Tratado de la caballería de la gineta y brida

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juan suárez de peralta

T R ATA D O D E L A CABALLERÍA D E L A G I N E TA Y B R I DA enel qual se contiene muchos primores, asi en las señales delos Cavallos, como en las condiciones: colores y talles: y como se ha de hazer un hombre de à cavallo en ambas sillas, y las posturas que ha de tener, y maneras para enfrentar, para que un Cavallo ande bien enfrenado y otros auisos muy principales y primos, tocantes y urgentes à este exercicio. Compuesto por do Juan Suarez de Peralta, Vezino y natural de Mexico, enlas Indias.


T R ATA D O D E L A CABALLERÍA D E L A G I N E TA Y B R I DA enel qual se contiene muchos primores, asi en las señales delos Cavallos, como en las condiciones: colores y talles: y como se ha de hazer un hombre de à cavallo en ambas sillas, y las posturas que ha de tener, y maneras para enfrentar, para que un Cavallo ande bien enfrenado y otros auisos muy principales y primos, tocantes y urgentes à este exercicio. Compuesto por do Juan Suarez de Peralta, Vezino y natural de Mexico, enlas Indias.


Coordinación general Alejandra Moreno Toscano Baltazar Brito Guadarrama Coordinación editorial Javier Jileta Verduzco José Carlos Barranco Ávila Texto original de Tratado de la Caballería de la Gineta y Brida Juan Juárez de Peralta Coeditora Vania Ramírez Islas Diseño Ana Paulina Ríos Pérez Primera edición 2023 ISBN: En trámite Todos los derechos reservados Queda prohibida la reproducción, por cualquier medio, total o parcial, directa o indirecta del contenido de la presente obra sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los autores y editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor, y en su caso, de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones correspondientes. Hecho e impreso en México www.scientika.mx




estudio preliminar



tratado de la caballería de la gineta y brida de juan suárez de peralta

—¡Vive Roque!, que es la señora nuestra ama más ligera que un alcotán, y que puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mejicano.1 Cuando los teteo bajaron a esas enormes bestias de sus casas flotantes no se veían con un aspecto tan peligroso, por el contrario, parecían torpes y temerosas. Como venados recién nacidos, sus patas trémulas se torcían en cada uno de los pasos que los obligaban a avanzar. —¡Calmados!, no interrumpan mis palabras, si yo mismo no lo hubiese mirado no se los confiaba— —Perdónalos, tan solo están inquietos. Su juventud los hace perder el juicio. Continúa, enriquécenos con tu relato— —Escuchen entonces— Poco después, cuando por fin conservaron el equilibrio y reconocieron perfectamente el terreno donde pisaban, demostraron su verdadera majestuosidad. Eran altas y corpulentas, con ojos negros como la obsidiana; su piel, además de su terso aspecto, brillaba con el sol y los cueros que enjaezaban su cuello, así como la silla que cargaban en sus lomos, estaban repletos de cascabeles que, anunciando su presencia, tintineaban al andar. También infundían temor; bufaban agitando violentamente su cabeza mientras un espumoso líquido transparente, muy parecido al agua mezclada con amole, escurría desde sus hocicos hasta el suelo. Eran como dioses enfurecidos dispuestos a terminar con la vida de cualquiera que osara cruzarse en su camino.

1 Cervantes Saavedra, Miguel de, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Isaías Lerner y Celina Sabor, editores, Eudeba, Buenos Aires, 2005, parte segunda, capítulo X, p. 528.

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—Vamos, hermano, nunca hemos dudado de tus palabras. No cierres tus labios, cuéntanos más, ¿qué fue lo que pasó después?, ¿cómo se enfrentaron a esos enormes venados sin cuernos que arribaron desde el mar?— Fue muy cerca de Tabasco cuando yo y otros guerreros nos encaramos con los teteo. Acudimos todos con nuestros rostros y cuerpos pintados; íbamos armados con piedras, lanzas, arcos, flechas, y rodelas. Así, con el ceño fruncido, en el momento que creímos más oportuno, al son de los tambores y pegando fuertes alaridos y silbidos comenzamos a atacarlos —imaginen, hermanos, el semblante de terror de esos seres blancos cuando se vieron rodeados y casi al borde de la muerte—. Fue entonces que, en desgracia nuestra y buena fortuna para los invasores, aparecieron los venados embravecidos. Era la primera vez que, sin escondernos entre la maleza, los mirábamos a tan corta distancia. Emanaban un aire sobrenatural: sus cráneos resplandecían con la luz del sol, sobre estos, se asomaban cabezas furiosas y barbadas que, según advertimos por sus gesticulaciones, nos insultaban y amenazaban en una lengua totalmente desconocida para nuestros oídos. Aunque se movían en cuatro patas, el extraño ser de dos cabezas poseía un tercer par de extremidades que utilizaba para atacarnos con un trueno ensordecedor y con unas hojas que, aunque cortaban como obsidiana, no estaban fabricadas en ese material. Su embestida era brutal. Hacían temblar el suelo bajo nuestros pies y, cuando se paraban en sus patas traseras, nos empequeñecíamos ante un gigante realmente abrumador. Aquello era sin duda una ensoñación divina que, muy fácilmente, podía terminar con nuestras vidas. En ese momento de expectación, con una facilidad inaudita, nuestra sangre fue derramada sobre el piso. Como aves que pierden su plumaje, malheridos, los que peleábamos comenzamos a caer uno tras otro, pero, ante la impotencia de la derrota, el orgullo nos hizo levantarnos y, con nuestros cuchillos de pedernal, logramos rajar los cuellos de las bestias. Con regocijo y placer vimos cómo el tibio líquido rojo que animaba a aquella criatura escurría a borbotones, debilitando con ello todo el brío y fulgor que la caracterizaban. Al mismo tiempo,

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los hombres que las montaban caían malheridos en el suelo. Se trataba de dos seres diferentes. No, no eran dioses, podían morir. Este breve relato, se encuentra inspirado en las memorias que Bernal Díaz del Castillo escribió en su Historia de la conquista de la Nueva España —capítulos XXXI al XXXVIII—, donde el autor describe una de las primeras experiencias bélicas que los invasores sostuvieron dentro del territorio que hoy ocupa nuestro país, específicamente con las poblaciones marginales al río Grijalva, en el actual estado de Tabasco. Además de dar cuenta de las hazañas de sus compañeros dentro del campo de batalla, Bernal dedicó unas cuantas palabras a las primeras impresiones que los caballos causaron en los indígenas de ese lugar. Según se advierte a lo largo de esa lectura, al ser un animal completamente desconocido, el caballo causó asombro, miedo y curiosidad dentro del mundo indígena. Dichas emociones no pasaron desapercibidas por los conquistadores, valiéndose estos de toda una serie de artimañas para que los cuadrúpedos infundieran el mayor temor posible en sus enemigos, entre ellas, desatar su brío al excitarlos con yeguas en celo y hacerlos correr a todo galope al sonido del cañón. Escenas como estas no solo fueron descritas por Cortés, Bernal y otros cronistas, sabemos además que también fueron capturadas por tlacuilos indígenas. Díaz del Castillo menciona al respecto: “Tendile —uno de los emisarios de Moctezuma— traía consigo grandes pintores, que los hay tales en México, y mandó pintar al natural la cara y rostro y cuerpo y facciones de Cortés, y de todos los capitanes y soldados, y navíos y velas, y caballos, y a doña Marina y Aguilar, y hasta dos lebreles […] y todo el ejército que traíamos lo llevó a su señor”.2

2 Díaz, del Castillo, Bernal, Historia de la conquista de la Nueva España, Editorial Pedro Robredo, México, Capítulo XXXVIII, p. 151.

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Lamentablemente, esas pinturas no llegaron hasta nuestros días; sin embargo, a través de las expresiones plásticas que tlacuilos indígenas plasmaron en los muros de algunas construcciones novohispanas del siglo XVI, podemos hacernos una idea de cómo pudieron ver a esos primeros caballos con sus jinetes. Un buen ejemplo lo encontramos en la nave principal de la iglesia de Ixmiquilpan, Hidalgo, donde, en medio de la representación de una batalla entre guerreros indígenas sosteniendo cabezas decapitadas, aparece una figura antropozoomorfa muy semejante a un centauro que, en actitud guerrera, calza en los cuartos traseros unos cacles indígenas, mientras que en los delanteros sostiene arco, flechas y rodela. Así llegó el caballo a nuestro territorio, como un arma. Un arma que, según lo demuestra la imagen descrita, y a pesar de la resistencia del peninsular, no tardaron en apropiarse los indígenas, especialmente los aliados de los españoles, quienes, después de la caída de Tenochtitlán, utilizaron su poderío en las gestas que se emprendieron para conquistar nuevos pueblos en favor de la Corona española. Una vez consolidado el virreinato de la Nueva España, según lo han constatado autores como Silvio Zavala y Luis Weckmann3, el territorio americano se convirtió en el último resabio de la cultura medieval europea. En ese sentido, instituciones, usos, costumbres y tradiciones que se encontraban en profunda decadencia dentro del viejo continente, tomaron un segundo aire dentro de la cotidianidad novohispana. De alguna manera, el caballo se vio involucrado dentro de todos estos aspectos, arraigándose su presencia de una manera muy especial en estas tierras. Como se vio anteriormente, la entrada triunfal de este animal vino de la mano con las propias empresas de conquista en América, las cuales, según historiadores como Pierre Chaunu, Ruggiero Romano, Francois Chevalier, Mario Hernández Sánchez-Barba y Luis Weckmann, tienen su antecedente en diferentes figuras caballerescas de la edad media europea (cabalgadas, campañas, compañías mercedarias, mesnada y huestes), cuya característica común era conjuntar voluntarios que utilizaban sus

3 Weckmann, Luis, La herencia medieval de México, Fondo de Cultura Económica, México, 1996.

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propios recursos para conformar grupos armados que, a cambio de mercedes y otras prebendas, prestaban sus servicios al rey.4 Posteriormente, cuando favorecidos por la Corona, los primeros conquistadores obtuvieron encomiendas en la Nueva España, se vieron obligados a tener disponibles en todo momento armas y caballos para el auxilio del monarca. Dada esta necesidad de cumplimiento con el “deber de ayuda al rey”, la presencia de los equinos en territorio novohispano fue creciendo con el tiempo, convirtiéndose a la postre no solo en un arma, sino en un símbolo de estatus, tal y como lo marcaba el canon medieval que aquellos hombres perpetuaban, tanto en su pensar como en su actuar. En efecto, un caballero —además de poseer un caballo—, según las palabras de Raimundo Lulio en su Libro del orden de Caballería, escrito hacia el siglo XIV, es aquel hombre que “recibe honor y señoría del pueblo, con el fin de ordenarlo y defenderlo”5. En ese sentido, teóricamente, este personaje debía estar envuelto dentro de una serie de virtudes y valores que lo hicieran descollar notablemente sobre el resto de los hombres; entre ellos la amabilidad, la sabiduría, la lealtad, la fuerza y la educación. Al mismo tiempo necesitaba infundir temor en su enemigo y montar una campaña entera en contra de la injuria, la falsedad y el menosprecio por la justicia, todo lo anterior siempre al servicio de dios, para que sea “amado, conocido, honrado, servido y temido por el hombre.”6 Pero, ¿por qué este hombre tan idílicamente ejemplar fue nombrado caballero? El mismo autor nos brinda una explicación bastante romántica y peculiar:

4 Ibidem, p. 95. 5 Lulio, Raimundo, Libro del orden de caballería. Príncipes y juglares, Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires, 1949, p.13. 6 Ibidem, p. 21.

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“Fue buscada entre todas las bestias la más bella, la más ágil y que con más nobleza pueda sostener el trabajo; pues debía ser la más conveniente para el servicio del hombre, fue elegido el caballo entre todas las bestias y fue entregado al hombre elegido entre mil. Y por esto, este hombre elegido es llamado caballero.”7 Con un pensamiento como este implantado en sus mentes, cual si fueran valerosos hidalgos de un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quisiera acordarme, Cortés y compañía iniciaron la conquista de los pueblos americanos. En ese sentido, Weckmann afirma que, en esa época, a diferencia del resto de Europa, España continuaba practicando, casi al pie de la letra, las virtudes caballerescas. Así, “el conquistador español llevó consigo estos ideales, más o menos incólumes, al otro lado del Atlántico”. Andado el tiempo, algunas de las costumbres medievales fueron cayendo en desuso; sin embargo, el caballo nunca dejó de ser un referente de poder, de estatus social y de nobleza entre los estamentos superiores. Los indígenas no quedaron al margen de esta situación. Pasado el trago amargo de la conquista, paulatinamente, estos comenzaron a asimilar su nueva realidad. En ese sentido, se mostraron abiertos a adquirir nuevas creencias, nuevas instituciones y nuevas prácticas, entre estas últimas, el uso del caballo. Es muy probable que, atraídos por la grandeza de este mamífero, sin previa instrucción sobre su manejo, los naturales intentaron montarlos lastimándose en más de una ocasión. Así lo deja ver una de las instrucciones que hacía 1527 tenía que cumplir la primera Real Audiencia Gobernadora que existió en la Nueva España: “prohibir bajo pena de muerte que se vendiesen caballos o mulas a los indios, a fin de que estos no se adiestrasen en la equitación”8. Tres años después la política de la Corona no cambió demasiado, pues se prohibía, bajo pena capital y perdimiento de bienes, que los indígenas

7 Ibidem, p. 22. 8 Escosura, Patricio de la, Diccionario Universal del Derecho Español, Imprenta del diccionario universal del derecho español, Madrid, Tomo III, p. 357

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usaran o compraran caballos9. Desde luego que hubo algunas excepciones, pues, generalmente, este impedimento excluía a los tlaxcaltecas nobles —aliados de los conquistadores españoles— a los caciques de otros pueblos que se hubiesen unido a los europeos y a sus descendientes.10 En este sentido el caso de don Tomé es icónico, pues siendo un afamado guerrero huejotzinca, sus paisanos juntaron el oro necesario para comprarle un caballo que sería usado por él en las guerras de conquista encabezadas por Nuño de Guzmán en 1529. Con el paso del tiempo esta severidad fue menguando. Pasada la primera mitad del siglo XVI, Pedro Barrientos, fraile de origen portugués, fundador del convento de Ciudad Real de Chiapa y gran conocedor de la lengua zoque, instruyó a los indígenas de esa región en la cría y conservación de los caballos e, incluso, en el arte de “domarlos, montarlos y correrlos”. Según cuenta José Mariano Beristain de Souza en su Biblioteca hispano-americana septentrional, el propio Barrientos tuvo la satisfacción de que los naturales ejecutaran en su presencia “juego de cañas y alcancías con la maestría y primor que se acostumbra en España”, a más de que dejó manuscritas unas Instrucciones y lecciones veterinarias en el idioma de los indígenas.11 Estos “juegos de cañas y alcancías”, entre otros, no eran otra cosa que distintas suertes o ejercicios de destreza con las que los jinetes perfeccionaban su manejo del caballo y de las armas. En ellos mostraban no solo sus habilidades sino también su valentía. El juego de cañas, también conocido como estafermo, zoiza o quintana, provenía del Oriente y fue asimilado por algunos de los reinos españoles durante la Edad Media. En él se hacía un simulacro de combate donde los caballeros se enfrentaban con varas o cañas que hacían romper en las armaduras del contrario; en cuanto a las alcancías se refiere, los caballeros se lanzaban

9 Instrucciones dadas a la Segunda Audiencia en Madrid a 12 de julio de 1530. Ley XXXIII, lib, VI, tít. I de la Recopilación de Indias. 10 Patiño Pineda, Mónica y Arturo Olmedo Díaz, El galope del caballo en México, Editorial Las Ánimas, Xalapa, Veracruz, p. 92. 11 Beristain de Souza, José Mariano, Biblioteca Hispanoamericana Septentrional, UNAM, México, 1980, p. 154.

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unos a otros bolas de barro endurecidas al sol que llevaban en su interior flores o cenizas, mismas que se rompían al dar en el blanco.12 Estas y otro tipo de suertes, así como el solo hecho de aprender a montar un caballo, necesitaban una instrucción especial, misma que trascendió de las actividades prácticas desarrolladas en el campo a los manuales o tratados de caballería especializados en el arte de mandar y gobernar a este tipo de animales.

una montura a la española

A lo largo de la Edad Media europea se desarrollaron diferentes sistemas de monta. Hasta antes del siglo XIV predominaba el estilo denominado estradiota, caracterizado por la pesadez tanto del caballo como del caballero. En ese sentido, el animal debía ser sumamente corpulento, con una masa muscular capaz de soportar el peso de una robusta silla, el jinete, su armadura, los complicados arneses y corazas que lo protegían, así como los ornamentos que lo habrían de engalanar. El caballero iba encajado entre los altos borrenes de la silla con las piernas estiradas en largos estribos, lo que dificultaba seriamente la libertad de sus movimientos; como consecuencia, el arranque del caballo era bastante lento y, si el jinete caía al suelo, necesitaba de la ayuda constante de escuderos y peones para poderse incorporar.13 La jineta es otro de los estilos que cobró una amplia popularidad durante esa época. Según refiere Nogales Rincón, el origen de esta monta puede rastrearse hasta por lo menos el siglo X, cuando es introducida por los beréberes en al-Ándalus14, específicamente en la denominada frontera de los moros, integrada por los reinos de Jaén, Córdoba,

12 Weckmann, Op. Cit., pp.124, 128 y 134. 13 Maíllo Salgado, Felipe, “Jinete, jineta y sus derivados: contribución al estudio del medievo español y al de su léxico”, en Studia Philologica Salmaticensia, Núm. 6, 1982, p. 108 14 Territorio de la península ibérica dominado por musulmanes.

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Sevilla y Murcia, territorios de Andalucía colindantes con la Corona de Castilla;15 sin embargo, es hasta la primera mitad del XIV que algunos caballeros cristianos comenzaron a adoptarla con la finalidad de igualar las condiciones de lucha de la Corona castellano-leonesa contra la caballería ligera utilizada en al-Ándaluz.16 Entre las características principales de esta técnica se destaca su ligereza. Las sillas pequeñas de altos arzones y estribos cortos permitían al jinete alzarse sobre su asiento para manejar sus armas con una mejor soltura, mientras que, cuando estaba sentado, podía estimular los costados de la bestia para conseguir una mayor velocidad.17 Cabe precisar que el tipo de caballo utilizado era el arábigoandaluz, cuyas razas se caracterizaban por su esbeltez y velocidad. Con el tiempo, esta caballería ligera fue ganando terreno hacia el interior de Castilla, sobre todo en el siglo XV, durante los reinados de Juan II y Enrique IV de Castilla, cuando hace su aparición la denominada “guardia morisca del rey”18. Ya para la época de los reyes católicos, los jinetes ostentaban un número predominante dentro de las fuerzas bélicas de la Corona.19 Al respecto, Maíllo refiere que, tras la toma de Granada, una vez terminada la reconquista, el estilo de la jineta fue predominante en las guerras sostenidas en el sur de Italia entre los ejércitos de Fernando el Católico y Carlos VIII de Francia20, donde:

15 Nogales Rincón, David, “La monta a la gineta y sus proyecciones caballerescas: de la frontera de los moros a la corte real de Castilla (siglos XIV-XV)”, INTUS-LEGERE HISTORIA, Vol. 13, No. 1, 2019, p. 38, 44. 16 Ibidem, p. 45. 17 Maíllo, Op.cit., p. 108. 18 Nogales Rincón, Op. Cit., p. 54. 19 Ibidem, p. 56. 20 Maíllo, Op. Cit., p. 116.

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“los caballeros hispanos, montando a la jineta, aniquilaron a los franceses que seguían la escuela estradiota medieval; mas, paradójicamente, estas victorias sellaron el destino de dicha forma de montar, por cuanto que sería en Nápoles donde este arte sufriría modificaciones y cambios que acabaron hasta con su nombre, y desde donde partieron las tendencias que harían que se generalizase la nueva escuela de la brida en España y el Resto de Europa.”21 El mismo autor nos indica que, desde finales del reinado de Felipe II, la monta a la jineta se encontraba en pleno declive, pues ya solo se practicaba en juegos de corte por unos cuantos privilegiados que conocían sus reglas.22 Lo anterior es confirmado por los numerosos tratados que sobre este arte se publicaron a lo largo del siglo XVI y parte del XVII, cuyo principal objetivo era perpetuar, aunque sea de manera escrita, la experiencia y conocimiento sobre ese tema. Algunos de los trabajos que llegaron a la imprenta son los siguientes: Tratado de la cavallería de la gineta de Fernando Chacon (1551), Tratado de la caballería de la gineta de Pedro Aguilar (1572), Tractado de la cavallería de la gineta y brida de Juan Suárez de Peralta (1580), Libro de los enfrentamientos de la gineta de Eugenio Manzanares (1583), Libro de exercicios de la jineta compuesto por Bernardo Vargas Machuca (1599), Tratado de la gineta de Francisco Céspedes (1609) y Exercicios de la gineta al príncipe nuestro señor por Gregorio de Tapia y Salcedo (1643). De entre todos estos autores —la mayoría europeos—uno sobresale por su lugar de origen. Me refiero a Juan Suárez de Peralta quien nació en la Nueva España, ese territorio que, según indicamos al principio de este breve texto, sirvió de último resabio de la tradición cultural de la Edad media europea.

21 Idem. 22 Ibidem, p. 17.

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el tractado de la cavallería de la gineta y brida de juan suárez de peralta

Según el propio Juan Suárez de Peralta, su padre “fue uno de los mejores amigos que [Hernán] Cortés tuvo23“. La críptica expresión hace alusión a Juan Suárez de Ávila, descendiente de la casa de Niebla, de los duques de Medinasidonia, del marqués de Villena y, además, uno de los primeros conquistadores que arribaron a las islas de Santo Domingo y Santiago de Cuba. Este personaje de pomposa genealogía no solo fue compañero de las grandes aventuras que el conquistador extremeño vivió en las islas del mar Caribe para hacer frente a Diego Velázquez, su gobernador, sino que también fue hermano de Catalina Suárez, la primera esposa de Cortés. Así da la noticia el propio Juan Suárez de Peralta en su Tratado del descubrimiento de las Indias: “Ofreciósele casarse primera vez con una señora que llamaban doña Catalina […] era hermana de Juan Suárez de Ávila, uno de los primeros conquistadores de las dichas islas, el cual tenía encomendados indios y estaba rico, y por ver la viveza y desenvoltura del dicho Cortés, le casó con su hermana e hizo mucho por él”24 El primer matrimonio de Cortés siempre se ha mantenido como un tema controvertido, pues, durante el juicio de residencia que en 1529 se ejecutó en contra del capitán general de la Nueva España, este fue acusado de asesinar a Catalina, su propia esposa. Dicho señalamiento fue catalogado por el propio sobrino como una “maldad grandísima levantada por malos hombres” pues, con su propia pluma, asegura que Antonia Hernández, camarera de la susodicha, testigo del fatal acontecimiento, le aseguró que fue por enfermedad.25

23 Suárez de Peralta, Juan, Tratado del descubrimiento de las Indias, prólogo de Federico Gómez de Orozco, Secretaría de Educación Pública, México, 1949, p. 30. 24 Ibidem, p. 31. 25 Ibidem, p. 76.

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De regreso con Juan Suárez, este nació en México hacia 1537 ca y fue el segundo de tres hijos que su padre tuvo con Magdalena de Peralta. Su hermana menor fue llamada Catalina, mientras que el mayor, de nombre Luis, fue el afortunado heredero de la encomienda de Tamazulapan (en el actual Oaxaca) que había pertenecido a Suárez de Ávila. Aunque Suárez de Peralta casó con Ana de Cervantes, hija legítima de Alfonso de Villanueva —alférez en las tropas del conquistador Pánfilo de Narváez—, no engendró ningún hijo con ella.26 A pesar de haber nacido dentro de una familia de nobilísimos hidalgos, desarrolló un gusto especial por los negocios. Así, asociándose con su hermano, explotaron en Tacubaya varios de los molinos de trigo que heredaron de su padre, a más de dedicarse a la compraventa de propiedades inmuebles.27 También ostentó algunos cargos de servicio público, pues, durante el virreinato del Marqués de Falces, él mismo escribe que se desempeñó como corregidor y alcalde mayor de la provincia de Cuautitlán.28 Hacia 1572, junto a su hermano y su primo, fue denunciado ante el Santo Oficio como un recién convertido del Alcorán y de la secta mahomética. A pesar del peso de la acusación, según refiere Federico Gómez de Orozco, la institución inquisitorial absolvió a los implicados. Finalmente, después de haberse involucrado en la revuelta que pretendía imponer a Martín Cortés como rey de la Nueva España, en 1579, este orgulloso novohispano viajó hacia la península ibérica para ausentarse de la tierra que lo vio crecer.29 Allá, en España, tuvo el tiempo suficiente para escribir tres obras. Estas fueron, en orden cronológico: un Tractado de la cavallería, de la jineta y brida, un Libro de albeitería y un Tratado del descubrimiento de las Indias. El primero de estos títulos fue el único que pudo ver publicado, los otros dos, aunque el tiempo terminó por hacerles justicia, permanecieron varios años inéditos en la Biblioteca Nacional de España. 26 Ibidem, p. X y XI 27 Idem. 28 Ibidem, p. 149. 29 Ibidem, p. XIII

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Fuera de estas breves noticias, la información biográfica de Juan Suárez de Peralta no es muy abundante. Sobre sus últimos días sabemos, gracias a una solicitud presentada por Jerónimo Cortés, hijo del segundo Marqués del Valle; para obtener el hábito de caballero de Alcántara, que para 1590 nuestro biografiado residía en la ciudad de Trujillo en España.30 Por otro lado, documentos pertenecientes al Archivo General de Indias, publicados por Enrique González González, sabemos que estando en España Suárez de Peralta contrajo nupcias nuevamente con doña Isabel Hurtado de Mendoza, mujer con la que tuvo un hijo, y que, contrario a lo que creía Gómez de Orozco, su muerte sucedió en el año de 1612 y no en 1590. 31

tractado de la cavallería de la gineta y brida

Suárez de Peralta fue criado dentro de un entorno de conquistadores. En ese sentido, resulta lógico que parte de sus intereses y de su pensamiento estuvieran estrechamente ligados con la, para ese tiempo, casi extinta cultura medieval europea. Tomando en cuenta lo anterior, no debe de extrañarnos que la caza de volatería y la crianza de caballos formaran parte de sus aficiones. Sobre el primer punto, el propio Suárez explica cómo en el pueblo de su hermano son abundantes los halcones, gastando en ello hasta 2000 ducados cada año;32 sobre el segundo, tenemos un buen testimonio dentro del Libro de albeitería:

30 Idem. 31 González González, Enrique, “Nostalgia de la encomienda. Releer el tratado del descubrimiento, de Juan Suárez de Peralta, en HMex, LIX No. 2, 2009, pp. 593-595. 32 Ibidem, p. 86.

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“me he animado a sacar a luz esta obra por hab.er en ella trabajado mucho, y sacado curas por experiencias curiosas como adelante se verán que jamás han sido entendidas ni autor las ha escrito, yo las he alcanzado por haber sido de mi natural tan aficionado a los caballos y nacido y criado donde tantos hay como es la Nueva España y haberlos tenido y criado muchos años y curándoles sus enfermedades33” Tal era su gusto por este animal que en 1579 decidió publicar todo un tratado para difundir lo que él consideraba el correcto arte de montar un caballo. Su nombre es sumamente extenso por lo que aquí únicamente lo llamaremos, actualizando su ortografía: Tratado de la caballería de la jineta y brida. Aunque su autor firma orgullosamente como “Vecino y natural de México en las Indias”, fue publicado en Sevilla durante el año de 1580 en la Casa del impresor Fernando Díaz. En sus 45 capítulos, Suárez de Peralta no solo hace gala de sus profundos conocimientos en equitación, sino que también demuestra su añoranza —seguramente inculcada por su padre— por las épocas en que los caballeros eran respetados por sus hazañas y sus habilidades en el arte de la equitación, tiempo que, sobra decirlo, no le tocó vivir. En ese sentido apunta lo siguiente: “Y pues el caballo es animal tan dócil y apto para enseñarse, no es justo se deje de mostrar y usar tan noble y virtuoso ejercicio, pues del caballo nace el nombre y valor de los caballeros. Por tanto, los nobles tienen la obligación más que los otros, a seguir esta virtud y así no solo los nobles, mas los viles hombres y bajos, con la fuerza y valor de este animal, se hacen cada día más grandes, más ilustres […] Con ellos los reyes, príncipes y grandes señores, defienden sus tierras y conquistan las ajena. Qué príncipe negará ser venturoso en llamarse caballero”34

33 Suárez de Peralta, Juan, Libro de albeitería, prólogo de Guillermo Quesada, Editorial Albeitería, México, 1953, p.5. 34 Suárez de Peralta, Juan, Tractado de la cavallería de la gineta y brida [Edición facsimilar], José Álvarez del Villar, México, 1950, p. 16.

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En los días en que Suárez de Peralta publicó su libro, el arte de la jineta se encontraba en franca decadencia. Las siguientes palabras lo dicen todo: “Nos fue hecha una relación diciendo que habíais compuesto un libro de la arte de la caballería de la jineta y brida, para que las personas que a ello se dieren, ejerciten bien el arte militar, el cual era muy útil y provechoso”35. La cita anterior proviene de la autorización real para imprimir el libro en cuestión. Felipe II era el monarca de ese tiempo y, hacia el tercer cuarto del siglo XVI, las últimas hazañas caballerescas, las que los conquistadores vivieron en América, estaban cayendo en el olvido. En 1572, año difícil para la Corona, los Países bajos habían iniciado un proceso separatista y el rey necesitaba gente dispuesta a participar en las guerras donde España se encontraba involucrada. En ese contexto, y ante la escases de hombres, surgió una institución denominada Real Maestranza de Caballería, cuyo principal objetivo era retomar los usos y las prácticas propias de los caballeros.36 Ante esta situación no cabe duda de que un libro como el de Suárez de Peralta, le caía al rey como anillo al dedo para sus propósitos. El impreso debía contribuir en algo al rescate de esas prácticas tan deterioradas y olvidadas. El Tratado de la caballería se divide en dos secciones. La primera se consagra al arte de la jineta, cuyas especificaciones ya fueron reseñadas anteriormente; mientras que la segunda está dedicada a la monta a la brida, escuela que tenía mejor aceptación en los tiempos en que se publicó el libro. Es probable que este estilo renacentista de cabalgata haya surgido en la parte sur de Italia, donde los caballeros pretendieron darles las mismas características de agilidad a sus propios corceles, lo cuales, comparados con los arábigoandaluces, resultaban ser más grandes y torpes37. Al respecto, el autor del libro en comento, apunta:

35 Ibidem, p. 11. 36 Jiménez Codinach, Guadalupe, ““Vierais allí caballeros, y muy apuestos que son”: Las reales maestranzas de caballería”, en América, tierra de jinetes, Fomento Cultural Banamex, México, 2018, p. 71 37 Flores Hernández, Benjamín, “La jineta indiana en los textos de Juan Suárez de peralta y Bernardo de Vargas Machuca” en Anuario de estudios americanos, Tomo LIV, No. 2, 1997, p. 646.

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“que este crece grandemente en Italia [el arte de la Brida] y particularmente en el reino de Nápoles, en el que antiguamente hubo una ciudad llamada Sibaria donde tenían gran ejercicio de a caballo”38 Suarez de Peralta era mexicano y prácticamente toda su vida la había consagrado a la crianza de equinos. Así, su experiencia en el tema y su lugar de origen debieron de otorgarle las credenciales necesarias para que su proyecto pudiera conocer la imprenta. Es sabido que durante esa época los jinetes mexicanos gozaban de una consagrada fama en la península. Al respecto, Bernardo de Vargas Machuca menciona en su Libro de exercicios de la jineta que: “aunque es verdad que Berbería dio a España principio della [de la jineta], y España a las Indias, en esta parte se ha perfeccionado más que en otra”39. El propio Miguel de Cervantes Saavedra llegó a plasmar en su Quijote aquella reputación, pues en el capítulo X de la segunda parte de su Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, pone en la voz de Sancho las siguientes palabras para referirse a la supuesta Dulcinea: —¡Vive Roque!, que es la señora nuestra ama más ligera que un alcotán, y que puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mejicano.40

38 Suárez de Peralta, Juan, Tractado, Op. cit., p. 15. 39 Vargas Machuca Bernardo de, Libro de exercicios8 de la jineta, Pedro Madrigal, Madrid, 1600. 40 Cervantes Saavedra, Miguel de, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Isaías Lerner y Celina Sabor, editores, Eudeba, Buenos Aires, 2005, parte segunda, capítulo X, p. 528.

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Desde luego que el propio Suárez de Peralta no se contuvo en escribir algunas líneas al respecto: “En toda Italia y España, se corre a lo cierto, aunque no tan galán, como en la Nueva España, a causa de que se han ejercitado muy mucho los caballeros de allá, añadiendo nuevas maneras de sacar la lanza, dándoles extremadísimo aire”41. No cabe duda de que Juan Suárez de Peralta fue un criollo que promovió arduamente su “nación” dentro de la península ibérica. A pesar de haber sido segundón, gracias a su matrimonio con una de las hijas del Alfonso Villanueva y de Ana de Cervantes, hija del comendador de Santiago, don Leonel de Cervantes y de Leonor de Andrada, formó parte importante de la elite conformada por los jóvenes vástagos de los primeros conquistadores.42 Lamentablemente, hacia 1563 una mala noticia habría de frenar las ínfulas de aquellos descendientes: una real cédula ordenaba que en la Nueva España se “suspendiese la sucesión de los indios en tercera vida”. Esa breve oración arrebataba de un plumazo las encomiendas a los sucesores de los conquistadores. Esta situación, aunada al proceso inquisitorial que sufrió debieron de haber influido para que, en 1579, decidiera autoexiliarse en Europa. En ese sentido, Fernando Benítez menciona unas palabras bastante atinadas: “En 1579 Suárez realizó su viejo propósito de radicarse en España. Los criollos habían perdido una gran batalla histórica y el paraíso de las Indias se convirtió en un lugar incómodo y miserable. Las encomiendas —la razón de su vida— se liquidaban y el fragmento de idílica caballería, en el que nuestro criollo participó como una de sus figuras principales, se venía abajo sin remedio”.43

41 Suárez de Peralta, Juan, Tractado…, Op. Cit., p. 141. 42 González González, Enrique, op. cit., f. 553 43 Benítez, Fernando, Los primeros mexicanos, ERA, México, 1962, p. 237.

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En el exilio, Suárez de Peralta nunca se hizo pasar por español, siempre dejó en claro su condición de criollo. Así lo expresa en sus escritos cuando firma como “natural de México en las Indias” o bien en párrafos como el siguiente: “La Nueva España fue una en la vida y no más, que primero que se halle otro México y su tierra, nos veremos los pasados y los presentes juntos, en cuerpo y ánima, delante del Señor del mundo, aquél día universal donde será el juicio final”44 Como mexicano, se ufanaba de haber aprendido los secretos de la herbolaria directamente de la lengua de los indígenas: “Eran secretos que ellos no manifestarán a español ninguno si los hacen pedazos [solo] a los que nacemos allá, que nos tienen por hijos de la tierra y naturales, nos comunican muchas cosas, y más como sabemos la lengua, es gran conformidad para ellos y amistad”.45 Lo anterior —a pesar de haber luchado por conservar el privilegio de los encomenderos y de ser acusado de maltrato indígena46—, de cierta forma lo convierte en un embajador cultural. Un embajador que abogó por la difusión del conocimiento generado en América, especialmente de su medicina veterinaria y de una escuela ecuestre que, aunque nacida en Europa, obtuvo rasgos muy característicos y a algunos de sus más fieles representantes en la Nueva España. Como el novohispano, el mexicano es legítimo heredero de este “culto” al caballo; ese animal que ha sido retratado tantas veces a lado de dioses, reyes, gobernantes y disidentes, que ha sido símbolo de represión, pero también de revolución, que lo mismo lleva en el lomo al más aristocrático caballero que al más humilde de los campesinos. Dicha herencia fue transmutada y canalizada en nuestro deporte nacional: la charrería, esa fiesta mexica44 Suárez de Peralta, Tratado… Op. cit., p. 89. 45 González González, Op. cit., p. 556. 46 Ibidem, p. 558.

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na que nos representa a nivel internacional pero que, a su vez, como diría don Carlos de Rincón Gallardo y Romero de Terreros, es hija de española y nieta de la árabe. Es por eso que la Secretaría de Relaciones Exteriores se complace en dar a la imprenta este Tratado de Caballería, un libro que nos recuerda que siempre podemos conciliarnos con nuestro pasado. Baltazar Brito Guadarrama

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a partir de este punto se reproduce el facsimilar del libro “tratado de la caballería de la gineta y brida”















































































































































































































aquí termina la reproducción del facsimilar del libro “tratado de la caballería de la gineta y brida”


Este libro se terminó de imprimir en noviembre de 2023.



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