OBRA ESCOGIDA
Alonso Sรกnchez Baute
Fundadores del programa “Leer el Caribe” Adolfo Meisel Roca Alberto Abello Vives Jorge García Usta (q. e. p. d) Organizan Banco de la República de Colombia Observatorio del Caribe Colombiano Secretaría de Educación Distrital, Cartagena de Indias Red de Educadores de Lengua Castellana Apoyan Universidad de Cartagena, Programa de Lingüística y Literatura Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - ipcc Corporación Cultural 4Gatos RBN&CO. Agradecimientos María Beatriz García (Área Cultural, Banco de la República) Augusto Otero Herazo (Corporación Cultural 4Gatos) Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - IPCC Alonso Sánchez Baute. Obra escogida “Leer el Caribe” Alonso Sánchez Baute © 2017 Alonso Sánchez Baute © 2017 De esta edición: Banco de la República de Colombia Observatorio del Caribe Colombiano Secretaría de Educación Distrital, Cartagena de Indias Red de Educadores de Lengua Castellana Primera edición: Octubre de 2017 ISBN: Edición y cuidado de textos Emiro Santos García Corrección de estilo Emiro Santos García Javier Córdona Cuevas Diseño Gráfico Rubén Egea Amador Impresión Afán Gráfico Ltda. Esta obra está amparada por las normas que protegen los derechos de propiedad intelectual. No podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente, sin previo permiso escrito. Todos los derechos reservados. Impreso en Colombia 2017
Edición y cuidado de textos Emiro Santos García
leyendo el caribe en el
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Jaime Bonet sobre la lectura
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Alonso Sánchez Baute al diablo la maldita primavera
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Primer capítulo líbranos del bien
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El baile rojo y la muerte de Consuelo
¿de dónde flores, si no hay jardín? | 63 No apto para espíritus sensibles sex o no sex
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El síndrome de Marylin perfiles
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El ego de Patillal Se fue El Cacique Diomedes Díaz entrevistas
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Belén Sáez de Ibarra: con el ojo afinado para el arte Andrés Rodríguez Zorro, entrevista con la muerte crónicas
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Happening costeño Este muerto está muy vivo La parranda es pa’ amanecé La génesis vallenata Mi propio Cinema Paradiso La banda sonora de Cartagena ensayo
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Literatura e identidad lgbt alonso sánchez baute:
“la tela es gasa
y la gasa es lo que cura la herida”
Entrevista por Chavely Jiménez Castellanos
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
leyendo el caribe en el 2017 jaime bonet*
El escritor Alonso Sánchez Baute se ha convertido en uno de los referentes actuales de la literatura de nuestra región. Nació y creció en Valledupar durante el periodo de bonanza económica agrícola que resultó de la explotación del cultivo del algodón. En un lapso de veinte años, la capital del Cesar casi había triplicado su población, al pasar de 78 mil habitantes, en 1964, a 230 mil, en 1993, originando una importante transformación rural-urbana. En esa transición demográfica, Alonso Sánchez Baute llegaba a una Bogotá que se consolidaba como la gran metrópoli nacional. Todas estas transformaciones sociales y económicas aparecerían más tarde en sus novelas y relatos, con el entorno urbano como escenario principal. Tal vez por haber nacido en la misma ciudad, y porque también me desplacé a Bogotá a adelantar mis estudios universitarios, me ha resultado muy grato leer la obra de Alonso Sánchez Baute. En su primera novela, Al diablo la maldita primavera (2002), Premio Nacional de Literatura Ciudad de Bogotá en el 2002, descubrí una Bogotá diferente a la que había vivido durante varios años, con personajes maravillosos y miradas distintas de la ciudad. Una novela que me capturó y que devoré rápidamente, siguiendo cada uno de los éxitos y fracasos de sus personajes en la gran urbe. Tras este primer éxito, y en medio del conflicto armado que vivía Colombia, Sánchez Baute presentó Líbranos del bien (2008). El escenario novelístico se trasladaba de la capital del país a la del Cesar y contaba los terribles acon* Gerente del Banco de la República, Sucural Cartagena.
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tecimientos que impactaron la tranquilidad del territorio. Concebir el entorno en que desarrollaron las vidas de dos de los protagonistas del conflicto reciente del país, Simón Trinidad y Jorge Cuarenta, se convirtió para mí en una herramienta clave para comprender muchas de las causas y consecuencias de sus decisiones. El componente histórico presente en sus páginas me permitió entender varios acontecimientos sobre mi tierra natal, Valledupar, de los cuales desconocía su origen y desenlace; y me llevó, así mismo, a pensar en tantos otros que vivió (y aún vive) el país. Con su más reciente libro, ¿De dónde flores si no hay jardín? (2015), Sánchez Baute se consolida como un gran narrador del medio urbano, captando la problemática de movilidad social colombiana. De manera cruda, cuenta la vida de tres seres relegados: una prostituta, un drogadicto y un deportista en decadencia. Cada uno con un mundo propio y una forma particular de enfrentarlo. Tres realidades tan similares y distintas que ofrecen luces sobre gran parte de la realidad urbana colombiana. Además de sus novelas, Sánchez Baute ha escrito una serie de crónicas periodísticas que se convierten en referentes nacionales del género. Si bien he disfrutado muchas de ellas, recuerdo especialmente una sobre la vida nocturna gay en Cartagena. Una vez más, la pluma de Sánchez Baute me llevaba a descubrir otra perspectiva, otro ángulo de la ciudad en la que he vivido durante los últimos años. Es por ello que estoy convencido de que “Leer el Caribe” ha hecho una gran selección al llevar la obra de Alonso Sánchez Baute a los niños y jóvenes del Caribe. En estos momentos de posconflicto, leer sus novelas y crónicas resulta una oportunidad de oro para reflexionar sobre el origen de diversos problemas sociales y a su vez enriquecer una mayor apertura mental, una mayor comprensión de las diferencias. Y todo esto mientras se disfruta de la narrativa de un gran escritor. En nombre del programa “Leer el Caribe” y en el mío, quiero expresar nuestro agradecimiento a Alonso Sánchez Baute por haber aceptado la invitación a participar como autor invitado en este 2017. Cartagena de Indias, abril de 2017 12
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sobre la lectura* por alonso sánchez baute
Cuando estudiaba en segundo de bachillerato a todo el curso nos pusieron a leer El coronel no tiene quién le escriba. En ese entonces en Valledupar solo había una librería (ahora no hay ni una). Se llamaba Silvera, vendía libros de segunda mano y quedaba en una vieja casona colonial en una de las esquinas de la Plaza Alfonso López, frente a la iglesia. Luego de comprar la novela, recuerdo que llegué a casa y comencé a hojearla, pero a la tercera o cuarta página la abandoné. No es que no la entendiera; es que no lograba concentrarme. Había tantas cosas que ocurrían más allá de estas páginas que yo no quería perderme ninguna. Cosas que en ese momento eran importantes para mí, porque cuando uno es niño cualquier cosa es importante: ver televisión, patear fútbol, acompañar a los padres a hacer alguna vuelta. De modo que cerré el libro y me fui a hacer cualquier cosa, aunque ahora no recuerdo exactamente qué (así de importante era). Los días siguientes, cuando intentaba seguir la lectura, siempre encontraba una razón para no hacerlo. No era la primera vez que tenía un libro entre mis manos; no era la primera vez que leía alguno. Sin embargo, no lograba concentrarme y seguir atento la historia que Gabriel García Márquez cuenta allí. Llegó el día en que hubo que pasar al tablero a hablar del libro y yo no tuve nada qué decir porque no lo había leído. El coronel no tiene quién le escriba quedó ahí, a la suerte de Dios en la casa de mis padres en Valledupar, cuando años después me mudé a vivir a Bogotá. Tenía dieciséis * Texto leído en la inauguración del programa “Leer el Caribe”, del Banco de la República, en Cartagena, el 9 de mayo de 2017.
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años y hacía sexto de bachillerato, lo que viene a ser hoy el grado once, cuando un compañero de curso me regaló un ejemplar de una novela que acababa de salir al mercado y ya era todo un suceso. Se llamaba –se llama– Crónica de una muerte anunciada y la había escrito el mismo Gabriel García Márquez que escribió El coronel no tiene quién le escriba que yo me había negado a leer. En ese momento, cuando mi amigo me la regaló, yo estaba hospitalizado por cuenta de un accidente que me partió un brazo en dos. Me la pasaba todo el día en la cama del hospital sin hacer nada, pues ni siquiera había televisión. De modo que abrí la novela y a las dos horas ya la había devorado. “¿Quién diablos es este tal García Márquez que escribe estas maravillas? ¿Cómo no lo conocía? ¿Cómo no lo había leído antes?”, me pregunté. Le pedí a mi amigo que me llevara más libros de Gabo, y entre los que trajo luego al hospital me entregó una versión de El coronel no tiene quién le escriba. Pasó lo mismo que con Crónica de una muerte anunciada: en dos horas ya la había devorado. Si la novela era tan buena, ¿por qué no me gustó la vez anterior? ¿Por qué ni siquiera lograba concentrarme cuando intentaba leerla? Supe entonces que la novela no me interesó la primera vez por una razón minúscula, y hasta infantil, pero poderosa: en el colegio me habían impuesto su lectura, es decir, pretendían obligarme a leerla. Aquello para mí había sido casi una ofensa: ¿cómo un niño libre e independiente como yo iba a permitir que alguien me obligara a hacer algo que no quería? Para colmo, eso de leer libros no era más que una perdedera de tiempo con tantas cosas de veras importantes para hacer, como andar por la calle o echarme frente al televisor. De modo que no lo hice: no la leí y preferí perder la materia. Me sentí valiente al hacerlo. “A mí nadie me impone nada”, me decía a mí mismo para convencerme que estaba muy bien no leerla. Ahora, varios años después, acostado en una cama de hospital, me preguntaba por qué había sido tan estúpido de no animarme a leerla, si leer era tan divertido. La lectura no es como el cine o la televisión, donde la historia se ve de principio a fin en una pantalla. La lectura nos cuenta la historia, pero además nos permite imaginar lo que
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nos cuenta. Al lector le corresponde, mientras lee, imaginar cómo es el rostro del narrador o de los protagonistas o de los lugares y los objetos que menciona. La imaginación es la que le permite al hombre ser diferente del animal. Los humanos, como todos los animales, tenemos un lenguaje propio para comunicarnos pero, a diferencia de los animales, los humanos también podemos usar el nuestro para crear ficciones y, como apunta el escritor israelí Yuval Harari, “un humano solo tiene que montar una buena ficción (un dios, una bandera o unos colores deportivos) para conseguir, cómodamente, una fuerte unidad colectiva. Por su mayor corpulencia y por su mayor cerebro, un neandertal superaba con creces a un sapiens en el combate uno a uno, pero este último lograba mantener unidos colectivos más numerosos gracias a su habilidad para crear mitos, bulos y chismorreos. El neandertal no desapareció por el cambio climático, sino por su incapacidad para contar mentiras”. Y es la lectura, antes que la televisión o el cine, la que nos ayuda a desarrollar mucho más la imaginación. Al negarme en la niñez a leer aquella novela perdí también una oportunidad. Cuando uno es joven a uno no le interesa lo que significa la palabra “oportunidad”. La oportunidad, dice el diccionario, es el “Momento o la circunstancia convenientes para algo”, y resulta que yo no solo había tenido la posibilidad económica de comprar la novela, así fuera de segunda mano, sino que además había tenido la oportunidad de leerla y hasta de analizarla con un profesor. Pero me fui por el lado cómodo: me convencí a mí mismo que tenía más valor enfrentar al profesor y decirle que lo que pretendía enseñarme me importaba un joropo. Uno cuando es niño se siente muy machito al hacer estas cosas. La mayoría de las veces uno ni siquiera logra darse cuenta que está equivocado. Y yo estaba equivocado por dos razones, lo supe durante esos días en el hospital. Colombia es un país feudalista, centralista, clasista, machista, racista y, especialmente, muy mezquino, donde las oportunidades suelen centrase en unas pocas familias o apellidos. Este es un hecho que todos conocemos, pero que olvidamos con frecuencia. Lo recordamos para quejarnos, para lamentarnos, pero pocas veces para superarlo. Si conoce15
mos el carácter de esta nación, si conocemos sus síntomas, las amenazas, las debilidades, ¿por qué no hacemos nada o por qué hacemos muy poco por contrarrestarlas? Que en ocasiones no es fácil hacerlo, es cierto, pero no es imposible. Gabriel García Márquez es, precisamente, el mejor ejemplo al respecto: un hombre que nació en un pueblo perdido en la geografía nacional, en Aracataca, un pueblo del que nadie en el resto del mundo había oído hablar jamás. Y allí creció él, en la mayor de las pobrezas y con el mínimo de oportunidades posibles. Y todo lo que consiguió lo consiguió a partir de un solo punto de apoyo: la lectura. La lectura lo armó de inteligencia, de capacidad, de seguridad y lo sacó del país, y cuando Colombia supo de él, ya era un hombre grande a quien la fama universal ya reconocía. Desafortunadamente es más fácil lo fácil. Cuando el éxito se asocia con dinero y poder, nunca es suficiente. Visto desde la distancia, cualquiera podría decir que los hombres más ricos de este país son exitosos, pero si les preguntamos a ellos seguramente nos dirán que apenas están en el camino del éxito, porque creen que todavía no han logrado todo lo que se merecen. Quien pretende el éxito del dinero y del poder siempre quiere más dinero y más poder. El éxito es eso: un animal hambriento al que nada lo sacia. Hemos sido educados en que el dinero y el poder dan respeto. Y déjenme decirles una cosa: eso no es cierto. Conozco a decenas de personas que tienen dinero, mucho dinero, y aun así nadie los respeta. A los políticos, por ejemplo, pues sabemos que el éxito para ellos es ladronear lo que es de todo el resto. El respeto no se concede, ni se pide. Se gana y se hace valer. Los espacios no son fruto del azar, se logran y se mantienen a punta de determinación y de luchas constantes. La competitividad es tan vigente como la fuerza de gravedad. O estás a la altura o estás afuera, así de simple. ¿Y saben qué tiene de diferente la gente que no basa su éxito en el dinero y el poder? Imaginación. Conozco a decenas de empresarios de este país que son, ante todo, grandes consumidores de literatura. Y la literatura no solo nos ayuda a generar imaginación, sino que también nos permite conocer al hombre, saber por qué los seres humanos actuamos como actuamos.
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Y aquí viene la otra razón por la que me equivoqué en la niñez al negarme a leer aquella novela y haber menospreciado la lectura. No es la educación lo que nos hace diferentes. Si dos de ustedes estudian en el mismo colegio y reciben enseñanza del mismo maestro, en principio ambos tendrían en el futuro las mismas oportunidades, pues, ¿en qué se diferencia la educación que recibe uno de la que recibe otro? En principio, es la misma. Sin embargo, al graduarse y entrar al mercado laboral, notarán que las oportunidades no serán las mismas para todos y que finalmente los que salgan adelante serán aquellos que mejor uso le hayan dado a la imaginación. El secreto del éxito radica en el talento para crear antes que en los recursos económicos o en las oportunidades sociales. De nuevo cito a Harari: “Si hasta hace unos años la principal fuente de riqueza estaba en los activos materiales de las naciones (petróleo, oro, carbón, campos de arroz, de trigo, de algodón), la principal fuente de riqueza hoy es el conocimiento”. El conocimiento está en los libros. “Los libros son el polen que llevan una inteligencia a otra”, leí en alguna parte. Y no hace daño la inteligencia. No teman ser inteligentes. No tengan temor tampoco de ser libres ni teman de las cosas que desconocen, porque cuando las conozcan se darán cuenta de que no había razones para temerles. No teman saber más ni se limiten al momento de curiosear. Nada nos ayuda a entender mejor lo que sucede que mirar por las ventanas, que observar con los ojos de las ardillas. No hay que tragar entero nada de lo que se oiga. Hay que especular, hay que preguntar, hay que leer, hay que saber. Los padres no lo saben todo e incluso pueden estar equivocados. La sociedad entera puede estar equivocada, tal cual nos lo demostró Cristóbal Colón. “Las mayorías” son solo una estadística y solo por ser mayorías no significa que tienen la razón. Quiero recordar la frase del discurso que se hizo viral en las redes tan pronto lo pronunció Emmanuel Macron, tras ser electo nuevo presidente de Francia: “Esto va para los jóvenes. Vengan a Francia. Aquí son bienvenidos. Esta es su nación y nos gusta la gente creativa. Queremos gente creativa”. Sean creativos. Necesitamos jóvenes que creen y también gente que crea en Colombia; no corruptos que
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solo saben esquilmar el futuro del país. La gente corrupta no cree en Colombia, porque no sabe crear, porque no tiene talento para imaginar que se puede vivir sin robarle al Estado. Para ellos la única manera de hacer dinero es robarlo, y al robar unos pocos nos quitan todas las oportunidades al resto. ¿Eso es hacer de este país un mejor lugar? Ya que menciono a Colombia, sea la oportunidad para decir que el nuestro es un país que enfrenta actualmente un cambio histórico. El proceso de paz no se trata solo de un acuerdo con la guerrilla. Es la posibilidad que tenemos los colombianos de apropiarnos de una nación que hasta el momento solo ha tenido ojos para la guerra. La guerra no deja nada bueno, entre otras razones porque los ganadores, si los hay, son solo unos pocos, son solo los que detentan realmente el poder, es decir, los que están arriba de todos nosotros. “La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen para provecho de gentes que sí se conocen pero no se masacran”, escribió Paul Valery. ¿Por qué sacrificar nuestras vidas para que se lucren unos pocos sabiendo que todos podemos ganar al sacar adelante juntos esta nación? Y para ganar hay que ser creativo, hay que exprimir al máximo la imaginación. Hay que leer. En cada novela hay una pregunta. Al final, la respuesta es que no hay respuesta, la respuesta es la misma pregunta. Esa pregunta, quizás, nos ayuda a ser felices. Y, como dice Edwin Rodríguez, en Al diablo la maldita primavera, “en el juego de la vida gana el que es más feliz”.
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al diablo la maldita primavera
Primer capítulo
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al diablo la maldita primaverra
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primer capítulo
Es elegante, todos la admiran, y en su tierra tiene fama. Leandro Díaz
Lo conocí en un chat. No puedo decir que una tarde cualquiera porque podría pensarse que soy un hombre solo, sin amigos ni vida social, que se la pasa aburrido cual ratón de biblioteca matando el tiempo sentado frente a un computador. Y eso no es cierto: soy una persona de múltiples ocupaciones, porque mi madre no se cansaba de repetir en mi niñez que hay que mantener la mente ocupada para no terminar arrastrando un cadáver como la loca de la Juana. De manera que cuando no estoy con mis amigos en la terraza de Il Pomeriggio disfrutando de un buen machiato, trato de mantenerme en movimiento, siempre donde está la jugada. Por eso nunca olvido llevar conmigo mi Nokia, para que mis amigos puedan localizarme inmediatamente a través del celular cada vez que necesiten informarme dónde van a estar, porque es que a mí no me gusta perderme ni la movida de un catre. Aunque ahora que menciono el teléfono acabo de recordar algo: debo cambiarlo urgentemente. He oído que ahora los plays son los Startac de Motorola, y aunque sé que son un poco costosos, no me preocupo: ya veré a quién le saco esa platica. Pero volvamos a lo del chat que es lo que nos interesa: reconozco que sí, que es cierto que en ocasiones me gusta sentarme frente a un computador y navegar un rato por internet. No niego que casi ayer no tenía idea de qué era eso (de hecho es lo único que sé manejar de mi PC) pero de un tiempo acá todos mis amigos sólo hablan de e-mails y chats y bits y rams y superautopistas de información y cosas por el estilo, de manera que una mañana hace un par de meses
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fui a Invercrédito, solicité un préstamo a 36 meses para libre inversión (me explicaron que para compra de equipos eran más costosos los intereses) y compré un Acer Aspire 3000 que, dicho sea de paso, me parece espectacular porque es negro y todo el mundo sabe que el negro es el color más elegante. Hoy nada más, por ejemplo, estuve viendo la última ¡Hola! que trae la colección primavera-verano de Gucci y prácticamente todos los vestidos son negros. Por lo demás, he oído de buena fuente que Donna Karan y Prada sólo diseñan trajes negros o cafés. Pero computadores cafés no encontré, sólo vi blancos. Y como dicen por ahí, primero calva que con trenzas: blancos ¡jamás! Se me parecen a los zapatos blancos que usan los corronchos en Barranquilla. En fin, el hecho es que una tarde empecé a navegar en internet y me metí en uno de esos chat rooms de los que tanto hablan, pero en uno gay, por supuesto, porque nosotros también tenemos nuestro lugar en el ciberespacio y, bueno, terminé conociendo… ¡a un cachaco! Al principio, debo decirlo sin ambages, me pareció jartísimo el cuento que fuera de aquí de Bogotá, porque lo rico es conversar con extranjeros y presumir luego, cuando esté con el parche tomando capuchinos, hoy estuve chateando y conocí a un gatito de Billings, Montana, que parece ser absolutamente divino (siempre me acuerdo de Billings, Montana, porque allá vivía Adam Carrington, el hijo mayor de Alexis y Blake). Mas no, soy tan de malas pero tan de malas en esta vida que tenía que conocer ¡a un cachaco! Pero, en fin, le seguí la corriente y al final el tipo me pareció interesante porque estudia en Los Andes y, según me contó, tiene un Golf rojo y, para colmo de males, le encanta la lectura. Como quien dice: un partidazo. Bueno, la verdad es que lo de la lectura realmente no me lo dijo. Eso lo deduje porque me comentó también que todos los meses lee la GQ. Esto, por supuesto, me encantó, pues no sólo demuestra que habla inglés sino además que es un interesante hombre de mundo. El cuento es que ya llevamos varios meses en esta conversa y no termino de impresionarme con el hecho de haber conocido, a través de un simple computador, la profundidad del alma de un hombre que, por demás, se me revela increíble.
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Obviamente me gustaría conocerlo personalmente en una noche de luna llena, con música de fondo igual que en las películas, y quitarle apasionadamente sus Calvins blancos. Y la verdad es que ya me ha propuesto varias veces que nos encontremos en algún lugar bien play de la ciudad pero, no sé, a mí me da mucho temor porque él parece muy sincero y yo no he hecho más que decirle mentiras. No todas, claro está: sólo algunas. Lo que pasa es que si le hubiese contado desde un principio que yo soy Edwin Rodríguez Buelvas, ¿a quién se le ocurre que hubiese seguido escribiéndome? Y no es porque sea feo. Por el contrario, soy muy atractivo: tengo una cara hermosa como de modelo exótico y, aunque estoy un tris pasado de kilos, eso no me preocupa porque lo disimulo con la ropa. Y con el negro, por supuesto: el negro siempre adelgaza. Sí, claro, ya sé que cuando estoy en drag los vestidos ceñidos no me ayudan mucho, pero eso tampoco me preocupa. Total, sólo mis amistades más cercanas saben que visto en drag y presento shows en La Caja de Pandora. Y en eso precisamente es que me diferencio de Assesinata, porque la gente siempre sabe quién es Assesinata cuando ella viste de hombre. Y no es que yo no lo haga porque me parezca boleta, sino más bien porque claramente a mí no me puedo negar las cosas y soy consciente de que la gente a mí no me quiere igual que a Assesinata cuando no está en drag. O no me comprenden tal vez y no saben de todo este dolor que alberga mi alma. Quizás por eso dicen que soy venenosa: porque cuando soy mala soy la peor. Ni el áspid que mató a Cleopatra destila tanto veneno como yo. Pero ¡qué le vamos a hacer! La vida me obligó a caminar por este sendero y, total, todas mis amigas también son arpías, y yo no tengo por qué dejarme de nadie. ¡A mí que me respeten, así me odien! Aclaro de una vez: no pienso detenerme un minuto a contar cosas sobre mi niñez o mi adolescencia, ya que hará marras que aprendí que la sensibilidad no es más que vulnerabilidad aprovechable y, obvio microbio, no me interesa darles a mis enemigas en bandeja de plata datos interesantes con los cuales después puedan tratar de humillarme. Además a mí, la verdad, no es que me guste mucho hablar
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de cosas jartas y cursis, como que llevo a cuestas un trauma infantil por tal causa y que por ello soy así o asá. Pero entiendo que para que se comprenda mejor mi carreta debo explicar de una buena vez que desde que era un pelaíto yo entendí que mi rollo era con los hombres y, por lo tanto, sería la oveja rosada de la familia. Y supe además para entonces que la vida es dura y la gente es mala. Imagínense: si hasta le quemaron la casa a la Scarlett, ¿qué podría esperar yo? Así que a muy tierna edad me acostumbré a que todo el mundo me sacara el cuerpo, me rechazara, me evitara. Desdichadamente para mí, en esa época mi cuerpo era débil y enclenque, sin muchas fuerzas físicas para responder con golpes a quienes me criticaban, como es lo usual. Pero sabía que no era la típica linda boba sino que más bien tenía cacumen, así que comencé a defenderme con la lengua, que es mucho mejor que hacerlo con los puños. Siempre fui consciente que poco a poco, cada día más, mi corazón se iba llenando de amargura y mi lengua de veneno: la gente me evadía y yo le gritaba sus sinsabores; la gente me enfrentaba y yo le inventaba sus verdades; la gente era indiferente conmigo, y yo le recordaba los secretos de su familia, generación tras generación. Así que la gente terminó siendo amiga mía para que no les escupiera todo mi odio. Amigos de apariencias, ya lo sabía, como son siempre los amigos. Pero nunca me la montaron. Sobre todo porque encontré un buen antídoto contra la soledad: el estudio. Nadie quería estar conmigo, pero no importaba, puesto que mi único interés era llenar de conocimientos la astucia de mi lengua. Por ello en el colegio me iba muy bien, sacaba notas sobresalientes en todo menos en matemáticas, pues siempre he sido una bruta para los números. En cambio mis calificaciones en las demás materias eran excelentes. Sobre todo en historia, ya que amaba leer sobre la historia universal por dos razones: primero, porque las leyendas de los papitos ricos de los griegos me hacían volar la imaginación con todos esos cuentos de los mancebos bailando desnudos en el laberinto como sacrificio para el minotauro, y las de los faunos con sus vergas enhiestas, y la del mancito que vio su rostro reflejado en el agua y se enamoró de sí mismo, y la del Ganímedes que fue raptado
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por Zeus porque era requetedivino, y mil cuentos más que no dejaba de leer nunca. Y, además, porque entendí que de la historia del medioevo podría aprender las mejores enseñanzas de mi vida, con esos reyes malditos que mataban a sus propios hermanos procurando el derecho de sucesión, y esos papas que se acostaban con sus hijos, y esas reinas que tenían sexo con todo un regimiento, como en esa película tan rebuena de la reina Margot que vimos en el Festival de Cine de Bogotá creo que el año pasado. ¿O fue el antepasado? En fin, el cuento es que mis calificaciones escolares quedaban todos los meses en ocho o nueve siempre, siempre, porque, como lo dije, era la única manera de no pensar en las burlas de todo el mundo y, como no tenía amigos para jugar, le dedicaba tanto tiempo como podía a estudiar. Aunque, no lo niego, a veces también me dedicaba a la «lúdica». Sobre todo, cada vez que podía me entretenía con las barbies de mi hermana (cuando ella no estaba en casa, no hay que especificar). Era mi distracción favorita: diseñar vestidos para las barbies, los más espectaculares vestidos del mundo, en chifón, en lamé, en telitas vaporosas que me encantan aún, en fibras orladas con canutillos tejidos, con lentejuelas doradas… Cualquier tela que encontrara en ese maldito pueblo del demonio yo la compraba con mis ahorritos y me sentaba de noche en mi cama, la puerta de la habitación con llave, y cosía y cosía y cosía todo cuanto se me ocurría, copiando a veces diseños de las revistas y otras, sencillamente, imaginando lo que a mí me gustaría vestir. Al venirme a Bogotá a estudiar en la universidad administración de empresas imaginé que las cosas cambiarían, y fui feliz al pensarlo. Me comí el cuento de que Bogotá era la Atenas suramericana y, creyendo que sus habitantes eran gente culta y respetuosa de los pensares ajenos, imaginé que podría hacer amigos que me invitarían a sus fiestas, y me llamarían, y me buscarían, y pedirían mis consejos. Pero las cosas continuaron igual, y mis compañeros de estudio, a pesar de que se me arrimaban por aquello de que era buen estudiante, nunca reclamaron mi compañía para asuntos, digámoslo así, «extraacadémicos». Lo grave era que ya no se trataba simplemente del pequeño círculo de mi pueblo,
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por lo que la soledad, se me ocurrió, era peor. En esa época universitaria conocí gente nueva, gente diferente; algunos con ideas propias, pero casi todos con la idea prestada de que la homosexualidad era algo malo, algo como mañé, algo que debía ser evitado. Así que les contesté de la misma forma que a los barranquilleros: averigüé el pasado de todos cuanto pude, y de quien no podía le inventaba historia y la difundía, hasta que la convertía en verdad. Al final, todo volvió a la normalidad: nadie me evitaba. Pero seguía sabiendo que todo era una farsa, que nadie era amigo mío, que nadie quería que yo estuviese cerca, salvo a la hora de las previas y los parciales. Y por ello, supongo, sentía tanto dolor en mi corazón. Así que me fui a buscar a los míos, a los gays, a los que pensaban como yo. No fue difícil encontrarlos. ¡Claro que no! Y mucho menos acercármeles: con este caché natural que siempre me ha caracterizado, buscar su amistad me pareció un juego de tontos ya que aprendí, así de entradita, que como a todos el lujo y la buena vida nos atrae como a las abejas el panal, tan sólo era necesario decir las palabras claves en los momentos adecuados, y como de todas ellas conocía, bastaba abrir mi boca y dejar ver todo mi saber: caviar de Beluga, queso chéster, bordados de Brujas, vino chianti, cristal Baccarat, porcelana Meissen… Supe, además, que la mayoría había vivido infancias iguales a la mía y que en sus corazones había dolor y amargura. Pero también descubrí algo que habría de utilizar a mi favor: para la gente homosexual lo único que cuenta en esta vida es la belleza masculina. La inteligencia y el conocimiento no importan, salvo para pronunciar frases brillantes que opaquen a los demás. ¿Que como cuáles? A ver, les doy un ejemplo que recuerdo ahora con inusitada lucidez: una vez llevaba una camisa Versace comprada en un sale en Macy’s y me encontré con la lenguaraz de la Marcos, que es peor que la Cruella De Vil, y pretendió callarme diciéndome: «Qué camisa tan linda. Aunque se nota que es de una colección vieja de Versace». Pero yo, por supuesto, le salí adelante y la dejé patiquieta: «Claro que es de una colección pasada: eso demuestra que en mi familia siempre ha habido dinero». Lo que significa que a todo momento hay que estar así,
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con la inteligencia alborotada, para no dejarse apabullar por nadie. Además, a nadie le interesa conversar sobre el acontecer nacional, o la política mundial, o la economía tercermundista, o el neoliberalismo, o las tendencias literarias. Dicen que es suficiente tener que hablar todo el día en la oficina sobre esos temas tan jartos, así que cuando se encuentran con otra loca ya pueden dejar de fingir, «relajarse» y hablar de las cosas que realmente les interesa: criticar a los arribistas que ya están arriba, comentar sobre el vestuario de lady Di, o sobre la última edición de la Jet-Set. Al principio me pareció una excusa bastante peregrina, pero lo pensé con calma y, bueno, como decían los amiguitos de Simba, hacuna matata: la vida hay que tomarla como venga, y si a mis nuevos amigos sólo les interesa la belleza, tanto mejor: a los que no tienen nada en el cerebro es mucho más fácil manejarlos y, en últimas, si a ellos les gusta hablar sobre esas cosas, no importa. Lo importante es tener amigos y que a uno lo llamen, y lo inviten, y lo escuchen, y llamar la atención en todas partes y que nunca nunca nunca se olviden de uno para jamás estar solo. Y si para eso hay que pasar por boba, ¿qué le vamos a hacer? ¡Si es mejor ser boba que estar sola! Además, a la larga uno termina por acostumbrarse y entender que en esta vida hay que preferir lo light porque es lo único que le interesa a la sociedad. Así fue como me convencí de que debía dejar de perder el tiempo estudiando cosas en una universidad donde no me querían y que a la final no producirían más que dolores de cabeza y rechazos permanentes, tal como imaginaba sucedería con posterioridad, cuando acabara mis estudios y tuviera que enfrentar la necesidad de trabajar en empresas en las que mis conocimientos no serían tan importantes como mi condición sexual. Para excluirme, claro está. Por ello fue que comencé a interesarme en otros temas y a relacionarme con personas con los mismos gustos míos: gente para la cual yo era importante así fuera para hablar mal de todo el mundo. Sí, claro, ya sé: vuelvo y repito que bajo estos supuestos nadie es amigo de nadie. Pero, como la vida es dura, lo único valioso es estar rodeado de la people, así no se confíe en ellos. Finalmente, me repetí para convencerme, a mí lo
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que me gusta es llamar la atención, que me quieran, que me consientan, que la gente se voltee a mi paso. Por eso decidí ser la mejor. O, como quien dice, la peor. Amigo de todos, pero enemigo de todos. Mi inspiración primaria fue, por supuesto, Alexis Carrington. Ya en épocas pueriles en Barranquilla no sólo no me perdía capítulo de Dinastía, sino que cada domingo a las diez en punto de la noche metía mi casetico virgen en el betamax Sony de la casa y grababa el capítulo semanal correspondiente para después memorizar los parlamentos de la diva. Pero no sólo ella se convirtió en mi ídolo. Poco a poco me fui llenando de iconos que influyeron en mí: todo aquel que tuviera un pasado de amargura me servía para alimentar la sed infinita de mis odios. Fue así como logré lo que siempre quise: hacerme notar. Quien me conocía no podía dejar de hablar de mí, generalmente mal, lo cual es muy bueno porque eso demuestra que uno va un paso más adelante en esta vida. Es que por eso es que la amo tanto, a Alexis me refiero, porque ha sido mi luz, mi faro, y me enseñó, como dije, que en la vida hay que ser perra para sobrevivir manteniendo la alegría, tal como viven las arpías, pero las de verdad, esas águilas que habitan en los Andes peruanos y que, a pesar de comer carroña, son más felices que las perdices. Y para ser una buena perra, ante todo, hay que tener clase. Y tener clase no es sino mantener una sonrisa hipócrita ante las adversidades mundanas, así uno por dentro se esté muriendo de la ira. Como el día que a Jackie O le derramaron una salsa de nosequé en un restaurante neoyorquino y le ensuciaron un poco su elegante vestido negro pero, sobre todo, su bello collar de perlas blancas, y ella –se lo leí a Mary Rodríguez Ichaso en Vanidades– sin perder nunca su compostura, dirigiéndose al mesero que estaba preocupado por haberle dañado su hermoso collar, sólo atinó a decirle: «No se preocupe: en mi casa tengo más». ¡Regio! Cuando leí esa historia je sui geleé –como le aprendí a decir a una amiga franchute–. Porque así es como hay que ser: fría. Como Gaviria. Y llamar la atención de todos por la serenidad y la compostura. Y aunque reconozco que cuando estoy emotivo se me sale uno que otro gritico barranquillero, ya no me importa: al menos entre la comu-
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nidad homosexual conseguí el sitio que con tanto ahínco perseguí y ya puedo dedicarme a cantar, como las reinas venezolanas: En una noche tan linda como ésta, cualquiera de nosotras podría ganar, ser coronada Miss Venezuela… De manera que cuando Assesinata apareció en escena sentí tambalear mi pedestal de afamada figura pública. Assesinata venía de Nueva York luego de haber sido reconocida como una de las mejores drag queens de la ciudad por su show de soprano en decadencia. En ese momento en Bogotá ni siquiera conocíamos el término drag queen y lo más parecido que teníamos eran los travestis que se vendían al mejor postor en las calles de la Quince y eran perseguidos por la policía. De manera que me tranquilicé pensando que tarde o temprano terminarían rechazando la presencia de Assesinata. Sólo había que mostrarla como la travesti que era para que las amigas le hicieran el fo, porque uno puede ser gay, pero tener amigas travestis ya es mucha boleta, ¿cierto? Aun así, a pesar de trabajar –sotto voce, por supuesto– para conseguir que la evitaran, Assesinata cada día era más admirada y querida. De manera que me acordé de Maquiavelo y cambié de táctica: decidí acercarme a ella y conocerla de cerca para destronarla. Es como hacer un benchmarking –pensé– (que era de lo poco que recordaba de mi paso por la U): apropiarme de lo mejor de la diva para mostrarlo como propio. Desde un principio la soprano me pareció sosa, sin gracia aparente, salvo la valentía de vestir en público prendas femeninas. Entendí, por tanto, que mi labor tendría pronto éxito. Tal vez sea este el momento propicio para recordar que soy excelente con la aguja y la tijera, por lo que copiar los diseños de Armani o Versace que veía en las Vanidades y en las Cosmos no fue trabajo difícil. Lo único que llamó poderosamente mi atención fue que no había veneno en las palabras de Assesinata, ni mucho menos amargura en su corazón. Me asaltó la duda, por tanto, de creer que Assesinata era straight, que son esos hombres raros que tienen sexo con mujeres. Pero mi Dios es grande y una madrugada, luego de un after party en algún lugar clandestino de la sabana de Bogotá, me lo encontré en los saunas del Apolo’s Club rodeado de plebeyos mancebitos, por lo que
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mi temor se desvaneció. Aunque surgió otra preocupación: la gente hablaba mucho de su carisma. Yo les había oído la palabreja a todas las reinas en Cartagena pero, lo confieso, no sabía con exactitud su significado. A pesar de lo buen estudiante que siempre fui, confieso que fue ésta la única vez que tuve un diccionario en mis manos en toda mi vida: Don de Dios. Pues lo decidí entonces: si Dios no me había dado ese supuesto don, yo lo iba a imponer. Creé, pues, mi propio personaje. No puedo decir su nombre puesto que no me interesa que sepan quién soy en realidad. Lo cierto es que comencé a vestir con prendas de mujer cada viernes en la noche, cuando me iba a rumbear a La Caja de Pandora, y fue así como descubrí que podía reírme de mí misma y acercarme a la gente sin prevención. Y el público me aceptó sin miramientos y me quiso como quería a Assesinata. Además, por ese fuerte deseo de superación que me ha empujado toda mi vida, pedí un préstamo en el Banco Industrial y del Comercio porque el gerente de una sucursal era amigo mío y, como buen colombiano, tomé el vuelo de Avianca una tarde cualquiera, y me fui un mes a Nueva York a conocer el mundo de las dragas. En la Gran Manzana la pasé redivino: estuve en el Rome –el bar donde surgió Assesinata–, y en la Escuelita, y en el Champs, y en el Splash, y en todos los bares famosos de los que hablaba la diva; me mostré en el Festival de Wigstock con un vestido intergaláctico que me diseñó Enrique en Bogotá; y fui a Lips en drag con una espectacular minifalda negra y una peluca pelirroja que me prestó el amigo mejicano que me hospedó. Al final volví a Colombia con maletas enteras de pelucas compradas en la Sixth con Twenty Seventh y de tacones de doce centímetros, y de uñas postizas de todos los colores, y de pestañas, y de maquillaje, y de todo lo que se puede comprar en el Patricia Fields, el almacén preferido por las dragas de Nueva York adonde me llevó mi amiga Pure X, otra gran drag criolla que triunfa en esas lejanías a pesar de que la prensa nacional no le haga tantos aspavientos como a otros que también dejan en alto el buen nombre de nuestro país en el exterior. Al regresar encontré una deuda de diez millones en el banco, pero no me importó: ya nadie me desbancaría.
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Sólo me faltaba una cosa para ser la persona más conocida de la ciudad: salir de Cedritos, el barrio distante donde vivía, y buscar un lugar más cool que pudiese convertir en centro de reunión de todas las amigas. Lo conseguí muy pronto: el marido de un paisano acababa de construir unos apartamentos que no se vendían por la recesión que vive el país. Para colmo de la alegría, el edificio queda en pleno corazón de Gay Hills, es decir, en Chapinero Alto, que es donde vive la mayor cantidad de locas en Bogotá. Así que fui donde este arquitecto, me le metí como pude y terminó arrendándome uno que decoré espectacular, puesto que inmediatamente me lo entregaron fui a Bima, eché un tarjetazo, y me lo compré todo todito: el jueguito de sala bien bonito y con florerito, el de comedor con dos puestos nada más, la camita durita para los amantes de siempre, la mesita de noche para guardar los condones, y todas las cositas de la cocina que siempre se necesitan, aunque yo de cocinar ¡nanay cucas!, la verdad sea dicha. Creo que ahora está un poco arrepentido mi amigo el arquitecto porque le estoy debiendo cinco meses de arriendo. Pero ya le dije que si le decía a una sola persona lo de mi deuda yo le contaba inmediatamente a mi paisano sobre el día que me lo encontré en el cuarto oscuro de los saunas del Apolo’s Club en actividades non sanctas. Finalmente llegó el día en que amanecía y me sentía regia. Tenía un nombre, una posición, y todos los que me conocían me temían, que es la mejor forma de adoración, como aprendí del dios Ra. No tenía a nadie conmigo, es cierto. Es decir, ninguna relación sentimental. Pero soy de los que digo que la soledad es una constante homosexual. Existen algunos casos casi exóticos de parejas dizque estables, pero son matrimonios que tarde o temprano acaban porque siempre hay alguien encargado de meterse en la relación. Ya sabes, si uno está solo, ¿por qué los demás pueden tener a alguien? Incluso yo mismo a veces intento separar a mis amigos cuando se consiguen un hembrito. Y si no logro acostarme con el levante, al menos le invento un chisme, pero que acabo el matrimonio, lo acabo, tal como una vez lo hiciera conmigo el zopilote de la Marcos. Obviamente, cuando aparezca en mi vida el machote que
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siempre he esperado, si alguno de mis amigos pretende volver a meterse en mi relación como lo hizo la malparida esa, te juro te juro te juro –como dice la vieja de la propaganda de Dove– te juro que lo acabo. No digo que lo mato, claro está, porque eso sería muy fácil. Pero le hago la vida tan imposible que, por lo menos, consigo que se suicide. En eso iba mi vida cuando lo del préstamo de Invercrédito y la compra del computador y la internet y el chat room y el gatito cachaco que no era de Billings, Montana, quien me citó ya una vez para encontrarnos en la entrada de los cinemas del Andino, pero tuve que incumplirle la cita y quedó sin saber que yo no soy el Richard que firma los e-mails, ni el chico rubio, alto, déclassé, elegante sí, sin duda alguna, porque siempre me consideraron el hombre mejor vestido de Barranquilla por andar à la dernière, pero no con la ropa de Armani de la que siempre hablo. En realidad ni siquiera tengo para un vestido de Ricardo Pava. Lo que pasa es que uno va adentrándose en la mentira y salir de ella puede ser imposible, y lo malo es que con las locas nunca se sabe cuándo se dice la verdad y cuándo no. Por eso, cuando conocí en el chat a Jorge Mario, pensé que era otro más de los que se conoce en cualquier Caja de Pandora, que venía con sus ínfulas a tratar de humillarlo a uno con su belleza y su dinero y su buen porte y su familia distinguida. Y como no estoy acostumbrado a que me pordebajeen, inmediatamente le dije lo mismo que a todo el que me ha conocido en Bogotá: que mi padre no nos abandonó cuando éramos niños sino que murió en el avión de Avianca que se estrelló en el aeropuerto de Barajas; que a mamá no le hace los trajes la costurera del pueblo sino que siempre los encarga a la avenida Montaigne de París porque sólo le gusta usar sastres franceses; que ella, además, proviene de una distinguidísima familia de mi departamento, cuando lo cierto es que es hija natural de un señor Buelvas a quien nunca conocí y que dejó hijos regados por toda la comarca; lo único cierto es que es abogada y que actualmente se desempeña como fiscal regional del Atlántico, pero ese fue un trabajo que se ganó a pulso, trabajando toda una vida, y no por el honor de ser sobrina del famoso senador Buelvas, el mismo que tantos debates le ha hecho a este gobierno
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en el Congreso y de quien, por desgracia, no tengo ni un átimo de sangre. Claro que yo tampoco sé si todo lo que me ha contado Jorge Mario es cierto, pero tengo indicios. El más visible es el nombre: se llama Jorge Mario y no Jerson, ni Milton Hamilton, ni John Jairo, ni Wilber Sócrates, ni ninguno de esos nombres extravagantes con que los pobres bautizan a sus hijos; otra cosa es que me ha contado sobre sus viajes a Europa, y le creo porque a veces me escribe, como quien no quiere, un oui, o un caro cuore, y alguna vez me firmó ich liebe dich –que aún no sé ni en qué idioma está pero se me ocurre europeo–; además, siempre escribe con propiedad de sus amigos, y todos son de familia distinguida. Por eso, cuando voy al Barbie Gym dizque a levantar pesas, siempre que veo a alguien hablando con Juan Pablo Shuck, o con John Ceballos, o con María Hembra, o con la niña Mencha, siempre, siempre, siempre me pregunto si será ese mi Jorge Mario, si será esa mi princesa rosada, si será mi lindo minino que algún día vendrá a mi cama y me arañará la espalda y me romperá el corazón como se lo rompieron al Alejandrito Sanz, papito divino, que venga y se me arrime pa’ que yo se lo reponga. Anoche, casualmente, estuve en el Barbie Gym, que realmente no se llama así, pero como todas las amigas que tenemos con qué somos socias, pues lo identificamos con ese nombre entre nosotros. Ahora bien, es cierto que es un gimnasio caro, pero yo tengo la fortuna de contar con un buen cupo de sobregiro en mi cuenta corriente del Citibank y, ya sabes, siempre se puede girar un cheque de más. Por otra parte, ir al Barbie Gym es la mejor inversión que uno puede hacer: primero, lo ven a uno personas importantes y de alta connotación social –que ya de por sí es suficiente– y, segundo, siempre puedo contarle a mis amigos que estoy en este gimnasio. Anoche, repito, me fui al Barbie Gym a hacer algo de deporte. Entré y subí directamente a ocupar puesto para la clase de spinning, porque siempre llego tarde y no encuentro bicicleta disponible. Así que dejé mis guantes Reebok, que compré en el Sport’s Authority de los Niuyores, amarrados del manubrio, y bajé a tomar agua ya que andaba 35
como sediento. Pero me distraje haciendo lengua press –hablando, para que se entienda– con mi amigo Óscar y cuando subí nuevamente, la clase ya había comenzado y –¡guácala!–¿adivinen a quién tenía de vecino? Horror de los horrores: a la Romero. Sí, a la que se imaginan: a la peluquera peliteñida que es una mujer total, toda una dama, o diré mejor, todo un travesti, que quién sabe de dónde habrá sacado la plata para venir a este gimnasio, que por lo guabalosa que es debió nacer en el barrio Siloé, aunque se haya criado en El Guabal –porque sé que es de Cali–, y que de la noche a la mañana se volvió tan distinguida que –me contó un amigo intelectual– hasta Poncho Rentería escribe de ella en sus columnas de El Tiempo. Y lo grave es que no sólo me la tuve que soportar sentada en la bici vecina sino que ahora resulta que la muy igualada se mandó a hacer un tatuaje de pececitos igualito al que me describió Jorge Mario que se había mandado hacer ahí donde hacen los tatuajes en la Trece con Sesenta, y eso sí me parece muy boleta que los dos tengan un tatuaje idéntico. De manera que ahora estoy preocupado al pensar que a mi gatito precioso lo motile semejante boleta de peluquera. Porque estoy seguro que tuvo que ser de Jorge Mario de quien se copió el tatuaje, ya que ni imaginación propia debe tener ésa.
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(Fragmento)
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Líbranos del bien -2008-
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Mucho antes de que mi pueblo enfrentara la angustia, la miseria y la sinrazón de la violencia, Ricardo Palmera y sus amigos entendieron que la moda en el país eran los movimientos cívicos. Había para todos los gustos, pero el ejemplo a seguir lo encontraron en Barrancabermeja: el Frente Amplio del Magdalena Medio. Lo fundó Ricardo Lara Parada, uno de los más famosos seguidores del eln que desertó a tiempo de la guerrilla cuando comenzaron las purgas internas. Ricardo y Ricardo (Lara y Palmera) se conocieron en Bogotá. A Ricardo (Lara Parada) le encantó el trabajo que Ricardo (Palmera Pineda) adelantaba en Valledupar. Entonces lo invitó a la ciudad –digo, Palmera a Lara–, para que constatara de cerca lo que le contaba de lejos. Pero así es la vida. Por esos días, como lo contó un testigo, mandaron bajarse a Ricardo –Lara Parada– y ni vivo ni muerto llegó a la ciudad. Como quien dice, Lara se les escapó a las purgas internas pero no a su destino con el más allá. Fecha para la memoria: noviembre de 1985. Pero Ricardo Palmera conservó la idea de fundar ese mismo movimiento cívico que revoloteaba en la cabeza de sus amigos. –¿Con qué base social? –pregunté a Rodolfo Quintero, cofundador de este movimiento junto con Imelda Daza–: ¿No era muy ingenua esa idea de un puñado de hombres inventándose un partido nuevo? –Sí y no –contestó–. Sí, porque sólo contaba con unos pocos votos. No, porque así, en pequeño, es como comienzan los sueños. Cualquier sueño. Cualquiera que nace de la noche a la mañana. De la noche a la mañana comenzaron a darle forma al movimiento. Quizá haciendo eco de las palabras que alguna vez Bateman Cayón le confió a la periodista Patricia Lara. 41
La guerra se gana uniendo al pueblo: al pueblo liberal, al conservador, al comunista, al abstencionista, ¡al pueblo entero! Pero para unirlo hay que atraerlo primero. Eran tiempos efervescentes, cuando las ideas prendían por sí solas, como una colilla encendida en una bodega algodonera. Ricardo presentó con sus amigos de partido a su amigacha de la universidad, a Imelda, la villanuevera, la de labia fogosa. De entrada no la aceptaron. La veían como «una galanista sin fundamentos». Pero pasó lo de siempre. Imelda abrió la boca, dijo tres frases inteligentes y todos quedaron atontados y contentos. Contentos pero angustiados porque la salida del clóset se apresuraba a pasos agigantados. ¿Cómo los iban a tomar? ¿Qué iba a pensar la sociedad? ¿Perderían sus trabajos? ¿Sus amigos de siempre les retirarían el saludo? ¿Les dirían de frente que los respetaban mientras se burlaban a sus espaldas? Qué vaina: el partido que alentaban hundía su huella en la izquierda odiada. ¡Demasiado para un pueblo que no soporta las audacias! Para prepararse, organizaron convivencias antes de despedirse del anonimato. Eran reuniones de treinta, cuarenta, cincuenta personas, donde dominaba la verborrea, el debate era el gran protagonista y se escuchaban frases que hablaban de cambio social. Por caso, nada más oigan esto que encontré entre los papeles de Alicia: Sabemos que la oligarquía liberal y conservadora no va a hacer las reformas que estamos planteando. Tenemos que ganárnoslas nosotros y se harán en la medida en que el pueblo sea gobierno, sea poder, se forme un gobierno popular. Pero de aquí a que se forme nosotros tenemos que empujar por las reivindicaciones concretas de la región, por las reivindicaciones nacionales que cobijen a todos los ciudadanos. Hay que aspirar a ese poder. Aspirar a tomarnos la dirección del Estado. Hay que tenerle gusto a eso, ése es el objetivo, es la llamita que nos está atrayendo. Para llegar a esa llamita que nos está titilando como una luciérnaga en noches oscuras, tenemos que caminar por diferentes atajos, pasar ríos, vadear montañas, retroceder, acompañarnos de más gente, pero la lucecita tenemos que irla buscando, y esa lucecita es el gobierno del pueblo.
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Con los días, el grupo fue creciendo, creciendo, creciendo, como una de esas bombas de goma que inflan con helio en la Plaza de Lourdes. Hasta que salieron del clóset con desparpajo. Al asunto le metieron folclor, le metieron musiquita en vivo, como hacen los gamonales de los grandes partidos, y un espacio inmenso para que cupiera todo el gentío que habían querido: la gallera Miguel Yanet. La cosa resultó mejor de lo planeado. Las fotos, como aquellas de Fidel en 1959 entrando a La Habana con el Che Guevara y Camilo Cienfuegos, muestran que el movimiento iba en serio, como si de veras al Valle fuera a llegar La Revolución. ¿La fecha exacta? Veintiocho de julio de 1985. Entonces las emisoras locales hicieron eco de las tamboras que tocaban en la gallera mientras se escuchó decir con una voz que sonaba a relámpago: No fue de un momento a otro que un grupo de personas que jamás habíamos participado en las componendas de los grupos familiares de Valledupar y del Cesar se nos dio por participar en la política. Esto es fruto de un análisis sereno, fruto de descubrir que el sesenta por ciento de las cabeceras municipales del departamento no poseen alcantarillado, no poseen acueductos, y aquellos que los tienen no poseen agua tratada que genere condiciones de salud favorable a los seres humanos; fue cuando estudiamos el problema agrario y descubrimos que el cuarenta por ciento de la tierra laborable de la región está en manos del dos por ciento de los propietarios de la tierra; fue cuando vimos la situación de desempleo, de analfabetismo, las condiciones hospitalarias, como el caso concreto del Hospital Rosario Pumarejo de López. Cuando vimos todo esto decidimos no demorarnos un minuto más, no demorarnos un segundo más en salir a ocupar el puesto que la Patria exige a los ciudadanos que tienen dignidad y decoro. Lo que no mostró la radio –ni más faltaba, jamás podría– fueron las camisetas que los «revolucionarios» portaban como estandartes: El que no llora no mama, rezaba la leyenda. Ricardo no estuvo esa tarde sentado en la mesa principal. Lo de siempre. El temor por la familia, por la expulsión
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del trabajo, por la apariencia social. En adelante se conservó como ideólogo en la sombra, junto con esa amiga que de vez en cuando los apoyaba desde su emisora: Consuelo Araújo Noguera, la mujer del primo hermano de Ricardo. El programa donde cada día se transmitían los adelantos del movimiento se llamaba La Cacica comenta, porque cacica llamaban a Consuelo por su don de mando en la tierra de los arhuacos, de los kankuamos, de los tupes, de los arzarios. Tierra de indígenas admirados y respetados hasta un par de años más adelante cuando aparecieron los contraguerrilleros, es decir, los paracos. Consuelo y Ricardo, dos inteligencias brillantes que debieron de hablar de esta vida y de la otra. Hoy en día pocos en Valledupar creen la historia de que Ricardo, travestido en Simón Trinidad, dio la orden de matar a su comadre. Según informaron las noticias, el ejército trató de rescatarla luego de que fuera secuestrada por el Frente 59 de las farc a las cuatro de la tarde del 24 de septiembre de 2001 cuando regresaba a Valledupar de una misa oficiada en honor de la Virgen de Las Mercedes, en el cercano corregimiento de Patillal. Cecilia Monsalvo, compañera de secuestro de La Cacica, me contó que ambas viajaban en la camioneta Toyota de placas OHK786 cuando fueron interceptadas por dieciocho guerrilleros que habían montado un retén ilegal en cercanías de La Vega, una locación en la vía entre Patillal y Valledupar, dos pueblos distantes a media hora de carretera. Permitamos que sea ella misma quien narre los hechos. El secuestro sucedió un lunes alrededor de las cuatro de la tarde. Yo venía en el asiento del copiloto, al lado del chofer, y en la parte posterior viajaban Consuelo, Luz Estella Molina y su sobrina María Paula Molina. Cuando topamos con el retén, Consuelo creyó que se trataba de militares no tanto por las prendas del ejército que vestían sino porque el alcalde Elías Ochoa se había comprometido a que esa carretera estaría militarizada. Mas, los únicos «militares» que aparecieron fueron estos soldados de las farc. Pero me devuelvo. Te contaba que al encontrarnos frente a frente con el retén Consuelo dio la orden al chofer de que parara y se identificara. El chofer no sólo bajó del auto sino que buscó al que actuaba de comandante para 44
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decirle que transportaba a la esposa de Edgardo Maya. «Vaya y dígale al comandante que conmigo viaja la ex Ministra de Cultura», recuerdo como ayer sus palabras. Los guerrilleros, de quienes todavía no sabíamos que eran guerrilleros, avanzaron directo hasta el carro que venía detrás de nosotros, que eran los escoltas de Consuelo, a quienes obligaron a apearse. Al ver esto, Consuelo se bajó del auto en el acto, que era lo que buscaban los guerrilleros porque la camioneta en la que viajábamos estaba blindada. Consuelo se apea y es cuando los guerrilleros se presentan. Nosotros somos de las farc. ¡Dios mío, hasta aquí llegamos!, pensamos todas. El que actuaba como comandante ordenó a Consuelo volver a subir a la camioneta. Él se montó en el lugar del conductor. Entonces manejó a lo largo de la antigua trocha que conduce al corregimiento de Atánquez que, como sabes, queda a más de dos mil metros de altura en las faldas de la Sierra Nevada. En el caserío llamado La Vega nos encontramos con un grupo grande de retenidos, entre ellos el padre Iseda… ¿Que qué hacían allí? Bueno, como antes te dije, todo comenzó con un retén de la guerrilla. Ese tipo de retenes llamados «Pescas Milagrosas» porque no se trata de un operativo planeado para secuestrar a una persona en particular sino buscando la posibilidad de un pez gordo. Por eso, a todos los retenidos nos sentaron juntos mientras confirmaban los nombres en nuestras identificaciones. A la mayoría de ellos los soltaron al cabo de un par de horas, salvo a dos hombres que tenían amarrados con una misma cuerda y a nosotros ocho, o sea, las cuatro mujeres que te mencioné, el chofer y los tres escoltas. Llegó la orden de embarcarnos de nuevo en el mismo carro, la misma camioneta Toyota. Este nuevo recorrido terminó en Guatapurí, donde dormimos. O mejor, tuvimos un duermevela con sobresaltos y temores. Ocurrió ahí mismo, dentro de la Toyota, las tres mujeres de atrás recostadas unas sobre otras y yo un poco más cómoda en la silla del copiloto. Antes de las cuatro de la mañana ya teníamos el ojo abierto. Fue cuando Consuelo dijo: «Me da mucha pena con Edgardo Maya haberle ocasionado este problema». Luego se quitó el anillo que llevaba puesto y me lo regaló, quizá presagiando una despedida. Ah, olvidé contarte algo importante. Importantísimo. La noche del secuestro, tan pronto llegamos a Guatapurí Consuelo pidió ir a un baño. Llevaba su mochila arhuaca terciada en el pecho,
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de la que extrajo su celular antes de arrojarlo por el inodoro. «Ahí hay demasiados teléfonos importantes», fue todo lo que dijo. Luego, de nuevo dentro de la camioneta, sacó el diario que siempre la acompañaba y comenzó a leer algunas páginas que luego arrancó de un tirón y se llevó a la boca. Alcanzó a tragarse una buena cantidad de hojas antes de que apareciera el comandante. Creo que sólo masticó lo último que escribió. Aclaro: lo último que había escrito hasta ese momento porque ella luego recuperó el diario y lo último último que escribió fue «Jesús, hijo de David, ten compasión de nosotros»… ¿Que de manos de quién recuperó el diario? Eso era lo que estaba por decirte. Cuando el comandante se acercó a la camioneta lo primero que hizo fue pedirle a Consuelo su mochila. Además de la mochila, Consuelo le regaló el collar que llevaba puesto. En esa ocasión, junto con el comandante se acercaron otros guerrilleros que querían conocerla. ¿Sabes? Le hablaban con especial admiración. Pero sigamos en lo que íbamos, y en lo que íbamos era que esa noche dormimos en la camioneta y al día siguiente despertamos mucho antes del alba. Oramos un poco. Ya sabes que las mujeres de por acá somos muy dadas a Dios. El comandante se acercó a la camioneta. «Buenos días», dijo en tono amable. Consuelo le preguntó si habría desayuno y él nos hizo llegar una taza de café a cada una mientras cocinaban algo de comer. Consuelo aprovechó la cercanía del comandante y el ambiente tranquilo para comentarle que ella era muy amiga de Simón Trinidad. «Ya lo imaginaba», contestó el guerrillero, «absolutamente todos los secuestrados dicen lo mismo». Entonces se escucharon los helicópteros artillados y luego el estruendo de varias ráfagas… ¿Que por qué el ejército llegó de manera escandalosa en lugar de adelantar el operativo con discreción? De eso no tengo idea. ¿Para qué te voy a echar mentiras? Lo que puedo afirmarte es que luego me enteré que esa misma tropa venía de un combate en Curumaní, o sea, estaba cansada. Pero sigamos. Todos los guerrilleros salieron corriendo. El comandante se subió en la camioneta. Otra vez en el puesto del conductor. Seguimos por la misma trocha sierra arriba. Creo que debimos llegar a los tres mil o tres mil quinientos metros de altura cuando se acabó el camino. Nos bajamos a las carreras y seguimos a pie por un caminito de herradura hasta que yo no di más. Es que entre la gordura y la altura poco a poco me fui
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quedando sin aire. «De aquí no sigo», me ranché sobre un peñasco. El comandante estuvo de acuerdo en que me quedara. Consuelo se nos había adelantado mucho para ese momento. Es que ella siempre tuvo una magnífica condición física porque desde niña hizo ejercicios y fue buena caminante. Ella alcanzó a ver que yo me quedaba. Si me gritó alguna frase de despedida la verdad es que no la escuché porque en ese momento se sintió un estruendo incomprensible: varios guerrilleros habían colocado bombas en los carros en los que subimos. Sentada sobre el peñasco vi que los guerrilleros botaron la comida con la que comenzaban a preparar el desayuno. Sólo se llevaron las ollas. Estaban cocinando guineo cocido con huevos revueltos. Tiempo después llegó el comandante de La Popa. Yo me le presenté cuando lo vi venir. Le dije: «Yo soy Cecilia Monsalvo y estaba con La Cacica»… ¿Que por qué la tropa se demoró tanto en llegar? Por la sencilla razón de que no conocían la sierra. Ante esto no hay vuelta de hoja. Volví a casa muy serena. Los nervios me salieron al día siguiente. Por fortuna ya sabes cómo es la gente del Valle, que se vuelca a visitar cuando hay una tragedia. Eso me estimuló y me dio fuerzas. ¿Qué pasó con Consuelo tras el regreso de La Polla Monsalvo? Durante los siguientes días, acompañada de Luz Estella Molina y su sobrina María Paula Molina, se dedicó al ayuno y a la oración. Comía sólo panela, que pasaba con agua. Los guerrilleros nunca las trataron mal, pero ella temía el peor desenlace. Hasta que el temor se convirtió en realidad la noche del 29 de septiembre cuando tropas del ejército al mando del capitán Armando Oñoro Lamby decidieron liberarlas. Tan pronto los captores se percataron de la presencia del ejército obligaron a correr a Consuelo Araújo, descalza y asmática (en realidad Consuelo no era asmática, aunque desde niña padeció una infección en los pulmones), la separaron del grupo y se la llevaron unos ochocientos metros distante de nosotros, donde optaron por ejecutarla. Esto no me lo contaron a mí sino a las autoridades. Yo simplemente lo tomé de uno de los tantos informes oficiales en el que aparece la descripción en detalle de los acontecimientos en versión de uno de sus protagonistas: Luz Estella Molina, la 47
última persona en ver con vida a la admirada Cacica. ¿Qué vino luego del asesinato? La versión que busqué para escuchar este relato fue la de la abogada Alix Daza, quien para la fecha del secuestro se estrenaba como directora de Fiscalías, que en pocas palabras significa que era la persona encargada de asignar a los fiscales para los diversos procesos denunciados o conocidos por la Fiscal. Su testimonio es el siguiente: Hablé con Consuelo horas antes de que marchara a Patillal. Me dijo que me fuera con ellos, que en su carro había cupo. Le comenté mi temor del viaje porque la carretera a Patillal estaba atestada de guerrilla. Ella trató de tranquilizarme con la frase de que el alcalde Elías Ochoa había garantizado que la vía estaba militarizada. Incluso recuerdo cuando dijo: «Hasta le dije a [mi hijo] Rodolfo que averiguara si de veras habría ejército», pero nunca me confió la respuesta de Rodo, sólo que le había pedido que averiguara. Lo que confirmamos con el paso de los días es que la carretera sí estuvo militarizada pero el día anterior y el posterior a su paso. El anterior, que cayó domingo, porque el Alcalde ofreció un almuerzo en Patillal; el martes, porque era el inicio real de las fiestas. En todo caso, ese lunes del secuestro me enteré de la noticia hacia las siete de la noche porque me citaron a un consejo de seguridad. Allí me encontré con el general Gilibert, que comandaba el operativo de rescate, o el que sería el operativo de rescate, y con Edgardo Maya. En la mesa me senté justo frente a él. En la cabecera estaba Gilibert. Había otros militares: un coronel de La Popa y otro de la Brigada. Estaban muy ansiosos, muy afanados por adelantar cuanto antes el operativo. Tímidamente levanté la mano y mostré mi desacuerdo con la persecución en caliente de la tropa. Fue un momento que no olvido porque de inmediato Edgardo, que hasta el momento siempre estuvo callado, se levantó y se paró detrás de mi silla. O sea, yo que pensaba que estaba apoyándolo a él, de repente sentí que era él quien apoyaba mis palabras: palabras más, palabras menos se mostró de acuerdo en que las autoridades hicieran lo suyo pero pidió mucha prudencia, pues no estaba de acuerdo con el rescate militar. El sábado que la mataron le tomé la declaración a su hijo Rodolfo en horas de la mañana. Luego fui a La Popa y encontré el ambiente enrarecido. Pregunté qué pasaba pero había un 48
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silencio de desierto. A las diez de la noche volví a La Popa por si acaso tenían noticias nuevas. Encontré el mismo ambiente. A las dos y treinta de la mañana sonó el teléfono. Era un capitán del ejército del que me había hecho amiga. «Está confirmado que la mataron», fue todo lo que dijo. Me cité con él a la entrada de la Policía. Encontramos al comandante de la época hablando telefónicamente con sus superiores sobre la mejor manera de darle la noticia a Edgardo Maya. Salimos a casa de Edgardo Maya pero estaba cerrada y oscura, de manera que entendimos que todavía no lo habían llamado de la Policía. Fue cuando cometí una imprudencia llevada por los nervios. Llamé a mi amiga Nena Araújo y le comenté la mala nueva. A los cinco minutos comenzó a timbrar mi teléfono. Eran amigos buscando información que me apresuré a negar a pesar de saber que ya era tarde para hacerlo. Cuando volvimos a pasar por la casa de Maya, ya estaba revolucionada. Rodolfo fue el primero que me abrazó. Luego Ricardo, otro de sus hijos. Maya estaba estoico, muy callado y aplomado. Nos pidió a mí y a Marta Bornacelli que subiéramos a la habitación a organizar algo de ropa de Consuelo y unas sábanas para llevar a la diligencia de búsqueda del cadáver. Ya eran más de las seis de la mañana y los helicópteros del ejército no habían logrado penetrar hasta el lugar exacto del cadáver. Se trataba de un profundo cañón arriba en la sierra. Haz de cuenta el cráter de un volcán con una boca muy cerrada que dificultaba el acceso de los helicópteros. Los únicos que podían acercarse eran los Blackhawk, pero no había disponibles. El más cercano estaba en otra misión. Tuvimos que esperar hasta las cuatro de la tarde. Entonces Maya me dijo: «Ve tú y la buscas y me la entregas en mis manos». Así se hizo. Me subí a ese Blackhawk a pesar de mi miedo a los aviones. De los nueve, era la única mujer. Llegamos al lugar de los hechos, bajamos al abismo y lo primero que vi fue una kankurúa de techo de paja. Sabes lo que es una kankurúa, ¿cierto? Es un lugar sagrado de los indios arhuacos. La kankurúa estaba bordeada por una murallita de piedra, muy bonita. El sitio era muy lindo. Un vallecito de pasto verde y bajito, sin árboles. Hacía tanto frío que no podía hablar, pues me temblaban los labios. Un cerdito, único ser vivo en varios kilómetros a la redonda, salió a darnos la bienvenida. Dentro de la kankurúa todo era desorden, basura y una hedentina que golpeaba con rabia. A unos cuantos
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pasos de la entrada estaba tendido el cuerpo sin vida de un guerrillero, los ojos abiertos frente al inmenso firmamento, los brazos extendidos en cruz. Me acerqué y comprobé que tenía agujeros de bala por todas partes. Caminé unos cuantos metros hasta encontrar el límite de otro precipicio. Miré hacia abajo. Sólo había piedras. En una de ellas, según escuché más tarde el relato de Luz Estella Molina, Consuelo se detuvo y dijo: «Aquí me quedo». O sea, como decimos por acá, se enchoyó. Supe cuál fue esta piedra antes de escuchar a Luz Estella porque a partir de ella en la arena había rastros de que la habían arrastrado. Era un camino pedregoso que bajé con mucha dificultad y terminaba en un corralito incipiente sin animales. Al lado estaba el cuerpo aguijoneado de Consuelo. Aguijoneado por los disparos, ¿no? El cuerpo del guerrillero y el de Consuelo distaban unos doce metros. Consuelo estaba boca abajo, con el brazo derecho extendido y el izquierdo debajo de su cabeza. Como si antes de caer hubiera tenido tiempo de proteger la cara con la mano. Volteamos su cuerpo, que comenzaba a abotagarse. En su rostro había rastros de terror: «con los labios azulados», la boca era una mueca de pánico. Distante unos cuantos centímetros encontré parte del cráneo. Aquel que corresponde a la frente y al ojo derecho. Cuando revisé su cuerpo, encontré pelos en las uñas de sus manos, como si hubiera tratado de asirse al guerrillero que la cargaba. De asirse, de atacarlo, de defenderse. En cualquiera de los tres casos es mera especulación. Sus pies estaban cubiertos con trapos. No tenía uñas en los dedos de los pies. Al parecer, las perdió cuando la arrastraron. Vestía una camisa naranja y un pantalón camuflado. Se abrigaba con dos feejack al tiempo. Uno sobre otro. En el dedo central de cada mano llevaba un anillo. Se los quité y los guardé en mi bolso. La imagen que más llamó mi atención y que no he podido olvidar es que justo al lado del cadáver crecía la única mata en cientos de metros a la redonda. Era una orquídea, cuya flor se apoyaba en la cadera derecha de La Cacica… ¿Me preguntas cuáles impactos penetraron por el frente y cuántos por la espalda? Casi todos fueron por la espalda, salvo el que le destrozó la frente y otro en la palma de la mano derecha. De los casquillos que me preguntas no tengo mayor conocimiento. No estoy segura de cuántos recogieron o de cuántos se per-
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dieron… Entre todos los hombres cargaron el cuerpo y subimos de nuevo hasta el lugar donde nos esperaba el Blackhawk. En ese momento llegaron un par de sargentos y soldados que descendieron desde lo alto del cerro. Es decir, recordando el símil del volcán, bajaron desde la cresta del cráter. Pregunté a uno cuánto habían demorado en bajar. «Cuatro horas largas, casi cinco», contestó fatigado, y añadió: «Por la oscuridad, anoche nos demoramos más durante la persecución». No es que el trayecto fuera distante sino la zona muy escarpada y difícil de maniobrar. Supe entonces que eran los mismos hombres que habían participado en el fallido operativo de rescate. Quise saber qué tan cerca estaban de Consuelo en el momento de su muerte. Dijo: «Apenas comenzábamos a bajar desde allá arriba cuando los guerrilleros ya la habían matado acá abajo»… ¿Que cuántos eran los guerrilleros? Eso no lo supe nunca. Lo que puedo informarte al respecto es que los soldados afirmaron que la columna que la había secuestrado se perdió rápido en el monte y que a ella la cargaron sólo dos de ellos, bueno, en realidad la arrastraron, según las evidencias de laceraciones en sus pies descritas en la necropsia, y se supone que fueron esos mismos dos guerrilleros quienes la mataron… ¿Alguna otra pregunta? Bueno, entonces sigo con la historia. Antes de caer la noche tomamos el vuelo de regreso. Los primeros en correr a abrazar el cadáver fueron sus hijos Ricardo y Rodolfo. Pedí adelantar la necropsia en el batallón La Popa porque temía una revuelta popular. Cuando la abrieron encontraron su estómago completamente limpio… Diría que el clímax de esta crónica ocurrió cuando me encontré frente a frente con Edgardo y le entregué los dos anillos que ella llevaba en el momento del asesinato. Él los cogió con la mano izquierda y apretó fortísimo el puño, como si quisiera clavarse las uñas en la palma, al tiempo que apretaba y abría los ojos con desesperación pero sin lágrimas. Es una escena que no logro olvidar: Edgardo apretando el puño izquierdo mientras se tragaba el llanto. Más adelante, en algún momento me atreví a comentarle a Edgardo que Consuelo fue una afortunada porque alcanzó a arrepentirse de todos sus pecados ante Dios y a entregarle su vida mediante el ayuno. Son contadas las personas que enfrentan esa oportunidad en esta vida.
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Recuerdo ese domingo cuando sonó el teléfono en plena madrugada. No eran las cuatro y media de la mañana cuando el timbre repicó en algún lugar de mi habitación en la casa donde residía con mi amigo Toño Díaz en el barrio Santa Ana, al norte de Bogotá. Inmediatamente pensé que algo grave había ocurrido: para quienes vivimos lejos de la familia, una llamada de madrugada no es más que una noticia de muerte. Para colmo, tan pronto tuve el celular en la mano comprobé que en la pantalla aparecía el nombre de mi mamá. Una angustia helada me recorrió de arriba abajo. ¿Qué pasó? Fue mi saludo, seco y directo, al descolgar el teléfono. Ella, con voz baja –casi susurrante–, y visiblemente angustiada sólo atinó a decir: Mataron a Consuelo. Quedé frío, pues a pesar de saber que la vida de la hasta hace un par de meses Ministra de Cultura corría peligro luego de ser secuestrada por las farc, nunca pensé como un hecho cierto que atentarían contra ella, en especial conociendo la amistad que, desde niña, la unía con Ricardo Palmera. Todavía no se sabe qué pasó, recuerdo haber escuchado, como lejana en la distancia porque mis pensamientos ya comenzaban a divagar, la voz de mi mamá, quien continuaba contándome que el asesinato había ocurrido hacia las diez y media de la noche anterior a orillas del río Donachuí. Consuelo Araújo Noguera tenía sesenta y un años en el momento de su muerte. Y su esposo se acababa de posesionar como Procurador General de la Nación. Según la evidencia forense, la culpa la tuvieron seis impactos de proyectiles de arma de fuego, en su mayoría percutidos por la espalda y a una distancia inferior a sesenta centímetros, de los cuales cuatro comprometieron regiones vitales en tórax y cabeza, que ocasionaron su deceso. Según consta en la página cinco del Protocolo de Necropsias Nº 27501 del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias, Regional Bogotá, Acta de Inspección a Cadáver Nº 24801, el resumen de las lesiones traumáticas es el siguiente: 1. Laceración cerebral y fractura conminuta de cráneo por proyectil de arma de fuego.
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2. Estallido de corazón por proyectil de arma de fuego. 3. Laceración de aorta por proyectil de arma de fuego. 4. Fractura de escápula, de costillas, de vértebras por proyectil de arma de fuego. 5. Estallido de riñón izquierdo y de bazo por proyectil de arma de fuego. 6. Perforación gástrica por proyectil de arma de fuego. 7. Laceraciones múltiples en miembros inferiores. 8. Equimosis múltiple por trauma contuso en cara anterior de ambos muslos y piernas. conclusión: Se trata del caso de una mujer adulta quien recibe lesiones múltiples por proyectil de arma de fuego que comprometen la cabeza y el tórax y producen laceración cerebral y estallido de corazón, pulmones, aorta, bazo y riñón izquierdo. Lesiones de carácter esencialmente mortal en su conjunto. manera de muerte: firmado:
Homicidio.
Pedro Emilio Morales.
(Como este mundo es tan chiquito como un pañuelo, al final de mi entrevista con Tulio Villa, aquel ebanista que alguna vez habló en detalle sobre el surgimiento de los barrios populares, me enteré de que el vital anciano era dueño de una funeraria, y a través de esta funeraria fue localizado algún día desde la Alcaldía para que se hiciera cargo del cadáver de un ene ene que llevaba más de un mes en la morgue. Al llegar a la morgue Tulio Villa se encontró con la sorpresa de que ese ene ene fue el único guerrillero dado de baja en combate durante el enfrentamiento entre el ejército y las farc que buscaba liberar a la ex Ministra. Ese cuerpo parecía un colador –me contó el ebanista y fabricante de ataúdes–: tenía cuarenta y tres huecos [sic] de bala.) No todos en el pueblo confían en la versión de la veracidad del informe oficial. Créanme cuando afirmo que fueron muchos a quienes al respecto pregunté desprevenidamente 53
en la calle: más común de lo que se cree, existe la idea de que a la Cacica la mató una bala amiga (coincidencialmente la misma forma como, años atrás, murió en un retén del ejército Yolanda Valle, su mejor amiga). La frase se repite: Fue una bala del ejército, dicen en el pueblo, aunque no exoneran de responsabilidad a la guerrilla. Igual fue su culpa por haberla secuestrado, advierten. Eso sí: pocos creen la versión de que Simón Trinidad fue quien dio la orden de asesinarla. El mismo Trinidad afirmó ante el jurado gringo no sólo que abogó ante la cúpula de las farc por la liberación de la ex Ministra de Cultura, sino que incluso le dijo a “Raúl Reyes”, miembro del Secretariado de esa guerrilla, que ese secuestro era un error. Consuelo y Ricardo eran amigos y se respetaban mutuamente. Punto final. Ahora regresemos a nuestra historia. Llegaron las elecciones de 1986 y en algunos sectores había gran expectativa por la participación de la up, sigla de Unión Patriótica, el partido que nació como consecuencia de las conversaciones de paz del gobierno de Belisario Betancur con las farc. Todo comenzó con unas comisiones encargadas de contactar al grupo guerrillero, hasta llegar a los llamados Diálogos de Paz, y a principios de 1984 en La Uribe, Meta, se creó este movimiento político que pretendía ser pluralista y convergente. Jahel Quiroga Carrillo le contó a Yezid Campos que la propuesta de la up fue una avanzada que hicieron las farc con la intención de involucrarse en este movimiento político y hacer una política civilista una vez se llegara a un acuerdo de paz. Esto evidenciaba su intención de terminar el conflicto armado, de llegar a una salida política negociada. Jahel Quiroga fue la presidenta de la up en Santander en 1990, y Yezid Campos es un antropólogo que adelantó una investigación testimonial con los sobrevivientes de ese partido. Sobrevivientes, porque con todo y expectativa por lo que sucedería con ellos en las elecciones de 1986, lo cierto es que de un momento a otro comenzaron a asesinar a todos sus militantes. Sucedió en todo el país. De corre-
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lativo, como dicen en el Valle para significar «a diario, de seguido», en cualquier municipio de Colombia, de Nariño a La Guajira, de Casanare a Chocó aparecían miembros de la up asesinados. Ahora se sabe que era un plan tan serio que hasta tenía un nombre hermoso. El Baile Rojo. De Yezid Campos me enteré, o, mejor dicho, del trabajo de Yezid Campos me enteré en Valledupar en uno de los almuerzos domingueros en casa de unos parientes. El marido de una prima me contó la historia de alguien que había adelantado unas pesquisas sobre el asesinato de los miembros de la Unión Patriótica. Anoté los datos del libro y de su autor y tras llegar a Bogotá me fui de librería en librería preguntando por el texto. Nadie lo conocía o hacía rato se les había agotado. Tuve una idea. Entré en Google y anoté el nombre de Campos. Las páginas que me aparecieron no me hablaban de un libro sino de un documental. En una de ellas estaba la dirección electrónica del autor. Le escribí preguntándole dónde podía adquirir su texto. Esa misma tarde me respondió asegurándome que no había un solo libro en el mercado. Los mil ejemplares de la primera y única edición estaban agotados. Aun así, muy generoso, me aportó su solución: me facilitaría su único texto para fotocopiarlo. Concertamos una cita para almorzar esa misma semana en uno de esos restaurantes del Centro Internacional en cercanías del Hotel Tequendama y del edificio Bachué. Nos encontramos a la hora indicada, coincidimos en pedir ajiaco como almuerzo y hablamos largamente sobre su investigación. Yezid es antropólogo e investigador social. Trabajó como director de la Estación Antropológica de la Sierra Nevada de Santa Marta, lo que significa que conoce muy bien la zona por donde los últimos años se desplazaron Simón Trinidad y Jorge Cuarenta. Le hablé sobre mi trabajo, sobre mi urgencia de contarle al mundo sobre el odio que corroe las venas de la gente de mi tierra colombiana. Yezid estuvo de acuerdo. Se ve a leguas que es un hombre calmado con ansias de disfrutar la paz de Colombia. Me cayó muy bien. No sólo me prestó un ejemplar de su libro sino que también
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me regaló un dvd, pues toda su investigación fue filmada. De esta manera pude ver por vez primera la figura de Imelda Daza, a quien tanto había oído mentar en Valledupar. Imelda sigue exiliada. Vive en un pueblo cualquiera en la siempre gélida Suecia. Es una mujer cercana a los sesenta, de cabellos cenizos cortos, que habla con ese acento musical de la región, tan cantaíto que en sí mismo semeja una canción. Su testimonio está lleno de cariño y de recuerdos dolorosos. Cariño por los amigos y familiares que nunca más volvió a ver, y recuerdos dolorosos por tantos cercanos a su corazón que encontraron la muerte por apoyar la misma causa, una misma causa común. Se siente la vida en cada una de sus palabras a pesar de la tristeza por haber abandonado desde hace tanto tiempo el paisaje donde creció. Lo cierto es que no puede volver a Colombia porque podría esperarla la muerte. Escucharla, leerla, es comprender las razones que tuvo Ricardo para desaparecer en el monte. Me habría encantado viajar a Suecia a auscultar su historia de primera mano y preguntarle toda una andanada de inquietudes que me suscitó leerla, pero como mi precaria economía no me lo permite decidí apropiarme, previa consulta con Yezid, de algunos apartes de su testimonio que considero valioso que ustedes conozcan, como este donde dice: un miembro entusiasta en el Nuevo Liberalismo fue Ricardo Palmera. Ahí desplegó todas sus dotes de político, de expositor. Nunca antes se había destacado como en ese período. Viajamos mucho a La Guajira, a todo el Cesar, asistimos a eventos en toda la Costa Atlántica. Hicimos una experiencia muy interesante. Sobre todo el médico López Teherán, Ricardo Palmera y yo. López Teherán fue aquel médico vecino de Ricardo en el mismo edificio Brasilia de la calle 9c Nº10-35 que se constituyó en la última morada vallenata para ambos. El primero, antes de partir al otro mundo; el segundo, antes de que lo extraditaran al Primer Mundo. El asesinato de López Teherán fue en plena mañanita, antes de salir hacia su consultorio en la clínica de los Seguros Sociales. Saliendo de su casa –cuenta Imelda–, unos hombres lo abordaron cuando él se montaba en su vehículo y lo mataron. Sucedió el 13 de marzo de 1991. 56
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No fue el único de los amigos. Antes habían asesinado a Jairo Urbina Lacouture, a Toño Quiroz en Becerril, a un concejal en San Alberto y a otro en San Martín. La muerte de Toño Quiroz, el concejal de Becerril, es la primera que cuenta Imelda. Un poco después del dieciocho de abril del 87, recibimos la terrible noticia de que Toño Quiroz había sido asesinado en Becerril. Toño era un hombre muy especial. Era conservador, era un hombre jefe de hogar que tenía su mujer y sus hijos. Un hombre de una voz que no necesitaba micrófono. Después de la de Toño Quiroz, Imelda narra la captura de Jairo Urbina ese mismo día que velaban a Quiroz en Becerril. Al parecer, Urbina salió del velatorio a hacer alguna diligencia personal en la Jagua de Ibirico pero nunca regresó. Una patrulla del ejército lo detuvo. Lo bajaron de su carro, lo metieron a un camión y se lo llevaron. Nosotros seguíamos en el velorio de Toño e íbamos a salir para la iglesia y luego al cementerio. Pero alguien que venía por la carretera se anticipó y nos avisó lo que había sucedido. Nos decidimos a irnos detrás del camión donde llevaban a Jairo porque sospechábamos que también lo iban a asesinar. Eso fue una osadía, desde luego. Cuando íbamos en la carretera de Becerril hacia Codazzi, el camión del ejército se detuvo, se bajó un teniente y nos apuntó con su arma y nos conminó a devolvernos. Imelda estaba embarazada y eso la salvó de la requisa que los militares hicieron a sus amigos. El grupo de amigos se devolvió entonces hasta Valledupar y entró directo a la oficina de la gobernadora Marinés Castro de Ariza (nieta de Dominga Palmera, o sea, prima de Ricardo. ¿Es que acaso en este pueblo todos son parientes? Sí, por uno u otro lado todo el pueblo está atado, maniatado, encadenado). Le contaron lo que estaba pasando. La gobernadora llamó al comandante de La Popa pero a Jairo nunca lo llevaron a ese batallón. En su lugar, lo trasladaron hasta el comando del ejército de Buenavista, en La Guajira. Hasta allá fueron a buscarlo los amigos. Lograron que lo soltaran, pero el hombre ya estaba sentenciado y un par de años después finalmente lo mataron. Las pesquisas por los asesinatos no llegaron a ningún Pereira. Lo de siempre. Los investigadores afirmaron que fueron las Fuerzas Oscuras y con eso se solucionó el problema.
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Esas silenciosas Fuerzas del Mal disfrazadas como Fuerzas del Bien son las mismas que menciona Kevin Spacey en Los sospechosos de siempre cuando advierte que el mejor truco del diablo es convencer a todo el mundo de que él no existe. (A propósito, me gusta la manera como Josefina Palmera definió Fuerzas del Bien: Es cuando varios que se creen buenos se unen para ocultar la maldad que hacen entre todos ellos. Me soltó esta frase a lo largo de una conversación en la que se regó en prosa contra los asesinos de su hija. Otro párrafo suyo de esa misma conversa que quisiera resaltar es el que advierte: Es que este mundo está lleno de gente buena que hace cosas malas justificadas en «el bien». Para justificar el bien siempre se recurre a la mano criminal. «El bien» es populista y carece de moral. Es populista porque nadie puede oponerse a él. Y es inmoral porque en su nombre se cometen los más atroces crímenes. Nunca se sabe qué esperar de los buenos. De los malos, en cambio, de entrada sabemos que no son hipócritas. Y eso, en sí, ya es una ganancia. Es que la hipocresía es más criminal que la maldad). De estas «Fuerzas del bien» hacen parte extremistas de derecha, intolerantes, gente que teme perder el statu quo, homofóbicos, racistas, clasistas, xenófobos, pero especialmente aquel que habla de paz pero por detrás promueve la guerra; aquel que almacena odio en su corazón mientras por su boca respira bondad, amor; aquel para quien la palabra moral traduce asesinar. En fin. Todos los que recurren a la fuerza para imponer sus ideas. Lo curioso es que la derecha no avanza cuando la izquierda retrocede. La derecha se frena, se deslegitima, cada vez que busca acabar con la izquierda. Y viceversa, por supuesto. Es un juego de locos, un círculo vicioso. Quizá lo más sencillo sea aprender a convivir juntos, respetar mutuamente los espacios. Con eso no habría ni Fuerzas del Mal ni mucho menos Fuerzas del Bien. Esas mismas Fuerzas del Bien que escuché mentar desde niño cuando mi abuelo, que fue almacenista de la United Fruit Company antes de su llegada a Sevilla, contaba en detalle la masacre aquella de las bananeras, cuya historia no vale la pena rescatar de tanto que se ha dicho de ella, pero de la que merece recalcarse la anécdota que por estas mismas calles vallenatas repiten los mayores.
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Cuentan los mayores lo mismo de lo que fue testigo mi abuelo: que luego de la cacería humana en la que soldados cachacos aniquilaron a miles de indefensos obreros costeños, el famoso coronel Cortés Vargas, exaltado a la condición de Gran Héroe aquel 6 de diciembre de 1928, celebró tremenda fiesta a la que asistieron las directivas de la United Fruit Company junto con sus serviles abogados de cadencia andina ms, por supuesto, la aristocracia bananera de Santa Marta. ¿Qué celebraban si acababan de acribillar a más de tres mil cristianos? Sencillo: Celebraban el triunfo de las Fuerzas del Bien. Pero aquí no acaba el cuento, porque –ahíto de gloria– ese mismo coronel pronto fue nombrado por el presidente conservador Abadía Méndez como director de la Policía Nacional a manera de homenaje por su «valerosa» faena. Claro que no le duró mucho –recordó en estos días Josefina Palmera–, pues al poco tiempo se presentó en la capital un incidente de corrupción administrativa y entonces el hombre tuvo que enfrentarse a la burguesía bogotana, la misma que había aplaudido la matazón costeña pero que ahora lo condenaba por atreverse a hocicar la conducta de algunos de sus pares. Es que, Loncho, ya te he dicho y no me haces caso que cachaco, paloma y gato, son tres animales ingratos: en este país, la historia oficial que se tiene en cuenta es la de los cachacos. Lo que ellos escriben es lo que se da por cierto y sólo por su moral exigen respeto. ¿El resto de colombianos? El resto de los colombianos les importamos un soberano peto. Pero no caigamos en la trampa de la dispersión. Jairo Urbina, Rodolfo Quintero, Imelda Daza y muchos otros vallenatos participaron en la ya célebre Marcha Campesina del Nororiente Colombiano realizada en Valledupar entre el 8 y el 12 de junio de 1987. Digo «célebre», pues de ahí en más, como dicen los argentinos, la historia de la ciudad se partió en dos. Álvaro Muñoz Vélez era el alcalde de Valledupar cuando esto sucedió. La historia oficial asegura que la ciudad fue lo más cercano a un paraíso hasta que sucedieron estos actos. Por eso prefiero que sea la misma voz oficial quien nos regale su versión de estos precisos factos.
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La llamada marcha campesina, o del nororiente colombiano, fue un grupo de campesinos de los santanderes y del sur del Cesar que marcharon hasta Valledupar por la carretera oriental con el fin de presentar un pliego de peticiones con reclamos elementales en salud, educación y vías. Se decía que era organizada por la guerrilla y hubo temor de desplazamiento de los habitantes del departamento. Duró varios días, y todavía se desconoce el soporte económico. Ellos cocinaban donde llegaban porque andaban preparados con ollas, peroles, corotos y otros chismes de cocina. A medida que avanzaban fueron topándose, en cada municipio visitado, con la fuerza pública. Pero nunca hubo desmanes de ninguna de las partes. Por el contrario, transcurrió con tranquilidad hasta el municipio de Curumaní. Allí el gobierno de Virgilio Barco, con César Gaviria como ministro de Gobierno, ordenó detenerla. Sin recurrir a la fuerza, el ejército cumplió la orden bloqueando la carretera sin dejar pasar ni vehículos ni caminantes. Dos o tres días después llegó una contraorden. El ministro Gaviria ordenó a la gobernadora del Cesar, Marinés Castro de Ariza, que se permitiera la continuación de la marcha hasta su objetivo inicial. Los campesinos avanzaron hasta la población de Codazzi, donde nuevamente el gobierno ordenó disolverla. En este momento, los marchantes ya no estaban tan compactos como en Curumaní. Estaban disgregados por el cansancio y por la atención a los niños. Aun así, la orden del gobierno no tuvo eco y ellos continuaron el recorrido hasta Valledupar donde el objetivo era tomarse la Plaza Alfonso López. Frente a las instalaciones de la Feria Ganadera, a la entrada de la ciudad, el ejército dispuso un fuerte cordón humano para permitir la negociación entre campesinos y voceros del Alcalde. Para desgracia del gobierno local, ellos no contaban con un gran líder encargado de esas lides y entre todos impusieron sus deseos. Inicialmente, la Alcaldía intentó conducirlos hasta la Plaza Doce de Octubre o la del Primero de Mayo, localizadas ambas en barrios populares. Finalmente los marchantes alcanzaron la Plaza Alfonso López. Nos tomaron por sorpresa porque se alojaron allí y tenían libertad de movimiento. Salían, entraban, y eso permitió que se presentaran roces con la ciudadanía. Incluso hubo robos secundarios. A la marcha inicial se fueron sumando otros poco a poco. Al final eran más de
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dos mil personas. La encabezaban puros campesinos. Ante la ambigüedad del gobierno nacional, acá no sabíamos qué hacer. El tercer día nos llegó información de las libertades que se presentaban, así que por seguridad dimos vacancia a los empleados y cerramos la Alcaldía para evitar desmanes. No se tomó ninguna medida restrictiva contra el personal. Más bien se formó cierto desorden con toda esta gente, entre la gente de la ciudad y los marchantes, que deambulaban durante las noches por toda la ciudad. Se tomó una medida policiva de poner seguridad en las esquinas sin dejar salir a nadie, solamente a ellos. Tendrían que autorizar a unas personas encargadas de conseguir la comida e ir bajo un cordón de seguridad entre la Plaza y el río para bañarse y hacer sus necesidades fisiológicas. Fue la manera de imponer orden. Todo fue pacífico, salvo unos pocos heridos por cortes leves de botellas. Se situaron cascabeles en los cuatro costados. Llegaron de Buenavista. La decisión fue del general sin consultar. El general los metió de noche y eso fue un escándalo cuando los campesinos vieron un tanque de esos en cada esquina. Creó un pánico porque la Plaza se achicó cuando la gente corrió hasta la tarima, pero no hubo consecuencias lamentables. Hacia el quinto día llegó la noticia de que querían dialogar con las autoridades. Hubo consejo permanente de seguridad y hasta vino Rafael Pardo, que era el Comisionado de Paz, y dio algunas directrices sobre los diálogos, como qué podía negociar- se y en qué podía o no ceder. La gobernadora mantuvo contacto permanente con él. Los marchantes nombraron entre diez y quince compromisarios y autorizaron a unas personas para negociar en su representación. Si mi memoria no me falla creo que fueron cinco, al menos recuerdo los nombres de José Francisco Ramírez, Víctor Ochoa, Víctor Mieles, Edilberto Palomino y Rodolfo Quintero Romero. Ricardo no apareció en la marcha. También hicieron parte del Comité Negociador Consuelo Araújo Noguera, el padre Becerra, el general comandante de Brigada, el director del das, el Comandante de La Popa, el de la Policía, la gobernadora Marinés y yo. El padre Becerra jugó un papel conciliador importantísimo. De hecho, siempre fue quien concilió. En la búsqueda de un sitio neutral, yo aporté mi casa. Allí dialogamos unos tres días. Se discutía muy amablemente, aunque en una
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ocasión salieron muy disgustados; no recuerdo el motivo. Lo primero que pedían era la Plaza como permanencia, lo cual se negó; segundo, que se les permitiera deambular por toda la ciudad, que también se negó. La razón de la marcha se especificó en un memo solicitando tierras, agua potable y necesidades básicas. Pardo prometió algunas cosas y luego de cuatro días de negociación se logró el levantamiento del paro y que evacuaran la Plaza luego del compromiso de llevarlos a sus sitios con buses y camiones. En la carrera Cuarta con calle Quince estaba la fila de quienes se montaban en camiones y buses para los diferentes municipios del sur del Cesar hasta San Martín, que es el límite departamental. En total todo duró entre dieciocho y veinte días… Cuando escribas esto no olvides mencionar el pánico de los vecinos de la Plaza, como el que sufrió Carmen Montero, cuya casa fue prácticamente invadida cada vez que alguien necesitaba un baño. A algunas personas muy mayores las sacaron a otras casas, como a Delfina Pavajeau de Maestre o a Rita Molina de Pavajeau. La iglesia de La Concepción no abrió sus puertas durante esas semanas. Al edificio de Telecom, en una de las esquinas de la Plaza, se le puso una seguridad fuerte. Después de que se fueron los marchantes nos tocó pintar de blanco todas las fachadas. Con los bomberos hicimos un aseo general hasta el río. Eso olía a orina y mierda. Hay que decir que en general la ciudadanía se portó muy bien. Este hecho marcó un hito en la ciudad porque a partir de entonces se evidenció la inseguridad, en especial en el tema de los secuestros. José Francisco Ramírez le hizo un seguimiento posterior al proceso. Era un hombre muy apegado a las ideas socialistas y el más intransigente de los negociadores. Lo mataron quince días después del levantamiento del paro campesino.
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¿de dónde flores, si no hay jardín? -2015No apto para espíritus sensibles
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
¿de dónde flores, si no hay jardín? -2015-
no apto para espíritus sensibles
“El ser humano es el único animal que se odia a sí mismo”. Kureishi “Hagas lo que hagas y pienses lo que pienses De una cosa puedes estar seguro: Siempre estás jodido. Ahora, mañana, la otra semana y al año siguiente, hasta el fin de los tiempos. Jodido”. Jacky Vanmarsenille, Bullhead
Antes que nada quiero que sepas que soy drogadicto. No preguntes qué consumo. No es que tenga reparos en contarlo, sólo que ahora no me animo a hablar de eso. Hace apenas un par de años era acuerpado, e incluso hubo un tiempo, cuando dejé de hacer deporte, en que me salió barriguita… Ahora más tarde podemos entrar a mi Facebook… ¿Tienes internet? Hace rato no reviso el mío, aunque ya nadie me escribe. He perdido a todos mis amigos, el único familiar con quien hablo es papá y él no le jala a estos avances tecnológicos. Si quieres ahora te muestro fotos de cómo era cuando pesaba setenta y cuatro kilos. Ahora estoy en cincuenta y nueve, pero hay veces en que he llegado a estar más flaco. Es que con la droga no me da hambre. Puedo pasar tres o cuatro días sin dormir y muchos más sin probar bocado. Me basta mi dosis diaria de vicio, porque desde hace un tiempo todos los días tengo que consumir
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dos o tres veces, o muchas más, todo depende de la ansiedad, de lo que me pida el cuerpo. Aunque en realidad todo está en la mente. No creas que esas cosas no las sé. Conozco el discurso completo. Papá me lo restriega en la cara cada vez que peleamos, que es casi a diario desde que sabe que ando en estas. A veces la relación entre ambos puede ser como un bloque de hielo. Entonces me voy de casa cuatro, cinco, ocho días, un mes entero. Me largo y me encierro por ahí, dependiendo de la plata que tenga o de la que consiga. Me duele saber que él se mortifica por saber en las que ando, pero me duele más ser consciente de la ruina a la que he llevado mi vida en estos últimos años. pero, es que por más que lo intento... Y lo he intentado varias veces, ¿sabes? he estado con profesionales que han podido ayudarme, y no es que no quiera que me ayuden
sólo que…
Ahora sólo creo en el poder que me da la droga Lo que pasa es que los drogadictos somos muy manipuladores. Todo el tiempo le mentimos a todo el mundo, no tanto para justificar lo que hacemos, que es lo que menos interesa, sino para conseguir dinero para poder seguir en el mismo desenfreno. Eso es todo lo que nos importa. Meternos en una burbuja para no tener que pensar en este mundo de mierda. Si estoy contigo ahora y luego con alguien más, si trabajo al lado de papá, cualquier cosa que haga, lo único que tengo en mente son las ganas de volver a meter droga, no importa que apenas hayan pasado diez minutos desde la última vez que lo hice. ¿Cuántas veces al día dicen que los hombres pensamos en sexo? Una vez leí que eran muchas. Muchísimas. Algunos, por ejemplo, le gastan al tema ¡hasta la friolera de trescientas ochenta y ocho veces al día!, en tanto a las mujeres solo les quita diez de sus pensamientos diarios.
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Pues bien, yo pienso en droga más que en sexo. Por cada vez que pienso en estar con alguien se me ocurren otras diez razones para drogarme. Soy como los perros, que andan a toda hora pendientes de la comida. Olfatean aquí o persiguen la estela de una orina más allá, pero siempre con la meta puesta en lo mismo, así hayan acabado de comer y sientan el estómago indigesto, como cuando uno almuerza con bandeja paisa. No importa. La mente de ellos está en lo mismo, comida, comida, comida, siempre olisqueando en busca de comida. Así soy yo de obsesivo. Todo lo que hago, a lo que aspiro incluso en mis sueños, es a la próxima vez que meta droga. ¿Tienes una pipa o algo donde pueda consumir? ¿No te molesta si armo una mientras te hablo? No creas, a mí me da vergüenza pedirte esto… Recién nos conocemos y yo ya me tomo estas confianzas. Lo peor es que ya verás que siempre soy así. Me he vuelto muy conchudo. Antes era un pelao muy tímido, super retraído. Eso que llaman “escrupuloso”. Pero ahora no me da pena. Tampoco me avergüenza saber que no te tengo confianza como para hacer esto delante de ti, pero es que ya llevo mucho tiempo sin probar y esto es algo que me puede más, que está por encima de mis propios pudores. Eso sí, nunca consumo con otros drogos. Me gusta comprar lo mío y largarme por ahí, a un hotelucho de mala muerte o a cualquier sombra donde pueda encerrarme sin que me vean. Me da recato, no creas que no… No nací ni me crie en la calle, papá no es millonario sino eso que llaman “gente de bien”, o sea, está relacionado con familias de turmequé. Estudié en el San Bartolo, ese que queda por la Quinta, a un paso del Parque Nacional. Es un muy buen colegio, bilingüe y todo; luego hice un curso de Sistemas en el SENA mientras decidía a qué dedicarme; mi papá hizo un esfuerzo luego para apoyar mi paso por la Javeriana. Sí:
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aquí donde me ves, estudié con curas. Si la suerte hubiera estado de mi lado estaría en otro lugar, produciendo billete en vez de intentar esquilmarle lo suyo al resto del mundo. Pero no te hablaba de eso, no creas que pierdo el hilo con facilidad. Te decía que consumo solo porque soy muy tacaño para compartir lo que tengo. Hace rato aprendí que cualquier drogo al que uno lo invite a algo, así sea mínimo, después se te pega como perro al que le das comida en sólo una ocasión. O mejor, como un chinche. Si lo haces, digo, si compartes tu droga con alguien, él cree que en adelante será igual y te buscará y te seguirá y su mirada te escudriñará peor que la de un perro. ¿Te gustan los perros? Si pudiera, me compraría ahora mismo un bandog, que es un cruce de fila brasilero con mastín napolitano. Son bravísimos. No tendría jamás un perro de carácter afeminado o cobarde, sino que me haría al más asesino de todos. Ya sabes, para que me defienda y no me vuelva a pasar lo que me pasó. ¿Los conoces? Yo solo he visto dos acá en Bogotá. Tienen una cara que parece el diablo, por eso me encantan, porque con uno de ellos a mi lado podría meterme al Bronx sin temor a que me pase algo. Además de lo cruel que en el pasado fue el destino conmigo, en el Bronx ya me han apuñaleado cuatro veces, una de ellas por la espalda, que me perforó un pulmón, un riñón y no sé qué más cosas, y como las costillas les impedían hacer su trabajo, los médicos tuvieron que abrirme por el frente esta brecha que parece el río Magdalena. ¿Quieres que te muestre? No, mejor no. ¿Sabes? No quiero hablar de eso. Mejor te cuento de… Di algo, por favor… No me gusta el silencio.
Me siento solo
…A los niños de hoy deberían enseñarles principios, ¿sabes de qué hablo? Yo sí creo que a los niños hay que enseñarles principios, decirles que es malo robar, o que matar es lo peor del mundo, no sé, cosas de ese tipo que los niños de hoy no saben porque nadie se las dice. Y hay que
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decírselas con voz fuerte para que sepan desde temprano que la vida no es un juego y que, con los años, cada vez hay menos posibilidades de que mejore. Yo a mi hija le hablaba de estas cosas, le decía lo que es bueno o malo, como hacía mi mamá conmigo antes de dejarnos. Yo tengo una niña, ¿sabes? Ahora mismo tiene nueve años. Vive en Argentina, con su mamá. No quería que se fuera. Cuando ella nació, yo todavía no andaba en estas. Éramos una familia feliz de lo más común y corriente, hasta que me envicié y su mamá me abandonó. Un día mi exmujer se apareció por allá, en la casa de mi papá en donde vivo ahora, con la historia de que tenía un novio argentino y se iba con él a vivir a La Plata. “Firme acá”, me mostró un papel. “¿Qué es eso?” le pregunté. Me contestó que era mi autorización para que la niña pudiera salir del país. Me negué. Dos, tres, cuatro meses le escurrí el bulto. Me llamaba a insultarme, me gritaba, mi papá insistía en que lo mejor era que lo hiciera. Yo no quería quedarme solo. Si la dejaba ir –a la niña, digo–, ya no tendría nada más realmente mío, alguien para abrazar, para sacar fuerzas para dejar esto atrás. Me decía esas mentiras todos los días, cuando en realidad a duras penas veía a la niña en una que otra ocasión. Una tarde que estaban en el parque cerca de donde vivían (yo siempre iba y las espiaba sin que notaran mi presencia. A veces lloraba por todo lo que me estaba perdiendo), me armé de valor y me acerqué a hablarle a mi niña. Se llama Violeta, ¿ya te lo había dicho? Violeta es una flor que me gusta mucho. También me gustan las hortensias, las veraneras, los anturios morados y todo lo de ese color desde que supe que significa ambición, como los obispos, que lo visten hasta cuando triunfan y, presuntuosos, pasan a ataviarse con el rojo sangre de los cardenales. Al principio, cuando me vio, Violeta puso una mirada toda extraña, como si no me conociera. Hacía menos de un mes había estado con ella y ahora hacía como si no me reconociera. Sin embargo se acercó cuando oyó mi voz. ¿Qué te pasa, papito, estás enfermo? Me preguntó y se puso a llorar.
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Le dije que no y salí corriendo. Esa tarde en el espejo me vi más flaco y cansado y ojeroso y más sudado que nunca. Ya no era el tipo buenmozo que seducía solo con el color de mis ojos. ¿Si ves lo azules que son? Los ojos siguen intactos, pero este cuerpo, ah, si vieras… Si vieras cómo era de fuerte cuando practicaba deporte. Aquella fue la campanada de alerta, el alto a la gloria: Esa misma noche le firmé la carta a mi exmujer para que ambas se pudieran ir a la Argentina. No soportaba la idea de que mi niña me volviera a ver así, tan poco cosa, tan vuelto napia, tan hediondo a esta miseria. Lloré mientras oía música en el computador de papá. Estoy a punto de emprender un viaje con rumbo hacia lo desconocido no sé si algún día vuelva a verte no es fácil aceptar haber perdido. Por más que suplique, no me abandones dijiste no soy yo es el destino y entonces entendí que aunque te amaba tenía que elegir otro camino. De qué me sirve la vida si no la vivo contigo de qué me sirve la esperanza si es lo último que muere y sin ti ya la he perdido. ¿Conoces Camila? Es un grupo de mexicanos que me gusta mucho porque las letras de sus canciones son así, de esas que ponen a pensar, como si alguien del grupo -quizás el que la escribió- hubiera pasado por lo mismo que estaba pasando yo. Al menos así las siento. Más tarde te canto una que me parece la mejor de todas porque la siento muy mía. Es más, te la canto de una vez aunque... No, mejor no, que me pongo triste por pensar en Violeta y apenas nos estamos conociendo y estoy contento de estar contigo, así que mejor hablemos de otra cosa. ¿Estoy muy lorudo?
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Hay gente a la que le molesta que le dé tanta lora, pero si me vas a conocer es bueno que sepas que soy así de intenso solo antes de consumir… Me da la habladera y este no poder quedarme quieto en un mismo lugar, ¿sí ves que tengo que caminar y moverme todo el tiempo? Es que el cuerpo comienza pida que pida y por más que me haga el loco, ¿ya te dije que todo está en la mente? Ese es el problema, porque el cuerpo lo puedo controlar, puedo amarrarme a una silla, por ejemplo, y quedarme quieto de una vez por todas, pero ese no es el meollo del problema, pues desde arriba sigo recibiendo la orden de que ha llegado la hora, de que ya no puedo evitar por más tiempo lo que… ¿Tienes un tapita de esas de Coca Cola o algo que se le parezca? ¡Hmmm! ¿No tienes? Tiene que haber algo parecido en esta casa. ¿Cómo así que no tomas Coca Cola? Es la primera casa que conozco en la que no se toma Coca Cola… Bueno, en la mía tampoco había en mis tiempos de deportista, pero esa es otra vaina que no viene ahora al caso. Puede ser la tapa de otra gaseosa, lo que necesito no es la gaseosa sino la tapa, una así, de ese tamaño, como la de una Coca Cola. También necesito un lapicero. Debe haber un Kilométrico en esta casa, busca bien, seguro que hay uno, en todas las casas de este país siempre hay al menos un Kilométrico, aunque lo que necesito no es el lapicero sino, también, su tapita, ¿no habrá una de esas por ahí? Busca bien, por favor, para no tener que salir a esta hora. Son casi las cinco de la mañana. Hoy domingo, en esta ciudad, es más fácil comprar heroína que un Kilométrico. Igual, soy capaz de caminar los cuarenta minutos que demoramos en llegar hasta aquí con tal de conseguir la tapa de un Kilométrico. ¿Papel celofán? 73
Ah, al menos ya comienzan a aparecer las cosas. No necesito mucho, con un tris me basta. El suficiente como para tapar la tapa de Coca Cola que no aparece. ¿Y un cauchito? Necesito uno pequeño también. Debe haber por ahí, quizá en la basura porque veo que esas flores son frescas y esas vienen amarradas con un caucho. Si no hay caucho me sirve un condón.
Ah, claro, de esos sí sobran, ¿no?
Pásame uno y lo voy cortando mientras me consigues una aguja. ¿Cómo que no hay agujas en esta casa? ¿Un alfiler? ¿Una puntilla? ¿La punta de un tornillo delgado? Cualquier cosa que tenga punta me sirve… ¡No puede ser! En esta casa no hay nada de lo que hay en una casa cualquiera. Toda esa sala adornada con arte y antigüedades que deben valer una fortuna y careces de lo básico para sobrevivir. ¿Qué tipo de persona eres tú? ¿A qué sitio he venido a parar? Es la primera vez que me pasa. Bueno, bueno, sí, disculpa, ya bajo la voz, aunque no entiendo para qué si no tienes vecinos. Esta casa está en la mitad de un potrero, ¿quién puede escuchar mis gritos? Perdona, perdóname, tienes razón, es que me desespera si no meto droga a tiempo. Ya sabes, el síndrome de abstinencia, el síndrome de abstinencia. ¡Perdón! ¿sí?… ¿Perdón? Ayúdame entonces a armar esto. Tendrás al menos un destornillador pequeño, de esos de estría… No, ese no.
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Aquel de allá al fondo de la gaveta, por ejemplo, déjame ver… Sí, este sirve. Y esa tapita de allá, ¿de qué es? ¡Gotas para ojos! Tú ves muy bien, no importa que se pierdan, pero esta tapa me sirve. Ah, además está vacio el frasquito. ¿Puedo tomar la tapita? Gracias, me sirve, y, mira, esa tapa de aquel esfero, no importa que no sea Kilométrico, aunque hubiera sido ideal haber conseguido un Kilométrico. No importa, esa también me sirve. Mientras armo esto, por favor no me mires. No creas que me sentí cómodo hace un rato cuando me inyecté en el lagrimal la heroína que quedaba. No me mires, ponte a ver la tele, haz otra cosa mientras te hablo. Me avergüenza que veas cómo hago esto, ya te dije que soy un tipo conchudo capaz de cualquier cosa con tal de consumir mi vicio, pero eso no significa que no me avergüence. Eso sí, no me juzgues, si algo no soporto de la gente es que me juzgue. No necesito que nadie me diga lo que ya yo sé. Con toda la perorata que me echa mi papá cada vez que no vuelvo a la casa en tantos días y él se sospecha que ando en lo que no le gusta que ande, con todo eso que me dice, más lo que yo mismo ya sé… No creas que esto es tan así, que fue que tú y que yo y que los demás y que amén, no, yo sé el daño que me hago, pero también sé que no puedo vivir sin esto. Es más fuerte, mi mente me domina porque ¿ya te dije que todo está en la mente? No es el cuerpo el que pide más y más vicio, es la mente la que lo lleva a uno a hacer lo que uno sabe que no debe hacer.
Ahora sí, está listo esto.
No puedes decir que no soy un mago para armar pipas, ¿eh? Mira qué linda quedó. Ahora no te asustes, no voy a hacer nada extraño. No soy de esos que se ponen agresivos cuando consumen, o a los que les da por hacer oooo, uuuu, uuu, así, como si fueran simios golpeándose el pecho. Conozco a varios de esos. Una vez casi me doy con uno porque es que a mí eso me asusta, que hagan así como en trance yogui. Yo necesito relax, un sitio en el que me sienta tranquilo, donde sepa que 75
no me va a pasar nada. Ni siquiera me pongo paranoico, ya lo vas a ver, es más, ni siquiera te vas a dar cuenta de que estoy embazucado, así de tranquilo voy a estar porque tú me produces mucha confianza, me siento, no sé… ¿cómodo? Lo que sí me va a dar pena es que tan pronto aspiro me dan ganas de eructar. Bueno, primero me dan ganas de hacer del cuerpo, porque esto me revuelca el estómago, ¿no te molesta? ¿Me perdonas? Tú debes ser familiar de Job porque me tienes una paciencia, Je, je, je. Sé que no es nada agradable, dame un minuto. ¿Puedo echar el humo por la ventana? No huele a nada. Igual, no hay vecinos en diez kilómetros a la redonda. ¿Cómo se abre la ventana? Ah, entonces de una… uuuUUUUF… uuuuuu. Cof, cof. ¿Viste? Eso era todo. Ahora necesito diez minutos hasta el próximo pase, con esto que compré, uy, jueputa, cómo está de bueno, se nota que es bien puro. Y eso que me costó tan solo tres mil quinientos pesos en el Parque de Lourdes. Cof, cof. Espera un minuto y voy al baño. ¿Puedo usar el tuyo? No, prefiero el de visitas, que está más lejos del cuarto, ya sabes, por si las tripas hacen ruido… … Ya vengo Ahora sí, qué bueno está esto. No me mires así que no me gusta. (Eructo).
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Ya te había dicho que esto iba a pasar, ¿me puedo desnudar? Me gusta tocarme las güevitas mientras disfruto este momento. Una vez en ese sitio en el que nos conocimos… ¿El Infierno es que se llama? Ya sabes, al que siempre van putas y los tipos se les echan encima sin importar si se trata del salón del bar o de una habitación con la puerta abierta. A los drogos nos encanta la pornografía porque siempre andamos arrechos pero nunca tenemos con quién tirar, de modo que nos toca echar mano… de la mano. Una vez llegué allá –te decía– y había varios tipos alrededor de una vieja. Estaba rebuena, ya sabes que me encantan las mujeres así, jovencitas… Hey, a propósito, ¿tiene una peli porno? Me encanta ver porno mientras estoy así, pero de colegialas, no me gustan ni las maduras ni las tetonas que parecen mujeres de traquetos, sino así, como de uniforme, pelaitas de trencitas, como eran mis amigas en la cuadra… … De esas. Esa está bien, esa me gusta. Déjala correr. Te contaba que ese día fui a ese lugar y había una puta, una pelaita delgada, se la agarraba al tiempo como a cuatro o cinco tipos que la rodeaban en plena pista de baile. Había full gente bailando, el sitio estaba casi lleno, y esta vieja en la mitad de ellos agarrándole lo suyo a cada uno de estos manes. Yo llegué y me la saqué y tan pronto me puso la mano ya no quiso soltarla, la apretaba así con fuerza, como con ansias, y cuando dijo que era la verga más grande que nunca antes había visto –“Esta vaina tiene la mitad del tamaño de mi niño cuando nació”, fueron sus palabras exactas–, a mí se me infló el pecho delante de aquellos hombres, me sentí poderoso, como debió de sentirse Arturo cuando Merlín lo armó caballero colocando sobre su hombro la punta de Excalibur; y ella me echó otro piropo, dijo que era más grande de lo que había imaginado al verme tan flaquito, y claro, como yo apenas mido uno sesenta y tres y a pesar de que todos los demás eran muchísimo más altos, me sentí más grande que todos ellos, uy, no te imaginas lo que pensaba por dentro, como tocando
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el cielo en la punta más alta del Everest… Creo que me sonreí así, como con picardía, como pelaito feliz estrenado balón nuevo… Y no te creas, tampoco era la primera vez que me pasaba algo así. Alguna vez, mientras la sostenía en la mano en otro antro igual a El Infierno, una alguien se me acercó con los ojos todos despepitados y me preguntó entre carcajadas de timidez, “¿Cuánto pesa tu compañera?” … Hmmm… ¿Cuánto pesa mi compañera? Sabía que mi capacidad de querer mide exactamente 29 centímetros, pero esta vieja me tomó por sorpresa. Al día siguiente fui a una fama y reuní suficiente cantidad de carne con su misma forma y tamaño para no quedarme con las ganas de conocer la respuesta. La balanza arrojó la cifra de 897 gramos, casi un kilo, ¿eh? Pero sigamos con lo que te contaba de aquella vieja que pajeaba a varios al mismo tiempo aquella vez en El Infierno. Entonces se agachó a mamármela, se la llevó a la boca y de una se la sacó y escupió y se metió la mano a la boca tratando de sacarse la saliva que ya se le había pasado mientras gritaba “Esta vaina sabe inmundo, ¿es que nunca se la lava?” Y yo me sentí de lo peor. Pasé de estar encima de las nubes a querer esconderme en el hueco más profundo. Ya no fui capaz de verle la cara a nadie, me la guardé y salí de allí porque me dio vergüenza, así que corrí a la calle y en medio de la lluvia me encontré con mi esencia sabiendo que, en lo que a mí respecta, desde que ando en estas en este mundo somos sólo yo y mi abultada compañera. Y no es que estuviera sucio, o porque de veras no me la lavara. Me baño todos los días, a veces hasta dos veces, pero es que por más que me jabono no logro sacarme ese olor. Es que la droga me impregna todo. La exudo por todas partes, por cada poro, por cada uno de mis cabellos, por todas partes huelo a ella, pero sobre todo allá, porque me la agarro después de haber preparado la pipa y también después de haber fumado, y claro, por allí también sale ese olor, ¡y eso que estoy circuncidado! porque cuando no es así el olor se esconde ahí para siempre y no hay modo de sacarlo ya nunca más. Eso fue lo que pasó ese día que me sabía, como me sabe siempre, a bazuco. 78
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Pero no hablemos de eso, que me pongo tenso, más bien espera y me meto otro pasecito que esto está realmente muy fuerte, así como me gusta. Si quieres te cuento cómo comenzó todo esto, porque esto de la droga es nuevo, de hace menos de un par de años. Puedo hablarte… y créeme que esto no se lo he contado a mucha gente, y menos a mi papá, pero hay algo en ti que me da confianza, tranquilidad. Pero, no, mejor no te cuento nada de eso por ahora… ¿O si? Es que me violaron tres tipos una vez en La Calera, hace ya muchos años, cuando tenía dieciocho. A ver, si ahora tengo treinta y siete, o sea, hmmm, hace casi veinte años de eso. Pero, no, ¿sabes? Mejor de eso no hablemos porque es que yo tenía unas metas muy encumbradas. Después de eso, digo, tanto me dolió, eso fue muy duro porque no es tanto el dolor físico, que eso pasa, sino que uno como hombre, ya sabes, que otros tres tipos crean que pueden hacer contigo lo que quieran… Con el tiempo lo superé, repitiéndome que tenía que ser verraco, que había que echar pa´lante, que no me podía quedar en esa vergüenza. Fue cuando –al tiempo que asistía a la universidad– me metí de ciclista, porque yo desde niño siempre he sido un macho para los deportes, lo que pasa es que ahora me ves las piernas así de flaquiticas y las nalguitas tan escuchimizadas como las de los hombres después de que han cumplido cincuenta años. Es por la droga, pero antes, en el colegio, nadie me atajaba goles, aunque lo que realmente me gustaba era el ciclismo. Desde chiquitico, cuando solo quedamos papá y yo, nos íbamos ambos en la bici los fines de semana, por toda esa avenida Suba y luego la ruta de la ciclovía por la Boyacá hasta la avenida El Dorado y hacíamos el trayecto com-
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pleto, al devolvernos por la autopista y cruzar luego por la ciento ochenta, eso es un mundo de kilómetros, ves, casi le dábamos la vuelta completa a Bogotá, y claro, yo tenía un físico pero ni el hijueputa, y después de aquello que te conté, mejor… ¿sabes qué? Dejemos esa parte solo en lo que dije porque no me animo a hablar más de eso. Lo único bueno de eso fue que me llenó de verraquera y me puse las pilas y comencé a subir a Patios, mirándole la cara al diablo cuando cruzaba por el sitio donde me habían… ¿Sabes cuánto hacía desde la carrera Séptima con 85 hasta el mismito Patios? … Dieciséis, diecisiete minutos. Era muy bueno para eso. A veces me iba para Melgar en la mañana y regresaba esa misma tarde. Solo paraba para comer, ni para ir al baño porque ni ganas me daban pues sentía que estaba en lo mío y que iba a coronar una meta importante. Ya conoces ese dicho de que uno tiene éxito cuando le pone pasión a lo que le gusta.
O algo así.
¿Sabes por qué unos alcanzan el éxito y otros no? A veces, cuando ando todo existencialista por la droga, me daño la cabeza preguntándome vainas como si es que acaso el éxito, como la vida misma, hace una especie de selección natural –no pongas esa cara. Hablo de esos rollos darwinianos que nos enseñan en el cole–, al permitir que tan solo unos cuantos asciendan a la cima, como si, en lugar de talento y ambición, esa vaina sólo se lograra con la obsesión lacerante de quien renuncia a su propio existir. Es cierto: (ahora que lo pienso mejor), No es el talento ni la disciplina:
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¡Es la obsesión!
Entonces me vinculé a un equipo con patrocinio y todo, porque hay que pensar en grande y nadie ve el cielo con los ojos en el suelo. Por fortuna, me fue bien desde el principio: luego de hacerme varias pruebas de esfuerzo, me encaminaron por donde podía rendir más. ¿Sabes quién estaba conmigo en ese equipo? ¿Sabes quién es Santiago Botero? Bueno, ese man comenzó conmigo. La gente hasta nos encontraba parecidos, nos preguntaban si éramos hermanos, ya sabes, por lo de los ojos claros, ¿no? Pero, no… yo soy más pinta, jeje. Bueno, es cierto: era más pinta. Ahora ya no tanto. Me volví bien disciplinado y me estaba yendo lo más de bien como escalador. Cuando comencé a jalarle a esa vaina, no tenía con qué conseguirme una cicla de hierro con llantas estrechas, pero al ver la verraquera que le estaba poniendo a aquello, papá me sirvió como fiador para un crédito. Ahí fue cuando me compré la-que-tu-cicla, esa sí que era una joyita, divina mi bici profesional, tres millones de tablas me costó, y le saqué jugo como no imaginas… Hasta que me la robaron. Justo un día volviendo de Melgar, unos tipos en un camión me estaban esperando y me la bajaron como por Chinauta, y yo a duras penas tenía plata para un pasaje. Eso fue tenaz, si vieras todo lo que caminé ese día, lloré como un condenado y, claro, eso me metió en una depre severa. Estuve en esas un mes, dos meses. Al cuarto o quinto –y a pesar de lo difícil que estaba la situa económica en ese momento en la casa–, papá me volvió a ayudar porque, para qué, pero él siempre ha estado allí, dándome la mano cuando lo he necesitado. Compré otra, una más modesta, apenas millón cuatrocientos mil pesos. Y otra vez de nuevo dale que dale, que ahora no me ataja nadie porque hay que fallar muchas veces antes de aceptar la caída total. De nuevo a Patios; otra vez a Melgar, hasta Girardot. Me decía que nadie podría conmigo y cada vez que me montaba en mi caballito de acero me daba ánimos tarareando
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en la memoria aquella canción de Muse que amé desde la primera vez que la oí. ¿Tú hablas inglés? Supuse que sí. Ven y te la canto mientras la buscamos ahora en internet, que ya oíste que hasta buena voz tengo. Race, life’s a race And I’m gonna win Yes, I’m gonna win I’ll light the fuse And I’ll never lose And I choose to survive Whatever it takes Yes, I am prepared To stay alive I won’t forgive Vengeance is mine And I won’t give in Because I choose to thrive Yeah I’m gonna win* ¿Qué tal la megachimba de canción?
¡Es demasiaaaaaaaado!
Mira cómo se me paran los vellitos con solo cantarla.
Fight, fight, fight, fight, fight
Yes, I’m going to win
Porque eso era lo que yo me decía todos los días: a mí nadie me va a ganar, conmigo nadie puede, yo voy pa´ arri* “Carrera, la vida es una carrera /Y yo voy a ganar /Sí, voy a ganar /Voy a encender la mecha /Y nunca voy a perder /Y elijo sobrevivir /Cueste lo que cueste /Sí, estoy preparado /Para mantenerse con vida /No voy a perdonar / La venganza es mía /Y no voy a dar en /Debido a que elijo para prosperar / Sí voy a ganar”
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ba a como dé lugar que de perdedor no tengo nada; yo elegí sobrevivir sobre cualquier cosa y me voy a vengar de la vida, jueputa, no voy a permitir que nadie se me adelante porque tengo más fuerzas que toda la raza humana. ¡¡¡JUEPUUUUUUUUTAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!!! Mira para otro lado que no quiero que me veas chillar. Volví al equipo y me iba tan bien que ya tenía hasta sueldo todos los meses para dedicarme solo a eso. Una empresa super-re-conocida, esa que produce bebida de campeones, era la que nos patrocinaba. Yo estaba decidido a competir en la Vuelta a Colombia. Con terminarla me daba por bien servido, pues hay mucha gente que no es capaz de jalarle a la vuelta completa porque esa vaina es muy dura, ¿sabes? Así le dije a mi papá, que no se hiciera rollo si no la ganaba, que con correrla completa era suficiente para subirme la moral. Quería que mi papa se sintiera orgulloso de mí, que supiera que todo lo que había invertido –en tiempo, en dinero, en creer en su único hijo- no había sido en vano, que yo era un verraquito de quien algún día el mundo entero se enteraría, que había llegado a la cima, que había triunfado… Yo, full entusiasmado siempre, le decía orgulloso que me iba a anotar para correr la Vuelta porque, And I’ll never lose And I choose to survive Whatever it takes** La vida nunca avisa cuándo va a golpear de nuevo pero –como si se complaciera viéndonos sufrir–, de golpe… nos ** “Y nunca perderé/ Y escojo sobrevivir/ Cueste lo que cueste”.
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golpea. Por más que uno intente aniquilar el ego, basta habitar un cuerpo humano para que ese cochinito al que llamamos karma se apodere de nuestras culpas. Conocí a un tipo ahí que también practicaba cicla y a cada momento nos íbamos juntos a Patios. Un día, al volver, me dijo, “Venga, amigo, y lo invito una gaseosa”. A mí me pareció hasta raro, porque los ciclistas nunca tomamos gaseosa. Con decirte que yo en ese entonces ni sexo tenía, era su-per-dis-ci-pli-na-do. Duré como seis meses sin acostarme con mi nena, y como la niña ya había nacido, me la pasaba entrenando… y luego, feliz, jugando con ella. Pero uno no sabe en qué momento la vida se le tuerce. Debí de haberlo sospechado por tanta felicidad. Porque la vida siempre da la vuelta cuando uno está en la cima. Eso también lo aprendí, que esto es como una Rueda de Chicago y si en un momento estás en el curubito al minuto siguiente estás de nuevo bien abajo. Y ya ves, cuando mejor estaba, cuando ni siquiera sospechaba que algo malo podía ocurrir en mi vida, o en la de mi familia, apareció este tipo a invitarme a una gaseosa. Fuimos a su casa, una casa grande. Recuerdo que entramos por el garaje, dejamos las ciclas, y yo sí me pillé que la casa estaba como vacía pero no dije nada. El hombre trajo la gaseosa, y yo ni me la quería tomar porque sabía que me hacía daño. Me dijo, “Ya vengo, espéreme un minuto”. Pasaron diez minutos, veinte, media hora. El hombre no volvió. Salí por donde entré y ni polvo de mi cicla. Qué rabia la que me dio. La vecina me dijo que esa casa llevaba más de un año desocupada, que ahí no vivía nadie. Fui muy inocente, un niño ingenuo que creía que la tenía toda, que iba a ser campeón, y nada, no fui más que un pobre guevón que se dejó engatusar ¡dizque por una gaseosa que a la larga ni quería! Le monté la perseguidora a ese man. Todos los días me la pasaba espíe que espíe a ver si aparecía. Pero nada, nunca más volvió. Como al mes me cansé de vigilar, pero no me pude olvidar del asunto. Y aún faltaba la estocada final: perdí el contrato con la empresa que me patrocinaba ¿y
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ahora de dónde sacaba plata para mantener a mi niña? Se me vino el mundo encima, otra vez en la inmunda. No me quería levantar de la cama. Estuve así como una semana, sin ganas de pensar ni de comer. Una tarde se apareció un man por ahí, en un carro que ni te cuento. Yo iba caminando y frenó a mi lado. Me preguntó si necesitaba plata y yo, el más imbécil otra vez, le dije que sí. Me pidió que me subiera. Me llevó lejos de casa y de repente comenzó a agarrarse el paquete. Para no alargar el cuento, el hombre quería que se la mamara. Por supuesto, me negué, me dijo que no importaba, que quería que le mostrara la mía y eso bastaba para pagarme. Tanto insistió el hombre que me la saqué y ¿para qué fue aquello? Le saltaron los ojos de las cuencas igual a como le sucede a Jerry cuando Tom le hace alguna pilatuna, casi choca el carro, qué arrechera la que se metió, y yo me sentía super asqueroso, no sé ni cómo se me paró, qué vergüenza. El hombre estaba que volaba con solo mirarme y me preguntó, todo taquicárdico –no podía ni respirar, te lo juro–, que cuánto le cobraba si se la mamaba y le dije que jamás, que yo a eso no le jalaba. Sacó qué fajo de billetes, ni te digo cuanto había ahí, por los quinientos mil pasó hace rato, Y solo porque se la mamara. Marica, eso fue tenaz,
(pero fue que me dejé llevar por la necesidad).
Por fortuna el tipo se vino rápido y yo me bajé en cualquier lugar de la ciudad, ni recuerdo dónde, pero con el bolsillo repleto. Tomé un taxi y le entregué todo el billete a mi mujer tan pronto entré a la casa. Cuando quiso saber de dónde lo había sacado le dije que no preguntara tanto, que lo que necesitaba era la plata, no saber cómo la había ganado. Eso sí, me lavé la boca con pasta dental como cien veces seguidas y escupí todo ese asco que sentí con esa vaina ahí adentro. De ahí en adelante mi vida no fue más que una historia borrascosa que el escritor más truculento jamás podría con-
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tar, no por falta de imaginación sino por todo lo inverosímil que podría sonar. Es que nadie se cree esa vaina de que la vida se ensañe así con alguien… Caí en picada, como si se hubiera abierto la puerta de un avión en pleno vuelo: había conseguido la plata para pagar todas las necesidades de la casa pero me sabía el ser más asqueroso del planeta. Vomitaba a cada momento, pensé que estaba enfermo, pero en los análisis de sangre no salió nada malo. Ahí fue cuando supe que todo lo padece el cuerpo pero la que manda es la mente. Cada vez que recordaba lo que había hecho… –ah, no sé cómo hacer para sacarme eso de la memoria–. Para colmo, el político ese volvió, no sé cómo supo dónde vivía y con frecuencia pasaba por el frente del edificio en su mega camioneta. Eso lo empeoró todo porque me supe prisionero en mi propia casa. Un día me fui a tomar una cerveza con un parcero. Fuimos a jugar billar al centro de la ciudad, a la calle 19 con carrera 4. ¿Conoces por allá? Donde antes quedaba el centro comercial Nutabes. Allá estuvimos pasando el rato y la verdad es que me relajé bastante. Tanto, que no fui capaz de negarme cuando me ofreció un pase de bazuco. Me dijo que solo esa vez, que era mentira que era adictivo, que eso uno lo hacía solo cuando quería, Me superó el spleen… Otra vez. Hasta dejé en el billar el suéter que llevaba, y fuimos a un cuchitril a un par de cuadras, una casa vieja de por ahí, un antro de esos. Él compró el bazuco y nos fuimos a un cuarto a meter. Mientras armaba el asunto, yo entré al baño. Parecía que llevaba varios días sin que lo asearan. Una costra de mierda estaba pegada a la taza del inodoro como sangre seca adherida a la piel. Oriné de afán. Con asco. Salí y mi amigo ya estaba en lo suyo. Me dio a probar. Pasaron varios minutos. Y, ¿sabes qué? Lo que me pegó a esta vaina no fue ni siquiera el placer en sí que produce sino que cuando me
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cogió la traba, como a los dos minutos, mi amigo me metió la mano al pantalón y me la sacó toda erecta como estaba, porque es que en menos de un segundo se me puso durísima, tan dura que alcancé a pensar que se me iba a partir. Me la dejé mamar, y ese placer que sentí en ese momento es lo que sigo buscando cada vez que meto. Yo sé que es así. Es que fue un placer indescriptible, como el primer pajazo que uno se hace, que no se olvida nunca. Es más, a mí me circuncidaron ya mayor, tenía veinte o veintiún años. El frenillo no me bajaba bien y sangraba cada vez que tenía sexo. Con la paja sola ya sangraba. Me operaron entonces, y recuerdo que como al mes me pajié por primera vez, porque la cicatriz duró en sanar y me dolía. La primera noche que se me paró vi al diablo encuero. Hasta se me reventaron varios puntos, no sé. Si quieres ahora te muestro que hasta me quedó una cicatriz por eso. El caso es que, luego de la circuncisión, cuando me volví a pajear, fue lo más placentero que he hecho en mi vida, lo más la megarequetechimba que he sentido en mi puta vida. Eso me vine como un minuto seguido y me mojé con semen hasta los pelos de la cabeza. Pero ni siquiera lo de esa vez se puede comparar con la mamada de la primera traba con bazuco. Nunca pensé que algo pudiera ser tan rico. Siempre queremos volver a aquel instante en que fuimos felices. Por pretender repetir ese placer, a partir de entonces mi vida parece la letra de un blues… Como te dije, no fue la droga lo que me enganchó. Fue el sexo. No entiendo el sexo si antes no he metido droga. Uno y otro están más pegaditos que hermanitos siameses. Comencé a descubrir cada olla en donde se conseguía, las mejores horas para comprar, los códigos para acercarme a cada lugar, los precios, los días de la semana en que se consigue más barato; a diferenciar las mezclas en el perico, a reconocer cuando el bazuco está pasado. Pero, sobre todo, aprendí a conocer la calle, a reconocer los olores de la noche, a diferenciar los miedos de la gente, a colarme en los amanecederos hciéndome amigo de los porteros. El primer intento por dejar el vicio ocurrió un par de me-
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ses después. Comencé a ir a una sede de Alcohólicos Anónimos ubicada en un segundo piso en la trece con sesenta, pegada a un banco, creo que de Bogotá o de Colombia, no importa. Llegué sin hacer mucho ruido, todo tímido, apocado, tratando de no llamar la atención y me encontré con un grupo de gente que exigió conocer mi condición. “Me llamo Santiago y soy drogadicto”, corrí a decir no tanto porque de veras lo quisiera, sino porque es lo que siempre he visto en la televisión. Luego conté cualquier historia, la que me dio la gana, la primera que se me ocurrió. Me asignaron a un compañero para que estuviera pendiente de mí, ya sabes, por si recaía… Fui durante dos, tres, cuatro semanas todos los días que hubo reunión. Al principio me gustaba ir, no tanto por ese rollo de dejar la droga, sino porque me escucharan mi cháchara, por saber de otros que están en lo mismo, por hacerme sentir. Me fui engarzando en el asunto, volviéndome adicto a la compañía de ese pequeño círculo. Ir allí era mejor que deambular solitario por las calles, picando las piedras de mis fracasos sin tener a quién contárselos. Ahí conocí a un actor de televisión, a un señor que solo hablaba de su pasado familiar, a un político frustrado, a una anciana que presumía que de niña había nadado en lujo y abundancia, a un banquero en bancarrota y a una sardina que me gustaba porque su historia era parecida a la mía. La china estudiaba en el Externado, creo que comunicación social o algo así, y se le dio por meter bazuco porque al novio que tenía le gustaba… o qué se yo ahora por qué. El caso es que poco a poco se fue enviciando y, por más que –al igual que conmigo– la familia trataba de ayudarla, ella no se dejaba. Salir de esto no tan fácil como la gente piensa. Esta fuerza es muy poderosa. No es cosa de tomar una decisión y, saz, de repente dejás de hacerlo, no… Yo lo he intentado muchas veces, la madre que sí, marica, y lo mismo le pasó a esa chinita. Cuando la conocí, ambos apenas nos iniciábamos en el vicio, pero por alguna razón a ella le pegó más fuerte. Cuando me vine a dar cuenta ya hasta se había ido de la casa y vivía en la calle de lo que le daba la gente, repitiendo “Colabóreme con una monedita” por ahí o, qué se yo, rogando el tal “¿Monito, le cuido el
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carro?”. Esto es duro, hermano, no crea que no, esto es humillante y uno sabe que toca suelo, que se arrastra hasta lo más profundo de la tierra, que vendría a ser el Abismo de Challenger, ya más pa´ abajo está el infierno, pero es que la vaina esa te puede más, el naufragio te llega al tiempo con maderas carcomidas por toda la sal del mar, y la vida pesa y el dolor cada vez se vuelve más imposible de sobrellevar por saber que la estás cagando pero no puedes hacer nada para levantarte. Antes de que todo terminara en un funeral, a esta chinita traté de ayudarla cuando vi que le podía más la tragedia que se la llevaba por dentro; ese dolor de saber que la vida te puede arrastrar como uno de esos arroyos barranquilleros que un día mostró un telenoticiero, que todo sucede como cuando uno traga candela… ¿Tú has tragado candela alguna vez?... No, yo tampoco, pero a veces me lo imagino cuando me da gastritis por algún perico mal enrollado y siento cómo se me quema acá la boca del estómago, como si me exprimieran limones en los ojos. No es un ardor, hermano, es candela viva. Y bueno, es la vida. Es fácil decir que uno es el dueño de sus fracasos cuando éstos son ajenos, es fácil pedirle a los demás que vivan su envidia en secreto, que no la escupan al mundo porque solo a cada quien le pertenece, que toca atragantarse con ella como con uno de esos gargajos verdes que se atorran en la garganta, todo eso es fácil decirlo para afuera de los dientes, pero ve y lo haces: ponte en los zapatos del otro e intenta hacerlo a ver hasta dónde llegas. La cosa estuvo así por un tiempo, esperando la noche de la reunión de Alcohólicos Anónimos donde me dejaba oír, pero acechado siempre por el riesgo de despertar a destiempo en una realidad que ninguno de los que allí iba quería enfrentar. De tanto escuchar historias de fracasados terminé volviendo al pecado. Me quedé con la sardinita porque la entendía, porque ella había vivido lo mismo que yo y era lo más de bonita y se ponía toda tiernita cuando nos encerrábamos a me-
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ter en algún cuchitril de mala muerte a donde no llegara otro vicioso a quitarnos lo poco que compartíamos. Y en esas estuvimos un tiempo, acomodándonos a vivir en el filo de una navaja y siendo felices sabiendo que ni siquiera la muerte podría ser peor. O, mejor, esperando que viniera por nosotros. Yo tenía a mi favor que seguía atado al cariño paternal, pues entre idas y venidas nunca he abandonado eso que llaman el lar familiar, bonita esa palabra, ¿cierto? “lar familiar”, la escuché la otra vez y me gustó, a veces la recuerdo porque me hace sentir culto cuando la digo, pero también porque es real porque –como te decía–, nunca dejé de vivir en casa de mi padre, mal que bien, y no era tanto cosa de que yo no fuera capaz de irme a otro lugar sino que, en medio de toda esta miseria, tampoco me creía con los cojones de dejar solo a papá. Él también ha sufrido lo suyo, aunque de eso ahora es mejor no hablar. Por caminar sobre cuchillas, a esa china en cambio, el dolor se la fue llevando. De un momento a otro, se fue como desfigurando. Esa vaina me partió el alma. No hay nada más contranatural que la compasión. Mira nada más: hasta los animales, salvo los elefantes, abandonan a sus crías cuando están enfermos o viejos… Si ya yo había perdido mis propias esperanzas, ¿qué peor cosa podía hacer que comerme la mierda ajena? No, marica, con la mía ya era suficiente. He dormido demasiadas veces en la calle, tirado en una acera como un vagabundo, cubierto con cartones y mantas pulgosas que ha dejado alguien que nos ha antecedido bajo el firmamento, aterido del frío que se mete en las entrañas en las madrugadas bogotanas. Así que la dejé, así, de larín larán, nunca más la volví a ver, hice como dicen que uno debería hacer con la droga: lo decidí y, pa´lante hermano, de ahí en adelante quedé 90
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completamente solo, caminando pa´trás como los cangrejos, pero solitario. Ella me buscó, lo sé. Pero no soy apóstol de nadie. Con mi propio inri es suficiente. Varios meses después supe que su cuerpo lo habían encontrado, cosido a puñaladas, al fondo de la quebrada que pasa junto al Parque Nacional. Según me contaron, murió a manos de esas tales bandas de “limpieza social”. Ya sabes, gente con principios morales tan enraizados que carecen de sensibilidad para aceptar que alguien pueda ser diferente a ellos. …Qué hevy, papá, qué hevy la vida que me tocó en suerte, pero ya no sigo dándole páginas a otras vidas. Que cada quien pellizque lo que pueda, que yo también tengo un miedo ¡¡¡Bruuuuutal!!! ¿A qué? No sé. Supongo que a echarme para atrás. A recorrer el camino de regreso. Eso también duele, ¿sabes? Reconocer que uno la cagó. No que la está cagando, porque eso me lo digo a diario. Sino a pararlo todo y decirme ante el espejo “la cagaste y ya no puedes recuperar el daño que te hiciste, ya no puedes volver a ser lo que fuiste, a sentir los placeres de esa forma tan bacana”. ¿Sabes?
Me encantó la primera vez que me dio taquicardia.
Y la segunda,
y la tercera y la cuarta. Un corazón normal debe bombear entre 60 y 100 pulsaciones por minuto. Cuando se me desbocaba en 120, 150, 160… Me sentía vivo. Como si la esperanza se me alborotara, como que eso era la vida, ¿ves? Así era el placer que sentía con las taquicardias, como saber que con un mal paso todo puede terminar de una vez. Vivir era estar al borde. Pero de repente ya nunca más me volvió a dar. Como si 91
el corazón, de tanto llevarlo al límite, se terminó amañando. ¿Me prestas el baño? Estoy que me orino hace rato. Lo que nunca volvió a ser igual fue el sexo con las mujeres. No han dejado de gustarme las chinitas, las adoro, me muero por acostarme con todas las pelaitas que me topo en la calle con uniforme de colegiala, pero ninguna me soporta este asunto de la droga. No he podido levantar viejas desde que ando en estas. Salvo cuando voy a puteaderos o a sitios como ese en donde nos conocimos. Esas son todas las mujeres con las que puedo acostarme: putas feas, viejas, gordas. Nada comparado con las que solía llevarme a la cama cuando estaba en el colegio. Tampoco es que pueda ponerme tan exigente, ¿cierto? Antes era un man re-pinta y ahora no soy más que una piltrafa. Las cosas son como son. Levanto lo que está a la altura de lo que ofrezco. En cambio los hombres me llueven por montones, todos igual de solitarios. Gente que está dispuesta a morir por un polvo. Esta es la frase fácil, lo primero que pienso de tantos gais que he conocido en estos últimos años. Es tal la forma como arriesgan sus vidas, que a veces creo que buscan la muerte, que quieren que los maten, que ya no soportan un instante más de soledad. Tenía un amigo, por ejemplo. Se llamaba Salvador Huerga. Era un psiquiatra retirado, un hombre cercano a los sesenta que vivía en el penthouse de uno de esos edificios viejos por los lados del Tequendama. A pesar de que le iba re-bien ganando buen billete, padecía de soledad, así que le gustaba frecuentar El Infierno porque quedaba a par cuadras de su casa. O alargaba lo más que podía la jornada laboral y permanecía largo rato en la oficina con tal de llegar a su casa lo más tarde posible en la noche. Qué triste, ¿cierto? Con
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tremendo apartamento con vista sobre la sabana de Bogotá; con decirte que desde la ventana de la sala, en mañanas limpias, vi varias veces el Nevado del Ruiz. Y a pesar de poder darse ese lujo, el hombre nunca pudo tener a alguien a su lado. Es que los gais creen que la belleza dura para siempre, y de repente llegan a esa edad y, por andar tire que tire de rumba en rumba, al final se quedan solos, solitos, solitarios. ¿Por qué es tan triste la soledad? ¿Por qué nos convencemos de que sólo estando con alguien la vida se puede disfrutar? Pregunto esto último al recordar que hasta hace un par de años este no era más que un país de campesinos y que en el campo las casas suelen estar distantes unas de otras. Todavía existen muchos que viven así, se encuentran con otros tan solo cuando salen a vender el producto de sus parcelas hasta las veredas. Sin embargo, no se sienten solos. Es la ciudad la que nos lleva a creer que la vida sólo se puede disfrutar cuando uno está acompañado. Por eso, entre más grandes son las ciudades, más solitarios se sienten sus habitantes. El otro día oí decir en la radio que en Sao Paulo –una ciudad habitada por veinte millones de almas, rodeada de favelas de miseria– mata más la soledad que el hambre. Y este tipo, Salvador, el médico que te menciono, siempre me pedía que le buscara muchachos como yo que, sin ser homosexuales, nos valemos del sexo para sobrevivir. El pelao iba, hacía lo suyo y salía contento con el bolsillo repleto para comprar más vicio. Así pasaban las cosas, de semana en semana. A todos esos gais per pay se los conseguía en el Bronx cuando iba a comprar lo mío, precisamente con la plata que me tiraba Salvador. Por hacerle el mandado. Siempre le decía “Si sigues en esas te van a matar”, por eso a veces, para asegurarme de que no ocurriera nada malo, me quedaba a ver televisión en la pieza de al lado mientras él hacía lo suyo. Él sabía lo que le podía pasar, pues a varios de sus amigos estos muchachitos los habían mandado al infierno. Pero era igual que yo y no cogía juicio porque el vicio le podía más. Hasta que recibió lo suyo.
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Eso salió en la prensa, en la televisión. En todas partes. ¿Ah? ¿Te acuerdas de él? Es que el tipo era muy famoso por los casos tan sonados que defendía. Sí… ese man era amigo mío. De lo que le conocía, era un hombre culto, inteligente, de buena posición social: en apariencia tenía todo aquello a lo que el común de la humanidad aspira. Eso que llaman “éxito”. Por eso, luego de tanto tiempo de su asesinato, todavía me pregunto por qué se dejó matar… Porque estoy seguro de que él se dejó matar! Y fue muy duro, ¿eh? Digo, como murió. Las noticias contaron que, antes de asesinarlo le sacaron, con toda la sevicia del caso las diez uñas de los dedos de las manos y las diez uñas de los dedos de ambos pies. A veces pienso en eso. Imagino su llanto, sus alaridos, todo lo que debió haber sufrido, y me da algo aquí. Se me encoge el corazón, se me cubre con una nube sabiendo que el hombre no era un mal tipo, sino tan solo un hombre solitario en exceso. Por eso también creo a veces que, en últimas, si el trauma que lo mortificaba era superior al amor por la vida, ¡qué bueno que lo mataron! … ¡Al menos dejó de sufrir tanto! … A lo mejor ni siquiera lloró. Como él mismo me contó que dijo Cicerón, “Para las almas fuertes, no hay muerte ignominiosa”. Y es que, de tanto tratar de pirarse de la soledad, el cuerpo y el espíritu también se cansan. Así que, a pesar del suplicio físico de sentir cómo su asesino le extirpaba las uñas una a una, no dudo de que Salvador haya encarado la
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muerte con la dignidad que supe admirarle desde que lo conocí. De haber sido así, el asesino -en su brutalidad- quizás nunca entendió que esa víctima sobre la que en ese momento imponía su masculinidad era mucho más varón que él, pues no es la cantidad de hijos engendrados lo que nos hace hombres sino la valentía con la que asumimos nuestro destino. Él a veces me comentaba sobre este fulano o sobre aquel amigo o conocido a quien mató alguien que había recogido en la calle y había llevado a su casa. Gente como tú, de esa misma edad que tenía Salvador, que me abriste la puerta de esta casa, me trajiste de madrugada sin siquiera saber mi nombre. Y aquí me tienes, contándote mi historia cuando fácilmente podría estar clavándote una puñalada o asfixiándote con una almohada para que logres la felicidad de largarte de una vez por todas de este mundo. ¡No crees que no sé por qué me has traído acá! Con ustedes los gais aprendí, primero, que el sexo no es lujuria sino compañía. El sexo es apenas el pretexto para matar las horas de soledad, lo cual bien puede suceder en un sauna, en un video, en un hueco como en el que nos encontramos anoche. Pero luego, y esto fue lo segundo que aprendí, supe que eso tampoco es cierto. El sexo en realidad es un arma suicida. Todos ustedes, gais como tú, a quienes he conocido en un antro equis y con quienes luego he terminado en su casa, no son más que una parranda de cobardes incapaces de cortarse las venas bajo una ducha de agua tibia luego de tomarse una aspirina o de apurarse las tres cucharadas necesarias de racumín; de apretar el gatillo contra su cerebro o de descerrajarse el cráneo con una escopeta, como me contó una vez Salvador que hizo un escritor tan famoso que hasta se ganó uno de esos premios que regalan en Estocolmo. En lugar de eso, agobiados por el dolor desparramado y la agonía de los recuerdos, deambulan por la madrugada buscando el arma homicida, que somos nosotros, gente de la calle, drogadictos… Por eso nos llaman desechables. Para eso nos buscan. Para que los matemos. Conozco ca-
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sos, no solo el de Salvador y el tuyo. Supe también de labios de Salvador, porque a él le gustaba contar esas historias bien sórdidas, de un famoso pintor que en los años ochenta tocaba la gloria con las manos por las pinturas alegres de barcos coloridos y puertos donde siempre rondaba la esperanza. Pero el hombre no era feliz, y llevaba desconocidos a su casa alegando que le alegraban la soledad cuando en realidad lo que él buscaba era que le destazaran el alma. Es que la vida es un acantilado desde el cual, abajo, solo se divisa toda esa mierda a la que tarde o temprano hay que tirarse sin anteojos y sin paracaídas. Hasta que uno se atrevió y lo hizo. Los periódicos de crónica roja de esos días ganaron millones de pesos contando cómo encontraron, en el entonces muy moderno edificio donde vivía, en el barrio La Alhambra, su cuerpo descuartizado, los brazos por aquí, una pierna más allá, al pecho le faltaban ambas tetillas, a los dedos de las manos les habían arrancado las uñas, el pequeño pene circuncidado yacía en un cenicero sobre la mesita de noche, los cuadros que recién había pintado y ya ocupaban buena parte de sus paredes estaban bañados toditos de sangre, e incluso un par de ellos estaban tirados sobre el suelo, amarrados unos con otros con el intestino grueso y con el delgado. Pero a pesar de todo esto, se le advertía una expresión de dulzura, de placidez, y una sonrisa que parecía decir “Por fin me largué de este hijueputa mundo”. Historias como esta las he escuchado por montones. Eso que policías y fiscales llaman “crímenes pasionales” –como si asesinato no fuera asesinato; como si matar por amor estuviera justificado– no son la excepción sino la regla. Tiempo atrás, Salvador también me habló de otro famoso crítico de cine –esta vez neoyorquino–, que murió de la misma forma luego de que le aplastaran la cabeza con una sartén de su cocina, y de un escritor en Londres a quien la pareja que había tenido durante diecisiete años le partió la cabeza a martillazos. Y me dijo que lo mismo pasó con un poeta famoso al que mató un ragazzo (me gusta esa palabra porque me recuerda que a Salvador le encantaba usarla) al que horas antes se había levantado en una estación de trenes de Roma. Supongo que sabes que al ascenso profesional 96
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suele rodearlo el caos personal. Su vida era un páramo frío y desamparado donde reinaba la soledad, pues el hombre nunca logró superar las diferencias con su padre, ni el asesinato de su hermano en una masacre, ni el escándalo por sus preferencias sexuales que hizo que lo expulsaran del Partido Comunista al que le había dado su vida y su prosa pero, en especial, fue incapaz de cerrar las heridas luego de que el hombre al que le había dedicado nueve años de su vida lo abandonara por una mujer. Unos dicen que su asesinato fue político, pero –según decía Salvador, “era un hombre grande y fuerte como para dejarse vencer por un adolescente debilucho”–, desde que su alma comenzó a deambular solitaria por este mundo de cabrones se dedicó a lo turbio, al sexo fácil y el riesgo constante, “pretendiendo exprimir todo el sabor de la vida, pero en realidad esperanzado de que algún día lo aplastaran en una calle desconocida”; una lectura de la vida parecida a la que el mismo Salvador hacía de la suya. Quizás un domingo de soledad, igual que hoy. Todas estas historias me las contó una noche de tragos en su apartamento cuando me dejó ver una película que el hombre había hecho, que si mal no recuerdo se llamaba Sodoma o algo así, y hasta me leyó varios poemas en los que el hombre escribió que su homosexualidad era un enemigo que caminaba a su lado. Se dejó matar porque ya no soportaba seguir haciendo parte de este paisaje hostil donde todo es infierno. De la misma manera he escuchado historias de muchos gais que se negaron a tomar las medicinas solo porque desde antes de contraer el virus ya tenían claro que querían dejarse morir de esa enfermedad. Hace poco, para no ir tan lejos, supe de alguien que conocí al que se le reventaron todos los ganglios luego de varios días sin tomarse las pastillas. Dicen que su cuerpo explotó como una bomba de helio de esas que aferran en sus manos los niños que corretean por el Parque de Lourdes. Para lo que ahora nos ocupa, yo vengo a ser como ese maldito virus: tan solo un arma, la escopeta con la que pretendes descerrajarte el cráneo, el estopín de la granada
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que eres incapaz de jalar. ¿Crees que no me había dado cuenta de tu desesperación? ¿Crees que no entiendo que, sin modular palabra, me gritas que te mate? Podría hacerlo. Igual, nadie me vio entrar a esta casa. No había vigilantes cuando llegamos anoche luego de que me invitaras a guaro directamente desde el tetrapack en aquel lugar y luego a descorchar una botella de champán en tu mansión. A propósito, qué estilo el tuyo, ¿eh? lo supe notar. Podría robar la mitad de las antigüedades que hay en tu sala y comprar con eso droga suficiente para varios años. ¿Sabes por qué no lo voy a hacer? Y no creas que cuando se me adelgaza la voz es porque me dan ganas de llorar, no, es porque… ¿De veras no sabes por qué no lo voy a hacer? Porque ese abrazo que me diste allá en aquel lugar no lo había sentido jamás. ¡Qué cosa más tierna! Ni aquella mamada, la vez que probé la droga, me supo tan a gloria como ese mero abrazo de hace un par de horas. Y para colmo, tan pronto entramos a esta casa me pediste que nos bañáramos juntos… ¿Sabes hace cuánto no entraba a una ducha acompañado de alguien? ¿Hace cuánto alguien no me jabonaba y me acariciaba el cuerpo de esa manera? Por eso me dejé besar. Eres la primera persona a quien beso en más de dos años. ¿Te diste cuenta que no quería soltar tu lengua, que me habría encantado seguir mordiendo tus labios hasta el amanecer? Ese placer que acabo de sentir, el de alguien que no solo me regala su ternura sino que incluso ha tocado con exceso de cariño este cuerpo que a las mujeres les repugna, que ha pasado su lengua por este olor a éter que emana de mi piel, de mis poros, de cada uno de mis cabellos… Por no saber que eso que sientes es amor, me diste todo el que guardabas en apenas
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unas cuantas horas. Pasé de ser un “desechable” de la calle, a recibir el cariño que a mi propia familia le espanta darme. No. El que va morir hoy aquí soy yo. Si quieres que te mate, primero tendrás que matarme a mí, porque sé que nunca volveré a sentir lo que acabo de vivir bajo esa ducha, esa piel tan cerca de la mía, esa barba refregándose en mi cuerpo, esa ternura.. Esa ternura de delfín, de cachorrito recién nacido, que de sólo contemplarlo te revuelve los lacrimales... ¿Qué dices a mi oferta? ¿Cuál de los dos será capaz de empuñar primero ese cuchillo que suavemente, como sin querer queriendo, has dispuesto bajo tu almohada?
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El sĂndrome de Marylin
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el síndrome de marylin
“Las mujeres son un sexo decorativo. Nunca tienen nada que decir, pero lo dicen deliciosamente” Oscar Wilde
“Esa vieja se cree más inteligente de lo que es. Si estuve con ella tanto tiempo, es porque está muy buena, y es de sabios tener al lado una mujer bonita para mostrar”, dice Camilo Estrada de la que fue su novia por casi tres años, Julieta Vélez, y a quien conoció en Nueva York, cuando ella estudiaba inglés y él adelantaba un MBA en NYC luego de haber ganado la beca Fullbright, mientras trabajaba como economista en el Departamento Administrativo de Planeación Nacional. Para entonces, ambos tenían la misma edad: 27 años. Desde que terminó esta relación, hace casi ocho años, Julieta nunca más ha estado con un hombre. “Me mamé de ser un objeto sexual” –afirma con voz pausada. Estrada vio a Julieta por primera vez a través del ventanal de Dean & Deluca, la conocida delicatessen localizada en el glamoroso barrio de Soho. “Pensé que era una modelo”, cuenta sonriente, recordando la bella figura de deportista de su futura enamorada: de 1.78 mts. de estatura, unos pechotes de ilusión, mirada melancólica, la boca carnosa de Esther Cañadas y el cabello azabache, corto sobre el cuello. “Es tan bella, que toda la vida se ha dado el lujo de llevar el cabello corto”, comenta Estrada, a quien esa tarde lo que más le llamó la atención de Julieta fue la clase, la feminidad con que movía sus encantos mientras escogía las verduras de la ensalada que almorzaría. Tan pronto la vio, Estrada entró al supermercado a perseguirla con la mirada, convencido de que se trataba de alguna afamada modelo. Fue cuando ella intentó pagar la compra, que Estrada se adelantó a la cajera entregándole la cantidad solicitada. Ella lo miró con ternura antes de negarse a aceptar su galantería, pero, mientras buscaba el dinero en su bolso, la cajera 103
tomó la plata que le ofrecía este joven alto, teñido por el sol veraniego, de profundos ojos negros. Ese día cruzaron un par de palabras, antes de que ella se negara a darle su teléfono y se perdiera entre la multitud que caminaba por la calle Broadway. Un par de semanas después, Estrada se sorprendió cuando, al entrar a casa de una amiga colombiana que lo había invitado a cenar, encontró entre los asistentes la mirada nostálgica de la mujer que se le quedó en la retina. Preguntó a su amiga, en español, quién era aquella gacela de piernas tan largas. Julieta sonrió al escuchar la pregunta y él entendió que hablaba su idioma. “Es cartagenera”, contestó la amiga mientras los presentaba. “En realidad, el cartagenero era mi padre –sonrió Julieta mientras extendía su mano derecha para saludar a Camilo–. Nací en Bogotá y allá he vivido desde siempre”. Esa noche Camilo supo que su próxima novia era una abogada externadista que gerenciaba los negocios familiares. Luego de la muerte de su padre, cuando ella todavía no cumplía los diez años de edad, su madre asumió las riendas de la empresa, una cadena de droguerías que inicialmente fue de sus propios padres (es decir, de los abuelos de Julieta), y que su marido administró desde el día siguiente al matrimonio, pero de la que su madre se desvinculó mientras criaba a sus cuatro hijas, de las que Julieta era la mayor. Cuando su madre comenzó a trabajar, a pesar de su corta edad Julieta se encargó del cuidado de sus hermanas menores. Cada día, al llegar del colegio, realizaba sus propias tareas escolares al tiempo que corregía las de las pequeñas, inculcándoles disciplina al no permitirles distraerse con juegos o bromas hasta que no las finalizaran, lo cual normalmente coincidía con la llegada a casa de la mamá, quien luego revisaba que las tareas estuvieran bien hechas. En tal caso, las dejaba ver televisión o solazarse con las muñecas. “Quizás por haber sido tan responsable desde niña es que algunos encuentran tristeza en mi mirada”, afirma con rostro adusto, Julieta, que en la secundaria se volvió adicta al deporte como una forma de evadir las tareas familiares.
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“A medida que mis hermanas crecían –dice–, dedicaba más tiempo al basketball, que más que un deporte, fue los juegos que no pude gozarme en la niñez”. En realidad, Julieta no sólo dedicaba las tardes luego de clases a practicar este deporte con sus compañeras de estudio: acostumbrada a madrugar desde la muerte de su padre, ahora utilizaba el tiempo en que antes debía bañar y vestir a sus hermanas para trotar en el parque vecino de su casa, ubicada en Ilarco, un barrio de clase media alta en cercanías a la avenida Suba, al norte de la ciudad. Tanto le gustaba correr en las mañanas que advierte: “Me gustaba trotar por la avenida Pepe Sierra hasta la carrera Séptima, y otra vez de vuelta hasta la casa”, lo que representan unos cinco kilómetros diarios dedicados a este deporte, en el que pronto se convirtió en campeona de su colegio, al que luego representó en diversas competencias intercolegiales. “Tengo toda una pared cubierta de medallas”, presume sonriente hoy día, veinte años después de haber salido del colegio. No ha vuelto a enfrentar competencias, pero todavía le gusta levantarse temprano y salir a trotar. “Cuando tengo tiempo los fines de semana –afirma–, me voy al parque Simón Bolívar y le doy varias vueltas mientras me desestreso de los problemas de la semana”. Pero Julieta no sólo practicaba deportes para escapar a los problemas de sus hermanas y a las exigencias de su mamá, que cada día aumentaban más, buscando hacer de ella una mujer fuerte y competente en una sociedad donde el hombre establece las reglas. Por eso trotar ella lo entiende de una manera sensual, erótica. Al crecer solitaria, callando sus problemas, las preguntas sobre su sexualidad que nunca se atrevió a formularle a su madre –quien cuando la parió a ella era una mujer añosa que luego le delegó sus propias tareas en relación con la crianza de sus hermanas–, enfrentando los cambios normales de su cuerpo sin tener con quien hablarlos, Julieta descubrió placer sexual en los deportes: sentía excitación en el sudor; pasión, en el cansancio de su cuerpo al final de un partido de basketball o luego de trotar varios kilómetros; éxtasis, cuando era a un hombre a quien ganaba; goce, cuando descansaba su cuerpo sumergida en una tina con agua hirviente, con
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abundante vapor. Por entonces le encantaba secarse y posar frente al espejo, mirar detenidamente su cuerpo desnudo: mirarse desnuda en los espejos ha sido su fantasía sexual desde niña, un placer masturbatorio con el que consigue el orgasmo. Las angustias sexuales propias de la adolescencia la llevaron a encontrar en el deporte respuesta a todas sus preguntas. Esa sensación de moverse, de ir un poco más allá, de cruzar el límite, pero también de ser admirada por sus proezas físicas, le desarrolló cierto placer exhibicionista. El pudor no le permitía exhibir públicamente su cuerpo desnudo (aunque, bajo el efecto del alcohol, un par de ocasiones mostró sus pechos en fiestas con amigos; de lo que luego se arrepintió), por lo que se excitaba con este exhibicionismo más simbólico, más neurótico en términos freudianos. Al igual que Sharon Stone en la famosa película Bajos instintos, el fin siempre era aturdir al enemigo al mostrarse más capaz que los hombres. Desde su adolescencia, Julieta sublimó la masturbación desde un placer eminentemente sexual a una versión socialmente más adecuada. Es decir, pasó de la masturbación en la tina de su baño, envuelta en vapores y culpas, a una masturbación exhibicionista –con una actividad física que la excita, la entusiasma, le sube la adrenalina, le produce placer enorme–, llena de triunfos y glorias deportivas. En su época universitaria disfrutaba caminando desde su casa a la universidad (es decir, desde la calle 107 con avenida Suba, hasta la calle 12 con 1ra. este). Lo hacía como una forma de mortificar el cuerpo y, a la vez, de martirizar el alma al sentirse sola, incomprendida, denigrada, creyendo que nadie la quería. “Me aturdía el deseo de perfección que mamá siempre exigió”, confiesa al hablar de la necesidad de mostrar ser la mejor en todo: en el deporte, en los estudios, en la disciplina porque sus hermanas menores fueran mujeres responsables, en la castidad social que debía aparentar. En la universidad conoció a Felipe Iriarte, de quien se enamoró. A él entregó su virginidad, casi a los 20 años, una madrugada sabatina al final de una fiesta en casa de amigos. Sucedió cuando Felipe la llevaba de vuelta a casa, pero confiesa haber tomado la decisión un par de semanas 106
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atrás. “Felipe me lo propuso varias veces, y por más que tenía ganas, no era capaz –dice en medio de risas pudorosas–. Por eso aproveché esa fiesta y me hice la borracha para que él no me creyera tan fácil sino apenas llevada por las circunstancias”. Esa madrugada, sin mediar propuesta, ella misma decidió llevar su mano hasta la bragueta del pantalón de Felipe y agarrar su pequeño juguete hasta convertirlo en un monstruo divertido que llevó a su boca con fruición antes de sentirlo dentro. Se amaron en el auto con el arrebato de un deseo por tanto tiempo reprimido. Ocurrió en la silla posterior, cuando Felipe estacionó el vehículo en una calle de gran movimiento. Fue tal la fogosidad con que lo hicieron, moviéndose el carro con tal furia, que un par de personas que caminaban a su lado se empeñaron en comprender lo que sucedía adentro, con tan mala fortuna que se los impidió el vapor en los vidrios de sus ardientes exhalaciones desesperadas. Liberada de todos los tormentos luego de aquella primera vez, Julieta se permitió conocer los vericuetos del sexo de la mano de Felipe. “Me gustaba que me hiciera el amor de la manera tradicional, es decir, la posición misionera –confiesa con mirada seria–, pero mayor placer me producía el sexo oral mutuo, lo que llaman 69. Descubrir el pene, luego de ser un objeto tabú inalcanzable, y sentirlo en la boca, para mí era lo máximo”. Cuando se ennovió con Felipe, Julieta ya era la mujer hermosa, capaz de detener el tráfico, que todos los hombres querían poseer. Ella lo intuía, sentía sus miradas deseosas de sexo, escuchaba los piropos cargados de morbo que le gritaban los albañiles cuando caminaba a su lado. Después de estudiar en un colegio de monjas, manejando las culpas solitaria, de repente descubrió un mundo donde los hombres le alimentaban el ego con palabras elogiosas y miradas descarnadas. A través del sexo, Felipe la llevó a lugares inesperados y desconocidos. Mientras fue su novia, nunca más volvió a trotar, ni a caminar hasta la universidad, y hasta bajó la disciplina recia de levantarse a estudiar al amanecer. Por el contrario, fueron tiempos de diversión en fiestas con amigos, de alcohol desinhibitorio que la llevó a presumir de 107
sus insolentes tetas, de sexo desbordado que la obligó a humillarse ante la figura impetuosa de una verga enhiesta, a ella, mujer altiva que nunca entendió a tantas otras que sucumbían apenas frente a la mirada solícita de un hombre. Seis años fue novia de Felipe, hasta que un día descubrió que con su hombre no descubría nada nuevo. Ese día decidió aventurar una nueva ruta. Un par de años atrás se había graduado como abogada, especializándose luego en derecho comercial. “Siempre había querido aprender inglés –recuerda sin dificultad–, pero sabía que hasta que mis hermanas no terminaran la universidad, no podía dejar a mamá”. Fue entonces cuando viajó a Nueva York decidida a estudiar un nuevo idioma. Con una amiga colombiana compartió un pequeño apartamento en el Soho, el glamoroso barrio donde viven las modelos. Por su atolondrante belleza, más de una vez la confundieron con una de ellas, y hasta en un par de ocasiones recibió propuestas para modelar, que ella no entendió como algo cierto, pues nunca se ha convencido de ser tan hermosa como la describen. Por el contrario, encuentra en las palabras ensalsadoras de los hombres apenas elogios que buscan llevarla a la cama. Ese fue un drama que descubrió con los años, la tragedia de Marylin Monroe de saber que los hombres sólo la desean para llevarla a la cama. A veces, una mirada es suficiente para entender lo que pretenden; pero, si no, basta un par de palabras para intuir que, al verla, ellos solo descubren sexo en su belleza. Por eso, luego de la relación con Felipe, se contuvo un par de veces ante el asedio de los galanes; y si se ennovió con Camilo, fue por la sabiduría de su labia y su insistencia contra cualquier embate. En efecto, durante un par de meses, Camilo Estrada se dedicó a mostrarle a Julieta su amor desventurado. La llamaba a horas diversas, le hacía llegar regalos exóticos, le mandaba recados amorosos que comenzaron a intranquilizarla. Al final, la compró “con frasecitas candorosas y promesitas de quinta” –que es la frase con que Julieta justifica haberse enredado en las redes de Camilo, convencida de que su interés era más ella que el triángulo bajo su vientre–.
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No hubo tal: desde la primera vez que se le entregó, Camilo usó, abusó y usufructuó cada día el cuerpo de Julieta, pero lo hizo con tal sevicia seductora, con tanta ternura en su maldad, con tanta convicción en su veneno, que cuando Julieta se dio cuenta ya había pasado tres años a su lado. Para entonces, luego del regreso a Bogotá, donde se mudaron juntos, convencida como estaba ella de la seriedad de las propuestas de él, Julieta había asumido por completo la administración de la empresa familiar, que guiaba por el tortuoso camino del éxito gracias a su carácter fuerte y a una férrea economía que triplicó las ganancias a la vuelta de un par de años. Felipe pocas veces la acompañaba en sus decisiones. De hecho, poco le importaban los avatares del negocio de su novia. Por el contrario, con frecuencia dejaba ver su desinterés en las historias con que ella trataba de animarlo con sus cosas. En realidad, Felipe vivía absorto con la tragedia de su propio éxito, que por más que se esmeraba en acariciar, le seguía siendo esquivo. Llevaba una vida de pareja y de apariencia que no se compadecía con los amores que ella le regalaba. A pesar de su comprobada inteligencia de universitario becado, era vano, insustancial, preocupado más por el qué dirán y por la pinta tramadora que por asumir el camino propio. “Cuando no se tiene éxito, hay que aparentarlo” –dice, tratando de justificar su trivialidad. Poco a poco, Julieta fue entendiendo el papel decorativo que jugaba en la vida de su novio. Más que saberlo, le costó trabajo aceptarlo, por lo que dejó varias cascaritas regadas hasta confirmar lo que creía imposible: que el hombre al que a diario le entregaba su cariño la tenía apenas como un bien para mostrar ante los demás. De hecho, ya ni siquiera el sexo lograba algún significado. Tanta importancia le daba Felipe a su propio éxito que no le interesaba echar mano de la humillante belleza de Julieta con tal de obtener las metas deseadas, que al final nunca logró. Hasta que un día Julieta dijo: “No más”. Habló con él, le mostró sus inquietudes y le hizo partícipe de su decisión de acabar la relación. La reacción de Felipe fue de
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burla. “No te creas con tantas capacidades –le dijo– que lo que has conseguido ha sido gracias a que me tienes al lado”. Julieta entonces regresó a la casa materna, donde se refugió por año y medio hasta que decidió comprar su propio apartamento, en el que vive sola desde entonces, sin perros ni gatos ni ningún otro animal. Se trata de un amplio espacio al norte de la ciudad, extremadamente pulcro y ordenado, tanto que hasta los flequillos de los tapetes parecen organizados milimétricamente. Ni siquiera hay plantas en esta casa, aunque desde el amplio ventanal de su sala se aprecian los picos de los eucaliptos del parque vecino, donde trota todas las mañanas antes de descansar su cuerpo tendido en una tina colmada de agua hirviente. No quiere volver a enamorarse de un hombre. De hecho, revivió el viejo placer de contemplarse desnuda frente al espejo. Cuando se masturba, a Julieta le gusta recurrir a sus propios dedos. Confiesa no haber usado nunca dildos, consoladores o ningún tipo de estimuladores. Cuando se toca sus labios vaginales, no le gusta pensar en sus antiguos amantes. A veces usa pornografía para excitarse (en especial revistas), pero no es lo frecuente. En cambio, le gusta imaginarse desnuda ante la multitud: es lo que más la anima, lo que más placer sexual le produce. En realidad no es el sexo lo que la inquieta por estos días: pronto cumplirá 38 años y está obsesionada con tener un hijo, pero no quiere acostarse con un hombre. Por eso intenta inseminarse artificialmente. Su ginecólogo ya le ha practicado varias pruebas obteniendo resultados positivos. De manera que el paso siguiente es encontrar la esperma del donante adecuado. En esas está. Dice que quiere una niña, porque en la vejez las mujeres son mejor compañía que los hombres. Por ahora le gusta acompañar la soledad de su mamá, y su hermana más chiquita –que es la única que continúa soltera– acompaña la suya. En este juego de soledades, el sexo ya no es compañía. Por eso el éxito la excita más que cualquier hombre.
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-2004~2014El ego de Patillal Se fue El Cacique Diomedes DÃaz
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el ego de patillal
¿Quién dijo que la arrogancia siempre es mala? Aclaro, no la arrogancia como sinónimo de altanería, de soberbia, sino vista como el amor propio necesario para distinguirse ante los demás. Algunos dirán que se trata más bien de actitud, que es palabra de moda en las revistas del corazón, pero la verdad, cuando uno nace en un caserío de escasos quinientos habitantes, perdido en las estribaciones de la Sierra Nevada, a miles de kilómetros de la capital del país, en una época en que las comunicaciones eran casi inexistentes; cuando uno nace en estas condiciones pero tiene el talento grande de dar alegría a sus congéneres, por grande que sea este talento también se necesita muchísimo perrenque si se quiere llegar lejos. A este perrenque yo lo llamo ahora arrogancia, que es virtud de la que han carecido otros también grandes compositores de la música vallenata. Arrogancia para, a pesar de nacer en patria chiquita, tener el descaro de codearse con la patria entera. Patillal se llama la tierra de la que hablo, y allí nació Rafael Escalona. Claro que Patillal, en toda su historia, también ha visto nacer a muchos de los grandes compositores de la música vallenata: Freddy Molina, Octavio Daza, ‘El Chiche’ Maestre. Se trata de una tierra prolija en talento, habitada por gente culta y bohemia. Aunque el más célebre de todos sus hijos, sin lugar a dudas, y de lejos, es Rafael Escalona Martínez, hijo del coronel Clemente Escalona –de quien Gabo dijo alguna vez que le sirvió de inspiración para la creación del famoso personaje que no tenía quien le escribiera– es Rafael Escalona Martínez, hijo del coronel Clemente Escalona, muchacha altiva que hablaba cuatro idiomas, pues su tío, el obispo Celedón (un hombre tan importante para su época que incluso se carteaba con el Papa), la mandó a estudiar de niña a la Europa nórdica. Rafael Escalona nació con un talento grande: el de componer canciones. Comenzó a hacerlo en su adolescencia, cuando era estudiante del colegio Loperena. Su primer
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canto habla de la tristeza de un estudiante cuando su profesor más querido se va. Se llama El profe Castañeda, y con ella inicia Escalona una carrera prolífica dedicada al vallenato. Sólo que, para entonces, esta música era prácticamente desconocida en el resto de Colombia, y le correspondió al maestro hacer eso que ahora los más jóvenes llaman crossover, es decir, cambiar el ritmo de un género a otro así, sin más. En este caso, pasar de la guabina y el bambuco al vallenato parrandero. Una parranda vallenata no es otra cosa que una tertulia musical: la gente se reúne alrededor de unos músicos que cuentan sus historias. Estas historias son las que compuso Escalona desde su juventud, las mismas que rápidamente comenzaron a cantarse de boca en boca. “El testamento”, “La despedida”, “La Molinera”, son cantos que hizo cuando estudiaba en el Liceo Celedón, en Santa Marta, por entonces uno de los planteles educativos más importantes de Colombia, adonde mandaban a los hijos de todas las familias distinguidas del Caribe colombiano. Como dato curioso vale mencionar que el nombre se le debe precisamente al obispo Celedón, su tío, a quien Gabo inmortalizó en Cien años de soledad cuando, para referirse a su amigo compositor, lo menciona como “el sobrino del obispo”. Pero no fue este parentesco lo que le permitió a Escalona abrirse paso entre la aristocracia samaria en sus épocas de estudiante, sino su música. Para entonces, los salones del Club Santa Marta estaban vedados a los estudiantes, salvo al hijo de Patillal: los pisaba con frecuencia de la mano de la más rancia alcurnia de Santa Marta. De Eduardo Dávila, de Miguel Pinedo, de Chepe Riascos. Como luego también lo hizo en el Jockey, cuando López Michelsen lo invitó a la capital y lo presentó a sus amigos, las familias más distinguidas de la Bogotá cachaca. De hecho, el vallenato se escuchó primero en el Jockey Club que en el Club Valledupar, pues las familias tradicionales del valle no veían con buenos ojos la música que escuchaban los trabajadores en las famosas “colitas”. Y tardó mucho más en ser escuchado en Barranquilla. En realidad, el vallenato dio un salto grande de Valledupar a Bogotá, brincándose todas las ciudades intermedias. Esto, en gran medida, se le debe al presidente
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López, quien de joven fue a Valledupar a trabajar unas tierras, herencia de su abuela Rosario Pumarejo, oriunda de la región. A López lo conoció en Valledupar, en la casa de Jorge Delgado Barreneche, y la amistad entre ambos se selló de inmediato y para siempre, al punto que, al ser elegido presidente, en 1974, López lo mandó como su cónsul a Panamá. Sin el ex presidente, muy posiblemente la música de acordeones no habría llegado a tantos rincones, convirtiéndose en la expresión folclórica más importante de Colombia. A partir de López, se habla incluso de un binomio “vallenato y poder”, del que hay una queja generalizada de los políticos de la costa, porque dicen que los acordeones suelen poner más ministros que el porro y la cumbia. Escalona mismo siempre ha sido un hombre muy cercano al poder. Lo curioso es que Escalona confiesa haber votado a lo largo de su vida tan sólo en dos oportunidades: por López Michelsen y por Uribe Vélez. Con el actual presidente, además, lo une una amistad tan profunda que incluso Uribe visitó al maestro el tiempo que éste estuvo en la clínica, hace apenas un par de semanas, cuando casi se nos va a causa de un infarto. Por fortuna, hoy la salud de Escalona está completamente restablecida. “Lo que pasa –dice el maestro– es que el trabajo y las mujeres me volvieron como un roble”. A partir de su talento y de esa arrogancia, Escalona construyó un personaje tan importante en la cultura de nuestro país, que la televisión hizo de su vida un seriado –Escalona– que ayudó a masificarlo. Aunque, por su cuenta, Escalona siempre se codeó con las grandes personalidades de Colombia. No en vano, desde muy joven, él mismo se convirtió en una de ellas. Cuando Gabo volvió a Aracataca luego de su periplo por medio mundo, lo primero que hizo fue mandarlo a buscar para que le cantara y lo pusiera al día en todo lo sucedido en su ausencia. De esa fiesta queda un escrito del Nobel llamado “La parranda del siglo”, y la historia ha dado en designar este evento como el antecedente de la creación del Festival Vallenato, ocurrida cuatro años después en Valledupar bajo la iniciativa del mismo López y de Consuelo Araújo. 117
Con Gabo, Escalona se conoció a partir de su mutuo amigo Alejandro Obregón. Al pintor lo buscó el mismo compositor en uno de sus tantos viajes a Barranquilla. Escalona sentía profunda admiración por su obra. De hecho, al patillalero lo que le llamaba la atención en su niñez era la pintura, pero desistió de ella al descubrir que su amigo del alma Jaime Molina hacía mejores cuadros que él. En todo caso, de la mano de Obregón, Escalona conoció a los demás miembros de La Cueva, aunque ahora confiesa que visitarla no le llamaba mucho la atención: Tenía un defecto muy grande: no admitían mujeres. Y ya que las mencionamos, no hay ni qué decir que las mujeres han sido una constante en la vida del maestro. Muchísimas recibieron sus amores a lo largo de los años, aunque la más celebrada fue Marina Arzuaga ‘La Maye’, con quien se casó a los 22 años y tuvo seis hijos, entre ellos la famosa Ada Luz, la de “La casa en el aire”. Ahora el maestro tiene una nueva mujer, Luz Marina, una cachaca de Suesca que espera que Escalona componga algún día una canción sobre sus amores, una mujer que lo cuida día y noche y lo acompaña a cada ciudad donde es frecuentemente invitado a dar conferencias sobre lo que más le gusta y sabe: el folclor vallenato, la música de acordeones, la narrativa costumbrista que siempre hizo y que tanto gozo nos ha dado a los colombianos. Miami, Nueva York, Madrid, Barcelona, París, Caracas. Cada día llega una invitación desde una ciudad diferente buscando escuchar las historias de un hombre que se hizo grande a punta de talento, a punta de perrenque, a punta de ese don de gentes que dice que tiene cada vallenato. Por fortuna, como a los grandes genios de la cultura, el compositor vallenato ha recibido innumerables homenajes en vida. No se cumplió en este caso aquella frase de Caro: “El hombre es una lámpara apagada. Toda su luz se la dará su muerte”. Aunque no es menos cierto que para un hombre que tiene el don de alegrar a la gente ningún homenaje es suficiente. Ojalá hubiera muchísimos más como él, porque en esta vida lo que se necesita es cantar, reír, bailar, llenar el espíritu de contento, de alegría, seguir el sabio consejo que advierte que lo único inteligente que puede 118
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hacerse en esta vida es ser feliz, y felicidad es precisamente lo que nos produce escuchar las canciones de Escalona.
Cromos, 27 de abril de 2004 perfiles
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diomedes díaz La de 2013 en Valledupar fue una Navidad rara. La tristeza se desgajaba a chorros por entre los palos de mango, esparcida por la fuerte brisa que baja de la Sierra Nevada. Sin distingos de pelambres, el pueblo lloraba la muerte de su ídolo, el cantante Diomedes Díaz, ocurrida el domingo 22 de diciembre. El alcalde Fredys Socarrás decretó duelo los cuatro días que duró la velación en la Plaza Alfonso López, al tiempo que cada comercio homenajeó al músico haciendo estruendo de decibeles con sus canciones. Doy fe de haber visto a un señor arrodillado golpear con su sombrero el pavimento, del que brotaba ese vaho que al mediodía semeja una olla de aceite hirviente. Se quejaba: “¿Por qué nos abandonaste?”; y como quien descubre el hielo, a una niña le oí decir: “Ya tengo algo importante para contarles a mis nietos”, y entendí que por eso Cien años de soledad se estudia en las universidades gringas como si fuera una Biblia fundacional. También oí a una señora, de luto cerrado, gritando: “¡Mi vida ya no tiene sentido!”; y vi a otro hombre, de piel curtida y rasgos wayúu –de esos machos que no expresan en público ni siquiera el dolor por la muerte de un hijo– con los lagrimones escurriéndosele por debajo de las Ray-Ban. Un veinteañero me habló de las diez veces que desfiló frente al cadáver del “Papá de los pollitos”. Siempre que lo hizo fotografió a su ídolo, un hombre de quien se dice se acostó con más de 400 mujeres y regó con su simiente la comarca, aunque solo reconoció a 18 hijos: los que le heredaron el lunar detrás de la oreja izquierda. Más de 30.000 personas acompañaron el féretro hasta su morada final, de donde hubo que obligar a salir a un grupo de seguidores que impedían su sepultura. Haciendo gala de la simbología vallenata, Diomedes fue enterrado a 200 metros del río Guatapurí, debajo de un palo de mango, con la cabeza mirando hacia la encanecida Sierra Nevada. Su tumba, cubierta por una bandera de Colombia y cientos de flores, además de su nombre y las fechas de su existen-
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cia, muestra una imagen de la Virgen del Carmen, la patrona a la que dedicó los 33 álbumes y las 424 canciones que grabó, 89 de ellas de su autoría. Una semana después del sepelio, sus familiares solicitaron a las autoridades seguridad en la tumba, luego de que la tierra que la cubría comenzara a comercializarse a 10.000 pesos la bolsita de plástico y de que una persona intentara profanar el ataúd para cortar parte del cabello del Cacique, aduciendo que hacía milagros. Ahora no está solo. Además de los cuatro policías que vigilan su tumba en el cementerio Jardines del Ecce Homo, lo acompaña una romería de fanáticos. Al constatar las placas de los vehículos estacionados frente al camposanto, pocas aparecen registradas en Valledupar. En su lugar, se repiten nombres como Cali, Bogotá, Cúcuta y Manizales. Las visitas no se limitan a entusiastas nacionales y, así como Keila Gálvez vino desde Calgary, Canadá, José Ordoñez y su señora –quienes planeaban pasar Año Nuevo con sus hijos y nietos en Santa Marta– arribaron de Maracaibo primero a Valledupar, ansiosos de conocer el lugar que hoy hospeda el cuerpo del hombre que les dio a conocer el vallenato. Más allá de su talento artístico y de la polémica sobre si fue un buen o mal ejemplo para nuestra sociedad, aproveché la visita navideña a la casa familiar para darme a la tarea, como escritor y periodista vallenato, de entender las razones que en vida hicieron de este hombre un ídolo y que, con su muerte, hacen que muchos quieran deificarlo. Diomedes nació en 1957 en cuna de paja (casi en un pesebre, ese cajón donde se da de comer al ganado), en Carrizal, un caserío del corregimiento de La Junta, en los lindes de Cesar y La Guajira. De niño vivió en la pobreza. Comenzó a trabajar a los ocho años como espantapájaros y le ayudó a su mamá a vender fritos en la puerta del cinema de Villanueva. Con una voz prodigiosa, pronto se nutrió de fama y alimentó con drogas las noches de parranda hasta convertirse en el cantante que más discos ha vendido en la historia colombiana. Callado, casi enigmático, no le gustaba salir de su casa ni se preocupaba por las relaciones públicas o por echar cuen-
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tos alegres para ganarse a la gente. Todo se le perdonó a lo largo de sus 37 años de carrera musical: el incumplimiento en sus presentaciones, la adicción a la cocaína, el escándalo marcado tras la muerte de una seguidora, el machismo y hasta la infidelidad tolerada por sus 11 viudas. Era un hombre de pocas rabias que cuando cogía alguna se exaltaba, abandonándola rápido. Hay una anécdota según la cual el acordeonero Omar Geles intentó robarle protagonismo discurseando ante sus seguidores. En la tarima, frente a todos, Diomedes le ordenó: “¡Geles, toca el acordeón!”, una frase que hizo carrera y hoy invocan sus seguidores cuando pretenden obligar a alguien a cumplir alguna orden. Su muerte, ocurrida aparentemente por una arritmia cardiaca, era una crónica anunciada. Más que preocuparle, el cantante parecía retarla, como cuando bromeó en una entrevista concedida a Ernesto McCausland: “Si yo supiera que uno sirviera más muerto que vivo, yo me muriera hoy, pero no sé…”. Tuvo un primer infarto hace seis años. Pero quizá porque en otras dos ocasiones ya le había hecho el quite a la muerte –en 1979 en un accidente de carro, donde murió su tío Martin, y en 1994, cuando llegó tarde a tomar el avión que se llevó a su amigo Juancho Rois–, Diomedes no cuidaba su salud. Doce horas después de aquel infarto, su cardiólogo lo encontró devorando dos pollos fritos y cinco arepas. Un par de años después sufrió un infarto en Valledupar y luego otro en Bogotá. Esto sin contar la neumonía y el síndrome de Guillain-Barré al que sobrevivió mientras era juzgado en 1998 por el asesinato de su seguidora, Doris Adriana Niño, cuando tan solo sus párpados quedaron en movimiento. Hubo que organizarle las 24 horas del día un equipo de terapia física y emocional. A pesar de tantas enfermedades, era un indio de casta con una fortaleza de hierro. Que su nombre se adjetive como humilde, sencillo o generoso no es suficiente para explicar el mito. Valledupar es un pueblo de cantantes y acordeoneros. Es frecuente toparse a músicos como Poncho Zuleta, Jorge Oñate o Silvestre Dangond quienes, a pesar de su fama, no generan
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el magnetismo de Diomedes: cuando salía de su casa, los fanáticos lo rodeaban para hablarle o tocarlo. Meses antes de su muerte, visitó a un conocido sacerdote de Valledupar. Este me contó que tras confesarlo le dio la comunión para luego emparrandarse ambos, tomando vino frente a un sancocho de gallina mientras Díaz lo complacía cantándole cada canción que le pedía. Como si por su piel corriera miel, Diomedes semejaba a Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El perfume, que al derramar sobre su cuerpo la fragancia de todos los seres que había asesinado logró que el tumulto se abalanzara sobre él, devorándolo a pedazos. El carisma es un aura con el que nacen pocas personas. Es un magnetismo que desborda a quien lo posee. A Diomedes Díaz le brotaba a borbotones. Semana, 14 de abril de 2014.
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-2010~2014Belén Sáez de Ibarra: con el ojo afinado para el arte Andrés Rodríguez Zorro, entrevista con la muerte
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belén sáez de ibarra: con el ojo afinado para el arte
Esperaba encontrar las paredes tapizadas de cuadros. Tenía esa idea: que en la casa de una curadora y crítica de arte abunda el arte pero, salvo por una obra de Clemencia Echeverri, empotrada sobre la chimenea, me topé en el dúplex de María Belén Sáez de Ibarra –nacida y educada en Barranquilla– con repisas repletas de recuerdos familiares y libros de arte y de filosofía. A la belleza particular, pero también al contenido de la obra, le apunta la mirada crítica de esta curadora en un momento de la historia cuando el arte ocupa un concepto cada vez más amplio, al cual comentó en esta entrevista. Para Sáez de Ibarra, el arte contemporáneo se debate entre su inconsistencia como materia y su necesidad de tener una forma política sólida contundente. En el siglo xx surgieron artistas que lograron descreer del arte mismo, volviéndolo menos retiniano y más de ideas, al tiempo que la forma que lo contiene pasó a ser fundamental. Duchamp fue una gran ruptura de lo que se tenía por arte, pues descreyó del arte mismo y de sus alcances, generando un rompimiento total con lo viejo para dejar surgir nuevos conceptos. –Decía Adorno que la misión del arte hoy es introducir el caos en el orden. La poiesis que mencionaban los griegos –de donde deriva la poesía– y la forma es lo que finalmente le da un contenido, incluso más que la belleza. La creación es un acto que surge como algo nuevo no amarrado a ningún canon. En ese sentido, hay allí una estética de rompimiento. Normalmente, las obras más interesantes son las que rompen las estructuras.
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–Como “Shibolet”, la obra de Doris Salcedo expuesta en la Tate Galery. Ese es un buen ejemplo, porque el arte también tiene esa necesidad de romper, incluso de incomodar y de perturbar. Suelo repetir la frase de que el arte, antes que bienestar, es malestar. –No te refieres tanto a romper paradigmas estéticos, sino como metáfora, de poner a pensar, de romper la cabeza. La ciencia hace lo mismo, aunque goza de una coraza mucho más dura, porque está asentada sobre un campo científico, rodeada de una cantidad de postulados difíciles de romper. Pero, cuando la ciencia avanza, rompe y pone en revolución todo su campo. Lo mismo pasa con el arte. LA CREACIÓN Más que crítica de arte, María Belén se define como “curadora”, una palabra derivada del italiano que inicialmente designaba a la persona encargada de la conservación de las obras en un museo, pero que poco a poco ha ido ganando terreno, al punto de que hoy goza de protagonismo en la organización de exposiciones, al proponer miradas novedosas sobre la producción artística: –Se trata de un concepto desarrollado en EE.UU y Europa a partir de los años cincuenta, más o menos, que en Colombia se ha ido armando empíricamente en la práctica del devenir de los museos. –¿Por qué tienen tanto poder los curadores? Porque, al tratarse de una escena pequeña, tienden a acumular múltiples funciones, como galeristas, críticos, asesores de colecciones, gestores de exposiciones y de propuestas de nuevos espacios, etc. Sin embargo, a las mujeres les cuesta más trabajo desempeñar este rol en América Latina, pues han desfilado de una forma muy difícil en el arte, siempre con mucha menos visibilidad. Tienen que hacer mucho para ser reconocidas.
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–En cualquier campo suele haber una máquina silenciosa desconociéndolas. Volvemos al nombre de Doris Salcedo, que es un ser excepcional, dotada en muchos sentidos: por su condición humana como persona y como artista; intelectualmente, por su capacidad de crear en el sentido en el que estamos hablando, desde el rompimiento de formas de hacer y de conocer; por su fortaleza interior, disciplina e inteligencia para protegerse de la banalidad del espectáculo propio del medio del arte. En fin, por una gran cantidad de cosas. –Decías atrás que en el arte contemporáneo ya no hay protagonistas y ni siquiera hay obras malas, regulares o buenas, porque lo que importa es la idea. En ese sentido, la curaduría tiende a desempeñar el papel de comprender cómo hacer para que esa idea, latente en una pieza, se comunique al público y se despliegue en un espacio especializado como los museos, una bienal, un espacio público o en un espacio adaptado específicamente para ella. El curador viene a ser como un interlocutor entre la sociedad y el artista, e incluso, a veces, un interlocutor con el artista mismo a la hora de potencializar una pieza. –Pensaba en ese trabajo que, en literatura, corresponde al editor, pero escuchándote creo que se parece más al escritor mismo, al ponerse en los zapatos de sus personajes. Eso es, exactamente. Un curador tiene que comprender la psiquis del artista, entrar en su corazón, por poner una metáfora que todo el mundo entienda. No se trata de llevarle ideas que le son ajenas, sino de poder entrar en su mente y conocer su obra, pues el arte es una forma de conocimiento muy distinto a la razón. La creación es una cuestión que va más allá de lo que podemos razonar, y los curadores debemos tratar de entender cómo funciona esa magia –esa alquimia de los artistas– para ingresar a esos códigos, a ese núcleo sellado que contiene toda obra de arte.
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–Es un trabajo muy interesante porque está muy cerca del artista. Digamos que es de doble vía, porque, al mismo tiempo que se está adentro de la pieza del artista y de su proceso creativo, el curador trata de conectar con la razón, dándole a eso una horma expositiva y viendo, además, cómo se comunica. Esa capacidad se desarrolla con muchos años de contacto con el arte. Es la única manera. EL OJO DEL ARTISTA La relación de Sáez de Ibarra con el arte se enquista en su niñez. Hija del filósofo vasco Jesús Sáez de Ibarra y Emilia de Sáez de Ibarra, una comunicadora granadina, que llegaron a vivir a Barranquilla a finales de los sesenta, huyendo de la tiranía del franquismo. María Belén siempre gozó en su casa de un ambiente intelectual, no solo por el trabajo de ellos como docentes de la Universidad Metropolitana, sino también por las amistades que solían visitarlos, entre quienes recuerda con cariño al educador, traductor y humanista sefardí Alberto Assa, fundador en la Arenosa del Instituto de Lenguas Modernas y del Concierto del Mes; a Carlos María, de origen árabe, otro reconocido intelectual de la ciudad; y al profesor Gabriel Acosta Bendeck. Belén nació en febrero de 1970, dos años después que su único hermano, el mismo que a los cuatro años sentenció a sus padres que de grande sería “mecánico del cuerpo”. Y eso hizo: hoy es un reconocido cirujano cardiovascular con quien ella conserva una muy estrecha amistad, porque, según ella misma dice, “él desde niño ha tenido su vida muy clara y siempre ha sido muy regañón conmigo, porque yo estoy como en el aire al dedicarme a una profesión tan abstracta como es el arte. Trabajando con artistas no puedes sentirte del todo tranquila. Hay un ambiente de desasosiego, sin certezas de ninguna naturaleza”. La incertidumbre de hoy no la padeció siendo niña cuando, al regresar del colegio, todas las tardes encontraba la casa de sus padres –a la salida hacia Puerto Colombia– completamente vacía. Sin embargo, no se sentía sola. En lugar de jugar a peinar o cambiar los trajes de sus muñecas,
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como cualquier otra chica de su edad, apagaba las luces del salón principal y se ensimismaba durante horas enteras viendo, desde el proyector de su padre, diapositivas de obras de arte de los grandes museos. –Sin buscarlo, refugiándose en el arte, poco a poco fue educando su ojo. Comencé a desarrollar un mundo propio que era delicioso, pues el proyector crea una atmósfera, y ese halo de luz es un mundo lindo. Podía imaginar cualquier cosa más allá de lo que estaba viendo. –Suena a como si fueras Alicia, y ese mundo imaginado la madriguera donde (en lugar de conejos, relojes y reinas de corazones) abundaba el arte. No recuerdo qué edad tenía entonces, pero de pequeña era una niña muy consentida, y para hacerme comer, me alzaban en brazos en frente de las reproducciones de El Prado. Me cuentan que preguntaba frente a la serie azul de Picasso: “¿Por qué está triste el payaso?”. –¿Cuánto tiempo después tuviste al frente un Picasso de verdad? Con gran esfuerzo económico de mis padres, viajábamos mucho a España, aprovechando que teníamos adonde llegar. Visitábamos a mi abuela andaluza e íbamos a Madrid y a otras ciudades de Europa. Mi mamá es muy buena guía turística de museos. Muy niña vi el Guernica, que entonces estaba en el Palacio del Retiro. Nunca olvido ese momento, ha sido una de las mayores experiencias de mi vida. ARTE HOY A diferencia de los tiempos de Goya y Velásquez, hoy es más difícil ser artista. Es cierto que hay muchas cosas sucediendo alrededor del arte, pero aquellas que son esenciales realmente son pocas. Los artistas excepcionales deben poder aislarse de esa hiperactividad y voracidad que hay
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en el medio, incluso de la banalidad y hasta de su propio ego. El arte es un ejercicio constante de superación de lo que ya está dado. –Quedaron atrás lo figurativo, lo abstracto, la fotografía, la escultura… Digamos que los movimientos y estilos artísticos desaparecieron hace rato, porque ya no interesa tanto la clasificación como forma de comprender el mundo. Además, los artistas ya también han dejado de pensar en una disciplina. Hemos traído al Museo de la Universidad Nacional, por ejemplo, a músicos que trabajan con imágenes, ante lo cual un colega distraído podría decir que se trata de vídeo arte, ofendiendo al artista, porque ellos no entienden el arte de esa manera cerrada. Los artistas de hoy son matemáticos, técnicos digitales, expertos escénicos, trabajan con la arquitectura, con la imagen, con filosofía, con sicología, con lo esotérico, con todo. –Suena complicado en cuanto a que se debe tener demasiada información. También es que el artista ya no trabaja solo y dispone de un equipo que lo apoya para su conocimiento en todo aquello de lo que necesita echar mano, como arquitectura, ingeniería, literatura, biología… –Hablamos de unos costos muy altos. El arte contemporáneo tiene unas implicaciones extraordinarias en equipos humanos y en necesidades presupuestales. No es que los artistas sean pomposos y necesiten mucho dinero, sino que algunas obras necesitan grandes inversiones para materializarse. –¿De dónde sale todo ese dinero? Una palabra importante para entender el arte contemporáneo es producción. Las instituciones tienen un gran reto para poder acompañar esas dimensiones. Tiene que haber fondos de producción tanto públicos como privados.
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–En ese caso, ¿las instituciones quedan dueñas de esa producción, como ocurrió, digamos, con las pinturas en el Vaticano? Hay formas de negociar las obras. Si una institución está comisionando una pieza puede tener un precio muy especial para adquirirla, o el artista puede decidir donarla. Finalmente, lo que más le interesa a los artistas es hacer la obra. –¿Qué es comisionar? Es encargar a un artista una obra de arte para ser exhibida en un lugar y un momento determinado. Lo deseable sería que la institución que la va a exhibir la comisione. Viene desde los mecenas, que encargaban obras, pues el arte no solo sirve para frenar enfermedades de la sociedad –pues la sociedad también se enferma–, sino también para drenar, para hablar de lo que no se puede expresar con las palabras, para hacer catarsis pública. Y también sirve para generar desarrollo, trabajo, para que las economías crezcan, para el mercadeo de las ciudades. FOTOFOBIA La oficina de la Universidad Nacional de Bogotá, al frente de la cual está María Belén, vivió su época de oro cuando Marta Traba consolidó su museo, a finales de los 60 y principios de los 70, que corresponden a los inicios del Museo de Arte Moderno de Bogotá. Luego cayó en unos años de desconcierto, pero nuevamente levanta cabeza, bajo la actual administración. Además del museo, María Belén tiene a su cargo –con un equipo de trabajo que no supera las veinte personas–, el Auditorio León de Greiff, considerada desde hace 38 años la casa natural de la Orquesta Filarmónica de Bogotá. Graduada en Derecho en la Javeriana de Bogotá, Sáez de Ibarra llegó a este cargo en 2007, luego de un camino laboral que comenzó en el Congreso de la República, donde estuvo un año como parte del equipo del senador Jairo Clopatofsky. Luego se fue a Londres, donde además de Relaciones Internacionales hizo una maestría en Políticas del Arte. Al regresar al país, entró a la nómina de la Dirección
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de Patrimonio del Ministerio de Cultura, como abogada y gestora cultural, bajo órdenes de Katya González, pero pronto fue ascendida al cargo de directora de la Oficina de Artes Visuales. El arte siempre ha delineado su destino, por lo que la abogacía parece haber sido una equivocación en su vida. Ella lo defiende, afirmando no solo que le gusta, sino, además, que le ha servido mucho. Aun así, enfatiza: “Mi papá de niña me decía que uno sirve para muchas cosas. Yo creía que era cierto, pero entre más pasa el tiempo más me convenzo de que no quisiera hacer nada diferente a lo que hago ahora”. Además de las funciones propias de la oficina de Divulgación Cultural de la Universidad Nacional, como curadora ha acompañado el proceso de artistas como Miguel Ángel Rojas, José Alejandro Restrepo, Ryoji Ikeda y Clemencia Echeverri, cuyos trabajos curiosamente coinciden en el uso del blanco y negro jalonando hacia lo oscuro, un punto en el cual cayó en cuenta luego de que se lo mencionara su colega Alcides Figueroa. –De alguna manera, el blanco y negro (como en la fotografía o en el cine) evocan el pasado. ¿Significa eso que tu mirada del arte es nostálgica? El arte contemporáneo, entre menos lo entiendo, más me atrae. Supongo que, inconscientemente, uno busca a los artistas –o mejor, la obra– que más lo atrae. –La oscuridad de esas obras de alguna manera repasa aquellos años en que disfrutabas las reproducciones que mostraba el proyector, en la soledad de tu niñez. ¿Eras muy feliz entonces? Cuando uno es feliz uno nunca piensa si lo es o no.
Latitud, 18 de mayo de 2014.
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entrevistas
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andrés rodríguez zorro, entrevista con la muerte
El Instituto de Medicina Legal, en Bogotá, es el único edificio que se conserva de lo que hasta finales de siglo se conoció como El Cartucho: unas cuantas cuadras, perfumadas con el olor dulzón del bazuco, compartidas por habitantes de la calle hacinados entre inmundicias y rastrojos. En su lugar, el entonces alcalde Enrique Peñalosa construyó el Parque Tercer Milenio, el cual da nombre a la estación de Transmilenio construida justo al frente del Instituto, dejando claro que son los muertos los encargados de dar la bienvenida a los nuevos tiempos. La morgue queda en el primer piso de este edificio de siete pisos, a la izquierda de la recepción principal. Para acceder a ella se cruza un corto pasillo decorado con una hilera de casilleros azules donde el personal médico guarda su ropa de “civil”. Al fondo, una puerta de vidrio exhibe una hoja impresa en tinta con letras negras en Arial 22 que dice: “Prohibida la entrada a personal no autorizado”. Antes de ingresar, hay que vestir bata, tapabocas, gorro, polaina y guantes desechables en el tono azul de los Kilométricos. Las gafas también son indispensables por si salta sangre desde algún cadáver. Para mi fortuna, mi nariz existe sólo como adorno: el olfato no suele ser el sentido que me distingue. Y lo digo así porque suele ser este al sentido al que peor le va al ingresar a una morgue. Lo que a la mayoría marea o lleva al vomito no es lo que ve sino lo que huele: carne nauseabunda, en descomposición. Mortecina congelada. La sala donde funciona la morgue es amplia. Cuenta con once mesas de acero inoxidable, más frías que la temperatura ambiente, que sirven como cama a los cadáveres mientras los autopsian. Las paredes son muy blancas, casi asépticas. Al lado de un silencio de funeraria, hay sonidos
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–como el chorro del agua o las máquinas de congelar– que se escuchan casi armónicos. Desde una amplia puerta, en el rincón derecho, se llega a un pasillo al otro lado en el que están las neveras donde permanecen los muertos hasta por treinta días. Si luego de ese tiempo todavía no han sido reconocidos por parientes o amigos, pasan a una bóveda especial en el Cementerio Central. A diferencia de la sala, con un piso encementado en un gris tan liso que es resbaladizo (hay advertencias en cada pared recordando caminar sin prisa: en todo caso, ¿para qué afanes, si ya la muerte llegó?), este pasillo está pavimentado en el mismo azul de las batas. Allí, por breves momentos (siempre parece haber alguien limpiando de afán), corren hilos de sangre de algún cadáver recién cosido. Los cuerpos permanecen boca arriba, completamente desnudos (sin ninguna sábana que cubra sus antiguos pudores), como exhibiendo con desvergüenza la costura que sube del vello púbico a la garganta. O sea, el vello púbico se expone al público. Algunos todavía conservan los ojos abiertos y el gesto de dolor o angustia con el que treparon en la barca de Caronte. Sólo una mujer muy mayor, que cargaba encima el cadáver de un bebé, mostraba cierta placidez en su mirada. El pasillo termina en un parqueadero cerrado al que sólo acceden, o bien los coches fúnebres en busca de algún cadáver, o bien el carro del Instituto cuando ingresa algún cuerpo que inicia el proceso. El portero sólo abre el portón en uno de tales casos. Además de los cadáveres arrumados en la nevera, o los del pasillo a la espera de pasar al congelamiento, la tarde de mi visita sólo había dos cuerpos en las mesas para “autopsiar” (no me acostumbro a este “verbo”, pero así lo usan allá). Alrededor de uno de ellos, un médico entrado en años enseñaba a sus estudiantes, de la especialización de otorrinolaringología, el procedimiento para respingar la nariz, pues los cirujanos plásticos también suelen usar estos cuerpos para, embelleciéndolos, enseñar. “Ironías de la vida”, alcancé a pensar, “que haya que esperar hasta morir para verse mejor”. La otra mesa, en tanto, estaba ocupada por un NN al que un bus acababa de arrollar un par de horas atrás. Esta136
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ba tan pálido que –ojalá no suene irrespetuosa la metáfora– parecía una gallina amarilla exhibida en una vitrina de Sanandresito; la piel casi que tenía tatuadas las llantas del carro que lo embistió; era completamente lampiño, salvo por los vellos de allí, aunque lo que más llamó mi atención fue la cuidadísima forma como tenía cortadas las uñas de los pies. A su alrededor, cuatro o cinco estudiantes de medicina – todas mujeres, ninguna más alta que Shakira– revoloteaban como abejas mientras un técnico despellejaba el cuerpo sin afanes, dejando ver primero las costillas (que estaban rotas por el golpe) y, luego de descubrir el peto esternal, los órganos. Allí estaban los riñones, el páncreas, el hígado, el colón y todo eso de lo que se habla en clase de anatomía. Del corazón detallé que no tiene forma de “corazón” y que está cubierto por un líquido que parece lubricarlo. De resto, confirmé que, si el cuerpo humano no es más que una urna que guarda sus entrañas, el cráneo es la bóveda que protege su parte más importante: el cerebro. Los órganos los sacaron en bloque de un solo sopetón, antes de pasarlos a otra mesa en la que los estudiantes procedieron luego a disecarlos, es decir, a separarlos de los tejidos. Luego los pesaron, uno a uno, en la báscula al lado de cada mesa. ¿La razón? “El peso es una característica que ayuda a establecer su sanidad o enfermedad”, según me explicó una médica. El corazón de un hombre sano debe pesar 300 gramos, y el de la mujer, 250 (uno de los estudiantes fue quien hizo el chiste: “Son más chiquitos, pero hacen sufrir más”); el cerebro femenino también es más pequeño, 1200 gramos, en contraste con los 1350 del masculino. El órgano más pesado es el hígado: en los hombres alcanza los 1700 grs. Hace menos de un mes la dirección del Instituto ordenó organizar en un rincón del tercer piso un espacio al que bautizaron “La tómbola de la catarsis”, que no es más que el símil de una cueva alfombrada por hojas otoñales donde se escucha música relajante en un ambiente perfumado con esencias terapéuticas. La idea es que los funcionarios encuentren allí un lugar donde resguardarse cuando se sientan agobiados por la pesadez de la muerte. Con esto 137
queda claro que, por más mecánica que para muchos resulte esta labor, esta gente sigue siendo tan humana que necesita momentos de aislamiento y reflexión. En el Instituto en Bogotá trabajan actualmente 28 médicos forenses. Según el diccionario, “Forense viene del adjetivo latino forensis, y hace referencia al foro”, pues en la antigua Roma “una imputación por crimen suponía presentar el caso ante un grupo de notables en el foro”. La voz de Andrés Rodríguez Zorro es tan respetada en este Instituto, que bien podría compararse con aquellos notables. Pero así como entre sus pares su trabajo es reconocido con respeto, sus amigos más cercanos ya no se sorprenden cuando, una tarde cualquiera, leen en su muro de Facebook frases del tipo “Hoy no ha llegado mucho trabajo. Necesito más muertos para desaburrirme”. Ellos saben que, a sus 36 años, lo que escribe este médico hace parte de ese humor tan negro como el color que suele usar para vestir. Quizás por esto, desde hace un par de años, lo apodan, cariñosamente, “Necro”. Y no se crea que son pocos los que lo llaman así: a pesar del miedo, el misterio o los prejuicios existentes alrededor de quienes trabajan con la muerte, Rodríguez presume de disfrutar de muchos amigos. De hecho, hace poco debió bajarle a la rumba por cuenta de un infarto prematuro. Aunque no ha hecho a un lado su placer por el whisky –su trago preferido–, sigue cancelando cualquier reunión, por importante que sea, que lo obligue a incumplir una cita con algún partido importante de fútbol. Parece ser un hombre más común y corriente que Jesucristo o Satanás, ese tándem ante el cual supuestamente parten las almas de los cuerpos que a diario analiza. “Parece”, dije, pero ¿lo es? Veamos. Rodríguez Zorro nació en Ibagué, Tolima, pero su familia es boyacense. Su papá, un hombre que lo engendró cuando ya había superado los sesenta años, comercializaba con arroz; en tanto su mamá, que todavía vive, fue hasta hace pocos años profesora de matemáticas. En todo caso, nada los diferenciaba de otra familia de clase media. “Mi papá era muy pasivo y cálido en tanto mamá siempre ha sido una mujer fría y de armas tomar –recuerda Andrés de su 138
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infancia–. Quizás por lo que ya no trabajaba por su avanzada edad, papá era quien iba al colegio por mis notas y con quien yo jugaba en las tardes al salir de clases. Mamá también me adoraba, pero no era tan cuchichera”. Rodríguez es el menor de cuatro hermanos. El más cercano es siete años mayor. Cuando entró a bachillerato, su hermana mayor ya estudiaba en la universidad. Con ella era muy apegado, pues era quien más lo consentía. De niño era muy tímido y de poquísimos amigos, también era bueno para los números. De hecho, hasta que se graduó de bachiller, este médico titulado en la Universidad Nacional no fue más que un nerd: campeón departamental de matemáticas, física y hasta de cultura general; le gustaba ser el mejor de la clase, izar bandera, decir el discurso, aprender mucho. En fin, siempre fue muy inquieto en cuanto a lo académico. Si al final no se decidió por estudiar una ingeniería es porque el pulso lo ganó la ciencia. Pero así como era de estudioso era de introvertido, siempre metido en los juegos de armar, como Lego, Armatodo, Estralandia. Juegos solitarios que no necesitan más que un breve espacio. “Fue una soledad padecida”, confiesa con dolor. También se acuerda de que era morenito, muy delgado y pequeño, que empezó a usar gafas –gruesas, grandes, de mucho lente porque era miope– desde los diez años. Lo dicho: era el típico nerd. Tampoco le interesaba tener muchos amigos en la cuadra, como a su hermano mayor, de quien recuerda que “le gustaba gaminear, quedarse hasta tarde jugando en la calle, y hasta aprendió a fumar a los doce”. Andrés siempre fue el niño juicioso que se reía poco. El primer muerto de su vida fue su abuelo materno. “Recuerdo mucho a mi mamá llorando. Nunca vi al abuelo muerto. Lo que recuerdo es el llanto de mamá”. Fue el primer funeral al que asistió. Ocurrió en Iza, Boyacá, y lo marcó el luto tan cerrado de todo el pueblo. El placer por estudiar a los muertos le llegó cuando terminó el año rural. Cierto día, en clase le hablaron de la necropsia y le mostraron imágenes de cadáveres. Le gustó. “Soy un amante de la ciencia y la investigación. La medicina forense es una de las disciplinas más rigurosas que hay, por-
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que hay que plantear una hipótesis y sustentarla. Es todo el método científico aplicado. De modo que cuando me hablaron sobre ello lo vi como muy científico y apasionante”. Salvo el uso del negro cerrado –que por alguna razón pronto convirtió en su color preferido– no tuvo nunca un choque duro con la muerte hasta cuando murió su papá, aunque en este caso no fue tanto con la muerte como con el dolor. “Yo estaba ya haciendo la residencia. Entre los cuatro hermanos habíamos logrado traer a papá y mamá a vivir a Bogotá. Entonces un amigo de ellos murió allá y bajaron al funeral. Como a los tres días de ese velorio, papá murió en Ibagué. Él amaba mucho esa ciudad, tenía un nexo muy fuerte. Creo que, en el fondo, él quería morir allá. Fue un martes cuando mamá llamó con la noticia en la madrugada. Cogimos el avión de las seis de la mañana. Al tenerlo al frente, le cogí la mano y le acaricié la cara. Todavía estaba tibio. Es que yo tenía con él una relación muy cálida porque él siempre fue muy tierno conmigo”. “Ver muerto a papá fue muy fuerte. Sentí un vacío. Fue duro para mí porque de mis amigos nadie fue al velorio. En cambio, los amigos y socios de mis hermanos fueron todos. No me acompañó nadie. Por eso no tuve con quién hacer la catarsis. Para colmo, me tocó firmar el Certificado de Defunción”. Para entonces, Rodríguez ya trabajaba en lo que ahora hace, pero todo lo hacía de una manera muy mecánica. “Esa muerte me confrontó. Me dije, Dios mío, este es el cadáver de quien me engendró. Yo había visto más muertos. Pero cuando uno se pregunta lo que hay detrás de un Certificado de Defunción se topa con que es la muerte de una persona, el dolor de una familia, de pronto –incluso– el dolor de un país. Esa muerte me cambió el sentido de las proporciones. De alguna manera, humanizó la muerte para mí”. Quizás fue la libertad que descubrió en la Nacional (“Nunca había visto a una pareja del mismo sexo besarse, ni conocía el olor de la mariguana…”), pero algo en él hizo click en el umbral de sus veinte. Sucedió luego de una relación de amor traumática. “A los 18, yo era más niño que los otros niños de mi edad porque era ingenuo, inocente, en-
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simismado”. Y fue impactante porque siempre ha sido muy romántico. Y cuando se enamoró, sucedió lo de siempre… Poco a poco comenzó a hastiarse de la perfección intelectual. “¿Qué sentido tiene sacar un buen promedio, más de cuatro en cada nota –se decía a sí mismo– si ando solo? Desde niño siempre busqué la excelencia académica. Pero ahora en la universidad, de repente, quise conocer otras cosas”. Fue cuando se topó con un grupo de amigos con otra visión de la vida, como ir a tomar trago los viernes después de clases, jugar billar, disfrutar del fútbol, salir de rumba, ir a conciertos. “Entonces me volví más auténtico, me quité una carga”. Es como si hubiera descubierto al final de su adolescencia aquello de lo que Borges se quejó a sus 85: Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores. No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más. Sería más tonto de lo que he sido, de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad. –¿De niño alguna vez dijiste: “Cuando grande, quiero ser médico forense”? ¡Jamás! En cambio, quien fuera uno de mis mejores amigos en el colegio, alguna vez me lo pronosticó porque le parecía que yo era cruel y medio perverso. Decía que yo abría las ranas de una manera diferente a los demás. –“A la muerte y al sol no se les debe mirar a la cara”. ¿Cómo es la cara de un muerto? Los muertos tienen muchas expresiones. He visto algunos que muestran angustia o dolor. La de los suicidas, por ejemplo, son caras grises, realmente muy tristes. –Hablando de gestos, ¿cuáles son las expresiones más comunes con las que muere la gente? Las expresiones se definen por los ojos. Algunos cadáveres llegan con los ojos abiertos y traen esa expresión de tristeza que se refleja en la parte interior de los párpados. La tristeza la describo como una mirada perdida, hacia abajo,
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con los párpados un poco grises. Me han llegado casos de personas que mueren durante el acto sexual y la mirada es completamente diferente: es una expresión como de placidez, muy diferente de la de quienes mueren quemados o víctimas de una explosión, en cuyo caso muestran el terror; o de la mirada inocente de un niño que muere por una causa natural. –¿Hay muertos lindos? El cuerpo humano masculino o femenino en general, me parece, refleja belleza aún después de muerto, tanto interna como externamente. Y cuando digo internamente me refiero a los órganos. No sólo hay belleza, sino que además expresan y generan sentimientos, tienen color. Todo el mundo se imagina que un muerto es un ser pálido, pero no, proyecta cierta belleza. No en vano, en muchos casos, los cadáveres han inspirado al arte. Yo, de hecho, he colaborado con algunos proyectos artísticos. Para mí no hay diferencia entre el cuerpo de un vivo y el de un muerto, son igualmente bellos, en ambos casos se trata de seres humanos, de seres únicos. Me inspiran mucho respeto. –¿A cuántos muertos les has visto la cara? Hago más o menos trescientas autopsias por año y llevo doce años trabajando en esto. Eso suma unos tres mil seiscientos cadáveres. Por igual han sido hombres, mujeres, niños, ancianos, neonatos, amas de casa, trabajadores, gays, diplomáticos, actrices, blancos, indios, gordos, negros, jefes guerrilleros, afamadas modelos. En fin… –¿Alguna muerte te ha horrorizado o conmovido? Muchos de los atentados terroristas me han conmovido. Como las víctimas del Nogal, por ejemplo. Fueron más o menos treinta y dos muertos, creo, entre los que hubo muchos niños porque esa noche había una fiesta infantil. Hubo niños que murieron por la onda explosiva y otros que murieron por inhalación de humo. Me impactó mucho. Otro caso fue el de los niños del Colegio Agustiniano. 142
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Desde el punto de vista forense, para nosotros fue todo un reto porque había que identificarlos, y como fue una noticia de gran impacto, hubo mucha presión del Distrito, del colegio, de los medios, de los padres que los querían ya. Fue un reto identificarlos porque, como eran menores de edad, no tenían documentos de identificación y no podíamos basarnos en cotejo dactilar. El otro reto fue establecer distintos patrones para saber cómo había sido la mecánica de la muerte. Entrar en contacto con la familia fue muy duro porque fue un drama en todo sentido. Y yo tuve que confrontar preguntas que me parecieron muy difíciles, preguntas tan complejas como: “Doctor, dígame si mi hijo murió rápidamente, se demoró en morir o sufrió antes de morir”. En cuanto a las que me han horrorizado, algunas de las muertes de homosexuales me parecen muy duras porque tienen un componente de odio y es horrible descubrir que sí existen asesinatos por discriminación, que una persona sí puede deleitarse con el sufrimiento de otra. El ser humano puede llegar a unos extremos de maldad inimaginables. Recuerdo el caso de un travesti que tenía signos de atadura, lo habían arrastrado, lo habían golpeado, lo habían torturado, le habían pegado muchas puñaladas y, finalmente, lo habían degollado. Hubo otro que llegó con una puñalada en el pene, lo que habla de una desmasculinización, como si se tratara de una amputación de la sexualidad. Ese tipo de crímenes de odio –que también se da contra prostitutas o indigentes, por ejemplo– me generan espanto. Es lo que me ha confirmado que el ser humano no es perfecto, que está lleno de odio, envidia, celos… Todo tipo de sentimientos. –Sobre aquellos que me hablaste que murieron teniendo sexo… Son muertes naturales, no por ahogamiento y otros gustos eróticos. Es el caso de mujeres que, teniendo sexo, se les rompe un aneurisma cerebral, o de hombres que se infartan por la combinación de Viagra y cocaína, a pesar de saber que tienen problemas cardiacos.
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–¿Cómo son los familiares que llegan allá con alguien muerto en estas condiciones? El tema del sexo en Colombia sigue siendo tabú. En este caso, lo que pretenden los familiares es omitir o negar todo alrededor del sexo. Dicen, por ejemplo, que fue un infarto y niegan que fuera en un motel o con una prostituta. –¿Causa estrés la muerte? Más que la muerte, estresa la presión del tiempo del que se dispone. –¿Por qué? ¿Cuánto tiempo tienes para abrir a un muerto? Yo trabajo en turnos de seis horas y en ese lapso hay que abrir dos muertos. A veces hay que afanarse un poco. –¿Qué tan frío es un muerto? Es bien frío. Comparativamente, es como cuando uno va al supermercado y saca una bolsa de leche o una fruta de la nevera. El cuerpo pierde un grado por hora hasta llegar a la temperatura ambiente. –En Portugal dicen que si te acercas mucho a la muerte, la muerte viene por ti… Bueno, mitos alrededor de la muerte hay muchos, como lo del frío de la muerte, que dicen que enferma. Varias veces oí que “el niño había muerto de los pulmones porque había tocado un muerto y se le había pegado el hielo”. –¿Le temes a alguno de estos mitos? No. Y tampoco he visto nada paranormal, que es algo que me preguntan con frecuencia y a mí me incomoda. El que está muerto lo está y punto. La pregunta me parece irrespetuosa por lo morbosa. Lo que yo hago es investigar las causas de una muerte. Eso implica buscar preguntas, plantear hipótesis, investigar de modo científico. Me incomoda que me pregunten ese tipo de cosas, como que si un muer-
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to me ha cogido la mano, o si ha abierto los ojos. Incluso los estudiantes lo preguntan, en lugar de querer saber sobre equis hipótesis. También está lo de quienes preguntan por el tráfico de órganos, o sobre gente que le gusta comer órganos, o el comercio de grasa, etc. Nosotros, en el Instituto, somos muy respetuosos del cuerpo humano. Lo demás no son más que mitos urbanos. –¿Hablemos de la “belleza interior”? El cuerpo humano es muy bello por dentro, y conste que lo que digo a continuación lo hago, más que como médico, como científico. Yo siento una fascinación por los cerebros. La esencia del hombre no es el corazón, sino el cerebro. Y es un órgano hermoso porque estructuralmente es muy complejo, tiene una serie de núcleos y, si se corta de forma metódica, es muy bonito: la textura, la consistencia, el color mismo, el cerebelo, el tallo, la forma. Todos los cerebros me parecen lindos, aunque hay unos más vistosos. Los de los jóvenes son más bonitos porque no hay alteración de la consistencia y el tamaño es el adecuado; mientras que en el de un anciano se comienzan a ver alteraciones, a empequeñecerse, los vasos se comienzan a calcificar, las circunvoluciones –que son las curvas– se comienzan a alterar. El corazón también es complejo y muy hermoso: su estructura, sus cavidades, sus válvulas, los componentes de las válvulas que traen un contraste de amarillos, de rojos, de naranjas… –Suena muy carnavalero. (Risas) Sí, es muy colorido. No tiene verdes. El único órgano verde es la vesícula biliar. Pero el ser humano es eso: es color, es textura, se siente. Me gusta palpar los órganos porque cada uno tiene una textura diferente. –¿Cuando estás frente a un muerto, cuál es el sentido que más lo disfruta? El tacto. Siento cierta fascinación por la sensación de la sangre tibia sobre mis manos.
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–¿A quién te habría gustado hacerle autopsia? A muchos artistas. A Michael Jackson o a Heath Leadger, por ejemplo. No por ser ellos, sino porque me intrigan las muertes por intoxicación o abuso de sustancias, pues son científicamente retadoras y muestran la esencia del ser humano, pues hay que investigar muchas cosas: la escena, la persona, la sustancia consumida… A veces los medios son simplistas y dicen que se murió por consumir cocaína y resulta que es más complejo. Anna Nicole Smith, por ejemplo, murió al combinar una serie de sicofármacos que, en la interacción medicamentosa, la mataron. De hecho, muchas de las muertes que llegan a mi morgue por intoxicación me gusta abordarlas a mí, porque usualmente logro saber la verdad. Otra autopsia que me gustaría hacer es a un enano. Y no se piense que hay allí algo de morbo, sino que los órganos deben ser mucho más pequeños y eso me produce interés. –¿Qué cuerpos de famosos has abierto? No puedo hablar de nombres concretos, pero recuerdo ahora a un ministro; a una exreina de Colombia en un caso realmente muy duro, doloroso y, sobretodo, impactante por cómo ocurrieron los hechos; a una famosa modelo, quizás uno de los suicidios más complejos que me ha tocado; a un conocido guerrillero. En doce años son muchos los cuerpos que he autopsiado. –¿Alguna vez te ha tocado abordar el caso de alguien conocido? Sí, en tres ocasiones. El primer caso fue el de mi papá. El segundo fue un amigo muy cercano, estudiante mío de Medicina en la Juan N. Corpas. Se me había perdido de la vida hacía un par de años, y lo recuerdo como un gran tipo, con un carácter muy bonito. Un día llegué a la morgue y vi su nombre entre los cuerpos asignados, pero no lo relacioné. Cuando abrí la bolsa y lo vi se me cayó el cielo al piso. Al principio hice negación. No puede ser, me dije un par de veces. Pero el reporte decía que era médico, y era su cuerpo. Luego, era él. Tenía 26 años y murió cumpliendo con
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su deber. Para no alargar el cuento, digamos que hizo una embolia grasa, lo cual no es muy frecuente. Luego de mucho pensarlo, finalmente decidí abrirlo. Y, a pesar de que soy muy racional con mi trabajo, realmente fue muy duro. Pasé varias noches soñando con él hasta que una amiga que sabe que no soy muy creyente me recomendó rezarle, y al hacerlo, lo dejé ir. Con otro amigo me pasó algo similar. Varios amigos me habían dicho que estaba desaparecido, de modo que me puse en la tarea de buscarlo entre los cadáveres almacenados en la nevera y allí lo encontré. El impulso me llevó a abrir la bolsa y constaté que, como en el otro caso, tenía una mirada realmente triste. Murió de vasculitis, que es la inflamación de una arteria. –Según el informe Forensis, uno de cada cinco muertes violentas es suicidio. Las escenas de los suicidas son muy floridas, son muy cargadas de evidencias. En muchos casos, dejan cartas; en otros, con el comportamiento anterior dejan saber sus planes. Lo tercero son los espejos. Casi que en todas las escenas de suicidas hay espejos. Como si el suicida se mirara antes de matarse. No sé si lo hace por verse por última vez o como una forma de matar el yo. Muchas veces hay alcohol, bien sea para embriagarse o para disolver el tóxico que ingieren. Los más comunes son los ahorcamientos, porque son rápidos, y los tóxicos. En este caso, en Colombia lo que más se usa es el cianuro, el cual deja un olor muy marcado. No es una muerte piadosa sino bastante cruel. Además, no es rápida, y por lo tanto, es dolorosa. –Noto que sientes cierta fascinación por los suicidas… Más que por ellos, por las historias detrás. Nadie imagina el drama que hay en cada caso. He visto todo tipo de cartas de despedida, desde la escrita en un espejo con lápiz labial, o por chats, en hojas de cuaderno, en hojas de árboles, en el vapor de un baño, en el vidrio de un vehículo, etc.
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–Qué me dices del complejo de Medea: ¿qué tantas madres matan a sus hijos? Por desgracia, muchas más de lo que imaginas. Muchas de estas muertes suceden en el postparto, para ocultarlos o negarlos. O hay aquellas que los matan para que el marido no las abandone; o por ataques de ira, por ejemplo cuando los niños lloran mucho. Tuve un caso en el que la mamá mató a la hija porque la encontró con su padrastro… Y hay el caso de hijos que matan a su padre por defender a la mamá. –Supe que hace poco te dio un infarto, ¿qué tanto te horrorizó la muerte en ese momento? ¡Pensé que me iba a morir! Tenía un dolor torácico que interpreté de otra manera. Me decían que era ansiedad, sin embargo acudí al médico. Los primeros exámenes salieron bien, pero cuando la cosa se agravó, y comencé a sentirme ahogado, me hicieron un examen donde se dieron cuenta que era un infarto en curso. La primera reacción fue la negación. Cuando vi el examen no lo podía creer. El dolor se intensificó y me dijeron: “Tenemos que operarlo”. La verdad, sentí la posibilidad de morirme. Mi sentimiento inicial fue de soledad, porque estaba en la unidad de cuidados intensivos donde tenía restringidas las visitas y donde tenía a personas moribundas a lado y lado. Los infartos dan sensación de muerte. Cuando a uno le da apendicitis o se parte un hueso uno no siente que se va a morir, simplemente se parte un hueso y ya, pero cuando uno siente que se va a morir se te cae el ánimo y, de repente, es como si perdieras la esperanza. La esperanza es lo que lo mantiene a uno vivo. Es de lo que carece el suicida al momento de su suicidio. La esperanza es lo que nos soporta en el mundo. No es la sangre que fluye por las venas, ni la actividad cerebral, sino ese convencimiento de que todo va a estar bien. –¿Cómo quisieras morir? De modo natural, agarrando la mano de quien ame en ese momento.
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–¿Cómo es trabajar todo el día con los muertos? Para mí es fascinante al punto de que cuando estoy de vacaciones me hacen falta. Es que son los mejores pacientes del mundo (risas). No olvides que me meto en sus entrañas, lo que significa meterme en su historia y su tragedia. La gente cree que estoy rodeado de mala energía, pero yo me creo afortunado porque me encanta el trabajo científico. Disfruto mucho a mi familia y mis amigos, y realmente me divierto cuando me voy de rumba. Yo sé que para muchos es difícil de entender lo que hago, pero para mí no es más que rigor científico. Amo la vida en todos los sentidos. –¿Se puede llegar a amar la muerte? A la muerte, sí; a los muertos, no, pues ya serían casos aberrantes de necrofilia. –¿Te llevas trabajo a casa? ¡Jamás! –Así como a García Márquez el olor de la guayaba lo devuelve a la infancia, ¿qué te recuerda a los muertos? El olor del cianuro, que huele a almendras amargas. A este olor soy muy sensible, lo percibo con facilidad. –¿Recuerdas una muerte realmente absurda? Muchas, pero recuerdo ahora el caso de una mujer sentada en el inodoro que, por pujar con tanta fuerza, se le rompió un aneurisma cerebral. Rodríguez Zorro no alcanza el metro setenta, es gordito (“antes me gustaba nadar pero, en general, no me gusta hacer deporte”), de piel morena y ojos vivaces que hablan de su placer por la curiosidad. Es también un hombre equilibrado que argumenta sus juicios con una capacidad de observación más propia de un escritor que de un médico y con una excelente memoria que recuerda detalles suce-
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didos mucho tiempo atrás. Como cualquier colombiano –y aunque un par de amigos mencionaron su mal genio frente a la mediocridad laboral–, presume más de una vez de ser una persona alegre (pero incluso cuando ríe es un hombre serio. ¿Es esto un oxímoron? ¿Acaso riñen alegría y seriedad?). En realidad, como se desprende de esta entrevista, es alguien muy riguroso y metódico, a quien le molesta que lo vean como una persona común y corriente. Rodríguez disfruta públicamente las mismas cosas que la mayoría: se moviliza por la ciudad en un bmw, turistea por el extranjero varias veces al año, cena con los amigos en restaurantes caros, antes que nada prefiere el whisky, todas estas etiquetas gregarias del gran éxito material (y va una pregunta general: ¿acaso el éxito sólo lo es en la medida en que lo es para los demás?). Pero, según también se desprende de sus palabras, la satisfacción la encuentra cuando está a solas con sus muertos. Es justo esto lo que vertebra su felicidad. Es como si el nerd de su niñez –ese que anuló por encontrarse con la sociedad– pide a gritos que lo dejen salir… O volver a entrar. ¿Somos aquello que nutre nuestra esencia o ese otro que inventamos para espantar la soledad? Rodríguez acaricia la idea de dedicarse a la literatura una vez cuelgue la bata de forense. Habrá que esperar hasta entonces para leer las historias mínimas que suele colgar en su página de Facebook. Como esta, que publicó hace apenas dos días: “Ese sábado fue una noche dura de trabajo, muchos polvos, muchos golpes, exceso de drogas y licor. Exhausta, reposa en su lecho junto con su hijo de dos meses. Es la una de la tarde del domingo, ella despierta nerviosa y observa el bello rostro de un lactante al que la asfixia por compresión le ha marcado una tonalidad violácea en sus manos y en sus labios”. Confidencial Colombia, 2010.
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Crónicas -2005~2015Happening costeño Este muerto está muy vivo La parranda es pa’ amanecé La génesis vallenata Mi propio Cinema Paradiso La banda sonora de Cartagena
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happening costeño
Daisy Velásquez no había nacido todavía cuando los ríos Gualí y Lagunilla se llevaron con su avalancha los 20.000 habitantes de Armero. En noviembre pasado vio por primera vez en los noticieros el cuerpo de Omaira, atrapado entre el lodazal y los escombros, descollando apenas su carita angelical de cabellos acaracolados y esos profundos ojos negros que se despidieron de este mundo con valentía y serenidad. La imagen se le incrustó en la memoria hasta cuando, buscando una idea para crear un cuadro vivo que mostrara el problema invernal que padece el país, el tema de Armero cobró importancia. “No quería lo de siempre: eso del agua anegando las viviendas y la gente durmiendo en canoas pegada a los chismes de su cocina”, afirma la niña, quien no confió en poder dirigir ella sola la puesta en escena que hace 25 años se volvió icono de esta tragedia. Habló con su hermana mayor y entre ambas se dieron a la tarea de buscar la utilería requerida para escenificar este cuadro que impacta por su realismo y crudeza, sobre el cual los espectadores no sólo juzgan la técnica, sino que debaten sobre la representación en sí, el mensaje y su belleza. El pueblo se llama Galeras, queda en Sucre, a una hora por tierra desde Sincelejo, vive de la ganadería y la agricultura de pancoger y cuenta en su área urbana con 12.000 habitantes acostumbrados a recrear como cuadros vivos escenas, frases o palabras que los impactan. Manera que aprendieron de los curas, quienes, en sus afanes evangelizadores, hacían replicas humanas de las estampas de los santos. Ciento cincuenta años llevan los galeranos recreando entre sus calles lo que el arte puso en boga desde 1950 bajo el nombre de hapenning: una manifestación multidisciplinaria que consiste, frecuentemente, en una obra de arte que no se focaliza en objetos, sino “en el evento a organizar y en la participación de los espectadores, para que dejen de ser sujetos pasivos y, por su actividad, alcancen
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una liberación a través de la expresión emotiva y la representación colectiva”, según informa Wikipedia. A principios de siglo, Ciro Iriarte, uno de los organizadores del evento, llevó desde Medellín el concepto de performance aplicado a uno de sus cuadros, y desde entonces la polémica no cesa. “Desde que un cuadro de Ciro impactó por el uso de elementos performativos, los jóvenes han seguido ganando al introducir conocimientos del arte moderno”, afirma Jorge Romero, quien ha participado con dos cuadros basados en la técnica de las sombras chinescas. Cada cuadro cuenta con un espacio máximo de dos metros cuadrados durante las dos horas que dura la escenificación. Un promedio de 15 cuadros por calle y una calle diferente para cada día es lo dispuesto por la junta directiva para embellecerse y servir como escenario durante el Festival Folclórico de la Algarroba, que se desarrolla todos los años a partir del 6 de enero. Los últimos tres años ha habido un ganador consecutivo, Gabriel Díaz, un diseñador gráfico que, a sus 20 años, opina que la clave está en la innovación. “Hay que salirse de lo corriente pero, sobre todo, ser muy exigente tanto con uno mismo como con los actores que te acompañan en el cuadro”. Entre el maremágnum humano que deambula por los casi dos kilómetros de trayecto, se escuchan frente a los cuadros diálogos espontáneos como el que sigue: –No entiendo cuál es el mensaje, pero no hay duda de que eso quiere decir algo. –Hmmm… Con tal de que no me pase lo del año pasado, que un cuadro se me metió en la cabeza y hasta casi un mes después fue que lo vine a entender. Que lo que haya entendido este espectador haya sido exactamente lo que su autor quiso decir, no importa. El arte está ahí para que cada quien lo interprete a su manera. Lo importante es que genere una emoción, una reflexión, una discusión. Año tras año el pueblo ha ganado en turismo. Hay gente que viene de pueblos vecinos, se devuelve a sus casas a pernoctar y regresa de nuevo a las seis de la tarde del día 156
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siguiente, hora en que una nueva calle expone sus cuadros al público. Norma Uparela, una galerista de arte sincelejana, afirma: “Lo más bello es el entusiasmo con el que todo el pueblo se mete a hacer arte. Además, me gusta que la música que se escucha son gaitas y porros propios de la región”. Efectivamente, además de los cuadros, el festival organiza cumbiambas callejeras y espectáculos con artistas de la región, convirtiendo esta fiesta en un verdadero carnaval de las artes. A su vez, la antropóloga Gloria Triana, homenajeada por los organizadores del festival, por su trabajo de rescate del arte popular, “se ha convertido en la mejor embajadora de Galeras”, según palabras de Samuel Jaraba, socio fundador de la corporación que organiza el festival. Afirma: “Nunca he visto una exposición de arte que cuente con tantos espectadores, son más de cinco mil personas que todas las noches debaten sobre estos cuadros”. Pero no sólo en los días de Reyes el arte se toma este pueblo. “Durante la semana cultural en octubre, los colegios hacen lo mismo como una forma pedagógica de despertar conciencia entre sus estudiantes”, cuenta Samuel Jaraba. Quizás por esto cada vez hay más galeranos con intenciones de asumir el arte como profesión. “Actualmente el pueblo tiene cinco o seis pintores, muchos bailarines y músicos, y el escultor que hizo la obra que hoy adorna la plaza principal”, informa Hugo Lastra, quien se licenció en Artes Plásticas de la Universidad de Sucre y ahora hace parte del grupo de jóvenes que asesora el festival. ¿Es elitista el arte? Galeras, con sus cuadros efímeros, confirma lo contrario.
El Espectador, 7 de enero de 2011.
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este muerto está muy vivo
Treinta minutos después de que se habían cerrado las puertas del evento de lanzamiento del 37 Festival Nacional del Porro, el pasado miércoles 19 de junio, la luz del celular de la cordobesa Nora Trujillo seguía anunciando llamadas entrantes. Por la pantalla de su Blackberry uno a uno desfilaron nombres de la política y los medios de comunicación como Alfonso López Caballero, Poncho Rentería, Germán Bula Escobar, Juan Manuel Ospina, Marinés Restrepo y muchos otros amigos suyos que, sumados a unas quinientas personas, llegaron tarde a la cita prevista en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, localizado a las afueras de Bogotá. La buscaban para que los ayudara a entrar, desconociendo que el recinto, con aforo para mil trescientas personas, estaba a reventar de arriba abajo, incluyendo entre los asistentes al Alcalde Mayor de Bogotá, Gustavo Petro, de ascendencia lorana. Que casi dos mil personas hubieran atravesado la ciudad en su hora de mayor congestión vehicular, solo buscando deleitarse con la Banda de Colomboy y la Orquesta de Juancho Torres, es la prueba más fehaciente de que el porro, ese género musical nacido a finales del siglo antepasado, sigue tan vivo como cuando, a mediados de los cincuenta, Pacho Galán y Lucho Bermúdez lo introdujeron directamente de las fincas sabaneras a las salas de baile capitalinas, veinte años antes de que Alfonso López Michelsen y sus amigos hicieran lo propio con el vallenato. A lo largo de casi tres horas, estas dos agrupaciones – más la participación de las cantantes Ana Milé, Yolanda Rayo, María Mulata y Adriana Lucía– hicieron gozar a los asistentes interpretando temas como “María Barilla”, “La Lorenza”, “Fiesta en corraleja”, “La mona Carolina” y, por supuesto, “Los sabores del porro”, ese canto compuesto por el maestro Pablito Flórez, convertido en uno de los modernos him-
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nos de los seguidores de este género musical, luego de que Iván Villazón y Totó la Momposina grabaran cada uno su propia versión, pero que cuando concursó en la categoría Mejor Canción Inédita del Festival Sabanero “Daniel Vergara Méndez”, de Sahagún, en 1981, se alzó como el gran perdedor. En aquel entonces, vale la pena recordar la anécdota, cierta señora de apellidos encumbrados de la región le dijo al propio Flórez, sin saber quién era él: “Ese porro, si acaso sirve es para promocionar un restaurante de carretera”, lo que llevó al compositor de Ciénaga de Oro a comentarle a un amigo –quizás recordando una de sus canciones más recordadas, “La aventurera”, una bella crónica de su gran amor por una prostituta–: “Esas son las consecuencias de dejar de cantarle al amor y a la gente”. Pero los cantos de Flórez (uno de los primeros en introducir letra a lo que inicialmente fue música de gaitas y de millos antes de pasar por los sonidos de la big band y consolidarse en las grandes orquestas nacionales) no solo hablan al amor y a la gente, sino también a los toros, uno de los temas más recurrentes –y ahí tenemos “El toro balay” y “El arranca tetas” como un par de muestras– en lo que, por fortuna, se conserva como una de las tradiciones musicales más ancestrales de nuestro folclor. Orígenes Varios pueblos de nuestra costa Caribe disputan por el honor de haber sido el lugar de nacimiento del porro. William Fortich, un batallador de nuestra cultura regional, y quizás uno de quienes más ha investigado sobre el tema, sostiene que el porro “nació en la época precolombina a partir de los grupos gaiteros de origen indígena, luego enriquecido por la rítmica africana”, y más tarde evolucionó “al ser asimilado por las bandas de viento de carácter militar, que introdujeron instrumentos de viento europeos, como trompeta, clarinete, trombón, bombardino y tuba”. Pero no es el único que ha pontificado al respecto. Juan Ensuncho Bárcena, escritor y cineasta, afirma que es oriundo de San Marcos del Carate, mientras que Enrique Pérez Arbeláez sostiene que su acta de bautizo está en el Magda-
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lena. Al tiempo, el maestro Juancho Torres asegura que la cuna es el Palenque de San José de Uré, una población de esclavos negros dedicados al laboreo del oro, ubicado entre Antioquia y Cordoba; mientras otros más aseguran que nació en Corozal, en Momil, en San Antero, en Barranquilla, en Ciénaga de Oro. Jesús Paternina Noble afirma que “fue a través del proceso de creación colectiva de la música en San Pelayo como se fue creando el porro y las bandas de música”, y no duda en sostener que “el de esa idea creativa, al cual los demás le seguían, fue el Primo Paternina”. El barranquillero Orlando Fals Borda, sociólogo, pero –ante todo– uno de los más importantes investigadores de nuestra cultura Caribe, también asegura que el parto se produjo en san Pelayo, e incluso ofrece detalles de cómo sucedió: “Nació en 1902, en la plaza principal del pueblo, detrás de la iglesia y debajo de un palo de totumo”. Que tantos pueblos pretendan arrogarse la paternidad de este género musical habla muy bien del orgullo que toda la región siente por este hijo. Por eso, para evitar caer en discusiones bizantinas, lo más sabio es conservar la frase que Guillermo Valencia Salgado –músico, investigador del folclor, poeta, cuentero y escritor más conocido como el Compae Goyo– afirmó a la antropóloga y documentalista Gloria Triana en una investigación adelantada en 1985: “El porro es costeño: representa a toda la región caribe por igual”. Punto. De otro lado, en cuanto al origen de la palabra “porro” –que no se puede ni debe confundir con aquel otro porro mencionado recientemente por el procurador Ordoñez, cuando pretendió victimizarse por algunos medios de comunicación–, hay dos hipótesis: para unos, entre ellos Juancho Torres, proviene del porro, manduco o percutor con que se golpea al bombo; otros, en tanto, sostienen que se deriva de un tamborcito llamado porro o porrito con que éste se ejecutaba. En cualquier caso, se trata de una música hecha por los campesinos al regresar cada tarde del trabajo, quienes, en sus inicios, hacían sonar como una gaita “la rama de la pa-
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paya, que es hueca, poniéndole arriba cera y una pluma de gallina”, tal cual lo cuenta el maestro Torres, enfatizando así el origen de la palabra “papayera”. Torres también asegura: “Cuando las bandas nacieron, sus músicos tocaban de corazón, de guataca, pues no sabían partitura. Estaban conformadas de igual forma que aquellas big bands que volvieron célebres jazzistas como Duke Ellington, Benny Goodman o Harry James, pero éstos eran músicos de conservatorios”. El porro y el jazz también se hermanan en la improvisación musical, continuada a partir de una melodía inicial. Música de negros, en ambos casos. Como los colombianos eran empíricos, “Su armonía era el bombo que iba marcando”. Según Torres, “la primera big band formada en Colombia, a finales de los treinta, la tuvo en barranquilla la Emisora Atlántico y fue dirigida por el maestro Biaba. Tocaban en especial música norteamericana, pero ya se empezaban a escuchar porros del maestro Francisco de Asís Galán Blanco, o sea, Pacho Galán. De aquella época data una canción llamada ‘La Lorenza’ ”. A mediados del siglo pasado fue la época dorada del porro, cuando se compusieron cantos que con el correr del tiempo ganaron fama, como “El pájaro”, “El binde”, “Soy pelayero” y “La mona Carolina”, todos ellos instrumentales; en tanto el primer porro con letra, también según cuenta Juancho Torres, fue “La Múcura”, del barranquillero Crescencio Salcedo, quien más adelante también afirma que la fecha exacta de este quiebre se dio en 1949, “cuando llegó de París un chocoano que se llamaba Manuel de Jota Deschamps. A él lo trajeron varios hombres de plata de Montería –entre ellos Rosendo Garcés, Carlos Cabrales y Jerónimo Berrocal–, para que enderezara y buscara directrices a la música de la región cordobesa. Él fue quien introdujo las marchantes, las danzas y las contradanzas”. A lo que sucedía en las sabanas cordobesas se unió en Barranquilla el soledeño Pacho Galán, quien empezó su carrera en los años veinte tocando saxofón, el instrumento más costoso, pero luego pasó a un clarinete antes de aferrarse a la trompeta que le regaló el maestro Rolong en
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su paso por la academia. Su primera orquesta se llamó La Pájara Azul. Tal cual lo cuenta en la biografía que escribió Mariano Torres Montes de Oca sobre quien luego sería uno de los más importantes músicos de la historia nacional: “En 1940, al crearse la orquesta Atlántico Jazz Band, pasó a formar parte de ella como arreglista y compositor de la mayoría de las piezas de la orquesta. Posteriormente formó parte de la recién creada Filarmónica de Barranquilla y, luego de un corto tiempo, pasó a la orquesta Emisora Atlántico que dirigía Guido Perla”. Musicalmente hablando, el porro fue lo primero que mostramos los colombianos en el exterior, nuestra carta de presentación cultural. No la cumbia. Y casi la mayoría de músicos e investigadores que le han metido diente al tema culpan de su declive al vallenato. Aparece Consuelo Araújo En realidad, antes que vallenato en sí, la casi desaparición del porro se debe a una serie de factores entre los cuales no se puede desconocer la falta de líderes regionales, tanto culturales como políticos, que luchen por él. Es decir, le ha faltado un doliente poderoso. Otra razón es la complicación de su formato, pues, al tratarse de bandas conformadas por entre quince y treinta músicos, su movilización genera altos costos. En esto la música vallenata tuvo un acierto inicial, al estar compuesta tan solo por tres personas: acordeón, caja y guacharaca. La carencia de letra en la mayoría de porros también ayudó en su contra. El vallenato ocupó un espacio con su narrativa, las crónicas picarescas contadas por los juglares. Como cuarto elemento se cita la bonanza algodonera, la cual hizo de Valledupar una gran ciudad. Pero quizás la razón más importante fue la mitología originada alrededor de la música de Francisco el Hombre, una leyenda en sí mismo. El exdirector de Telecaribe, José Jorge Dangond, resume en una frase este fenómeno ocurrido justo al momento de creación del departamento del Cesar, el cual coincide con el primer Festival de la Leyenda Vallenata: “Los juglares se convirtieron en reyes; la música en
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ciencia –por cuenta de Vallenatología, el libro de Consuelo Araújo–; y una familia con más de dos músicos, en dinastía”. Lo anterior sin desconocer que, con Alfonso López Michelsen, el vallenato tenía presidente de la República –lo cual llevó al escritor loriqueño David Sánchez Juliao a sostener que el vallenato pone más ministros que el porro– y, para colmo, Premio Nobel de Literatura, no solo porque García Márquez dijo alguna vez que Cien años de soledad no es más que un vallenato de 300 páginas, sino también porque en ésta, su más célebre novela, Rafael Escalona y otros juglares son mencionados como personajes. A todas estas razones se le suma la televisión. La telenovela sobre Escalona, pero también Carlos Vives, su protagonista, contribuyeron a terminar de popularizar la música de los acordeones entre los jóvenes de una nueva generación. Es decir, al porro le ha faltado tanto literatura como una novela televisiva que cuente su historia y reivindique su importancia nacional. No todo es malo: en estos tiempos de comercialización del vallenato, cuando investigadores como Daniel Samper Pizano han anunciado la proximidad de su muerte, el porro se ha conservado intacto, impoluto. Sin morir del todo, ha sabido tener paciencia para regresar a su momento histórico. ¿Llegó la hora de su renacer? En San Pelayo nos vemos Haya nacido o no en San Pelayo, sin duda a este pueblo de 45.000 habitantes empotrado junto al río Sinú, entre Cereté y Lorica, hay que abonarle que, a través de este Festival que viene realizando desde hace 37 años, ha sido su gran impulsor. Esto cobra particular importancia conociendo la inusitada cantidad de festivales vallenatos que anualmente se realizan en más de cien municipios colombianos, entre ellos el Festival Sabanero de Acordeones, que se adelanta en Sahagún, lo que ha llevado a algunos investigadores sabaneros –omito nombres por petición– a considerar a este municipio cordobés “traidor cultural de la región”, cuando en realidad no debería haber rivalidad entre el porro y el vallenato, sabiendo, de un lado, que ambos son parte im163
portante de nuestro folclor, pero también que, como dice el columnista sucreño Jaime García Chadid: “Mientras que el vallenato es parrandeable, el porro es bailable”. En todo caso, “a que no muera nunca el porro y cada día se promueva y se engrandezca más, que no se seque y reviva” está empeñado su festival, tal cual palabras de la presidenta del Festival Nacional del Porro, Felipa Plaza de Cogollo. El actual alcalde de San Pelayo, José Jaime Pareja Alemán, es otro convencido de la labor que anualmente se realiza en su pueblo. “Estamos tratando de insertar al resto del país el porro pelayero. Desafortunadamente, es un trabajo que se hace con las uñas, pues no se cuenta con el apoyo privado como en el caso del vallenato. Para ello, este año el primer puesto consiste en una premiación en efectivo y una garantía de que la Junta del Festival va a utilizar para una grabación de mil cedés, de los cuales quinientos se entregarán a la banda ganadora y los otros se usarán para seguir promocionándolo y enviarle a todos los patrocinadores. A partir de ahí le apuntamos a un reverdecer en la parte comercial”. Efectivamente, es en su difusión donde se constata su mayor falencia, así como en la necesidad de dignificar la labor profesional de sus músicos, quienes a día de hoy recurren a su talento musical como si se tratara de una segunda o una tercera opción, lo que ha llevado a la carencia de mayores composiciones nuevas. También falta, como se dijo atrás, gestión cultural por parte de sus miles de seguidores a nivel nacional, aunque es justo reconocer que la Gobernación de Córdoba, en cabeza de Alejandro José Lyons Muskus, acaba de aprobar una partida de 13.200 millones de pesos para construir, en un espacio de casi seis hectáreas en San Pelayo, el Complejo Cultural María Barilla, cuyo diseño incluye una moderna tarima giratoria, con un costo de cinco mil millones de pesos, y un parqueadero para más de mil vehículos. Con esta construcción, San Pelayo no solo se convierte en el ave Fénix del porro, sino que, curiosamente, homenajea a una mujer alegre y fandanguera que en el pasado se tuvo por libertina. Una región de terratenientes ganaderos
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y conservadores rescata con esto –aún más– a la inmortal María Barilla, una mujer cuyo nombre debería resaltarse en letras doradas en estos tiempos en que Colombia busca tan afanosamente su paz, al recordar que hace cien años luchó por reivindicar los derechos de su género, de los campesinos, de los sindicalistas, de los indígenas. En fin, de quienes carecían de voces poderosas. De las minorías. De esas mismas “minorías” fanáticas del porro que hace un par de días abarrotaron las gradas del más lujoso teatro construido en la capital de la República, coreando la música que inundará las calles pelayeras el próximo fin de semana, una razón más para anotar por qué vale la pena acompañar a este pueblo en su lucha por volver a hacer grande nuestra esencia musical costeña.
Latitud, 22 de junio de 2013.
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la parranda es pa’ amanecé
La semana pasada, quien llegaba a Valledupar lo primero que veía sobre la pista del aeropuerto desde la ventanilla del avión era un cartel publicitario que mostraba una inmensa botella de Old Parr, de las “María Namén” que, en tono de broma, es el nombre con que los vallenatos designan las botellas de 1000 ml., en clara alusión a una reconocida dama valduparense de gran tamaño; luego, cuando el viajero entraba a la sala de equipaje era recibido con un trago de whisky y las notas del acordeón del rey vallenato Hugo Carlos Granados, encargado de alegrar la llegada en medio de un sofocante calor que superaba los 42 grados; mientras por la cinta eléctrica se veían desfilar, a la par con las maletas y los bolsos, cajas con el logo de esta misma fabrica destiladora, selladas con el tricolor nacional, pero marcadas con el nombre de su destinatario: “Para la parranda en casa de los Lacouture”, “Para la parranda en casa de los Villazón”, “Para la parranda de Fina Castro”. No es broma, aunque ciertamente al advertir tal equipaje era imposible no esbozar una sonrisa o incluso soltar una carcajada. Curiosamente, al leer este párrafo resaltan tres condiciones importantes de los vallenatos: su gusto por el whisky, las parrandas y el humor, condiciones que, por supuesto, van cogidas de la mano. Gracias al contrabando que entraba por la Guajira, desde tiempos inmemoriales, la Ciudad de los Santos Reyes –llamada de tal manera por haber sido fundada un 6 de enero– es también conocida como el valle del Old Parr, por ser el whisky el licor que más se consume en la ciudad. En realidad no se trata específicamente de esta marca, pues acá el gregarismo también es rey, y así como durante algún tiempo puede estar en boga tomar “Caballito Blanco” o “Robertico”, hay otras épocas en que la moda es “bebé Buchanan’s”.
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Tanto whisky se bebe en esta ciudad que, en la versión número 38 de su famoso festival –ocurrida, como cada año, la última semana de abril– una distribuidora local reportó ventas, tan sólo a particulares, de 800 cajas durante las fiestas, esto excluyendo casetas, clubes sociales, bares y demás lugares de venta al público. Así las cosas, estamos hablando de 9.600 botellas de una sola marca de whisky consumidas en cinco días. De hecho, en el pasado festival dos de las parrandas más importantes fueron ofrecidas por los distribuidores locales de whisky Old Parr y Chivas Regal, lo que a la sazón se convirtió en un verdadero mano a mano. Veamos cómo fueron ambas fiestas: Chivas Regal, uno de los fabricantes de whisky más finos del mundo, ha estado tratando de consolidarse en la ciudad desde hace un año, cuando por vez primera abrió casa distribuidora. Sabiendo que la competencia lleva tantos años arraigada en un pueblo acostumbrado a pagar unos cuantos pesos más por un trago fino, organizó una parranda con la que pretendía tirar la casa por la ventana. Con una invitación que no era más que una botellita de 50 ml. de Chivas se convocaron más de cuatrocientas personas a la finca El Pintao, ubicada a la salida de la ciudad. Pero no es ésta la única cifra importante: los anfitriones destinaron 25 cajas de whisky Chivas 18 años, 10 cajas de vino tinto, 10 cajas de vodka, 2.000 fritos que se repartieron permanentemente y 100 bolsas de hielo, que fueron insuficientes para los 42 grados bajo sombra. Para colmo, la parranda fue amenizada por 8 conjuntos vallenatos, entre los que se encontraban Los Betos, Nativos, Augusto Yamín, Silvio Brito y los reyes vallenatos Rolando Ochoa, Chemita Ramos, Álvaro López y Álvaro Meza. Como quien dice, acá sí que cabe la publicidad aquella de “El que quiera más que vaya a Bellsouth”. La fiesta de Old Parr, por su parte, ocurrió en la finca El Ensueño, de propiedad del cantante Ivo Díaz, hijo del gran Leandro Díaz, uno de los juglares más celebrados en la región. Fue amenizada por el Chiche Martínez y el propio Ivo Díaz, aunque con frecuencia el viejo Leandro, compositor de “Matilde Lina” y “La diosa coronada”, subió a la tarima a dedicarle al nutrido público su sentida música, en especial 167
a su compadre Rafael Escalona y a la familia del desaparecido Tobías Enrique Pumarejo. Como se ve, la de Old Parr fue una parranda en la que el sentimiento vallenato fue el protagonista. Por supuesto, no fueron estas las únicas parrandas organizadas durante la pasada fiesta de acordeones. A vuelo de pájaro, el resumen podría ser el siguiente: en la villa Rancho Mío, los notarios homenajearon a su Superintendente, Manuel Guillermo Cuello; a la que ofreció Caracol fue toda la farándula; el Chichí Quintero celebró en su casa la visita del expresidente Samper; el Club Valledupar no se conformó con una fiesta, sino que organizó dos, en las que tocaron Iván Villazón, Los hermanos Zuleta, Silvestre Dangond y Jorgito Celedón, quien se robó el show con su “¡Ay, hombe!”; Patricia Baute ofreció una pequeña parranda (“sólo para cien personas”) para el gerente de Promigás, Antonio Celia, y su señora Patricia Maestre, nieta de Pedro Castro Monsalvo, reconocido prohombre de la antigua Provincia de Padilla; como cada año, donde los Araújo Castro –en la única casa cuya parranda es cobijada por un palo de níspero– la fiesta se prolongó hasta el mediodía del día siguiente, con la presencia de los hermanos Zuleta; y para colmo, esa misma tarde Fina Castro celebró su 50 cumpleaños. Es decir, los invitados salían al mediodía de la casa del viejo Rafael Castro –abuelo de Conchi–, alcanzaban a darse un duchazo, una pequeña siesta, y a las tres de la tarde ya estaban de nuevo bebiendo en casa de Pepe Castro: sin duda, no hay mejor síntesis de un festival vallenato. Por supuesto, quien no quería asistir a estas fiestas podía ir al Parque de la Leyenda, una inmensa media torta con capacidad para 25.000 espectadores que se vio colmada, particularmente la noche del jueves 28, con la presentación de Kaleth Morales y Diomedes Díaz, quien a última hora firmó contrato con los organizadores del evento. Durante varias semanas la presentación del astro del vallenato estuvo en entredicho, se dice que por la gruesa suma de dinero a la que el cantante aspiraba. En todo caso, la noche de su espectáculo en la tarima La Cachucha Bacana el parque estuvo a reventar. Nunca, para un festival vallenato, la ciudad había reci168
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bido tantos visitantes de tan diversos lugares y estratos sociales, quienes, como se colige de lo anterior, bebieron whisky y escucharon las notas de los acordeones hasta el cansancio, bien sea en una calle cualquiera como en una de tantas parrandas. Hablando de esto, a pesar de que “parranda” es una palabra de reciente factura a nivel nacional, en Valledupar es la que ha designado sus fiestas por todos los siglos, fiestas que no siempre giraron alrededor de un acordeón. De hecho, como es de público conocimiento, el “arrugado”, que es como en la región se conoce con cariño al acordeón, era tan sólo el instrumento utilizado en las “colitas”, que no eran más que las parrandas organizadas, al final de las fiestas de los patrones, por los peones en los patios de las grandes casa-quintas de principios del siglo pasado. O sea, las colitas vendrían a ser los modernos after partys –sólo que en lugar de Tiesto se escuchaba a Colacho–, las cuales fácilmente podían durar dos o tres días, lo que las elevaría a la condición contemporánea del rave. Pero, en un principio, en las fiestas de alta alcurnia no era vallenato lo que se escuchaba, sino tiple, concertina, violín y un instrumento muy curioso conocido como “serrucho”, pues no era más que esto, es decir, el mismo serrucho, lo que hoy día utilizan los carpinteros, pero al que en Valledupar hacían sonar luego de que lo bañaban en brea y le ataban una cuerda que, al doblar, generaba ciertas vibraciones. Uno de los más grandes intérpretes de este instrumento en la ciudad se llamó Carlos Vidal Brugés, e incluso hasta el año pasado era posible escuchar un concierto de serrucho interpretado por Yolanda Pupo, quizás la mujer más parrandera nacida en Valledupar. Era esta la música que escuchaba la sociedad a principios del siglo XX, en tanto el pueblo se divertía con la música de acordeón. Pero bastaron apenas unos cuantos traidores de alta alcurnia para que la ciudad entera se enamorara de lo que hoy se conoce como “vallenato”. Fueron ellos Hernando Molina Céspedes, Roberto Pavajeau, Tito Pumarejo y Aníbal Guillermo Castro, éste último pieza clave, pues influyó sobre su hermano menor, Juan Castro Monsalvo –el abuelo de Tatiana y Carolina Castro, es decir, 169
la reina y la modelo–, para que, cuando fuera elegido presidente del Club Valledupar, llevara esta música a las altas esferas sociales. Por entonces, en el resto de Colombia la moda era la cumbia, el chachachá y el mambo (ah, bueno, y el bambuco, la guabina y esas cosas cachacas), y a las fiestas las llamaban “saraos” o “pachangas”. Por eso, cuando García Márquez le pidió a su amigo Escalona que le llevara a Aracataca los mejores acordeoneros de la región, para ponerse al día en todo lo que se había compuesto en los 7 años que estuvo ausente del país (que la periodista Gloria Pachón de Galán tituló como el “gran festival vallenato”, y que no es más que la inspiración del que cinco años después, en 1968, comenzara a organizarse cada abril en Valledupar), el hoy nobel de literatura escribió una crónica narrando los acontecimientos de esta fiesta, en la que habla de la pachanga del siglo, así hoy los puristas del vallenato pretendan sutilmente cambiar la palabra por la muy vallenata “parranda”. Y es que “parranda” es palabra de siempre en el argot vallenato. Prueba de ello son las coplas de su himno más cantado, “El Amor amor”, aquel que dice –entre versos del Romancero español– “Este es el amor amor/ el amor de las mujeres/ cuando estoy en la parranda/ no me acuerdo de la muerte”, un canto anónimo utilizado desde siempre por el pueblo vallenato en su famoso pilón, que no es otra cosa que la alborada con que se da inicio a los carnavales, que en Valledupar eran tan tradicionales. Pero no solo durante su célebre festival en Valledupar se puede disfrutar de una parranda, a pesar de que en los tiempos modernos organizarlas no resulta tan fácil: ahora hay que pagarle a los músicos. En antiguo, en cambio, como diría Magally Urzola, una de las grandes parranderas de la ciudad, “sólo era necesario llamar a Colacho, reunirse con los amigos y mandar a pedir unas cuantas cajas de whisky”. Whisky y parranda siempre han ido de la mano, junto con las costillitas de chivo frito y el bollo limpio. Todo esto, por supuesto, bajo la sombra de las frondosas ramas de un paloe’ mango, que es árbol obligado en todos los patios
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vallenatos. Claro que a estos ingredientes hay que sumarle uno muy importante: el humor, representado en la cuentería. En realidad, la característica más representativa del pueblo vallenato es la literatura oral, la facilidad para echar cuentos, para inventar, para narrar. ¿Que algunas veces son chismes? Sí, es cierto: se trata de un solo chisme al que cada quién le va adicionando su propia sal, que es lo que sucede con tantas leyendas que se cuentan en la región. Porque Valledupar es tierra de leyendas. Curiosamente, la que se celebra desde hace 400 años, los dos últimos días de abril, no tiene nada que ver con vallenatos, aunque enmarca el festival: se llama “La leyenda del milagro y las cargas”, y cuenta la ocasión en que los indígenas chimilas fueron salvados por la virgen del Rosario –La Guaricha– al purificar las envenenadas aguas de la laguna de Sicarare. Esta leyenda, a pesar de ser la más famosa, no es la única que se cuenta en la ciudad: sobre su más famoso juglar, Francisco el Hombre, para no ir tan lejos, existen dos. En la primera, Francisco Moscote, el mismo juglar inmortalizado por Gabo en Cien años de soledad, se hizo a tal mote al ganarle un duelo al diablo cantándole el credo al revés; en la otra, Francisco “Pacho” Rada, es el protagonista de una historia que se desarrolla en la cárcel, cuando el pueblo, tras escuchar a través de los barrotes las notas de su acordeón, se indigna porque un hombre tan talentoso esté privado de su libertad. En cada parranda, en los silencios de los acordeones, los vallenatos aprovechan para contar tales historias, y muchas otras que hablan del diario devenir de un pueblo alegre, dicharachero y musical. De hecho, Andrés Becerra, otro famoso parrandero de la ciudad, sostiene que lo que tanto gusta a los cachacos durante el festival es escuchar la historia de cada canción y tener la oportunidad de conocer a sus protagonistas. Es parte del éxito de las viejas canciones vallenatas, las clásicas: que son crónicas cantadas, son historias que hablan de personajes o situaciones, diversas a los cantos modernos, que hablan, en abstracto y por igual, sobre el amor o sobre las canas.
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Por eso en la ciudad hay tertuliaderos famosos como el de la puerta de Carmen Montero, en plena plaza Alfonso López, donde cada tarde, al caer el sol, los vallenatos se reúnen para contar las anécdotas del día, para escandalizarse con lo que no admiten públicamente que también hacen en privado, o simplemente para reírse por los percances ajenos. Por supuesto, no es cosa nueva: es la tradición heredada desde la época de Francisco el Hombre, cuando el pueblo entero se reunía para escuchar las noticias que, acordeón en mano, refería su más famoso juglar. Semana, 5 de septiembre de 2005.
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la génesis vallenata
Hace poco fui testigo de una discusión acalorada entre dos paisanos: uno aseguraba que la creación del departamento del Cesar se le debe a su padre y otro afirmaba tener documentos con la prueba de que ese primer hombre había sido su abuelo. Como ellos, muchos otros también se atribuyen a sí mismos la idea original. Y no es de extrañar: el éxito es una abstracción de la que suelen intentar apropiarse especialmente aquellos que nunca ayudaron a consolidarlo. Lo cierto es que, de lo que hasta hoy se conoce, un acta del Club de Leones de Valledupar fechado en noviembre de 1963 menciona por primera vez la aspiración vallenata de dividir en dos el territorio del Magdalena tan pronto La Guajira hiciera lo propio (lo cual sucedió dos años después). Durante la campaña política de 1966, un grupo amplio de ciudadanos se apropió de este discurso como si se tratara de una gesta independentista, criticando los excesos de corrupción cada vez más escandalosos de los políticos samarios. Irónicamente, el más importante líder vallenato de la época, Pedro Castro Monsalvo –dos veces ministro de Estado– se opuso a esta división, afirmando que no había nombres para sacar adelante al nuevo departamento y que, más pronto que tarde, se convertiría no más que en otro reparto burocrático. El Gobierno Nacional tampoco veía con buenos ojos el afán de independencia. Para colmo, a pesar de que en ese momento Valledupar nadaba en la abundancia por cuenta del éxito algodonero, carecía del dinero necesario y del apoyo de los medios nacionales. A su favor contaba sólo con la pujanza y el fervor del pueblo, así como con un arma que resultó certera y eficaz: la música de acordeones. Siempre hábiles para las relaciones públicas, los vallenatos aprovecharon la amistad de muchas familias del interior, propietarias de fincas algodoneras en la región, para convencerlos de que “vendieran” a los políticos de sus
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respectivos departamentos la idea de que la creación de este nuevo departamento era urgente y necesaria. Al mismo tiempo, y haciendo gala de su reconocida hospitalidad, las familias vallenatas más pudientes abrieron las puertas de sus residencias para recibir a toda suerte de visitantes nacionales. El ascenso a los Andes tardó poco. Aprovechando la amistad con la oligarquía bogotana, Rafael Escalona jugó el mismo papel de los adelantados en la época de la Conquista, y el acordeón, la caja y la guacharaca se convirtieron en una suerte de caballo de Troya que auparon el ingreso de jóvenes vallenatos a los salones privados de los clubes bogotanos. Fue una gesta seductora, alegre y muy sexy. De un momento a otro, en toda Colombia se respiraba un aire de simpatía por Valledupar que llevó a afirmar al presidente Echandía, en una de sus típicas frases lapidarias: “Al Cesar hay que parirlo, aunque sea por cesárea”. A punta de vallenatos Magdalena perdió de un plumazo gran parte de su territorio. En una época cuando ninguna gran empresa nacional tenía departamento de lobby, la creación del Cesar se convirtió en la primera gran campaña de relaciones públicas exitosa en el país. Y, como en el cristianismo con el pez, uno sólo fue su símbolo: el acordeón. López Michelsen, nieto de una vallenata, fue nombrado gobernador en tiempos cuando La Piragua, el primer bar que conoció este pueblo, se convirtió en lugar de encuentro de la muchachada para hablar de música vernácula. Fue allí donde él lanzó al aire la idea de marcar un distintivo, una característica, una particularidad que sirviera como voz de la región. Consuelo Araújo –una intelectual local amante del folclor y una mujer polémica por lo aguerrida, por el exceso de pasión que ponía a sus causas– propuso un festival anual de vallenatos. A ellos se sumaron la alegría y el entusiasmo del compositor Rafael Escalona y de otra mujer de perrenque, Myriam Pupo Pupo, quien bosquejó la fiesta para los dos últimos días de abril, coincidiendo con la celebración de la Leyenda de la Virgen del Rosario, un mito indígena heredado de la época de la conquista al que el Festival terminó por engullir. Bastaron pocos años para que el festival se convirtiera 174
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en hito del folclor nacional, regalando fama y reconocimiento ya no sólo a la ciudad, sino a todo el departamento. Consuelo Araújo no solo fue, hasta su muerte, su principal sostén, sino también quien se encargó de darle identidad al alma vallenata y, por extensión, a la del cesarense. El vallenato se debe a la oralidad, y de ahí la valía de sus antiguos juglares; y la piquería, metáfora de la pelea de gallos, es el alma de su fiesta. Aunque hay escuelas para su enseñanza, la vallenata es una música que se aprende de oído. Su ejecución requiere, entre el grupo de músicos, una buena dosis de armonía y complicidad (con frecuencia el acordeonero se acopla a la pista que sobre la marcha recibe del cantante). Así como en la música, es el cesarense en la cotidianidad. Su esencia es noble: buen amigo, mejor compañero, un hombre cordial y hospitalario. Definida en sus cantos, su alma es contradictoria: es también mujeriego, orgullosamente machista y amante en exceso del whisky y de la parranda. Pero, sobre todo, el cesarense es un ser nostálgico, esto es, un romántico, una persona convencida de que todo tiempo pasado fue mejor. Por eso, a pesar de que el primer verso de su himno es un llamado al progreso: “La historia nos grita: marchad adelante”, su verdadero himno, el que hace palpitar los corazones, aquel que da identidad y del que los ciudadanos se apropian como esencia de su memoria colectiva, es otro, y dice: “Ya no hay casitas de bahareque, se llena el Valle más de luces. No venden ya arepita e’queque, merengue, chiricana y dulce”. He aquí su mayor contradicción: la pujanza es brisa frente a los recuerdos. El Cesar como grupo social tiene de blanco tanto como de negro, a lo que se le suma lo indígena, simbolizado esto en los instrumentos primigenios de la banda sonora de esta tierra de leyendas. Aunque afirmar que el vallenato es la banda sonora del Cesar es quedar corto, pues, por sus cuatro esquinas, toda Colombia es hoy territorio vallenato. El Cesar como departamento, en tanto, por ratos ha perdido su norte. Lo que una vez se constituyó en empresa para sacar adelante su creación fue, ante todo, una alianza de toda la sociedad civil; una causa común por la que cons-
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piró todo un pueblo. Por desgracia, con la autonomía llegó también el manejo local de la política y, con la política, se salieron de cauce las envidias, las codicias y los intereses privados. Como advierte Josefina Palmera, el personaje central de la novela Líbranos del bien: “De la noche a la mañana el Valle fue presa de la rapiña. Todo el mundo quería mandar, o al menos hacerse a su porción de vasija. Surgieron odios y resentimientos insospechados: hablar mal del contrincante suele causar heridas muy difíciles de sanar. Y el odio nació y el odio se alborotó y el odio hizo metástasis y el pueblo entero se convirtió en un avispero”. Desde entonces, nunca una nueva causa ha vuelto a convocar a todo el pueblo vallenato. Quizás por esto, por recordar que –efectivamente– hubo un tiempo cuando el cariño y el deseo común de salir adelante fue dueño de toda esta región, es que somos tan nostálgicos. Y, quizás por pretender hacerle el quite a esa nostalgia, nos aferramos al canto: “Porque el folclor de mi Valledupar, donde el amor nace en mil corazones, se eternizó en el alma del Cesar y en la alegría de mil acordeones”. Semana, 2015.
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mi propio cinema paradiso
Hace poco volví a ver Cinema Paradiso y por largas horas no pude evitar que mis ojos se encharcaran luego de dejarme asaltar, con toda la vileza de la nostalgia, por los recuerdos de aquellos tiempos en que lograba abandonar mi pueblo cada noche en que me perdía, en mi niñez lejana, en las historias proyectadas en la pantalla del Cine Cesar. Todo porque la oscarizada película de Guiseppe Tornatore, que cuenta la vida de un niño llamado Totó –quien cada noche evadía la rigidez de su madre viendo películas en blanco y negro en el viejo cinema de un pequeño poblado italiano–, guarda tanta relación con mi infancia que en muchas aristas se parece a mi propia biografía. El Cine Cesar, el primero que hubo en Valledupar, funcionaba en el traspatio de la casa de mis abuelos maternos, Guillermo Baute Pavajeau y Carlota Uhía Morón, sobre la llamada Calle del Cesar, esquina diagonal a la Catedral. Ella era una mujer ambiciosa y práctica; él, un joven idealista y soñador, por lo que no es raro que, mientras mi abuela había vislumbrado allí “el negocio del futuro”, para mi abuelo el trucaje del cine representaba la oportunidad de llevar el “progreso” a su pueblo, en ese entonces un lugar perdido en la geografía entre La Guajira y la Sierra Nevada de Santa Marta, visitado tan solo por curas y monjas españoles que monopolizaban el negocio del whisky y de los jabones finos de contrabando y por gitanos que vendían toda suerte de ilusiones a ingenuos provincianos. El Cine había sido fundado en 1954 en el lote pegado al convento de Santo Domingo, cien metros al sur de la casa de mis abuelos. Inicialmente carecía de sillas, por lo que cada espectador debía llevar su propio taburete de cuero a la única función que se presentaba a las siete de la noche, todos los días de la semana, salvo cuando llovía o en las noches de luna llena.
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Cuatro años después se trasladó a lo que para entonces era un corral, al fondo del patio de la casa de los Baute Uhía. Para esta nueva inauguración, mis abuelos mandaron a construir cien bancas para cuatro personas por unidad, en madera de carreto –permeable por igual al inclemente sol como a la voraz llovizna–, las cuales iban atornilladas en lugar de estar clavadas, por aquello de que esta madera se “abre” con el clavo. Para evitar los charcos abandonados por el invierno, mi abuelo mandó abrir canales con nivel hacia la calle. De esta manera, si llovía, los espectadores se mojaban, pero no chapaleaban. Adicionalmente, pasó la pantalla, que en la anterior sede estaba dispuesta sobre el oeste, hacia el oriente, negándole su reflejo a la luna. La inversión significó a la vez un incremento en el costo de la boleta, dividida ahora entre palco y luneta. A esta última podía acceder quien quisiera, fuera rico o pobre, estuviera bien o mal vestido. El palco, en tanto, estaba reservado para los elegantes y los riquitos de la época. No en vano, durante los aguaceros, al pueblo no le preocupaba mojarse, en tanto los del palco se protegían con una especie de cachucha construida inicialmente en techo de zinc y luego con eternit. Por eso, mientras para entrar a luneta se cobraban diez centavos, para palco había que pagar quince, aunque algunos “vivos” desembolsillaban tan solo cinco centavos, pagándole a Jacob Luque, vecino de mi abuelo al otro lado de la calle, para que les permitiera disfrutar del espectáculo trepados en las ramas del tamarindo del patio de su casa (hasta el día en que varias ramas se rompieron y varios de ellos terminaron en el hospital con fracturas de brazos, piernas y una que otra costilla). Con el correr de los años –y el éxito del negocio en manos de su mujer–, mi abuelo compró una planta diésel de mayor capacidad, pues Valledupar para entonces carecía del servicio de luz. Hábil con la electricidad y los trabajos manuales, se las ingenió para anexar bocinas, fuera del sonido que venía ya incorporado a las máquinas marca RCA Víctor de 16 milímetros, en las cuales se rodaban películas
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de acetato con hoyuelos en ambos lados, jalando la cinta hasta el foco y la excitadora de sonidos a través de unos erizos. Todos los días dos de estas nuevas bocinas se extendían con cables hasta la pantalla, mientras otras dos se colocaban a espaldas de los espectadores, logrando un sonido más vivencial, en lo que podría constituir una versión criolla, y muy rudimentaria, de lo que años después se conoció como home theater. Siempre inquieto, en estas bocinas mi abuelo hacía sonar una polka que servía para anunciar el inicio de las películas, en un tocadiscos de 78 RPM que utilizaba agujas, también RCA Víctor, que conseguía en Barranquilla en cajitas de entre quinientas y mil unidades, las cuales debían ser cambiadas cada tres discos para evitar rayar los acetatos. Antes de la función, estas mismas bocinas se colocaban en las esquinas de la casa y, a través de un micrófono, el operario de las máquinas, llamado Francisco Felizzola, anunciaba la película del día, por lo que todavía algunos recuerdan su pintoresca versión del grito de Tarzán las veces en que Johny Westmuller se proyectó en Valledupar. Pero lo más importante de esta época marcada por las sanas costumbres y la inocencia no estuvo en la implementación de las sillas, ni en la instalación de las bocinas, ni mucho menos en la ingeniosa manera de promover las películas, sino en algo que mi abuelo –el romántico, el fantasioso, el novelero– entendió desde el inicio mismo del negocio: la casilla desde donde se operaban las máquinas estaba totalmente vetada al público, buscando evitar que los espectadores perdieran la “magia” al conocer de dónde “salían” los actores. De hecho, el público “participaba” en las películas, animando a los héroes cuando eran perseguidos por los malos, aplaudiéndolos cuando ganaban un duelo o insultándolos cuando se dejaban fregar. En Navidad era frecuente que dispararan totes con caucheras a la pantalla. Una anécdota cuenta que, en cierta ocasión en que Antonio Aguilar conducía a todo galope su caballo en El águila negra, un tote tocó su cuerpo justo en el momento en que caía del animal. Pensando que lo habían matado desde la luneta, los espectadores sacaron del teatro a empellones al “asesino”. 179
René Tabard contó algo similar en La invención de los sueños, donde menciona una de las primeras películas que mostraba un tren llegando a la estación. “Cuando vio el tren acercarse rápidamente, el público gritó porque creyó que iba a arrollarlo. Nadie había visto nada parecido”. Esto sucedió en 1895, sesenta años antes de que Valledupar descubriera que, tal cual lo dijo George Méliès, “las películas tienen el poder de capturar los sueños”. Barranquilla sin el puente Pumarejo Nada era fácil en esos tiempos. Los gitanos que recorrían la región se negaban a arrendar a buenos precios las cintas de ocasión, de modo que cada mes mi abuelo, cuaderno en mano, visitaba la distribuidora Pelmex, en La Arenosa, para escoger las películas. Para ello conducía su Willis a través de un recorrido por el que debía cruzar el peligrosísimo Alto de las Minas –a cuyo precipicio caían con frecuencia camiones y buses–, tomando luego lo que se conocía como Las Siete Curvas del Diablo, entre el Copey y Loma del Bálsamo, donde en invierno el barro hacía resbalar los carros como jabón sobre la piel. Entre diez y doce horas tomaba cada desplazamiento en verano, más el tiempo que debía esperar para el trasbordo en el ferri. Las películas más taquilleras eran las mexicanas, contándose entre los artistas con mayor fanaticada Mario Moreno (Cantinflas) y El Santo, el enmascarado de plata, cuyas historias gustaban porque trataban temáticas de fantasmas, hombres lobos o momias. Entre los nombres que conserva la memoria colectiva de quienes hoy sobrepasan los setenta años se listan también Ninón Sevilla, el enanito Tun Tun, la Tongolele, Arturo de Córdoba, Libertad Lamarque, Viruta y Capulina, Agustín Isunza, Jorge Negrete, Pedro Infante, Pedro Armendáriz, Silvia Pinal, Rubén Aguirre, Lola Beltrán, Amalia Mendoza (la Tariacuri), Antonio Aguilar, Luis Aguilar, María Félix, La Flaca Vitola, Clavillazo, Flor Silvestre, Resortes, Ramón Valdez, Germán Valdez (Tin Tan) y Andrés Soler. A una de estas celebridades, llamada Evangelina Elizondo, mi abuelo invitó a Valledupar aprovechando su paso
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por Barranquilla. Para evitar la fatiga del casi interminable desplazamiento entre precipicios y carreteras polvorosas, se contrató una avioneta, pilotada por un capitán de apellido de la Rosa, que aterrizó en una pista improvisada en lo que hoy es el municipio de Pueblo Bello, en las faldas de la Sierra Nevada. Los tres días que la actriz estuvo en Valledupar los espectadores no salieron de su asombro al confirmar que la mujer sentada a su lado en las butacas de madera era la misma que se proyectaba en la pantalla. Está de más decir que los dramas no contaban con mayor aceptación, salvo para los dos o tres intelectuales de la región, entre ellos Víctor Cohen Salazar, uno de los pocos que asistió a ver ¿Quién le teme a Virginia Wolf? y La noche de la iguana (a lo largo de sus treinta y ocho años de existencia, Love story, a mediados de los setenta, y La fuerza del cariño, en los ochenta, fueron las únicas cintas de este género que lograron lleno total en el Cine Cesar). En 1959 comenzaron a llegar las películas subtituladas y a colores, es decir, Made in U.S.A., más una que otra europea. Al lado de los western de John Wayne, Burt Lancaster, Alan Ladd y Gary Copper, las historias de Tarzán eran las más aclamadas (años después, la llegada de El capitán maravilla batió récords de asistencia en una especie de locura colectiva). Para entonces, poca gente leía con destreza, por lo que una de las quejas más recurrentes radicaba en la “velocidad” en que la cinta se pasaba. Felizzola debía entonces soportar las burlas y toda suerte de improperios y groserías por parte de los asistentes. “Oye, HP, pasa más despacio la película o te levantamos a bala”, le coreaban desde luneta, mientras que, a la salida del teatro, con frecuencia se escuchaba a algún espectador preguntando en voz baja: “¿La entendiste?” A lo que otro contestaba: “Que voy a entendé ni que mierda, ¿no vite que Felizzola tenía churria y pasó la película a tanta velocidad que no alcancé a leer nada?”. A principios de los setenta, contando con una mayor capacidad económica, gracias a la draconiana economía de guerra impuesta por mi abuela, se logró cambiar la maquinaria RCA Víctor por unas Wensells de 35 mm., con lo que
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llegó el lente cinemascope y totalcope (a diferencia del anterior, que era panorámico). Entonces hubo necesidad de ampliar la pantalla, tanto en su largo como en su ancho. Ya entrados en gastos, se cambió también la silletería de madera por bancas de latón, con lo que se ganó espacio para completar 850 sillas, más 150 butacas acolchonadas que se dispusieron en el palco, donde pasó a cobrarse una tarifa de dos pesos por función. El placer por el cine se desbordó de tal manera que el año en que yo nací, a mediados de los sesenta, además del Cine Cesar funcionaban en el pueblo el Teatro Caribe, de propiedad de Marcos Barros, y el San Jorge, de Manuel Pineda Bastidas. Un par de años después se techó completamente el Cesar, presentando un nuevo horario con funciones a las tres de la tarde. Con la aparición del Betamax en Valledupar, en 1980, el negocio comenzó a mostrar sus grietas, las cuales se profundizaron durante la alcaldía de Rodolfo Campo Soto, al inaugurar los kioskos, restaurantes y la vida nocturna que a partir de entonces tomó fuerza en el balneario Hurtado, a orillas del Guatapurí. Valledupar ya no era el pueblo dispuesto en dieciséis manzanas alrededor de la Plaza Alfonso López, sino una ciudad emergente que naufragaba tras la bonanza del algodón. Con la llegada del DVD y el TV cable, a finales de esa década, diversos cines y teatros del país comenzaron a sentir los estertores finales. El Cine Cesar, que hasta el minuto final hizo parte del patio de la casa de mis abuelos, cerró sus puertas por última vez en 1992. Mi cinema Paraíso Veinte años atrás, cuando yo no era más que un mocoso impúber, se incrustó para siempre en mi memoria la imagen de mi abuela, en la oficina sin puertas de su amplia casona con patio enmarañado de trinitarias moradas, contando las boletas en horas de la mañana, para venderlas luego a través de una pequeña taquilla cuadrada que accedía a la calle, a escasos metros de la verja del teatro; y la de mi abuelo, al final de cada tarde, prendiendo la pequeña plan-
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ta de energía en un cuarto con techo de zinc donde antes existió un horno de adobe, justo momentos antes de iniciar la función de vespertina. Para entonces me gustaba caminar de noche las ocho cuadras que distanciaban la casa de mis padres, en los límites del barrio Novalito, hasta la de mis abuelos maternos, en pleno centro del pueblo, y colarme gratuitamente por la puerta que desde el patio accedía a la parte delantera del teatro, para disfrutar de la más maravillosa magia que desde siempre mis ojos han gozado. Todo el cine comercial de los setenta lo viví allí, sentado en una misma esquina, la mayoría de las veces completa y absolutamente solitario. En esa época ya comenzaba a obsesionarme con salir de Valledupar. Sentía que las montañas que rodeaban al pueblo por todos sus costados eran al tiempo unos barrotes que limitaban mi libertad de forma física, pero también mental y espiritualmente. La soledad me agobiaba, me sentía aprisionado. Además, yo quería más. Valledupar era demasiado pequeño para todo el mundo que ansiaba recorrer. Y pienso ahora que al pueblo lo veía chiquito precisamente por todo ese mundo, tan inmensamente grande y deseable, que se me ofrecía en la pantalla. Si el Cine Cesar no se hubiera aparecido nunca en mi camino –y esto es apenas un quizás–, mi mente nunca se hubiera interesado por conocer nada diferente a lo que la cotidianidad ofrecía a esa tierra de ganaderos. Para bien y para mal, en ese cine aprendí a viajar, a escurrirme del aburrimiento, a aventurarme por mundos lejanos que algún día esperaba que se cruzaran en mi camino, a inventar héroes ficticios, a soñar con personajes que se confundían en mi memoria con los de la realidad. Allí vi el primer beso y el primer muerto, allí conocí la belleza del amor de quienes se enamoran eternamente por escasos minutos y la tristeza de quienes necesitan abandonar esta fiesta antes de tiempo. Es cierto: al Cine Cesar le debo mi educación sentimental. Pienso ahora, luego de volver a ver Cinema Paradiso que, como le pasaba a Totó con su pueblo, ese cine era el
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ombligo que me unía a Valledupar. En un pueblo en el que siempre me sentí excluido, hubo un lugar de mi infancia en el que algún día fui muy feliz. De modo que –corrijo– más que el ombligo, era una especie de útero que me protegía, al tiempo que me regalaba razones para vivir. Y dicho esto recuerdo ahora que, por cuenta de los enamorados, después de cada función, especialmente en vacaciones, los encargados de asear el Cine Cesar duraban horas enteras rastrillando los pegotes de chicles Adams que dejaban sobre las sillas de latón. Pero valía la pena. El Malpensante, agosto de 2013.
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crónicas
-2005~2015-
la banda sonora de cartagena
Chawa, chawa, chawaaa… Si Dios te hizo para mí, llevo tatuado tu nombre en mi corazón, quiero saber si es que tú al igual que yo… Aaaay amor, este pobre corazón, está pidiendo a gritos sólo un poco de calor, si te vas se parte en dos… La canción de moda se escucha desde mucho antes de arribar a Rocha, un corregimiento con menos de dos mil habitantes a una hora de Cartagena, al que se llega luego de atravesar una carretera destapada y solitaria. Son las cinco de la tarde de un sábado de puente. Ocho días antes del calendario oficial el pueblo se prepara para celebrar el Día del Padre, con una fiesta callejera amenizada por El Rey de Rocha, el picó más importante y conocido de Cartagena, el mismo que estos últimos años se ha convertido en la emisora andante de la champeta. Su propietario se llama Chawala. O, mejor, le dicen Chawala. Músico, productor y empresario, Chawala es el Jay Z de la champeta. El apodo le viene de una canción africana que repetía la palabra “chawala”, con la que solía iniciar sus presentaciones. Su nombre real es Noraldo Iriarte y es hijo de Ángela Arias Puertas, toda una institución en Rocha. A ella se debe que este género musical, que hace quince años era prohibido fuera de las barriadas de Cartagena, hoy se haya desbordado y se escuche en cada rincón de Colombia. “Sigan derecho hasta una casa roja”, informan en el pueblo al preguntar por ella. La casa, cercada por barrotes blancos, está pegada a un amplio galpón en el que se lee, escrito con los colores del fuego: “Terraza La Niña”. El espacio está completamente desocupado, salvo por unas cuantas sillas y un arrume de cajas de cerveza amontonadas frente a una pared blanca con una línea en letras rojas: “La cultura se refleja en el buen uso de este baño”. Tres niños del color de la
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obsidiana juegan en calzoncillos sobre la limpia arena con tapas de cerveza que hacen pasar por boliches. Al preguntarle por La Niña, se pierden por una puerta al fondo del local hasta regresar con ella. Es una mujer menuda, cercana a los sesenta, de sonrisa pícara. Viste con ropa de faena y lleva los cabellos enmarronados. Antes de entrevistarla, le pedimos que pose ante nuestra cámara, aprovechando la bellísima luz mortecina del atardecer que cubre todo el lugar como un manto dorado. “Se podrá ir la luz, pero yo así no salgo en una foto”, contesta vanidosa antes de perderse de nuevo por la misma puerta por la que salió. Treinta minutos después, cuando la luz del sol ha desaparecido por completo, regresa con una amplia sonrisa vestida con pantalón celeste y camisa blanca de flores bordadas. “Todo comenzó por una caja de fósforos”, cuenta entre risas (mientras habla el plato de peltre sobre la mesa del comedor vibra por la música que suena a seis cuadras). Se trata de una caja de fósforos El Rey en la que llegó empacado un pequeño equipo de sonidos que compró con las ganancias de la venta de quesos. El aparato pasó a ser picó luego de adicionarle un enorme parlante: “Yo ponía mi cantina aquí y todos los fines de semana venía mucha gente desde Cartagena a escuchar la música africana que le comprábamos a unos tipos que trabajaban en la Flota Grancolombiana. Chawala debía tener en ese entonces cinco años. La primera vez que lo llevamos a Cartagena, ya con cuatro parlantes, fue a una fiesta en el barrio San Francisco. De ahí pasó a La Candelaria y a la Caseta La Dinámica en el Olaya. A la gente le encantaba todo lo que poníamos y se enloquecían sin tomarse un trago. Nos fue tan bien que los hijos míos dejaron el estudio y se dedicaron de lleno a este negocio. Son seis: Ubaldo, Aroldo, Noraldo, Arnaldo, Leonardo y Edgardo. Y una hembra que se llama Kelibana”. También sus nietos devengan de este negocio. Uno de ellos oficiará como dijey en la fiesta de esta noche. “Señoras y señores, bienvenidos. Con ustedes, El Rey de Rocha”, se escucha en la puerta de la casa el sonido del picó ubicado frente al cementerio de Rocha (justo pegado a la Calle de las Nalgas, llamada así en honor al trasero de las mujeres del pueblo). No es para menos: El Rey de Rocha
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es una máquina de sonido con 80 mil vattios de potencia, 24 bajos de 21 pulgadas, un mezclador DJ Pionner, doce cabezas móviles y una pantalla LED 3x2, 10 bocas de brillo, 16 bajos, 2 consolas y dos baterías. “El equipo de sonido vale más que todo el mobiliario de la casa de La Niña Ángela”, me informa Danari, un muchacho que no alcanza los diez años. Pasadas las seis de la tarde, todos los jóvenes participan en el montaje del picó. “Los brillos van arriba, los bajos abajo”, se escucha gritar. Un hombre subido en una Rimax alcanza con una larga vara las redes de energía –a nadie le preocupa una posible descarga– y de repente se hace la luz. No hay carros y apenas transitan un par de motos. Un señor al otro lado de la esquina del cementerio prepara “colombinas de pollo” sin pollo: mezcla de harina con huevo. Cada una cuesta $300 y por noche se venden unas 400. Daneri, el negrito de ojos saltones, dice que cuando grande quiere ser dijey “como Chawala”. Veo caminar siempre a su lado un cachorrito esquelético de mirada famélica y caigo en cuenta que en todo el pueblo no hay más de tres o cuatro perros adultos. El dijey, así como el resto de muchachos, llega a la fiesta en pantaloneta y descalzo. Bailan entre ellos con la mano tocando sus partes, mientras los más niños –literalmente– se meten en los parlantes para dejarse poseer por la música. Todos son negros: a la champeta no le ha llegado su Eminem. Hacia las ocho de la noche hacen aparición las mujeres emperifolladas de pies a cabeza, particularmente en el cabello. Desfilan toda suerte de peinados: con vinchas, trenzas, ganchos de colores. Ninguna lo lleva suelto. “Dale un tiombo, dale un beleche, que esa geva está algareteada”, bromea otro muchacho al verlas llegar. Como el tango, la champeta tiene su propio lunfardo. Todo comenzó con el Festival de Música del Caribe, aunque el gustico venía desde los años treinta, cuando se inició como hecho social en barriadas distantes del centro de Cartagena, una ciudad clasista de pasado esclavista donde negro se asimila a pobreza y vulgaridad. Más adelante, a
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mediados de siglo, la música comienza a expandirse. Para entonces se llamaba “terapia” y era una especie de sancocho musical con ritmos africanos, antillanos, indígenas y afrocolombianos (soukus + juju + reggae + calipso + bullerengue + mapalé). “Los que trabajamos por la música criolla nunca le pusimos “champeta”. Siempre fue ‘terapia’ –afirmaría luego el periodista radial José Manuel Pinzón–. El pueblo fue el que le cambió el nombre”. Palenque de San Basilio fue su cuna natural. Todavía El Conde, uno de los picós más antiguos de Cartagena, conserva una placa con la leyenda “Si es palenquero de nacimiento, debe llevar la terapia por dentro”. En Palenque inicia la champeta, pero inicia mal. Inicia marcada por el prejuicio, por el rechazo, por la exclusión. Inicia marcada por el verbo, que todo lo falsea: casi todo texto sobre champeta informa que su nombre se deriva de la palabra “champa”, que era el machete que en aquellos primero años los seguidores de esta música llevaban al cinto durante las fiestas. Esto, que es cierto, generó un imaginario falso: que champeta es sinónimo de violencia. Hay que aclarar: más que machete, la champa es lo que queda de él luego de que, por exceso de uso, su acero se desgasta pasando primero a ser soco. Siendo herramienta de trabajo, esta champa los hombres no la portaban para blandirla en riñas callejeras, sino porque del lugar de trabajo seguían al espacio de la fiesta: la llevaban consigo como el ejecutivo que visita un bar con su maletín de oficina (ello no significa que esta música esté exenta de violencia, como podría estarlo el vallenato, el reguetón o la electrónica). “Se trató de una música eminentemente popular, rechazada y prohibida por las clases altas y la iglesia Católica, por lo que se desarrolló en los barrios pobres de los suburbios (los arrabales), los puertos, los prostíbulos, los bodegones y las cárceles donde confluían los inmigrantes y la población local, descendientes en su mayoría de indígenas y esclavos africanos”. Esto se escribió sobre el tango en 1807, pero podría referirse a la champeta en 2007. El prejuicio bastó para que le fueran cerradas durante muchos años las puertas del Corralito de Piedra. Lo mismo sucedió con la palabra “rege-rege”, que igual se refería a 188
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ropa andrajosa como a pelea o riña, por lo que fue estigmatizada en sus inicios en Jamaica; y con el tango, construido también a partir de un sancocho musical de lo gaucho con lo indígena, más lo africano, más lo italiano. “No permitan semejantes bailes y juntas las del tango porque en ellas no se trata sino del robo y de la tranquilidad para vivir los negros con libertad y sacudir el yugo de la esclavitud”. Que quede claro: no es la champa, ni el rege-rege, ni el tango como espacio bailable lo que asusta. Es el color de la piel lo que incita al miedo. Hasta que en 1981 apareció el Festival de Música del Caribe, confirmando que Colombia está más cerca de Jamaica que de Perú. “El Festival enfocaba su programación en artistas de música africana, centroamericana y del Caribe, como Haití, Monserrat y las islas menores –recuerda el investigador e impulsor de champeta Manuel Reyes Bolaño–. Venían a Cartagena a exponer su cultura musical y para nosotros era muy fácil promocionar nuestra música”. La champeta, que sonaba a principios de los ochenta, comenzó a gestarse casi una década atrás, a partir de acetatos que llegaron a la ciudad de la mano de marineros de la Flota Mercante. “Los barcos llegaban de las costas africanas y los dueños de los picós esperaban en la puerta del Terminal Marítimo y negociaban los discos allí mismo –sigue contando Manuel Reyes Bolaño–. Aquí siempre existió las competencias de los picós entre quienes tuvieran el disco o la canción más rara”. A esos acetatos les introducían otros golpes y sonidos sobre la marcha, coincidiendo en el tiempo a cuando en Nueva York el dijey de una discoteca llamada Arthur, la primera en usar la hoy clásica bola de espejos giratoria en el centro de la pista de baile, comenzó a hacer sonar dos discos a la vez (“superponiendo, por ejemplo –como cuenta Juan Forn–, los jadeos de Jane Birkin en ‘Je T’Aime, Moi Non Plus’ al fraseo cachondo de Isaac Hayes en ‘Walk On By’ y al ritmo infeccioso de Manu Dibango en ‘Soul Makossa’ ”). “En sus inicios, la champeta se difundió a través de estos enormes y potentes picós que suenan en las casetas –cuenta José Rafael Mejía, experto champetúo–. Su base
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rítmica prevalece sobre las líneas melódicas y armónicas, convirtiéndola en una expresión musical bailable en la que predominan una fuerza y una plasticidad desbordantes. Los instrumentos empleados son la voz, la batería, las guitarras eléctricas, el bajo, las congas y el sintetizador”. Los ritmos que sonaban en estos acetatos comenzaron a escucharse de viva voz, en una gran mayoría de casos, en el Festival de Música del Caribe. “Esos ídolos ya eran muy presenciales para que la gente los aclamara –recuerda Manuel Reyes Bolaño–. Allí comienzan a despertarse esos sonidos ancestrales y a ser imitados por los habitantes de barrios extramuros como Nariño, La Popa, Olaya Herrera, La Esperanza, La Quinta y Lo Amador”. Justo Valdés fue el precursor. Tenía un grupo llamado Son Palenque, que reunía a artistas como Viviano Torres y Louis Tower el Rasta. “Viviano más adelante –cuenta José Manuel Pinzón–, decidió hacer unos cambios revolucionarios al introducir un golpe en la batería que causó furor popular, al punto de que desde entonces se impuso como el ritmo característico de la champeta”. A pesar de este éxito, Viviano se enfrentó al problema de que ninguna disquera en Colombia quería grabar champeta. “No me veían mercado ni futuro”, recuerda treinta años después de su primer éxito. “Hasta que se me cruzó en el camino Mateo San Martín, quien venía trabajando con Kubaney Records y produjo en Miami mi primer disco que comenzó a sonar en las islas menores y luego en Colombia” (de hecho, los discos de Viviano no son de sello colombiano. Todos dicen: “Codiscos bajo licencia de Kubaney Records”). Pronto se hizo famoso con éxitos como “El Alcohol” y “El Permiso”, y lo siguieron otros músicos como Elio Boom, el de “La Turbina”; El Sayayín y Álvaro el Bárbaro con “El Pato”, que fue un éxito de champeta que se pegó tanto “que hasta a las reinas una vez les dio ‘el Pato’, que era la fiebre de ese entonces”, ríe Viviano al recordar la anécdota. “Había un empresario que se llamaba Ramiro Marín que estuvo en Sudáfrica y trajo ‘La Moda’ y ‘El Cheque’ –cuenta la periodista de El Universal Jessica Ponce–, todo eso a lo que nosotros le poníamos los nombres aquí”.
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La acogida popular no obedeció solo a la alegría de su ritmo. La champeta tiene un componente social y un componente cultural. El cultural es el estilo y el social es la letra. “No todas son así –José Manuel Pinzón afirma al respecto–: oye nada más la letra de ‘El Ratero Salado’, del pobre que vive allá en el Olaya que sale a trabajar, se le enferma el niño y no tiene cómo comprar la receta porque lo que gana es muy poquito… De crónicas como esa te puedo hablar por montones. Está ‘La Orejera Despelucada’, de Luis Tower el Rasta; ‘El Padrastro Abusador’, un padrastro que vive en el barrio Olaya con las hijas y la señora, pero le da clavo a las hijas, y si no, las amenaza con echarlas. ‘La Orejera’ impactó mucho. Ese tema del ‘Padrastro Abusador’ fue tremendo. Cuando salió ‘Los Encapuchados’ la gente se ajuició y a eso se le sacó historia: No formen desorden, que si lo forman y se altera el orden, llegan los Encapuchados, decía la canción. Los Encapuchados era un grupo de limpieza social que mató un poco de delincuentes aquí”. Pinzón es un periodista de gran reconocimiento en la ciudad porque fue pionero en introducir la champeta en la radio. Ocurrió a su regreso a la ciudad luego de una larga estadía en EEUU. “Prestaba mis servicios a una empresa de radio en Miami y llego a Cartagena y me encuentro con la sorpresa de que ninguna emisora pone champeta. Estoy hablando de los noventa. Fue exitoso lo que hicimos en Rumba Estéreo y Miguel Char me lleva a trabajar a Olímpica. Allí encuentro que la programación era merengue y salsa, que son fuertes en Barranquilla, pero no aquí. Esto la tenía trancada. Ellos querían que su emisora fuera líder, pero una emisora que no es de programación autentica de la región donde emite su señal no es una emisora de allí. Hicimos un estudio y le dije a Miguel Char y a Rafael Páez que colocáramos champeta, que sonaba en todos los barrios y edades, era un género de consumo masivo, donde tú te metieras la escuchabas. Desde Bocagrande hasta el Olaya. Y se convirtió la champeta en el boom que ahora conoces. La han estigmatizado diciendo que es un género que incita a la violencia. Vas a Rey de Rocha y no ves una sola pelotera, sin embargo al picó lo tienen siempre en alerta amarilla sólo porque sus dueños son negros”.
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A El Rey de Rocha lo volvimos a escuchar al día siguiente, esta vez en Palenque durante las fiestas de su patrono. Cuando llegamos al pueblo, pasadas las seis de la tarde, había dos picós en cada esquina de la plaza. Uno era El rey de Rocha, el otro El Conde. En la mitad de la calle había dos negros grandes con cara de niños –uno era autista– en un duelo de baile. El pueblo los animaba, felices, a lado y lado. Y ellos dos estaban que no cabían de la dicha con tanta atención alrededor. Luego apareció la procesión cargando a San Basilio a lo largo de un camino iluminado con velas. Las mujeres llevaban toallitas para secar el rostro del santo y luego se limpiaban con ellas. De fondo en la plaza, la escultura de un negro rompiendo las cadenas. Una parte de la romería entró con el santo a la iglesia. La otra se quedó en la puerta bailando champeta, pero con frecuencia unos y otros cambiaban de lugar, cantando y bailando champeta al interior de la iglesia. Era claro: no habían venido a la iglesia a rezarle al santo. Estaban allí, como en trance colectivo, para celebrar su aniversario (y a toda fiesta se va a bailar y a cantar). Luego, todo ese mismo ritual se trasladó al concierto: bailaban y cantaban la champeta con la fe y el fervor de un gospel. Así entierran a sus muertos en esta tierra, así barren sus casas, así cocinan: bailando. La champeta no tiene ritos ni liturgia, pero sí sacerdote y un componente mágico, porque, como dice la canción: “Aquí nadie copea”. Y a todas estas, ¿cómo se baila la champeta? Se baila con pasos cortos a los lados, el cuerpo levemente inclinado y los brazos caídos hacia adelante; o con los pies juntos, moviendo sólo la cintura y los ojos cerrados en trance, mientras con la mano izquierda el hombre se protege el paquete. Las mujeres, en tanto, bailan echando el culo hacia atrás. Es un baile muy masculino, incluso cuando el hombre se amaciza con la mujer pegando ambos fuertemente sus pelvis. Hay otro paso: el hombre golpea su espalda contra una pared y la mujer se mueve de espaldas a él rozando sus partes. El baile de la champeta es sensualidad convertida en movimiento. Pero no se hagan: no se trata de aprender unos cuantos pasos o de cogerle el ritmo; no se trata de saltar o de saber mover el cuerpo. La champeta, señoras y señores, es una música que no se baila: fluye. Se siente.
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Es como una entrega espiritual, un sentimiento que brota de lo profundo, como despojarse de todo lo material –el cuerpo y sus arandelas– y dejar volar lo que guarda el alma. Como el blues: con todo y su melancolía. De repente, un adolescente invade esa zona que separa al picó de los danzantes. Entra arqueado hacia adelante, bailando a ritmo lento, moviendo los brazos como si buceara en la inmensidad oceánica, la vista puesta en el suelo. Lleva una franela descosida azul y larga, pantalón de sudadera con dibujos arabescos y cachucha tan vieja que la visera ya no está tiesa. Durante varios minutos sigue moviéndose así, como un pez bailarina que se desliza entre las fronteras del estanque. Cuando finalmente levanta el rostro, sus ojos entrecerrados hacen creer que está en trance, un trance de sensualidad y dolor, un trance profundamente religioso. La música, al fondo, no deja de sonar. Decía que no bailaba champeta y yo la invité. La invité y fuimos a una caseta y yo la agarré. La vaina se puso bien bacana y ahí mismo yo la apreté. Me dijo que quiere volver. Ahora baila bien bacano la champeta. Yo me tomo con ella un par de cervezas. Y el espeluque con ella apenas comienza. La champeta se ha convertido en una estrategia simbólica de sobrevivencia de grupos marginados y discriminados racialmente, que han encontrado en ella la clave para la construcción de una identidad personal y colectiva, y una búsqueda de un espacio cultural propio. No fue hasta el inicio de este siglo cuando cruzó las barreras barriales. Con la creación del Instituto de Cultura de Cartagena (hoy de Patrimonio) en el 2000, la Chica Morales organizó un concierto de champeta en la Plaza de la Aduana. En esos días la champeta se tenía como lo más bajo y peligroso de la ciudad. Cuando llamó a invitarlos a participar, los mismos champetúos desconfiaron: no podían creer que el gobierno les abriera las puertas. Antes del concierto se hizo un desfile por las calles de la ciudad amurallada. Al llegar a la Plaza de la Aduana, la policía se negó a permitir el concierto. “Lo que pase hoy aquí es su responsabilidad”, dijeron a Mo-
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rales. A las seis comenzaron a tocar, inicialmente solo por hora y media. Hasta la medianoche duró el encuentro. Al día siguiente, 1 de noviembre, El Tiempo publicó en primera página: “Champeta: debut en sociedad. Veinte parlantes exhalando cuarenta y cinco mil vatios de pura champeta criolla, que por lo general sólo suenan en casetas y fiestas cerca de los fétidos caños que desembocan en la ciénaga de la Virgen, se trasladaron esta vez a la Plaza de la Aduana, en pleno Centro Histórico de Cartagena. Un picó encabezó la multitud que partió de la sede del Instituto Distrital de Cultura y desfilando y bailando se tomó la Plaza de la Aduana, en el Primer Encuentro de Champeta Criolla. Ni siquiera el Joe Arroyo en sus mejores tiempos lo llenó: 20.000 seguidores conquistaron el lugar de la ciudad más envidiado por políticos, cantantes y reinas de belleza, porque es un termómetro que les mide la popularidad”. Ese mismo año se dio el salto a Bogotá, cuando la Chica Morales le propuso a Nora Trujillo, por entonces directora del Teatro Jorge Eliécer Gaitán, un encuentro en la capital colombiana. Entre ambas invitaron a Viviano Torres, Elio Bloom, Luis Tower y Charles King. La boleta costaba 10.000 pesitos, pero a las 5 de la tarde sólo se habían vendido tres. Morales y su marido se pararon a lado y lado de la puerta y regalaron las boletas a todo el que por allí pasó. Hubo lleno total. Más adelante, siendo Ministra de Cultura, Morales invitó a estos mismos músicos a un Festival en París. “Ellos estaban en un camerino y un grupo de angoleses en el otro y de repente, sin conocerse, comenzaron a tocar y cantar a dúo con la pared de por medio. Es lo más bello que he visto”. Morales invitó a los africanos a un concierto en Cartagena. Vinieron cinco. Hicieron un taller y un concierto con éxito total. Luego intentó presentarlos en el Teatro Heredia, el recinto por excelencia del clasismo cartagenero, pero la directora de ese entonces puso el grito en el cielo y no hubo la más mínima posibilidad de convencerla. Esa misma sociedad cerrada y elitista es la que hoy día contrata a los mejores cantantes de champeta para que amenicen sus matrimonios y cumpleaños en los clubes sociales. Mi cita con Charles King era a las cuatro de la tarde en 194
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la Torre del Reloj. Logré desocuparme antes y marqué a su celular una, dos, tres veces. Finalmente terminamos encontrándonos a la hora indicada. “No escuché el timbre porque venía manejando la moto”, se excusó King, desde hace más de quince años uno de los reyes indiscutibles de la champeta. Es un negro grande de rastas largas y sonrisa amplia que hace rato cruzó los 40, pero que se conserva con la juventud de un adolescente. A pesar del éxito comercial sigue movilizándose por Cartagena a bordo de su moto: las ventas de champeta no se acercan, ni de lejos, a las del vallenato. “Quien más cobra es Mr. Black –afirma José Manuel Pinzón–: 25 millones de pesos. El Rey de Rocha y Charles King rondan los diez millones por presentación y Kevin Flórez podría facturar 2.000 o 3.000 millones de pesos al año fácilmente”. Según Pinzón, el buen momento por el que atraviesa la champeta no se refleja en el mercado: “Es que también incide mucho el tema de las redes sociales. Eso acabó con el mercado del disco. Un artista graba hoy y sale a promocionar en redes sociales porque sabe que no van a vender los discos. Las disqueras dejaron de apoderarse de artistas por eso. Ahora el artista paga su estudio, sube a sus redes sociales y espera a que se le pegue. Ya no hay almacén de discos. Todo es pirata. Ellos ganan es por toques. Ese es el caso del fenómeno de Mr. Black y Kevin Flórez. Ellos mismos se producen, ellos tienen sus estudios, se promocionan y le han sacado provecho a eso”. Kevin Flórez es un muchacho de 23 años que rápidamente está revolucionando la champeta por introducirle sonidos de hip hop y reguetón. Esta mezcla se conoce como “Champeta Urbana”. Según el empresario bogotano Juan Daniel Correa, “hay canciones que son maravillosas porque le meten plata ventiada, y cuando le meten plata a una canción se pega porque se pega. La ponen a toda hora en todas las emisoras del país y le meten a uno la música hasta por los ojos. Al final termina por gustar porque se oye diez mil veces y se pega”. Por todo esto el investigador y gestor cultural Ricardo Chica Gelis afirma que la vieja champeta africana ha muerto, y lo sustenta en tres puntos: “Perdimos la vida de muelle y, en virtud de ello, somos menos caribes porque desapa-
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reció la atmósfera de toda aquella sensibilidad; la aparición del internet y la reconfiguración mundial de la industria discográfica hizo desaparecer los corresponsales picoteros y su función mediadora del gusto champetúo; la aparición de nuevas generaciones de público que nacieron sin la memoria musical de la Champeta Africana y sólo la conocen como música de los abuelos”. Apenas comienza, pero es un debate entre investigadores e historiadores, porque, mientras tanto, el pueblo cartagenero sigue gozándose la vida a punta de champeta. Si hasta hace unos años estuvo prohibida, ahora no hay quien la detenga. No en vano la champeta es, hoy por hoy, la banda sonora de Cartagena. Se escucha en los taxis, en la calle, en la tienda de la esquina, en la pescadería del Bonny, en la Avenida Heredia, en el mercado central, en Marbella y Crespo, en las pizzerías de moda en Getsematí, en las discotecas de la Calle Larga, en los restaurantes finos del centro, en la Zona Rosa de la Medialuna, pero también en la Zona Rosa de La Plazuela (en el sector de SAO). Incluso los turistas gozan de la champeta en una exclusiva discoteca –Bazurto– con shows en vivo, ubicada a un costado del Parque Centenario. Ahí, entre cantos y carcajadas, “La espelucá” se convierte en himno. Wooooo Woooo Uoo Wooo Woooo Chawa (Chawa) Vela ve, vela ve. Ella es, ella es quien la ve, quien la ve bailando así bailando champeta, tá espelucada… Píllala, cógela, agárrala, martillala/ Que está, que está, que está espelucá/ Que está, que está, que está espelucá. Semana, 2015.
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Literatura e identidad lgbt
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ensayo
-2016-
literatura e identidad lgbti*
No soy bueno para hablar en público, se me olvidan las frases, las ideas, los nombres, las palabras. Se me olvida todo y tartamudeo, me vuelvo inseguro y la inseguridad me lleva al silencio. No significa que no tenga una voz que lucha por salir y una rabia por la manera como la sociedad pretende pisotear mis derechos. Por eso escribo. No me interesan ni la política ni el activismo. Solo quiero contar historias. Todo empezó en mi adolescencia, mucho tiempo después de descubrir que crecía dentro de mí ese otro yo que para el resto del mundo no era más que un súcubo, un pecado, una aberración. Valledupar en ese entonces no alcanzaba los sesenta mil habitantes y todos nos conocíamos, o al menos bastaba con conocer los dos primeros apellidos para saber de quién era hijo, quiénes eran sus abuelos, qué historias ocultaba su familia, cuáles eran sus taras, sus lunares negros, sus ovejas rosas. En mi familia no había ovejas rosas, lo que me hacía aún más solitario, más inseguro y, por supuesto, más necesitado de mis propias verdades. Siempre he sido una especie de ardilla que curiosea por todas partes. Y, desde niño, lo que más recuerdo haber buscado fue a otros que, como yo, llevaran por dentro esa pulsión “malsana” que crecía en mí y cada vez adquiría mayor poder. Ahora que lo pienso, más de 40 años después, me parece increíble que alguien pueda crecer con tantas voces alrededor repitiendo tantos adjetivos negativos. ¿Cómo se construye el amor propio cuando la conciencia que se tiene de uno mismo –la que le han enseñado, la que le han recalcado, la que ha interiorizado– es la conciencia de lo malo? * Texto leído en el marco del evento “Periodismo para la diversidad/Historias no contadas”, realizado del 30 de junio al 1 de julio de 2016 en la ciudad Medellín. Posteriormente ha sido publicado el mismo año en la revista Arcadia.
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Es fácil decirlo ahora que he cruzado a salvo el puente. Sin embargo, mi adolescencia estuvo plagada de pesadillas y sueños con la muerte. Intenté el suicidio y –como pueden ver– fracasé; padecí acné severo, me encerré en mí mismo para que todos me olvidaran. No fue la mía, jamás, una niñez feliz, ni tampoco una niñez inocente. ¿Cómo ser inocente si mi alma no estaba exenta de culpa? Sólo que no era una culpa propia: hasta me preguntaba de qué era culpable. ¿Podía seguir siendo cuando pretendían convencerme de que no podía ser? Y la eterna pregunta: ¿por qué debo ser como los demás, si no soy como los demás? Más que machista, Valledupar es un pueblo sospechosamente misógino. La misoginia, como la entiendo, no es odio a la mujer, sino un miedo profundo a feminizarse. Lo opuesto a ese macho duro y arbitrario que grita, golpea e impone, es lo sensible. Y esa misoginia, como tantos otros prejuicios, la heredé. “Todo, menos femenino”, me decía. Los contados homosexuales a mi alrededor en ese entonces eran afeminados: justo lo que me negaba a ser. Pero había un personaje “extravagante” que se tomaba libertades inauditas en un pueblo de vaqueros, como salir a la calle con un sombrero floreado o vestir de mujer durante los carnavales. Me encantaba su espíritu de libertad. Se llamaba Víctor Cohen y fue el hombre que llevó el mundo a Valledupar. Montó la primera heladería, que no era una heladería sino un Cream Helado, “Cream Helado Wellcome”, pues ya para entonces el lenguaje era importante para descrestar, y si se quiere presumir de cosmopolitismo hay que valerse de palabras en otro idioma. Víctor Cohen se hizo amigo de Gabo cuando todavía no era García Márquez, y algunos dicen que fue quien le inspiró a Pietro Crespi. Una vez se lo pregunté, a García Márquez, y no me lo confirmó, pero tampoco me lo negó. En todo caso, sólo tuvo palabras de cariño para Víctor Cohen, a quien le dedicó varios párrafos en Vivir para contarla. Yo era ya un niño solitario cuando mis padres se mudaron a una casa, en ese entonces a las afueras de la ciudad. Tenía seis años y a partir de ese momento mi mundo eran mis dos hermanas y las cuatro hermanas que vivían en la casa vecina, las dos únicas casas en quinientos metros a la redonda: sólo 202
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mujeres que jugaban a las barbies y a la casita. Era enfermizo y mal deportista, lo que comenzó a generar sospechas en mis compañeros, que pronto comenzaron a hacerme a un lado y a gritarme “mariquita”. Fue justo en ese momento cuando encontré mi primer gran refugio: el cine. Mis abuelos maternos habían fundado en 1952 el primero que tuvo Valledupar, y ahora eran cuatro. Uno de ellos quedaba tras cruzar una pequeña puerta en el patio de su casa. Me acostumbré todos los días a ver la película de cartelera. Era cine mexicano, western, kung-fu y esas cosas, pero eran historias que me llevaban a imaginar otras. El cine fue para mí lo que el hielo para José Arcadio Buendía. Fue también mi primer acercamiento con el mundo exterior, con el arte y la creación, y con la narración. De tantas cintas que vi en aquellos años solo recuerdo tres que aludían a lo gay: “La gata sobre el tejado de zinc”, “El zoológico de cristal” y “Reflejos en un ojo dorado”. El tema se abordaba con culpa y tragedia. Necesitaba encontrar referencias positivas con urgencia, y en mi afán por encontrarme a mí mismo encontré la literatura. No había librerías en Valledupar –todavía no las hay–, pero papá encargaba mensualmente libros al vendedor del Círculo de Lectores. Camus, Faulkner, Steinbeck, Hemingway eran los nombres más repetidos en la biblioteca. Ni siquiera en Capote encontré lo que buscaba. ¿Acaso era el único marica sobre el universo? Comencé a escribir en la adolescencia cuentos y novelas cargados de terror. Era lo que sentía en ese momento: terror ante la vida, terror a que cualquiera supiera que habitaba en mí un monstruo que luchaba cada vez con más fuerzas por hacer añicos los barrotes. Durante los años que estudié para ser oficial del Ejército cometí poesía (que por fortuna rompí) y escribí las cartas de amor del comandante de mi pelotón a su esposa, Diana. Un compañero me dijo que eso que yo hacía ya estaba contado en la literatura. Mencionó La ciudad y los perros. Ese fin de semana me fui a comprarla. Morí fascinado. “¿Así que uno puede tomar elementos de su vida privada y ficcionarlos hasta crear una historia?”. Tres días antes del ascenso a oficial estaba en el hospital cuando este mismo amigo me llevó de regalo un libro recién salido del horno. Crónica de una muerte anunciada. “¿Acaso esta
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no es la historia de Valledupar?” Lo que siguió fue la lectura de todo lo que se había publicado de Vargas Llosa y García Márquez al tiempo que, mentalmente, absolvía interrogantes literarios. Es decir, no leía: deconstruía. De mis años en el ejército también recuerdo a un par de compañeros, hoy ya muertos, que cada domingo, al regreso de la franquicia del fin de semana, armaban corrillo a su alrededor para contar anécdotas de burdel y noches largas. Con frecuencia esas historias eran protagonizadas por travestis a los que seducían en la Caracas y que luego abandonaban en cualquier paraje tras golpearlos y torturarlos. Se ufanaban al hablar de aquello como quien necesita exhibir su masculinidad. Los veía tan cobardes… pero escuchaba en silencio, muerto del susto. De mi paso por la universidad recuerdo el violento asesinato del tío de un compañero. Era un pintor reconocido que había recogido a un hombre en la calle y este lo mató con tanta sevicia como la de la prensa al mostrar las fotos de lo sucedido. Lo que más recuerdo de esa carnicería son los testículos del tío de mi amigo reposando en un cenicero. En ese entonces no se llamaba crimen de odio, sino crimen pasional, lo que daba cierta licencia para no investigar. Uno de esos días salí del cine Almirante, en la calle 85 con 15, absolutamente horrorizado luego de haber visto Cruising, la película en la que Al Pacino hace de policía infiltrado en el mundo gay de nyc en la búsqueda de un asesino de odio. Para colmo, justo en ese momento apareció el sida. “Mierda –pensé entonces– ¿todo esto es lo que me espera?” Dejé de escribir cuando me gradué de abogado. Y no hubiera pensado en volver a hacerlo si no se me hubiera atravesado una novela que, de alguna manera, me cambió la vida. Se llama En el camino, de Jack Kerouac, y con ella no sólo descubrí que podía escribir sobre la marginalidad, sino que también me convenció de que no tenía que esconder mi homosexualidad. Solo que en ese momento no se me ocurrió escribir absolutamente nada, ni al día siguiente, ni al otro mes, ni siquiera en los dos o tres años que pasaron después. Pero la creación opera de maneras misteriosas y escribir no
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es un asunto tan simple como teclear frente a un computador. La creación obedece a un proceso, que a algunos les toma más y a otros menos tiempo. Yo soy de los lentos. No me afano y permito que mi mente haga su trabajo mientras me dedico a cualquier otra cosa. Esto lo aprendí una mañana de sábado cuando caminaba las cuatro cuadras entre mi apartamento y el gimnasio, y de repente se me vino de chorro una historia inesperada. Regresé a casa y los siguientes tres meses escribí la novela de Edwin Rodríguez Buelvas, un ser amargado, resentido, sin amor propio que, valiéndose de su inteligencia y su vasta cultura, se hace pasar por banal mientras construye su identidad a partir del daño que hace a los demás. Eso que otros llaman una “loca brava”. Para entonces ya había encontrado en la literatura lo que desde niño tanto busqué. La primera novela de contenido homosexual que leí fue Maurice, de E.M. Forster. Ya vivía en Bogotá cuando la descubrí, en los ochenta. Es la historia de amor entre dos muchachos en la Inglaterra eduardiana. Leerla fue importante no sólo porque me confirmó que no estaba solo en el mundo, sino porque es una novela escrita desde una perspectiva no condenatoria. El gay no es la diana de las burlas, sino alguien capaz de desarrollarse como ser humano. “Ah, entonces sí se puede”, me dije a mí mismo. Para entonces tenía un par de amigos gais con quienes me iba de juerga. Las discotecas me divertían un rato, pero no resolvían mis preguntas. Me hacían creer que me aceptaba como gay –que sentía eso que llaman con pompa “orgullo”–, mientras por dentro seguía negándomelo. En el empeño por otros libros que hablaran de mis dilemas conocí a Withman, a Kavafis, a Mishima, a Yourcenar (amé tanto Alexis que la repetí de corrido tres o cuatro veces), a Isherwood, a McCullers, a… Encontré entre estas páginas las mismas dudas, los mismos problemas sin resolver. “La literatura no trae respuestas, pero te ayuda a encontrarlas”, leí también por entonces. En ese camino encontré también a Corto Maltés, que no es gay, pero es como si lo fuera. Es elegante, narcisista, clasudo, bonito, cosmopolita, pero sobre todo es libre. Libre como un gato. Es decir, como un gay. Y entonces quise ser como Corto Maltés: ni justiciero ni moralista. Tan solo un
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aventurero que recorre el mundo sin tener que explicarle a nadie por qué es como es. Corto Maltés me enseñó a soñar con la libertad. La libertad, lo entendí entonces, no es más que ser uno mismo, y era solo cuando escribía cuando me permitía ser yo mismo. Si la literatura me ayudó a reflexionar sobre mi orientación, el cine y la televisión apelaron a la “normalización” a través de la cotidianidad. Sucedió con Steven Carrington, el hijo menor del poderosísimo Blake Carrington, quien nunca aceptó la homosexualidad de su hijo. La serie se llamaba Dinastía y la pasaban todos los domingos a las diez de la noche. A Steven le debemos el primer beso entre dos hombres en la televisión. Aquello fue tremendo escándalo. ¡Y eso que no fue un beso apasionado, sino apenas insinuado! Lo que llevó a que Matt, el gay de Melrose Place, jamás se besara. Hubo que esperar hasta el 2000 para que Jack McPhee, un personaje secundario de Dawson’s Creek, diera el primer beso “con lengua” a otro hombre en la TV. Hoy los homosexuales abundan en la pantalla chica. En Colombia, la mayoría son personajes construidos desde el imaginario estereotipado y/o superficial heterosexual. Sé de libretistas que podrían escribir sobre la herida todavía abierta de los homosexuales, pero les es más fácil hablar del chico que va de la vida entre placeres y jajajá, y se cuidan de no escribir el drama de la culpa, del rechazo, de la negación constante, de esa soledad infinita que en muchos casos no es soledad, sino vacío. Los libretistas prefieren aquello a esto, aún sabiendo del rechazo que conlleva el estereotipo. El dolor, en cambio, no se cuenta, porque el dolor conmueve, genera acercamientos, ayuda a ponerse en los zapatos del otro: para el poder es mejor que los maricas sigan careciendo de amor propio y no puedan construir una identidad positiva. Colombia se reserva la misma misoginia de mi niñez en Valledupar. En parte es culpa nuestra, de los lgbti. Hemos crecido en derechos, pero no en amor propio. Y seguirá siendo así mientras busquemos nuestros referentes en las discotecas y no en nuestra propia esencia. Conozco a muchos gais que viajan cada año a nyc, a México, a Madrid, para participar en el Orgullo Gay, pero que al de nuestras ciudades se niegan a asistir. Se dicen a sí mismos que son “regios”, 206
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suben fotos a sus redes para presumir de su “regiedad” y sus amigos y seguidores las comentan con envidia, despreciando lo que aquí se hace. En realidad no son más que cobardes incapaces de dar la cara a los suyos; cobardes que siguen creyendo que lo nuestro no vale y, en consecuencia, que ellos mismos no valen: hay tantos que nunca terminan de aceptarse y quererse; tantos, incluso, que presumen de “autoconfianza” en público, mientras por dentro los carcome el odio hacia sí mismos. Necesitamos tanto del activismo político (que da la cara y lucha por nuestros derechos) como de la construcción de personajes literarios, del cine y la televisión que nos permitan seguir construyendo una identidad fuerte y, como dicen ahora, empoderada; necesitamos saber que hay muchos otros que en algún momento se han sentido solitarios por no encontrar a su alrededor a alguien con sus mismos miedos y preocupaciones; necesitamos leer más historias que cuenten nuestros problemas, nuestra versión del mundo, que hablen de nuestra manera de sentir el amor, de afrontar la familia o la amistad; que nos ayuden a entender nuestra sexualidad. En mi caso personal, la literatura me llevó a aceptar mi carácter, a templar mi identidad, a confirmarme lo que ya había dicho Szymborska: “Y al final dejé de saber qué era lo que tanto buscaba” y a entender que no somos como los demás porque nuestra orientación sexual nos haga diferentes. No. Lo somos porque el dolor y la soledad nos han hecho más sensibles, nos han hecho diferentes. Y son ese dolor y esa soledad –precisamente y al mismo tiempo– lo que nos hace igual que los demás. Ser gay es una verdad que debe solucionar cada gay. No se puede exigir ese cambio primero a la sociedad. Es dando la cara como se consigue el respeto. No ocultando ni negando, ni alimentando el odio y el miedo, ni siendo una “loca” regia o brava, esos personajes a quienes la amargura solo les permite destilar veneno. Hay que leer. En cada novela hay una pregunta. Al final, la respuesta es que no hay respuesta, la respuesta es la misma pregunta. Esa pregunta, quizás, nos ayuda a ser felices. Y, como dice Edwin Rodríguez en Al diablo la maldita primavera, “en el juego de la vida gana el que es más feliz”. 207
entrevista
-2017-
Alonso Sánchez Baute: “La tela es gasa y la gasa es lo que cura la herida”
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entrevista
-2017-
alonso sánchez baute: “la tela es gasa y la gasa es lo que cura la herida”
Por Chavelly Jiménez Castellanos* –¿Cómo fue la experiencia de escribir un libro tan doloroso como Líbranos del bien (2008) en el que se relatan algunos de los momentos más duros de la reciente historia colombiana? Bastante complicado. Estaba pasando por un momento personal muy difícil y le había sacado el cuerpo al libro durante mucho tiempo. Le tenía miedo. Un miedo social –porque estoy entroncado familiarmente con todo lo que ocurre allí–. No era un miedo político o de que me fueran a matar. Nada de eso. Era el miedo de lo que familiarmente podía suponer la escritura de algo así. Es por eso que me cuidé mucho tanto en la investigación como en la escritura. Al mismo tiempo, me encontraba en un proceso de soledad muy profunda que venía de temas personales, de cosas que me llevaron a aislarme de mis amigos. Fue una investigación en la que volví a un pueblo después de veintisiete años y me quedé durante varios meses largos allí. Me fui reencontrando con mis raíces, con mi lengua materna, porque se me habían perdido todas las palabras. Como lo he contado varias veces, comencé a recuperar el lenguaje materno, las palabras que llevaba casi treinta años sin usar. Fueron ocurriendo también otras cosas. Durante la investigación le preguntaba a mi mamá: “Bueno, ¿y qué fue de la vida de ‘fulanito’?”. Y ella me decía: “No, a él lo * Defensora de Derechos Humanos y candidata a Magíster en Propiedad Intelectual de la Universidad Internacional de La Rioja (España). Tallerista invitada a “Leer el Caribe”, 2017.
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mataron”, “Él desapareció”, “A él le cortaron la cabeza”, “A él lo quemaron vivo”, o “ Él está en la cárcel”. Me fui dando cuenta entonces de que todos mis amigos de infancia habían desaparecido o estaban muertos. Otros se habían ido a la guerrilla. O al narcotráfico. A la delincuencia común. Y de alguna manera, me había salvado por haberme aislado, por haberme ido del pueblo. –¿Qué problemas debiste enfrentar durante y después de la escritura de Líbranos del bien? Tan pronto salió el libro –de hecho el mismo día– tuve un problema familiar que nunca se resolvió, y que tampoco me interesa resolver, que generó una separación familiar profunda. Pero en lo que respecta a términos políticos, no tuve ningún distanciamiento. Ninguna amenaza. Ni de la familia Palmera Pinedo, ni de la familia Tovar Pupo. Entre otras cosas porque el libro es profundamente respetuoso tanto de unos como de otros. No solamente porque está contado en un tono periodístico muy objetivo, sino porque no hay mucho juicio moral para ninguna de las dos partes. El libro no habla ni de Jorge 40 ni de Simón Trinidad. El libro habla de Rodrigo Tovar y de Ricardo Palmera. Y de sus razones para irse al monte. –Habla de las personas. A mí lo que me importaba era entender las razones que tuvieron para irse al monte. No enjuiciarlos por lo que hicieron después. No tenía que ver con quién era el bueno o quién no, o con quién era más malo que el otro? Líbranos del bien no dice absolutamente nada sobre eso. No se toca. Hay un solo capítulo que medio está tiznado de sangre, pero no el libro. Líbranos del bien es un libro que trata sobre la violencia en el que no hay violencia. De manera que tampoco había razones para que temiera que me fuera a pasar algo. Los protagonistas tampoco tenían razones para amenazarme solo por un libro.
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–¿Cómo logras amalgamar en él voces tan distintas… esa objetividad de la que hablas, que no cae en lo panfletario, y esa intimidad personal que no condesciende exclusivamente a lo romántico? Cuando hablo de mí –de la homosexualidad, por ejemplo–, escribo con sangre. No me interesa escribir por contar la historia. Soy una persona desgarrada. Puede sonar dramático en este momento, pero tengo una historia que comienza con la discriminación, cuando era niño, con burlas y rechazo. Ahora vivo tranquilo, en una agenda mental muy cómoda. Me llevo bien conmigo mismo y eso se traduce en que me llevo bien con todo el mundo. Pero no significa que no tenga un pasado, un pasado desgarrado y de soledad infinita. Vivo ahora solo, pero es una soledad que ya no siento como tal. Ya no es una carga. Por el contrario, la busco. El placer está precisamente en esa soledad. Antes no. Mi niñez fue muy cruda y dura. Eso tiene que ver con todos mis libros: una historia de desgarramiento y de desarraigo. No pertenezco a ningún lugar. Nací en Valledupar, pero no soy vallenato. Los vallenatos no me sienten a mí vallenato. Me cierran las puertas. Pero yo tampoco me siento vallenato. Nadie quiere estar en un sitio donde no lo quieren. Si no lo hacen, perfecto. Abro puertas por otro lado y me largo de aquí, que es lo que he hecho siempre. El mundo es ancho y ajeno, y no solo se come en la casa del Señor, eso lo tengo clarísimo… Ya ves que soy como Edwin Rodríguez, el personaje de Al diablo la maldita primavera. Cambio constantemente de tema. Entonces contar sobre todas estas cosas es abrirte el estómago y sacarte las tripas para que otros las vean y vean el sufrimiento. –¿Qué tanto te pareces hoy al Alonso Sánchez Baute que escribió Líbranos del bien? Ya no mucho. Ha habido un proceso de sanación. La sola portada del libro.. ¿Sabes qué es? –Un disparo. Sí, pero la tela. La tela es gasa y la gasa es lo que cura la herida, lo que tu te pones encima. He cambiado, por los 213
años, por la escritura, por el trabajo de la escritura. Y así no sea el fin de la literatura la catarsis –que tampoco es mi propósito–, he sanado. –No es una literatura del duelo. No, no lo es. Aunque finalmente como escritor estás sacando continuamente cosas. Si desde la religión católica sabemos que en la medida que uno se confiesa y expía, hay sanación y tranquilidad, entonces no soy el mismo de cuando escribí Líbranos del bien o Al diablo la maldita primavera. –Es muy interesante el viraje que das de un libro a otro. Está el Alonso de Al diablo la maldita primavera, el hombre homosexual que escribe sobre un personaje homosexual en su propio lenguaje. Está el hombre que se adentra en la violencia política con Líbranos del bien (era menos sanitario hablar de violencia política en el 2008 que ahora); y el escritor de ¿De dónde flores, si no hay jardín?, que se adentra en las violencias cotidianas. Lo que me preocupa como escritor (y te lo digo con un paréntesis: no soy un tipo homosexual exponiéndose constantemente como tal, pero soy gay. Tengo una estética muy gay y me encanta la estética) es la belleza. Entonces diría que lo primero que hay que resaltar de Líbranos del bien es la estética, la manera como está escrita. El lenguaje que maneja Líbranos del bien es muy diferente al de Al diablo la maldita primavera. Es un lenguaje precioso. Está escrito de una manera muy preciosa, porque toca temas personales, de cuestionamientos personales, y esos están tratados de una manera muy poética. –Son contados casi como una plegaria. Así es. –¿Cuál crees que sea el lugar de Líbranos del bien en el panorama del actual postconflicto colombiano? Más allá de contar la historia de mi pueblo, que en reali-
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dad es la historia de Colombia -Valledupar puede ser aquí Colombia o cualquier otro pueblo-, tiene que ver con la reconciliación. Pero también con otras preguntas: ¿cómo una persona construye una noción de lo que es el mal? La noción del delincuente, del asesino.... A veces nos la pintan como si desde que naciera estuvo haciendo méritos para llegar a ser el Pablo Escobar que finalmente fue. Y lo que cuento en Líbranos del bien es exactamente lo contrario. Los protagonistas eran dos pelaos bien que no tenían por qué haber terminado en el conflicto. Y eso me parece muy importante para tratar de entender al país. El que se fue a la guerrilla no era un delincuente que quería matar a todo el mundo, sino que tenía intereses ideológicos. Lo mismo ocurre con el que se fue para el paramilitarismo. O el que se fue porque quería ser narcotraficante. O el que creía que la manera de salvar el país era a partir del plomo. El libro rompe ese paradigma, ese prejuicio. Te deja claro que lo que uno siempre ve es solo fachada, que si uno quiere entender, tiene que meterse en la piel del otro. Para poder entenderme, tienes que meterte en mi piel. No puede haber reconciliación cuando temes algo porque no lo conoces. Yo no me meto a veces al mar porque creo que van a salir tiburones. Esa es mi selva. Le tengo miedo a los tiburones. Pero si me meto todos los días al mar, y descubro que en ese mar no hay tiburones, se me quita el miedo. –El otro deja de verse como territorio hostil. En la medida en que uno entienda que detrás de esas personas hostiles hay personas de carne y hueso, con unos sentimientos y algo que los mueve —que no es exactamente el hacer daño o el matar por matar—, puede llevar a una reconciliación, a un acercamiento con el otro. Cuando logras ponerte en sus zapatos, consigues una reconciliación, no tanto con el otro, sino contigo mismo, que es lo que importa. Déjame contarte una historia. Siempre fui al gimnasio (fui disciplinado durante 22 años, de domingo a domingo). Vas tanto que terminas conociendo a la gente, las caras, los que llegan. Conoces a las personas sin conocer a las personas. Con algunos te saludas; con otros, no. Había un muchacho (con el tiempo terminamos siendo muy ami215
gos) que era supremamente hostil, mal encarado, un tipo con el que no lográbamos ningún acercamiento, pero que tampoco me interesaba. “¡Ah! Ese huevón que está allá que lo mira a uno como si fuera un petardo”. Y cuando salió Al diablo la maldita primavera ocurrió algo. Yo estaba haciendo ejercicios de pecho acostado, y cuando alcé la cabeza, él estaba ahí. Me levanté y el tipo me da la mano y me dice: “Quería felicitarte porque leí tu novela y entiendo por qué se ganó el premio. Es una gran novela. Hubo algo también que me gustó mucho y es que al leerla por un minuto me sentí marica”. Ese ha sido el elogio más grande que me han hecho de Al diablo la maldita primavera. Ver a este Camaján, el macho pa’ macho que se las tiraba de no se qué, que de repente se te acerca y te dice eso. Yo solo decía por dentro: “¡Puta! ¡Lo logré!” –Un buen epígrafe para una próxima edición del libro. Sí (risas). Esa era la idea, que alguien se pusiera en mis zapatos y supiera de qué va este asunto. Eso también se ha logrado con Líbranos del bien. Ha habido gente que se me ha acercado y ha entendido un poco más el conflicto a partir del libro. Desafortunadamente, Líbranos del bien nació con el estigma –debo decirlo– de Al diablo la maldita primavera. Sobre todo los periodistas de medios fueron bastante prejuiciosos en las entrevistas y al momento de cerrarle las puertas al libro, porque Al diablo la maldita primavera lo cubrió todo con un manto homosexual, más allá de si el libro es bueno o no. O de si Alonso Sánchez Baute es un pobre marica. –¿Qué viene ahora para Sánchez Baute? Viene mi próximo libro, que es para el siguiente semestre. No podría decirte qué es. Estos libros míos no sé decir qué son. No puedo decir que es una novela, porque no lo es. No son crónicas. Y si digo, por ejemplo, que va a ser una crónica, cuando salga el libro van a salir a decir que no lo es. ¿Son testimonios o literatura de viaje?... Es un libro.
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–Una nueva voz que se suma a las otras muchas voces de libros anteriores. Es un registro completa y absolutamente nuevo. Un registro en el que hasta el momento he publicado algunas cosas, pero no el que me conocen. Es Alonso Sánchez Baute. Es el Alonso Sánchez Baute del momento. Un trabajo que he venido haciendo desde hace 15 años. Inicialmente, eran crónicas de viaje en las que contaba sobre la ciudad en la que estaba, una especie de guía de viajes y guía nocturna, pensando en que siempre lo que me movió a mí fue la noche. Eso ha ido evolucionando en el tiempo y hasta ahora lo que vamos a publicar son unos testimonios de vida en esas ciudades. De qué manera una ciudad me marca. De qué modo influye sobre mí. Qué viví cuando visité esa ciudad. Un libro que podría llegar a ser tan importante o más que Líbranos del bien. Cartagena de Indias, 9 de mayo de 2017.
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Alonso Sánchez Baute, novelista, cuentista y periodista colombiano. Nació en Valledupar (Cesar), en 1964, y realizó estudios de Derecho en la Universidad del Externado de Bogotá. Ha publicado las novelas no s ex?
; el libro de crónicas ¿Sex o y l a colección d e relatos
En el 2002 fue ganador del Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá con su opera prima Al diablo la maldita primavera. Esta última ha sido llevada al teatro por Jorge Alí Triana, en el 2004.
“DURANTE VARIOS MINUTOS SIGUE MOVIÉNDOSE ASÍ, COMO UN PEZ BAILARINA QUE SE DESLIZA ENTRE LAS FRONTERAS DEL ESTANQUE. CUANDO FINALMENTE LEVANTA EL ROSTRO, SUS OJOS ENTRECERRADOS HACEN CREER QUE ESTÁ EN TRANCE, UN TRANCE DE SENSUALIDAD Y DOLOR, UN TRANCE PROFUNDAMENTE RELIGIOSO. LA MÚSICA, AL FONO, NO DEJA DE SONAR”. ALONSO SÁNCHEZ BAUTE – “LA BANDA SONORA DE CARTAGENA”
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