Festival de jazz

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¡Fiu fiu fiiiiu! ¿Fuio fuio? ¡Fiii fiii fiii! ¡Fuis fuis!

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DIRECCIÓN GENERAL: Nicolás Peláez, Laura Gutíerrez, Pablo Tobar, Café Libro Rabo de Nube, Colectivo MalaGana y Popayán Cultural. COORDINACIÓN EDITORIAL Y CORRECCIÓN DE TEXTOS Julián Pérez Lizcano Rodrigo Orozco COMITÉ EDITORIAL Los Pangurbes y el Ciudeblo DISEÑO GRÁFICO EDITORIAL Grafídromo IMPRESIÓN Identidad Gráfica / Cra 2 # 2-52, Popayán EDITOR Colectivo MalaGana malaganapop@gmail.com

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Han pasado varios siglos donde no recuerdo nada. Entre el Macizo, Puracé, Corinto, Guambía, Patía, Guapi y demás pueblos de una tierra l amada “Cauca”, dicen que he vagado. Ahora estoy tirado en un parque l amado Caldas, en una ciudad de paredes blancas como mi memoria, una ciudad l amada Popayán. En un bolsillo encontré un papel que tiene escrito: “

Has caminado por siglos, antes de nacer tu destino estaba trazado a ser un andariego; de pequeño junto al fuego se sentaron tus hermanos y te dijeron: nuestro pueblo será violentado, robado, marginado, desplazado, olvidado; tendrás que ver, vivir y sentir todo lo que pase. Verás a tu pueblo seguir sonriendo en medio de la guerra, en su trasformación la asediarán y robarán. Nacerás varias veces: te l amarán indio, negro y blanco. Te sentirás borracho, cargarás con niguas, tres cruces y muchos santos; comerás pipian y cordero; escucharás chirimías, violines, marimbas, cantos y verás transformar las montañas mientras ves al Guando y a un diablo con un trapo rojo pidiendo monedas… Hijo, tus ojos, oídos, mente y cuerpo serán los de un sabio y para descansar, tendrás que usar tu conocimiento para que tu tierra logre despertar”. He decidido comenzar la búsqueda de la memoria para poder descansar. Estos son los primeros cinco cuentos:

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Eso fue por allá en el 2008, cuando el esplendor del aperitivo de aguardiente Parranda y uno de los tantos auges de la limpieza social en Popayán. Yo tenía 17 años y bebía casi todos los días, pues la universidad no es que fuera muy exigente y mi papá, que era el malgeniado, trabajaba lejos. A pesar de que la seguridad en los últimos años en Popayán ha sido una mierda, nunca me pasó nada. Ni a mí ni a Andrés, que era con quien bebía. Claro: una media de Parranda valía dos mil pesos y uno con tres medias ya estaba borracho. Ahora Parrandita no embriaga lo mismo y es mucho más cara; las cosas cada vez sirven para menos acá. Yo podía bajar a la hora que fuera para mi casa y nada me pasaba. A lo bien. En el barrio de Andrés por las noches se escuchaba a la llorona preguntando por sus hijos que fijo se los habían matado a falta de capacidades para corregirlos. Pasaba volando sobre los techos o gritando entre las casas.

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En mi casa, en cambio, una vez, antes de dormirme vi una sombra altísima al pie de la cama. Apenas tuve conciencia de ella, perdí la movilidad y sentí que empezó a ahorcarme. Ni siquiera podía gritar. Me acordé de las pesadillas que tenía de niño pero esto era real. Y esa vaina se volvió costumbre. Siempre que bebía ya sabía que por la noche iba a intentar asfixiarme lo que fuera que fuera eso. Una noche en lugar de miedo me dio fue rabia y empecé a intentar moverme con toda. Contar las vainas por escrito no es lo mismo. Es una mamera. El hecho es que no sentía manos ni nada en mi cuello, simplemente la asfixia y la puta sombra allí parada. Recordé en medio de eso las historias de mi abuelo y lo que siempre decía: a los borrachos los cuida el diablo. Y yo que pensé que no tenía por qué buscarme a mí ese man para asustarme así de feo. Es decir, me bautizaron en el Perpetuo Socorro, la primera comunión la hice en la iglesia de San Francisco y me confirmé en la mismísima Catedral Basílica Metropolitana de Nuestra Señora de la Asunción (así la l ama Wikipedia). Para algo tenía que servir esa mierda, ¿no? Pero ni para eso. El caso es que me acordé de la oración de

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mi abuela, la de acordate Lucifer de la gloria que perdiste en el cielo, voseando al man y todo, con confianza payanesa, con ese trato de iguales que es el voseo, pero ni así. Algún avispado dirá con cara y voz de idiota: parálisis de sueño. Sí, eso pensé al principio. Pero seguro que me hubiera muerto ese día de no ser porque mi mamá pegó un grito y me sacó del letargo. Me contó que iba pasando para el baño y vio a un tipo gigante al pie de la cama, que la cabeza le daba al techo y que respiraba carraspeando. De pura valiente prendió la luz y no había nada. Tuve que mermarle al trago unos diítas. Por las noches empecé a darme cuenta de la mano de desplazados que se habían vuelto ladrones e indigentes, del montón de atracadores que se veían por ahí. Desde entonces tuve miedo: la policía no es tan efectiva como el diablo para salvarlo a uno en el momento preciso. Dejé de salir. Al tiempo Andrés me contó que a él le pasaba lo mismo pero que no me había dicho por el miedo tan hijueputa con el que vivía. Ahora solo paso la tercera parte del año en Popayán; eso es solo un recuerdo. En Bogotá no l ora el duende ni se ve el guando ni el diablo ni nada. Bogotá asusta hasta a los espantos.

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—¿Ese man sí dormirá tranquilo? —Claro, ¿no ves cómo jode? Ojalá tuviera pesadillas… —¡Marica! ¿Vos te imaginás cómo sería una pesadilla del man? —Jajaja, el marica estaría en medio del parque Caldas, pleno viernes, rezando como un verraco porque le formaron culo de desorden. Yo estaría dichoso en esa farra. —Habría una chirimía haciéndole bulla. Los músicos chupe y chupe guarapo. Y habría impulsadoras de Caucano sirviéndole trago a la gente. —Uy, claro, ¡con esas patotas! Parce, le servirían a una mano de indios mientras bailan con la chirimía, y el Diablo de la chirimía le pellizcaría el culo a la impulsadoras todas coquetas. —Jejé, pero tendrían que haber varios Diablos pidiendo plata, porque sería una chirimía de tres pisos, papá. ­—¡Claro! Y ‘porahi’ Chancaca tocándole flauta a una negra bien buena.

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—Tendrían que haber manes con cohetones, gritando “¡Epa hijueputa!”. —Ese pobre monseñor buscando altar pa’ pedir por su alma, porque la de los demás qué importa. —¡Uy! Y que en esas se encuentre al Eccehomo, se le arrodille y cierre los ojos rezándole… —Pero que el marica cierra los ojos no pa’ concentrarse sino pa’ no presenciar tanto pecado, jajaja. —Imaginá en medio de todos, una sahumadora charlándose al alcalde todo borracho. —Jajajaja, y por ahí en las esquinas carros a todo volumen poniendo salsachoque, y bailando y tomando. —Y el monseñor mordiéndose los puños porque además entre los árboles hay jaguares y niños jugando con ellos, perros cojos, gatos negros y una burra con cara de mujer. —Mejor dicho, la escena se le quedaría a cualquier mariguanero. —¡No! Además que cuando el marica se atreva a abrir los ojos en vez del Eccehomo, esté una india lo más de bonita, y lleguen unos negros con cadenas en el cuello y los tobillos y se la lleven en una procesión pa’ dejar mamando al cura. —¿Los negros estarían contentos? —No tengo idea, las pesadillas no las entiende ni el dueño.

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—Podríamos meterle también en vez de la estatua de Caldas uno de esos taitapuros de los Cortapalos, jajajaja. —Y cuando estalle, el cura grita “¡Esto es el Pandemonium, sálveme Dios!”. ­—Jajaja, todo desesperado ese man. —Claro, pero todo el mundo contento y ese cucho persignándose, haciéndole mala cara a todos. —Parce, ahí en esa pesadilla debe estar una señora, así, de blanco como la del Paraninfo. —Pero borracha. —Sisas, y gritando “¡En África el diAbles blancO!” con un vaso de guarapo en la mano, toda digna ella. Divi-na. Como una quinciañera buena. Morronga con velo de cielo lleno de chulos y un cóndor grandísimo. ­—Abajo la ciudad con humo saliéndole de ‘porahi’. —Belén tiznado como olla, a lo lejos. —En vez de la Catedral, el Morro lleno de indios y sopletes. —Un niño que se le acerque a Marín, con una camiseta del América y una corona de plástico y le diga que todo bien, que no se estrese. —Y el man llorando desesperado. —Tan güevón.

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Abelardo y Santiago, dos pensionados payaneses, que entre sus ceños fruncidos hablaban sobre política en el parque Caldas, tocaron un tópico que ha provocado insomnio y pesadez encefálica a todo aquel provisorio curioso que alguna vez ha osado transitar los senderos del mítico parque central de Popayán. —Ole Abelardo, —dijo Santiago mientras engullía dos maníes— ¿vos sabés para qué son esa piscinitas de cerámica que hay en el parque? —¡Jmm! eso como que se lo hicieron a los indios para que se lavaran las niguas —replicó Abelardo. Noté que el rostro de Abelardo expresaba asco cuando pronunció la palabra ‘indios’, más que cuando se refirió a las niguas, el legendario bicho al cual le debemos tantas leyendas patojas.

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—¡¡No Abelardo!! —exclamó Santiago exaltado— No seás güevón, los acabados de piedra en las esquinas de donde funcionaban los conventos de Popayán eran para rascarse las niguas, ¡viejo ignorante! Abelardo, pensativo, sacó del bolsillo derecho de su bléiser gris un pañuelo rojo descolorido, con él se secó el sudor de su amplia frente y, mientras guardaba celosamente dicho pañuelo, repuso: —Mi querido Santiago, tus argumentos brillan por lo miserable que encarnan. Para rascarse las niguas — dijo un tanto colérico— se dispuso colocar dos piedras grandes en las entradas de la ciudad, una en el norte y una en el sur, así se limpiaban las patas antes de entrar, y si se pringaban, se quitaran las niguas al salir. El rostro de Santiago denotaba una expresión extraña, entre enojo y lástima; como el tipo de expresión que utilizan en Alhambra cuando pides que te rebajen la media de caucano, o ese rostro que te colocan cuando preguntas si hay un ponqué de doña Chepa más barato. —Las piedras norte y sur, —explicó Santiago con un tono más condescendiente—

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trazan el camino que toma la Falla de Romeral. Las colocaron para que no se construyera sobre ella, por eso es qu…. —Un momento, —alzó la voz Abelardo— ¿y entonces por qué el centro está sobre la falla? Con razón tu mujer te dejó por un quilichagüeño, por tarugo. —Mi mujer me dejó porque me pilló con la tuya culia….. —Señores por favor, serénense un poco —dije mientras me acercaba a ellos— La verdad es que ninguno de ustedes ha dado con la verdad del asunto... Los miré y hablé: —Cuando las calles aledañas a la plaza recibieron el primer baño de pavimento asfáltico, hacia 1935, la colonia siria-hebrea y libanesa obsequió en gesto recordatorio y de solidaridad, las cuatro fuentes de agua enchapadas en abigarrados y multicolores azulejos, —les dije, mientras leía una nota de Wikipedia en mi celular. —¿Y vos qué apellido sos para saber eso? ¿Valencia o Mosquera? —preguntaron al unísono. Ninguno señor, —rebatí—, yo no soy de acá, soy de Nariño.

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—Ese es el problema con esos hijueputas pastusos. —Si vecino, —dijo Santiago mientras se levantaba de la banca— aparte de que vienen a quitarles los cupos a los payaneses en la del Cauca, también pretenden venir a contarnos nuestra historia. —Hasta mañana Abelardo, saludos a su esposa —dijo entre risas. —Viejo cacorro —suspiró Abelardo.

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Rodrigo no estaba loco. Era un demonio exiliado del infierno. Rodrigo. Así se l amaba el hombre extraño que conocí de pequeña en la vereda donde creció mamá. Pedía café con pan, de dulce, porque odiaba el pan de sal. No podía hablar, por eso le decían “el mudo Rodrigo”. Tenía barba blanca, larga y crespa; uñas de casi dos centímetros y duras como la madera. No tenía todos sus dientes, solo le quedaba un colmillo grande y amarillo que se asomaba cuando pedía pan. Era terco pero noble, se relamía los labios todo el tiempo y no le gustaba usar zapatos. Tenía pies duros, roñosos, con callos por andar descalzo sobre piedras. Siempre lo vi

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con el mismo pantalón de dril café y una camisa sucia de rayas azules, empolvada y sin botones. Mi abuela dice que lo conoció desde pequeña y siempre fue igual: un anciano silencioso, inofensivo y de misterios que nunca pudo contar. En la vereda se rumoraba que tenía poderes mágicos, que vivió en una cueva donde hacía hechizos y hablaba con el diablo mayor. Según la gente, Rodrigo conoció el infierno. El pacto consistía en darle poderes, bajo la amenaza de arrebatarle el alma, cuando al diablo se le antojara. Rodrigo logró reconocimento, curaba, hacía amarres, separaciones, l amamientos. Satanás se lo llevó, ese era el acuerdo, el diablo tapa y tapa hasta que destapa.

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Rodrigo era necesario: la gente enfermaba, los niños enloquecían, las gallinas no ponían, no había leche. El ruego colectivo de la vereda trajo de nuevo a Rodrigo. Y regresó pero vacío, sin voz y sin fortuna. Sin embargo, la gente de la vereda nunca lo rechazó. La gente lo alimentaba y vestía para que nunca pasara hambre y frío. Recuerdo que bajaba caminando silencioso y pausado al pueblo, miraba la iglesia de San Pedro de lejos mientras sobaba sus manos sin parar y se quedaba con la mirada fija en el infinito de su condena.

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Nadie sabe por qué se fue, ni para dónde. Lo que asegura mi abuela es que él no podría morir, porque la muerte lo condenó y la muerte es infinita. Nadie más lo volvió a ver. Conservo el recuerdo de su misterio y lo comparto. Sí, el diablo es el diablo, y no es tan malo como lo pintan. Soltó a Rodrigo. Quizá es alegre, le gusta pedir limosna cuando baila con la chirimía.

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La nigua no respetaba ni rico ni pobre, pero a nosotros se nos pegaban más porque no teníamos zapatos y nuestras casas eran de barro crudo. A los niños ricos casi no porque además de casa de ladrillo, tenían zapatos. Antes de la entrada del colegio nos veíamos con ellos y nos reventamos las narices. Cuando se acaba la pelea íbamos a clase y debíamos quitarle los piojos a don Antonio, el profesor de la escuela, tarea fácil pues era cabeci-pelado el misingo aquel. Además en la escuela nos turnábamos para quitarnos los piojos y las niguas para poder salir; hacer la tarea rápido para jugar a las bolas, a los tipos o a los trompos. Al volver a la casa, pintada de blanco y de piso de tierra, con mi hermano ayudábamos a alzar

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los horcones, amarrábamos palos sobre ellos, poníamos esteras y nos disponíamos a dormir. Al otro día amanecíamos picados por pulgas y chinches que había en la alfombra de fique. Así todas las noches. Los sábados de fiesta se juntaban mi tío Guillermo con la guitarra, don Arturo en el clarinete, y con la orquesta La Lira, daban inicio las populares retretas, donde se reunían las bandas en la plaza San Francisco a tocar toda la tarde. Nunca sabré cómo hacían los músicos para no rascarse en medio de las canciones. Por supuesto que las pulgas iban y venían como dueñas del pueblo, y todos teníamos ronchas. Incluso en el cine, los domingos de cine en el teatro la Ballesilla. Ahí cada ocho días traían rollos de películas desde Popayán; primero presentaron cine mudo,

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Chaplin era muy bueno, tiempo después l egaron películas de vaqueros y mexicanas. Para poder ir a cine teníamos que, mi hermano y yo, subir hasta el Cerro a traer un atado de leña, a pie limpio. Yo no sabía por qué las l amaban las cuatro plagas, pero eso sí, reunían a mi mamá y a sus amigas a rezar para que se acabaran. Al final el milagro lo hizo Salud Pública, en alguna semana de 1950, que un día fumigó y se acabó la maldición. Por esos días ya teníamos zapatos mis hermanos y yo.

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Edición de 1000 de ejemplares Papel propalibro de 70 gr. - Honeycomb de 270 gr. Tipografía usada Jazz caucano e ITC Garamond Std Popayán, 2016




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