Fr. Rufino María Grández capuchino
DOCE ESTRELLAS HERMANOS MENORES CAPUCHINOS MADRID, JULIO 2021
DOCE ESTRELLAS
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Fr. Rufino María Grández, capuchino
DOCE ESTRELLAS
MADRID, HERMANOS MENORES CAPUCHINOS JULIO 2021
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A LA MADRE DE DIOS MADRE DE LA IGLESIA DE NAVARRA: SANTA MARÍA, RUEGA POR NOSOTROS Pamplona, Presentación de María 1974 (Dedicatoria original)
Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza (Apocalipsis 12,1)
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PRÓLOGO Queridísimo hijo Este manojo de flores que la amable lectora o el benévolo lector tiene ante sus ojos esconde una sencilla historia, que es bueno saberla, para mejor entender el contenido de las Doce estrellas. Doce estrellas resplandecientes del libro del Apocalipsis, que un día la Unión Europea tuvo la cristiana idea de ponerlas en su emblema. Hace cincuenta años la vida religiosa femenina florecía en Navarra. Los conventos estaban llenos de juventud. Por aquel entonces yo era un joven profesor de Biblia en el venerado cenobio de los capuchinos que desde el principio del siglo XVII estaba a las orillas del Arga, pletórico también de juventud y de ilusiones. Allí está todavía, muy transformado, con ancianos venerables llenos de santidad… La CONFER femenina de Navarra estaba boyante y tenía muchas iniciativas. El Concilio había despertado un atractivo especial por la Sagrada Escritura, y yo había llegado de Roma con la Biblia en la mano (1964). Y en este clima de tanta vitalidad, pasados unos años, me propusieron dar los sábados por la tarde “lectio divina”. Puedo rescatar de mis carpetas aquellos folletitos de 8 páginas (dos folios doblados), sacados a multicopista, que con el título de “Lectio divina” se distribuían a 80, 90…, 100 hermanas que acudían al Salón de actos del Colegio Vedruna en la calle San Fermín de Pamplona. La primera serie fue el curso 72-73; la segunda el 73-74; la tercera 7475. Y he aquí que como “lectio spiritualis”, “lectio divina” saltaron
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del corazón estas hojas, tituladas así, como adivina el lector en honor de la Virgen María: Doce estrellas. Fueron 12 + 1, porque el amor siempre se queda con una palabra por decir. La primera está fechada en la Presentación de María de 1974, y un añadido dice: Adjunto a Lectio divina. Este es el origen de las hojas, que ahora alguien me ha dicho: Pero esto es un tesoro que hay que publicarlo… (Y, como la sangre no es agua, mi devoción ha cedido al instante. Ese “alguien” era mi hermana de carne y sangre, sor María del Burgo, desde muy joven religiosa de la Orden de la Inmaculada Concepción, de santa Beatriz de Silva. Por cortesía y verdad he de decir que ha sido la mecanógrafa para recuperar, ad pedem litterae, lo que el tiempo ha diluido de aquellas multicopistas de antaño, pero no ha logrado borrar). ¡Qué ilusión traían aquellas charlas sabatinas, con la Biblia como cantar de fondo, como libro de oración que toda pena enjuaga…! No es edad de cantar glorias propias pasadas – siempre necio, y más a esta edad cuando los años no propician muchos flirteos a la vanidad… - era vida, y vida perfumada y fragante… que nos había traído el Concilio. Luego las cosas cambiaron, sin entrar en análisis lamentoso…; pero la cruda realidad es que la crisis se ha metido, como un extraño virus, por todas partes… Negarlo sería más que de tontos… Volvemos al recuerdo de la Madre… ¿Quién es la Madre? La madre es aquella que puede decir: “Queridísimo hijo” (Yo guardo en mi hermosa Nova Vulgata un carta, que su puño y letra dice: Queridísimo hijo). En estas hojas cantamos a la Madre, para decir cosas lindas y verdaderas: que ella es la verdad escondida de la Escritura, que ella es la armonía de la fe…, el entrecruce de todos los misterios… No son piropos al aire, no. Atrévase el lector a navegar por este mar azul… Lea y luego, si tiene valor, opine…
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Estas hojas dirigidas a la toda pura, a quien Dante llamó “Figlia del tuo Figlio…”, detrás de sí tienen un eco. Y acaso el eco sea el verdadero, aquí no expresado con palabras. El sentido último de estas hojas es la respuesta de la Virgen María: - Queridísimo hijo. Y el hijo responde, con los ojos humedecidos: - ¡Gracias, Madre! Los sencillos la obsequian con las “Tres Avemarías”; los sencillos y los doctos la obsequian con el Santo Rosario. Unos y otros encuentran en estas devociones tesoros maravillosos. Y, sin duda, no se equivocan. Con el don del pensamiento vamos a tejer a la Madre una corona de flores, que, mirando al cielo, es una Corona de Doce estrellas. Y si valen algo, es porque, en el fondo es una Corona de Amor. Madrid, 8 de julio de 2021 Fr. Rufino María Grández
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1 EL ÁNGEL DEL SEÑOR ANUNCIÓ A MARÍA
¿Cómo agradecerle al Señor la oportunidad que nos da de anunciarle a él y sus maravillas? Su Nombre es Santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación… Pero no sé por qué hay algo que condensa en lo profundo el espíritu y lo retiene como paralizado, cuando uno creía que estaba ya todo dispuesto para batir la máquina como una cítara vibrante y de este modo entonar desde la fibra conmovida del corazón una alabanza litúrgica: “profetizaba al son de la cítara para celebrar y alabar a Yahvéh” (1 Cron 25, 2 ). Hay algo que te retiene por dentro, pero la misma palabra liberadora da el empuje y me dice: “¡Levántate, pues! Manos a la obra y que Yahvéh sea contigo!” (1 Cron 22, 16 ) La teología recia y la intimidad, la razón acerada y el afecto, la fe insobornable y el candor de quien como niño carece de planteamientos, la sobriedad severa y el adorno…,todo, quisiera juntarse y rendirse ante el Dios de la Verdad para expresar un deseo: Yo también quiero hablar de la Madre de Dios y dejar a mi paso un recuerdo para ella, es decir, para nuestro Dios de misericordia. No es la fascinación del eterno femenino, no…, a no ser que ese eterno femenino sea el reverbero del Verbo Encarnado. María atrae al creyente porque es el reclamo de la unidad del hombre, es la fotografía viva de todos los humanos; es la hermana entrañable. Paralela a la Iglesia y trascendente a la Iglesia. Ella es la gracia. Ahora bien, al ser la “llena de gracia”, es la gracia asumida por la Gloria; es el tratado de gracia y “más”. Es la hondura, es el vacío humano, y es el colmo de Dios en la criatura.
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Por eso todos los cristianos la queremos, y cuanto más la destificamos más la queremos. O diré mejor: en ella no hay mito, no puede haberlo; el mito es nuestro pecado tendido sobre ella. Cuando la vemos como es ante la presencia de Dios, entonces sí es toda hermosa. Pro hace falta una fe muy fuerte, muy pura, para atreverse a mirarla como es, pobre de Israel, y no vacilar. Es fascinación y vértigo y muerte en fe mirarla de frente…Sí, también la mariología es Cruz si acepto a María como hecho de fe que Cristo Redentor me propone. Mi orgullo queda aniquilado, y la única liberación es cantar la Gloria de Dios porque el Poderoso ha hecho coas grandes en su esclava. No, el pensamiento de María no es dulzarrón; es fuerte como el amor, sencillamente es fuerte y fascinante. Ni creemos tampoco que la mariología con la dinámica síntesis conciliar se va a agotar. Se agotará cuando se agote el estudio de Cristo y de su Iglesia; pero esto continúa hasta la vuelta del Señor. Y por eso a los discípulos de Cristo nos gusta con un deleite del Espíritu poder dejar una palabra por la Madre de Dios. Antes de pasar el umbral hay dos cosas, dos preocupaciones, que es necesario clarificar: Primera, cómo hablar correctamente, conforme a la norma de la fe, acerca de María. Segunda, en consecuencia qué postura cristiana adoptar frente a ella. Y ambas cosas son las que queremos aclarar ahora. +++ ¿Cómo hablar rectamente de María?
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Vienen al recuerdo unos pensamientos de Teresa de Lixieux, poco antes de morir, de una conversación del 23 de agosto de 1897: “Me habló de nuevo de la Santísima Virgen (la confidente es la M. Inés de Jesús, es decir, su hermana Paulina), diciéndome que todos los sermones que había oído sobre ella la habían dejado insensible: ¡Cuánto me hubiera gustado ser sacerdote, para predicar sobre la Virgen María! Creo que me hubiera bastado predicar una sola vez para dar a entender lo que pienso de ella. Ante todo, hubiera hecho ver cuán poco se conoce la vida de la Santísima Virgen. No hay que decir de ella cosas inverosímiles o que no se saben…Habría que decir que vivía de fe, como nosotros, y dar las pruebas que se leen en el Evangelio, donde se dice: “No comprendieron lo que se les decía”. Y este otro: “su padre y su madre estaban admirados de las cosas que se decían de él”. Esta admiración denota un cierto asombro, ¿no os parece, Madre mía?” (Últimas conversaciones, 23, VIII, 1897). ¿Qué hubiera dicho Teresita, sacerdote, en una sola vez, si hubiera tenido la oportunidad de hablar de la Virgen María? No es fantástico adivinarlo. Nos habría hablado del misterio de la sencillez y de la fe de María. Unos meses antes, en su última poesía titulada “Por qué te amo, ¡oh María”! (mayo 1897) había escrito: “Comprendo ahora el misterio del templo, la respuesta y el tono de mi Rey amable. Madre, este dulce Niño quiere que seas el ejemplo del alma que le busca en la noche de la fe./ Puesto que el Rey del cielo quiso a su Madre sometida a la noche y a la angustia el corazón, ¿será acaso un bien sufrir en la tierra? Sí, sufrir amando es la dicha más pura. / Todo lo que Jesús me ha dado puede volver a tomarlo. Dile, Madre, que nunca conmigo se enfade, aunque se esconda. Me resigno a esperarle hasta el día sin ocaso en que se apague mi fe. / Sé que en Nazaret, oh Virgen llena de gracia, viviste pobre sin ambición de más. Ni éxtasis, ni raptos, ni milagros hermosearon tu vida, Reina
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de los elegidos. / Grande es en la tierra el número de los pequeños. Ellos pueden elevar, sin miedo, sus ojos hasta ti. Por el camino de todos vas, ¡oh, incomparable Madre, durante el triste destierro. Contemplándote, ¡oh, Virgen! , me hundo en el éxtasis al descubrir en tu corazón abismos de amor”. Teresita no tiene una técnica teológica, pero ha intuido certeramente, por connaturalidad espiritual, por el don del Espíritu, la actitud radical de María en la fe. ¡Cómo hubiera disfrutado la contemplativa y enamorada carmelita al ver hoy la imagen evangélica de María mucho más plena de resonancias bíblicas de lo que ella pudo verla! Y en esa trayectoria de fe María ¡adónde habría llegado Teresita adentrándose en los planteamientos más radicales de la teología…! El misterio mariano es fortísimo y es duro como la Cruz. Pero Teresa de Lisieux no renuncia a una cálida ternura que en ella cobra la más secreta vibración de lo femenino. El que de verdad no sea maduro en la fe y no guste el lenguaje del Cantar ¿cómo podrá comprender con respeto el que haya podido consignarse por escrito la primera poesía de la joven Teresita, “El rocío o la leche virginal de María”? (2 de feb. 1893). Allí dice: “Los purísimos brazos de tu madre forman tu cuna y tu trono real; tu dulce sol, el seno de María, y tu rocío, la leche virginal. /… Pero sobre la cruz, ¡oh Flor abierta!, reconozco tu aroma matinal. Reconozco las perlas de María. Es tu sangre la leche virginal”. ¿Cómo hablar rectamente de María?
Nadie piense que es fácil. No lo es en modo alguno, pues se trata de transmitir la Palabra de Dios. No hay otro manantial de las cosas de Dios que Dios mismo. Por ello me parece como el título de toda
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la mariología la palabra serena que el pueblo cristiano alaba a la Virgen María: “El Angel del Señor anunció a María…” ¡El Angel del Señor!, ahí empieza la mariología. Palabra celeste que llega a la tierra; la mariología es, en su íntima entraña, palabra celeste, aprendida de Dios, dada por Dios, y dada para la tiera, para una mujer, hermana nuestra, discípula de Cristo, redimida, Madre de Dios. No llevemos lo abstracto a esta Mujer; fijos los ojos la contemplamos en Nazaret, agraciada, toda pura en lo cotidiano. El estremecimiento que cala el corazón para hablar de María es el no acertar y con buena voluntad manchar impíamente los misterios de Dios. Puedo evocar el pasado. San Anselmo, San Bernardo, San Alberto, Santo Tomás, San Buenaventura…, llenos de entrañable unción y piedad a María, negaron la Concepción Inmaculada de María. Admitieron la plena santificación de María en el útero materno, pero tras la infusión del alma. Fue un instante imperceptible, lo imprescindible sólo para que ella tuviera contacto con el pecado de origen; pero allí estaba el parentesco pecaminoso…, simplemente para decir que la toda pura entraba dentro del principio de la redención universal de Cristo. Y ¡cierto que entraba!, pero de una forma entonces no clarificada: redención preservativa… No era en ellos impiedad, sino falta de un instrumental metafísico adecuado, y ellos mismos sentían la instintiva inseguridad de su postura que querían mantener por la dignidad de Cristo. Hoy la teología protestante tampoco acaba de dar el paso decisivo hacia la Madre de Dios, por dos principios: por el principio de la “exclusividad” para salvar la trascendencia ( sólo Dios, sólo Cristo, sólo la fe, sólo la Escritura, sólo la gracia; mientras que, salvando la trascendencia, la teología católica se inserta en otra metafísica: Cristo, sí, y en Cristo María; la fe, y en la fe las obras; la Escritura 15
y en la Escritura la santa Tradición; la gracia, y en la gracia el mérito… ); y por el principio de la “pasividad”: la criatura puede recibir el gozo de lo divino, nada más, sin que pueda poner una actividad positiva en orden a la salvación. Los protestantes, muchos de ellos, aman piadosamente a María, pero tiene de ella una figura “metafísica” muy distinta a nosotros, y esto por rigurosa honestidad con la armonía de su fe, de su idea de la incomunicable trascendencia de Dios. De otra parte uno tiembla al pensar que puede inhibirse, no atreviéndose a afrontar con valentía la concretez de la existencia de María, por ejemplo, en la tremenda limitación de su conocimiento incluso con respecto de aquel Hijo, criatura que Dios le había dado… Que la fe no vacile y sepa discernir con el don del Espíritu. Se alzan, por ejemplo, voces para atestiguar que la virginidad de María no afecta al signo de la carne, y avanzando mentalmente por este camino uno cree posible llegar hasta la unión sexual de la Virgen y su Esposo para que el fruto bendito viniera por el camino común. Se alzan voces para decir que la Asunción es sencillamente la canonización escatológica de María que posee a Cristo, de forma esencial, si bien no en el signo de la carne… Pensamientos así, fuertemente tallados por el entendimiento y la psicología, alucinan sin saber hasta donde están controlados por el Espíritu. Y vuelve el cristiano humildemente al “Angelus” : “El Angel del Señor anunció a María…” Lo dice el Evangelio: “Fue enviado por Dios el ángel Gabriel…”(Lc 1,26). Gabriel es el mensaje escatológico y mesiánico ( cf. Dan 8, 1518), el mensajero que revela el secreto de las setenta semana (Dan 9,21). Para hablar de María hace falta el Espíritu de Gabriel; la boca de Gabriel es la voz de la mariología, sí.
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Es, pues, una aventura de humildad, de adoración, de sabiduría hablar rectamente de María, con limpidez, con fuerza, sin inhibiciones, sin barroquismos. Para hablar de María hace falta calar lo imponderable. Por ejemplo ¿no siente el teólogo que una Salve a la Reina y Madre de misericordia, Salve que es un remando profundo de la piedad del pueblo de Dios, suena como monumento imponente de teología? Y una imagen de María ¿qué sugiere? ¿Y sus santos iconos? ¿Y una peregrinación pueblerina y festiva a la ermita…? Para hablar rectamente de María hay que situarse en esos núcleos vitales, que no suelen tener palabras adecuadas de versión teológica, pero que son las vivencias personales y hondas del misterio.
+++ ¿Qué postura cristiana tomar frente a la Virgen? Ha pasado el tiempo en que la piedad normal de los piadosos, al menos de los piadosos incipientes, la vivencia mariana polarizaba la actividad psicológica del espíritu. Cristo, teológica y sicológicamente, debe ocupar el centro; María es irradiación y reverbero y su luz es en Cristo. Y si María es la figura central del altar mayor del corazón, eso es por carisma, no como la norma corriente de la fe cristiana. Con sensatez de adulto es muy grato evocar días pasados, recuerdos que en el fondo son para agradecer. La Eucaristía, la Virgen y las Misiones eran la trilogía fuerte del seminario seráfico. La Virgen como esclavitud mariana y con un relieve tan fuerte que prácticamente venía a ser la norma de la sicología y de la sensibilidad espiritual. Lo envolvía todo, lo impregnaba todo. Aquella explosión
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de “Viva la Virgen María, causa de nuestra alegría” puesta como bandera al comienzo de las cartas, aquellas flores, aquellos obsequios, aquel sermón indescriptible de la fiesta de la Presentación de María, semejante a un pregón pascual, aquella consagración de esclavos… Se trataba de tocar lo absoluto – y cierto que se tocaba – con unas formas al fin tan relativas y tan proclives, por otra parte, al sentimiento y sentimentalismo. No son recuerdos de una “época” remota, y sin embargo la distancia es como la distancia de una nueva era. ¿Qué decir hoy? ¡Ay del que destruye sin saber por qué! Pero ¡feliz el que puede contemplar a la Madre de Dios y frente a ella siente una honda libertad y experimenta que no está atado por ninguna avemaría, por ningún rosario, por ninguna devoción, y siente al mismo tiempo que la ama de verdad, que conecta en lo profundo, que la evocación de la Madre de Jesús es armonía de su fe, que en ella encuentra la antropología más exacta! Hay una estructura revelada que no se puede tocar: al Padre por el Hijo en el Espíritu. Si alguien quiere su síntesis en un “A Jesús por María”, no puede pretender un esquema paralelo; es un esquema inclusivo: en ese “en el Espíritu” está la matización mariana que el Espíritu Santo pude sugerir con fuerza particular. La conciencia que la Iglesia tiene de la Virgen María la ha expresado en dos momentos de soberano magisterio: Lumen gentium, cap VIII (21 nov. 1964) y Marialis cultus (2 feb. 1974). Para nuestro gozo de por vida esto se nos ha dado. Ahí encontramos el recto sentir y la recta postura con respecto a la Madre de Dios. Ahí.
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2 THEOTOCOS
En esto consiste el misterio de la Theótocos, la Madre de Dios: Una mujer de Nazaret, María, desposada con un varón llamado José, es la Madre de Jesús. Como Jesús es Dios, María es la Madre de Dios. Esta mujer, sometida al análisis humano, el más perspicaz y espiritual que se quiera, ¿quién es? Una sencilla mujer. En realidad su paso por la tierra se hurta al “análisis humano”. Desde lo humano, es decir, desde lo histórico y sicológico, ¿qué puedo decir de ella, qué puedo comprobar, qué puedo describir? Es poquísimo: una mujer que vivía en Nazaret, la Madre de Jesús… En lo íntimo de la reflexión, como ya sabemos nuestra respuesta de fe, para más admirar luego séanos lícito preguntar: ¿Y qué tiene que ver que alguien sea la Madre de Jesús, para escribir de ella “la Madre de Jesús”? Jesús es profeta, sí, pero la madre de Jesús no es Jesús, ni es la fuente de la inspiración profética del hijo. ¿O es que no tuvo Isaías una madre para hablar de la Madre de Isaías?, o ¿no la tuvo Jeremías, Ezequiel…, no la tuvieron Amós y Oseas? ¿No se trata de algo absolutamente independiente, distinto, incondicionado? Cuando Pablo habla de las entrañas de su madre, no habla de una profetisa, no habla incluso de su madre, sino de “Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia” (Gal 1, 15), y está recordando con clara alusión a Jeremías ( Jer 1,5) y el Siervo de Yahve (Is 49,1). ¿Por qué poner una relación singularísima entre María y Jesús por el simple fundamento de ser ella la madre? La gente de hecho
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no la puso, ni podía ponerla mientras no aceptara la singularidad de Jesús. Por eso María queda incluida sin más trascendencia entre la parentela. “¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos “? (Jn 6,42). Más aún, María está después de José, porque el padre debe contar más que la madre. Lucas que había narrado la concepción virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo pone en labios de María esta expresión entrañable: “tu padre y yo” (Lc 2,48). Con todo, la tradición cristiana se abstuvo en absoluto de llamar a José “padre de Jesús”. Esto no habría concordado con el relato de la virginidad de María, y hubiera ido diametralmente en contra de la única paternidad que corresponde a la filiación de Jesús: el Padre, sin más el Padre. Pero la tradición cristiana, ya desde el origen del Evangelio, dio a María el título de “la Madre de Jesús”. No era una simple designación para distinguir e identificar a esta mujer por un oficio similar al de las otras mujeres; era un título, un título completo. Llamar a María “la Madre de Jesús” era sugerir todo. Este título, tan sencillo, tan humano o, tan normal, es el corazón de toda la mariología; porque los cristianos comprendieron pronto que lo que parecía un título “tan sencillo, tan humano, tan normal” era un título divino. Estaba cargado del fruto bendito del vientre virginal, del Hijo de Dios. El título de “la Madre de Jesús”, que es el título más obvio, el primero de María, es la fuente pura y manante de donde vino luego la corriente de toda la Mariología. En Caná de Galilea estaba “la Madre de Jesús” (Jn 2,1). ¡Qué cosa tan sencilla y tan inmensamente grande –simplemente divina llamar a María “la Madre de Jesús”! Para nosotros, los fieles creyentes, es delicioso pensar que todo el misterio de María, cuyo conocimiento no se ha acabado ni mucho menos ha fluido simplemente de la contemplación de lo más elemental que se
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advierte en María: esa mujer que lleva una criatura en brazos es madre, sí, la Madre de Jesús. Todo arranca de ahí. Cuando fijos los ojos en Jesús, ya glorificado, supimos quién es Jesús, entonces supimos quien era la madre, la Madre de Jesús. Para algunos no fue fácil saber quién era Jesús, cómo identificarlo en su propio ser; se apartaron tristemente de la verdad. Juan lo está observando al final de la era apostólica: Hijos míos, es la última hora. Habéis oído que iba a venir un Anticristo; Pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es ya la última hora. Salieron de entre nosotros; pero no eran de los nuestros… ¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ese es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre… (1 Jn 2,18ss) Muchos seductores han salido al mundo, que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne. Ese es el Seductor y el Anticristo (2 Jn 7). Había habido quienes antes habían pertenecido a la comunidad cristiana y negaban a Jesús, es decir, negaban que Jesús fuera “el Cristo”, el totalmente ungido por Dios, que Dios estuviera plenamente en Jesús hasta hacerle el Cristo, totalmente uno con él. Negaban a Jesús, no lo identificaban porque decían que Jesús era una pura apariencia. No hacían la unión entre Dios y Jesús. Entonces no podía llamarse con última propiedad la vida de Jesús esencialmente divina…; entonces la redención no existía…, entonces Dios no había muerto por nosotros, sino una apariencia de algo. “Pero si es apariencia todo lo que ha sido obrado por nuestro Señor Jesucristo, entonces también yo voy encadenado “en apariencia” (S.Ignacio de
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Antioquía, A Esmirna V, 2). “Sufrió verdaderamente, como él se resucitó a si mismo verdaderamente, y no como dicen ciertos incrédulos, que no sufrió más que en apariencia: ellos sí que no son más que apariencia” (II). Así pensaban quienes habían pertenecido a los cristianos. Estos, en la hora última de la Iglesia, hora que se prolonga a través de los siglos, eran y son los Anticristos (puesto que también hoy se quiere negar la identidad de Jesús no admitiéndolo como Dios, él, Hijo de María, ontológicamente Dios, Dios de carne). La Iglesia, meditativa, comprendió que aquel Niño en brazos de esta mujer era Dios, que Jesús era el Cristo (Hch 2,36), es decir, Dios. Y a través de los siglos, clavados los ojos en Jesús (Hb 12,2), nuestra esperanza (1 Tim 1,1), repetimos obsesivamente: Sí, Jesús es el Cristo, él es él mismo, nuestro Dios. La conciencia de la Iglesia cinceló con lenguaje teológico esta experiencia íntima de fe, que brota puramente de la Escritura, en el Concilio de Éfeso (431), y al ver así a Jesús, Dios, vio a la madre que sostenía al Niño como Madre de Dios, Theotocos. Es un lenguaje denso, fuerte, preciso, un tanto difícil para el no habituado a la teología, que por la admiración y respeto que nos merece este testimonio dogmático lo recordamos aquí: “No decimos que la naturaleza del Verbo, habiendo cambiado, se hizo carne, ni tampoco que se transformó en un hombre completo, compuesto de alma y cuerpo, sino que afirmamos que el Verbo, habiéndose unido según la hipóstasis a una carne animada por un alma racional, e hizo hombre de modo inefable y de modo incomprensible y que fue llamado Hijo del hombre; esta unión no se debe ni a la sola voluntad o al deleite; ni tampoco se hizo por la asunción de una persona solamente. Y aunque las dos naturalezas, juntadas
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por una verdadera unidad, sean distintas, de ambas resulta un solo Cristo e Hijo; no como si la una suprimiera la diferencia de naturalezas, sino porque la divinidad y la humanidad constituyeron para nosotros, por esta concurrencia inefable y misteriosa un solo señor, Cristo e Hijo… Porque no nació primeramente un hombre ordinario de la santa Virgen, y luego sobre Él descendió el Verbo, sino que decimos que, unido a la carne desde el seno materno, se sometió a nacimiento carnal, reivindicando este nacimiento como el suyo propio... De esta manera (los santos Padres) no vacilaron en llamar THEOTOCOS /Madre de Dios/ a la santa Virgen”.
Contemplaba la Iglesia a un niño nacido de las entrañas de una mujer; aquel niño era Jesús y la madre que lo sostenía era “La Madre de Jesús”, ni más ni menos que la “Madre de Dios”, la Theotocos. Esta teología, que ya era tradicional en la Iglesia para el concilio de Éfeso, se plasmó para el pueblo de Dios en la plegaria y en los santos iconos. EL “Sub tuum praesidium” existía antes del concilio de la Theotocos. En su primitiva forma griega suena así: “Bajo tu misericordia nos refugiamos, oh Theotocos, no desprecies nuestras súplicas en la necesidad, mas líbranos del peligro, sola pura, sola bendita”. ¿Qué diremos ahora del icono de la santa Madre de Dios, donde la Madre de Jesús con su hijo muy apretado junto a sí es, seguramente, la expresión teológica más fuerte de todo lo que nuestra fe anuncia de María? +++
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Hay un icono ruso, el más popularizado de la Madre de Dios, el icono de la Theotocos de la ternura (de la ciudad de Vladimir), María con Jesús en brazos. He aquí lo que dice la Madre de Dios representada de esta manera: Una mujer madre tiene a una criatura en sus brazos. Es claro que la poderosa es la mujer, y el débil la criatura. Pero sabemos que esta mujer es María y el débil es el Hijo de Dios. ¿A quién se le ocurrió jamás representar a Dios como niño impotente y necesitado de la protección de una criatura, María, la madre? Porque este Niño se aprieta hacia su Madre, se refugia en ella, sus dos brazos le han cogido. El Niño necesita del amparo de la Madre. (En la bellísima imagen de Roncesvalles el Niño apoya ya su mano en el pecho de la Madre, y la Virgen, de regio señorío, le tiende una mirada transida de una dulzura maternal indescriptible. El gesto de la mano y la mirada es de un soberano acierto artístico y teológico). Está el Niño, decimos, protegido por una mujer de nuestra tierra. ¿Quién se atrevió a pintar a Dios en estas condiciones? Todo proviene simplemente del Evangelio: Dios nació verdaderamente de una mujer, y se hizo niño. Si de verdad se hizo niño podemos pintarlo como niño. Queda fuera de sí la admiración cristiana, y el exegeta se queda sin palabras para interpretar la Escritura, porque resulta que parece invertirse los papeles de la Alianza. El Dios Creador y Omnipotente había hecho, por puro amor, alianza con su pueblo, al que sacó del país de la esclavitud. “No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha ligado Yavéh a vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres, por eso os ha sacado Yavéh con mano fuerte y os ha librado de la casa de la servidumbre, del poder de Faraón, rey de Egipto. Has de saber, 24
pues, que Yavéh tu Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos, pero que da su merecido en su propia persona a quien lo odia, destruyéndolo” Deut 7, 710). Aquí la Poderosa es María y el Débil es el Hijo de Dios. La Alianza ha llegado a tal extremo que Dios se ha rendido sin condiciones; Dios se ha entregado al mundo (Jn 3,16). Esta es la Alianza escatológica en la Madre y en la Iglesia. Esta es una forma de expresar la última realidad del Amor de Dios que ha vencido. La salvación es cierta, certísima, para quien acepta esta imagen de María, que el pueblo cristiano admite como verdadera identificación de su genuina fe. Para interpretar este abrazo mutuo de la Madre y el Hijo es necesario confesar: se han cumplido las esperanzas escatológicas de los profetas, todo se ha consumado, la gracia ha vencido, el Amor triunfante es la palabra último del Evangelio. Un Dios disfrazado de debilidad ha vencido amorosamente en la madre fiel y obediente. Observemos con atención a Jesús. Es Niño, pero tiene rostro de adulto, un matiz que está indicando que es otra cosa que niño. Es porque él es Dios, y aun en esta representación, él es el Creador y Redentor, el Dios de la Alianza. ¿Y María? Su mirada concentrada, profundamente seria, honda como la Cruz, está expresando al mismo tiempo dulzura maternal, para el Niño y para el cristiano, porque de cualquier lado que te sitúes esos ojos te miran. Ella protege a Jesús, pero es una protección entrañable de amor; protege, porque ha sido protegida, protege circulando entre ella y su Hijo – la Iglesia y su Dios – el amor perfecto de la Alianza. Protege, pero ¿con qué manos sostiene? Sostiene adorando porque en la verdad íntima de lo que allí se dice, ella es la esclava, la criatura, la que adora a su Dios.
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Se había invertido el orden de las cosas para que nosotros, por revelación y gracia, comprendiéramos el núcleo mismo del misterio trinitario que allí palpita. No es más que historia de la Alianza puesta en una pintura que cuenta de un golpe todo: el Amor de Dios que trasciende de sí mismo para hacer criatura y rendirnos a nosotros con su cariño. Esto es la exégesis bíblica de la Theotocos, la mujer de nuestra tierra, nuestra hermana ¡que hasta estos se puede decir! que tiene en sus brazos al Dios de inmensa majestad. +++ Todo venía de la palabra más normal, más sencilla y humana que se pudo decir cuando una humilde nazaretana fue madre: Es la madre de Jesús, dijeron. Nosotros sabemos lo que aquellos sin saberlo estaban diciendo. Así pues, renunciamos a una exégesis artificiosa y redondeada para dar un contenido bíblico al título de “la Madre de Jesús”. Como esta palabra ha quedado totalmente adecuada con esta otra: “la Madre de Dios” (Theotocos, Dei Génitrix), el pulso que late en la Escritura toda ella abocada a la santa Resurrección de Cristo eso es lo que late en lo secreto de nuestra confesión: María, Madre de Dios. Existencialmente (por así decirlo) ¿qué es lo que significa para María ser la Madre de Dios? Con tal pregunta pretenderíamos invadir un coto sicológico cerrado o casi cerrado. Pero investigando con piedad la Palabra nos abre una senda no desprovista de luz para la fe. Nosotros somos “hijos de Dios” – y ella lo era – y sin embargo, esta realidad personal trasciende nuestra experiencia sicológica y sensible. “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él porque lo veremos tal cual es “ (1 Jn 3,2 ). Una sola realidad, la filiación, en dos vivencias distintas. Así en María.
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La realidad ontológica de su divina maternidad no le había dado la experiencia trasmundana. María era de esta tierra, de este eón, no del futuro. Hoy lo es del “futuro”; antes, no. Por lo mismo aquella sencíllísima mujer, siendo personalmente la Madre de Dios, vivía abocada a su propio misterio; vivía en sí misma y al borde de sí misma. No hace falta infundir ciencias y ciencias para dar concreción a su ser de Madre de Dios. Esto lo trascendía. Era sencillamente la Madre de Dios siendo la Madre de Jesús. Era la Madre de Dios en la obediencia y en la fe. Pero ¡era de verdad Madre de Dios! Y si el ser único de Jesús, ser divinohumano, sin mezcla ni confusión, supera todo el ámbito el conocimiento actual sensible e intelectual y aquello es algo “inefable” e “incomprensible”, lo mismo la entidad de la maternidad divina. ¿Qué era aquella realidad? La teología no lo responde. Se queda en el dominio de Dios, como se queda en nuestra adoración, y en su primer momento se quedó en el corazón obediente de la Virgen María, la Theotocos.
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3 BAJO EL ESPÍRITU
Ya nos hemos asomado al misterio de la sencilla Madre de Jesús: una sola maternidad –una sola, la divino-humana – vivida en dos momentos salvíficos diferentes, con repercusiones diferentes: el tiempo anterior a la glorificación y el tiempo subsiguiente en el que hoy María vive para toda la eternidad. El primer tiempo era de fe, de secreto. La conciencia (sicológica) de María no podía contener la experiencia de la vida infinita que se le dio el Día de su Glorificación. Los cristianos no distinguiendo siempre los momentos diversos de una sola historia salvífica, por una anticipación ilegítima hemos trasladado al momento terrestre de María lo que es propio de su momento celeste; hemos acumulado en su corazón vivencias que son las que Dios había reservado para el Día de la Asunción. El peligro se ha pasado, y remacharlo no es de sabios. De sabios es, sin embargo, saber colocarse donde se han colocado los Evangelios para hablar de la Madre de Jesús. Pienso en concreto en los Evangelios de la Infancia (Mateo 1-2; Lucas 1-2). ¿Qué pretenden? No ciertamente referirnos o retratarnos la “crónica” de unos acontecimientos. Con leguaje “profético”, o simplemente “evangélico”, pretenden hacer una “evocación de fe”. Su testimonio es transparencia de lo de dentro, de lo que no era asequible a los ojos de la carne. Nos traducen la imagen esencial de María, hecha de realidades de revelación. Es un “recuerdo” en fe cuando ya todo ha pasado, cuando María vive en Dios y comienza a dejar sentir u mis-
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teriosa presencia, cuando la Iglesia se sabe Iglesia y en esta comunidad mesiánico-escatológica se ve retratada en la persona de María, la Madre del Señor. Comprenderá el lector de estas hojas nuestra gran reserva para aceptar una imagen “material” (historiográfica, sicológica…) de la vida de María. En el mismo momento en que se nos muestra en Nazaret por los evangelistas se nos muestra ya, aunque no se nos diga con palabras expresas, en la Jerusalén mesiánica y en la Jerusalén celestial (Ap 21-22), en un misterio esponsal con Dios. La imagen de María en los Evangelios de la Infancia no es la simple indicación de lo que María era antes de su Glorificación, o más bien la Glorificación de su Hijo; toda la Gloria de la Pascua ha bañado estos relatos, que son la parte más posterior de la tradición evangélica. La imagen de la aldea, el matrimonio, de la presentación en el Templo… hay que verla a la luz pascual. Lo que “fue” María y lo que “es” son una sola cosa, forma unidad. Desglosamos la unidad para discernir con sabiduría y luego juntamos lo que es uno para más gustar las maravillas de Dios. Es necesaria la meditación de la Iglesia a través de largos siglos para desglosar ese núcleo sencillo de los Evangelios y gustarlo con todo su sabor. María y el Espíritu… Esposa del Espíritu Santo, dirá la tradición cristiana; “sagrario del Espíritu Santo” dirá el texto conciliar (L G 53). ¡Qué es esto! ¿Qué es eso especialísimo, qué fecundidad totalmente singular ha descubierto la fe en María para que reconocer que ella participa de la fecundidad trinitaria de un modo único? También aquí hay que desglosar para luego unificar. +++
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“El Angel le respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el que ha de nacer será Santo Y será llamado ( = será ) Hijo de Dios (Lc 1,35). Esto es lo que deliciosamente ha captado la fe del pueblo y lo ha plasmado en un alegre villancico de Navidad: - Dime, Niño, de quien eres todo vestido de blanco. - Soy de la Virgen María y del Espíritu Santo. El texto nos interpreta en la fe la concepción singular de Jesús. Jesús en las entrañas de una mujer venía del Espíritu Santo. Era todo de María y todo del Espíritu Santo. Era Santo como el Espíritu Santo, a cuya esfera pertenecía. Era divino como Dios; por eso era Hijo de Dios. María, toda entera, estaba ungida por el Espíritu Santo, en cuerpo y alma, es decir, en su persona verdadera e integral. Lo mismo que la Escritura divina para que sea Palabra de Dios está toda transfundida del Espíritu Santo (de modo semejante a como el alma “anima” todo el cuerpo, se actualiza en todo el cuerpo), lo mismo María quedó toda poseída del Espíritu Santo, tanto cuanto abarcaban los límites de su identidad personal. Entonces ¿María tuvo el don de sabiduría y el don de inteligencia…, y el don de profecía…, y el don de curaciones…, y en fin, todos esos done carismáticos de que habla San Pablo ( 1 Cor 12, 7-11 )? Pregunta fastidiosa, que suena inquisidora y desafiadora, y a la que si hay que responder como desencajadamente está hecha, hay que responder sin vacilar: ¡no! No hagamos de María una carismática de
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este género; repugna y hiere a lo más íntimo de la fe cristiana. Decididamente destruimos ese “carismatismo” porque va en contra de la imagen bella de la Iglesia que hace Pablo, y porque destruye la divina sencillez de la Encarnación. Espero no ofender la fe de la Iglesia Santa, si adoptando un modo de hablar directo y normal, digo así: María no fue una mujer de “carismas”: no tuvo carismas exteriores (milagros, don de lenguas…) ni interiores (revelaciones…), o mejor: no nos impulsa la fe recibida a representárnosla de esta manera. No tuvo María unas extrañas ascensiones místicas, unos misteriosos conocimientos secretos… No tuvo este tipo de carismas. Ni tampoco tuvo el carisma del ministerio, como Jesús lo había conferido a los apóstoles. No tuvo ni el ministerio de la Palabra, ni el ministerio de la presidencia de la comunidad cristiana, nada de esto. Su carisma fue el haber engendrado al Hijo de Dios (lo que está por encima de todo carisma) y haberlo guardado en la fe dolorosa, teniéndolo como en un continuo acto de engendro espiritual. Su carisma junto a “los hermanos de Jesús” y a los apóstoles fue simplemente el carisma de su propia presencia. Su carisma es tan simple como simple es la luz, toda blanca y pura. Su carisma fue la fidelidad. Es tanta nuestra cortedad que incluso podemos mitificar los dones espirituales y no comprender que el don de los dones es Dios mismo y su santa Cruz. Y esto es la plenitud simple de todos los carismas de María, peregrina: el don del Hijo amado y la Cruz en la fe, siempre en la fe. Un carisma tan exigente que ni siquiera la Resurrección del Hijo le trasladó de la fe; en todo instante, María es la creyente y la fiel. Nos puede, por lo tanto, traicionar la seductora teología bíblica del Espíritu. Esto es la multiforme manifestación del Espíritu en la Escritura -Antiguo y Nuevo Testamento - , pues esto es, punto por
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punto, lo que ha tocado por gracia a María. No, no es este el enfoque; la obra de Dios es más fuerte, más callada y preciosa. En este caso, ¿cómo se desglosa la presencia del Espíritu en María? +++ El Espíritu es en la Escritura la última posibilidad de Dios, Aquel en el cual Dios se concluye a sí mismo. Por eso es la corona de la obra del Hijo. El Espíritu es el final de la historia salutis; es la forma definitiva de la Alianza. Cuando Jesús Resucitado consuma su obra por el don del Espíritu, dice: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados… (Jn 20, 22b-23ª). La Iglesia, Nueva y definitiva Alianza, quedaba invadida por el Espíritu Santo, toda santa, establecida en la fidelidad. El Espíritu Santo era, pues, la más íntima comunión con el Dios Santo, la última posibilidad de divinización de la criatura admitida a la gracia. El Espíritu de Dios se deja sentir en toda obra donde Dios actúa. Y las batallas de Israel, si son batallas del Pueblo de Dios – Pueblo que Dios ha incorporado a sí – son batallas en las que el creyente de la Alianza puede discernir la efusión del Espíritu. “El espíritu de Yahvéh vino sobre él, que fue juez en Israel y salió a la guerra” (Jue 3, 10; cf. 6,34; 11, 29; 13, 25; 14, 6.19). Es una interpretación intuitiva y carismática, interpretación de fondo, de una historia que vista desde nuestra altura resulta tan inmadura. Pero ya allí se anunciaba el Espíritu derramado por el Padre en la glorificación de Jesucristo. En la Nueva Alianza, cuando se han cumplido las promesas, entramos de lleno en el Espíritu, en el don pleno de la filiación, la Palabra, la Unción, el Germen, la Filiación, el Espíritu… (cf. 1Jn) son realidades absolutas, fácilmente intercambiables en cuanto a su último contenido.
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Aquí, en la novedad jamás pensada por el hombre, hay que situar la vendida del Espíritu sobre María, la efusión del Poder del Altísimo sobre ella. Los hombres de la Nueva Alianza, discípulos fieles del Señor, pueden decirse hombres del Espíritu. Esteban, por ejemplo, según el testimonio de Lucas es “hombre lleno de fe y de Espíritu Santo” (Hch 6,5), “lleno de gracia y de poder” (v. 8); pertenece, pues, al clima de la Nueva Alianza. Pero las mismas palabras y del mismo autor no siempre dicen con la misma significación e intensidad una cosa. Porque también María, según el lenguaje de Lucas, es “llena de gracia”, pero no comparemos con el caso de Esteban. Y también Jesús está lleno del Espíritu; Dios “le da el Espíritu sin medida” (Jn 3,34), porque según el anuncio mesiánico de Isaías (Is 11,2) y el anuncio Is 61,1) Dios le da todo espíritu, la unción del Espíritu. Y, en efecto, el Bautismo es la efusión profética del Espíritu sobre Jesús. Allí se manifiesta que todo el Poder y Santidad del Padre, origen de cuanto tiene nombre, reside, comunicado, en Jesús, porque es el Hijo amado del Padre. Jesús viene todo del Espíritu, y su actuación es del Espíritu. En este origen del Espíritu hay que entender la vida de María. Está llena del Espíritu, pero tan sencillamente… El Espíritu que reposa en María es el Espíritu de la Encarnación, primera aparición del Espíritu de la Iglesia que se mostrará cuando Jesús haya sido glorificado (Jn 7,39). Este será el Espíritu de los creyentes. María está llena del Espíritu Santo sin ninguna apoteosis, tan callada y esencialmente que el Espíritu está invisible y quieto en el corazón de María. Allí estaba. María guardaba las cosas en el corazón (Lc 2,19.51). Lo que el Espíritu no dio a María fue los dones carismáticos. No hay por qué suponer que los tuviera, puesto que esos carismas son en función de un ministerio que cumplir en la Iglesia, y el puesto de María era previo o inspirador de toda función. El simple hecho de
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ser madre, íntegramente madre en las menudencias del cumplimiento de toda maternidad, era “el lleno” (la llenumbre, si existiera la palabra; el diccionario registra llenez, lleneza, llenura) del Espíritu. ¡No tener que hacer la Virgen en la vida otra cosa que ser Madre…! Así es, en efecto, no otra cosa que ser madre, pero Madre de Dios. Esto era su plenitud, y en esta identificación primordial no había lugar para otros ministerios menores. Ni para el perfecto cumplimiento de su maternidad divina, siempre en la fe, había necesidad de extraños carismas interiores. Por eso nos resistimos a admitirlos, viéndolos más bien como un posible atentado de la hermosura de su fe. La maternidad y la fe llevada hasta la Cruz. Repetimos lo que hemos dicho, pero hay que grabarlo bien. Incluso este tener conciencia refleja del Espíritu, por no sé qué complicado sistema de gracias, amenaza la hermosa fe que era el suelo de todo. Por eso también quitamos de María esas redundancias. Quede ella toda simple, la Madre de Dios, la que vivía lo que era, aceptando en adoración, en un perpetuo acto de obediencia… Quede así la Madre de Jesús, sencilla y única. En Pentecostés no es ella la que preside. En la estancia superior están los apóstoles, y el primero Pedro; en compañía de ellos están otras personas, a saber, algunas mujeres, María, la Madre de Jesús y los hermanos de Jesús (Hech 1,13-14). La Iglesia, sierva de Dios, signo del servicio de Cristo, tiene su ministerio establecido por Jesucristo y se expresa en el grupo de los apóstoles que esperan la Promesa del Padre transmitida por Jesús. Ellos, ante todo, son el signo visible de esta Iglesia que se va a continuar a través de los siglos. En aquella primera comunidad en la que se va a consumar el misterio pascual reina un mismo espíritu: “Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu…” Pero el lugar de María no es el lugar de los apóstoles; su ministerio es el de siempre, el que precede
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a todo otro ministerio: la Madre de Jesús… Ahora ¿qué puede cumplir si no tiene el Hijo? No deja de ser la Madre de Jesús, puesto que la radicalidad de su función no exige la presencia visible del Hijo. Ahora la maternidad irradia en oración para que el Espíritu haga, indisolublemente con Cristo glorificado, la única obra del Padre. Y ahí está María, en la sencillez de una maternidad que nos parece empezar a conocer… +++ Estamos tratando de representarnos la fascinadora presencia del Espíritu en María como se hubo de realizar antes de la glorificación de la Virgen situando a la Madre de Jesús en una plena armonía de revelación. Pero resulta que ya en la transmisión del Evangelio se nos sugiere que esta inhabitación del Espíritu en María trasciende hacia algo y lo que en María se verifica es signo de la inhabitación del Espíritu en el Pueblo Santo. María es, según las sugerencias de los Evangelios, el Tabernáculo de Dios, la Morada de Dios, y el Arca de la Alianza. En ella hallará reposo la Sabiduría como lo halló en el Pueblo Santo (Sir 24); el Espíritu, como la Nube y la Gloria, va a posarse sobre ella, le va a cubrir con su sombra fecunda; así se posaba en la Tienda: “La Nube cubrió entonces la Tienda de reunión y la Gloria de Yahvéh llenó la Morada” (Ex 40, 34). También María está llena. Hablando de esta manera mezclamos el tema de la gloria trascendente de María y el tema de su vivencia en fe del Espíritu. María es también el Arca de la Alianza. Como en los días del traslado del Arca en tiempos de David ( 2 , Sam 6), cuando estuvo tres meses en casa de Obededon (v. 11), así María, Arca santa, va por la montaña y permanece tres meses ( Lc 1,56 ) en casa de Isabel.
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Con la teología de María, Morada de Dios, y centrando el tema en la Iglesia, he aquí de san Francisco de Asís la
Salutación a la Virgen María ¡Salve, Santa Señora, Reina Santísima, Madre de Dios, ¡María!, Virgen perpetua, elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por él como templo con su Hijo amado y el Espíritu Santo, en ti estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien. Salve, Palacio de Dios. Salve, Tabernáculo de Dios. Salve, Casa de Dios. Salve, vestidura de Dios. Salve, Esclava de Dios. Salve, Madre de Dios. Y salve a vosotras, todas las santas Virtudes que por la gracia y la iluminación del Espíritu Santo sois derramadas en el corazón de los fieles para convertirlos de infieles en fieles de Dios.
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4 LA FIDELIDAD Inmaculada – Toda pura Bajo el signo de la fidelidad vamos a entender el misterio de la Concepción Inmaculada de María, y lo que de aquí fluye: que en María, a lo largo de la vida, no hay pecado. ¿Qué actitud de fidelidad pudo tener María para ser Inmaculada antes de emitir el primer acto de su vida? Ninguna. Pero es que se trata de fidelidad de Dios que existía creando el ser de María. María es fiel: proclama la fidelidad de Dios, y es, por el misterio de su Concepción Inmaculada y de su bendita Pureza, para todos los cristianos signo de la fidelidad de Cristo a su Iglesia y de la fidelidad escatológica de la Iglesia que como discípula y esposa posee a su Señor. +++ Contemplando a Jesús, esto es lo que ve y gusta la Iglesia: ¡En Él no hay pecado! Esto ha saciado la mirada contemplativa de San Juan que atraviesa hasta el corazón del Padre donde está la Santidad y la Gloria y de donde mana la justicia. Y dice así: …él es puro. Ya sabéis que él se manifestó para quitar los pecados y en él no hay pecado ( 1 Jn 3,3.5 ) En Jesús no hay pecado. Su ser es limpio hasta el fondo, dado que el fondo es el manantial del Padre. Entre ambos hay una alianza
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de plena comunicación: “Todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío” ( Jn 17, 10 ). Por eso, Dios se realiza en Cristo, se autoidentifica en él, revierte con todo su ser en él. Por eso, Pablo dice: “¡Por la fidelidad de Dios!… El Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue sí y no; en él no hubo más que sí. Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por esos decimos por él “Amén” a la gloria de Dios (2 Cor 1,19 ). La fidelidad del hombre no es más que el eco obediente a la fidelidad de Dios. Y así es en Jesús: él es la fidelidad de Dios al hombre, y él es la fidelidad del hombre a Dios. Él es el Amén de Dios a nosotros y él es el Amén nuestro Dios. Toda fidelidad está centrada, como en un punto nuclear y original, en un único foco que es Dios, de donde nace y adonde revierte: “fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la unión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro” (1 Cor 1,9). La Iglesia escatológica, establecida en la perfecta Alianza, responderá a Dios con absoluta fidelidad; no habrá, pues, en ella, mancha ni pecado; será un pueblo de justos. Te desposaré conmigo para siempre; Te desposaré conmigo en justicia y equidad, en amor y compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahvéh (Os 2, 21-22). La esperanza profética culmina en la Alianza perfecta. “Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahvéh, como cubren las aguas el mar ( Is 11,9). En la misma línea está la esperanza postexílica… : “Todos los de tu pueblo serán justos… Yo, Yahvéh, he hablado, a su tiempo me apresuraré a cumplirlo” ( Is 60, 21.22).
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+++ María es esta imagen escatológica anunciada por los profetas. En ella se muestra que el Reino de Dios ya ha llegado (Mt 11,12), que la perfección evangélica es para este presente de la Iglesia, que el Sermón de la montaña está en ella, obediente, que la escatología es al mismo tiempo lo que va a venir (Asunción) y lo que ya ha llegado (Concepción Inmaculada). María es la fidelidad en la Alianza, la llena de gracia. Ahí está centrado el sentido de esta comunión de María con Dios; y al mismo tiempo y esencialmente está centrado en Cristo. Misterio único, simultáneamente eclesial y crístico. La conciencia de la Iglesia se manifiesta definitoria en la palabra ex cátedra del sucesor de Pedro: “declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelado por Dios”. María es Inmaculada. ¿Por qué ¿Por qué viene a ser un “doble” de Cristo…? ¡Qué desafortunado sería el plantear las cosas así, cuando Cristo es el Único. ¿Por qué? ¿Por qué el Padre había de preparar una “digna morada” a su Hijo amado? Sí, ciertamente; así lo dice la liturgia (oración de la Inmaculada). Pero si no viéramos que la luz de Cristo irradia sobre toda la Iglesia, haciéndola santa como él mismo (Ef 5,27), porque es la Esposa de la nueva y eterna Alianza, si dejáramos el misterio de la Concepción Inmaculada nada más que en Cristo, no lo veríamos en toda su hermosura. Muy bellamente dice el nuevo prefacio de la Inmaculada :
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“… Porque libraste a la Virgen María de toda mancha de pecado original, para que en la plenitud de la gracia fuese digna madre de tu hijo y comienzo e imagen de la Iglesia, Esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura. Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera al Cordero inocente que quita el pecado del mundo. Purísima la que entre todos los hombres, es abogada de gracia, y ejemplo de santidad”. El misterio oculto – y sin desvelar plenamente por tantos siglos – de la Inmaculada nos lleva al tiempo último de Dios, cuando él por su infinita misericordia, que es gracia benévola, va a realizar maravillas. Cristo ocupa toda la escatología, y de Cristo nace María, redimida, hermoseada, agraciada. María, bendecida por el Padre de nuestro Señor Jesucristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales, elegida en la persona de Cristo para ser santa e irreprochable ante él por el amor, ha sido destinada por pura iniciativa del Padre a ser “la gloria de su gracia”( cf. Ef 1, 3-6. 11-12), segunda lectura de la liturgia eucarística del día). María es la gloria de su gracia. María es la toda pura, la toda hermosa. Par decírselo a ella, por una íntima necesidad ha acudido la tradición cristiana al Cantar: “¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres! (4,1). De toda esta evocación espiritual, de esta sustanciación trascendente de las verdades, ha nacido el cuadro de la Inmaculada. El error sería (ya lo hemos repetido) traer a los días de Nazaret la imagen transmundana de la Inmaculada…; el error sería tratar a esta Reina del cielo como Reina, en aquel tiempo, en la tierra. Otra vez volvemos a lo mismo: el misterio de la Concepción Inmaculada y de la toda pura era más sencillo, como el misterio mismo de la vida. Era el misterio de la fidelidad a la gracia que la había colmado desde el instante original.
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+++ Se ha querido hacer un cálculo de fidelidad en María. María, tan fiel y sumisa, al dar el sí ininterrumpido a su Dios habría aumentado la gracia en progresión geométrica: a partir de tanto, ahora el doble, el doble, el doble…, y así sin parar hasta la muerte. Este cálculo piadoso, para el que se necesita calculadoras abiertas hacia lo infinito, hoy nos parece pueril y ridículo. Es un desvarío, que cansa la imaginación y no centra la fe y el amor. No; en modo alguno es esto. Ni tampoco en la línea de la fidelidad hay que tomar el concepto de “perfección” y ver a María la asbtractamente perfecta con toda perfección que procede de nuestro inquieto entendimiento. María es perfecta según la perfección del santo Evangelio, que ha quedado así plasmada en San Mateo: “Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestra Padre celestial” ( 5,48 ). No hace falta ser sicológicamente perfecto (aspiración contradictoria en su propio planteamiento, pues todo lo sicológico es relativo y como relativo más perfectible) para ser “evangélicamente perfecto”. Y María, exacta discípula de Jesús, fue evangélicamente perfecta. ¿Habrá que suponerla sicológicamente afectada? Otro disparate, como queriendo jugar a contradicciones. No es eso lo que decimos. Simplemente queremos pone el núcleo de la perfección de María en su “perfección evangélica”, asequible a los que son atraídos por la gracia; y no ponerla en un ideal humano o sicológico de perfección. María fue la Virgen perfecta en medio de todas las posibles limitaciones de cualidades, que, al no ser debidas, no eran imperfecciones. ¿Quién es el perfecto? El que sigue la senda marcada por Jesús. Los apóstoles, cargados de defectos (cf. Lc 22,24 ss; Mc 10, 35ss), eran casi “perfectos”. Al “casi” le faltaba la Resurrección de Jesús y un 43
algo más. Aun después de Resucitado el Señor tenían acciones reprensibles (Gal 2,11) y seguían hablando de los pecados, incluyéndose a sí mismos. Pero eran “casi” perfectos, porque Jesús les había dicho: “Vosotros estáis limpios” (Jn 13,10). “Vosotros estáis ya limpios gracia a la Palabra que os he anunciado” ( Jn 15,3). La perfección era algo objetivo que se daba dentro de esta comunicación, y los apóstoles entraban dentro de esta comunicación. Eran “casi” perfectos, porque misteriosamente – esto es la última indefinibilidad de fe – eran y no eran. En una palabra, estaban ya transportados a la escatología de lo perfecto. María no era casi “casi” perfecta, sino perfecta, perfecta en todo momento, Virgen perfecta en la fidelidad. Y esto no impedía que ella pudiera recorrer su “camino de perfección”, que era la fidelidad, firme en la fe dolorosa. También Jesús tuvo su camino de perfección. El Padre lo llevó a la perfección mediante el sufrimiento a él, que iba a ser el Jefe de la salvación (Heb 2,10). Cuando en la parénesis de los escritos apostólicos escuchamos, p. e. los consejos de Pablo proponiendo la vida del hombre nuevo, podemos ver el ideal de María, imagen del Evangelio. Pablo VI hace un cuadro de las virtudes de María. Es la Virgen perfecta, la que en todo momento está en la línea de la Alianza. Por eso puede escribir de ella: “La santidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar los ojos a María, la cual brilla como modelo de virtud ante toda la comunidad de los elegidos ( LG, 65). Virtudes sólidas, evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la palabra de Dios (cf Lc , 26-38; 1,45; 11, 27-28; Jn 2,5); la obediencia generosa (cf. 1,38); la humildad sen-
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cilla ( cf. Lc 1,48); la caridad solícita (cf.Lc 1,39-56); la sabiduría reflexiva (Cf. 1,29.34; 2,19.33.51); la piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos (cf. Lc 2,21.22-40.41), agradecida por los bienes recibidos (Lc 1,46-49), que ofrece en el templo (Lc 1, 46-49), que ora en la comunidad apostólica (cf. Hch 1,12-14); la fortaleza en el destierro (cf Mt 2, 13-23), en el dolor (cf. Lc 2,34-35.49; Jn 19,25); la pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor ( cf Lc 1,48; 2,24) ; el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz (Jn 2, 1-11); la pureza virginal (cf. Mt 1,18-25; Lc 1,26-38); el fuerte y casto Amor esponsaL. De estas virtudes de la Madre se adornarán los hijos, que con tenaz propósito contemplan sus ejemplos para reproducirlos en la propia vida” (Pablo VI, Marialis cultus, 57). Eso es la fidelidad de María, eso es la corriente que fluye de la Concepción Inmaculada. María fue fiel con la exhaustividad del amor del corazón. San Juan nos da la imagen de la perfecta serenidad cristiana, poniendo como clave el amor concreto: Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad. En esto conoceremos que somos de la verdad, y tranquilizaremos nuestro corazón ante Él, en caso de que nos condene nuestro corazón, pues Dios es mayor que nuestro corazón y conoce todo ( 1 Jn 3, 18-20 ). El misterio del hombre es más grande que la conciencia que el mismo hombre tiene de sí mismo. Por eso surge el temor: ¿Dios es-
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tará complacido de mí?, ¿estaré yo en la fidelidad? El temor y la angustia, que es una cara del pecado, rodean el corazón como una amenaza. El corazón es misterio, misterio que siendo nosotros mismo es más grande que nosotros mismos. Esta es la paradoja fascinante de la vida, lo que da a la vida la novedad nunca marchita y lo que la pone en trance de perpetua creación. Juan infunde el rayo de la serenidad divina. El hombre que no de palabras y con la boca sino con obras y según la verdad se ha dado al amor de los hermanos, puede mantener sereno el corazón Juan radicaliza la fidelidad en el amor; ésa es la sustancia de la moral. La inmutable realidad teologal del amor se trasvasa a la conciencia sicológica del hombre, y el hombre queda anclado serenamente en Dios. Teme como criatura pecadora y no teme, porque la palabra última de su ser es ese tránsito confiado al amor en el cual es recibido. Y ¿qué decir de esa serenidad de la Virgen María que proviene de que su corazón ha quedado anclado en la fidelidad? El deseo de hacer siempre lo más perfecto suele producir una cierta tensión obsesiva. Esto procede de no haber logrado la unidad esencial por dentro. Se pretende lo más perfecto periféricamente. En realidad, tantas cosas pueden ser lo más perfecto si ya el corazón está constituido en unidad y es él lo más perfecto…; porque el corazón es más perfecto que todas las cosas… Entonces la elección de lo más perfecto no puede ser obsesiva, sino que ha de ser fluida, puesto que el paso a lo más perfecto está ya dado por dentro. María es Virgen serena. Su fidelidad íntegra no extorsiona su ser humano tan sencillo. María, por Inmaculada, vive en la paz¸ como su corazón puro, no es obsesiva. Pero tampoco deshumanizaremos su sicología, desenraizándola de esas impresione que el hombre vive y que hacen su dolor y su amor. María queda perpleja y duda a la hora de la duda; María siente esa vivencia como de embargo, que es
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la angustia. La realidad ontológica de su participación pura en la santidad de Dios, misterio que va esencialmente unido al de su divina maternidad, no le ha obstaculizado el funcionamiento absolutamente humano de su sicología, y en concreto de su sicología femenina. María no fue para nada una “niña prodigio”. ¿No es el “niño prodigio” una monstruosidad que nos admira, pero al fin, una cierta monstruosidad…? (Comprendo, sí, que hay que matizar el tipo de “prodigiosidad; la “precocidad” ya es un modo de prodigio…). Pues tampoco hay que suponer obligatoriamente que María fuese la “niña precoz”; ni tampoco eso… Esa contextura sicológica son aditamentos que no requiere la realidad serena de la limpieza original. María, la Virgen serena (la serenidad es el encanto de la paz), en la sicología que sea, ha aparecido “normal”. Pero aquí había algo invisible. Esto “normal” tenía los fundamentos de la redención: la gracia de Dios derramada con predilección. Normal, sin haberse quebrado una sola vez. Era tan sencillamente la armonía del hombre. Era la Inmaculada, María, Virgen serena.
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5 VIRGEN ESPOSA
El tema de la virginidad de María se estudia fundamentalmente con la palabra apostólica que nos ha llegado a través de San Mateo (1, 18-25) y de San Lucas (1, 26-38). Los santos apóstoles anunciaron a María como la Madre de Jesús. La Iglesia comprendió límpidamente –ya lo hemos visto- que Madre de Jesús quiere decir adecuadamente, ni más ni menos, lo mismo que Madre de Dios. Pero este paso, sancionado para siempre por el Concilio de Éfeso (431), tuvo un precedente en la Sagrada Escritura: la virginidad de María. Los santos Apóstoles contemplaron en Jesús, por ser Hijo de Dios, la virginidad de María. Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su Gloria. Gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14). ¿Qué es la virginidad de María? Es la Gloria del Hijo único, de Jesús, lleno de gracia y de verdad. Está esencialmente unida la filiación del Verbo de Dios. La virginidad de la santa Madre es una afirmación esplendente de la divinidad de Jesús. Por eso este misterio de María embriaga a la Iglesia aquí en la tierra de una felicidad inefable. Este misterio que han contemplado los apóstoles anuncia el estado de la última escatología. “Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en el otro mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán
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mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección” (Lc 20,34-36). A María se le ha concedido el signo de hija de la resurrección. En la virginidad de esta creyente, esposa verdadera y madre verdadera, Dios ha puesto el signo de la Resurrección de su Hijo, y al mismo tiempo el signo de la Asunción. Al estilo de los Apóstoles - es decir, contemplando la Gloria del Hijo único- quisiéramos hablar de la Virgen Madre de Jesús. Pero este fiel cristiano debe confesar primero ingenuamente que siente temor de poner una mancha sobre este misterio, que es todo en absoluto misterio de filiación del Hijo único, obra del Dios de las maravillas; pues me parece discernir, al menos como presentimiento, que lo que se escribe acerca de la virginidad de María está muy contaminado por nuestra sexualidad pecaminosa… Dígnese la Madre de Jesús, intercesora, por la Gloria del Hijo único poner en los labios la Sabiduría y el Amor de la santa Iglesia. +++ Situémonos en la contemplación de la Iglesia apostólica. ¿Cómo se supo la virginidad de María? Es que María al correr de los años lo contó… Piénselo así el que quiera pensarlo. Por mi parte renuncio a este “sicologismo” para interpretar las verdades de nuestra fe. No hacía falta que María contara nada (al menos, no estamos obligados a creerlo), porque todo estaba contado desde el momento en que Jesús Resucitado se contó a sí mismo como Hijo de Dios. Al narrarse a sí mismo el Resucitado como “constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad por su resurrección de entre los muertos” (Rm 1,4), narraba que su entrada en el mundo había sido una entrada virginal, y que por lo mismo la Madre del 50
Mesías era la Madre Virgen. No hacía falta que María contara nada; la Iglesia aprendió la virginidad de María de la Resurrección del Hijo. La toma de esta postura lanza una pregunta sobre los relatos e la virginidad: ¿Es que no son históricos? ¿Es que han sido inventados y compuestos? ¿Es que no sabemos nada “históricamente” de María? La pregunta resulta torpe. Proviene de una fe inmadura en la reciedumbre del amor e indocta en el conocimiento de las santas Escrituras. Dios tiene “historia” con los hombres; pero una historia tal que, realizándose dentro de los moldes de nuestra propia historia, a lo mejor esta historia nuestra ni es capaz de percatarse… El “historiador”, por su mero oficio de historiador, es incapaz de registrar la historia de Dios. Esta sólo la han registrado los que recibieron la Palabra revelada para comunicarla, aquellos de quienes dice la segunda carta de Pedro: “hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios” (2 Pe 1,21). La virginidad de María que pertenece a nuestra historia humana, es historia de Dios, y como historia de Dios nos la ha contado la tradición apostólica en la época posterior de la composición de los Evangelios. La virginidad de María no tuvo ningún cronista; sí, en cambio, un evangelista, o mejor, dos evangelistas desde perspectivas diversas. (Juan estaría también hablando directamente de la virginidad de María, si, como quiere la Biblia de Jerusalén con una crítica textual autorizada, traducimos Jn 1,13 en singular, refiriéndose a Jesús y no a los cristianos: “la cual (= la Palabra) no nació de sangre…” Ver nota a 1,13 b). Es absolutamente histórico que el Hijo de Dios vino al mundo por una virgen llamada María; es histórico que esta mujer estaba
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unida en matrimonio a José; es histórico que Dios le anunció en la fe una maternidad virginal y divina a la que ella ofrendó su consentimiento generoso y total… Pero esto no “se historió” al estilo de nuestra historia, sino que se nos transmitió, porque Dios así lo quiso, de un modo distinto, según un estilo conocido de la Escritura en las Teofanías: El Angel del Señor, o la aparición celeste en sueños (al modo del elohista) como quiere el Evangelio de la Infancia de San Mateo. Por eso, sin escrúpulo de fe nos abstenemos de ver en los relatos de la virginidad de María “historia/crónica”, y por lo tanto historia íntima y sicológica de lo que María pensaba. Incluso creo que la pregunta de si María hizo voto o tuvo intención o propósito de virginidad es una pregunta superflua que, a mi entender, violenta una comprensión más simple y más fuerte de la historia de Dios. Renunciamos a conocer las intimidades humana de María que nosotros queremos espiritualizar. La fe nos ha llegado por el testimonio puro de lo que Dios hizo. Y lo que el Dios Todopoderoso hizo fue la virginidad íntegra de la Madre de Jesús. +++ María fue virgen; Dios nos lo ha revelado. El cristiano se encuentre de golpe con algo que le choca “… una virgen desposada” (Lc 1,27). María había sido dada en matrimonio a José. Entonces ¿es virgen o es casada? Ahora estamos dentro de la fe; tocamos un hecho de Dios que con algún lenguaje han tenido que traducirlo los santos Evangelios. Por mi parte renuncio a hacer cualquier cómoda “concordancia” de la situación. Tocando el hecho escueto de la diremos: No es la mitad virgen y la mitad casada; No es virgen de verdad y casada como de mentira, como para cubrir con esta apariencia el misterio de la virginidad intacta.
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El hecho es que en una ciudad de Galilea llamada Nazaret, vivía “una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María”. Viendo las obras de Dios desde Dios, digamos que María, sin división, es toda virgen y toda desposada, y que luego permaneció toda virgen y toda desposada. En ella se cumplió – con nostalgia de las obras de Dios nos atrevemos a decirlo – lo que en nosotros resultaría contradictorio: la delicia del matrimonio y el dulce sabor de la virginidad. Estas son cosas de Dios y con criterios de Dios hay que aproximarse a ellas. Jesús dijo de los que renunciando generosa y enérgicamente al impulso de la carne se habían hecho eunucos por el Reino de los cielos: “No todos entienden este lenguaje, sino solamente aquellos a quienes se les ha concedido…” (Mt 19,11). Es decir: el seguimiento de Cristo renunciando a la delicia del matrimonio por dedicarse activa y físicamente al Reino es algo que no nace del hombre, sino que viene del Padre. Por eso, no todos entienden, sino sólo aquel entiende que por impulso interior se ha decidido a hacerlo. Pero Jesús jamás tuvo una palabra de reproche frente al matrimonio, jamás afirmó que en el matrimonio no podía estar la plenitud del amor de Dios- Jesús, descubriendo la obra secreta y fascinadora del Padre, nos decía cuál era el sentido del ministerio apostólico que te arrancaba de todo y te entregaba a Jesús. También Pedro, venido del matrimonio, podía aplicarse la palabra de Jesús: al dejar a su mujer –pues lo había dejado todo (MT 18,27) – también él se había hecho eunuco por el Reino de los cielos. En una palabra, la opción de la virginidad apostólica solo puede venir inspirada por Dios. Y… ¿la opción de un matrimonio partiendo del designio de Dios Creador? En esta realidad última, el matrimonio solo puede venir de Dios, todo de Dios. Más fácil nos resulta entender la imagen de la virginidad de María, realidad que anticipa el estado futuro de la Iglesia, que la imagen
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del matrimonio. Pero Dios nos da fe para intuir que el matrimonio de María, si ha de ser coherente con el misterio de la concepción inmaculada y de la total limpieza de pecado, está situado en un terreno donde sólo Dios es el dueño. Con una teología de tipo de esencias trascendentes a la que por necesidad tenemos que recurrir para entendernos en el funcionamiento de nuestras ideas, diremos: En lo que Dios obraba en María era lo mismo el objeto del matrimonio que el objeto de la virginidad. María aparecía ante sus compañeras como una mujer casada; y era una virgen casada (o una casada virgen). María era toda virgen y toda casada; una cosa no iba en perjuicio de la otra, porque una y otra –en el fondo una sola actuación de Dios- pertenecían al mundo nuevo invadido por la filiación del Hijo de Dios. Y seguimos discurriendo como al hablar de la maternidad: no se trata en primer término de experiencia sicológica. María se dejaba vivir por Dios; Dios conducía y ella permanecía en la sencillez. Esta sencillez de la virgen –pábulo para nuestras disquisiciones – será siempre indescifrable, y el teólogo llega hasta ahí y se encuentra con un tope. De rendirse y adorar. Con la santa tradición decimos: “En la zarza que Moisés vio arder sin consumirse, reconocemos tu virginidad admirablemente conservada. Madre de Dios, intercede por nosotros“ (Liturgia de la solemnidad de Santa María Madre de Dios). María virgen, María esposa, presagio de lo que viene, cuando en el cuerpo de Cristo quedará todo unificado, y se recuperará, con la novedad de la creación de Dios, el candor de Adán y Eva. +++ Ya vemos, pues, que de nada sirve hablar de las intenciones de María para entender su matrimonio: ¿Para qué se casó…? Decir:
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como las demás mujeres suena a blasfemia; y cosa semejante cuando se trata de dar una explicación sicológica a las dudas de José. Lo que se llama “el buen sentido” para dictaminar que lo que sospechó José de María fue el adulterio…, aquí no sirve, porque no mira al misterio de la concepción desde Dios, y suena igualmente a blasfemia. (Sobre este punto, nos resistimos a admitir la versión litúrgica de Mt 1,18, que por otra parte es la traducción más corriente de las Biblias de hoy. Y nos resistimos porque según dicha traducción el Hijo de Dios habría nacido a los ojos de sus compaisanos en condiciones de inmoralidad, es decir, concebido en ese período en que los esposos debían vivir separadamente. El término griego “synérjomai/juntarse” de pleno derecho a una versión distinta: antes de juntarse (matrimonialmente), es decir, sin haberse juntado, /cf. V.25 y 2 Sam 6,23/, se encontró encinta por obra del Espíritu). Un punto que turba hoy la conciencia y que oscurece la virginidad de María: el momento del parto. “…Se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito” (Lc 2,6 ). La fe apostólica, que confiesa la virginidad de María nos transmite esto: que Jesús vino al mundo a través de un verdadero parto maternal. Y hoy el cristiano adulto, alérgico a cualquier tabú, se pregunta: ¿cómo fue ese parto? ¿No fue un parto como el de las demás madres? ¿Qué puede haber de indecoroso en esto? ¿Es que María no es virgen y madre? En efecto, precisamente porque María es íntegramente virgen e íntegramente madre, salvamos en todo momento el misterio virginal, el misterio esponsal y el misterio maternal. Fue un parto virginal, y esto confiesa la Iglesia: “lejos de menoscabar, consagró su integridad virginal” (Lumen gentium, 57, con las citas de la tradición). Ahora bien, ¿Cómo fue en concreto aquella virginidad en el parto?
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Respondo: el que sepa decir cómo fue el momento de la Asunción corporal, sabrá decirnos cómo fue el parto virginal. El indagar fisiológicamente estas cuestiones es algo molesto, impertinente…, y sin resultado. El Señor sabe cómo fue. Nosotros sabemos que por aquella maternidad nos vino el Siervo de Dios que por nosotros había de morir en la Cruz. +++ Seguimos la línea de los santos evangelistas para entender la virginidad de María. Mateo se hunde en la Escritura: “Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo…” (Mt 1,2223). Mateo piensa que el foco de intelección de la virginidad de María es la Escritura, es decir, la remite a la vida de Dios. En la Escritura está la vida de Dios (Jn 5,39). Manifiesta el santo Evangelio que al quedar la virginidad de María en lo íntimo de la Escritura a nosotros se nos oculta. “Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras” (Sal 103,31). Y lo mismo San Lucas. Emplea el estilo antiguo de la Escritura y habla del Espíritu Santo y del Poder del Altísimo (Lc 1,35). En la interpretación coherente de la Escritura la virginidad de María es signo de la Resurrección de Cristo. Está integrada en el celibato salvador de Cristo, porque depende de él, de este celibato que era la máxima capacidad de parentesco con toda la creación. En Jesús el celibato integra el único sacrificio. También en María, porque es salvada por el Hijo. Su santa virginidad participa en el misterio de la Cruz y de la Gloria; anuncia la Asunción corporal. Resumiendo, terminamos orando de esta manera a la Virgen María:
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Tu santa virginidad, oh María, proclama la Resurrección de tu Hijo, nos anuncia tu asunción corporal, oh Inmaculada, y es signo de nuestra futura resurrección. Madre de Dios, intercede por nosotros.
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La fe apostólica - lo mismo el Evangelio de la Infancia de Lucas que el de Mateo – nos han interpretado la figura de María como mujer pobre: esta madre da a luz en un corralizo de animales, recuesta al hijo en un pesebre, ofrece por ella y por el niño la ofrenda de los pobres (S. Lucas); José y María cogen el equipaje de emigrantes y huyen a Egipto (S. Mateo). Al nacer el hijo había que ofrecer un cordero de un año como holocausto y un pichón o una tórtola o dos pichones por otro género de sacrificio. “Mas si a ella ( =a la madre) no le alcanza para presentar una res menor, tome dos tórtolas o dos pichones…” (Lev 12, 8). María está en esta categoría: a ella no le alcanza para comprar un cordero… Además de esto María que como afligida consolada ora con el Magníficat como los afligidos de Israel, es pobre de Israel. “Ella sobresale entre los humildes y pobres del señor, que confiadamente esperan y reciben de él la salvación” (Lumen gentium 55). Al hablar de esta manera el Concilio, nos abre una gran corriente del Antiguo Testamento que definitivamente se incorpora a la mariología. María es verdaderamente pobre. ¿Qué es lo que esto significa? +++
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Jesús es el pobre, él sí, nosotros no; porque él y no nosotros pudo decir con la última verdad: No tengo nada; Dios es mi tesoro. Tales palabras puestas en su boca dicen verdad; en nosotros deseos de verdad. Jesús puede orar: Yo soy pobre y desgraciado, pero el Señor se cuida de mí (Sal 39,18). Yo soy un pobre malherido, Dios mío, tu salvación me levante (Sal 68, 30). Yo soy un pobre desgraciado: Dios mío, socórreme, que tú eres mi auxilio y mi liberación: ¡Señor, no tardes! (Sal 69, 6). Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado (Sal 85, 1). Lo mismo que decimos de Jesús que es el Siervo de Dios podemos decir que es el Pobre de Dios. Hay tantos textos en los salmos que hablan de ese “pobre”, el desgraciado de ayer y hoy, cuya realización antitípica la encontramos en Jesús… En él resuena “el gemido del pobre” (Sal 11,6). En la Biblia existe la “oratio pauperis”, muy repetida, donde resuena este gemido del pobre que como nada tiene acude a Dios, que es su tesoro. Así el Sal 101 tiene como titulación: “Oración del afligido (en la Vg. oratio pauperis) que, en su angustia, derrama su llanto ante Yahveh”. El Señor de la Escritura, el Dios grande que resplandece con Santidad fulgurante y aterradora, cuya gloria llena cielos y tierra, se muestra en su comunicación con los hombres percibida cada vez más puramente, como el Dios de los pobres. Los pobres son los suyos. El Señor se eleva sobre los pueblos todos,
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su gloria sobre el cielo. ¿Quién como el Señor Dios nuestro que se eleva en su trono, y se abaja para mirar al cielo y a la tierra? Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo; a la estéril le da un puesto en la casa como madre feliz de hijos (Sal 112, 4-9). Los pobres del Señor tiene el Salterio como libro muy suyo, el Libro de los Pobres, Libro de los bienaventurados del Reino. El que de verdad ora en Israel, ¿quién es sino el que se identifica a sí mismo o lo identifica la misma Palabra como “pobre”, “desvalido”, “afligido”, ”humilde”, “desgraciado”, “miserable”, “oprimido…? La terminología puede intercambiarse con fácil equivalencia: No entregues a los buitres la vida de la tórtola ni olvides sin remedio la vida de tus pobres. Que el humilde no se marche defraudado, que pobres y afligidos alaben tu nombre (Sal 73,19.21) Así, pues, Jesús es pobre – más aún, el Pobre – no precisamente por la indigencia de dinero, de casa, de vestido…, sino por la aflicción de su corazón, porque con la más pura verdad pudo decir: ¡Sólo Dios! El fiel discípulo Francisco de Asís es pobre no precisamente por su renuncia a la propiedad colectiva, al dinero, no por aceptar vestir con hábito vil y humíllaten, sino porque desde el fondo del corazón puede orar: ¡Dios mío y todas mis cosas! (Deus meus et omnia!).
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La pobreza de Jesús, que por ser pobreza real de Encarnación, no se la puede despellejar – por así decirlo – de la carne de su vida; es pobreza concreta en este mundo. Pero la pobreza de Jesús no se concluye en un hecho social. Lo asume, sí, pero lo trasciende, porque Jesús es pobre desde la raíz. Jesús puede decir: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre (¡con ser el Hijo del hombre! Cf.Dan 7,13) no tiene donde reclinar la cabeza (Mt 8,20). A la luz de esta imagen podemos adentrarnos a comprender qué significa, por irradiación, por participación, la figura de María pobre. +++ Los santos evangelistas se han atrevido a significar algún rasgo de la pobreza de María. No ofreció el holocausto común del cordero, sino que tuvo que acudir al privilegio de los pobres. Parece que la compra de un cordero, y más en las gozosas circunstancias del nacimiento de un hijo, está al alcance de cualquiera… María es, pues, representada, en esta tardía evocación de fe, como muy pobre. Pero tampoco hay que recargar este acento. En la tradición Mt/Mc José es “artesano” (Mt 13,55; Mc 6,3). Digamos más bien que la familia de Jesús es muy humilde, y que en aquel tiempo la condición de pobreza era una condición corriente. La familia de Jesús no es una familia de mendigos, ni mucho menos; es una familia que gana el pan con el sudor de su rostro. Pero el origen de Jesús nos muestra que ya está superadas aquellas concepciones patriarcales de bendición de Yahvéh por medio de la abundancia de bienes de la tierra: “Isaac sembró en aquella tierra, y cosechó aquel año el ciento por uno. Yahvéh le bendecía y el hombre
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se enriquecía, se iba enriqueciendo más y más hasta que se hizo riquísimo. Tenía rebaños de ovejas y vacadas y copiosa servidumbre. Los filisteos le tenían envidia” (Gen 26,12-14). Jesús no va a traer la salvación sintiéndose bendecido por este camino. Jesús juzga proféticamente el pecado escondido en las riquezas, pero su trato con personas de una cierta posición desahogada, incluso ricas, no tiene ningún dejo de amargor. Y con todo, su medio ambiente familiar no es como el de Pedro (cf. Lc 5,10), ni como el de Leví (cf. Lc 5,29), ni como el de las mujeres que le sirven con sus bienes (Cf Lc 8,1-3), ni tampoco, al parecer, como el de la familia de Zacarías, sacerdote, de donde proviene Juan el Bautista, pobre exteriormente quizá más que Jesús (cf.Lc 7,33-34). Jesús para trasmitir la Palabra de Dios, no necesita lo que el mundo juzga como una “condición decorosa”, creyéndola con frecuencia hasta necesaria para la honestidad del Evangelio de Dios… (Cuántas veces el “prestigio espiritual” ha llevado a muchos miembros de la Iglesia – Jerarquía, órdenes religiosas…- a criterios de falta de pobreza que caen ante lo transparente del Evangelio…) María está, pues, en este clima. No vive en una familia pudiente, sino humilde, o mejor, humildísima. Su pobreza no es ningún desafío, no tiene ninguna estridencia, es pobre porque realmente es pobre, sin invenciones, sin propósitos ascéticos, es pobre, sin más. Pero la pobreza, todavía en simple figura sociológica, tiene unos profundísimos condicionamientos humanos; y todos ellos hay que suponerlos asumidos en la pobreza de la Virgen María, porque María es pobre hasta el fondo de su ser humano. El pobre no tiene abierto el camino de la cultura y del saber humanos, ni tampoco puede cultivar otra serie de valores que se cotizan como valores altos. El pobre no puede ser un “humanista”, porque es pobre.
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El Eclesiástico, Jesús hijo de Sirá, dice a este propósito cosas que tienen mucha sensatez, que valen, sí, pero que aguardan la revelación plena del Evangelio, el misterio de la kénosis de Cristo: “Hombre que ha corrido mundo sabe muchas cosas, / el que tiene experiencia se expresa con inteligencia…” (Sir 34,9). “La sabiduría del escriba se adquiere en los ratos de sosiego, / el que se libera de negocios se hará sabio. /¿Cómo va a hacerse sabio el que empuña el arado, / y se gloría de tener por lanza el aguijón, / el que conduce bueyes, los arrea en sus trabajos / y no sabe hablar más que de novillos? /Aplica su corazón a abrir surcos y sus vigilias a cebar terneras. / De igual modo todo obrero o artesano,/ que trabaja día y noche… Sin ellos no se construiría ciudad alguna, / ni se podría habitar ni circular por ella. / No se sientan en sitial de juez, ni entiende. / Mas para el consejo del pueblo no se les busca, / ni se les distingue en la asamblea. / No se sientan en sitial de juez, ni entienden de la alianza del juicio. / No demuestran instrucción ni juicio, / ni se les encuentran entre los que dicen máximas. / Pero aseguran la creación eterna, / el objeto de su oración son los trabajos de su oficio” (Sir 38, 24-34). María no pertenece a la élite que alaba Jesús de Sirá. María no tiene “ratos de sosiego” para adquirir la sabiduría del escriba, aparte de que en aquel tiempo ser mujer era cierta nota de inferioridad. María de Nazaret , por ser pobre, es pobre en cultura, es pobre en todo… No imaginemos tampoco no sé qué extraños conocimientos de la Ley y de los Profetas. María cumple los profetas verificando en sí misma la imagen de los “anawim” anunciada por los profetas: “Buscad a Yahvéh, /vosotros todos, humildes de la tierra,/que cumplís sus normas (Sof 2,3). Pero María no tiene por qué tener el conocimiento de los eruditos de los profetas.
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La pobreza de María está en lo muy profundo de su ser; de ahí arranca. Está allí en lo más estructural del donde corazón hacia donde apunta el canto profético del Magnificat; está en la “humillación de su esclava”. María es pobre, y porque así “es”, vive en humillación, en postración -en “minoridad”-, diríamos los franciscanos. María pobre vive en aflicción. Su propia virginidad pertenece a su “humillación” No es humillante; ¿cómo lo va a ser, si es resplandor del Verbo enviado? Pero pertenece a la kénosis de la Encarnación Ana, la mujer de Elcaná, llora muy afligida porque el Señor no le ha concedido el fruto del vientre. Sus labios se mueven orando, llena de amargura y llorando sin consuelo, y responde al guardián del santuario de Silo: “Soy una mujer acongojada…, me estoy desahogando ante Yahvéh” (1 Sam 1,15). Ana que así derrama su alma ante Yahvéh está postrada en la humillación porque el Señor no ha hecho fecundas las entrañas maternas. Pero Dios tuvo misericordia y la alzó de la basura. “Entonces Ana dijo esta oración: Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios, mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con su salvación… Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan; mientras la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía. El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece.
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El levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria…( 1 Sam 2). El canto de María tiene un horizonte más triunfal: “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”. María, profiriendo así su alabanza, nos explica el misterio de su pobreza. La virginidad la introducía en la humillación del Hijo – oh paradoja de las cosas de Dios- pero mirando con ojos puros de fe se vio alzada y proclamada por generaciones (¡sean estas hojas límpido destello!). Era María pobre cuando entregó su vida en manos de Dios y dijo : Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra. María estaba diciendo: No tengo nada; ¡Sólo Dios! “Sólo en Dios descansa mi alma/ porque de él viene mi salvación” (Sal 61). +++ Tiene la pobreza de María algo muy contingente, que depende de las circunstancias en que ella vivió, pobreza humana indignante que ella no tenía más remedio que aceptar, algo contingente que ella “por necesidad”, por imperativo ineludible de la vida lo vivió; pero el meollo de su pobreza no fue lo contingente, sino lo absoluto vertido en eso contingente. Lo absoluto fue el que para María la pobreza era un estado teológico, un hecho salvífico: la aceptación de la indigencia humana en la Cruz de Cristo como misterio de salvación. “La Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles no precisamente por el tipo de vida que ella
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llevó y, tanto menos, por el ambiente socio-cultural en que se desarrolló, hoya día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf. Lc 1,38); porque acogió la Palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio; porque, es decir, fue la primera y más perfecta discípula de Cristo : lo cual tiene valor universal y permanente” (Marialis cultus, 5). María fue pobre, victimalmente pobre de una sociedad subdesarrollada, pero aún en medio de una sociedad opulenta y libre el misterio último de la pobreza de María habría quedado intacto, porque María, la humilde, la afligida, la esclava…, fue la pobre de Yahvéh. Pamplona, dic. 74, homenaje a María ante la Solemnidad de su Inmaculada Concepción.
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7 LA PEREGRINACIÓN DE LA FE
También de la fe de María podemos hablar con sencillez, iluminados por la claridad de Dios que resplandece sobre el rostro de la Iglesia. María es la “nueva Eva (como una nueva Eva) que presta su fe exenta de toda duda (Lumen gentium, 63) ; Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe…” (Lumen gentium, 58). El misterio de la fe de la Virgen María, son congojas para nuestro espíritu, es muy simple, y cuanto de él podemos decir lo resumimos de este modo: + Dios nos ha revelado, por el santo Evangelio, que la fe de María, Madre de Jesús, fue pura, íntegra, fe “exenta de toda duda”; una fe íntegra y perfecta, como es íntegra y perfecta la total maternidad, la gracia en la concepción, la fidelidad, la virginidad. + Dios no nos ha revelado de qué manera aquella fe exenta de toda duda se “concientizó”, mediante el conocimiento reflejo, en la sicología de María; pues una cosa es el creer puramente y otra el conocer aquello que se está creyendo. De nuevo nos guiará la norma evangélica, que es Sabiduría, es decir “saber sabroso”. Todo en la Iglesia se realiza con Sabiduría. Donde está la Sabiduría está la discreción y la sobriedad. No se crea que la sobriedad es timidez ante los dones de Dios, sino realismo de Encarnación, afirmación del estado presente que es esperanza sin fin de lo que viene. Dentro de la Iglesia podemos traer aquí la exhortación de Pablo: “No os estiméis en más de lo que conviene; tened más
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bien una sobria estima según la medida de la fe (dones espirituales) que otorgó Dios a cada uno” (Rm 12,3), que en el latín eclesiástico suena así: Non plus sapere quam oportet sapere, sed sapere ad sobrietatem). +++ La tradición apostólica entiende que la obra perfecta de Dios en el que ha sido llamado esa la fe “La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado” ( Jn 6,29). Este pensamiento es unánime en la Revelación. Así dice el Señor Yahvéh: He aquí que yo pongo por fundamento, una piedra elegida; angular, preciosa y fundamental: quien tuviera fe en ella no vacilará. Pondré la equidad como medida y la justicia como nivel ( Is 28, 16-17). Todo se decide en la fe: aceptación o rechazo; “Si no os afirmáis en mí no seréis firmes” (Is 7,9b, Si non credideritis, non permmanebitis). No podemos salirnos de este esquema para interpretar a María. María es fiel: creyente y perseverante. Sería falsa piedad quitarle la fe mientras peregrinaba en esta tierra. Su peregrinación terrestre fue, hasta el último suspiro, peregrinación en la fe, un avanzar de fe en fe en la recta fidelidad. La primera presentación en directo que se nos hace de la fe de María es la escena de la Anunciación, configurada según un cierto corte arcaico de las Anunciaciones. La pregunta de María no es “objeción”, no es resistencia o dificultad; es simplemente una pregunta,
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y esto prueba la realidad de su fe: “María respondió al Ángel: ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1,34). María pregunta porque no sabe, y así nos lo puede significar rectamente el escritor sagrado. Con una nueva intervención del mensajero celeste María es introducida en los misterios de Dios. Como creyente María es discípula y aprendiz de la Palabra de Dios que le transmite el Angel. María es el modelo de la fe que busca. El Ángel responde y concluye: “Porque ninguna cosa es imposible para Dios” (Lc 1,37). Cuando Lucas escribe esta expresión está citando Gn 18,14 (confróntese la expresión griega de Lucas con la expresión griega del texto del Gn). Esto nos da un indicio para establecer una comparación entre la escena del anuncio de Isaac y la escena del anuncio de Jesús. ¿Ha pretendido esta confrontación la tradición evangélica? No lo podríamos afirmar con evidencia. De cualquier forma, seguimos las indicaciones del texto si en virtud de la plenitud de la Palabra de Dios hacemos la comparación. Abraham recibió el anuncio de un hijo, reaccionó de esta manera: “Abraham cayó rostro en tierra y se echó a reír, diciendo en su interior: ¿A un hombre de cien años va a nacerle un hijo? ¿Y Sara, sus noventa años, va a dar a luz? Y dijo Abraham a Dios: ¡Si al menos Ismael viviera en tu presencia!” (Gn 17,17-18). Lo que se le promete le parece a Abraham demasiado grande como para creerlo; él se contenta con menos. Estaría satisfecho con que Ismael viviera ante la presencia de Yahveh; que Ismael permanezca, que el hijo de la esclava dure y tenga descendencia; también es parte de Abraham. Abraham estaría contento con solo eso. Abraham rostro en tierra ríe en su interior, atónito de sorpresa; no es risa de escéptico, sino risa
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de ininteligente, del que no comprende las maravillas deslumbrantes de Dios. Así ocurre: que el hombre no es capaz de recibir las maravillas del Dios de amor y le opone el muro de la incredulidad. Paralela a la risa de Abraham, pero más fuerte, es la risa de Sara: “Volveré a ti sin falta el año que viene; y entonces tu mujer Sara, tendrá un hijo… Rió se, pues, Sara interiormente… ¿A qué viene eso de reírse Sara diciendo: De veras que va a dar a luz una vieja como yo? ¿Es que hay algo extraordinario para Yahvéh?” (Gn 18,10-14). Tanto Abraham como Sara aceptan la Palabra; pero lo que ocurre con María, en la descripción del escritor sagrado, es distinto, tiene otra tersura. La actitud de María es plena, como fiel oyente del mensaje: Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu Palabra. María es la Mujer de la Palabra. Lo que en ella se va a hacer es la Palabra; ella es la Palabra recibida, es decir, la fe obediente; ella ha escuchado “la obediencia de la fe a gloria de su nombre” (Rm 1,5). Quizá más que una confrontación de escenas en cuanto a matices diferentes lo que presenta el autor es la confrontación en orden a reafirmar el principio de la fe paradigmáticamente expuesto en la historia de Abraham. Abraham es modelo de fe; de la fe de Abraham arranca la existencia del pueblo y el auténtico sistema de justificación (Gn 12, 15). Abraham es justo como creyente: “Y creyó él en Yahvé (en la Palabra que Dios le había dado), el cual se lo reputó por justicia“ (Gn 15,6). Así, la salvación arranca del acto de fe de María. Al comienzo de todo está la fe. Dicho de diferentes modos esta postura llena el Nuevo Testamento. La escena de la Anunciación sería, por lo mismo, la proclamación de la fe de María, que es la recepción del Verbo Encarnado. Se había encarnado en el corazón de María para hacerse luego carne en las entrañas maternales.
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+++ A esta conclusión nos lleva Lucas que se explica a sí mismo por las palabras de Isabel: “¡Feliz la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc 1,45). San Lucas está interpretando de esta manera el esplendoroso misterio de la Encarnación como un misterio recibido en la fe. En fe lo ha concebido María. La relación del tercer Evangelio nos presenta admirablemente este secreto de fe y claridad en el que es recibido Jesús. Isabel, que ha sentido en sus entrañas el salto gozo del niño, quedó llena de Espíritu Santo, y con este Espíritu bendice a María, bendita entre todas las mujeres, y confiesa la divinidad del Hijo que María trae consigo: “Y de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí” (Lc 1,43). La fe cristiana –la única fe del Nuevo Testamento- habla por boca de Isabel. San Lucas está sacando a flote la conciencia de la Iglesia. Esa Isabel que así reconoce al Señor Mesías alaba la fe de María que ha sido el receptáculo de semejante concepción. Luego encontramos a Simeón, otro portador de la gran revelación del Niño. “Este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo” (2,25). Simeón profeta goza del carisma para reconocer “al Cristo del Señor” (v. 26), es decir, al Ungido de Yahvéh. Simeón bendice a Dios, con el Niño en los brazos y transido de gozo: Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz… Y al terminar este canto sigue el Evangelio: “Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él” (2,33). Simeón en este caso es portador de revelación. Se diría que no habla él, sino el Espíritu en él (cf. Mt 10,20). Por eso Simeón es instrumento de Dios para que ante José y María se descubra un horizonte escatológico del Niño que deja admirados a
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los padres. Ninguna dificultad para interpretar esta admiración en el contexto de la fe. José y maría experimentan la misma reacción, y es porque José y María tienen acceso al misterio del Niño a través del mismo camino, que es el camino de la fe. Se admiran por lo que se dice del Niño y por lo que Dios está obrando en Simeón, lleno del Espíritu Santo, anciano exultante de gozo que ya ha recibido la alegría del Evangelio, la consolación de Israel. Juntos están también José y María en la escena del hallazgo en el Templo. “Y ¿por qué me buscabais ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre? Pero ellos no entendieron la respuesta que les dio” (Lc 2,49-50). El hecho de equiparar la reacción de María a la de José y de atestiguar explícitamente el evangelista que “no comprendieron” nos dice claramente que María vive de la fe. En este caso la fe ha sido noche oscura dolorosa. +++ Hay unas pocas palabras de Jesús acerca de su Madre, textos particularmente sagrados y ricos de mariología, si bien toda palabra evangélica tiene la misma categoría de palabra revelada. Dejando ahora la palabra de Jesús en la Cruz, nos referimos a la respuesta que dio el Señor sobre el verdadero parentesco (Mc 3,31-35 par.), y a la alabanza que salió de labios de una mujer del pueblo (Lc 11,2728). En ambos casos mete Jesús a su Madre silenciosamente en el número de los creyentes, o más bien, de los creyentes practicantes. “Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron! Pero él dijo: Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan”. No es que la maternidad divina queda relativizada. Lo que queda relativizada es la gloria de ser madre de aquel profeta – la mujer del pueblo no puede discernir otra cosa- ; y hablando de esta
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manera Jesús lleva la gloria de su Madre al núcleo donde hay que ponerla: la fe. María es la que escucha la Palabra de Dios y la guarda. La maternidad quedaría sin sentido si no fuera una maternidad en fe. María es introducida de esta forma en la dinámica central de la Alianza. ¡Cuántas veces se habla en Moisés y en los profetas de “escuchar”, que es obedecer! Los verbos oír o escuchar y guardar o custodiar son grandes verbos de la fe de la Alianza, referidos a la Palabra del Señor y a sus mandatos. “Si de veras escuchas la voz de Yahvéh, tu Dios, y haces lo que es recto a sus ojos, dando oídos a sus mandatos y guardando todos sus preceptos, no traeré sobre ti ninguna de las plagas que envié sobre los egipcios; porque Yo soy Yahvéh, el que te sana” (Ex 15, 26). El escuchar o no escuchar a Dios, es decir el obedecer o desobedecer a su voz, es todo el secreto de la historia del Pueblo de Dios, la raíz de la moral, lo que determina la comunión con Dios. “Guarda, pues, los mandamientos, preceptos y normas que yo te mando hoy poner en práctica. Y por haber escuchado estas normas, por haberlas guardado y practicado, Yahvéh, tu Dios te guardará la alianza y el amor que bajo juramento prometió a tus padres. Te amará, te bendecirá, te multiplicará…” (Deut 7, 11-13). Para María no ha cambiado la dinámica de la Alianza. Es la misma. Dios guarda su amor si el hombre que escucha guarda la Palabra. Y María es la que escucha, la que guarda (Lc 2,19.51). María a lo largo de su vida, tal como la orienta el Evangelio, nos muestra que la única respuesta del hombre a la Alianza es ésta: escuchar. +++ La fe de María llena su existencia; es íntegra e intacta. Pero aquí surge una grave pregunta: ¿qué conocimiento conciencial tenía Ma-
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ría de aquella fe que era esencia de su existir? O lanzando la pregunta directa que se ha lanzado: ¿Conocía María que aquel hijo suyo era el Hijo de Dios? Pregunta que puesta a la inversa es ni más ni menos que ésta: ¿Conocía María que ella era la Madre de Dios? Este modo de preguntar desde nuestras categorías –ya lo hemos señalado en otro lugar- es un modo incordiante. Si la pregunta queda como está hecha, y se ha de responder “sí” o “no”, entonces la respuesta inequívocamente es: sí. Si una mujer es madre, no puede ser responsablemente madre si no sabe de que es madre. María no es madre a ocultas del Santo de Dios que guarda en el sagrario de sus entrañas. María es madre responsable; es madre de una criatura que no es como los demás hijos de mujer: es responsable frente a un destino que se abre con su maternidad. Y con todo, no nos satisface esa manera de preguntar. En el Evangelio hay algo que precede a la Resurrección de Jesús y algo que sigue. A partir de la Resurrección del Señor, es decir, a partir de la manifestación del Espíritu todo se ha clarificado. Lo que en un principio se veía de un modo intuitivo y germinal, ahora se ve claro y explícito. Más aún, la luz de la Resurrección es proyectada a la historia precedente, y San Juan que recuerda la entrega generosa de los discípulos en el primer encuentro con Jesús puede poner en labios de los discípulos una confesión explícita y total de Jesús, Señor, porque en el fondo eso es lo que se confesaba: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios”, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1,49). Según el contexto general del Evangelio, María no es excluida de un estado salvífico que precede a la Resurrección, pues la interpretación revelada de Lucas nos dice que María no ha podido captarla transcendencia de lo que pasó en el Templo, cuando Jesús a sus doce años, a la edad obligatoria de peregrinar a Jerusalén, se quedó en las cosas de su Padre. Este misterio María lo comprenderá más tarde. 76
Es que la fe de María está puesta ahí precisamente donde radica lo nuclear de Jesús, en su relación personal con un ser a quien enfáticamente llama “mi Padre”. María, Virgen de fe y esperanza, no comprende, pero aguarda, porque Dios tiene su hora. María por ser la Virgen creyente, es la Virgen fiel. ¿Qué pasó en la Resurrección? Lo ignoramos. Los Evangelios no se han preocupado de ello, porque a María no le compete ser testigo de Resurrección. Su ministerio callado – ya lo hemos indicado en algún lugar - era otro, primordial, todavía más esencial: ser lo que había sido y sería, la Madre de Jesús. Hoy diremos nosotros, viendo a Jesús Resucitado: la Madre del Señor. Pero sí que nos han presentado los libros sagrados a María esperando al Espíritu. María, sin dejar de ser Madre, sigue la historia de fe de la Iglesia. Este es el misterio fascinante de la Madre y la Esclava. También para ella, que se mantuvo fiel hasta la Cruz, vale la promesa de Jesús: “Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16,13). No hay sino decir: ¡Oh fascinante llamada de la fe…!
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8 SILENCIOSA
Junto a la fe de María, el silencio de María. Nos remontamos al comienzo de la gran tradición mística de Oriente, al borde mismo de la era apostólica, para significar algo de lo que es el silencio, morada del Hijo revelador del Padre: “Vale más callar y ser que hablar y no ser. Enseñar es bueno, sí; pero a condición de que el que dice haga. En realidad no hay más que un Maestro (cf. Mt 23,8), aquel que dijo y fue hecho (Sal 32,9; 148, 5). También las cosas que hizo en el silencio son dignas de su Padre. El que posee verdaderamente la Palabra de Jesús, puede también escuchar su silencio, y así será perfecto; obrará por la palabra y se dará a conocer por el silencio” (San Ignacio de Antioquía, Ef. 15,12). La Escritura quiere ser – y lo es – palabra de Dios, Palabra en la cual Dios habla, Palabra con la cual se habla Dios. Pero Dios es más grande que toda Palabra; se diría, pues, que la Palabra es la puerta del Silencio. Ningún templo lo puede contener, no cabe en los cielos, él, que es “Señor del cielo y de la tierra” (Mt 11,25)… Nos quedamos pensativos ante esta dialéctica mística sobre la Palabra y el Silencio, porque la figura de María se nos revela sumergida en un inmenso mar de silencio. Una elevación transcendente sobre el silencio no es lo propio de la Escritura, si bien no está en contradicción con ella; al contrario,
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nace de la Escritura… Pero del silencio, sin más especificación salvífica, nos podría hablar maravillosamente un budista y un panteísta. El espiritual budista nos enseñaría incluso una técnica, humanamente nada despreciable, para entrar en el silencio, en el silencio profundo, comunicando con el ser y la vida. Cosas de este género, altas elevaciones místicas, pueden resultar muy fuertes y candentes o muy vaporosas para entender el más sencillo silencio de la mujer más sencilla, llamada la Virgen María. +++ Nos adentramos, más bien, de lleno en la Escritura cuando recurrimos al Deuteroisaías para escuchar que el Dios silencioso es el Dios escondido: De cierto que en ti está Dios oculto, el Dios de Israel, salvador… Israel será salvado por Yahvéh, con salvación perpetua (Is 45,15.17) (Es verdad: tú eres un Dios escondido, trad. Litúrgica). En Israel está Dios: “Sólo en ti hay Dios, no haya ningún otro, no hay más dioses” (v. 14). Pero este Dios tiene unas trazas… El pueblo elegido había sido despreciado, la Casa de Dios había ardido en llamas, el pueblo de Dios había sido llevado a cautividad. Se habían amontonado las desgracias y Dios callaba. Entonces el Profeta Consolador tiene una Palabra: Nuestro Dios es silencioso, porque es un Dios escondido. ¿Quién hará historia de este Dios, cuando tan escondido está? María es la proclamación de este Dios escondido. María no tiene nada que decir: su vida nos introduce en la acción salvífica de Dios. Su vida carece de crónica para la historia; más aún, en la historia
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salvífica del ministerio público de Jesús, su ministerio es callar, ser la madre silenciosa, la discípula, la oyente, la que no tiene por qué hablar, sino escuchar. +++ Los Sinópticos nos han conservado dos palabras de Jesús con referencia a María. María no habla; es Jesús quien habla con referencia a ella. En ambas ocasiones para relegarla a un puesto de silencio. Es el puesto de la Madre de Dios. “Quién es mi madre y mis hermanos”? (Mc 3,33). Aquella madre y aquellos hermanos quedan desplazados para centrarse Jesús “en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor”: Estos son mi madre y mis hermanos (ib.). Y en el mismo tono va la respuesta dirigida a la efusiva mujer del pueblo sencillo que alaba a la madre de Jesús. Jesús habla de su madre desplazándola del terreno de la presencia. Jesús la desplaza a otro espacio. El puesto de María no es la actuación, su misión no es la palabra. San Lucas significativamente no pone a María en el grupo de los Doce y las mujeres acompañantes ministeriales de Jesús. El puesto de María está detrás, en lo oculto. Pero ¿es que María no tiene una función específica en la constitución y origen de la comunidad? El Señor se ha pronunciado directamente acerca de Juan Bautista; reconoce en él una misión extraordinaria como precursor del advenimiento escatológico del Reino. Incluso Jesús conscientemente llega a una visión totalmente mística de lo que Dios ha confiado al Bautista: “Yo os digo que Elías ha venido ya” (Mc 9,12). Jesús se pronuncia igualmente acerca de Pedro, a quien ha confiado el papel primero entre los Doce, a quien ha constituido confortador de los apóstoles hermanos: “Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos” (Lc 22,32).
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Jesús habla también de la misión específica del grupo de los Doce, con palabras antepascuales y postpascuales. En resumen, Jesús manifiesta cuál es la figura neta y la misión de Juan el Bautista, de Simón Pedro, del grupo de los Doce. ¿Y de María? ¿No tiene María una palabra que decir? ¿No tiene una misión que cumplir? María queda al borde de todo esto, su puesto es el silencio. María es el receptáculo de algo; su misión es dar posibilidad a algo, a Alguien. Y con esa actitud nos está revelando la esencia misma del Evangelio, el mensaje primario que anuncia la revelación. El hombre debe dejar paso a Dios, el hombre debe posibilitar a Dios. El Evangelio no es otra cosa: poner en trance de escucha. Y escuchar es dejarse hablar. +++ El Evangelio de Juan prosigue la reflexión acerca de María, silenciosa. En Caná se oye la voz de María – la única vez en el ministerio público. Mas ¿Por qué se oye?, ¿qué finalidad persigue María? La voz de María se deja sentir para hacer recalcar más su silencio. Cuando ella indica el camino a Jesús está diciendo que ella no tiene nada que decir. María, pues, se manifiesta como posibilidad de Jesús. La exégesis de Pablo VI de las palabras de María en Caná es sugestiva y bellísima: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5) ; palabras que en apariencia se limitan al deseo de poner remedio a la incómoda situación de un banquete, pero que en las perspectivas del cuarto Evangelio son una voz que aparece como una resonancia de la fórmula usada por el Pueblo de Israel para ratificar la Alianza del Sinaí (cf. Ex 19,8; 24, 3.7; Deut 5,27) o para renovar sus compromisos (cf. Jos 24, 24; Esd 10,12; Neh 5,12) y son una voz que concuerda con la
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del Padre en la teofanía del Tabor : “Escuchadle” (Mt 17,5) (Marialis cultus, 57). Todo lo que María tiene que decir es esto: Haced lo que él os diga. Ella no tiene una orden propia que comunicar, no tiene una sabiduría suya que dar; todo lo que ella puede aportar es muy simple: Escuchadle a él. Este es el misterio de su silencio. Ella es el testimonio fuerte de que Dios está actuando en Jesús, de que Jesús es el salvador, y de que fuera de él no hay que buscar nada. El silencio evangélico de María está indicando el camino para buscar al Dios escondido; es una invitación a hundirse en Dios, confiándose plenamente al poder soberano del Creador que está actuando. Siguiendo a San Juan contemplamos a María al pie de la Cruz. Tampoco allí tiene un mensaje que decir. Su oficio es estar – estar doliente - y recibir. El recibir es un modo de callar cuando se recibe simplemente para guardar. María recibe al discípulo amado, y lo guardará; es decir, guardará a la Iglesia. María y el discípulo amado, símbolo del discípulo de Jesús, sin más. La Iglesia – el discípulo – guardado en el regazo materno de la madre de Jesús, porque a este regazo viene a parar la ternura de Jesús, y por otra parte la madre de Jesús guardada por el discípulo, por la santa Iglesia. Esto no es más que la alianza perfecta de Dios con su criatura. Dios invita a sus hijos a entrar en comunión con él; se funde en un abrazo esponsal, estrechísimo, con la criatura invitada a esta alianza, y aquí se concluye todo en espera del abrazo celeste. La interrelación de María, expresión de la solicitud de Jesús, y del discípulo amado, es un modo de indicar la Alianza de la Iglesia fundada en el amor del Padre que de un modo total se está desbordando en la Cruz. Todo esto se opera en el puro silencio. María, ahora Madre en su plenitud, es la expresión fuerte de este silencio de la Alianza. Es el Silencio del 83
abrazo de Dios amador con los hombres. ¡Es verdad: tú eres un Dios escondido! +++ La figura última del silencio de María la encontramos en el Evangelio de la Infancia de Lucas: “María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19). “Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” ( 2, 51 ). María va contemplando cosas de Dios. Ciertamente que Dios anda por medio. Todo es demasiado grande para asimilarlo. María lo recoge en su corazón. La actitud meditativa de María nos recuerda también el gesto meditativo de Jacob, cuando oye a su hijo preferido sueños extraños y maravillosos: “Sus hermanos le tenían envidia, mientras que su padre reflexionaba “ (Gn 37,11). María guarda estos acontecimientos de Dios en su corazón; son los secretos de Dios que se depositan en ella, como en un sagrario. Así guarda también Daniel en su corazón los secretos del Hijo del hombre, la visión del triunfo escatológico de los elegidos: “Yo, Daniel, quedé muy turbado en mis pensamientos, se me demudó el color del rostro y guardé estas cosas en mi corazón” (Dn 7,28). +++ El intérprete de la Escritura escucha el silencio de María, y lo entiende. Todo él va referido a la Palabra, que es Cristo. Es la Virgen callada para que resuene la única Palabra: Jesús. “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Jesús es la Palabra que relativiza toda otra palabra, o mejor, que da sentido a cualquier otra palabra. Por eso es silencio de María es proclamación de la única Palabra.
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Juan de la Cruz compara la economía de la Antigua Alianza, donde se prodigaban tanto las visiones y las palabras, con la economía establecida en Cristo, y dice de esta forma: “Pero ya que está fundada la fe en Cristo y manifiesta la ley evangélica en esta era de gracia, no hay para qué preguntarle de aquella manera, ni para que él hable ya, ni responda como entonces. Porque en darnos, como nos dio, a su Hijo –que es una palabra suya, que no tiene otra -, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra y no tiene más que hablar. …Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera: Si te tengo ya hablado todas las cosas en mi palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra cosa que te pueda revelar o responder que sea más que eso, pon los ojos sólo en él; porque en él te lo tengo puesto todo y dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas” (Subida al monte Carmelo, lib II, cap 22; tomado del Oficio de Lectura lunes de la segunda sem. de Adviento). +++ El silencio evangélico de María es el reclamo para la fe de la Iglesia. María calla porque escucha y contempla. Su vocación es callar. Este silencio es la expresión fuerte de la vida contemplativa a la que es llamada la Iglesia. María de Betania está a los pies de Jesús y escucha. Jesús defiende celoso este derecho, y lo deja intacto: esta parte “no le será
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quitada” (Lc 10,42).De esta manera la discípula amante está expresando no algo opcional en la vida cristiana, sino la tendencia radical de la Iglesia: ser para el Señor, vivir sólo para él. Nos adentra el silencio de María en la “contemplación eterna, que constituye nuestra común vocación” (Evangélica testificatio, 8). La Virgen callada es la Virgen de la adoración y de la doxología: Yahvéh está en su santo Templo: ¡silencio ante él, oh tierra entera! (Hab 2,20). A la Palabra comunicada de Dios que el pueblo recibe con obediencia, sigue la adoración y el silencio. Moisés acaba de transmitir al pueblo la ley de la Pascua. Sigue el texto sagrado: “Entonces el pueblo se postró para adorar” (Ex 12,27). En la entraña misma de la Alianza está ese gesto oblativo último: la adoración, el silencio, que es el tránsito más puro y lleno hacia Dios. María, desde el confín de su silencio, revela a la comunidad cristiana, lo último de la vocación: vivir de cara a Dios, simplificar todo en el silencio. Por su silencio María se convierte en transparencia de Dios. Es como la vidriera traspasada por los rayos del sol. La vidriera no tiene luz de sí misma; y sin luz que la ilumine no sería vidriera. María está toda traspasada por la luz del Sol. En ella reconocemos a Dios; es luz que se nos traspasa venida de arriba. Y por otra parte el denso silencio que asciende de la vida de María – como si fuera la esencia interior de la palabra – va todo dirigido a Dios. María se revela callando; no tiene un mensaje específico que comunicar, pues su palabra, vertida en esa forma última de comunicación que es silencio, es ni más ni menos que la Palabra del Hijo.
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María no tiene un “algo especial” que decir. Lo que dice lo está diciendo su maternidad; su expresión se identifica con la Palabra dada. Y si María, pensada por la Iglesia, habla, narra simplemente la historia de la salvación, que es la Palabra de su Hijo. María exclama: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador. Los labios de María, su quieto corazón, su mirada serena, su frente llena de paz, dicen lo mismo: que su espíritu entero alaba al Creador y Salvador. Esta es la Palabra de María desde el silencio.
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9 MUJER
Cuando llegó Jesús se nos reveló con luz serena, plena e inconfundible, qué es la mujer, o mejor, qué es el hombre, qué es la mujer. En la Escritura, contemplando a Cristo, hemos visto: No es el hombre más digno que la mujer, y no es la mujer más digna que el hombre. No es privilegio ser varón que ser mujer, y no es privilegio ser mujer que ser varón. Como lo vimos todo, vimos que la criatura, aun antes de nacer, es propiedad de Dios Creador, y que el anciano ya decrépito, acaso demente e inservible (según el pecado de los hombres) es guardado celosamente por el único Dueño de la vida. Vimos que nada importa para la filiación divina el ser inteligente o estúpido, incluso el no disfrutar de razón; que nada cuenta el ser belleza o fealdad; que los mismos complejos humanos, las inhibiciones que impiden la madurez de la persona, no pueden tocar la filiación, que es creación directa de Dios, gracia de la Trinidad. Pero vimos también que sólo en Cristo se compone el hombre herido y descompuesto, y que el Corazón de Cristo llama, por secreta gracia, hacia la plenitud humana en todo orden, si bien esta plenitud, jamás absolutizada aquí (ni en el mismo Jesús, espera el Día del Señor. Vimos la verdad simple que San Pablo formula así: “Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28).
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Vimos, finalmente, que la misma Escritura, que es como el fuego, se purifica a sí misma para descubrirnos qué es el hombre, qué es la mujer. Con cuánto apuro, qué lentamente, pero que amorosamente, el Señor Dios nos iba instruyendo según nuestra tosquedad…Para hablarnos de la mujer se cogió en pacífica posesión, el esquema aceptado de la mujer esclava, de la mujer que en el matrimonio debe dar corazón e hijos y no pedir apenas nada…, se cogió este esquema y Dios fue revelando algo que trascendía este esquema. La revelación de la mujer en el Cantar va mucho más allá de los esquemas antropológicos que están en el trasfondo del Antiguo Testamento. Esa mujer allí cantada, que es la toda delicia del varón, es la mujer que cual flecha acerada ha herido el corazón de Cristo. Allí la hemos encontrado; de allí la hemos visto nacer. En el Cantar, por Cristo, entendemos esto: “De la costilla que Yahvéh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre” (Gen 2,23). El varón exultó de júbilo, y pronunció una palabra, que es justo verla en un abrazo de perfecta alianza: “Entonces éste exclamó: Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (v. 24). Fue la primera palabra que escuchó la mujer, el primer acto de amor humano cuya vibración no se ha extinguido, la palabra que la mujer recoge como módulo de toda palabra que se le puede decir. Fue el homenaje de la alianza que el varón le hizo. La flecha del Cantar, decimos, va más lejos que las formas de pensar que entonces y después se estilaron para hablar de la mujer y presentar su dignidad tan condicionada por el pecado del hombre. Y hoy mismo la Iglesia, en humilde escucha, vuelve sobre la Palabra que se le ha dado para esclarecer su propia luz y matizar con mayor precisión qué es la mujer, qué es el varón. La Iglesia se queda meditativa frente al ministerio femenino. Si una cierta intuición, ajena a cualquier desquite de derechos, a cualquier tonta promoción, nos
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hace mirara con agrado la posibilidad del sacerdocio de la mujer, hemos de decir, con todo, que sobre este asunto, a nivel de Iglesia, ignoramos la concretez de la Palabra. Como son cosas que no pueden probarse ni por este ni por otro versículo, ni por tal o cual testimonio de la historia, sino por el testimonio íntimo del Espíritu, fuerte y sutil, a la Iglesia, nada extraño que la Iglesia hoy todavía se encuentre meditando. De cualquier forma el resultado de la meditación será éste: Dios creó a la mujer y se la presentó a Cristo, y Cristo abrazándola, crucificado y glorioso, le dijo: Tú eres mi esposa, tú eres hueso de mis huesos y carne de mi carne, tú eres mía para siempre. +++ En Cristo-Adán empieza la imagen de María, la Mujer. Eva es la mujer pura –Eva desnuda- porque está destinada al amor. Bien es verdad que estas cosas no se entienden sino como proyección escatológica. Por ello en la inocencia carnal de Eva fiel descubrimos el presagio de la virginidad de María, inicio de la resurrección de los cuerpos. Eva es la madre de la vida. Toda vida viene de ella; y así de María, “de la cual nació Jesús, llamado Cristo” (Mt 1,17)”. Por esta categoría de “madre e la vida” Dios puede hablar con estas palabras: “Pongo enemistades entre ti y la mujer” (Gn 3,15). ¿Quién es esta mujer? Sin más la mujer, la que toda mujer lleva en la entraña que la define, pues toda mujer está implicada en este misterio de vida, que se revela en María. Eva es la esposa llena de pasión y la madre sufrida en cuyo vientre fecundo la redención es un misterio de dolor. Eva da a luz hijos para la tierra, y la tierra está llena de abrojos para estos hijos.
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Pero Eva es la Mujer vencedora. Tan fuerte es su poder que la victoria de la Mujer será victoria contra la tenebrosa Serpiente. En María hemos reconocido a Eva, porque sólo en María vence Eva. En virtud de la unidad que se hace en la alianza podemos traspasar la victoria del linaje de la mujer a la misma Mujer, y de ésta a Eva, madre de la vida. A partir del comienzo de la humanidad se canta a la mujer. Y es delicioso pensar que ni el pecado de Eva puede mancillar la vocación de la mujer que está ahí, en la carne y en el latido de Eva. +++ En el recorrido de la vida terrestre de María, le veremos ahora realizando la vocación y la esperanza de la mujer. No han intentado los evangelistas retratar en María a la mujer ideal. Un ideal humanístico está al margen de su plan. Forzaríamos el Evangelio si nosotros quisiéramos recuperar ese tipo de retrato sicológico, humano, modélico de María. Pero el anuncio de María es para nosotros hoy, y su imagen se nos propone para captarla con nuestra sensibilidad y humanismo. La lectura de la Escritura en el Espíritu es lectura que habla a nuestra antropología. El Papa enfoca de esta manera el mensaje: “La lectura de las Sagradas Escrituras, hecha bajo el influjo del Espíritu Santo y teniendo presentes las adquisiciones de las ciencias humanas y las variadas situaciones del mundo contemporáneo, llevará a descubrir cómo María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo. De este modo, por poner algún ejemplo, la mujer contemporánea, deseosa de participar con poder de decisión en las elecciones de la comunidad, contemplará con íntima alegría a María que, puesta a
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diálogo con Dios, da su consentimiento activo y responsable (LG 56) no a la solución de un problema contingente sino a la “obra de los siglos” (S. Pedro Crisólogo) como se ha llamado justamente a la Encarnación del Verbo; se dará cuenta de que la opción del estado virginal por parte de María, que en el designio de Dios la disponía al misterio de la Encarnación, no fue un acto de cerrarse a algunos de los valores del estado matrimonial, sino que constituyó una opción valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor de Dios; comprobará con gozosa sorpresa que María de Nazaret, aun habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisa o de religiosidad alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo (Lc 1,51-53) ; reconocerá en María que “sobresale entre los humildes y los pobres del Señor” (L G 55) una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huída y el exilio (cf. Mt 2,13-23): situaciones todas estas que no pueden escapar a la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del hombre y de la sociedad; y no se le presentará María como una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2,12) y cuya función maternal se dilató, sumiendo sobre el Calvario dimensiones universales” (Pablo VI, Marialis cultus, 37). Así medita la Iglesia la condición de María para anunciarla a la mujer cristiana que no quiere engañarse en sus aspiraciones domésticas, políticas, sociales y culturales (Marialis cultus, 34).
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María es presentada por Pablo – la única vez que alude el apóstol – como mujer de nuestra tierra. “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley…” (Gal 4,4). María es una mujer y lo concreto y femenino está en ella; la realidad de ser mujer se verifica en ella. No hay que hacer una apoteosis; no hay que entonar a María el canto de la heroína, ni hay que ver en ella la depuración de la sicología femenina, como si ella necesitase de nuestros gustos y esquemas para ser la perfecta Esclava del Señor, fiel y obediente. El elogio de la mujer en la tradición bíblica no es en virtud de la perfección humanística que haya alcanzado o pueda alcanzar. El elogio se les hace por su relación con Dios en medio del pueblo de la Alianza; es el elogio de la fe. Aparte de las mujeres de la época patriarcal, María hermana de Moisés, Débora, Julda, Rahab, Rut, la viuda de Sarepta, la sunamita… +++ La Escritura no ha enseñado que en María podemos descubrir lo femenino. ¿Qué es lo femenino? El misterio de lo femenino es la versión de lo humano en lo esponsal y maternal. El hombre se deleita de que la mujer sea así - capacidad de acoger la creación - y al deleitarse de esta manera cree poseerse más plenamente a sí mismo pues puede ser acogido esponsal y maternalmente por la mujer. Y a la inversa la mujer, de forma que el acto de la creación, que constituye la existencia humana, se cumple entero en la mujer y se cumple entero en el varón. Lo femenino es la ilimitada capacidad de verse siempre creada, siempre colmada, siempre objeto del amor del Espíritu fecundo del Padre. Lo femenino es volverse a Dios amando, amando sin fin. “Y hay muchas más que hombres a quien el Señor hace estas mercedes, y
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esto oí al santo fray Pedro de Alcántara – y también lo he visto yo – que decían aprovechaban mucho más en este camino que hombres, y daba de ello excelentes razones que no hay para qué decirlas aquí, todas a favor de las mujeres” (Sta. Teresa de Jesús, Libro de la vida 40,8). Es una simple observación de tipo experiencial, sin otra trascendencia metafísica. Las excelentes razones, todas a favor de las mujeres, tratan de justificar lo que de hecho ocurre para la observación humana, nada más. No compromete en modo alguno la integral capacidad de amor de los hombres que frente al Señor crucificado no están en condiciones de inferioridad con respecto las mujeres. Pero esta simple observación – una observación de sabor familiar y casero – es muy significativa. ¿Por qué las mujeres han de responder con más decidido amor al amor de Dios? ¿por qué razón…? No hay razón. Pues bien, esa razón que nadie la sabe, eso es lo femenino. ¿Para humillación del hombre? No; para gozo del hombre que, purificado, se goza y se posee al ver así la gracia de la mujer. Lo femenino es aquellos del Ángel: Has hallado gracia ante Dios. Lo femenino es que las mujeres que perseveraron hasta el fin junto a la Cruz se adelantaron las primeras al sepulcro y ellas fueron las mensajeras para los Apóstoles, habiendo visto las primera al Señor. Lo femenino es, pues, la fascinación del don de Dios, lo femenino es la efusión del Espíritu; lo femenino es la obediencia, ápice de la vocación humana. Lo femenino es el dulce ocio del amor. Pienso… que es absolutamente indefinible, como es indefinible la vida, y que pertenece a la identidad misma del ser cuya posesión es el simple poseerse. Como el ser viene de Dios, lo femenino retorna a Dios en el silencio, la adoración y la alabanza.
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En María lo femenino es ser esclava, y el ser madre, y el ser virgen, y el ser escondida, y el ser dolorosa, y el ser valiente en la fe para afirmar su perpetua presencia para todas las generaciones. Se cierran los ojos, se para quieta la contemplación, y lo femenino resulta ser esto: “Y el Verbo se hizo carne”. La más creyente, la más femenina. “Somos esposos, porque el alma fiel se une a Jesucristo por el Espíritu Santo. Somos sus hermanos, cuando hacemos la voluntad del Padre que está en el cielo. Madre de él somos, cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo con amor, y conciencia pura y sincera, y le damos a luz mediante buenas obras que deben resplandecer como ejemplares para los demás. ¡Oh, cuán glorioso, y santo, y grande es tener un Padre en el cielo! ¡Oh, cuán santo, hermoso y amable tener un esposo en el cielo! ¡Oh, cuán santo, querido, complaciente y humilde, pacífico y dulce y amable y apetecible sobre todas las cosas tener un tal hermano que dio su vida por sus ovejas…!” (S. Francisco de Asís, Carta a todos los fieles). En esta experiencia íntima de Jesús –esponsal, materna, fraternaexperiencia según la revelación del parentesco espiritual según el santo Evangelio, lo femenino y lo masculino se concentran en ese don simple de amor que será la herencia del tiempo que viene. +++ María ha sido anunciada solemnemente por los labios del Señor con una palabra: ¡Mujer! (Jn 19,26). Juan se nos muestra testigo de este acontecimiento, directamente coligado a la escena de Caná (Jn 2,24). En la Cruz, esa palabra ¡Mujer! En labios de Jesús suena tan sagrada y solemne, que el cristiano la escucha como el anticipo de la glorificación. La Mujer, la Madre el Mesías (Ap 12), es la que está ahora aquí al pie de la Cruz. Jesús es el hombre (Jn 19,5). Que sea el
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hombre precisamente en el momento supremo de dolor, ahora que es rechazado… María, por su soberana vocación de Mujer, queda asociada al mismo designio de “compasión”… Es Mujer en este parto doloroso, porque en su función maternal María, nueva Eva, dará a luz con dolor. María, por ser la Mujer, en la Cruz “está encinta, y grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz “ (Ap 12, 2). Esta mujer, así doliente y vencedora de la Serpiente, está vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y con una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Y todo, porque es la Mujer, la que unifica la sola vocación de Cruz y Resurrección, por ser la Mujer, criatura donde se reconcentra la redención desde el Génesis al Apocalipsis.
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10 PROFECÍA DE LA ESPADA
Lo que sufrió María nadie lo sabe, y en lugar de la fe puede entrar la novela Podríamos representarnos el espasmo de María al pie de la Cruz, cosa que ha reprobado la Iglesia. No hace falta representarnos con tal escena a aquella invocada como Reina de los mártires. No es ésa la figura del martirio cristiano. Pero María sufrió. ¿De dónde y cómo lo sabemos? Cierto que de la evocación evangélica nos transmite a María como madre doliente por ser pobre y por un misterioso designio que va más allá de la pobreza. Al haber tanto, tantísimo dolor en la tierra, le haríamos un falso homenaje a María, si sacándola de la sufrida existencia de tantas mujeres, quisiéramos trazar con ella un cuadro patético. Las madres dolorosas se sentirían que se les arrebataba algo que era suyo si sacaban a María de entre ellas, las mujeres pobres y desamparadas verían que ya no estaba entre ellas la más sencilla, pobre y desamparada. No podemos arrancar a María de entre medio de las afligidas; es compañera y hermana de todas ellas; está en su grupo y nadie la separará. Lo terrible es que ese grupo de doloridas no se ha diluido todavía en la tierra, y que el número de las postergadas con el marido pobre y humillado al lado, con el hijo en brazos, existe como sufriente pueblo de las bienaventuranzas.
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Y con todo el dolor de María lo entendemos más allá de este cotidiano dolor, tan duro, de los humanos, porque hay una última razón, teologal y tenebrosa, que lo motiva. María prófuga anuncia más bien la persecución que se ensaña contra el Hijo de Dios que su propio dolor y el de su marido que huyen exiliados. +++ Nos centramos, por lo tanto, en el núcleo de la profecía desde donde se escribe la Escritura. Y así, por la cohesión del ser humano que se descubre revelado en la Escritura, podemos componer la imagen del dolor de María. Simeón que tiene en sus brazos a Jesús niño ha visto con ojos jubilosos la Consolación de Israel. Exulta en el Espíritu. No teme ya la muerte. “Su padre y su madre estaban admirados de lo que decía de él. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción - ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! – a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2,33-35). Bajo la bendición implorada por Simeón, profeta del Espíritu, digno de bendecir a la madre de Dios (como lo fue Juan de bautizar al Hijo de Dios), María entra en el misterio salvífico del dolor. Simeón le anuncia una espada. ¡Cuántas veces habían hablado los profetas de la espada! La espada del combate contra Israel blandida, a veces, por la mano de Yahvéh: ¡Despierta, espada contra mi pastor, y contra el hombre de mi compañía!, oráculo de Yahvéh Sebaot (Zac 13,7).
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La espada más terrible será la espada del Padre contra su propio Hijo, semejante al cuchillo de Abraham: “no perdonó a su propio Hijo” (Rm 8,32). Ahora, según la profecía, que es el medio donde la realidad verdadera se entiende, el Hijo resulta ser la espada para la Madre. El dolor de María queda al margen de todo egoísmo; queda desplazado del corazón de la madre a la persona del Hijo. María sufre no víctima de sus complejos, de su pecado…; sufre por el Hijo doliente, según la profecía. Sufre saliendo de sí por el Hijo; pero al sufrir ella, el Hijo, la suerte de Jesús, es introducida en el corazón de la Madre. Y así es el dolor perfecto de comunión del Redentor con la criatura. El dolor puro es el dolor que ha nacido de la desposesión de sí mismo y se ha centrado todo en la causa de Dios. Este es el dolor de la madre del Mesías, que sufre por algo ajeno, introduciendo en lo ajeno dentro de sí misma para sufrir y haciendo que lo del otro sea lo suyo más íntimo. Para entender esto hay que escuchar la revelación de la sangre de Jesús. “Y sumido en angustia, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra” (Lc 22,44). Se sale la sangre desde dentro porque el dolor lo lleva dentro, y nadie lo golpea, nadie lo maltrata. Lo de fuera invisiblemente ha entrado adentro. Y ése es el dolor perfecto. Tal es la espada de María. Le atraviesa el alma. Nadie le golpea; nadie, incluso, sabe su dolor. Su dolor es dolor de comunión obrado por el Espíritu de Dios, pues el Espíritu que le hizo Madre es el único Espíritu capaz de introducirle en esta comunión dolorosa. Ojos que no ven, corazón que no siente. Pero el corazón de María es conducido por el Espíritu, es movido por el impulso de la profecía marcada por Simeón; los ojos de su fe le introducen en la comunión redentora de su Hijo. 101
Nos gustaría ver a María como mujer feliz, porque hay mujeres sencillas y candorosas para quienes la vida no guarda ningún embrollo ya que todo se resuelve dichosamente ante la aceptación de la voluntad de Dios. Y es muy posible trazarse esa imagen de María sencilla, sencilla incluso para el dolor, vencido en la fe filial y confiada. Hasta donde la iluminación consciente de la fe le iba llevando ahora por el camino de la dicha sabrosa, ahora por el camino del dolor, eso excede nuestro conocimiento. Le veremos a la Virgen como “la bienaventurada”, pues las bienaventuranzas, el gozo colmado, es incluso para esta tierra, “ahora al presente” (Mc 10,30), tiempo del ciento por uno. A ella, fiel discípula, le pertenece el gozo de los discípulos. Es la Reina de los mártires, pero es “la Mujer nueva” (Marialis cultus, 57), la que ha conocido lo que es la enjundia de la vida, precisamente porque el creyente recibe en su corazón al mismo Dios de la Gloria. Y en razón de fiel discípula, le pondremos también en el grupo de los bienaventurados que lloran. “Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis” (Lc 6,21). María pertenece a los que lloran, al grupo de aquellos para quienes la vida no regala con ningún sibaritismo mundano. Pertenece a los afligidos, a los desamparados que sólo en Dios encuentran su seguro refugio. Y es que las bienaventuranzas tienen en su entraña esta paradoja: Bienaventurados los que lloran… Si lloran ¿cómo son bienaventurados? Si son bienaventurados ¿cómo es posible que lloren? El dolor de María es paradigma del dolor cristiano. +++
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Como hemos incluido el dolor de María en una vivencia de fe, diremos que la fe de la Virgen, fe gobernada calladamente por el Espíritu, iba marcando el ritmo del dolor. A medida que la fe le fue descubriendo el misterio del Hijo, a esa medida se le iba introduciendo en el dolor de la Pasión. ¿Cuándo apareció la Cruz escueta en el horizonte de María? En los Apóstoles la Cruz no se dejaba ver por su torpe fe. “Ellos nada de esto comprendieron; estas palabras les quedaba ocultas y no entendían lo que había dicho” (Lc 18,34). Así habla San Lucas después del tercer anuncio de la Pasión. No podríamos entender así la postura de la fe de María. Su fe no fue torpe; muy callada y reconcentrada iba aquella fe al compás del paso de Dios, y los pasos de Dios los iba marcando Jesús, él mismo dócil al designio que el Padre le descubría conforme la vida avanzaba. La voz profética de Simeón no nos autoriza a clavar ya la Cruz en el corazón de María. Simeón anuncia a Jesús como bandera discutida. La vida de aquella criatura será una vida conflictiva, porque Dios estará con él como con nadie antes lo estuvo. Simeón podía recordar los profetas y mártires de Israel. Podía volver sus ojos a Elías: “… han pasado a espada a tus profetas” (Mt 23.32). La palabra del Espíritu por boca de Simeón profeta ha grabado en el corazón de María el desenlace nada apoteósico de su Hijo. María puede ir haciéndose por a poco a la idea de que es la madre de un mártir; y el martirio de su Hijo lo `puede tomar como propia vocación. Pero en este momento nada sabe María del rechazo del pueblo romano, o mejor, de Poncio Pilato; nada puede barruntar del ajusticiamiento en la Cruz.
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Con el comienzo del ministerio de Jesús, María tiene abierto, por las palabras del Hijo, el camino de la muerte violenta. La fe de María entra, sin duda, en una etapa nueva de comunión en la muerte de Cristo. Porque Jesús de múltiples maneras da a significar la conciencia que él tiene de su desaparición violenta, y esto en la época temprana de su ministerio. “Días vendrán en que les será arrebatado el novio” (Mc 2,20). ¿Qué significa arrebatar sino arrebatar de muerte violenta? María escucha este mensaje hasta el fondo, con una densidad de fe que no alcanza la fe de los demás discípulos. Ella es la oyente del Evangelio Y por eso, el Evangelio de la Cruz tiene para ella un escondido significado que poco a poco la llevará hasta el Calvario. La vía dolorosa de María es sencillamente la audición del Evangelio. Allí se quedaba ella, pendiente de la Palabra. La Palabra, la voluntad del Padre, era la roca firme sobre la que había establecido su planta. “¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber? Dícenle: Sí, podemos” (Mt, 20,22). Ni la madre de los Zebedeos ni los hijos comprendieron, pero aceptaron con fe germinal. Y Jesús se lo concedió. Entonces el mismo Jesús les dio a los dos hijos generosos el supremo don: la gracia del martirio. La participación de maría en el cáliz y en la Cruz la situamos a distinto nivel. Por la plenitud de su fe tuvo que ser de otra forma. Sin conocer anticipadamente la Pasión, vivió en la Pasión porque se asoció plenamente al mensaje de su Hijo. +++ La Iglesia para entender en profundidad la imagen evangélica del dolor de María ha acudido al libro de las Lamentaciones. La imagen de Sión doliente tiene su ecuación en María; y a la inversa el dolor de María es el dolor de la Iglesia. Porque ya hemos dicho que
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es el dolor puro, el dolor comunión de Dios, aquel dolor que no es fruto del propio egoísmo. Vosotros, todos lo que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante al dolor que se me inflige, con el que Yahvéh me ha herido el día de la ardiente cólera (Lam 1,12). Así tendríamos que ir desgranando versos y versos del Libro de las Lamentaciones (escrito compuesto para sensibilizarse con la desolación de la ciudad destrozada y cautiva). Esta que canta es la doliente hija de Sión; la Iglesia sufre con inmenso dolor, y mientras cruza por el valle de lágrimas gime con lágrimas. Es el dolor de María, dolor por lo que va a acontecer con el Hijo, dolor de Iglesia; ése es el dolor de María que por la vía del testimonio concorde de la Escritura nos ha enseñado el Evangelio. Cuando Raquel, esposa del viejo patriarca Jacob, ve que el pueblo de su descendencia va al cautiverio, llora con ayer en su tumba de Ramá, según dice Jeremías: En Ramá se escuchan ayes, lloro amarguísimo. Raquel que llora por sus hijos, que rehúsa consolarse –por sus hijosporque no existen… (Jer 31,15). La voz rota de la madre sufriente es la voz de la Iglesia que se duele; es el misterio callado de María, madre. Pero Dios consuela a esta madre dolorosa: Reprime tu voz del lloro Y tus ojos del llanto… (V. 16).
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Jerusalén, madre, se yergue con dolor, pero fortificada en el consuelo de Dios por la esperanza: Os despedí con duelo y lágrimas, pero Dios os devolverá a mí entre contento y regocijo para siempre (Ba 4,23). ¿Entendemos nosotros qué significa ser “Madre de la Iglesia”? Estos textos que citamos nos abren el umbral si empezamos a pensar que toda maternidad es una asociación “compasiva” al destino de los hijos. El dolor de María no está desvinculado del dolor de la Iglesia. Esto es lo que nos apunta la Escritura. +++ Diremos lo mismo con unas referencias al generoso corazón de Pablo. ¡Cuánto ha dolido…! Pero su dolor es muy puro porque es dolor de Iglesia… “Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros “(Gal 4,19). Pablo ha sufrido, ha sufrido mucho y puede desafiar a quien quiera. “¿Ministros de Cristo? -¡Digo una locura!- ¡Yo más que ellos! Más en trabajos; más en cáceles; muchísimo más en azotes; en peligro de muerte, muchas veces…” (2Cor 11,23). Si ser ministro de Cristo, es decir, de la Iglesia, es afrontar trabajos, cárceles, azotes…, Pablo puede salir el primero; nadie le gana. El apóstol tiene la clara conciencia de que su dolor es dolor de Iglesia: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia, de la que he llegado a ser ministro… “(Col 1,24). Y así como la Escritura nos ha revelado esta perspectiva apostólica del dolor, tomamos esta clave para interpretar el dolor de María:
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es dolor del Cuerpo de Cristo. Cristo lo ha sentido y María lo ha sentido a la medida de la fe de Dios en ella. Observemos que no es lo mismo el dolor apostólico en los apóstoles que en María. Si Cristo sufría por su Iglesia, él estaba fuera de todo pecado –“en él no hay pecado” (1 Jn ,3,5) . En María por gracia tampoco había pecado. Su dolor de Iglesia hay que explicarlo al margen del pecado, y qué es esto nosotros no lo sabemos. Ni tampoco pondremos en el corazón de la Virgen una complicada conciencia de eso que en ella secretamente acontecía. María sufrió como criatura limitada ante la presencia del Creador; sufrió porque su ser debía pasar por la muerte para alcanzar a Dios. Sufrió por Cristo, asociada a la obra del Reino; y sufriendo por Cristo sufría por la santa Iglesia. Dentro de la Iglesia tenía su puesto maternal; no le tocó el dolor de los apóstoles : la persecución, la calumnia, los garfios y la muerte violenta. Dios guardó para ella el dolor de madre, un dolor muy silencioso. Este es, según la revelación, el misterio del dolor de la Virgen María, María de la Compasión.
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11 JUNTO AL SIERVO REDENTOR
La Madre de Jesús es la Madre del Redentor. Y si ser madre de Jesús significa ser Madre de Dios – lo vio la Iglesia con inmenso gozo – ser Madre de Jesús Redentor quiere decir vivir en la máxima cercanía de Cristo con respecto a la obra de redención o rescate, liberación, expiación, salvación. Pablo dice: “completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Pablo se siente ministro en la obra redentora de la Iglesia, más adentro por “el sagrado oficio del Evangelio de Dios” (Rm 15,16) que cualquier cristiano no específicamente “apóstol”. Pablo coopera íntimamente en la obra de la Cruz. Y con todo, no es éste el camino de María. Ella está en un plano distinto. Y la Escritura con luz clara y serena nos lo revela. El cristiano se llena de consolación cuando oye a la Iglesia hablar con voz segura de esta manera: “Jamás podrá compararse criatura alguna con el Verbo Encarnado y Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado tanto por los ministros sagrados como por el pueblo fiel de formas diversas, y como la bondad de Dios se difunde de diversas maneras sobre las criaturas, así también la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente” (Lumen gentium, 62).
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Puesto que María entra muy íntimamente en este plan de mediaciones de Dios, ella está muy singularmente asociada a Cristo en el proceso terrestre de Jesús en el cual se iba verificando la salvación. La Iglesia tiene una conciencia muy clara de esto, si bien la noción teológica de “mérito” nos resulte torpe (siempre la teología es torpe, porque el amor, corazón de la Iglesia, incluye sapiencialmente) para calificar y precisar la acción total de la Virgen María que se había vertido toda en la Pasión de su Hijo Redentor. Y ¿por qué tiene la Iglesia esta conciencia clara y segura, si la exposición teológica de hoy parece tan distante del dato escueto de la Escritura? El secreto es que la Iglesia ha posado su mirada en la luz de Dios que irradia el Evangelio y sabe leer la Escritura. Allí donde aparentemente nada se dice, allí está viendo la Iglesia. ¡Qué hermoso es leer la Escritura con este don esponsal! +++ Ya desde tiempos muy remotos se manifestó en la revelación que el hombre, admitido en alianza, es aceptado también por Dios como salvador de su propio hermano. El hombre es salvador de su hermano por la oración y por la fuerza de la vida del justo. Dios se complace en la vida del justo y en atención al justo pasa por alto los pecados del impío. La Escritura nos lo recuerda, por ejemplo, a propósito de Abraham. “Y acercándose, dijo Abraham: ¿de verdad vas a aniquilar al justo con el malvado? Tal vez existen cincuenta justos dentro de la ciudad. ¿De verdad vas a aniquilarlos? ¿No perdonarás al lugar en atención a los cincuenta justos que puede haber en él?... Dijo Yahvéh: Si encuentro en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad perdonaré a todo el lugar en atención a ellos” (Gen 18,23-26).
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Los diez justos –y menos si Abraham se hubiera atrevido a continuar la porfía- habrían sido el rescate del pueblo malvado. Dios admitía al hermano por el hermano, la justicia gratuita de unos por la injusticia de todos los demás. No se encontró rescate; salieron Lot y su familia y vino el castigo. Más tarde aparece en la Escritura una situación no menos trágica, pro con un desenlace enternecedor de ternura de Dios y de su siervo Moisés. “Volvió Moisés donde Yahvéh y dijo: ¡Ay Este pueblo ha cometido un gran pecado al hacerse un dios de oro. Con todo, si te dignas perdonar su pecado…, y si no, bórrame del libro que has escrito. Yahvéh respondió a Moisés: Al que peque contra mí le borraré. Ahora ve y conduce al pueblo adonde te he dicho. He aquí que mi Angel irá delante de ti, mas en el día de mi visita los castigaré los castigaré yo por su pecado. Y Yahvéh castigó al pueblo a causa del becerro fabricado por Aarón” (Ex 32, 31-35). Mloisés había subido al monte y había dicho al pueblo: “Habéis cometido un gran pecado. Yo voy a subir hora donde Yahvéh; acaso pueda obtener la expiación de vuestro pecado” (v. 30). ¡Qué cercana y qué lejos estamos de la Cruz de Cristo, junto a la cual está maría expiadora! Moisés ofrece su vida en expiación…, un ofrecimiento de amor, que por eso adquiere la forma del absurdo: “y si no, bórrame del libro que has escrito”. Pablo habla en el mismo paroxismo del amor: “desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza…” (Rm 9,3). Moisés hace un acto de entrega absoluto. Su entrega nos presagia la entrega pascual; amor loco, que pierde el buen sentido de la teología. ¿Cómo puede el hombre ser borrado del libro de Dios, si esto sería su propia aniquilación? ¿Cómo puede Pablo estar separado de Cristo para que sus hermanos, los de raza según la carne, estén unidos a Cristo? ¿Qué tipo de
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dilema vitalmente irresoluble es éste? Allí en el monte Sinaí ¡qué cerca estamos de la Cruz! Y por otra parte no hemos alcanzado todavía la Cruz de Cristo. El perdón es perdón –porque todos debían haber muerto y no murieron- pero es un perdón con reservas, en espera de la Cruz de Cristo. “ Y Yahvéh castigó al pueblo…” No sabemos cómo; lo castigó. El perdón no ha cerrado todavía su interrogante. No es esto la teología de rescate y liberación que anuncia Pablo: “Ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús” (Rm 8,1). ¡Qué cerca estamos de la Cruz y todavía ¡a cuánta distancia! Un paso gigante –el último en la revelación de la Antigua Alianza- se da en os tiempos en que se ha asimilado el dolor del destierro. Entonces aparece en el horizonte profético, nimbado de gloria y dolor, de triunfo y muerte, el Siervo de Yahvéh, víctima sustitutiva y expiatoria de todo el pueblo. ¡El por todos! Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue arrancado de la tierra de los vivos; por nuestras rebeldías fue entregado a la muerte Él llevó el pecado de muchos e intercedió por los rebeldes. (Is 53). Este canto no acaba de entregarnos su misterio mientras no pronunciemos una palabra definitiva de fe: Jesús en la Cruz. Él es la única sustitución pensable. Fuera de él, ningún otro. Porque el lector creyente del Antiguo Testamento siente asomarse a un tragedia, cuando comprende que todos somos pecadores, todos reos sin remisión, todos sin que mentalmente podamos exceptuar a Abraham o Moisés, o Elías o Jeremías. Pablo lo ha cavilado tanto, repasando las
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Escrituras: ”Ya demostramos que tanto judíos como griegos están todos bajo pecado el pecado, como dice la Escritura: “No hay quien sea justo, ni siquiera uno. No hay un sensato, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se corrompieron; no hay quien obre el bien, no hay siquiera uno” (Rm 3,10-12). Si no hay un solo justo ¿cómo puede encontrarse a uno que sea Expiador, Rescatador, Redentor, Liberador, Salvador…? No hay nadie. Y entonces el piadoso israelita, a quien se le ha dado la Alianza, dejará simplemente sus pecados en la presencia de Dios pronunciando un salmo, ofreciendo un sacrificio, o los dejará simbólicamente en la cabeza de un macho cabrío (Lev 16), confesando que ningún mortal, pecador, puede asumir personalmente hasta la raíz los pecados de su hermano. Sólo uno, sólo el Siervo de Yahvéh, vislumbrado en profecía, puede ser el rescate por todos. “¡En él no hay pecado!” ( 1Jn 3,5 ). Todos los demás redentores –por oración o sacrificio- son derivaciones del único que puede rescatar. +++ Y aquí alzamos nuestros ojos hacia la Virgen María. Junto a la Cruz de su Hijo Redentor ¿le llamaremos a ella Corredentora? ¿No parece monstruoso que la criatura invada el terreno que pertenece a solo el Hijo de Dios? A Pablo le placen los términos de identificación configurativa con Cristo, en virtud de la unidad mística y vital que el Señor ha establecido entre los suyos y él. Lo que ocurre en él ocurre en nuestra
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propia identidad, injertados como estamos en Cristo…: “…conocerlo a él, el poder de su resurrección y la comunión (koininía) en sus padecimientos, siendo “configurado” con su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Flp 3,10-11). “Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6,4). Nosotros, los complantados en la muerte de Cristo (Rm 6,5), los concrucificados (Ga 2,19), consepultados y conresucitados, somos también los consentados con Cristo (o en Cristo) en el cielo (Ef 2,6). María, redimida la primera, fue configurada con Cristo; con él compadeció. Apoyándonos en el lenguaje paulino, diremos decididamente pasando al terreno de las maravillas de Dios, que se llama lo místico, lo escondido, lo que sólo Dios conoce: María fue sepultada en la muerte de Cristo, y no por un camino bautismal, sino por el misterio pascual que en ella había hecho su presencia en la divina maternidad; María fue resucitada por medio de la gloria de Dios en Cristo, y la fe íntima e inefable de la Iglesia vio esplendorosamente esta resurrección en la gloriosa Asunción. Por medio de la revelación vemos que María estaba en Cristo, que su vida toda estaba derramada dentro del misterio pascual. ¿Le diremos a María Corredentora? Nos agradan los términos de configuración pasiva; pero el término de Corredentora –configuración activa, por gracia en la obra salvífica,- lleva una especie de asociación molesta, pues pudiera evocar un tipo de cooperación al mismo nivel. Si así fuera, no podríamos llamar a María Corredentora; si queda desvanecida esta asociación mental, entonces sí, la Virgen María, la Madre del redentor es la Corredentora.
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María ha sido recibida plenamente dentro de la Cruz de Cristo. La Escritura lo anuncia, y la Iglesia con la sabiduría impalpable del Espíritu que discierne más allá del dato filológico lo sabe y nos lo dice: “Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. 19,25), sufriendo profundamente con su Unigénito (cum Unigénito suo condoluit) y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo (consentiens, sintiendo juntamente) amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la Cruz como madre al discípulo con estas palabras: Mujer, he ahí a tu hijo (cf. Jn 18,26-27)” (Lumen gentium, 58). “Dios es Luz, en El no hay tiniebla alguna” (1 Jn 1,5). Esta luminosidad de Dios, donde no hay mancha, resplandece en la Escritura, y ella transmite el mensaje todo coherente, en la perfecta armonía de Dios. Si la anunciada como Madre de Jesús es recibida por la Iglesia como madre de Dios, por la misma coherencia la Madre de Dios es vista obrando activamente en el momento clave de la redención, produciendo salvación ella que estaba dentro del Hijo, sin dejar nunca de ser sustentada por la gracia del Hijo Redentor. En la luz de Dios contempla la Iglesia que el ser Madre de Jesús es ser asumida para una actividad estrictamente divina; siendo Madre de Dios María, en el Espíritu, es agente de operación divina, pues engendra al Hijo de Dios. Junto la Cruz ella, la Mujer madre de la vida, está haciendo, en el Siervo, la obra del Siervo expiador.
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Por el mismo derecho que afirmamos la maternidad divina, afirmamos la inserción personal e indisoluble, absolutamente singular, en la obra de la redención. Por el mismo derecho afirmaremos su función de mediadora de gracia, su función absolutamente singular en la gloria del Hijo hasta el punto de que la Iglesia la ha contemplado -¡oh maravilla para admirar hasta la vuelta del Señor!- como Asunta al cielo y Reina. Hay dos vertientes en las cuales, según la Palabra, podemos situar la configuración corredentora de María con Cristo. La primera es la oración. Jesús, como Siervo, intercede en la Cruz ( cf Is 53,12): “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Esta oración vicaria que salva al mundo nos introduce en la oración no expresada de María. “La oración ferviente del justo tiene mucho poder” (Sant 5,16). “Si alguno ve que su hermano comete un pecado que no es de muerte, pida y (Dios) le dará vida…” (1 Jn 5,16). María es la intercesora junto a la Cruz del Siervo. No le compararemos ya con Abraham, con Moisés, con Elías, con Jeremías… La oración de la Virgen orante queda envuelta, como su vida, en el silencio. Esa oración está ante la presencia del Dios, como está hoy la misma oración intercesora. Aunque nosotros no la escuchemos ahí está esa oración que, en Jesús, sustenta al mundo. La otra vertiente de la participación salvífica de María en la obra redentora del Hijo Redentor es su vida entera, su vida callada toda en función del servicio del Hijo. Para Jesús el vivir era la liturgia victimal iniciada al entrar en el mundo (cf Heb 10, 5-7). ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad! La voluntad del Padre apasionadamente buscada, a costa de la sangre, era la liturgia de Jesús. Y así el sencillo vivir de la Madre de Dios, que se hurta a la crónica,
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era la liturgia expiatoria y redentora. Pablo ve la comunidad cristiana como oblación de fe, sobre este sacrificio él derrama su vida, como el sacrificador que se acerca al altar y derrama la libación sagrada: “Y aun cuando mi sangre fuera derramada como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegraría y congratularía con vosotros” (Flp 2,17). La vida de María –puro silencio- está toda derramada; es la efusión sobre la fe de la Iglesia. La ofrenda de la comunidad cristiana está rociada por la vida de María que puesta en el Hijo Redentor nos ha cubierto. María, la Sierva, la Esclava del Señor, es reconocida en el Siervo, y como Sierva, nosotros los hijos de la Iglesia, la encontramos asociada singularmente a la obra de la salvación del mundo realizada por el Padre, el Hijo y el Espíritu.
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12 CONFIGURADA CON EL CUERPO GLORIOSO DE SU HIJO
La verdad más espléndida de la virgen María es su Asunción corporal y realeza con Cristo, porque esto es la corona de su historia salvífica. Dios le ha cubierto con su Gloria, le ha vivificado con su Espíritu, le ha dado la última conformidad corporal, corpóreopersonal, con el Hijo Resucitado. El cuerpo trasmundano de María alcanza el último grado de humanización. En su Hijo es germen de la humanidad nueva, muerta la posibilidad de la vocación humana y se nos aparece como signo de la unidad universal, meta de la historia humana. En el cuerpo de María, conformado con la imagen gloriosa de su Hijo (cf. Flp 3,21), transparece el abrazo de Dios en la Encarnación. No pudo ser elevada más la dignidad del hombre, no pudo volcarse más el amor de Dios. Ahí resplandece el misterio pascual. La liturgia nos habla de la “alegría” de los ángeles. El cristiano que reflexiona en la fe puede tomar este pensamiento y decir que, en efecto, la Asunción e María es la alegría angélica. El gozo de los ángeles no es un motivo ornamental para celebrar la apoteosis de María. Constitutivamente pertenece al misterio salvífico de la Asunción corporal de maría, porque en la Virgen reconocen los ángeles el misterio pascual de Cristo, que es su gloria y su centro. Por ello, la Asunción de aquella de quien reiteradamente se dice que ha sido exaltada por encima de los coros angélicos, les pertenece y en la Mujer gloriosa ellos, en Cristo, se ven glorificados.
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Ascendamos nosotros mismos mientras elevamos así nuestro pensamientos – ser de nuestro ser- hacia María Asunta. “Hoy la Virgen maría ha subido a los cielos; alegraos. Porque con Cristo reina para siempre. María ha sido llevada al cielo; se alegran los ángeles y bendicen al Señor con alabanzas” (Lit. de la Asunción, resp. Del Of. de lectura). +++ El teólogo, volviendo al origen de la fe, se pregunta o hace por preguntarse: ¿Por qué la Asunción corporal de María, si no podemos percibir una huella ni en la Escritura ni en la primerísima tradición apostólica…? ¿Por qué la Asunción de María -esa inflación de la fecuando con otra coherencia del misterio cristiano podemos dejar a María en su altísimo puesto de Madre de Jesús…? ¿Por qué no interpretar la Asunción de María, si vamos a concederla, como su paso en espíritu hasta la presencia de Dios…? Preguntamos no para clavar la duda, sino como pregunta el creyente, para nunca acabar de admirar, “pues Dios es más grande que nuestro corazón” ( 1 Jn, 3,20), y para entrara en l inteligencia de lo que Jesús ve: las Escrituras y el poder de Dios (cf. Mc 12,24). La fe en la Asunción de María se nos transmite como un hecho del Espíritu, pura y simplemente como revelación en medio de la Iglesia. Y esta fe nos identifica el misterio con la máxima concreción de la Encarnación. No se trata del tránsito de María hasta su Hijo como otro redimido; se trata del tránsito de su ser corporal. María ha alcanzado ya su plena escatología. De modo que era mucho más grande, consolador y trascendente el misterio que todo lo que nosotros habíamos pensado. Los proyectos de Dios van más allá de nues-
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tros alcances teológicos, y la aceptación de la fe en la Asunción corporal es una muerte a nuestra débil razón pensante para proclamar: ¡Dios es grande! Alégrense y gocen contigo todos los que te buscan; y digan siempre: “Dios es grande”, los que desean tu salvación (Sal 69). Convertidos a Dios y aceptando pura y simplemente la revelación que como don se nos ha entregado, advertimos que la afirmación de la Asunción corporal de María, a despecho de nuestro orgullo es liberación. El hombre se encuentra ya embarcado a una aventura que termina en el triunfo del cuerpo con Cristo glorioso. +++ ¿Dónde ha visto la Iglesia la Asunción corporal de María para que la proclamara como verdad de fe? En la Escritura, entendida con la coherencia, la trasparencia y profundidad que da el Espíritu, entendida en fe y carisma. Toda la Escritura conspira hacia el triunfo corporal; mundaniza radicalmente al mundo (por expresarnos en términos de la hora) haciéndole comprender que la dimensión más fuerte de la tierra, de los hombres y de la historia le vienen al mundo de la esperanza. Al cumplirse el misterio pascual de Cristo y haberse decidido con ello el secreto de la historia, ocurre lo siguiente: “Jesús, entonces, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu. En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; tembló la tierra y las rocas se rajaron. Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron. Y, saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, entraron en la Ciudad
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Santa y se aparecieron a muchos Por su parte, el centurión y los que estaban con él guardando a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: ¡Verdaderamente éste era Hijo de Dios!“ (Mt 27,50-54). La muerte de Jesús es el momento decisivo. Aquí se transparenta el amor y la Gloria de Dios. Este es el Día del Señor anunciado por los profetas; por eso las señales del cielo manifiestan la presencia salvadora de Dios. Irrumpe la escatología, porque en Jesús muerto para pasar a nueva vida empieza la Era nueva. Por esos mismo también los sepulcros se abren, porque así estaba anunciado, y los muertos en la Alianza pasan a la vida de Cristo. Así estaba anunciado: Revivirán tus muertos, sus cadáveres resurgirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra echará de su seno las sombras (Is 26,19). Así estaba anunciado (cf. Ez 37,12; Dan 12,2). En Cristo se cumple la victoria sobre la muerte, y los acontecimientos escatológicos del Calvario, acontecimientos “de fe”, nos abren al mundo que viene. No nos fuerza la exégesis a representarnos unas tinieblas físicas sobre toda la tierra; sí, en cambio, unas tinieblas más profundas, las tinieblas escatológicas anunciadas ya en el primer profeta (Am 8,9). Ni tampoco nos fuerza la exégesis a admitir la resurrección “corporal” de unos cuantos que acompañarían a Cristo resucitando con él…; sí, en cambio, a ver cómo en Cristo resucitan los justos, según las esperanzas de la Alianza. El misterio pascual de Cristo da nuevo sentido a la historia y nos lanza a la vida.
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El hombre, por el instinto que Dios ha puesto en su ser, quiere escapar de la muerte, y la amistad con Dios lo sustrae de esas ataduras de esclavitud. Henoc anduvo con Dios, y desapareció porque Dios se lo llevó (Gen 5, 24). También a Elías, hombre del Espíritu, se lo llevó el Espíritu (f. 2 Re 2,11) en un carro de fuego con caballos de fuego. La Iglesia discierne y no lee con torpeza sino con sabiduría. Comprende cómo no cabe una resurrección indiscriminada: una porción de justos el Antiguo Testamento; no, ninguno de los justos ha traspuesto corporalmente el umbral de la casa del Padre donde Jesús habita. Pero la Iglesia, leyendo más al fondo, entiende, por el Espíritu, que María, sí, ha quedado anclada en la plena escatología. En ella se ha cumplido en toda su potencia el anuncio profético de la Resurrección. Y ¿por qué? Respondemos con el “porqué” del Amor: porque lo mismo que la Gloria del Hijo le envuelve hasta hacerla madre, esta misma Gloria que irradia del Cuerpo Resucitado le da también en conformidad con él el cuerpo resucitado. María cruzó el océano de la muerte –no hay razones sólidas para pensar en la inmortalidad de María, poniendo por delante la muerte de Jesús- , y al cruzar la muerte, la muerte se le transformó en vida. +++ Como el amor no tiene fronteras, dado que Dios es su propio horizonte, uno que se lanza al misterio de la vida otorgada a María quisiera preguntarse: Si María es María Asunta, tan singularmente emparentada en el Espíritu con su Hijo, ¿cómo vivió de antemano su muerte y resurrección, cómo vivió la esperanza?
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No es lícito psicologizar el espíritu de María, por muy subido que sea nuestro amor fraterno y filial hacia ella; no sabemos cómo vivió María su personal experiencia escatológica, su proyecto de existencia transhistórica puesta en manos de Dios. Simplemente podemos aproximar a la Virgen María, con el realismo más hondo y denso, la súplica confiada del salmista: Pero a mí Dios me salva, me saca de las garras del Abismo y me lleva consigo (Sal 48, 16). Pero yo siempre estaré contigo, tú agarras mi mano derecha, me guías según tus planes, y me llevas a un destino glorioso (Sal 72,23,24). Así oraban en Israel. Y María ha esperado en el Dios de Israel, con la novedad de que para ella el Dios de Israel es el Dios de aquel hijo llamado Jesús. El autor apostólico ensalza la fe y esperanza de aquella nube de testigos que recorren todo el Antiguo Testamento. De Abraham ha escrito: “Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura” (Hb 11,19). Más que Abraham esperaba María. Apoyada en el Hijo llevaba en sí misma la prueba radical de la fe y de la esperanza. María esperaba sin límites; su esperanza se perdía en el Dios todopoderoso de la revelación. +++ María asunta en el cielo es la proclamación de la Gloria de Dios. Aquí es donde el espíritu humano queda transportado y divinamente perdido, ¡la Gloria de Dios! Esta Gloria de Dios que irradia – por hablar tan dificultosamente- de lo más íntimo del Ser de Dios, de la Santidad de Dios, y
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que es como la sustativación , la corporeización para nosotros, esta Gloria de Dios que es lo más espiritual y divino que cabe, al tocar al hombre lo diviniza, lo introduce incorruptible en el mundo que viene. Por eso el cuerpo de la Virgen María, transido de Gloria, es cuerpo ya glorificado. Ninguna criatura puede irradiar toda la Gloria de Dios; tan sólo el Hijo, que es Luz de Luz. La Gloria se manifestaba sobre el Sinaí, sobre la Morada… Era el destello de Dios que se dejaba sentir entre nosotros. La Gloria se manifestaba en la Mujer, madre de aquel Hijo destinado a gobernar a todos los pueblos. Nos lo recuerda la liturgia de la Asunción: “Después apareció una figura portentosa en el cielo: una Mujer vestida del sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas… (Primera lectura de la liturgia eucarística de la Asunción de María). La Mujer así envuelta en la Gloria de Dios es la Madre del Hijo vencedor, es el pueblo de la Alianza del que ha salido Cristo; es, en definitiva, María “figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada” (pref. de la Asunción). La manifestación de la Gloria de Dios en el Antiguo Testamento iba apuntando la Gloria escatológica. Los cantos radiantes de la resurrección de Jerusalen nos lanzan hacia la luz y la Gloria: ¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la Gloria de Yahvéh sobre ti ha amanecido! (Is 60,1). Esteban, “lleno de Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la Gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra Dios” (Hch 7,55). Esa Gloria de Dios, que tiene su origen en el cielo y que baja a la tierra para transportarnos allá, es la que ha transformado a María; ahora su cuerpo es glorioso, todo su ser, hasta la fibra más íntima del alma es glorioso, y Dios es el Todo en ella. María, por la Gloria de Dios, fascina al mundo.
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+++ María allí con su Hijo reina. Si admitimos la Asunción, admitimos la realeza de María; pero nos preguntamos qué quiere decir esta realeza de la Mujer que ya ha alcanzado la escatología. Jesús dijo a los apóstoles: “Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Lc 22,28-30). Reinar no es ser elevado a la apoteosis, es estar a la mesa con Jesús, estar con él como él está con el Padre; reinar es, pues, participar en la vida divina. Y de otra parte la realeza tiene una referencia esencial hacia la comunidad de los salvados. Es que este reinar de los que están más asociados con Jesús es un reinar de historia de salvación. Los apóstoles “reinan” “juzgando” a las doce tribus de Israel. Esto quiere decir que la función mediadora que Jesús les ha encomendado para su Iglesia terrestre tiene su repercusión incluso más allá, cuando la comunidad salvífica llegue a su plenitud. La función ejercida en la tierra, fidelidad junto al Siervo Redentor, no se habrá diluido; también Jesús los reconocerá como los muy suyos. Esto no prejuzga la gratuidad soberana de la gracia no condicionada por ministerio alguno, ni siquiera por el apostólico en el sentido; esto quiere decir que Jesús es fiel con sus fieles hasta el final, hasta la consumación de la historia salvífica. Por el mismo impulso de fe decimos que María está junto a su Hijo y reina. La historia de la salvación se concluye en la Gloria y la realeza, no más acá, sino allí donde Cristo Resucitado ha entrado en
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la última y plena actuación, absolutamente libre, con su Iglesia. Allí María, al amparo de Dios, introducida en la Vida, vive y reina. Interceder es precisamente reinar. Si es intercesora es Reina. Allí es mediadora de salvación por haber sido introducida en la Vida que del Padre se ha vertido en el Hijo. María Asunta, María Reina, vive en la Trinidad unida con la Iglesia de nuestra tierra que está santificada por el Espíritu.
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13 – fin RECUERDO, PRESENCIA Y ESPERANZA
En la Iglesia María es recuerdo, presencia y esperanza. Con este pensamiento ponemos fin a este canto del corazón que hemos entonado en honor de María, la Madre de nuestro Señor. Nos situamos en aquel momento nuclear del misterio pascual cuando Jesús, elevado, exclamó: Todo está consumado. María, probada por el dolor y la obediencia, recorriendo fielmente los pasos de su Hijo, ha llegado a la consumación. Ahora la contemplamos en el centro perfecto de la Iglesia; y después de haberla visto bienaventurada conforme al recuerdo que de ella guardan todas las generaciones escuchamos su voz y su misión como convocatoria eclesial. María es recuerdo, maría es presencia, María es promesa y esperanza. Así vive María en medio de la Iglesia santa. +++ Dice la Sabiduría: “Venid a mí los que me deseáis, y hartaos de mis productos. Que mi recuerdo es más dulce que la miel, mi heredad más dulce que panal de miel. Los que me comen quedan aún con hambre de mí, los que me beben sienten todavía sed. Quien me obedece a mí, no queda avergonzado, los que en mí se ejercitan no llegan a pecar. (Sir 24,19-22) Habla la Sabiduría. Nosotros entendemos la plenitud de estos textos escuchándolos de la boca del Verbo Encarnado: Venid a mí… 129
¿Cómo es posible que con las mismas palabras escuchemos la voz de María? Sería un abuso tomar este texto sapiencial y hacer hablar con semejante lenguaje a un santo, al fundador de una familia religiosa por ejemplo. Y con todo, la Iglesia con tradición secular se ha atrevido a poner esa invitación en labios de la Virgen María. El puesto y la fisonomía de María son del todo singulares. Es posible escuchar la voz de maría en el texto del libro de JesúsBen Sirá, porque la encontramos totalmente fundida con la voz de su Hijo. Es la voz de la Sabiduría que resuena, pura, en la persona de María, asunta, glorificada, reina. Este es el privilegio de María: ser transparencia limpidísima de su Hijo. +++ María en medio de la Iglesia es magisterio, es vida: manjar para comer, agua para beber; es dulce recuerdo, es heredad presente, es promesa definitiva. Por gracia especial del Espíritu Santo se puede llegar a vivir una auténtica vida personal de intimidad con la Santísima Virgen. Este punto de teología particularmente carismática quisiéramos aclarar con el auxilio de Jesucristo. Es del todo evidente en el Nuevo Testamento que el cristiano ya en esta tierra puede vivir intimidad con Cristo Resucitado. La fe, aposentada en todo el ser humano, tiene su repercusión, su vibración cálida en el corazón, y desde aquí amamos a Jesús humanamente, con sentimiento, ternura y- si Dios lo concede- con lágrimas. Pablo ama así a Jesús, de modo directo y persona. La mística y el humanismo, todo, se ha hecho en él una sola cosa, puesto que el ser humano, el principio de unidad, es uno. “Vivo yo, pero no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Esto lo tiene el apóstol apasionado en el nivel de la fe y mística y en el nivel de su sicología; lo tiene en el nivel único de su ser, nada más. Pablo con una
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lógica de unidad trascendente dirá: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia” Flp 1,21). Es decir: para mí vivir es plenitud, porque Cristo invade todo y nada hay en mí que no esté traspasado de Cristo; morir es todavía un “vivir más”. Mejor que una dialéctica de términos opuestos: vida o muerte, es una dialéctica de términos de superación: vida y más vida. Ya el vivir es vida por vivir en Cristo, ¡cuánto más vida será el morir, porque entonces estaremos de todo con el Señor! Así habla Pablo. El vive con Cristo Resucitado, en medio de tantas tribulaciones; él vive con la presencia del Espíritu; él vive hacia el Padre. Realmente la vida de Pablo que puede servir de ejemplo para la vida del cristiano, es una vida de intimidad con Cristo. No se trata de algo que haya forjado la imaginación de Pablo, su tremenda potencia espiritual, en amor ardiente; hay dos extremos objetivos – el ser humano y Cristo Resucitado- que se pueden conectar con todo realismo, a través de la fe y moldeando la sicología con la horma de la fe. Se puede vivir cara al Señor, en diálogo con él, en amor fluyente de él a mí y de mí a él. Es un presagio del cielo. ¿Hay lugar en nuestra fe para vivir una vida semejante de cara a la Virgen María, en auténtica intimidad, en diálogo objetivo, en mutuos regalos de amor? ¿Se puede hacer esto sin crear una superconciencia mística ilusa? Sí, enteramente sí; se puede vivir ya en la tierra en la intimidad con la Santísima Virgen, en relación humana y personal con ella, salvando en todo momento la trascendencia de la fe; se puede vivir auténticamente en compañía de la Virgen, la Madre de Dios y Madre de la Iglesia.
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Si esto no fuera así ¿cómo podríamos hablar de la comunicación vital y fluyente que tiene María con la Iglesia? En esto consiste precisamente su mediación y su realeza. Esa comunicación no es “a ocultas”. Todo es visible y patente dentro de la fe. Por eso el Concilio, hablando de la función mediadora de maría en totl dependencia de Cristo, concluye: “La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles para que, apoyados en esta intercesión maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador” (Lumen gentium, 62). ¡La experimenta continuamente! ¿Qué es esta experiencia sino experiencia personal de los hijos de la Iglesia? A todos los cristianos sencillos se abre la experiencia de la asistencia de María, de aquella que “es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Socoro, Mediadora” (Lumen gentium, 62). Se trata de experiencia en fe, de una experiencia, por tanto, que no puede dar una tranquilidad sicológica, si esta misma sicología no está esencialmente basada en la fe. A algunos cristianos el Señor puede llamar –y llama- a significar de modo muy expreso esta vida de intimidad con la Santísima Virgen. Estamos en la hipótesis de una alta vida espiritual; estos cabalgan por las alturas (Deut 32, 13); con una extraordinaria sensibilidad espiritual que Dios les ha dado, metidos en las maravillas insospechadas del mundo de la fe, se sienten centrados en el misterio pascual de Cristo –vivencia del cuerpo de Cristo Resucitado-mediante la comunicación concreta con el ser personal de María. Recalquemos sin descanso: en fe, sólo en fe; en fe que con frecuencia será ciega y dolorosa.
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¿Qué cristiano se atrevería a negar estas posibilidades de vida interior? ¿Quién tendría la pretensión de ordenar la acción de Dios según su propio criterio? Pues dice la Escritura: ¿Quién abarcó el Espíritu de Yahvéh, como consejero suyo le enseñó? ¿Con quién se aconsejó, quién le explicó y le enseñó la senda de la justicia y el camino de la inteligencia el mostró? (Is 40,13-14). Ya en esta vida la persona humana es llamada a un tipo de personalismo que nos trasciende. Somos aquí el germen de nuestra persona recreada en Cristo; y la raíz clave y nuclear de esta nueva persona es la realidad que indica la fe. Cuando esta fe pase de su estado doloroso a su estado de gloria en conformidad con el cuerpo de Cristo Resucitado, entonces se harán patentes nuestras relaciones con lo divino –el cuerpo de Cristo y en Cristo y de Cristo el cuerpo de María- relaciones que ya hemos comenzado. +++ María en aquella meta de resurrección, como nos ha precedido en la carrera de nuestra fe, como ya nos muestra lo que un día nosotros hemos de ser, es “signo de esperanza cierta y de consuelo para el pueblo peregrinante de Dios” (Lumen gentium, cap V) María, toda de Cristo y de cara al Padre, es luz serena para el pueblo cristiano, es paz, paz profunda. María desde allí –que por estar con Jesús está en lo más íntimo nuestro- es Educadora del pueblo cristiano. Lo es porque ella ha recorrido el camino que nosotros debemos recorrer, ella lo sabe, en ella está la Sabiduría de quien ha sabido vivir. Lo es porque vitalmente, por la vía del Espíritu, puede comunicar vida y educación en la fe, esperanza y amor y en todas las virtudes.
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Así doce Pablo VI: “… María es también, evidentemente, maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos. Bien pronto lo fieles comenzaron a fijarse en María para, como ella, hacer de la propia vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de vida. Ya en el siglo IV, S. Ambrosio, hablando a los fieles, hacía votos para que encada uno de ellos estuviese el alma de María para glorificar a Dios: “que el alma de María esté en cada uno para alabar al Señor; que su espíritu esté en cada uno para que se alegre en Dios” (In Ev. Lc, II.26). Pero María es, sobre todo, modelo de aquel culto que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda a Dios: doctrina antigua, perenne, que cada uno puede volver a escuchar poniendo atención en la enseñanza de la Iglesia, pero también con el oído atento a la voz de la Virgen cuando ella, anticipando en sí misma la estupenda petición de la oración dominical “Hágase tu voluntad” (Mt 6,10), respondió al mensajero: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” Lc 1,38)” (Marialis cultus, 21). María fue perfecta en la voluntad del Padre y hoy desde el cielo, con su poder nuevo y oculto, comunica en el secreto de la fe su perfección a cuantos quieren mirarle a ella, fiel Esclava y Madre. +++ El plano más delicioso de la vida cristiana es el plano de la ingenuidad, de esa inmediatez sin crítica del niño que desarma el poder de los mayores. Los niños con grandes ojos esperan todo, no ven dificultades en nada, no tiene fuerza de lógica y complicación, porque viven en la pura mentalidad de la creación: dijo Dios y se hizo. Esta vida de ojos grandes, de certezas tan grandes como los instin-
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tos, esta actitud de ingenuidad suprema es la actitud de niños nacidos en el Espíritu para poder rezar el Padrenuestro y para poder leer todo el Evangelio. Padre: santifica tu Nombre, trae tu Reino, haz tu Voluntad. Todo esto es más grande que el acto de la creación. Y esto es lo que como niños engendrados en el Espíritu nos atrevemos a pedir con la misma seguridad de Jesús. Padre: danos el pan para hoy… ¿Y qué ese el misterio de la Virgen María, sino el descubrimiento sorprendente y abierto a lo infinito de eso, lo más hondo, de la conciencia cristiana? María es signo de la perpetua conciencia de infancia y de sentido de lo maravilloso que tiene la Iglesia. Sólo el que ha calado así, en admiración y sorpresa, el Evangelio, sólo es habrá podido captar que María, la más pequeña y humilde, la mujercita nazaretana, es grande por ser la Madre de Dios, y la que ha alcanzado ya en cuerpo y alma a su Hijo Resucitado. La aceptación del misterio mariano es todo un síntoma de fe evangélica. Esta fe es para nosotros, hijos gozosos, un verificador de la fe evangélica sin más. Y precisamente porque ella está tan discretamente oculta. Es signo de amor, porque el amor es instintivo. Amor que necesita muchas palabras es amor que aguarda purificación. María es por todo ello, verificación de la Iglesia… Quisiéramos decirlo con palabras más hermosas, más dignas de María, pero –torpes- no encontramos. Digamos, pues, que María es Iglesia, Iglesia en muy acendrado estado cristológico, Iglesia de hoy e Iglesia de esperanza. +++
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¡Oh María, recuerdo, presencia y esperanza, qué limpio resplandece en ti el Evangelio! ¡Oh María, intercede por nosotros! ¡Oh María, toda de Dios y toda nuestra, qué verdadero resulta enti el Padre nuestro! ¡Oh María, intercede por nosotros! ¡Oh María, que eres la Iglesia gozosa, doliente y gloriosa, qué fe más cierta, qué seguridad más completa sentimos cuando te miramos! ¡Oh María, intercede por nosotros! ¡Oh María, recuerda! Y vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos. Y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre, ¡oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!
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EPÍLOGO Queridísima Madre Al eco de la Asunta Hermana y hermano queridos: Unos pensamientos para coronar “Doce estrellas”. Ha corrido medio siglo, y en este breve y convulsionante tramo de nuestra historia, Ella no ha cambiado, y el hijo, en el amor, tampoco… Y, si al eco de aquellas palabras que le dije – que le decíamos – ella respondía: Queridísimo hijo…, queridísima hija…, yo (tú, mi querida hermana), seguimos diciéndole con la simple teología del amor: Queridísima Madre… Prueba al canto: Que estos cinco poemas espirituales “al eco de la Asunta”, no fueron escritos para coronar el librito de las Doce Estrellas, fueron saliendo sin más como flores del campo…, porque sí y para lo que fueran. Y aquí están, para decir: Queridísima Madre, intercede por nosotros.
Existe la Belleza, pues tú existes La pandemia ha puesto una mascarilla en nuestra boca, y mirándonos, extraños, nos hemos dicho: Somos familia, somos frágiles, nos necesitamos; nos amamos. Este Mundo es el Universo entero en nuestras manos. La Creación entera tiene un secreto: es Dios.
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Como cristianos confesamos que Dios ha venido, y que el Hijo tiene una Madre. Esa Madre recorrió un camino, el camino de la Fe, Peregrina de la Fe. El Hijo la recogió en su triunfo: Madre Asunta. En medio del misterio de la pandemia, está el Hijo, está la Madre, la Madre Asunta. Nos quedamos pensativos, contemplando, amando. Existe la Belleza, pues tú existes, Virgen María, ruta de mi vida, celeste pensamiento en Dios nacido, del Hijo Verbo trémula caricia. En la humana pandemia fuiste exenta por ser hija del Hijo que venía, la más pobre y pequeña entre mortales, mostrando que Dios es Soberanía. Tú eres el destino que anhelamos, la Pascua de la fe que hermosa brilla, aliento en el camino que nos queda, pues fuiste tú, primero, Peregrina. La amada Iglesia de tu Hijo lucha, pasó una Era y otra se avecina, María Asunta, estrella de los mares, sé brújula y latido que nos guía. Esposa confidente del Espíritu, morada de sus dones, bendecida, con gozo somos tuyos, por tu Hijo, y en él el mundo entero es tu familia
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¡Honor a Cristo en Pascua, honor y gloria, que en su triunfo a su Madre recogía; honor a ti, Jesús, nuestra esperanza, y un día para siempre nuestra dicha! Amén. Madrid, 14 de agosto de 2020.
María está presente, no la busques “Esta maternidad de María en la economía de gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna . […] La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador” (Lumen Gentium, 62). María está presente, no la busques, un silencio de paz es su presencia; no pretendas vanamente una palabra ni quieras que en el aire se aparezca. Con fe sencilla abre el Evangelio y más de lo que dice no pretendas, la verás en su casa y en la fuente, la pobre de Israel, en pobre aldea.
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Es hija de Abraham como creyente, y en el Anuncio, sierva se confiesa; por gracia va a ser Madre de la vida, si es Madre de Jesús es Madre nuestra. Ya nace la Mujer del Verbo esposa Maternidad divina que nos lleva; el Hijo es sangre amante y redentora y donde el Hijo está, está con ella. Quisiera una caricia de mi Madre, y un destello que mis ojos vieran, mas bástame la fe y el Evangelio, que quiero ser consiervo de su escuela. Te necesito, Madre Asunta en Pascua, que oigas que te digo ¡Madre buena!, pues con solo decirlo dulcemente mi corazón de gozo y paz se llena. Amén. Madrid, 17 agosto 2020, Santa Beatriz de Silva
La casita de María Las casas de Palestina podían ser de adobe, podían ser de piedra. De adobe y paja, como antiguamente las había en los pueblos. En la hermosa Basílica de Nazaret, hay una casacueva, cavada en la roca… Y allí cerca graffiti antiguos, antiquísimos, saludando a María. Allí
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en la casa, un agujero, como para atar algo. Aquí podía atar el burrito san José, nos decía el eruditísimo P. Virgilio Ravanelli (19272014), a los alumnos del Studium Biblicum Franciscanum. Acaso… Nada de esto pertenece a la fe. Pero “la Casita de María” existe en el ámbito de nuestra fe. Es la casa de la Encarnación, donde el Verbo nos hizo sus hermanos por las entrañas de una madre Virgen. Yo puedo visitar, en alas del Espíritu, esa casa, punto de encuentro de Dios con la Tierra. Yo puedo ir allí cada día. Yo puedo orar, y adorar y dar gracias. Eso es el Ángelus, que la piedad cristiana quiere rezar tres veces al día. Hoy María de la Anunciación es María Asunta que intercede por nosotros. La casita de María, que en Nazaret habitaba, era humilde como todas, acaso de adobe y paja. O mejor…, era una cueva, partida con dos estancias, y un agujero a la izquierda, donde al burrito lo ataban. Y a esta casita tan pobre, bella con santas sandalias, se acercó la Trinidad con un ángel de embajada. La pureza de una virgen el recinto perfumaba, y el Mensajero del cielo
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otro cielo allí encontraba. “Hágase su voluntad, que yo soy la humilde esclava”, y en aquel divino instante de Dios quedó embarazada. Yo quiero llegarme allí, para besar con mi alma aquel suelo de la tierra donde Dios puso su planta. No fue un palacio precioso con columnas de oro y plata; fue una vivienda de aldea donde se reza y se ama. Y eso escogió el Rey del cielo para su digna morada; fue la primera Basílica en el mundo dedicada. Tres visitas cada día puedo hacer desde mi casa, para llenar mi respiro de la que es llena de gracia. Al alba de mis quehaceres Ángelus de la mañana, y otra vez al mediodía y al concluir la jornada.
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Tres Ángelus saludando a la Pura Inmaculada, y recogiendo con fe la oración con que ella oraba. Ángelus de los sencillos, Evangelio de la Infancia, para seguir a Jesús de Nazaret a la Pascua. Madrid, 18 de agosto de 2020
Hágase, dijo María “En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor. Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió «por obra del Espíritu Santo » era el « Hijo de Dios » (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo 143
de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino. «Feliz la que ha creído» (Lc 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en «tabernáculo» –el primer «tabernáculo » de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como « irradiando » su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?” (S. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia [Jueves Santo 2003], n. 55). Hágase, dijo María, dándose en plena oblación: el sí más bello del mundo, el sí de la Encarnación. Sí por la vida del Hijo, por su Cruz y su Pasión; sí del Misterio Pascual, sí de la Resurrección. Sí de la Eucaristía, Amén de consagración; Sí de la Iglesia que vino en el Espíritu don. Feliz por haber creído en la venida de Dios,
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feliz por ser el Sagrario que al Verbo Santo albergó. Feliz que pudo abrazarle con besos de adoración, feliz, que su vida era unidad y Comunión. ¡Santísima Eucaristía, Amor sobre todo amor, la Iglesia adora y bendice y entrega su corazón! Amén. Madrid, 19 agosto 2020, San Ezequiel Moreno.
Humilde, yo te pido una palabra, A las hermanas del Císter de Esmeraldas (Ecuador), Monasterio de Santa María de la Esperanza, que a diario cantan, como esposas vigilantes, al Cordero Inmaculado. Agradecido. [Recordando los Ejercicios que tuve la gracia de compartirles el verano pasado]
Humilde, yo te pido una palabra, para anunciar, María, tu hermosura, que no sea de libros eruditos, que sea, oh Madre, tuya, solo tuya. Que haya sido en mi seno concebida, y dada a luz cual Hijo de tu cuna,
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un poema divino, muy sencillo, y digno de ser canto en la liturgia. Ayúdenme, hermanas de Esmeraldas, ayúdame Bernardo, blanca túnica, y Roberto, Alberico con Esteban, valientes tres de férvida aventura. Todo templo es iglesia de María, todo salmo el Magníficat susurra; mil nombres y coronas amorosas los hijos a la Madre le tributan. La sangre de Hijo y Madre fue la misma, por eso, le decimos Toda Pura; y Dios la quiso pobre, la más pobre, pues la quiso fulgor de su ternura. Te alabaré, oh Santa, cual creyente, vocero de esa Gracia que te inunda; Tú eres, dulce Madre, toda nuestra, sencillez y Evangelio en nuestra ruta. Al coronar los días de este valle, recíbenos contigo, Madre Asunta, en la Pascua de luz y de alabanza, en la dichosa paz, que eterna dura. Madrid, Jesús de Medinaceli, 20 agosto 2020, San Bernardo.
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INDICE PRÓLOGO Queridísimo hijo 1 - El Ángel del Señor anunció a María 2 - Theótocos 3 - Bajo el Espíritu 4 - La fidelidad: Inmaculada – Toda pura 5 - Virgen Esposa 6 - Pobre 7 - La peregrinación de la fe 8 - Silenciosa 9 - Mujer 10 - Profecía de la espada 11 - Junto al Siervo Redentor 12 - Configurada con el cuerpo glorioso de su Hijo 13 - Recuerdo, presencia y esperanza EPÍLOGO Queridísima Madre Al eco de la Asunta Existe la Belleza, pues tú existes María está presente, no la busques La casita de María Hágase, dijo María Humilde, yo te pido una palabra,
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Fr. Rufino María Grández Lecumberri nació en Alfaro, La Rioja, el 5 de diciembre de 1936, hijo de Rufino (1907-1947) y Saturnina (1908-2008). Profesó la Regla de San Francisco en Sangüesa (Asunción de María 1956), y recibió la ordenación sacerdotal en Pamplona (2 abril 1960). El ministerio de la enseñanza de la Escritura ha ocupado buena parte de su vida, y ha sido ministro provincial de capuchinos (1978-84). Tuvo la oportunidad de vivir en Jerusalén (1984-87) y hacer un doctorado en Teología Bíblica, Desde 2002 reside en México y es Misionero de la Misericordia (2016 ).