. De lejos, Lam Café sería el lugar ideal para un aspirante a voyerista: uno puede husmear con libertad entre las rendijas de madera. De cerca, podría parecer más una sofisticada cárcel de troncos que un sitio para comer. Pero aquí, a diferencia de una celda, estar dentro es un modo de estar fuera: hay tanta luz que uno siente que el café se bebe al aire libre. El concepto del diseño se resume en el nombre de la cafetería, que significa ‘rejillas’. Pese a lo que se podría pensar, las columnas de madera no son un capricho estético, sino un modo de resolver la falta de dinero. En su sencillez reside su elegancia. A
lo largo del salón principal se instalan muros de palos que lo dividen en pequeños espacios. El diseño abierto se convierte de pronto en áreas sutilmente cerradas. El aire y la luz corretean por todas partes, excepto por el techo, que cubre casi la mitad del área de toda la cafetería: aparte de sus salones interiores, tiene espacios fuera de los barrotes de madera con sillas y mesas blancas. El techo tiene forma de hojas de coco —muy comunes en la ciudad de Nha Trang— y está compuesto por tres capas: la más baja hecha de las hojas de coco, la otra de azulejos y la última de redes de pesca. La idea es que en un futuro el techo se cubra de plantas hasta que toda la cafetería, mimetizándose con los árboles que la rodean, se pierda tras un bosque de arbustos
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Diseño: Superficie: Fecha: Premio: Dirección:
a21studio 33m2 diciembre 2011 Longlist 2012 105b Nguyen Thi Minh Khai Nha Trang Khanh Hoa Vietnam
© Hiroyuki Oki
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© Hiroyuki Oki
© Kalle Sanner
UN BÚNKER PARA BAILAR EN EL BOSQUE MIRAGE DANCE-HALL [Ningbo, China] [Falsterbo, Suecia]
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© Kalle Sanner
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n mayo de 2006 un incendio destruyó el histórico salón de baile de la ciudad de Falsterbo, al sur de Suecia. Durante más de setenta años, este fue el sitio preferido de propios y extraños. Hasta aquí llegaban los jóvenes de Europa para bailar mientras pasaban el verano en la ciudad. Pero tras el accidente, la única pista de baile eran los escombros. El municipio decidió entonces construir un nuevo salón, esta vez con dos restaurantes. El Mirage Dance-Hall recrea la misma fachada que el antiguo edificio pero, a diferencia de ése, refleja a través de espejos el bosque de pinos que lo rodea. Los espejos tienen un patrón inspirado en la fachada de madera y las ventanas del antiguo salón.
Las paredes están hechas de hormigón prefabricado, un material que resiste al fuego. Un ingeniero de sonido las diseñó para amortiguar el ruido. El método fue simple: tablas de madera blanca sobre fieltro de acústico negro. El resultado luce como un búnker elegante, una fortaleza negra construida para bailar. Además de los restaurantes y la pista de baile, en el nuevo Mirage Dance-Hall se levantó un escenario para conciertos y un segundo piso con terraza. El plan del edificio tiene el mismo espacio que el antiguo. Y se corta en diagonal por una habitación que enlaza a todas las áreas. El camino de entrada está hecho con madera de pino. El mismo pino del bosque que parece esconder a este búnker como si fuera su secreto más preciado
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© Kalle Sanner
Diseño: Superficie: Fecha: Premio: Dirección: © Kalle Sanner
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Kjellgren Kaminsky Architecture 1,600 m2 2009 Longlist 2010 Strandbadsvagen 30 239 21 Falsterbo Suecia
漏 Hirokazu Matsuoka
UNA CASA DENTRO DE OTRA CASA SHYO RYU KEN [Ningbo, [Osaka,China] Jap贸n]
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© Hirokazu Matsuoka
H
ay una verdad de los sentidos que el diseño de los restaurantes nos hace olvidar: comer es un acto de intimidad. Quizá por eso decimos que la comida sabe mejor en casa. Hoy ir a un restaurante significa enfrentarse con los modales de gente extraña. Soportar la bulla de otros al comer. Distraerse con otras risas. En Shyo Ryu Ken, un restaurante japonés de fideos ramen, uno cena con quienes realmente quiere: la comida se sirve en espacios privados que simulan la forma de una casa. De un lado, se puede ver la cocina del restaurante, y del otro la pequeña ventana en la pared que completa el cuadro doméstico. Cada techo es el comedor del cliente. Estas casas en miniatura toman su forma de triángulo del
tradicional barrio japonés Nagaya. A diferencia de muchos restaurantes en el país, este tiene una puerta de cristal y acero endurecido que se desliza para acercar la calle al interior. La idea es volverlo acogedor incluso antes de entrar. La sencillez del diseño es su mayor encanto: todo se hizo solo con madera contrachapada y enyesado. El motivo de este minimalismo es un tren que pasa muy cerca del edificio, por lo que las estrictas normas inmobiliarias de la zona, en la ciudad de Osaka, prohíben un exceso de construcción. La desnuda belleza de Shyo Ryu Ken ya es célebre: el concurso Restaurant & Bar Design 2013 lo premió como el mejor diseño de restaurantes en todo Asia. Desde entonces el entusiasmo por comer aquí ha crecido. En el fondo, es un modo de cenar en casa
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Diseño: Superficie: Fecha: Premio: Dirección:
STILE 123 m2 julio 2012 Category winner 2013 1-1-1 Higashinoda Miyakojima-ku Osaka 534-0024 Japón
© Hirokazu Matsuoka
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© Hirokazu Matsuoka
FETICHES
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FETICHE
EL CUCHILLO DE RENZO GARIBALDI Fotografía de Musuk Nolte
l cuchillo favorito del carnicero más famoso de Lima no tiene filo. Aunque Renzo Garibaldi casi siempre aparezca en fotografías sujetando un machete, un instrumento más acorde a su porte, el cuchillo que más le gusta es uno delgado, puntiagudo y «que no corta nada». Una hoja de acero que parece estar acabándose. Garibaldi lo compró por dieciocho dólares en una tienda de cuchillos antiguos en San Francisco. No sabe con precisión de qué año es pero un pin de cobre que une la hoja y el mango prueba que estuvo a punto de romperse por tanto uso. Le dijeron que era alemán y tal vez de los años sesenta. Garibaldi sintió el peso del utensilio y supo que le permitiría moverse con ligereza dentro de un animal. Su mango de madera, que evitaría que se le resbale de las manos, encajó perfectamente entre sus cinco dedos. El carnicero escoge sus cuchillos como un tenista elige su raqueta. Que el cuchillo favorito de Renzo Garibaldi parezca una aguja es el primer desengaño sobre el trabajo de un carnicero, a quien solemos imaginar con un machete en la mano golpeando y trozando el cuerpo muerto de un animal. Pero un carnicero se sabe de memoria la anatomía de una res y busca la mejor forma de recorrer entre sus músculos para despedazarlo. Por eso a Garibaldi le gusta tanto su cuchillo delgado: él le permite entrar y romper sin problemas las articulaciones del animal. Este cuchillo que parece más una aguja inmensa, es un deshuesador que rompe al animal para separar la carne del hueso. Después de este primer paso, Garibaldi cambia de cuchillo. Para «porcionar» —cortar la carne en trozos respetando la forma del músculo—, los carniceros utilizan un cuchillo
más ancho y sin punta. Renzo Garibaldi guarda sus seis cuchillos en un estuche negro. Él mismo los afila raspándolo contra una piedra. No quiere que nadie le cambie el ángulo a sus pedazos de acero. El mejor cuchillo no es el más filoso sino el más resistente. El acero más flexible se encuentra en los edificios y puentes, pero el más duro está en las tuercas, la punta de los taladros y los cuchillos. Hoy existen artesanos mezclando los elementos de la tabla periódica para fabricar la hoja de acero perfecta: hierro, carbono, manganeso, cobalto, níquel. Cualquier elemento necesario para evitar que un cuchillo se doble. Mientras un cocinero extiende su dedo índice sobre el cuchillo para controlarlo mejor, Renzo Garibaldi lo encierra entre sus cinco dedos para entrar con más fuerza en la carne del animal. El cocinero necesita picar una cebolla; el carnicero deshuesar una res. Renzo Garibaldi dice que nunca tuvo miedo a cortarse con un cuchillo. Se demoró seis meses en aprender a utilizarlos. Cuando trabajaba en un restaurante de Nueva York, Garibaldi se cortó la muñeca mientras trozaba una res. El cuchillo atravesó su reloj. Un buen cuchillo es el que podría cortar la puerta de un carro así como una hoja de papel. El cuchillo favorito de Renzo Garibaldi que parece una aguja no corta pero sí atraviesa cualquier carne, y esa ligera diferencia le facilita el resto del trabajo a un carnicero. De los sesenta cuchillos que tiene en su carnicería, Garibaldi prefiere uno que parece estar a punto de desaparecer. Antes de que eso suceda, es probable que termine enmarcado en la pared de su restaurante OSSO, donde hoy se exhiben otros cuchillos de su colección personal
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PUBLI
MIRA AL SUELO AL CAMINAR Caminar descalzo por nuestra casa sobre un piso de madera maciza
sola plancha, y por utilizar menos químicos reducen la presencia de
es cada vez más una extravagancia. Un capricho casi inalcanzable.
componentes orgánicos volátiles: diez veces inferior a la norma E1. El
Hoy pisar un metro cuadrado del roble más resistente podría costar
piso laminado de Balterio imita a la madera no sólo en su belleza, sino
desde cuatrocientos euros. Para no renunciar al toque acogedor y cá-
también resulta inofensivo al ser humano.
lido de la madera en nuestros hogares, existen los pisos laminados.
Los pisos Balterio están pensados en la rutina de sus dueños. Si cae
Una versión mucho más accesible para revestir nuestros suelos. Y no
una colilla de cigarro sobre ellos no dejará ningún rastro. Son resis-
por eso de menor calidad.
tentes a los arañazos, antideslizantes para evitar las caídas, fáciles de
En Lima, desde hace casi tres años, se encuentra en el mercado
limpiar y resistentes a la humedad. A estos laminados se les llaman
Balterio, la productora más grande de pisos laminados del mundo. Y
pisos flotantes, denominación que recuerda que solo están superpues-
aunque la superficie brillante y lisa de sus laminados maquillen bien su
tos. Balterio ofrece una línea de subsuelos que pueden ayudar a amor-
origen del tosco tronco de un árbol, esta marca cumple con altos están-
tiguar el sonido de las pisadas, nivelar irregularidades en la superficie
dares de calidad europea: sus pisos son 82% madera. El nombre exacto
para sitios con mucha gente como espacios laborales, y el subsuelo
del material es fibra de alta densidad [HDF, por sus siglas en inglés], y
para espacios con calefacción o refrigeración.
se consigue del polvo que cae de la madera al cortarla y mezclarla con
La característica más comentada de los pisos Balterio es su belleza
pegamento y algunos químicos. El piso laminado de Balterio garantiza
y elegancia. Y no es de sorprender. Quien introdujo la marca al mercado
la experiencia de caminar sobre madera en casa.
peruano es un arquitecto holandés cuidadoso hasta en los más mínimos
Los distintos nombres de sus más de trescientos tipos de láminas
detalles. Math Bollen —quien ha hecho planos de villas de lujo en Euro-
recuerdan el árbol de donde fueron tomados: roble miel, teca imperial,
pa, dirigido la construcción y diseñado el interior hasta decidir el ceni-
cerezo salvaje, ciprés veneciano, pino silvestre. Balterio depende de los
cero de la propiedad— llegó a Lima y decidió traer consigo la marca de
árboles y los cuida como la parte más importante de la empresa. En
suelos que usaba para sus proyectos personales. Hoy es el director ge-
los bosques de Bélgica —donde crecen todos sus insumos—, la marca
neral de Balterio Perú y está contento por ofrecer a sus clientes más de
tiene una regla: si cortan un árbol, plantan dos. Los pisos laminados de
trescientos tipos, estilos y colores de laminados. Además, Balterio está
Balterio cuentan con la certificación PEFC, lo que garantiza la conser-
en constante renovación. Ofrece distintas colecciones: Quattro Vintage
vación de sus bosques.
para quienes prefieran un suelo con apariencia de madera envejecida
Otra de las características más atractivas de estos pisos es que se
y un ambiente retro, Tradition Quattro para las personas que buscan el
denominen 100% saludables. Para conseguir pisos de madera maciza,
aspecto clásico de parquet, Stretto cuyo laminado es casi imposible de
hay que someter al material a un tratamiento químico riguroso o para
diferenciar de un suelo de madera maciza, entre otros.
colocar el parquet en el suelo se acostumbra a utilizar brea. Con los
En una competencia por nuestra atención, el suelo siempre pierde fren-
pisos laminados de Balterio, se puede prescindir de esos componen-
te a las paredes o el techo de una casa. Acostumbrados a pisarlo, pocas
tes químicos, y evitar alergias y molestias en los habitantes de la casa.
son las veces que nos detenemos a observarlo. Balterio se instaló en el
Además sus láminas no se pegan sino se prensan hasta formar una
Perú con un solo propósito: cambiar la dirección de nuestra mirada.
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BELLEZA DE MI PLATO VACÍO Una biografía del plato [Álvaro Sialer]
Una exhibición de platos únicos [ Jessica Alva] —73—
PLATOS
MIL PALABRAS SOBRE ESE OBJETO
QUE OCULTAMOS BAJO LA COMIDA [BREVE HISTORIA DEL PLATO] Un texto de Álvaro Sialer
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n la época en que el hombre mataba a su presa y la devoraba con sus propias manos, la aparición del plato fue como una revolución que nadie documentó. Desde entonces los platos han permitido que un acto tan básico y primitivo como meternos comida a la boca se convierta en un acontecimiento en el que, para comer, se usen seis cubiertos. Cualquier historia del plato nos suena aburridamente plana, tanto como aquel en que comemos todos los días. Pero este objeto que casi ni vemos mientras saboreamos el almuerzo permitió en su momento, sin buscarlo, que vivamos unos años más. Que vivamos mejor. Que lleguemos a ser abuelos en vez de ser sólo padres. Hace miles de años, cuando no existían los platos y se acababa de descubrir cómo controlar el fuego, el Homo erectus estaba condenado a cocinar solamente carne. Sin sopas ni ningún alimento blando, un hombre prehistórico podía vivir mientras tuviera dientes que le permitieran masticar y triturar la comida en su boca. Los esqueletos de aquella época sugieren que nadie sin dientes llegaba a ser adulto, o que ningún viejo sobrevivía por mucho tiempo. Quien perdía sus dientes moría de hambre. Así fue hasta que hace unos diez mil años, en tiempos de la experimentación agrícola y ganadera del neolítico, pasó algo revolucionario: empezamos a cocinar en ollas de cerámica. Nuestra alimentación mejoró. Se podían preparar papillas, sopas y caldos que permitían pasar la comida sin masticar. También empezamos a servir las carnes y los vegetales en vasijas de cerámica: los primeros platos de la historia.
El hombre no siempre se sentó alrededor de una mesa para comer. En la antigua Roma, en el banquete de un patricio —quien organizaba estas comidas para ostentar su prosperidad ante amigos y rivales—, la típica escena era ver al anfitrión ocupando el lugar central, y en torno a él sus invitados, quienes se recostaban en lechos
contra una pared, apoyados en un codo y comiendo con una sola mano, que sujetaba alguna copa o algún recipiente hondo. Un plato plano habría requerido una mesa para apoyarse, y esta no existía. Así como tampoco existía la mesa para todos, sino varias mesas pequeñas junto a los recostados comensales, y sobre todo, un grupo suficiente de sirvientes que se aproximaban para ofrecer los alimentos y el vino, mientras músicos y bailarines amenizaban el encuentro y el filósofo preceptor de la casa (normalmente un esclavo griego) proponía temas de conversación. Había que esperar a la caída del Imperio Romano y el asentamiento de los ‘bárbaros’ en Europa para que los hombres pudieran comer juntos en una mesa. Fue así que en Francia, en el siglo VI, los galorromanos celebraban sus banquetes como lo hacemos nosotros ahora: sentados a la mesa y con platos. Pero a diferencia de nosotros, no tenían un lugar de la casa destinado exclusivamente para comer. En aquellos tiempos bastaba con montar una tabla sobre un par de caballetes para cenar. Comían con la mano, y el único cubierto que cada comensal utilizaba era una cuchara para las sopas y los caldos. Sí había cuchillos y una especie de tenedores —llamados brocas en España—, pero servían para cortar la carne de una fuente y luego servirla en el plato personal. En la España del siglo XIV, esa fuente era el tajadero —de madera en las casas humildes y de plata en los castillos—, y el plato era similar al que usamos hoy pero más pequeño, se le conocía como platel. En esa época los platos eran normalmente de madera o de estaño, y de plata en las familias ricas. La gente pobre, en cambio, se bastaba con una escudilla de madera o metal —una vasija pequeña y semiesférica—, un cuchillo y una rebanada de pan para comer. Así fue en toda la Edad Media, y así fue incluso en la América hispana de los años virreinales: cortar viandas de una fuente, servirlas en el plato, comer con cucharas y con los dedos, lavarse constantemente las manos en vasijas de agua. Fue recién en el siglo XVIII cuando la
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PLATOS
EL MEJOR PLATO ES EL PLATO INVISIBLE: AQUEL QUE SIRVE CON SU ESPACIO VACÍO PARA EXHIBIR LOS TROZOS DE CARNE
Ilustración, con su afán por razonar, catalogar y organizarlo todo, creó —o recreó— el concepto del comedor como un recinto de la casa destinado específicamente al acto social de la comida: una mesa y algunas sillas que combinen con ella. Desde entonces no se nos ocurriría sentarnos a la mesa sin tener cada uno un plato, una cuchara, un cuchillo y un tenedor para comer.
Como dijera el filósofo chino Lao Tse sobre las tazas («Lo que le da valor a una taza de barro es el espacio vacío que hay entre sus paredes»), podemos decir que la parte más importante del plato no es su materia, sino el espacio vacío que crea sobre él, allí donde ponemos la comida para devorarla sin problemas. El mejor plato siempre ha sido el plato invisible: aquel que en el banquete romano nos servía con su espacio vacío mientras conversábamos, o el que en la Edad Media esperaba los trozos de carne sacados del tajadero o el que agradecemos a Dios por la comida de la abuela que lleva encima. Pero en el glamoroso y a la vez primitivo espectáculo de la comida, los platos también pueden ser protagonistas. No han faltado a lo largo de la historia los platos neolíticos con decoración incisa, los platos griegos pintados con escenas mitológicas, los platos etruscos decorados con el rostro de una mujer al centro, los platos octogonales de porcelana china con jardines y paisajes, los platos japoneses de estilo Edo con flores de durazno o con la imponente figura del Dios del Viento, e incluso también los platos de castañuelas. Hoy existen platos cuadrangulares, rectangulares, acampanados. Para la ensalada, para la taza de café, para el postre. Platos de metal, de barro, de plástico. Platos blancos y enormes que sólo sirven para decorar pequeñas y exquisitas experiencias gastronómicas. Quizá esta emancipación de su función utilitaria se deba a que el plato —y el acto mismo de comer— ya es un signo de sofisticación, bienestar y, en definitiva, un delicioso triunfo sobre el hambre, la precariedad y la muerte
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TRES DISEÑADORES DE PLATOS [QUE NO PARECEN PLATOS] Textos de Jessica Alva
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PLATOS
EDWARD VENERO CONTRA LOS PLATOS PLANOS
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omo un hombre que valora que el diseño de las cosas no complique su rutina diaria, el artista gráfico Edward Venero aprecia la exactitud con la que se apilan los platos cuadrados en la repisa de su casa. Su elección responde a simple pragmatismo: ocupan poco espacio y al lavarlos no escapan de las manos como sus pares circulares, tradicionales y escurridizos. Después de casi ocho años concentrado en la exploración del diseño en todas sus formas —desde líneas de ropa para hombres hasta reinterpretaciones pop de los símbolos patrios—, Venero se embarcó a inicios de 2013 en el que considera uno de los proyectos más difíciles que ha enfrentado: diseñar la vajilla del restaurante más distinguido del Perú. Venero, junto a otros artistas, fue reclutado en un viaje culinario que se circunscribía a la mesa del exclusivo ‘Astrid y Gastón’ de Lima. La primera marca del imperio Acurio preparaba un nuevo menú-desgustación inspirado en la romántica travesía de un migrante italiano al Perú y Venero tendría que reinventar algunas piezas del menaje para complementar esa deliciosa excursión. El plato, ese objeto condenado a perderse bajo el atractivo irresistible de la comida, tenía que empezar a ganar protagonismo en la mesa. De la mano de Diego Muñoz, chef principal de ‘Astrid y Gastón’, Edward Venero estuvo a cargo de la manufactura de los platos para dos etapas del menú: la travesía del visitante que idealiza un país de geografía salvaje y los tesoros que podría encontrar en su recorrido. Desde los primeros bocetos con piezas de papel doblado, Venero convirtió la eterna planicie de la vajilla tradicional en una superficie inspirada en montañas angulosas y agrestes. La ilusión del viajero de una tierra de inagotables cordilleras traducida en unos platos de cumbre invertida y líneas definidas que ofrecen en su seno un platillo a base de codorniz. La intervención final de Venero llegó en forma de un huevo cubierto de plata para servir pasta. Pese a lo insólito de sus formas, el menaje debía ser, además de impresionante, funcional. Los platos de Venero tenían que responder a necesidades terrenales. «¿Cómo sacas la comida del huevo? Será con una cuchara o con un tenedor. Todo eso se tuvo en cuenta», comenta. Tam-
bién escuchó la opinión de los mozos. En el diseño de la vajilla, Venero consideró cómo se levanta un plato de la bandeja y cómo se coloca en la mesa, la disposición de los ingredientes al servirlos y la facilidad con la que el cliente manipularía la comida. En un lapso de dos meses, los prototipos iniciales en base a trozos de cartón se transformaron en los platos de cerámica que complementaban la experiencia culinaria que ‘Astrid y Gastón’ ofrecía a sus clientes. Una vez aprobados los diseños, se sacaron moldes de cada modelo para cumplir con la cantidad de platos que el restaurante requería. Estos se rellenaron con barro y tras dormir al sol, el contenido se coció dentro de un horno para finalmente recibir una pintura de esmalte blanco. En el caso de los huevos metálicos, si bien en un principio se jugó con la idea de recubrirlos en oro —evocando las riquezas del Perú antiguo—, este material se desgastaba a las pocas lavadas por lo que se les baño con plata. Los huevos además tenían que ser pulidos a diario para que no perdiesen su brillo característico. Aunque comprende que difícilmente sus creaciones pasen del escenario controlado de un menú-degustación a los estantes en cocinas caseras, Venero asegura que son infinitas las posibilidades que encierra la confección de una vajilla más «poética»
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PLATOS
MARISA MATSUDA JUEGA CON EL BARRO
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ese a que reconoce que no le atrae estar en la cocina, el nombre de Marisa Matsuda está presente en varios restaurantes limeños especializados en gastronomía japonesa. Contraria a la vorágine de una ciudad que vive con el tiempo en contra, sus platos han sido moldeados uno a uno para servir los bocados que, siguiendo la tradicional estética nipona, son dispuestos sin prisas en las mesas de estos establecimientos a modo de sutil provocación. Si bien ha pasado una década desde que ingresara en el rubro gastronómico con la fabricación del menaje para Kintaro, restaurante de su esposo, la afición de Matsuda por la vajilla se remonta a un viaje que hizo de niña a la distante Okinawa en Japón. Allí, la visión de los artesanos trabajando la arcilla local —de un intenso rojo térreo— y las visitas con su madre a diversos talleres en busca de piezas de menaje definieron su
gusto por el trabajo con este material. Años después, una beca la llevaría de vuelta a esta ciudad. A 16,000 kilómetros de Lima, Matsuda se especializó en el nerikomi, antigua práctica que se ha convertido en su sello distintivo y consiste en trabajar con barros de distintas tonalidades, crear patrones con ellos y luego amasarlos y unirlos en una sola pieza. En el distrito limeño de La Molina, el taller donde esta diseñadora industrial ha fabricado más de dos mil platos ha ido invadiendo con persistente lentitud los espacios de la que también es su casa familiar. El que era el salón de música se ha transformado en su oficina y showroom, donde recibe a quienes llegan en busca de platos con personalidad propia. Con la misma paciencia con la que su trabajo ha echado raíces en su hogar, Matsuda les explica a sus clientes que finalizar un pedido, que alcanza hasta los seiscientos platos por restaurante, puede tardar tres meses. «Me gusta que se sienta que las piezas se han hecho pensadas una por una», comenta. Tras moldear cada plato a mano, espera a que estos sequen para llevarlos a una primera quema, que dura cerca de ocho horas. Luego los deja enfriar un día para esmaltarlos, pintarlos y llevarlos de nuevo al horno para una cocción final de once horas. Apresurar el proceso sería fatal: desde una inofensiva grieta en una pieza hasta la ruina de toda la producción. «Con el tiempo te vas perfeccionando, pero siempre se espera con expectativa el momento de abrir el horno», añade mientras se asoma a inspeccionar el contenido de uno de ellos. En su interior se apilan fuentes, vasijas y cuencos de diferentes formas y tamaños, que dispuestos unos sobre otros en calculado equilibrio enfrían tras una primera cocción. La infinita variedad de platos que acompaña la comida japonesa es una de las características que más le apasionan a Matsuda. A diferencia de la usanza occidental, en el cuidado armado de la mesa asiática se pueden mezclar platos y recipientes de diferentes líneas y colores, característica que vuelve más lúdica la experiencia tanto para ella como para el comensal
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PLATOS
ANDRÉS LOA ROMPE SUS PLATOS
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on cientos de platos los que Andrés Loa ha roto en su incansable búsqueda por el menaje de vidrio perfecto. En los cuatro años que lleva dedicado al trabajo de vajilla en vidrio, este diseñador industrial ha aprendido a fabricar y destruir sus propias creaciones. El aparente desdén con el que trata a los ejemplares que se cocinan en los hornos de su taller obedece tanto a una estrategia de marketing como a un desafío personal: a punta de grandes dosis de calor y paciencia, sus platos han logrado burlar el frágil y clásico destino de la vajilla imponerse al batallón de modelos en serie que emergen de las fábricas asiáticas y cautivar con su resistencia inesperada a los clientes más exigentes de reconocidos restaurantes de Lima y Sudamérica. Pese a vivir en un país en el que la obsesión por el buen comer marca la vida de sus habitantes, Loa se acercó a la intimidad de la mesa ajena casi por casualidad. Aficionado al «arte perdido» del fundido artesanal del vidrio desde hace una década, fue un amigo suyo quien le pidió convertir sus esculturas en platos destinados a atrapar la atención del ávido comensal peruano. Aceptado el reto, en cuatro meses desentrañó los secretos del proceso de templado, técnica que consiste en endurecer el vidrio enfriándolo lentamente tras haberlo sometido a temperaturas de ochocientos grados. Como resultado, logró crear platos prácticamente irrompibles, con formas que oscilan entre delgados bloques transparentes a otros con más curvas e «intención». Ambos son preferidos por los chefs para resaltar el movimiento de las verduras en una ensalada o darle vida a la «mini ciudad» que construyen en las mesas de los restaurantes de comida japonesa. Desde que empezara su negocio —recorriendo la ciudad en compañía de su esposa y su hija— Loa fusionó seducción y rudeza al mostrar sus platos a potenciales clientes.
«¿Sabes cuáles han sido mis mejores ventas? Cuando los ponía en mi camioneta y tiraba mis platos. Me preguntaban si así los trataba y luego me los compraban». Ahora, con una producción que ha alcanzado cuatrocientos modelos de platos en cuatro años, los dueños y responsables de las cocinas más prestigiosas del país tocan a su puerta. Chef y diseñador planean desde la cantidad de ejemplares a producir hasta la inclinación por la que se deslizará la salsa que bañe quizás un platillo a base de mariscos. El color del menaje puede oscilar desde el verde y gris cristalino hasta un pardo y negro semitransparente, ya que a las planchas de vidrio con las que trabaja —que no contienen plomo ni cromo— no les añade ningún tipo de pigmentos para evitar la contaminación de la comida. Una vez acordada la idea, Loa no cree en bocetos a lápiz y papel, y opta por modelar el primer piloto en barro, confiado en que sus manos calcularán con precisión el fondo, el tamaño del plato, que se sienta bien al levantarlo y que pueda apilarse. Sobre esta base, luego armará los moldes para empezar la producción de una nueva línea de menaje. El éxito de su creación dependerá de qué tan satisfecho esté con el resultado final. Si por algún motivo no se siente a gusto con un plato, si el vidrio se sobrecalentó o sus bordes no terminan de convencerlo, Loa opta por romperlo y empezar uno nuevo. Aunque ha sufrido desde quemaduras hasta cortes por su trabajo, Loa niega que el vidrio sea un elemento caprichoso. Por el contrario, asegura que es la pasión por la transformación de este material y la posibilidad de eternizar el movimiento del agua en una de sus piezas la que lo mantiene ligado a la exploración y perfeccionamiento de sus productos. «Yo no puedo vivir tranquilo si doy algo que no quisiera que me den a mí. No quiero ser engañado. Quiero que una persona reciba el plato y diga: Andrés lo hizo»
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VOY / NO VOY
Voy a museos por la misma razón por la que prefiero el original a las copias, estar en un recital a verlo por tevé, y mirar a los ojos antes que chatear. Voy a museos porque no he visto musculatura más hermosa que la del David y cuando me paré frente a la Victoria de Samotracia tuve que hacerme a un lado porque sentí que esas alas levantarían vuelo. Y qué decir de la sonrisa puta de La Gioconda, que lo mira a él, a ti, a mí, a todos. En fin, voy a museos porque jamás le vi el aura a una persona, pero sí a un cuadro. Y voy porque me encanta que la palabra curar se use en otro contexto. Voy a museos porque en una gran ciudad un museo es una burbuja de silencio. Y voy porque en su atmósfera de sepulcro me siento pura y sola como una virgen y a veces es necesario. Voy a museos porque creo en Walter Benjamín y su teoría de la irreproductibilidad de la obra de arte. Y también voy porque nací fanática de la limpieza y para mí son un modelo de pisos como espejos y óptimo aprovecha-
día de fiesta de una aldea allá por el año mil quinientos y pico. Voy a museos porque existe un día con entrada gratis y filas que doblan las esquinas, igual que en el estreno de La pasión de cristo o cuando se juega un Boca-River. Voy a museos porque afortunadamente lo que veo no se puede comprar, ni siquiera tocar, y me agrada eso de consumir con los ojos, como algo íntimo y sin manoseos. También voy porque soy defensora de la libre interpretación y me gusta escuchar los comentarios de la gente sobre sus piezas. Camino entre los que juegan. Rodeo a los que se aburren. Admiro a los que se conectan con lo que ven, a veces en un enganche tan potente como el de la línea de teléfono a Internet. Voy a museos porque amo la luz, y me da placer espiar las obsesiones impresionistas de Monet y Manet. Es simple: voy a museos porque no puedo dejar de mirar. También voy porque quiero que sigan existiendo los museos de pueblo, esos que se arman con tres o cuatro objetos donados por sus
VOY
A LOS MUSEOS miento del espacio. Voy a museos porque mi naturaleza expansiva se siente a sus anchas en salas inmensas. Voy a museos porque en una mañana puedo dar la vuelta al mundo y al ánimo: a las diez me hundo en los días negros y terroríficos de un Goya ya sordo, que pinta a Saturno devorando a su hijo. A las once, curioseo los personajes freak de Velázquez y, cerca del mediodía, sobrevuelo El jardín de las delicias, de El Bosco. Ahora miro un campo inocente y pálido, con columpios y gallinita ciega, y en un rato veré utópicos paisajes abstractos y eternas soledades. Y también voy porque igual que en los jardines japoneses, en los museos recorro distintos estados de la vida en apenas unas horas. Voy a museos porque son un metaviaje, es decir, un viaje adentro del viaje: estoy en Madrid, pero ni bien entro a El Prado paso de Marruecos a Holanda a Francia y cruzo las fronteras sin nervios ni aduanas. Y voy porque me siento como Mia Farrow en La rosa púrpura de El Cairo: me bastan dos pasos para entrar en un cuadro de Bruegel El Joven y estar en el
habitantes, desde una bicicleta nonagenaria hasta un par de boleadoras o puntas de flecha de los campos cercanos. Voy a esos museos porque me gusta que un vecino me explique dónde queda la casa del hombre que lo cuida. Y voy, toco la puerta y el hombre me acompaña y me muestra la colección mientras sopla el polvo de las vitrinas y acomoda un cartel borroneado que dice: «No tocar». Voy a museos porque me estimula lo extraño, y festejo que exista un Museo de la Banana y otro de la Mostaza, que cada año reúne a miles de visitantes que deliran por los perros calientes bien aderezados. Voy a museos porque me divierte que haya uno de la Menstruación y otro del Vibrador, entre otros bizarros, como el de los Ositos de Peluche y el del Asfalto, con trozos de rutas conservados en bol- sitas plásticas. Entro a un museo porque cuando salgo me siento inspirada, como después de una buena película. Y, por si no se han dado cuenta, también voy a un museo para poder contarlo después. Ahora, por ejemplo
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No voy a museos por razones estrictamente infantiles: porque durante la escuela tuve que apuntar todas las etiquetas de sus piezas como un chimpancé que aprende a escribir epitafios. No voy a museos como tampoco voy a iglesias ni a cementerios: porque de niño me enseñaron que allí debía portarme tristemente bien, y porque en esa época todos los señores que conocí en sus pinturas y esculturas se veían tan infelices. No voy a museos porque en medio de su silencio e inmensidad sentía que me estaban vigilando, y este delirio contra los museos creció entre las bestias disecadas de los museos de historia natural, pero también ante esas espantosas momias de museos de arqueología, y los museos de héroes nacionales como fracaso de la educación cívica y patriótica. No voy porque no tienen sentido del humor, y me doy cuenta cómo los de arte moderno se desesperan por tenerlo: quieren ser más espectaculares y rinden culto a la celebridad con tal de seducir a un nuevo público que lo financie con peaje. Tam-poco me dan ganas de ir a ver a esa Monalisa que sufre cincuenta mil flashes por semana, lo
de niños y turistas japoneses, pero también con esas guías de museo que saben demasiado de lo que nunca les preguntaría. No voy a museos porque es parte de los deberes sagrados del turismo, y a mí no me gustan los deberes y menos los sagrados. No voy a museos para que cuando vuelva de viaje algunos crean que nunca me fui de viaje. No me dan ganas porque, aun cuando haya museos sorprendentes y divertidos, cuando visito una ciudad desconocida prefiero mil veces mirar a gente viva que cosas muertas, y por eso me pierdo en las plazas, en las estaciones de metro o en los cafés al aire libre en lugar de hacer mi obediente cola en la puerta del MoMa o de El Prado: no voy pues porque en la calle hay más museo en el sentido de musas. No voy a museos pero a veces llego hasta la puerta y me quedo admirando su arquitectura, como la del Museo d’Orsay, tal vez porque no fue construida para ser museo sino una elegante y melancólica estación de trenes. No voy a museos porque la erudición y el coleccionismo de algunos le da bastante razón a Valéry: son Venus trastocada en docu-
NO VOY A LOS MUSEOS
que me hace sospechar de los visitantes que van al Louvre sólo para fotografiarla. Peor aún: no voy a museos porque cada vez se parecen más a galerías comerciales adonde se va a comprar el último tapete de la oreja de Van Gogh. No voy porque algunos son verdaderos depósitos de saqueos o templos de lo más moralizantes, pero también porque un día descubrí mi cara de idiota pensativo frente a una de sus vitrinas. A decir verdad, nunca me han gustado los museos porque nunca pude tocar las cosas que se exhiben en él, y esta suprema intangibilidad me recuerda los mismos apetitos reprimidos en desfiles de modas o puticlubs: ver y no tocar. Entonces no quiero ir a museos porque en ellos hay más nimias reliquias que obras maestras, y más prohibiciones que libertades: son tan pretenciosamente limpios como una sala de operaciones, tienen tanta seguridad como un banco pero la disimulan, gozan del venerable respeto obligatorio de una iglesia y tratan de imitar el silencio de un teatro de ópera: es decir, ni siquiera puedo toser y yo soy de los que toso cuando algo me emociona. Entonces no voy a museos porque tendría la tentación de toser y de robarme un Picasso. Tampoco quiero ir porque suelo tropezarme con rebaños
mento. Tampoco voy, con el perdón del señor Kapuscinski, quien dice que para entender qué sucede en el mundo más vale entrar a un museo que entrevistar a cien políticos, frase que sirve más para ridiculizar la ignorancia de los políticos que para enaltecer la atiborrada sabiduría de un museo. No voy a museos porque sus cosas reposan como muertas, enumeradas y etiquetadas, y me hacen recordar a la morgue: porque en casi todos hay que estar bien muerto para que admitan tu obra, o por mera salud mental: ya hay demasiados artistas que se ocupan de estar al día en basureros, cárceles y cementerios, y en ese sentido, como dice Virilio, ir al museo de Auschwitz te da la sensación de estar en un museo de arte contemporáneo. No voy a museos, en suma, porque todo el mundo los ve como mausoleos de cultura, y no hay nada más aburrido que esta vez todo el mundo tenga la razón. No me dan ganas pero igual agradezco que existan porque han sido mi más memorable escuela de paciencia. No voy más pero igual lo escribo sin vergüenza, en defensa de todos los chimpancés del futuro que transcriban epitafios y para que los ofendidos me manden a un museo, o lo que es lo mismo, a una tumba
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EL DISEÑADOR
DE ESTA REVISTA YA NO QUIERE DISEÑAR
[Y PREFIERE ENTREVISTAR AL ILUSTRADOR GIANMARCO MAGNANI] Por Roger Ramirez Miranda
ENTREVISTA
GIANMARCO MAGNANI El mejor trabajo del ilustrador Gianmarco Magnani es una ilusión óptica: convertirnos en fans de una banda de rock que nunca hemos escuchado. Sixty Watts tiene siete discos, giras alrededor del mundo, y una disquera con sede en Reino Unido y Japón. Hay quienes llaman a Magnani para saber dónde será el siguiente concierto de la banda y una agencia de diseño española quiso reunirse con los músicos para planear un video-clip. Todos creemos que Sixty Watts existe porque podemos verla, y luce tan bien, que olvidamos un detalle: no tiene música. Magnani ha ilustrado para Activision, Adidas Originals y The New York Times Magazine. Pero su creación más divertida parece ser ese engaño perfecto que calcula al milímetro. Magnani no sólo dibuja los afiches de los conciertos de la banda y la portada de sus discos. También titula las canciones y elige su duración. Algunos títulos son: Some minutes after the beginning, Rays, Voltage. Y este último tema lo podemos encontrar en la versión original, versión con letra alternativa y una versión en vivo de una presentación en Luxemburgo. O al menos eso ofrece la portada del single. Magnani dice que Sixty Watts varía su estilo dependiendo de la música que él escucha mientras dibuja. En sus ilustraciones aparece la influencia de Pink Floyd, Guns N’ Roses, Michael Jackson y Daft Punk. Porque para Magnani, la gráfica tiene ritmo y es quizá suficiente una imagen para imaginar un sonido. A él no le preocupa que los seguidores de Sixty Watts busquen la música de la banda y no la encuentren. Confía en que las personas se divertirán imaginando el sonido de la música a partir de sus ilustraciones.
¿Por qué un ilustrador inventaría una banda de rock? No fue intencional. Desde que estaba en la universidad tenía la idea de desarrollar la gráfica para una gran banda de rock, como Pink Floyd o The Rolling Stones, pero no encontré la oportunidad de hacerlo. Entonces, entre las ilustraciones que publico en mi portafolio, quise trabajar el tema musical e hice una serie de diseños sobre una banda, y como no quise utilizar el nombre de alguna ya existente decidí crear una propia y la llamé Sixty Watts. En ese momento fue solo una serie de cuatro ilustraciones sobre una banda de rock, pero no estaba en mi mente nada más allá de eso, de manera que continué haciendo ilustraciones para mi portafolio, y olvidé por el momento el tema musical. Después de un tiempo, leí en un blog un comentario sobre aquel trabajo que decía algo como «es una serie de pósteres sobre una banda de rock, pero no intenten buscar la música porque al parecer no tiene». Ese fue el punto de partida que hizo que viera todo desde un ángulo distinto y decidí inventar mi propia banda de rock.
www.silencetv.com www.sixty-watts.com
¿Y qué cambió al inventar tu propia banda de rock? ¿Qué implica eso? Siempre me interesó poder desarrollar ideas para una banda y crear la estética de un álbum específico. Al inventar una banda, con la intención que se vea completamente real, trabajaría desde un inicio toda la estética que la identifique. Puedo crear su discografía completa, las piezas de merchandising, y a medida que pasa el tiempo ir avanzando con nuevas ideas. Desde un punto de vista podría narrar una historia y a su vez diseñarla estando a cargo de la dirección de arte. ¿Por qué la banda se llama Sixty Watts? Sólo quise que fonéticamente sonara bien para mí. Desde el inicio pensé tener como eje el símbolo del rayo, y lo relacioné con la palabra ‘Watt’. Luego quise agregarle un número que hiciera referencia al rayo y al voltaje. Fonéticamente no tenía muchas opciones, y en un principio se iba a llamar Ninety Watt, pero no me convencía. Entonces noté que necesitaba un nombre en el que ambas palabras
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ENTREVISTA
tuviesen la misma cantidad de letras, cinco a cada lado, por un tema de composición. Al final escogí el número 60. Sin embargo, aún faltaba agregar una letra más a la segunda palabra para equilibrar la simetría entre ambas, de manera que terminó llamándose Sixty Watts. ¿Cuán importante es la simetría en tu trabajo? Siempre trabajas tus obras dentro de cuadrados. ¿Por qué? Siento mucha afinidad con la simetría, aunque sé que ciertos trabajos funcionan mejor con su ausencia. El formato cuadrado lo utilizo en la mayoría de mis ilustraciones porque quise homogeneizar toda la obra, y así como todo mantiene una línea quiero que todo mantenga un formato. Los primeros bocetos que hice, antes de empezar mi portafolio, eran muy distintos: tenían mucho color, no eran tan planos y los formatos variaban uno tras otro. El problema era que no existía una unidad entre toda la obra, de manera que tuve que replantear varias cosas y trabajar mucho en mi línea antes de empezar. Luego de revisar varios libros me llamó la atención uno sobre fotografía de formato medio. Noté que en este formato funcionaban tanto las composiciones dinámicas como las estáticas. También noté que todos los discos de vinilo utilizaban un formato muy parecido, así que me decidí por la tinta negra como estructura de ilustración y el formato cuadrado para todo. ¿Por qué los discos de Sixty Watts tienen un cintillo en japonés? ¿De dónde viene tu inclinación hacia lo japonés? Esa cinta no es algo nuevo que haya creado para la banda. La cinta se llama OBI, y se estila en el diseño de un álbum, en su versión japonesa. Desde el inicio quise que la banda parezca real, por eso trato de cubrir todos los detalles en cada diseño. La inclinación hacia lo japonés empezó desde que era niño, durante los ochenta, cuando Lima estaba muy aislada de todo y los referentes eran escasos. Un buen amigo, Takuma, me traía desde Tokio revistas, videos y juguetes de esos años. Así pude conocer productos de Japón que eran muy diferentes a los que solía ver en Lima. El diseño que tenían me impactó y cautivó desde el inicio. Recuerdo que dibujaba todo lo que veía a pesar de no entender lo que significaba. Obviamente no entendía nada al leer los textos, tampoco comprendía los persona-
jes ni de qué iban en las grabaciones en VHS. Pero los detalles me fascinaban. Me parecían cosas que venían de otro planeta. En esa época tuve mucha influencia de Gundam y de Ultraman, la serie animada Cobra y la película Akira, de Katsuhiro Otomo. Recuerdo que aquella película la vi por primera vez a finales de los ochenta, en una cinta VHS, pero por mil motivos aquella vez solo pude ver los primeros diez minutos de la película en los cuales se desenvuelve la clásica escena de motocicletas que iban a toda velocidad dejando siempre ese haz de luz. Luego de un tiempo tuve la oportunidad de poder ver la película completa, pero durante mucho tiempo para mí la película eran solo motos. Tengo muy presente lo bien diseñados que eran los empaques de Macross o lo detallados que eran los Transformers de la primera generación, esas figuras de goma hechas de un solo color fosforescente. Hubo muchas cosas más que me llamaron la atención, algunas que con el tiempo conseguí y que aún conservo, y otras que nunca entendí y las perdí con el tiempo. Los diseños que me impactaron de niño hoy lo siguen haciendo. A pesar de los años, al volver a verlos, siguen siendo insuperables para mí. Daniella suele decir que me quedé en otra época, pero ambos coincidimos que en esa década como en la de los setenta todo estaba muy bien balanceado en cuanto a composición, estilo y diseño. A todo lo anterior se suman todos esos libros que revisaba en la biblioteca de mi padre en los cuales veía bastante diseño de Europa. No incluían mucho diseño gráfico, pero había muchísimos referentes de diseño industrial, y, de alguna manera, también me cautivó e influyó todo ese estilo, sean objetos ilustrados, fotografiados o dibujos técnicos. Si estás tan influenciado por los mangas, ¿por qué tus diseños son siempre vectoriales, y usas máximo tres colores? El manga del cual me influencié no es el mismo que el de ahora, sino aquel que vi cuando era niño. Si bien existían algunos que utilizaban mucho color, la mayoría de revistas que llegaron a mí eran más bien sencillas. Estaban impresas a una sola tinta (negra, cyan o magenta), y quizá por eso hoy trato de mantener una gama de colores muy estricta en mi trabajo. El diseño gráfico japonés y el diseño industrial europeo fueron mis principales influencias, y durante esa época vi en ambos casos muchos ejemplos donde usaban solo una tinta, consiguiendo resultados fantásticos, de manera que quisiera mantenerme en esa línea. Por otro lado, mis ilustraciones son vec-
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toriales porque quizá sea la técnica que se asemeja mejor al tipo de ilustración manual que siempre he tenido, con líneas muy definidas, colores planos y sin tantos efectos.
Punk. Al ver los bocetos se advierte claramente una influencia y, por tanto, se podría deducir un estilo. Pero eso se lo dejo a quienes ven el trabajo.
¿De dónde salen todos los detalles de las gráficas de Sixty Watts? La ilustración principal está siempre en función del tema que quiero trabajar, por ejemplo: el título del álbum “Electro”. El color verde fosforescente junto a la imagen de la calavera para mí mantienen el mismo tema o el single de la canción “Rays” con el personaje central que lleva el traje con el rayo. En ocasiones las ilustraciones terminan con un diseño limpio y con elementos muy claros, y en otras tienen diferentes detalles, como íconos, textos, números o dibujos alrededor de toda la composición. Estos detalles son reflejo de lo que me sucede, en el preciso momento en que hago la ilustración. No es algo que ocurre siempre, pero, por ejemplo, si estoy escuchando algún álbum de Daft Punk, en la ilustración que estoy trabajando se podría ver reflejado eso. Quizá con un ícono o con un texto que alude al álbum. Así pueden ocurrir con diferentes cosas, como marcas de productos que fueron importantes para mí, algún objeto de diseño, títulos de libros, o personajes de alguna serie. Casi todos los detalles que aparecen en mi trabajo están por algún motivo y representan ese momento. De alguna manera lo que hago es siempre autobiográfico.
¿Recuerdas la primera vez que te compraste un disco? ¿Cuál es tu relación con la música? Fue a inicios de los noventa. Todavía se usaban los casetes. Recuerdo que no tenía el equipo para reproducir discos compactos, pero a pesar de eso compré por encargo el álbum Use Your Illusion II, de Guns N’ Roses. A primera vista el disco llamó muchísimo mi atención. No tanto por la portada, sino porque la presentación era en Longbox, algo que casi ya no se ve. Quizá la portada o el diseño del álbum en sí no sean los mejores de su época, pero a mí ese disco me marcó. Luego de algunos años conseguí la versión en Longbox del volumen I, y ahora conservo ambos junto con sus respectivas versiones en LP. La música para mí siempre ha sido muy importante, no sólo porque está cuando trabajo sino porque soy de esas personas a las cuales una canción les recuerda un momento o un lugar.
¿Cómo es un concierto de Sixty Watts? ¿A qué suena la banda? En algunos pósteres he especificado que el concierto se daría en un planetario, llamado The Stargazer Planetarium. En algún momento imaginé cómo podría ser un concierto y siempre lo he pensado como algo muy visual, por mi influencia de Pink Floyd. Como no es muy sencillo mostrar imágenes del concierto de mi banda para describir cómo sería visualmente, decidí solo inventar los lugares, crear los nombres, algún logotipo, diseño o arquitectura e incluirlos en los pósteres. El planetario me interesó por la cúpula interna, en la que se podrían hacer proyecciones mientras la banda toca. En cuanto a la parte musical pienso que la idea siempre fue crear una banda que se enfoque solo en lo visual. No imagino cómo sería su música. Sin embargo creo que se puede deducir cierto estilo de acuerdo a la imagen de cada álbum. Por ejemplo: últimamente he estado trabajando en un nuevo álbum y al mismo tiempo estuve escuchando mucho la canción «Instant Crush», de Daft
¿También la gráfica de los discos te da una idea de a qué suena la música dentro de él? Yo imagino que de alguna manera sí influye. Quizá a veces la imagen de la portada puede describir con mucha precisión la parte musical o quizá sirva de complemento, pero hay ocasiones en que te da mucho más. Recuerdo hace muchos años cuando vi por primera vez un álbum de la banda Kiss, y al ver los integrantes la idea que pensé fue que venían del espacio. ¿Cuál es el futuro de Sixty Watts? Continuar con la banda y con lo que esté por venir. En realidad no hay un objetivo que alcanzar. Cada idea de un nuevo álbum, un concierto o una carátula de single surge a medida que pasa el tiempo, como en una banda real, y en cada momento siento que es genial trabajar en ello. ¿No te incomoda que haya personas que se identifiquen como fans de Sixty Watts y no de Gianmarco Magnani? En absoluto. Me encanta pensar que es mi banda, pero también me gusta la idea de que la banda exista por sí misma, y que pueda tener una línea propia. Desde que he publicado este proyecto todo gira en torno a Sixty Watts, y no a mi nombre. Pero, por otro lado, me queda claro que todo mantiene mi estilo de ilustración, y eso hace que siempre nos asociemos
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UTOPÍA
UN DESFILE DE MODA A CIEN METROS DE ALTURA Un proyecto de Mauricio Ugarte
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n medio de La Plaza Roja de Moscú, el lugar donde se alza la fortaleza del presidente de Rusia, hay una catarata de agua que proyecta la imagen de unos hombres y mujeres modelando en una pasarela. Decenas de personas que caminan por la plaza observan este gigante televisor público al aire libre. Algunos se sientan en grupos y miran la pantalla de agua como quien se echa en su cama para ver una película. La catarata de agua es un edificio de cien metros de altura hecho de vidrio y agua. En él hay salas de exposición de todas las marcas de moda, y se exhibe en multimedia la historia de cada una de ellas y sus diseños más conocidos. Algunos, también, compran ropa en estas salas. Afuera, mientras las personas pasean por la plaza, el edificio se convierte en un gran desfile de moda que está sucediendo adentro y que es filmado en directo. Un proyector emite la imagen desde ochenta metros de distancia hasta el edificio. Es un modo de hacer público lo que casi siempre es privado. La catarata funciona como una inmensa pileta: el efecto de caída se compone de un sistema que hace circular el agua, bombeando la misma cantidad de líquido hacia arriba. Allí el agua se almacena en una cuenca del último piso, sobre un espacio que contiene en el interior del edificio la pasarela de invierno y en la azotea la pasarela de verano. Para entrar las personas tienen que subir por una rampa que llega al hall y a los ascensores, pero también a la zona administrativa y a los depósitos. De aquí a la mitad del edificio hay diez pisos: todos ellos son las salas de expo sición. Entonces viene ese espacio abierto de cuarentaicinco metros de altura que alberga un jardín aéreo con árboles de grandes ramas y plantas colgantes. Como un enorme bosque cerrado. Se pueden ver con claridad desde la cercanía que impone la pasarela de invierno. La fachada opuesta a la catarata (fachada sur) se compone por estructuras verticales que sostienen el edificio y controlan la iluminación natural (en Europa el sol siempre baja por la fachada sur). Aquí la caída de agua ya no es en forma de catarata sino que cae en ciertas partes hasta que se pierde por unas canaletas. Estos elementos verticales están complementados con un jardín vertical. El edificio cambia según el clima de Moscú: mientras que en verano el agua es líquida y la vegetación abundante y verde; en invierno solo hay un bloque de hielo en donde se ven los trazos de la catarata congelada. Del bosque sólo quedan sus ramas. El camaleónico edificio es como un monumento a la vida moderna. Y él mismo parece estar vivo Este proyecto ganó el primer puesto en el concurso MOSCOW 2012 organizado por ARQUITECTUM.
Pasarela de verano
Fachada opuesta
Pasarela de invierno
Salas de exposición
Rampa
Interior del edificio
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ARTISTA DE PORTADA
1 + 1 = NOMA BAR Un diseñador gráfico israelí reúne dos elementos para transmitir una sola idea. Noma Bar dice tener un solo objetivo: comunicar lo más que se pueda con la menor cantidad de elementos.
Abuso de menores. The New Yorker.
Indiana Jones. Empire.
Comida en el espacio. IBM.
Si Turquía explota. Internazionale.
Spock. Esquire.
Tiburones. Volkswagen.
Tarantino. GQ Francia.
Ciencia erótica. GQ.
Hitler. Esquire UK
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NOMA
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