XII certamen de relato corto
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Rozasjoven
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MEJOR RELATO Autor: Obra:
ELENA JIMÉNEZ ARIAS Convence a mi madre
MEJOR RELATO DE AUTOR LOCAL
CARMEN LÓPEZ BOTÍA Obra: Planes
Autor:
PREMIO ROZASJOVEN
Autor: GIOVANNI CARAMUTO MARTINS
Obra:
Drôlerie
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ELENA JIMÉNEZ ARIAS Obra: Convence a mi madre Autor:
Me llamo Marco y hoy cumplo 34 años. Trabajo como repartidor de hamburguesas desde hace casi dos décadas. De pequeño soñaba con ser astronauta pero me hubiera conformado con ser piloto de Fórmula 1.
Me llama mi madre. Siempre se empeña en ser la primera en felicitarme. Me encanta su manera de preguntarme si tengo novia. Le apasiona hacerse la interesante y dispararme todo tipo de preguntas con esa vocecilla tan peculiar que ha copiado de las novelas de media tarde: «Y bien hijo, ¿con quién pasarás el día?», «¿y la noche? », «vaya, vaya, así que dices que no vas a salir de casa, ¿no?». Intento no quitarle la ilusión, así que aguanto el interrogatorio y dejo que vaya llegando al final de su investigación. Total, ha esperado 365 días para hacerlo.
Ya parece que termina. Este año ha jugado a ser directa: «¿Y cuándo te echarás novia? ». Al final me ha pillado desprevenido y ha conseguido algo que detesto; darle la razón. Estoy jodido. Muy jodido. Despierto y tirado en la cama desde las seis de la mañana mirando al techo —aunque estoy a oscuras intuyo que el techo anda por ahí—y pienso, pienso mucho—y no es un día para pensar—. Eso sí. Son pensamientos insípidos. Mis amigos son unos cabrones. Ya no quedan amigos como los de antes. Todos olvidan que tengo 34 años y se empeñan en felicitarme como si fuera un acontecimiento para celebrar a bombo y platillo. En fin, ya lo dice mi madre: «no te fíes ni de tu sombra». Y aquí estamos, mi sombra y yo. Me niego rotundamente a continuar la absurda tradición de escribir la lista de metas y objetivos para los próximos doce meses de mi existencia. Salto de la cama. Mis pies apuntan hacia una dirección que solo ellos conocen, de momento. Ahí estoy. Delante del espejo del baño. Ahora toca comprobar si mi físico y mi edad caminan a la vez. Mi aspecto es singular. Hace algunos años cualquiera lo habría definido como alocado, desenfadado o incluso descuidado. Ahora soy vintage.
Mido 1,82 m. Peso 75 kg. Llevo gafas y tengo pelo. Considero conveniente explicar que tengo pelo porque es bien sabido que la alopecia se ha ensañado con mi generación y yo, misteriosamente, continúo a salvo.
Han pasado, lentamente, diez minutos tontos delante del espejo. Me acerco perezosamente a él y pienso: soy un seductor. En mi historial amoroso solo figura una experiencia sentimental pero siempre creí que la seduje bastante bien y eso me debe convertir en un seductor en potencia. Mis amigos se empeñan en decirme lo contrario, pero deberían saber que no fue fácil que aquella mujer aceptara subir conmigo a casa, por muy ebria que pareciera estar. Recuerdo que era española. Yo soy italiano.
España es un gran país. Mi mejor amigo nos obligó a celebrar allí su despedida de soltero únicamente porque creyó haberse enamorado de una tal ‘Carmen de Mairena’ que aparecía a menudo en los zapping que mi jefe solía poner en la televisión de la hamburguesería. Nos costó un poco dar con ella pero encontramos algunas réplicas que le hicieron la misma ilusión. Me voy a España. Estoy cansado de que mis compañeras de viaje sean unas hamburguesas con olor a aceite de hace tres días. Las mujeres se me dan bien, lo sabe todo el mundo, y España me gusta. No necesito nada más para empezar a hacer la maleta. Mientras lo hago, visiono mi primera idea de futuro. Estoy a punto de crear mi propio negocio. Seré novio postizo. Y me llevo la GameBoy.
Cuando baje de este avión tendré un nuevo trabajo. Le doy vueltas y establezco las condiciones de mi inaugurada profesión. 1. No más de dos servicios por persona. 2, Nada de sexo. 3. Sólo mujeres.
Mejor relat o
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Convence a mi madre
Elena Jiménez Arias
Estoy orgulloso de mí mismo. No hay nada como tener ideas tan brillantes y un alma de emprendedor. La suerte está echada: ‘Marco. Italiano. Joven, simpático y con larga trayectoria profesional. Seré tu pareja en las comidas familiares, cenas de negocios, bodas, comuniones, fiestas y eventos importantes. Deja de ser la eterna soltera de tu familia y tu grupo de amigos. No vayas sola, ve conmigo’.
He llegado a Madrid. Desde que he colgado el anuncio en Internet he recibido más de cinco llamadas. Son muchas llamadas. No quiero agobiarme. Mañana me he citado con cuatro chicas. Parecen simpáticas y todas necesitan mis servicios para lo mismo: convencer a su madre.
Es demasiado pronto y demasiado tarde para que haya gente en la calle. Mi equipaje está lleno de camisetas con hamburguesas de sonrisa apestosa que dicen: ”No te cortes. ¡Cómeme!” así que llevo puesta mi camisa más descolorida. Me aseguro de que nadie lo descubra manteniendo la chaqueta bien pegada a mi cuerpo. Después de 24 horas como español me doy cuenta de que utilizar el metro debería ser mi última opción si pretendo ser un yerno ejemplar. Sinceramente no esperaba encontrarme de sopetón con tantas suegras. Desconozco este terreno pero confío en mí. Soy un seductor.
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Ser empresario es agotador. He alquilado un piso en una de las calles más céntricas de Madrid: Montera. Las vistas son preciosas. Mis primeros días de trabajo han ido bien. Esta es una buena profesión. Estoy aprendiendo una gran cantidad de cosas. Mis clientas son chicas de otras ciudades que reclaman mis servicios cuando su madre las visita en Madrid. Entre diario organizan fiestas en casa, se emborrachan, se saltan las clases de la universidad y muestran sus estrenados encantos a tipos peculiares. Los fines de semana cambian de vestuario, limpian la casa, se ocultan los tatuajes, dejan de mascar chicle como si estuvieran a punto de escupírtelo y me llaman a mí. Su madre, ella y yo. Mi suegra postiza me hace preguntas de todo tipo. Sí, de todo tipo. Se interesan por mi trabajo, el lugar de domicilio de mi madre, el estado de mi cartera, mi aprecio por los niños pequeños, mi colaboración en las tareas de la casa, mi respeto hacia su hija y mi talla de calzoncillos. No me preocupo. Salgo airoso de esas situaciones sin complicarme la vida. Llego a casa y me tiro al suelo intentando evaporar las gotas de sudor que buscan cobijo por mi escultural cuerpo.
Voy a cocinar. Antes de dar el paso hacia la tortilla de patata experimento con una receta de Karlos Arguiñano: berenjena con chorizo. Me meto en el papel tarareando una canción pegadiza que escucho en el balcón de al lado: “Dale a tu cuerpo alegría Macarena, que tu cuerpo es pa’ darle alegría y cosa buena…” Tengo una nueva clienta. Es andaluza. El camino a su casa se me hace largo. Por primera vez, estoy nervioso. La señorita insistió varias veces en que alguien más, aparte de su madre, nos acompañaría en la mesa.
Y así es. Acabo de conocer lo que supone para una familia andaluza que uno de sus miembros estrene pareja. Estoy metido en un buen lío. He saludado a más de quince personas y respondido a más de veinte preguntas. Y para colmo, hay algo más. Me cabrea bastante que mi clienta no me haya avisado de que su hermana es preciosa. Es obvio que si me acerco a ella se formaría una buena revolución, y no porque mis grandes dotes amatorias comenzasen a hacer de las suyas, sino porque mi suegra postiza me ha colocado en un pedestal después de contarle que trabajo codo con codo con el secretario del Ministro de Economía, Luis de Guindos. Reconozco que ahí no anduve muy acertado pero fue el primer nombre que escuché en los debates mañaneros que se organizan en los parques de la capital y, al fin y al cabo, mi trabajo real también es un lío de cuentas.
Mi clienta y yo estuvimos bien pegados durante toda la cena -soy un profesional- pero enfrente estaba Rosario. Su piel era morena, sus ojos grandes y rasgados y su pelo, ondulado y de crecimiento irregular, llegaba hasta la cintura. Había una gran diferencia en la manera en la que nos mirábamos. Yo no le quitaba ojo imaginando lo que podría esconderse debajo de su camisa escotada y sus pantalones cortos de lunares dorados y ella me observaba con rabia. Intentaba buscar en su hermana alguna mirada cómplice que le explicara por qué un personaje como yo estaba sentado en su mesa. Y sin embargo, me anhelaba. Lo vi en sus ojos. Empecé a pensar que nunca antes me había sentido deseado por nadie. Ni siquiera cuando sobreviví—todavía me explico cómo—a la velada entre las réplicas de Carmen de Mairena. Mejor relato
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Convence a mi madre
Elena Jiménez Arias
Ha pasado una semana. Se me han complicado las cosas. Es el segundo y último día que veo a Rosario. De nuevo, comida familiar en su casa. Me siento como un tipo duro. Solo me falta sacar un peine del bolsillo y peinarme como Travolta para creerme desesperadamente atractivo.
Se abre la puerta y Rosario enfrente. Silencio pegado a las paredes. Escucho el alboroto de mi pánico. Mi peinado se tambalea hacia un lado. Mi clienta sujeta la manilla de la puerta y su madre amenaza en segundo plano. Un tintineo de copas la devuelve a la cocina. Respiro. De camino al salón Rosario se mantiene a mi lado.
—¿Te importaría dejar de convencer a mi madre de que eres el novio perfecto para mi hermana? No puedo reprimir una carcajada. Rosario, pálida. —¿De qué te ríes?
—¿Quién crees que tiene más ganas?—sugiero fugazmente. —¿De qué me hablas?
—Tienes ganas de besarme. —No flipes spaghetti.
—Todavía no me gustas tanto como para fliparme. Al menos yo no te miro a los labios cada vez que me acerco a ti.
Todo es perfecto, salvo su pintalabios. Las mujeres con carmín rojo nunca me transmitieron confianza. Es de herencia. Mi abuela solía utilizarlo para convencer a mi abuelo de que era mejor quedarse con ella en casa que ver la final de la Champions con sus amigos. Y sí, inexplicablemente, lo conseguía. Mi abuela no era precisamente una mujer atractiva pero jugaba a dos bandas; adoraba el sexo.
Intento quitarme de la cabeza la comparación de Rosario con mi abuela y pienso en ella. Sospecho que es de esa clase de chicas que utiliza el pijama de Hello Kitty para andar por casa, se recoge el pelo con una horquilla de la Virgen de Los Remedios, se sienta al lado de la ventana mientras tararea las canciones de Rihanna y se calienta las manos con una taza llena de té. Verde, porque adelgaza.
Me doy cuenta de lo interesante que podría ser conocer realmente a Rosario pero no quiero terminar llamándole osito de chocolate o caramelito de nata. Los canallas como yo no hacemos eso. Suena el teléfono.
—Hola, ¿eres Marco? —Sí.
—Te llamo porque he visto un anuncio en Internet…
—Lo siento, ya no realizo ese tipo de servicios—finalizo la conversación al intuir lo que viene a continuación.
Tensión. ¿Qué está ocurriendo? Tengo que quitarme de la cabeza a Rosario y su sombra de mujer interesante. Llaman de nuevo.
—Que sea la última vez que me cuelgas. Yo, enmudecido. Algo me resulta familiar. Es esa manera tan única que tiene la gente del sur de pronunciar las palabras. Este olor a victoria me hace venirme arriba. —¿Te has pensado mejor lo de besarme?—le pregunto con chulería.
—Eres un… canalla—tartamudea sin fuerza.
—Lo soy y te gusta. Pero ahora deberías preocuparte de algo más importante. —¿De qué?
—Convencer a tu madre.
Es tarde. Continuaré escribiendo cuando hayamos llegado a Italia. Rosita duerme agarrada a su peluche y Rosario guarda en la maleta su cd preferido: Chirigotas Carnaval 2013. Debo descansar para la competición del domingo. Mi médico M ejor relato
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CARMEN LÓPEZ BOTÍA Obra: Planes Autor:
Llego a casa después de la comida de Navidad. Me he retrasado demasiado. Debo darme prisa y acabar con los últimos preparativos. Aún queda mucho por hacer, y hoy nada puede fallar. Va a ser mi gran día. ¡Lo sé!
Me voy directo a la ducha. El agua recorre mi piel, calentándola y relajándola. Me abstraigo por un momento de mis planes, y recuerdo el tiempo en que era mi madre la que se encargaba de enjabonarme y lavarme bien el pelo. Cómo me gustaba. Sus manos suaves, el champú de Nenuco que olía tan bien, la espuma por toda la bañera… Parece que fuera ayer.
Después de vestirme y arreglar mi habitación, salgo de casa y me dirijo a la parada de autobús. Me encuentro con la señora María. Me pregunta por mis padres, y le digo que están muy bien, tranquilos ahora que han llegado las vacaciones. Viene el autobús, así que me despido y subo. Ella se queda saludándome desde fuera, esperando a verme marchar. Parece mentira que después de tanto tiempo aún me trate como si fuera un niño pequeño. Cosas de mujeres.
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Llego al centro, y voy de tienda en tienda comprando los últimos detalles para esta noche. En algunas me ponen impedimentos para conseguir ciertas cosas, pero al final me hago con todo. Ha sido muy fácil esta vez. Me ven tan inocente que se dejan engañar fácilmente. Antes me divertía más jugando con ellos; ahora ya es hasta aburrido, no tardan ni cinco minutos en ceder.
Vuelvo a casa y pongo en su sitio las compras. Soy meticuloso. Todo tiene que estar en el lugar exacto. Llevo planeando esto tantos meses que nada puede fallar. Es imposible. Será perfecto. Tiene que serlo.
Llaman al teléfono. Es para Cristina. Me despido rápidamente diciendo que ya no vive aquí. Entonces me abordan todos sus recuerdos. Aún me cuesta pensar en ella. Es demasiado doloroso. Fueron tantos años juntos; tantas risas, lloros, peleas... Pero cada momento era único. Ahora miro la casa y todo me recuerda a ella. Los dos corriendo de una habitación a otra persiguiéndonos, encerrándonos en el baño para que el otro no nos cogiera, saltando de una cama a otra… Éramos como niños. Y entonces se fue. Necesitaba algo más maduro. ¿Más maduro? ¿Y me lo decía ella, a quien aún le gustaba jugar con muñecas? Bah, pues adiós. Vete, le dije. Vete con tu gente madura y tus cosas maduras.
Será mejor que me centre en mi plan. No puedo distraerme con estas chorradas sentimentales. Ya falta poco para la hora, y en seguida empezarán a llegar los invitados. Tengo que cambiarme y dar la bienvenida a todos. Nada debe parecer extraño ni fuera de lugar. Nadie puede darse cuenta de lo que va a ocurrir. Es la coartada perfecta, todo saldrá bien. Lo sé.
Ya están todos aquí. El plan está saliendo según lo previsto. Faltan solo unos minutos para el gran momento. Me escaqueo sigilosamente mientras los demás comen, ríen y beben. Qué inocentes son todos. Ni siquiera sospechan lo que va a ocurrir. Abro la puerta del salón, y me siento en el sofá, al lado del árbol aún sin regalos. Solo queda un minuto. Esta vez nada ha fallado. Después de tanto tiempo, por fin lo habré conseguido. Oigo un ruido en el techo. Bien, bien, bien. Ya está aquí. Es el momento. Es… el… mo… men…
—¡Pablo! Pero ¿qué haces dormido en el salón? ¡Baja ahora mismo a la fiesta! Acaba de llegar tu hermana Cristina y quiere verte, que dice que no le hablas desde que se fue este año a la Universidad. Anda que con 10 años ya podrías comportarte como un niño mayor, ¿no? ¡Venga! Ponte bien la camisa y corre abajo. Mejor relato d e aut or loc al
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Carmen López Botía Te quiero ver en la sala en dos minutos. ¡Y no toques esos regalos, que nos conocemos, que seguro que habías venido aquí a abrirlos por tu cuenta!—cierra la puerta y se va.
La rabia me invade. ¿Cómo puede haber ocurrido? No es posible. Después de tantos planes; tantos meses organizando todo. No puedo creer que me la haya jugado otra vez. Ese gordo ha vuelto a reírse de mí…
¡ME LAS PAGARÁS, SANTA CLAUS! ¡Algún día lo conseguiré! ¡Juro que te pillaré! ¡Cueste lo que cueste! ¿Me has oído? ¡CUESTE LO QUE CUESTE!
Cabizbajo, salgo del salón y me dirijo a la fiesta, avergonzado por haber fallado una vez más. Entonces oigo su risa, proveniente de la ventana, y veo cómo una sombra cruza el cielo, adentrándose en la noche. Me está retando. Y yo, como cada año, acepto ese reto. Ya nos veremos las caras, gordo. Pero hasta entonces, Feliz Navidad.
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GIOVANNI CARAMUTO MARTINS
Obra: Drôlerie
Era un clásico para Ramsay. Un hombre es asesinado, y toda la mierda que había a su alrededor sale a flote. Podría parecer una vida perfecta desde fuera, pero Ramsay conocía estos casos. Pudo verlo nada más llegar al lugar del crimen: la corpulenta víctima, tirado encima del sofá, la piel morada de la cara, el sobre de Tintuina tirado de cualquier manera encima de la mesilla auxiliar. “Sobredosis”, pensó. Pero las treinta y nueve puñaladas en el pecho decían lo contrario.
Mientras conducía su coche hacia la mansión de Frederick Lille, el fiambre, escuchaba la voz de su ordenador personal narrándole la vida y logros del principal sospechoso, el Dr. Vail, genetista, y uno de los mejores creadores de esos engendros, esos híbridos que los Centros Criadores llamaban petsonas.
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A Ramsay le ponían enfermo, pero sólo ligeramente más que los humanos normales. Dos siglos atrás, cuando el genoma humano pasó de ser un enigma a una herramienta, la mejor idea que tuvieron fue hacer híbridos de humanos y animales. Fue una solución para ciertas personas con problemas: los que vivían en la calle, vagabundos, drogadictos. Se exponían a los experimentos a cambio de ser la mascota de algún ricachón que pudiera permitírselo. Lille era uno de ellos. Era un coleccionista de petsonas, tenía uno de los mayores androzoológicos que se conocían en el mundo. Según los informes, pagaba al Dr. Vail para que creara algunas petsonas que no podía conseguir por otros medios, como subastas o intercambios. Las malditas petsonas eran poco más que esclavos, y eso era lo que realmente le reventaba a Ramsay. Vail estaba esposado, sentado en una silla, en una habitación pequeña. Sus manos estaban manchadas de la sangre de la víctima. El Doctor miraba al suelo, su pelo largo y negro le caía por los lados y no podía vérsele la cara. —Buenas noches—. Saludó Ramsay. Vail se incorporó lentamente.
—Ya he contado todo lo que tenía que contar. He sido yo, lo confieso. No tengo coartada, no tengo perdón, no tengo nada…
—Bueno, yo acabo de llegar, así que me contestará a otras preguntas. Hay una cosa que no tengo muy clara tras haber visto a Lille. ¿Sabe de alguien, aparte de usted, que quisiera hacerle algo así? Vail le miró a los ojos por primera vez. Ojos verdes, enrojecidos. La mandíbula cubierta de vello de varios días. —¿Es broma? Le he apuñalado treinta y nueve veces. Caso cerrado, Sherlock.
—Ramsay. Puede llamarme Ramsay. Esto no es una broma. Estoy de acuerdo, usted le ha abierto los nuevos agujeros. Pero cuénteme cómo pasó... Vail dudó. Levantó las manos y reconstruyó la escena en su cabeza.
—Lille estaba sentado, dormido en ese sillón. Platt, el mayordomo, me dejó pasar porque teníamos una reunión. Yo ya sabía qué me iba a decir. Iba a recortar aún más el presupuesto del laboratorio. ¡Por eso lo hice! —¿Laboratorio de creación de petsonas?
Eso es lo que cree la mayoría, pero no es sólo eso. Las petsonas han traído de la mano nuevas enferme-
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Drôlerie
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dades. Yo estaba desarrollando una nueva cura contra el síndrome de Alvar… no quiero contarle cosas técnicas… no es el momento… —Pero usted hacía algo por ellos, ¿no es así?
—Hacía mucho más por ellos que ese monstruo. Lille no era ningún filántropo… las cosas que hacía con las personas… Cuando recuerdo lo que le hizo a Emerald… No me arrepiento de lo que he hecho.
—Vail. Usted no lo ha matado. Me encantaría decirle que no le pasará nada a usted ahora, eso depende el juez. Pero tranquilo, Lille ya estaba muerto cuando usted entró en la habitación. El juez lo tendrá en cuenta.
Ramsay se acercó de nuevo a la habitación del crimen. Las manchas azuladas de la piel de Lille, el color de la sangre coagulada y la extraña espuma de su boca… todo indicaba que había sido envenenado. En esos momentos, su ayudante le alcanzó los resultados del análisis de la copa que habían encontrado en la mesilla, justo al lado de Lille. Ramsay se rascó la parte de atrás de la cabeza, revolviendo su pelo rubio platino mientras leía y comprendía con quién tenía que hablar.
Otro detenido en la habitación minúscula, también con esposas. Pero sus manos no estaban ensangrentadas. De hecho, ni siquiera tenía manos. Tenía garras con membranas interdigitales. Era Platt, el mayordomo, una petsona que tenía características de un ornitorrinco. Su pico negro iba prácticamente de un lado al otro de la cara, pero proporcionalmente no era tan largo como el de un ornitorrinco de verdad. El de Platt podría medir unos seis centímetros. Tenía la cara cubierta por un fino vello marrón, y no tenía orejas. Ramsay había interrogado antes a otras petsonas, pero nunca a un ornitorrinco. Interrogar a una petsona era mucho más difícil que a una persona, y Ramsay siempre solía ser el escogido para estas tareas. Por el momento se estaba estudiando abrir una sección de la policía dedicada a los temas de las petsonas, pero el papeleo siempre iba lento. Además, este caso no estaba tan claro como parecía. Se sentó frente a él y le miró de nuevo las manos. —¿Se las arregla bien siendo mayordomo con esas garras y esas membranas?
—No suelo tener muchos problemas—. Tenía una voz nasal que hizo que Ramsay tuviera que aguantarse la risa—. Todos los instrumentos que utilizo están adaptados a mis manos, así que…
—Una pregunta sin importancia antes de comenzar… ¿qué me puede contar de Emerald?—Pudo verse un atisbo de preocupación en su rostro animal.
—Emerald era una petsona, una mujer… bueno, trabajó aquí por un tiempo, pero Lille… simplemente, ella se marchó. Creo que fue un intercambio, o una venta. —Señor Platt, cuénteme su relación con el Sr. Lille. ¿Es usted el mayordomo principal?
—Así es—La preocupación cambió a una actitud relajada—. Somos muchos los mayordomos. El mismo Sr. Lille nos eligió de entre su colección personal para trabajar con él. Los demás continúan viviendo en el androzoológico. Pero yo… bueno, no es por alardear, pero soy el favorito del jefe.
—Lo era, amigo. Lo era— Le recordó—. Tengo entendido que sólo usted y el propio Lille tienen acceso a esa habitación en concreto. ¿Por qué dejó pasar a Vail?
— Lille lo había llamado, quería hablar con él. Yo sólo le dejé pasar, no tenía órdenes de registrarle ni nada. —¿Sabía usted de la adicción de Lille a la Tintuina?
—No señor. No tenía ni idea. —No, ¿no? Bueno amigo, mejor será que me cuente la verdad. Es su elección, desde luego. ¿Sabe que la Tintuina mató a Lille? Una dosis demasiada alta, una pena—Platt estaba nervioso, podía notarlo. Su garra Pre mi o Rozasj ov en
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izquierda se retorcía bajo la mesa—. ¿Está bien, Platt? ¿Le duele la mano? Parece que la tiene hinchada.
—No quiero meterme en líos, señor—Finalmente, el ornitorrinco se derrumbó—. La droga se la di yo, siempre me pedía un poco por las noches. Yo también la consumo, y él me hacía… chantaje… si no le daba, me acusaría de narcotráfico entre las petsonas… así que no quería arriesgarme a… ¡pero nunca le daría una sobredosis! ¡Yo no tengo nada que ver con eso! —Pero sí con el veneno que se ha encontrado en su copa, Platt. Es veneno de ornitorrinco. Hemos encontrado restos calcáreos de los espolones de sus garras. Sin embargo, tengo mis dudas.
—¿Mi veneno? ¡Mi veneno no es capaz de matar a nadie! Me prometieron que el veneno sería prácticamente inofensivo…
—De ahí mis dudas, y de su dolor en las manos. ¿Recuerda desde cuándo le duelen? Platt se frotó de nuevo las muñecas, y recordó algo que pasó hace mucho, mucho tiempo. —Deberían hablar con Gekko.
Llamaron a Gekko, pero el veneno era claramente de Platt. ¿Qué podría haber pasado? Mientras trataba de aclararse las ideas, Ramsay movía su cuello de arriba a abajo, de arriba a abajo. Abajo, veía a Lille con su color morado en la cara. Arriba, veía unas manchas en el techo. Minutos después le llamaron. Gekko estaba en la sala.
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Gekko era otra petsona, esta vez un lagarto. Era bastante fornido, tenía el cuerpo cubierto de escamas, sin embargo no tenía ni un sólo pelo. Tenía los ojos a los lados de la cabeza, como los de los camaleones. Algunos dientes afilados sobresalían entre sus labios, lo que le daba un aspecto amenazador. Lo que le había contado Platt sobre él parecía bastante improbable, pero todo podía ser. —Gekko, soy Ramsay. Iré al grano, ¿tenías motivos para matar a Lille?
—Señor…—Su voz era grave e imponía respeto—. No voy a mentir. Ese cerdo era la última persona en todo el mundo que merecía vivir. Me alegro de que esté muerto. Pero yo no he hecho nada.
—¿Recuerdas a Emerald!—La sola mención de ese nombre cambió el semblante del cocodrilo humano. La gruesa cola se movió bajo la silla, y puso las manos encima de la mesa. —No podría olvidarla. Era mi mujer, y ese maldito cabrón… Lille la desterró. Nunca más supe de ella. Estoy encerrado aquí… sin saber siquiera si está viva, muerta… o algo peor. Esto no es vida, en absoluto. Soy un muerto viviente.
—Gekko, tenemos que hacer unas pruebas. ¿Podría morder esto?—Le acercó a la boca un pequeño bote con una tapa de silicona. Los colmillos de Gekko atravesaron la tapa, y empezaron a segregar un líquido amarillo. “Veneno”, pensó Ramsay, “pero, ¿de quién?”. Abrió la puerta para darle el bote a su ayudante tras darle las gracias a Gekko. Desde allí podía verle las patas de tres dedos. No había duda, había sido él. Las patas coincidían con las huellas encontradas en el techo de la habitación de Lille. Los ojos de camaleón le indicaban que muy probablemente tuviera la capacidad de camuflarse y poder entrar cuando Platt le servía la bebida y la droga. Los dientes coincidían con las mordeduras que Platt tenía en la mano y que descubrió una mañana. Gekko derramó desde su boca el veneno de Platt, mezclado con el suyo propio, desde el techo de la habitación. Todo coincidía. Salvo su declaración. ¿Por qué seguir ocultándolo? Ya había conseguido matar a Lille. Aquello no tenía sentido. Ramsay le explicó todas sus averiguaciones, y dio una vuelta alrededor de Gekko. Este permanecía impasible.
—Señor. Si lo hubiera hecho yo, lo recordaría como un momento feliz. no puedo estar más contento. De hecho… yo no tengo nada más que hacer aquí. Prefiero que me arresten y me lleven a un lugar que me recuerde menos a Emerald. Confesaré el crimen, pero no quiero pasar más tiempo de mi vida aquí. Y así fue. Gekko fue acusado de matar a Frederick Lille envenenándole. Mientras el detective trataba
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Drôlerie
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de hacerle entrar en el coche patrulla, pudo ver algo.
Casi pasa inadvertida ante sus ojos. Un pequeño insecto, una avispa de color verde, enganchada en el cuello de Gekko, en la nuca. Mientras el coche se alejaba, Ramsay continuaba pensando en ese pequeño detalle. Ya en casa, consultó la base de datos de las petsonas registradas a nombre de Lille. Buscó a Emerald.
“Emerald, petsona de avispa esmeralda. Estado actual: subastada. Dueño actual: desconocido. La avispa esmeralda es conocida por su particular ciclo reproductivo: inyecta sus huevos en el cuerpo de ciertas cucarachas, así como un potente veneno que elimina todo rastro de autonomía en el huésped. Por decirlo de alguna forma, controlan el cuerpo de su víctima a su antojo.”
En las grutas que había debajo de la mansión de Lille, más profundas aún que los laboratorios de Vail, un grupo de avispas color esmeralda se reunían junto a una figura humana. Los vástagos de Emerald habían crecido en número, llevaba poniendo huevos desde que Lille la enterrara viva hacía varios años. “Mis niños”, pensaba ella. “Por fin lo conseguimos.”
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