VIII certamen de relato corto 2010

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MEJOR RELATO Autor: Eric Monteagudo Guerrero Obra:

Alma de anfibio

MEJOR RELATO DE AUTOR LOCAL Autor: Susana Cortés Cabezudo Obra:

Historia de las manos que lloraban alquitrán

PREMIO ROZASJOVEN Autor: Alfonso Izquierdo Meyniel Obra:

Juego cruel

MEJOR RELATO DE AUTOR DE 14 A 16 AÑOS Autor: Sara Calvo Franco Obra:

La mansión de los suspiros


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Eric Monteagudo Guerrero Obra: Alma de Anfibio Autor:

Capítulo I: Sueño de verano Los primeros rayos del alba penetraron en las profundas aguas del lago y despertaron a los sensibles nenúfares que entre sus hojas escondían secretos y no húsares para aquellos que los solicitaran. Decidida a averiguar qué bella sorpresa le habían conjurado las sabias plantas flotantes, la rana aguardó toda la noche ante aquel estanque y vio cómo los delicados pétalos del nenúfar más hermoso se abrieron cuidadosos desprotegiendo a un pequeño renacuajo desnudo y bañado en la inocencia de no tener experiencia. La rana lo observó durante la larga mañana y al filo del atardecer, por fin, supo ver que no importaba qué edad tuviera ese pequeño anfibio puesto que para ella, ahora, no estar con viejos sapos le suponía un gran alivio.

Capítulo II: Nadie quiere despertar … Pero los sueños son tan solo espejismos encantados fabricados por la mayor máqui-

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na de crear cosas que existe, el ¿in?consciente. Y pese a que la rana era completamente ¿consciente? de sus posibilidades, se dejó llevar por los aduladores flirteos que, en sueños, ese escurridizo renacuajo le ofrecía. Pero el despertador sonó demasiado pronto y la bonita fantasía se vino abajo del mismo modo que lo hizo la propia rana desde el nenúfar que la suspendía en su letargo. Y mientras se hundían primero sus ancas y el resto del cuerpo después, miles de renacuajos bailaban a su alrededor riéndose de su vejez.

Capítulo III: Lujuria (fugaz) Y como no pudo soportar el insufrible ardor en la entrepierna, el sensible tritón lanzose sin mirar al hoyo de cabeza. Anfibios de colas regeneradoras y lenguas bífidas acariciaban con sus bocas y manos palmeadas el blando y pegajoso torso del tritón, mientras otros simplemente miraban. El ardor, poco a poco, fue desapareciendo dejando en su lugar un sentimiento de culpa (y repugnancia) tremendo. Mas cuando todo parecía haberse acabado y el tritón consiguió salir del hoyo sin sentirse del todo asqueado, ese maldito ardor volvió a brotar de nuevo y se le extendió con más rapidez que nunca por todo su cuerpo dejando bien claro lo efímera que puede llegar a ser una mamada.

Capítulo IV: Reflexiones en la boca de una alcantarilla Mejor relato VIII Certamen de relato corto Rozasjoven 2010


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Alma de anfibio

Eric Monteagudo Guerrero

¡Buagh, buagh! hacía la araña, antes maldita, mientras vomitaba a su última presa por una alcantarilla. Presa a la que ya había devorado parcialmente pocos meses antes y de quien, pese a casi enamorarse, no se había llevado un buen sabor de boca debido al desprecio de esta hacia el insecto. Yo no puedo volver a quedar con ex-amantes, pensó la araña. Si estuve con ellos es porque sentí algo muy profundo y si ya no lo estoy es porque me hicieron daño. No me gusta remover el pasado. La memoria y todas esas gilipolleces del cine moderno no van co… Pero antes de que pudiera terminar la reflexión, una salamandra la engulló como había hecho ella con tantos otros tantas veces.

Capítulo V: El amor nunca fue tan viscoso Hay anfibios que lamentan no haberse enamorado nunca, dicen que desean sentir de una vez ese cosquilleo del que todos hablan… Sin embargo, lo que al cecílido común le ocurre es justamente lo contrario, está harto de enamorarse de todos: sapos, ranas, salamandras, tritones, la lista es infinita. Su corazón es tan grande que ya no solo no distingue entre especies sino que tampoco lo hace entre buenos y malos. Pobre cecílido, tanto por dar y tan pocos que lo merezcan. Quizá deba subir algunos escalafones en la escala evolutiva y probar con mamíferos, al fin y al cabo todos somos animales.

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Capítulo VI: Los anfibios solo quieren divertirse Corazones desangrados, antiguos cánticos recitados en lenguas muertas y una ménade que baila desnuda con extásico frenesí… Tritón abre los ojos, negros azabache, y se deja llevar por el ritmo de los latidos que, como tambores, reverberan en la ciénaga adorando a un Dios taciturno. Los anfibios solo quieren divertirse y por eso danzan sobre el fuego con el abandono salvaje a los impulsos primarios mientras otros seres acuáticos se comen entre ellos. Como cada noche, Tritón sucumbe al misterio bacante y al placer orgiástico de no atender a reglas sociales, mientras un rayo de luz apolínea penetra en sus pupilas y, por primera vez, le hace cuestionar la naturaleza de sus actos y sufrir la sinrazón de tener plena conciencia.

Capítulo VII: Ellos las prefieren verdes Sobre una llorona, llorosa la salamandra contemplaba el firmamento y afirmaba con lamento que no era como los demás. De pronto, cayó una estrella procedente del cinturón del gigante y la salamandra llorosa, sobre la llorona, se mantuvo expectante. ¿Qué te pasa? al fin le preguntó la estrella. Soy diferente, respondió ella. Mi piel no es suave ni verde ni húmeda como la del resto, así es imposible que algún día me case –la salamandra dijo esto–. Tengo el poder para hacer lo que me plazca –alardeó la estrella–, podría cambiar tu piel ahora y hacerla más bella… pero no lo haré. Es cierto, tu piel no es suave, ni húmeda, ni verde, pero eso es lo que te hace especial y quien no sepa verlo Mejor relato VIII Certamen de relato corto Rozasjoven 2010


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Alma de anfibio

Eric Monteagudo Guerrero

se lo pierde.

Capítulo VIII: Irreversible … Cuando la inconsciente lagartija le pasó su saliva sin ninguna protección, el pequeño tritón sintió como el espeso veneno de su lengua enferma se iba abriendo paso por sus venas y se mezclaba con su sangre, contagiándole al instante y convirtiéndole en un anfibio infectado y sin cura. Ya nada podía remediar lo que en su cuerpo se estaba gestando, su sensible alma estaba siendo atacada por un ejército de tóxicas bacterias dispuestas a arrebatarle cualquier resquicio de saludable felicidad. A partir de ahora, el desdichado tritón debería convivir con la muerte para siempre, apartado de los suyos, alejado de cualquier contacto físico con los sanos y sabiendo que cada día que pasara se acercaría un poco más al inevitable y doloroso final que la lagartija, sin quererlo, le había fraguado.

Capítulo IX: Transfibio Y cuanto más cerca quería estar de ella, más repulsa le creaba. Lo intentó por todos los medios pero era imposible enamorarse de esa rana. Verde, gorda y rugosa. ¿A qué sapo podría gustarle semejante esperpento? A él desde luego que no. Desde pequeño supo que lo suyo no eran las ranas, a él le tiraban más los peces. Finos, elegantes y con ese excitante aroma que de solo imaginarlo se le humedecía la piel y le excretaban jugos amarillentos por cada uno de los poros de su dermis. Peces. Él siempre quiso ser uno de ellos. Por eso, cuando cae la noche y todos duermen, el sapo se dibuja escamas en su piel viscosa y se camufla entre aquellos a quien desea y envidia por igual para intentar, así, tirarse a una sardina.

Capítulo X: Cuando una rana decide morir La rana, verde, gorda y rugosa, no entendía cómo otras ranas más verdes, más gordas y más rugosos que ella habían encontrado ya a un sapo que las quisiera. Se sentía confusa y frustrada pues desde que era una larva había fantaseado con el día en el que un apuesto sapo verrugoso la tomaría bajo un nenúfar y la fecundaría por la axila. Pero ya era demasiado tarde para sueños de prepúberes y más aún para ser fecundada. Dado que sus entrañas se habían secado por el paso de los años, y con ellas sus ganas de seguir viviendo, la rana decidió morir sin haber saboreado las mieles del sexo. Se dejó caer del nenúfar que la sujetaba y se ahogó lentamente bajo las aguas del estanque mientras otra rana parecida a ella se hundía con un coro de renacuajos bailándole alrededor.

Capítulo XI: Pecados del futuro Mejor relato VIII Certamen de relato corto Rozasjoven 2010

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Alma de anfibio

Eric Monteagudo Guerrero

Despertó. Cogió un bote de antidepresivos, una botella de vodka y se lo tomó todo mezclado. Esa misma noche te había soñado, tú habías sido el protagonista de sus quimeras. Bajo una luz espectral y al filo de una rama de roble, la salamandra de piel rugosa aún con la araña en sus tripas, adivinó en pesadillas una silueta para ella muy familiar. Su larga cola te mantenía inmovilizado a dos metros sobre el lodazal oprimiendo con ansias tu delicada garganta mientras con afilados colmillos, sin compasión, te devoraba las entrañas. Amarga revelación, oscuro sinsentido, que le hizo sentir otra vez como una mierda. De ningún modo complacería al futuro. Nunca le haría daño a nadie. Nunca te haría daño a ti. Despertó. Cogió un bote de antidepresivos, una botella de vodka y se lo tomó todo mezclado. Ya nunca más volvió a despertar.

Capítulo XII: La rana de cristal Érase una vez una rana de acero. Fuerte y poderosa por fuera, su fría coraza impedía al resto de animales acercarse a ella. Nadie se atrevía a hablarle, nadie quería quedar con ella. Érase una vez una rana de acero cuyo interior era más frágil y sensible que el cristal. Por eso, a cada rechazo, a cada mensaje sin responder, su interior se iba rompiendo en pedacitos muy pequeños sin que su duro blindaje sufriera el mínimo atisbo de la tristeza que reinaba en su corazón.

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Capítulo XIII: Tritón se dio por vencido Hay anfibios que no saben querer, su forma de amar quema y consume a quines les aman. Tritón es uno de ellos y por eso hace tiempo decidió llevar una vida ascética y solitaria y decidió no involucrarse en casi nada y decidió que solo se relacionaría con otros para descargar sus pelotas. –Rebobina y vuélvelo a intentar–. Y decidió no involucrarse en casi nada y decidió que solamente se relacionaría con otros para volver fugazmente a la Tierra y saborear sus placeres más profanos. De esa manera, nadie saldría herido.

Capítulo XIV: El crepúsculo de los dioses Amphibia, lugar de contrastes y deidades desquiciadas que detestan la inmortalidad. Amphibia, tierra de sapos transexuales, salamandras rugosas y ranas suicidas que no quieren ser como los demás. Amphibia, siniestro lodazal cubierto de nenúfares que esconden orgías y rituales paganos en pos del mayor de los placeres terrenales. Y por último, Amphibia, hogar de corazones solitarios, ardientes, incomprendidos y solitarios que solo bajo el anonimato que les otorgan sus aguas son capaces de hacer del sexo una forma de vida, su forma de vivir su vida. Por todo ello, Amphibia queda irrevocablemente condenada a la destrucción y al castigo eterno de todos y cada uno de sus habitantes. Las nubes conjuran en su contra y vierten sobre sus tierras ingentes gotas de Mejor relato VIII Certamen de relato corto Rozasjoven 2010


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Alma de anfibio

Eric Monteagudo Guerrero

agua que arrasan con la perversión y la osadía que allí reinaron. No miréis atrás, pues el diluvio ya ha comenzado.

Capítulo XV: Lo que mal empieza, mal acaba Y después de la tormenta, la calma. Amphibia ha sido asediada por la furia de los cielos y ha quedado devastada por el agua que una vez le dio la vida. Ahora, sus confines se confunden con los límites del mar y, sumergida, Amphibia solo queda en la memoria de aquellos que consiguieron escapar. Ahora, el silencio; el recuerdo; y la mirada curiosa de un banco de lenguados que son arrastrados hasta allí por la corriente. Uno de ellos se aleja del grupo para ver de cerca algo increíble: un sapo agonizando en las profundidades del abismo. El pequeño lenguado coge en hombros al pesado sapo y con dificultad lo sube a la superficie y carga con él hasta la orilla. Allí, lejos del peligro del oleaje, el sapo se recupera mientras el lenguado, feliz por haber salvado una vida, vuelve a su hogar, vuelve al oscuro e insondable océano.

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Susana Cortés Cabezudo Obra: Historia de las manos que lloraban alquitrán Autor:

A mi madre, que me contaba historias de amor. A mi hermana Rocío, que ahora escucha las mías.

Es esta la historia de unas manos alargadas y nudosas, de dedos descarnados y esqueléticos como ramas quebradas de árbol muerto. Érase unas manos rapaces, veloces y polígrafas que trazaban sueños arañando pizarras, que ahogaban gritos estrangulando palabras. Eran también unas manos abstraídas e indecisas, tímidas, sinceras, que acostumbraban a gesticular en susurros lo que otras hablaban a gritos. Las manos de las que quiero hablaros trabajan en una enorme oficina llena de manos. Con sus ásperas yemas repasan facturas, suman y restan ayudándose con los dedos, teclean trágicamente aburridas notas en la computadora y desenvuelven con desganada soltura el sándwich de mediodía.

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Las manos de mi historia no tienen su propio coche y a la salida del trabajo se refugian del frío noviembre en los bolsillos de la gabardina a la espera de que llegue el autobús de vuelta a casa. Acompañado por el tacto rugoso del asidero, las manos suben diariamente la escalera y mientras una de ellas rebusca en la cartera la otra se adelanta y encuentra antes las llaves en el bolsillo derecho. No tienen hambre, ni sueño, ni ganas; sin embargo pelean tediosas por conquistar los botones del mando a distancia aunque su interés no se detiene en nada; finalmente se van a la cama igual de vacías y tristes que todos los días y se acurrucan una sobre la otra, formando así como una plegaria horizontal antes de dar rienda suelta a sus sueños más feroces, en los que se dejan uñas largas y se arañan entre ellas, y arañan también la ciudad y los parques y los paisajes y las calles hasta que no queda más que una destrucción de sangre y huesos. Es allí, acurrucadas en la soledad del océano que puede suponer una cama, cuando lloran, desconsoladamente, con desesperación, lloran con lágrimas petrolíferas, lloran lágrimas pegajosas que empapan la almohada y los días y las noches y sin ellas quererlo empapan también, el piso de abajo, toda la avenida, la ciudad entera. Pero, un día como pudiera ser cualquier día en una oficina de manos, las manos jefede-sección irrumpen en su mesa apartando con desprecio los papeles y notas del lado izquierdo y con desgana ponen en su lugar otro montón de carpetas y archivos para, acto seguido, hacer una señal con el dedo a un nuevo par de manos indicando que tomen posesión de esa nueva conquista que es el lado izquierdo de la mesa de nuestras tristes protagonistas. Sin otro gesto más, las manos jefe-de-sección se marchan tan gris y pesadamente como habían venido. Mejor relato de autor local VIII Certamen de relato corto Rozasjoven 2010


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Historia de las manos que lloraban alquitrán

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Susana Cortés Cabezudo

Al principio las nuevas manos se mueven nerviosas y tamborilean sobre la mesa esperando alguna indicación para con ese enorme montón de archivos. Nuestras manos heroínas no pierden detalle de cada movimiento, pero temerosas apenas levantan los dedos del informe que redactaban, antes distraídamente y ahora sin prestar la más mínima atención, demasiado ocupadas disimulando, observando, escrutando con minuciosa atención cada movimiento de las nuevas manos que ahora parecen haber descubierto los cajones de archivos junto a la mesa y rebuscan con indiferente ligereza sin saber siquiera qué deben encontrar. De pronto las huesudas manos le alcanzan tímidamente un bolígrafo a las novatas, sin apenas dirigirse a ellas y con la misma timidez les señalan el tomo más gordo de los archivos mientras toman del cajón una carpeta azulada que dejan sobre la parte invadida del escritorio. Las manos nuevas se quedan paralizadas y sonríen con los dedos, agradecidas por la ayuda, pero cuando se vuelven a dar las gracias a las manos salvadoras estas ya se han atrincherado tras una barrera de carpetas, folios y archivadores y tan solo se oye un sofocado teclear del otro lado del muro derecho de la mesa. Pasan los días y nuestras manos protagonistas que antes venían con desgana, arrastradas por la rutina, a trabajar empiezan a interesarse por las facturas, las cuentas y los informes, o al menos lo suficiente como para trabajar más rápido de lo acostumbrado y terminar lo antes posible y poder así pasar unos minutos al otro lado de la frontera, en ese Nuevo Mundo que supone el lado izquierdo del escritorio, en el que presta su dedo índice como guía en las tediosas revisiones de contratos, resuelve dudas, cede dedos de más para las sumas y restas difíciles… pero, sobre todo, observa y descubre cada día a esas manos pequeñas y níveas que se mueven seguras y extremadamente hábiles por entre los clips y los aburridos informes de cuentas con la naturalidad del que ha vivido siempre entre ellos. De vez en cuando, las manos-nuevo-mundo le rozan sin querer y le descubren un universo de sensaciones y de texturas que la mayoría de los días le mantienen despierto hasta altas horas de la madrugada imaginando la continuación de esas caricias involuntarias. Aquel día era martes y estaban decididas. Decididas a exigir pasar más tiempo con esas manos vecinas, a pasar toda la vida si fuera posible. Así que se asearon bien, compraron un trocito de hierba recién brotada y eligieron un envoltorio de la mejor seda para empaquetarlo. Con los nervios en una mano y el pequeño paquete envuelto en seda en la otra, se dirigió a la oficina, sabiendo que ellas todavía no habrían llegado. Con una delicadeza inusual dejó su regalo sobre el lado izquierdo del escritorio y esperó. Cuando ellas llegaron al territorio compartido, saludaron con la gracia y la vivacidad acostumbradas, moviendo así los dedos con ese aire de alegría que… Nuestras manos protagonistas comenzaron entonces a respirar dificultosamente, los nudillos tensionados, inquietas, en éxtasis. Las pequeñas manos al tocar el regalo sobre la mesa no pudieron más que dejar escapar una sonrisa pues nada les gusta más a las

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Historia de las manos que lloraban alquitrán

Susana Cortés Cabezudo

manos que la textura de la seda o el suave roce de los primeros brotes de hierba. Las manos culpables temblaban felices y nerviosas del otro lado del escritorio y al verlas así las suaves y pequeñas manos que hace unos instantes habían desenvuelto con asombro el regalo, cobijaron entre las suyas a las torpes manos protagonistas para estas, al tiempo y casi como consecuencia, dejar escapar los dedos por entre los de ellas para seguir deslizándose por sus palmas y sus dorsos, descendiendo por entre sus dedos para volver a subir de nuevo y ahora índice, y ahora anular, y ahora meñique. De pronto ya no estaban allí, todo lo demás: la oficina, los archivos, los informes de cuentas, todo, había desaparecido. O esa era la realidad que ellas percibían. Solo dos pares de manos, descubriéndose cada parte de su pequeña y limitada geografía. Al llegar a la muñeca no se detuvieron sino que dulcemente recorrieron el largo camino que las separaba de un cuello. Temblando de emoción o de miedo o de ambas cosas, las manos rozaron la parte de atrás de unas orejas y recolocaron el pelo a ambos lados de un rostro, guardando todos esos descubrimientos en la memoria táctil de sus yemas para no olvidarlos nunca. Para cuando llegaron a los labios sus propias manos se habían convertido también en unos brazos fuertes, en unos pies demasiado grandes quizá algo torpes, en una mirada asustada, en unos pocos centímetros más alto, en otros labios que también se buscaban.

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Alfonso Izquierdo Meyniel Obra: Juego cruel Autor:

Para el mundo me gano la vida escribiendo historias. Solo yo sé que en realidad lo único que hacía era intentar no escribir esta. Mi casa era un hogar feliz cuando empezó la última guerra. Hasta ese momento, el amor entre mi padre y mi madre, irradiaba a mi alrededor convirtiéndolo todo en un núcleo placentero. Ella olía a fresas, era un olor dulce y sereno que circulaba entre nosotros calentándonos. Mi padre, que era piloto, por el contrario era de menta, fresco y explosivo, nos envolvía con su energía, nos hacía soñar y reír. Me enteré del comienzo de la guerra un día al llegar del colegio. El teléfono sonó y mi madre emitió un grito de sorpresa bajo e intenso, como el que hacía cuando se pinchaba el dedo con la aguja de la costura. Miré sus manos y vi que no estaba cosiendo. Aquello me desasosegó, pero lo peor fue cuando me sonrió solo un poquito igual que cuando me iban a vacunar, entonces entendí que algo malo pasaba. Esa noche papá vino a hablar conmigo. Inundó mi cuarto de ese olor fresco y fuerte y me sonrió hasta con los ojos, para explicarme que iba a tener que ir a una guerra un poco lejos. Me dijo el nombre del país y lo encontré fascinante, sonaba a aventura. Mi madre nos miraba desde la puerta, y cuando vio el entusiasmo guerrero de nosotros dos, negó con la cabeza y se fue a acostar. Entonces, mi padre me explicó de “hombre a hombre” lo maravilloso que sería poder defendernos desde el cielo, volar con su avión verde intenso, formar parte de las nubes y del aire. Esa noche casi no dormimos. Él me dibujó rudimentariamente un panel de mandos de avión, y me explicó todo lo que había que hacer para luchar, para defender el bien, para ser un héroe. Cuando al cabo de unos días se marchó, yo estrujaba en la mano aquel papel. Me sentía valeroso, el siguiente en partir hacia el cielo. Si no hubiese sido por la mano de mi madre que me anclaba a tierra, seguramente habría empezado a volar allí mismo impulsado por la ilusión. Los meses empezaron a pasar. De vez en cuando, papá llamaba y me explicaba cosas inPremio Rozasjoven VIII Certamen de relato corto Rozasjoven 2010

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Alfonso Izquierdo Meyniel

explicables del cielo y la libertad. Mamá sonreía serena y procuraba no llorar. Me compró un avión y lo pintamos de verde. Por aquellos días, los chicles de menta eran mis favoritos, y no me cansaba de explicar en el cole todo lo que sabía sobre la guerra. En la distancia del tiempo comprendo que no sabía nada, y que contado por mi entusiasmo de siete años, la guerra era mucho mejor que ir al parque de atracciones. El día de mi cumpleaños, llamaron a la puerta y el cartero entregó un paquete. Mi madre sonrió feliz y me lo alargó al mismo tiempo que me estrujaba entre sus brazos, impidiéndome abrirlo a la velocidad que me habría gustado. Dentro estaba, enviado por mi padre, un juego nuevo, editado por nuestro país que recreaba el vuelo y las batallas contra el enemigo. La portada era clara, un hermoso avión verde intenso, escupía fuego sobre un malherido aparato rojo que caía en picado. Corrí a la Play que prácticamente no había conectado desde que papá se había ido. Mi madre dijo algo de comer en diez minutos y yo me puse muy contento. Diez minutos en la Play eran una eternidad, seguro que podría abatir a tantos aparatos rojos que mi padre volvería a casa en una o dos semanas. Aquella sagrada misión me iluminó por dentro, y me senté ante el televisor con una mirada de héroe en los ojos.

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Empezó el juego. Primero pude elegir avión y está claro que elegí el verde. Era brillante, alargado y muy letal. El juego permitía hacer vuelos de reconocimiento para poder familiarizarte con los mandos, de manera que, a bordo de mi aparato, sobrevolé montañas y valles con sus pequeños pueblos y ganado que clamaban por mi protección. Luego viré hacia el azul del cielo. Cortaba la respiración su intensidad absoluta. Cuando encontré un grupo de nubes, entré juguetón en ellas. Papá me había dicho que atravesarlas era como navegar entre nata, y así me sentí. Pronto estuve listo para la batalla y activé el modo. Al principio no pasó nada. Yo me seguía paseando sobre las casitas que levantaban ligeras columnas de humo. Luego me volví a acercar a las nubes un poco aburrido, quería luchar. De repente, tras un cirro especialmente grande, un reflejo rojo me indicó que no volaba solo. Mentalmente, repasé todos los mandos del avión que mi padre me había dibujado en aquel papel, y comprobé que los habían creado idénticos para el juego. Sin dudar, me preparé para la batalla.

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Alfonso Izquierdo Meyniel

El punto rojo creció más deprisa de lo que me esperaba. Vino hacia mí con su estruendo, cada vez más grande. Mis manos comenzaron a sudar. Con un rápido viraje evité el disparo de mi enemigo y comprendí que el juego iba en serio, íbamos a perseguirnos entre las nubes. Aquel desconocido avión rojo me quería matar. Volamos en picado, hice varios quiebros, e incluso pude dispararle varias veces, pero el dichoso avión reaparecía con su color candente buscando mi punto más débil. Me oculté tras una nube esperando despistarle, pero la niebla se disipó emitiendo unos destellos rojos cuando se abalanzó sobre mí. Vi como mi aparato recibía el impacto y de pronto, un intenso olor a menta me rodeó. No podía apartar los ojos del juego, no podía hacer nada más que caer. No vi mi avión, vi desde dentro del avión. Allí en lo alto, aquel demonio remontaba el vuelo satisfecho. Mi mirada se dirigió entonces vertiginosamente hacia un insulso bosquecillo. Me habían dado, iba a morir. Unas lágrimas rodaron por mis ojos y un beso salió de mis labios envuelto en el frescor que yo tan bien amaba y conocía. Antes de chocar contra el suelo, la pantalla se oscureció y todo a mi alrededor se normalizó. Contemplé sin ver mi entorno familiar y esperé que de nuevo se iluminase la pantalla, permitiéndome continuar el juego. Mi mente infantil solo entendía el buscar al enemigo para vengarme. La pantalla permaneció oscura. Esperé en vano.

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Sara Calvo Franco Obra: La mansión de los suspiros Autor:

¿Qué se puede decir de mí? No soy una persona muy sociable, ni divertida, ni ingeniosa. No soy atractiva ni interesante. Aunque sí que es cierto que soy una apasionada del arte. Actualmente trabajo como restauradora en el Museo Nacional del Prado y se puede decir que es lo único que da sentido a mi vida. Esta historia cuenta cómo yo descubrí mi camino, y cómo en su búsqueda, descubrí también el secreto de un pueblo. Yo vivía en un típico pueblo costero, donde la mayoría de la gente se dedicaba a la pesca o agricultura, pero yo tenía expectativas diferentes. No sabía a qué me quería dedicar, pero tenía claro que no gastaría mi vida cultivando el campo.

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A los dieciséis años, tuve mi primer novio. Me dejó a los tres meses, porque él no buscaba “complicaciones”. Me llevé un pequeño chasco porque yo siempre había soñado con enamorarme una primera y única vez. Algún tiempo después, y sin estar plenamente recuperada de esta decepción, llegó a mis oídos la noticia de que Francesc Tauron, un catalán que decía ser artista, había comprado la mansión de la cala de los suspiros. A ver, me explico: Mi pueblo está dividido en dos partes; el pueblo en sí, y la zona de las minas. Esa zona es donde antes de la Guerra Civil, se extraían metales. Son tres pequeñas calas, y justo después de estas, hay otra en la que se encuentra dicha mansión. Esa cala se llama así porque dicen que desde allí saltó una hermosa joven para quitarse la vida, pero Tritón, dios del mar, enamorado de tal belleza, lanzó un enorme suspiro para sostener a la joven en su caída, aunque fue en vano, y lo único que consiguió fue formar una profunda hendidura en la roca. Yo pienso que esa leyenda fue inventada posteriormente, porque realmente, en esa mansión de estilo barroco vivió una familia relacionada con la realeza que tuvo que vender la casa después de que el marido se suicidase tras perder su fortuna. La casa se mantuvo cerrada durante un tiempo, porque bien sabido es lo supersticiosa que es la gente de pueblo, aunque mayor que esas supersticiones es su avaricia, y por eso llegaron a un acuerdo con el ayuntamiento para reabrirla como mirador, ya que las vistas del mar desde una mansión con cierto valor histórico era un negocio bastante fructífero. De esas ganancias era de donde se sacaba el dinero para organizar las fiestas del pueblo y demás actividades sociales aunque el control del dinero lo llevó siempre el comité de vecinos con bastante recelo. Es por ello, que no les hizo ninguna gracia que Mejor relato de autor de 14 a 16 años VIII Certamen de relato corto Rozasjoven 2010


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La mansión de los suspiros

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un forastero les arrebatase tan jugosa fuente de ingresos comprando la mansión al ayuntamiento. Meses después de esta noticia, en el pueblo todo seguía su cauce hasta que cierto día la tierra empezó a temblar: era un terremoto. Hubo tres sacudidas que provocaron algunos heridos leves y cuantiosas pérdidas materiales. A la semana siguiente del seísmo, en la mansión de los suspiros habían quedado derruidas algunas paredes y se habían formado importantes grietas, y como las reparaciones eran bastante costosas, para poder afrontarlas, el dueño había decidido impartir clases de arte. Me pareció una fantástica idea, aunque me costó Dios y ayuda convencer a mis padres para que me dejaran. El primer día estaba asustadísima porque pensaba que estaría lleno de gente documentada, y que yo, sería la novata de la clase de la que todo el mundo se reiría. Sin embargo, cuando llegué me dijo que yo era la única alumna apuntada a sus clases. No se lo dije, pero no podía dar crédito a la poca solidaridad de la gente del pueblo. En aquella primera clase hubo una conexión especial entre él y yo, a pesar de los catorce años de diferencia de edad. Poco a poco empecé a introducirme más en el mundo del arte: me gustaba debatir con él si era mejor un Cezanne o un Monet, me encantaba hacer figuras con el gres en su taller, adoraba sus clases de pintura en las que los dos permanecíamos horas callados mientras dibujábamos, aunque con lo que más disfrutaba era cuando nos quedábamos mirando el atardecer. Un dieciocho de marzo bastante lluvioso, yo me tuve que quedar más de la hora habitual, porque no podía volver a mi casa andando. Recuerdo que me preparó un café caliente, que nos sentamos en su sofá nos cubrimos con una manta y me empezó a hablar de nosotros. Yo no daba crédito a lo que estaba oyendo y ese mismo día me di cuenta de que estaba enganchada de un hombre de treinta años, ojos verdes, vida bohemia y un talento sobrenatural, me di cuenta de que Cesc era la única persona en este mundo que me importaba. A partir de esa fecha comenzamos una relación clandestina pero enseguida empezaron los rumores. Alguien del ayuntamiento había filtrado una información confidencial acerca del Sr. Tauron en la que se revelaba que no pagaba los impuestos debidamente y que la compra de la mansión se había hecho de forma irregular. Además, en mi instituto, se decía que yo estaba embarazada del catalán y que por eso pasaba todas las tardes en su casa. Las fiestas del pueblo se celebraban en mayo pero este año, después de quedarse sin el negocio de la mansión junto con lo del terremoto, no había fondos suficientes para su celebración y por eso, en el pueblo, estaban pensando en cancelarlas. Todas estas noticias no gustaron nada al comité de vecinos, que automáticamente proclamaron a Cesc como el responsable de sus problemas y le nombraron persona non grata en el pueblo. En breve convocaron una manifestación en la plaza del pueblo para que el ayuntamiento tomase cartas en el asunto y obligase a Cesc a abandonar su casa y volviese a ser un

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mirador. Cuando fui a casa de Cesc esa misma tarde, me encontré a un hombre hundido, con los ojos rojos e hinchados, el pelo alborotado y con un olor penetrante a alcohol. Su ánimo habitual estaba por los suelos e insistía en que dejar la casa era la mejor opción. No dejaba de preguntarme qué había hecho mal para que todos le odiasen. Yo me preguntaba lo mismo. En ese momento, empecé a odiar a mi pueblo. No le habían dado ni una sola oportunidad para mostrarse cómo él era sino que directamente le habían condenado por el simple hecho de tener unos ideales diferentes a los del resto. Odiaba a esa gente que no distinguiría un Picasso de un Velázquez aunque no tenían nada que ver. Tuve claro que dos años más y se acabaría mi estancia en ese infierno, podría escapar con Cesc, recorrer mundo, ser feliz. Cuando volví a mi casa mis padres me dijeron que me prohibían estrictamente volver a ver a ese hombre. Me fui a mi cuarto y lloré toda la noche. Al día siguiente Cesc me mandó un mensaje en el que decía que iba a denunciar por daños y prejuicios a los que convocaron esa manifestación en contra de su persona. Su demanda fue aceptada y Cesc ganó el proceso judicial. A los componentes del comité de vecinos les tocó pagar una multa de 650€ por persona y se les impuso una orden de alejamiento. Los componentes del comité eran:

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Alfonso Arriarte, párroco de la Iglesia. Eladio Fernández, pequeño empresario. Aída Torrente, directora del colegio. Y Juan Sotillo y esposa, un matrimonio de jubilados. El pueblo entero estaba enfurecido, pero la sentencia era clara y nadie se atrevió a protestar más. Las dos semanas siguientes fue como si todo entre Cesc y yo volviera a empezar. Él volvía a sonreír y hablábamos de nuestro futuro juntos. Ilusos. Todavía recuerdo el día veintiocho de mayo de ese año con el mayor dolor que se pueda imaginar. El cuerpo sin vida de Cesc se había encontrado enfrente de su casa, flotando en el mar. Quedé rota por dentro. Los primeros indicios apuntaban a un suicidio ya que la cristalera estaba rota y en su cuerpo no había marcas de lucha. No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Que Cesc se había suicidado?. Imposible. La vida le gustaba demasiado como para dejarla. Además tenía un montón de sueños que todavía no había cumplido. No podía creer que esa persona risueña, simplemente, ya no estuviese, ni ahora ni nunca más. Pasaron junio, julio, agosto y hasta que no llegó el comienzo del curso, no recuperé el sentido de la realidad. Yo sabía que era hora de pasar página, pero era tan doloroso…

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Cesc no tenía herederos y la mansión de los suspiros volvió a ser propiedad del ayuntamiento y sus cuadros fueron subastados. Ya no quedaba nada de él, más que mi recuerdo. Una semana después de empezar otra vez el instituto, fui a pasear por la cala de los suspiros. Caminé por la hendidura que había en la roca, hasta el fondo. Me senté un rato a pensar. Cuando me disponía a volver, algo se enganchó a mi tobillo. Grité asustada. Era una corbata. Estaba bastante estropeada por el agua. La cogí y por muy extraño que suene la reconocí. Esa corbata era de Eladio, el comerciante. Estaba segurísima de ello porque esa era su corbata favorita. Pero Eladio no había estado allí después de la muerte de Cesc, ni siquiera asistió al entierro, entonces es que había estado antes. Una idea en mi cabeza se empezó a formar. No les conté nada a mis padres porque no me creerían. Al día siguiente me dirigí a la comisaría, sin embargo, no estaba demasiado confiada, pensé que me tomarían por loca. El policía que estaba de turno atendiendo a las personas no me defraudó, tardó exactamente tres segundos en explotar en una carcajada. Fue a comunicárselo a su jefe y me llevé una sorpresa al ver su respuesta. Me contó que él se había ocupado del caso y que no estaba muy satisfecho con la rápida resolución del mismo. En el cuerpo se habían encontrado fuertes contusiones que sin más se habían atribuido a la caída y la forma en la que estaba roto el cristal no coincidía con la teoría del salto, pero por falta de pruebas consistentes tuvieron que cerrar el caso. Ante la aparición de una nueva presunta prueba –la corbata–, el inspector Ibarra reabrió el caso y me fue comunicando los progresos. Interrogaron a Eladio, y por su extraña forma de actuar dudaron de su inocencia. Pincharon su teléfono e interceptaron llamadas al resto de integrantes del comité de vecinos para ponerles sobre aviso y convocarles a una reunión urgente. Esa misma noche se reunieron en un club del pueblo de al lado donde fueron detenidos por la policía por presunto asesinato. Según me contó el inspector Ibarra, el párroco en el interrogatorio confesó solicitando a cambio su inmunidad: aquella fatídica noche de mayo todos los miembros del comité fueron a hacerle una visita a Cesc. Pretendían que retirase los cargos y en vista de que se negó a ello, Juan Sotillo empezó a atizarle con la garrota. El párroco intentó detenerle pero Cesc empezó a amenazarles. Aída propuso matarle para callarle de una vez. Nadie quería hacerlo, y Cesc gritaba en el suelo. El nerviosismo pudo con ella, cogió un cojín y con la ayuda del resto le asfixió. Tenían que deshacerse del cuerpo y Eladio decidió tirarlo por el mirador simulando un suicidio. En ese momento se le enganchó la corbata y se la arrancó lanzándola por el acantilado. Pensaron que todo el mundo creería que Cesc decidió continuar con el mito que había entorno a esa mansión sobre los suicidios. ¿El móvil? El dinero. Pero la avaricia nunca se sale con la suya, ni siquiera la de dos ancianos, un párroco, una directora de colegio y un pequeño empresario cegados por el ansia del dinero.

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