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SELFIE LA FOTOGRAFÍA QUE CAMBIÓ NUESTRA MANERA DE MIRARNOS LOS JÓVENES INGENIEROS DE SILICON VALLEY SÓLO QUIEREN SER COOL - YIREN LU EL CRIMEN DE ENVIAR UN MENSAJE DE TEXTO MIENTRAS MANEJAS - MATT RICHTEL
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Un texto de Juan Francisco Ugarte
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Danny Bowman, un británico de diecinueve años, intentó matarse después de tomar doscientos selfies y verse horrible en todas las fotos. Había dejado el colegio y llevaba seis meses encerrado en su cuarto. Por las mañanas, al sonar la alarma, lo primero que hacía era tomarse una decena de fotos a su cara antes de entrar a la ducha. El día que quiso suicidarse pasó diez horas seguidas apretando el mismo botón de su iPhone. Para Bowman, estas fotografías eran una rutina de su obsesión por verse bien en la pantalla. La misma obsesión que ha convertido al selfie, ese retrato de la modernidad, en un ejercicio mortal. Una pareja polaca murió frente a sus hijos al caer de un precipicio por tomarse una de estas fotos. Una chica estadounidense perdió la vida al chocar su auto contra un camiónpor no despegar los ojos del celular. Una adolescente rusa falleció al caer de un puente luego de fotografiarse a diez metros de altura. Un español se electrocutó en el techo de un trenmientras trataba de sacarse el selfie más arriesgado en su cuenta de Facebook. Un mexicano se voló la cabeza con una pistola al simular un disparo frente a la cámara. Un puertorriqueño murió al estrellar su motosegundos después de subir una imagen de su cara a Instagram. Una muchacha de trece años se ahogó en un río al ser arrastrada por la corriente mientras se tomaba un temerario selfie en la
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orilla. Todos ellos querían una gran foto de sí mismos. El último furor de esta época es el éxtasis de ver nuestros rostros. Una y otra vez. Como una revelación. Nunca aprendemos a mirarnos. Pero vivimos secretamente fascinados de los espejos, de la luna polarizada de los autos, de los escaparates con reflejo. Buscamos nuestras caras como si quisiéramos confirmar que seguimos siendo nosotros en la imagen, que nada en la geografía del rostro ha cambiado, que todo sigue en su lugar. Un autorretrato es la extensión de esa ingenua necesidad, un modo de reafirmar lo que somos: qué cosa hacemos, a quién frecuentamos, en qué lugar estamos. Y aunque en la anatomía del selfie parezca un fenómeno actual, la obsesión de vernos a nosotros mismos ha existido desde el inicio de la representación. En la mitología griega, Narciso se enamoró de sí mismo al ver su cara reflejada en el agua: una imagen que retuvo por siempre en la memoria. Un cuadro del siglo XVI, que se titula «Autorretrato en un espejo convexo», muestra el rostro del propio artista pintado en óleo. En 1839, el norteamericano Robert Cornelius tomó una de las primeras fotografías de la historia a su rostro, una imagen que hoy se considera el origen de los selfies. En 1914, la duquesa rusa Anastasia Nikoláyevnase retrató frente a un espejo a los trece años: el primer selfie de una adolescente.
Nunca aprendemos a mirarnos. Pero vivimos secretamente fascinados de los espejos, de la luna polarizada de los autos, de los escaparates con reflejo. Buscamos nuestras caras como si quisiéramos confirmar que seguimos siendo nosotros en la imagen, que nada en la geografía del rostro ha cambiado, que todo sigue en su lugar. Un autorretrato es la extensión de esa ingenua necesidad, un modo de reafirmar lo que somos: qué cosa hacemos, a quién frecuentamos, en qué lugar estamos
Un siglo después, los selfies están en todas partes. En 2013, los diccionarios Oxford —la referencia lingüística más prestigiosa en inglés— lo eligió como la palabra del año. Según sus editores, la frecuencia con la que la pronunciamos ha aumentado en diecisiete mil por ciento desde hace un par de años. En Snapchat, una aplicación de mensajería en imágenes, se publican más de trescientos millones de selfies por día. Como una epidemia, nadie parece estar libre de estas fotos. Desde el presidente Obama hasta el Papa Francisco han sucumbido a la extraña tentación de sacar una imagen de sus propios rostros. Los selfies están en todas partes, incluso en las celebraciones musulmanas, una de las religiones más conservadoras. En 2014, durante el Hajj, la peregrinación más grande del mundo, miles de jóvenes musulmanes interrumpieron la ceremonia para tomarse un selfie. El acto de retratarse con sus celulares originó el escándalo de los ortodoxos. Mohamed Ghilan, un usuario de Twitter, masculló en su teclado: «Si no te puedes desconectar de las redes sociales durante un evento de adoración, tu corazón está en problemas». En Estados Unidos, al otro lado del mundo, la adoración parece estar en un rostro. El actor James Franco ha sido declarado ‘el rey de los selfies’. Cantantes como Rihanna, Justin Bieber y Lady Gaga se comunican con sus fans todos los días a través de estas fotos. Los selfies han vuelto más famosos a los famosos, pero también han convertido en celebridades a algunos hombres anónimos. El norteamericano Benny Winfield Jr. se volvió famoso por publicar fotos de su cara en primer plano. El hombre de treinta y ocho años aparece en todos sus selfies exhibiendo la misma extraña sonrisa en distintos lugares: un auto, una habitación, un baño. Escenarios que apenas se ven, pero que a los doscientos treinta mil seguidores en Instagram no parece importarles demasia-
do. Lo único que importa es verle la cara. Hoy el mismo Winfield se proclama ‘líder del movimiento selfie’. Un movimiento que no existe, pero da igual: la cantidad de autorretratos que se sube a diario en Internet podría superar al número de integrantes de cualquier agrupación ideológica del planeta. Nada parece unirnos más que ver nuestros rostros. La historia privada del selfie podría resumirse en una suerte de muletilla pública. Hay personas que aseguran pronunciar la palabra más veces que la cantidad de fotos que se toman. El éxito del selfie es fotogénico: sólo con usar su nombre uno puede ganar dinero. En los últimos meses se ha publicado más de una docena de libros con esta palabra como título, pero la mayoría de ellos ni siquiera trata sobre el autorretrato. Hay literatura erótica. Libros de ficción. Relatos para niños. Manuales sobre cómo tomarse una foto. Según el bloguero JasonFeifer, «estos libros se han escrito para hacer dinero con la palabra selfie». Lo sabe muy bien la banda The Chainsmokers, que ha ganado miles de dólares por hacer un videoclip con todos los selfies de sus fans. La canción es manifiestamente horrible pero nadie la escucha: todos corren a verse a sí mismos en el collage de fotos. En menos de un año el video ha sumado más de doscientos sesenta y cinco millones de vistas en YouTube, casi como si toda la población de Rusia y Japón hubiera hecho clic en la canción, cuyo título, por supuesto, es «Selfie».
El lugar común de los selfies es que son producto de la vanidad y el narcicismo. Un modo de pensar tan extendido en la cultura popular que incluso The New Yorker, una de las revistas más importantes del mun45
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do, publicó en 2013 un ensayo titulado «Selfie», que reflexiona sobre el narcicismo desde un punto de vista psicológico. Es un titular tramposo: en ninguna parte del texto aparecen las palabras fotografía, autorretrato o selfie. Para algunos estas fotos denotan el ensimismamiento de una época, en la que jóvenes y adolescentes protagonizan una decadencia de la atención. Para otros, más optimistas, los selfies son un espacio para la autoexpresión, que se ha masificado por el éxito de las redes sociales. Un estudio de Social & Demographic Trends revela que más de la mitad de jóvenes entre los quince y veinticinco años admite tomarse y compartir selfies en las redes sociales. En un mundo en el que hablamos más a través de la pantalla, las nuevas generaciones siguen deslumbrándose por aquello que fascinó a Narciso: la belleza de un rostro. En un artículo de la revista Time, la periodista Alexandra Sifferlin se pregunta: «¿Son conscientes los jóvenes de la impresión que dejan sus selfies? ¿Se dan cuenta de que quizás estén enviando mensajes visuales que no les conviene, o que no quisieran transmitir?» Un adolescente que no sabe por qué publica fotos de su cara en Internet es un muchacho de otra era. Quizá, en el fondo, los selfies sólo develen nuestra incapacidad para entendernos entre nosotros mismos. Por su parte, la psicóloga Pamela Rutledgecree que los expertos están sobreanalizandoestas imágenes. «La tecnología cambia tan rápido —dice Rutledge—, que las generaciones pueden dejar de entenderse incluso llevándose sólo diez años de diferencia. Lo que para algunos es totalmente normal, para otros es síntoma de algo malo». En la época de los iPads, el selfie es para un adolescente un modo de pertenecer y participar en el mundo. De forjar la propia identidad. De moldear la imagen que tiene de uno mismo y enfrentarla con la de los demás. En la aparente frivolidad de un selfie se esconden algunos síntomas de lo que somos. Según estudios científicos, las fotos que vemos de otros pueden influenciar en cómo nos vemos a nosotros mismos. Y, por supuesto, en cómo actuamos. Las conexiones emocionales que hacemos al mirar el selfie de otra persona nos pueden llevar a 46
tomar ciertas decisiones. Querer irme de viaje. Vestirme diferente. Salir a una fiesta. Una investigación del Journal of AdolescentHealth sugiere que los adolescentes son más propensos a empezar a fumar o a beber si ven que sus amigos lo hacen en las fotografías. Una especie de mimetismo virtual. Los selfies casi nunca son fotos inocentes: hay en ellos algo que nos explica como individuos y que, incluso, podría explicar parte de esta era de la información y el paroxismo de la imagen. En un selfieel mensaje siempre soy yo y el medio en que lo transmito es la fotografía. Mi rostro como único lenguaje: un monólogo facial en un solo pestañeo.
En cierto modo, el éxito de Facebook tuvo que ver con el buen gusto de no tomarse selfies. Principalmente aquellos tomados en el espejo de los baños, casi siempre de hombres mostrando el torso descubierto o de chicas exhibiendo un afilado escote. Hasta el año 2009, estas fotos en el baño —muy características en MySpace— se consideraban de mal gusto. El ascenso de Facebook ocurrió cuando la gente empezó a optar por una idea de elegancia: frente al corriente diseño de MySpace y las vulgares fotos de baño, Facebook parecía una opción más refinada y elitista, con un diseño más sobrio. Y sin selfies. Pero entonces apareció un detalle tecnológico que lo cambió todo: la cámara frontal en el iPhone 4. Este diminuto lente permitió tomar fotos mirando a la cámara al mismo tiempo que uno podía verse reflejado en la pantalla, lo que perfeccionó el encuadre de las imágenes sin necesidad de tener un espejo o la ayuda de alguien más. Fue el inicio de una sobrepoblación de rostros en Internet, de momentos selfies en reuniones de amigos, de gestos nuevos en la cara de tu novia. Facebook, ese depósito de chismes, rupturas amorosas y falsas apariencias, aceptaba el mal gusto para volverlo tendencia. Hoy la moda devino en un divertido absurdo. Como demuestra un mapamundi de la revista Time, los selfies podrían fundar un nuevo tipo de turismo en el mundo. La cartografía revela sin ironía cuáles son las ciuda-
«Es cierto que los selfies pueden ser efecto de nuestra vanidad. Es cierto que podrían ofrecer una radiografía de nuestra baja autoestima. Es cierto que posiblemente lo hacemos para llamar la atención. Es cierto que a veces sólo estamos aburridos y que publicar fotos nos provoca una inesperada diversión. Es cierto que nos burlamos de quienes publican demasiado selfies. Es cierto que odiamos tener pocos likes en el nuestro. Es cierto que nunca creemos ser adictos a los selfies. Es cierto que no lo somos. Al final, sólo parece haber un hecho indiscutible: los rostros nos atraen»
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El éxito del selfie es fotogénico: sólo con usar su nombre uno puede ganar dinero. La banda The Chainsmokers ha ganado miles de dólares por hacer un videoclip con todos los selfies de sus fans. La canción es manifiestamente horrible pero nadie la escucha: todos corren a verse a sí mismos en el collage de fotos. En menos de un año el video ha sumado más de doscientos sesenta y cinco millones de vistas en YouTube
des que toman más autorretratos y que los publican en las redes sociales. El primer lugar es una rareza: Makati, en Filipinas. Una ciudad que, en promedio, se acomoda para tomarse un selfie cuatro mil ciento cincuenta y cinco veces al día. Y que supera a Manhattan y Miami, en el segundo y tercer lugar respectivamente. En un estudio similar —publicado en Selfiecity, una web que se dedica a investigar los selfies en todo el mundo—, se descubrió que las mujeres se toman más autorretratos que los hombres. En Moscú, por ejemplo, el ochentaidós por ciento de los selfies es de mujeres. Y un dato inútil: en San Paulo las chicas inclinan la cabeza diecisiete grados al tomarse una foto, mientras que las de Nueva York sólo lo hacen un ocho por ciento. El milimétrico arte de inclinar bien el rostro, sonreír y apretar un botón. Otro estudio, publicado en Daily Mail, afirma que en Gran Bretaña las mujeres pasan más de setecientas cincuenta horas entre tomándose, editando y publicando fotos, lo que equivale en tiempo a un mes de sus vidas. Los selfies son la nueva discordia de la cultura popular: todos se pelean por entenderlos. Hay textos que los analizan desde la ideología, como ocurre con el artículo de la periodista Erin Gloria Ryan, que aborda a estas fotos desde el feminismo. Vehemente y enfática, Ryan afirma: «Si cuatro chicas que acaban de regresar de la guerra se toman un selfie y lo publican, eso es ‘orgullo femenino’ a través de una imagen, pero la mayoría de veces los selfies son simplemente rostros de mujeres que no hablan». Un selfie cuyo único contenido es ‘mira mi rostro’ es un selfie vacío. Pero un selfie que, además de mostrar un rostro, contiene un sentido o un trasfondo, quizá uno como ‘estoy con mi padre a quien no veo desde hace diez años’, o ‘acabo de graduarme de abogada’, o ‘me voy de vacaciones después de trabajar dos años’, es un selfie que no bus48
ca la aceptación del otro, que no se regodea en su vanidad, sino que muestra una intención por expresar un momento importante en la vida de esa persona. Es cierto que los selfies pueden ser efecto de nuestro narcicismo. Es cierto que podrían ofrecer una radiografía de nuestra baja autoestima. Es cierto que posiblemente lo hacemos para llamar la atención. Es cierto que a veces sólo estamos aburridos y que publicar fotos nos provoca una inesperada diversión. Es cierto que nos burlamos de quienes publican demasiado selfies. Es cierto que odiamos tener pocos likes en el nuestro. Es cierto que nunca creemos ser adictos a los selfies. Es cierto que nunca lo somos. Al final, sólo parece haber un hecho indiscutible: los rostros nos atraen. Como ocurre en casi todo, la neurociencia también tiene una explicación para los selfies. Según la psicóloga Pamela Rutledge, nuestra obsesión por estas fotos responde a un mecanismo visual del cerebro. La mente está diseñada para reaccionar con mayor rapidez a los rostros. Es algo inconsciente. El cerebro procesa una cara casi de inmediato. Al ver una página repleta de imágenes, nuestro cerebro identificará y retendrá con más facilidad los primeros planos y los selfies. Quizá algo de razón tenía un lector en Internet al reclamar en un artículo en contra de este tipo de fotos: «Piensa en las personas de Facebook que no muestran su cara. Y que incluso es difícil encontrar imágenes de ellos. Pregúntate a ti mismo: ¿Es eso saludable? Mostrarte a ti mismo ante los demás requiere un pequeño grado de confianza y de buena salud». Como nuestros actos más íntimos, los selfies nos revelan una secreta dimensión de nosotros mismos.Y si hay algo más extraño que un adicto al selfie, es un alérgico a los selfies. En el mundo de la imagen y la autoexhibición, ocultar el rostro sólo expresaría una sospecha: que tenemos algo que esconder
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