SciFi–Terror #4

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JULIO 2014 Cera caliente Candela Robles Abalos Creador de ángeles Anna Morgana Alabau El apuntador Mauricio Absalón La inquebrantable sonrisa de Perséfone Gustavo Bravo Govea Ser normal Diana Beláustegui

Un día más Emma Ailien Cañizares Fernández

Perversiones


Directorio Director fundador Yago Mesa Consejo editorial Mauricio Absalón Jorge Alvarez Bruno Bernal Betzy Celis Yago Mesa Diego Vázquez Ilustradores Diana Ramos Fusther Alejandra Elena Gámez Eduardo Rivas Daniel Alejandro Alcocer Ginori Damaris Monserrat Cortés Sanches (Srita Parásito)

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Directorio-------------------------------------------------------------2 Índice-------------------------------------------------------------------3 Editorial----------------------------------------------------------------4 Ilustradores----------------------------------------------------------5 Cera caliente--------------------------------------------------------6 Candela Robles Abalos Creador de ángeles----------------------------------------------12 Anna Morgana Alabau El apuntador---------------------------------------------------------16 Mauricio Absalón La inquebrantable sonrisa de Perséfone-------------22 Gustavo Bravo Govea Ser normal-------------------------------------------------------------28 Diana Beláustegui Un día más------------------------------------------------------------32 Emma Ailien Cañizares Fernández

Indice 3


Editorial N

o es casualidad que la obra insigne de la literatura occidental esté dedicada a los monstruos, Homero narra una realidad plagada de monstruos para dar cuenta de una verdad: la realidad es monstruosa, deforme e incompleta. La búsqueda del sentido choca con la teoría de la deformidad, cualquier teoría que busque explicarlo todo, tiene que explicar sus excepciones, el alto caballero blanco tiene que recurrir al suicidio para probar que está vivo. Pero, parafraseando al mismo Homero, las desgracias están dadas por los dioses para hacer de ellas canto. La revista SCIFI-FI/TERROR, heredera de esta tradición monstruosa, presenta en este número seis relatos que exhiben la naturaleza monstruosa del hombre, su naturaleza al fin: Cera caliente, Creador de ángeles, El apuntador, La inquebrantable sonrisa de Perséfone, Ser normal y Un día más. Fieles a los pasos dados antes que nosotros, los miembros de la revista hemos elegido estos cuentos debido a que cada uno de ellos nos acerca a ese cráter poroso que se llama hombre, cada uno muestra una cara diferente de este árbol circular que contiene todos los rostros, uno fundido debajo del otro. Valga, en estas palabras preliminares, una advertencia: todo aquel que sea capaz de leer estos cuentos y encontrarse dentro de ellos, tal vez como víctima o como perpetrador podrá optar por el título de hombre, pero no se engañen, el reino de lo humano es el reino de la monstruosidad, de lo deforme, es decir, el reino de lo vivo. Regresando a las palabras de Homero: que comience el canto. Diego Vázquez Rodríguez

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Ilustradores Diana Ramos Fusther Alejandra Elena Gámez Eduardo Rivas Daniel Alejandro Alcocer Ginori Damaris Monserrat Cortés Sanches (Señorita Parásito) Christian salcido preciat

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Cera caliente

Candela Robles Abalos Ilustrado por: Damaris Monserrat CortĂŠs Sanches (Srita ParĂĄsito)


afael se consideraba un masoquista, pero incluso a la gente que compartía esta etiqueta le habría sido difícil entender el deseo más profundo de su vida entera. Él quería morir. Pero no como se solía pensar, con la simple pérdida de la vida, un hecho tan vulgar e insignificante que sucedía a cada segundo, sino de un modo bastante específico. Primero, debía doler; segundo, debía ser accidental.

R

Formaba parte de una fantasía con la que creía haber nacido. En esos momentos de contemplación introvertida cuando el profesor esperaba en silencio que acabaran algunos ejercicios matemáticos, y él tenía los suyos completos, la misma imagen venía a plantear el imaginario éxtasis que acompañaría sus horas finales. Morirse en medio de una monumental corrida mental, en la que cada fibra de su cuerpo chillara y se retorciera, en la que su cuerpo se hubiera vuelto el infierno hecho carne, inflamaba tanto sus ansias que debía reemplazarla sino quería andar exhibiendo su erección en el recreo. En la intimidad de su cuarto se entregaba, ya sin culpa ni remedio, a este juego suyo. En su adolescencia, cuando aún creía que a lo mejor su mente calenturienta exageraba y en realidad sería suficiente con la muerte, intentó conseguirlo por su cuenta. Sin embargo, los resultados fueron más que decepcionantes. El ahogamiento por bolsa de plástico sólo le reportó picazón en la nariz. Ahorcarse con un cinturón atado al picaporte de una puerta a la que luego cerraría tardaba demasiado y era más desesperante que otra cosa. El cortar venas, vertical u horizontalmente, le dio sueño. Las pastillas no resistieron en su estómago. Un único brazo roto por su caída de las escaleras. Y lo que decían en Internet demostró ser cierto: era imposible ahogarse uno mismo en agua. No importaba el mucho empeño que uno le pusiera, el cuerpo se negaba a permanecer en su sitio. Era como un constante anticlímax que finalizaba una y otra vez con una aburrida visita al hospital, donde las enfermeras hacían apuestas entre ellas para ver cuánto tardaba en regresar. Él decía que todo se trataba de accidentes desafortunados y sus padres, prefiriendo un torpe a un demente suicida, se lo tragaron. Sus intentos fallidos fueron las únicas causas de disgusto que tenían respecto a él: sacaba excelentes notas en la escuela y tanto los profesores como sus compañeros tenían buena opinión de él. Tenía amigos con los cuales hacía voluntariado, se anotaba en clases extracurriculares que le ayudarían a escoger buenas universidades e incluso una novia de buena familia, quien nunca sospechó que hacer beber a su conductor designado fue un acto absolutamente premeditado. Se hallaba frustrado, inconforme y la rápida pérdida de su virginidad en el baño no había hecho más que recordarle ese otro placer que le era negado, ese que creía tan cerca pero fuera de su alcance. Invitar al muchacho a una cerveza tras otra, diciéndole que no había problema, que esas eran sin alcohol, había sido una farsa, como arrojar una moneda a la fuente de los deseos pidiendo porque se borraran todas sus deudas. Él no esperaba un real beneficio obrando así, pero costaba tan poca cosa, una moneda, un vaso, que pensó que no perdía nada intentándolo. Milagrosamente, se equivocó. El viaje en zigzag por la calle abandonada, con las chicas divirtiéndose demasiado para dar cuenta de cada giro que las empujaba de un lado a otro y los chicos gritándole vocales entusiasmadas al aire nocturno, le tuvo con el pantalón a punto de reventar. En cada oportunidad en que un codo o rodilla chocaba contra su persona, Rafael decía "no hay problema" con la voz ronca, imaginado lo que sería si esos huesos llegaban a clavársele más profundo, hasta perforar la carne haciendo estallar algún órgano importante. Cuando en una curva pensó en que sería su estómago, sintió la deliciosa necesidad de encogerse en su asiento. Cuando al doblar la es-

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quina, tumbando un tacho de basurero, pensó en sus riñones aplastados, percibió un leve cosquilleo por su uretra. Cuando visualizó sus pulmones rotos contuvo la respiración en un gemido ahogado. -¿Te

pasa

algo?

-le

preguntó

su

novia,

y

esas

serían

sus

últimas

palabras.

Rodaron fuera del camino al querer evitar el encuentro con otros vehículos que se les acercaba. Nadie llevaba cinturón, por lo que fueron tres giros de locura en la que todos acabaron en sitios completamente diferentes a los que estaban al inicio y en un estado completamente diferente. Rafael despertó dos horas más tarde en la camilla de la ambulancia. Había sido el único sobreviviente y sus pantalones estaban manchados con algo más que sangre ajena. La pérdida iba a entristecerlo y le pesaría, pero mientras durara la bendita insensibilidad producto del shock se dio a pensar qué había hecho bien esta vez. Al tercer despertar de entre los somníferos lo descubrió. Necesitaba verdaderos accidentes. Cosas más allá de su control. Su plena cooperación en el hecho arruinaba cualquier ilusión, mataba la pasión, hacía trizas su alegría. Pero la vida ordinaria era muy impredecible. Mañana podía ser atropellado por un automóvil. Un meteorito del tamaño de un dedo podía descender del cielo en el ángulo exacto para atravesarle el corazón. Cualquier día una araña letal podía escabullirse en su cama y darle besos mortales mientras dormía. Estas eran ideas consoladoras, excepto por dos detalles: la espera, para la cual él no tenía paciencia, y la inexactitud. ¿Cómo podía saber que ese auto lo mataría y no sólo lo plantaría en una silla de ruedas? ¿Cuáles eran las reales posibilidades de que no sólo un meteorito llegue a la tierra, sino que sea tan preciso y letal como una bala? ¿Quién le aseguraba que esa araña le daría la medida justa de dolor? ¿O siquiera que algo de ello le pasara a él y no a cualquier otro? No. Si quería alcanzar la felicidad tal como su cuerpo y mente le exigían, debía salir a buscarla. Nadie se la iba a entregar en bandeja de plata. Con este nuevo destino impulsándole como ninguno lo había hecho antes, Rafael pasó por el proceso de recuperación en tiempo récord, sorprendiendo doctores y parientes por igual. Al salir del hospital sin ayuda se sentía listo para devorar el mundo y eso fue exactamente lo que hizo. Pretextando una recién descubierta vocación por la fotografía, inició sus viajes alrededor del globo. Debido a la belleza de los lugares a los que terminaba parando y que daba a conocer a través de su cámara, contaba con el dinero suficiente para seguir tentando su suerte. Le fue tan sencillo encontrar variadas posibilidades que a veces pensaba que debía haber otros como él con sus mismas apariciones. La única diferencia era que ellos habían sabido disimular su particular fetiche excusando propiedades curativas, ritualistas o mera adrenalina. Después de cansarse con los métodos típicos (escalar, correr a la orilla de montañas, salto bungee de puentes, voluntariado en refugios para leones salvajes), decidió irse por el lado de la comida riesgosa. Probó serpiente de cascabel en Indonesia y bebió el veneno ofrecido en una copa, pero el líquido mortal jamás tocó su torrente sanguíneo. Ahorró su dinero para comer en una mesa suspendida en el aire junto a otros 21 comensales y, excepto por el tenedor de una señora, nada se cayó desde los 50 metros de altura. Comió fugu en restaurantes japoneses de dudosa calidad y, para su desgracia, resultó que los cocineros conocían el correcto modo de prepararlo. Devoró escorpiones chinos encontrándoles un mínimo sabor apetitoso. Insectos en México, quesos de Cerdeña servidos con larvas en su interior, sangre cruda y sopa de murciélago en el sudeste asiático, pul-

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pos bebés crudos en Corea del Sur que se negaron a pegarle sus ventosas en el cuello y darle la anhelada asfixia. También consideró asistir al lugar de hamburguesas de Chandler, Arizona, donde las camareras se vestían de enfermeras sexys y todo se te ofrecía gratis si pesabas más de 150 kilos, pero le acabó dando demasiado asco sus famosas by-pass burgers, ni hablar de las cuádruples. Por no mencionar la idea de morir de forma tan patética, ahogado por su sebo natural. Cosechando decepción tras decepción, Rafael estaba comenzando a perder la esperanza. ¿No habría sido una simple locura después de todo? ¿Una fantasía sin sentido como la de otros niños lo era volar sin necesidad de aviones? A lo mejor lo que en verdad necesitaba era una urgente cita con un psiquiatra y no atentar contra su vida por simple excitación sexual. Había gente que vivía perfectamente feliz sólo con imaginación y una mano constante. Quizá debería conformarse con ponerse trajes de cuero y aceptar de una vez que hombres con bigotes le azotaran con látigos mientras le gritaban obscenidades a la cara, mudo por el juguete de turno. Donde a una sola palabra todo se acabaría y el sujeto encargado le liberaría de sus ataduras, le preguntaría si estaba bien, qué necesitaba y le procuraría el mejor servicio disponible para evitar un hecho irreparable. Argh. Sólo de pensar en tanta seguridad se sentí adormilado. Pero un día, tras hartarse de su porno favorito (las infames películas snuff), encontró un video que pretendía desde el título dar a conocer la muerte más dolorosa que el género humano pudiera disfrutar. Lo escuchó atentamente, sintiéndose excitar cuando el narrador se explayaba en los tormentos sufridos al ser prendidos en llamas, algo que ya había considerado y descartado por ser de difícil ejecución accidental, hasta que oyó la música dramática que acompañaba el anuncio a la respuesta a todos sus problemas: ser hervido vivo. La descripción de tan antiguo método de ejecución, difundido en varias partes del mundo, le hizo estremecer de deseo encima de su asiento. A medida que oía los gritos pregrabados que venían como ejemplo, se podía visualizar fácilmente a sí mismo dándolos igualmente. Incluso agregó una escena surrealista propia de película de terror: él levantando la mano, incrédulo por la situación en la que había caído, y en lugar de su conocida palma encontraba un grupo de huesos con músculos apenas sosteniéndolo junto. El brillo de la carne expuesta, perfectamente visible a pesar del vapor, daría cuenta de cuán real era su fin. Todo en su ser, hasta la más mínima porción, chillaría de dolor hasta quedarse afónico. Probablemente entrara en shock antes de que sus órganos se vieran afectados de forma directa. De entre los materiales disponibles para la dulce tortura podía escoger el agua (muy lenta), el aceite (muy difícil), alquitrán (costoso) o cera (¡perfecto!). Ahora bien, tocaba pensar cómo lograrlo. Como se iba a tratar de algo que iba a durar su tiempo, casi media hora, debía asegurarse de que el desenlace sucediera mientras estaba solo y sin nadie que pudiera frustrarlo antes del final. Conseguir dónde hervir cera se le hizo bastante sencillo. Con su dinero dado por las fotografías compró un pequeño establecimiento y lo convirtió en un salón de belleza para mujeres, con los variados servicios que estas requerían de un sitio así. Hizo preparar una habitación sólo para contener la cera caliente para la depilación. Consistía en una amplia caldera de hierro negro (para que se asemejara a las usadas en la Edad Media para hervir a los falsificadores de dinero) elevada hasta la altura de su cintura y con un canilla en la parte inferior que permitiría llenar los tarros necesarios. Abajo del mismo el suelo había sido ahuecado para albergar asas que se mantendrían ardientes durante todo el día. A los curiosos les inventó que esa era una manera conocida en un spa de Tailandia que permitía una mujer eliminación de los vellos, por no mencionar una mejor economía, porque siempre podían volver a utilizar la cera sobrante sólo echándola a la burbujeante superficie. Las primeras cinco empleadas eran

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mujeres apacibles y serviciales que ya tenían experiencia en sitios así, por lo tanto no necesitaban de ninguna asesoría. Una vez contratadas, aceptó al hombre más desagradable que se presentó al puesto de encargado de mantenimiento. La entrevista iba bien hasta que Rafael le preguntó, con absoluta calma, si aplicaba en un sitio de mujeres porque le gustaba recibir polla por el culo. En lugar de actuar confundido, dándole la oportunidad de corregir lo que sin duda era un error de juicio, el hombre había reaccionado a la defensiva, poniéndose casi morado mientras reclamaba por semejante insulto. La mirada que le dio parecía la de un loco dispuesto a destrozarle la cara. Rafael, cuya experiencia en las personas le había preparado para una respuesta semajante, logró calmarlo diciendo sólo era una broma para ver con qué clase de hombre estaba tratando y que sin duda era a un hombre bien derecho como él al cual quería a cargo. No tenía tiempo ni tolerancia para maricones que se dejaban pisotear fácilmente, demostrando una despreciable falta de carácter. No. Lo necesitaba a él. A pesar de esa primera tentativa, Rafael se aseguró de que cada día su salón necesitara la visita del hombre. Una cañería tapada, una luz parpadeante, un mosaico destruido. Cualquier excusa justificaba una llamada. Con el tiempo la vaga sospecha de unas segundas intenciones indecentes comenzó a nacer en la mente de su empleado, pero como Rafael actuaba de forma normal, pagándole más que en su anterior trabajo, se limitaba a hacer lo que le correspondía manteniendo una conveniente distancia. Rafael percibía lo mucho que le incomodaba que ambos se quedaran solos en una habitación, razón de sobra para conseguir que sucediera lo más seguido posible. Percibía cerca el momento de actuar. La noche antes de la gran conclusión, se aseguró de poner sus asuntos en orden. Dejó establecido en su testamento que, en caso de que algo le sucediera, el salón quedaría en manos de su empleada de mayor confianza y que el resto de sus ahorros fueran distribuidos a diversas obras de caridad destinadas a la mejora de la calidad de vida humana. No tenía deudas ni pagos pendientes desde hacía años. Citó a su encargado de mantenimiento de emergencia una noche. Una tubería había estallado en la habitación de la cera y necesitaba de su ayuda antes de que el sitio se le indundara. No podía dejar que el agua llegara a la caldera. El hombre, sabiendo que una reparación así no podía ser barata, se presentó en poco tiempo llevando su infaltable caja de herramientas. El tubo de metal había atravesado la pared y para evitar que la fuente de calor se empapara, Rafael había dispuesto una fila de toallas para mantenerlo apartado. Después de reemplazar las partes dañadas, el hombre preparó una mezcla para cubrir el hoyo en la pared. Fue ahí que Rafael se le acercó por detrás y le susurró cosas oídas en películas gays por Internet. -Hey, papi, ¿no me quieres cubrir otro hoyo? La pelea fue instantánea. El hombre le apartó de un empujón, pero como este no fue lo bastante fuerte, Rafael volvió a intentarlo. -No te hagas, cariño, yo sé que te gusto. ¿A qué le tienes miedo? -¡Lo sabía! ¡Lo sabía, hijo de puta! ¡Eres igual a todos ellos, sucios maricones de mierda! ¡Deberían irse al infierno todos ustedes a que los coja el demonio! "Eso intento hacer" pensó Rafael dejando caer sus pantalones, mostrando que lo único que tenía era

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una tanga roja demasiado delgada para cubrir nada. En otra vida, de ser otra persona, eso le habría excitado pero estaba completamente blando. -No te preocupes, cielo. Yo no se lo diré a nadie si tú no lo haces. El puñetazo llegó justo a tiempo por el lado izquierdo. Rafael se dejó conducir por la fuerza del golpe hasta pisar de mala manera en una de las toallas mojadas y, como era de esperar, resbaló. Su cintura golpeó el borde de hierro negro (caliente, caliente) y como sus piernas parecían incapaces de ponerse de acuerdo para mantener el equilibrio, acabó cayendo de cabeza en el interior del recipiente. El efecto inmediato le hizo abrir la boca, pero su grito se vio ahogado por más cera que llegó a tragar y quemarle la laringe durante todo su descenso al estómago. En cierto momento, en medio de esa dulce agonía, sintió que tiraban de su mano y, por un momento, la mitad de su cuerpo logró emerger de entre la cera. Tuvo una visión borrosa del hombre con un hoyo negro abierto donde debería tener una boca y deseó, con la pura fuerza de la desesperación, poder informarle que ya podía darse por despedido. ¿Cómo se atrevía ese bruto a tratar de sacarlo? ¡Se suponía que era una bestia, un imbécil egoísta y egocéntrico que creía que su ombligo era la cosa más interesante de la tierra! Un hombre tan estrecho de mente que si veía a un maricón morirse en frente de sus narices, probablemente porque temía demasiado que sacaran a la luz su propia homosexualidad latente, le dejaría hacerlo sin importar cuánto este se retorciera pidiendo ayuda. ¡No, este no era el hombre que él creía, este inútil que trataba de arrebatarle su sueño! Rafael, con sus piernas desarrollando ampollas y sus músculos vibrando en angustioso éxtasis, empujó contra el interior de la caldera para volverse a meter. Afortunadamente, logró liberarse, para consternación de su ex empleado, y esta vez se sumergió a cuerpo entero con los ojos abiertos. El líquido hirviente deshizo sus globos oculares como si fueran frágiles huevos. Continuó su camino por las cuencas vacías, llegando a envolver la parte frontal de su cráneo, la nariz por dentro y por fuera. Todavía llevaba la camisa, lo que fue molesto, pero la tanga casi inexistente sirvió de ayuda para que el estímulo llegara hasta las zonas más íntimas de su cuerpo. Estaba en el paraíso del diablo. Ni siquiera le importó que su miembro se disolviera antes de poder correrse apropiadamente. La ambulancia llegó diez minutos más tarde. Para entonces la sonrisa, junto al resto de su rostro, se había deshecho en cera roja.

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Creador de รกngeles Anna Morgana Alabau

Ilustrado por: Christian Salcido Preciat


--Siento que estamos en el punto más alto de la Tierra. u voz es exquisita. Me hace sonreír casi tanto como su simpleza, como la facilidad con la que los neones desmesurados y los lujos baratos la encandilan y la abstraen incluso de la prudencia. Sostiene la copa de Tokaji entre las manos barnizadas de ámbar y las luces de los edificios colindantes arrancan destellos del líquido dorado que se tambalea dentro.

S

--Dubai... Es como un sueño --repite, pero yo ya no comparto su entusiasmo. La ciudad siempre iluminada, la ciudad que no duerme y en la que la vida no discurre sino que estalla en una miríada de chispas hechas de ilusiones y de fuegos artificiales... para mí no es más que una rutina prefabricada, un entorno estéril y controlado que me empuja a volver a los orígenes, a buscar en las raíces de mi vida la emoción de volver a empezar. Comencé mi obra hará unos seis años, aunque podría decirse que siempre supe que estaba destinado a cierta clase de grandezas. Incluso de niño, cuando nuestro hogar no lo formaban más que cuatro paredes dentro de las que mi madre entretenía día y noche a una procesión de huéspedes con dinero y recursos a fin de asegurar los nuestros, supe que las imaginaciones que poblaban mi pensamiento cobrarían vida en un tiempo que aún estaba por llegar, un tiempo en el que mis huellas se levantarían de las carreteras polvorientas para impregnarse sobre las superficies cromadas de los overcraft de propulsión magnética, los pasillos de mármol italiano y los micro-mecanismos oculares de jade. Jamás había imaginado que el deseo que me empujó de las calles atestadas del Reino de Bahrain moriría en la soledad de una habitación vacía en la Torre de Burj Khalifa en Dubai; que mi inspiración se convertiría en mera necesidad, en algo equiparable al hecho de comer o respirar: solamente vida, a cambio de mi vitalidad. --¿Ocurre algo? --pregunta con su voz dulce y estudiadamente suave. Niego pausadamente con la cabeza. Ella me sonríe y se acerca a mí con el Tokaji tambaleándose al son de sus caderas. Su cuerpo envuelto en sedas de oro y granate dibuja serpientes en la habitación. No, ese es justamente el problema: que no ocurre nada. Ya no. Desde hace demasiado. No obstante, mi corazón sigue avivando la esperanza de que quizás esta noche sea distinta, de que quizás sea ella quien consiga cambiarlo todo, quien logre rescatarme a pesar de mí mismo, a pesar del tiempo y de esta maldita ciudad. --Cuéntame cómo empezó --me susurra al oído. Su aliento es cálido, perfumado, como la brisa del desierto en mayo. --¿Qué quieres saber? --musito para ganar tiempo. Hace rato que me he deshecho de la americana y el pesado reloj que da cuenta de mis horas perdidas en salones vacíos, alrededor de seres sin sueños y sin alma. Ella deja la copa. Ni siquiera ha besado el Tokaji, ahora en plena tormenta contra sus confines de cristal. La ciudad sigue empeñada en convertirlo en una aurora boreal mientras las manos largas y suaves de esta mujer, a la vez familiar y extraña, me ayudan a arremangarme la camisa. --Todo --vuelve a susurrarme--. Quiero saberlo todo. ¿De dónde sacas la inspiración? ¿Cómo eres capaz de imaginar...? Mi sonrisa la interrumpe. No lo pretendía, es sólo un efecto colateral de la inocen-

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cia ajena, la que ya ni siquiera esta ciudad posee. Pero ella sí. En sus ojos, en su sonrisa, en las disimuladas caricias de sus dedos sobre el dorso de mi mano, en el perfume escogido con esfuerzo y el maquillaje aplicado casi con devoción, como una máscara. --Hay

quien

dice

que

mi

obra

es

profundamente

siniestra,

incluso

macabra.

Evito la cuestión y ella lo sabe, pero no le importa. Está segura de que, al final, acabaré confesándole la verdad. Y tiene razón, pero aún no. No en este instante. Aquí y ahora yo soy el dueño de mi vida, el capitán de este barco que no va a ninguna parte, pero tampoco a la deriva. Aquí y ahora soy yo quien lleva el compás de este baile, y decido que aún es pronto para revelarle mi secreto. --No importa --dice ella. Sus labios están a tocar de mis dedos, siento el calor de su sonrisa en el lóbulo de la oreja y el futuro peso de su cuerpo encima de mi piel. La chispa de una turbación que creí marchita resucita en mi sangre. Sí, la esperanza no está aún perdida. Todavía puedo recuperar la emoción, la razón, la vida; todavía puedo volver a casa. --A mí me parece fascinante. Recorro su cuerpo ondulante como si pudiera verlo bajo el tejido de agua. Parpadeo y mis retinas se acoplan al jade. Cada centímetro de su piel es una superficie lisa de puro ámbar. El calor se acumula en sus senos, en sus pezones estriados y oscuros, en el monte donde la mismísima Venus se arrodillaría con humildad entre una capa de rizos azabaches que se hunden en las profundidades inalcanzables que podría acariciar con sólo estirar la mano. Las suyas se entretienen en mis hombros, pasean perezosas por el cuello puntiagudo de mi camisa negra, la misma que he llevado la noche de la inauguración de todas mis exposiciones desde hace seis años; la misma sobre la que he llorado como aquel niño perseguido por overcrafts magnéticos y patines a reacción, cada vez que he empezado y terminado una de mis creaciones. Mis creaciones... Los micro-mecanismos que pueblan mis retinas expanden sus hilos y se enzarzan en los centros neurálgicos de mis otros sentidos. Noto sus besos en mi boca, su lengua recorrer mis labios y sus manos desnudas en mi piel sudada, pero no son sólo los de ella, ni son sólo los de las demás. La ciudad entera se encoge y se expande ante unos sentidos cuyo alcance resulta inabarcable. El silencio de los vehículos propulsa corrientes de aire entre las que la vida nace, crece, procrea, muere y se expande. Somos yo y el Creador, bajo las luces de una ciudad insostenible y agotada, bajo los dedos seductores de la bella mujer de negro, que encandila a los incautos con el relucir de su hoja curva bajo la luna invernal de las noches blancas y ellos, como niños, la contemplan embelesados, creyendo que es la fuente de toda vida, cuando su nombre no significa otra cosa que el Final. Pero Él y yo lo sabemos, Él y yo hemos visto su rostro desvaído, sus ojos vacíos y el eco profundo de sus palabras nos ha dado el don de sobrepasar con nuestra mano todo cuanto la suya no logra alcanzar. La excitación me sacude. Los besos de la mujer recorren mi cuerpo, descendiendo en una danza de susurros por mi piel acalorada. Los caminos que cada una de ellas recorrió alguna vez se dibujan como tatuajes en el fuego de mi sangre mientras el jade devuelve a mi mente las imágenes de sus rostros, de sus verdaderas facciones, hermosas, tras la máscara. Y cuando ella cubre con su boca mi anhelo y desliza su lengua serpentina por los recuerdos que evoca mi cuerpo no es sólo ella, ni son sólo las demás. Soy yo mismo, mi obra, mi vida y mi inmortalidad; la grandeza a la que siempre estuve destinado y que muere, de nuevo, en una agonía cíclica e in-

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exorable, cada vez que el jade expande mi alma hasta los confines de esta humanidad enclaustrada, de este cuerpo perecedero y esta alma que depende de la fugacidad del recuerdo. Ella se incorpora y susurra mi nombre, asustada por las lágrimas enverdecidas que se derraman por mis mejillas. Su vestido de seda yace en el suelo, al lado de mi camisa, y su cuerpo desnudo se pega al mío, queriendo confortarme. Yo la envuelvo en mis brazos y dejo que el jade se desvanezca de mi cuerpo como la momentánea esperanza que ella me había aportado. La sensación fresca y relajante desaparece con los últimos rastros de su visión amplificada, de las luces envolventes de una ciudad que se convierte en un horno de rojos ardientes y naranjas centelleantes, en el amarillo hiriente del sol desértico que me persigue, como cuando era un niño y mi madre me mandaba a recorrer las calles para alejarme de su casa. El calor me aprisiona y me oprime. El cuerpo de la mujer se vuelve una manta bochornosa, insoportable. La aparto gentilmente. Los ojos de mi madre me devuelven la mirada. A partir de entonces, mi agonía desaparece y una nueva obra empieza a cobrar vida desde mis manos. Activo las extensiones de mis molares y noto como las afiladas herramientas me traspasan el antebrazo y comienzan a cortar su piel. Ella grita, solloza desesperada, intentando huir, pero el primer pinchazo la ha paralizado y, ahora, su cuerpo se tambalea en medio de la habitación de mármol italiano como un títere en su danza final. Trastrabilla, vacila, se convulsiona como un pez en sus últimos estertores vitales, hasta desplomarse sobre la mesa de cristal. Un sinfín de añicos azulados se extiende como un par de alas bajo su cuerpo. Un ángel aparece ante mi mirada y el respirar rutinario en el que se ha convertido mi arte trabaja frenéticamente sobre su cuerpo, sintetizando y administrando a partir del mío las drogas que la mantendrán viva y consciente para que el mundo la observe, a ella sin su máscara, a ella en toda su grandeza y, a través de ésta, la mía. El sol emerge en el horizonte como un planeta en llamas mientras derramo sobre su nuevo cuerpo mi exultación. La ciudad, como siempre, es la testigo ciega de la verdad y la mentira de esta vida escurridiza y artificial que sólo unos cuantos comprendemos. Recojo mi camisa del suelo. Su vestido yace sobre el mármol como la piel desechada de un reptil que ha crecido, que ha logrado alcanzar todo su potencial y se ha convertido en una bestia magnífica. De nuevo, las lágrimas me recorren el rostro con la ferocidad de las heridas que no consigo desterrar. Me duermo en el abrazo de la frialdad roja y oxidada de su sangre y de la seda de su vestido. Cuando despierte llamaré a mi agente y le diré que la inspiración ha vuelto a visitarme esta noche, que tengo una nueva obra que exponer: que he creado un ángel.

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Mauricio Absal贸n

Ilustrado por: Alejandra Elena G谩mez


M

anuel esperaba detrás de la puerta. Escuchó llanto en el interior de la recámara y después de tomar aire, asumió la identidad de Víctor. Giró la manija y la puerta cedió suavemente. En el sillón floreado a un lado de la cama estaba ella, sollozando, con el rímel corrido. —¡Quédate por favor, no me dejes Víctor! —Entiéndelo Mujer. Otros mundos me llaman. —¡Si te vas me mato! ¿Lo oyes? ¡Me mato! —Adiós para siempre, entonces. Ella se lanzó sobre la cama de colcha rosada con el rostro entre las manos, ahogando un grito. Su mano buscó algo en el cajón del buró. Él salió de la habitación y se quedó afuera un instante, esperando. Una tensa frase musical llenó el silencio. Ligera pausa, luego el sonido de un disparo dentro de la recámara. Él caminó por el pasillo. Todo se obscureció, música en fadeout. —Y… ¡corte! Vamos a comercial, prevenidos. 90 segundos para créditos finales —dijo la voz sintética del floor manager. Las cámaras doblaron sus tripiés en posición de standby apuntando los lentes ahora cerrados hacia el piso. La máquina de video preparó la señal de salida y rebobinó medio minuto de la cinta del capítulo 563. El escrutiñador moral reportó a la central de transmisión tres fotogramas donde se veía la mano de la mujer tomando la pistola del cajón. Antes de que el delay de treinta segundos en la transmisión llegara a ese momento, el segmento fue ajustado. Seguían siendo clasificación “A+”. Las máquinas produjeron otro buen capítulo. Manuel retuvo la respiración unos segundos y luego exhaló a Víctor, relajándose. Salió del set y, rumbo al camerino, se sacó el apuntador del oído. Se sentó frente al espejo y guardó el pequeño receptor plástico en un cajón cuando llegó la maquillista a removerle el maquillaje. Una chica tan desapercibida como un nombre faltante en el directorio telefónico. Manuel se vio en el espejo mientras Víctor desaparecía con el paso del algodón en su rostro, frunció el ceño y contó mentalmente las pequeñas arrugas alrededor de los ojos; “estás-haciéndote-viejo” necesitaba otra dosis de nanobotox. La maquillista lo felicitó por la actuación al despedirse, él asintió con la cabeza sin quitar la mirada del espejo. Ella caminó hasta la chamarra de Manuel que colgaba en un perchero. Dudó un instante antes de soltar la carta. Salió del camerino haciendo menos ruido que el sobre al caer dentro de la bolsa de la chamarra. Al salir de la televisora, Manuel utilizó la puerta de emergencia, en la principal lo esperaban los fans. Se sentía ansioso; en otro momento hubiera disfrutado firmar autógrafos y posar para las cámaras. Ahora necesitaba algo para tranquilizarse. Marcó un número en su portátil. “ve-por-él” El paparazzo, dentro del auto en el callejón, lo vio salir. Activó su escáner telefónico: —…necesito más, Doc. Nos vemos en tu casa. Me hace falta. —¿Un jaguar afuera de mi casa? Llamarás la atención un poco, ¿no crees, Manuel? —Tomaré un taxi… no deberías mencionar mi nombre. —Estás paranoico. Mi teléfono es seguro. Tengo clientes en el medio, you know? —No tienes idea de lo que es proteger la imagen. Te veo al rato. Ciao. El paparazzo, complacido por mantener actualizado el software de su escáner, encendió el auto. El GPS recibió la información del escáner y mostró un punto rojo sobre el mapa proyectado en el parabrisas. No debiste hacerlo, no. ¿Crees que le va a interesar una chica como tú? La carta fue una ridiculez. Víctor

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es… tú no eres nada. Pero… tal vez pudiera sentir algo, está muy solo, no sé, nunca lo he visto con una novia formal, salvo esa zorra rica. Qué bueno que se mató. Eres una tonta. Ella es una actriz. No está muerta. ¿Tú qué sabes? No estuviste ahí. Estoy segura que Víctor la dejó por mí. No se llama Víctor, es Manuel. Tú eres la que debería suicidarse. ¿Sabes algo? No firmaste la carta. Estúpida, estúpida, estúpida… —¿Quién es esa chica? —preguntó el hombre del trapeador. —Yo qué sé. Alguien de vestuario o maquillaje —contestó el hombre de la escoba. —Pues lleva diez minutos frente al espejo, sin moverse. Es extraña. —Algún ejercicio, tal vez sea actriz. —No creo que sea actriz. No es bonita aunque… que rara. —De producción no es, no hay personas ahí. —Ni me recuerdes, cada día odio más a las máquinas. —¿Porque tienen los mejores trabajos en la compañía? —¿Eh? No. Porque con sus rueditas de hule marcan el piso y no hay jabón que lo limpie. En el improvisado consultorio, Manuel escuchó atento al hombre que acababa de aplicarle cuatro pinchazos, uno en cada párpado. —Actívalo cuando vayas a dormir —dijo el Doc y le entregó el analizador facial a Manuel—, con los músculos relajados el nanobotox trabaja mejor. —No te preocupes, sé cómo usarlo. ¿Es nuevo el modelo? “sólo-úsalo-no-preguntes”. —Básicamente es lo mismo, este trabaja en UHF. La señal para los nanos es más limpia. —¿Dónde consigues tu equipo? —Una pieza por allá, otra en los saldos del hospital. La mayoría en Steren. Manuel observó el analizador facial que curiosamente lo estaba observando a él; una cajita negra con mini-cámara y dos botones. —¿Es legal esto? —Si te preocupara lo legal irías a una clínica. —Me preocupa que funcione bien, Doc. —Escucha; antes de dormir lo enciendes y al despertar tendrás de cinco a diez años menos. ¡Ah! Y un ligero escozor al orinar, no te preocupes, son los nanos saliendo. Supongo que lo recuerdas. Manuel se levantó del banco de exploración. —Sí, gracias, te debo una —dijo mientras estrechaba la mano del Doc. —En realidad no, tu banco acaba de hacer la transferencia al mío. Los hombres dejaron el consultorio y salieron a la calle. Antes de despedirse, el Doc se acercó para revisar los párpados de Manuel; ni una pequeña marca. —Un poco de comezón es normal —mencionó el Doc mientras sujetaba la cabeza de Manuel entre sus manos y le revisaba los ojos de cerca. En el taxímetro se acumulaba una deuda a razón de tres créditos por minuto, el chofer del taxi dormía una siesta. En el auto estacionado a media cuadra de ahí, un telefoto Nikon enfocó la escandalosa imagen de dos hombres, muy cerca uno del otro. —¿Lo llevo a su casa? —preguntó el taxista, cuando Manuel lo despertó. Un auto siguió al taxi. ¿Qué haces caminando bajo la lluvia? Eres un cliché de la depresión. ¿No lo recuerdas? Estás loca…

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¡Cállate! Yo sé lo que hago. No es verdad. ¡Sí! Estás enamorada de un fantasma. ¿Qué haces caminando hacía su casa? Deberías regresar, tomar la medicina, darte un baño de tina, abrirte las venas… Llovía. El taxista dobló a la derecha. El hombre de la cámara fotográfica le había dicho que diera vueltas a la cuadra. Cuando se detuvo para que el pasajero colocara un aparato de espionaje, cerca del departamento del actor, pensó que tal vez estaban violando alguna ley; le cobraría más caro. El pasajero hacía preguntas sobre el actor que había subido antes al taxi y él las respondía automáticamente: —Se comportó raro… Sí, habló por teléfono… No lo conozco… No veo televisión, sólo películas. —Dele otra vuelta a la cuadra, antes de que me baje —dijo el pasajero. —Llueve, va a mojarse. —Tengo mi coche aquí cerca. —Bien. Es curiosa la lluvia, ¿sabe? A veces pienso que debería llover más fuerte. —¿En serio? —contestó el pasajero con desdén, ante la posibilidad de una plática de taxi. —Sí, tan fuerte que limpie de suciedad las calles; maricas, drogadictos, prostitutas… —Sería bueno. Mire, ahí está mi auto. Quédese con el cambio. El taxista dejó atrás al hombre. Abrió la guantera y admiró el revólver, volvió a cerrar la puertita sintiéndose reconfortado. Si el hombre de la cámara no lo hubiera menospreciado, le habría contado del actor y su interés por el arma. El chofer avanzó lentamente, una mujer le hizo la indicación para que se detuviera. Apenas la vio; era una de esas chicas que no llaman la atención. Por eso la lluvia no se la había llevado. Dentro de su auto, el paparazzo hizo un par de llamadas. Descargó las imágenes digitales en su lap-top y las envió por correo. En la pantalla revisó la actividad electrónica detectada por el aparato de espionaje. Incrementó los impulsos de la señal UHF. Sólo estática. Algún otro aparato interfería con la señal. Se recriminó por comprar kits de espionaje en tiendas departamentales. No podría completar la nota, pero las fotos le redituarían más que cualquier reportaje. Encendió el auto. Pensó en algunos antros donde festejar. “Despierta-Víctor-despierta” Manuel veía una vieja serie de guerra en la TV antes de dormirse, se preguntó cómo es que antes podían los actores trabajar con los viejos apuntadores operados por humanos. Las máquinas de ahora dictaban los diálogos sin emociones, planos y sin intención dramática, lo que le permitía a un actor colorear su personaje y darle la intensidad necesaria, sin impostación dramática añadida de terceros. Manuel bostezó, por lo regular la mente se le opacaba cuando se ponía a reflexionar sobre cosas importantes. Se metió en la cama y preparó el analizador facial. Sabía que al despertar las arrugas se habrían ido. Dirigió la mini-cámara del aparato hacia su rostro, oprimió un botón y se relajó. Dejó el analizador en el buró. Se quedó dormido casi de inmediato. Mientras sus sueños se coloreaban con los recuerdos del día, el escaneo facial acabó y se emitió una señal. Afuera, otro aparato emitía en la misma frecuencia. La onda electrónica se encabalgó sobre otra, las máquinas se confundieron. El botox se diseminó, las tropas de nano-remodeladores tomaron proteínas grasas para modificarlas. Los profundos cañones empezaron a rellenarse. Algunos nanos soltaron sus flagelos de la conjuntiva y nadaron hacia abajo. Unos cuantos rodearon la órbita y siguieron el conducto intracraneal del nervio óptico. Fuertes corrientes sanguíneas dispersaron a los sobrevivientes por el encéfalo. Engancharon sus flagelos en el nuevo tejido y lograron producir botox,

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otros fabricaron algunas enzimas y proteínas, liberándolas en el cerebro, lejos del objetivo original. Víctor comenzó a derribar la cuarta pared. …estúpida. ¿Para qué ibas a la casa de Víctor? ¿Habrías cambiado algo? Anoche pudiste hablar con él, no te atreviste. Nunca te hará caso. Córtala ya. Eso es, no duele. El agua tibia ayuda. No debes creer en los noticieros. ¿Quién es Manuel? Víctor no es gay, no. Víctor no consume drogas. Víctor no tiene un amante que le vende drogas. Es Manuel, ese que lo quiere imitar… No debes creer… Tú no vas a estar en los noticieros. Eres un cliché. No, no eres nada. No firmaste la carta. El escrutiñador moral de la televisora revisó la programación a transmitirse en la tarde: Repetición del noticiero de las ocho de la mañana a las cuatro de la tarde, noticia principal; El escándalo del actor gay que consume drogas; editar clasificación. Cambiar el guión de la telenovela de la noche, eliminar al personaje Víctor, buscar nuevo principal. Programar anuncio de buenas costumbres, dejar en claro que ésta es una televisora familiar. Despertó temprano por culpa del dolor de cabeza. Encendió el televisor. Dulce voz de reportera de espectáculos dando noticias. Manuel se tiró al piso y gritó que no era posible. Levantó la cara y se vio a sí mismo, en la imagen congelada, besando a un traficante de drogas. —¡Yo no hice eso! —se repitió una y otra vez, pero la televisión no mentía. Todo al rededor se desvaneció. “Levántate-soldado”. Víctor despertó al medio día con dolor de cabeza focalizado a un lado, en el oído. “Buenos-días”. En el espejo se revisó la cara, las arrugas no habían desaparecido por completo y estaba esa voz. “Soy-yo”. Víctor metió los dedos de Manuel a su oído, sintió algo metálico pero no lo pudo sacar. Metió la mano completa y consiguió extraerlo; ahí sobre el lavabo, manchado con algo de sangre, estaba el apuntador. —¿Qué haces aquí? —preguntó Manuel mientras abría la llave del agua. “Supongo que voy a tomar un baño. Sólo recuerda regresarme a tu cabeza.” Víctor lavó cariñosamente al apuntador y lo regresó con ternura a su oído. Manuel gritó de horror y vomitó. El agua corrió lavando la porcelana, el vómito se fue por el drenaje. “Adiós-Manuel” Víctor se afeitó y lavó sus dientes; los de arriba hacia abajo y los de abajo hacia arriba. Ensayó los diálogos para la novela de la noche, los repasó durante horas. El apuntador dio la pauta sin entonación ni emociones. También le recordó donde conseguir la pistola, con el amigo taxista; las de utilería se veían falsas. Salió de casa sin apagar la televisión: -En otras noticias; una joven se quita la vida-. Ya no había nadie para ver el noticiero. El paparazzo despertó casi al anochecer, después de una juerga. Caminó con dificultad hasta el baño de su cuarto de hotel y abrió el botiquín médico buscando alguna pomada para ponerse en el ano; el chico con el que se había tomado unas fotos y que ahora dormía junto al frigobar fue más rudo de lo que parecía cuando se lo ligó en el bar. Mientras aspiraba una línea de coca se sobresaltó. No logró recordar en qué antro había perdido la cámara. Un guardia de seguridad no lo dejó pasar pues le habían informado que Manuel ya no trabajaba ahí. —Usted me confunde, yo soy Víctor. —¡Claro! ¿Tiene alguna identificación? —preguntó el guardia reteniendo una risa burlona.

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Víctor dudó, ¿quién era Manuel? “Te-quiere-engañar”. Se revisó los bolsillos, sólo traía un sobre en la chamarra. No le interesaba leer la carta, pero en el sobre claramente se leía: Te amo Víctor. “Dispárale-Víctor”. Al guardia se le quitaron las ganas de reír. Comenzó la cuenta de los últimos cinco segundos para regresar de comerciales.Antes del corte, la máquina de video había transmitido el montaje con el accidente del jet, donde Víctor había muerto. La familia reunida en la sala de la casa lamentaba la pérdida del hijo pródigo. Fuera de guión, la puerta se abrió. Nadie lo podía creer. —¡Víctor no está muerto! —dijo su padre, consternado. (Los actores viejos saben improvisar) —Claro que no, el que murió fue mi gemelo malvado; Manuel. (Explosión de risas grabadas) “Mátalos-a-todos”. El floor manager dijo mecánicamente: —Continúen, estamos al aire. “No-es-tu-verdadero-padre”. —¡Tiene un arma real! —¡Cálmate Manuel! Mira las cámaras, esto no es verdad —dijo la actriz que hacía de hermana, mostrando auténtica preocupación antes de empezar a sangrar. “Mienten-Víctor-Mátalos”. La máquina de video ralentizó la cinta para que se pudieran editar las escenas no aptas. Un micrófono ambiental sufrió daños permanentes por la potencia de las detonaciones. El rating instantáneo de la telenovela subió. La cámara 3 limpió su lente de sangre. El escrutiñador moral se sobrecalentó. La cámara 2 recibió un impacto de bala, pero siguió grabando, estoica. La cámara 1 enfocó los ojos abiertos de un cadáver. —Vamos en vivo, perdimos el delay. El capítulo 564 se transmitió con clasificación “D”.

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I

a pequeña Perséfone,recibía los últimos retoques de su maquillaje. El momento se acercaba. Los nervios consumían a Dafneque esperaba haber hecho un buen trabajo.

L

Su rival, Dione,terminaba de vestir a Helena. Las viejas y debilitadas manos subían el cierre de unhermoso vestido. Aunque no lo pareciera, en sus mejores años, Dafne y Dione fueron reinas de belleza. Empezaron en certámenes infantiles, donde se dieron a conocer. Al llegar a la adolescencia, buscaron fama en el mundo del modelaje ¿Por qué no? Habían ganado buen dinero con su cuerpo y eran demasiado estúpidas como para dedicarse a otra cosa. Al principio les fue bien. Ya nadie recuerda esos días de gloria. Un par de años después ambas carreras se estancaron. Para conseguir posar aunque fuera en pequeñas revistas, se acostaban con quien fuera, muchas veces de a gratis, por que el anuncio prometido nunca aparecía.Les decían que sería para la otra. Dafne apareció en revistas y videos porno. Dione trabajó como bailarina en una cantina, la corrieron el mismo instante en que se acabó sujuventud. Dafne trataba de no pensar en los sueños perdidos. Dedicándole toda su atención a Perséfone. --Sonríe Perséfone, sin importar que tan mal estén las cosas, siempre debes de sonreír. Tu sonrisa es el más grande tesoro que puedas llegar a tener, nadie podrá quitártelo --le susurró Dafne al odio. Puso como ejemplo su incompleta y moribunda sonrisa. --Damas y caballeros, el concurso está a punto de empezar, traigana todas las participantes --dijo el presentador. Un grupo de ancianas ayudó a desfilar a las mini modelos. Un espectáculopatético. De tener voluntad propia, Perséfone, Helena y las otras concursantes habrían emprendido la huida de aquel lugar. --Bienvenidos al primer concurso de belleza infantil pequeña señorita Maravilla. Vamos a conocer a nuestras concursantes. La primera de ellas es Perséfone, recibámosla con un gran aplauso. Entra Dafne cargando a Perséfone. Una vez que los aplausos han cesado, habla con mucho entusiasmo. --Ella es Perséfone, tiene seis años, le encanta cantar, recitar poesía y hornear pastelitos. Tiene un gran talento. Su sonrisa es la más hermosa de toda la zona, no encontraran una igual. Todos ven la hermosa sonrisa de Perséfone, estuvieron de acuerdo en que era un gran trabajo.

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--Démosles un gran aplauso, se lo merecen --dijo el presentador. Pasaron tres concursantes, estas apenas se esmeraron. A Dione le molestaba mucho, entrar después de Dafne, la convertía en una segundona.El único culpable fue el azar, que la puso en ese lugar a la hora del sorteo, por el orden. Contenía su ira. --Ahora es el turno de la gran Helena, démosle un gran aplauso. --Un gran aplauso es poco, dennos mil grandes aplausos --dijo Dione, mientras hacia su gran entrada, cargando a Helena como si fuera un trofeo que debía enseñar al público. --Ella es Helena, le encanta bailar, posar para fotografías y charlar temas de hoy. Es muy madura para su edad. Cabe mencionar que está usando un bello kimono que yo misma confeccioné. Después de Dione siguieron dos concursantes más, estas apenas y llamaron la atención. La lucha por la corona seria entre Perséfone y Helena, no podía ser de otra manera. --Esas fueron todas nuestras concursantes. Es el momento de elegir a la pequeña señorita Maravilla, vengan a votar por su favorita. Los miembros del público hacían fila para depositar su voto en las urnas. Tres personas contaron todos los votos. Al terminar pusieron el resultado en un sobre y se lo entregaron al presentador.La espera fue eterna para Dafne y Dione, debían saberlo de una vez. Deseaban decirle a la otra:perdedora y que así se moriría. --Muchas gracias por seguir con nosotros, ahora sabremos quién es nuestra señorita maravilla. Al disperso público no parecía impórtales el habían marchado, otros se rehusaban a dejar

concurso.Algunos ya se la mesa de bocadillos.

--Vamos, no sean tímidos, acérquense para que podamos coronar a nuestra nueva reina. El público regresó a sus lugares. Dione mordía sus uñas,ya escuchaba al presentador nombrarle como ganadora. --Y nuestra ganadora es… Dione contenía sus deseos por arrebatarle el sobre al juez. --La ganadora y por lo tanto señorita maravilla es…. Dilo ya, piensa Dione, es una tortura hacerme esperar tanto.

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--La ganadora es… ¡Perséfone por su gran sonrisa! Dafne salta de alegría, lo logró. Corre al escenario para recibir el reconocimiento que tanto cree merecer. El presentador le entrega un ramo de rosas. Perséfone es puesta en un pequeño trono. Helena fracasó, Dione fracasó aún más.Este premio era todo para ella. Por su rostro desértico descendían pequeñas gotas de lo que sería un torrente de tristeza. No quería que la vieran en ese estado tan imperfeto, tan patético.Antes de salirarrojó un arreglo de flores.Casi nadie pareció advertir su berrinche. Los aplausos se extinguían.En la mente de Dafne el viejo público es una multitud de admiradores. No se cansan de aplaudir, la ovacionan. Entre ellos hay fotógrafos que la deslumbran con los flashes de sus cámaras. Llora de alegría al creer que sus años de gloria han regresado. Dafne no podía estar más orgullosa de sí misma. En ese momento de descuido, Dione arrebata a Perséfone de su trono. Dafne se da cuenta muy tarde.La pequeña Perséfone tenía a Dione encima.Lo peor: Dione había vuelto con un cuchillo. La multitud no podía creer lo que veía, Perséfone seguía mostrando esa gran sonrisa. Esa maldita sonrisa ya me tiene harta --dijo Dione.Con estas palabras dejó caer el cuchillo sobre el rostro de la indefensaPerséfone.Las heridas provocadas por el cuchillo le dolíanmása Dafne que a Perséfone.Cada golpe era como una puñalada directa a su propio corazón, lloraba de desconsuelo. La multitud no sabía qué hacer. --Cálmate Dione, es sólo un concurso, no seas ridícula, termina con esto --las palabras del presentadorno surtieron ningún efecto. Dione no soltaba el rostro de su pequeña víctima.Queríaarrancar esa maldita sonrisa. Sin importar el esfuerzo, la sonrisa de Perséfone permanecía firme. El presentadorjunto con dos personas trataban de detener a Dione en vano.Sacaba una jovial fuerza que creía extinta. Finalmente sucedió:la cabeza dePerséfonefue arrancada de su cuerpo. La cabecita rodó hacia los pies de Dafne. Perséfone no dejaba de sonreír. Dafne lloró por las dos. El ver su obra maestra destruidaconsumió lo último de su cordura. Dafne tomó a una de las velas de la mesa. Acercó el fuego al bonito kimono de Helena.En cuestión de segundos las llamas se extendieron. Antes de que el infante cuerpo fuera envuelto por el fuego, Dafne tuvo tiempo de arrojarlo a una de las mesas. El fuego ahora reclamaba toda la mesa. El público corría asustado. Las otras concursantes veían desde sus lugares. Dione no había podido hacer nada para salvar a su pequeña.Todo había sucedido muy rápido.Sin más las dos rivales se arrojaron la una a la otra, su intención era matarse.

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II --¿Me pueden explicar porqué las cosas terminaron así?Desdeel principio me pareció mala idea hacer este “concurso”.Ya saben que Dione y Dafne no están bien de la cabeza, pero ustedes tenían que venir a convencerme con sus cursis argumentos para que les autorizara el showcito¿Qué tienen que decir a su favor? --Lo sentimos mucho, no creímos que se lo fueran a tomar tan en serio. --Me aseguraron que era un inocente juego. --Nuestras intenciones eran buenas.Sólo queríamos darles cierta paz a Dafne y Dione. --¿Cuál paz? Las alteraron más de lo que estaban ¿Ya vieron las heridas de cuchillo que recibió Dafne? --Por fortuna los de seguridad lograron quitarle de encima a Dione y el incendio no pasó a mayores. --Pero yo soy quien tiene que dar la cara a los familiares. Ya me imagino el escándalo que van a hacer los medios y a ver sino nos ponen una demanda. --Ya verá que pronto se olvida. -A mí esta nunca se me va a olvidar, tenlo por seguro. Organizar un concurso de belleza con muñecas ¿De quién fue la grandiosa idea? --De todos. La idea era que repararan muñecas viejas, ellas mismas diseñaran el vestuario, les eligieran un nombre y les inventaran una historia, una vida. --Hubiera visto lo felices que se veían haciendo los vestidos para las muñequitas.Al fin salían de su encierro, para hacer algo de provecho. Nadie se habría imaginado que lo convertirían en una pesadilla. --¡Basta ya! No quiero seguir escuchándolos, lárguense.Debería despedirlos. No se dan cuenta que sus chingaderas nos afectan a todos. El regañado personal sale de la oficina del director. --Un concurso de belleza con muñecas, pero qué idea tan estúpida --murmura. El salón donde se llevo acabo el concurso es aseado por los empleados de limpieza. El director del asilo se presenta para supervisar el trabajo. Uno de los empleados se le acercacon algo en las manos.

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--¿Señor qué hago con esto? --¿Eso? Es obvio: tíralo a la basura. El empleado obedece sin replicar.Deposita la cabeza de Perséfone en un bote. La reina del Asilo Eternas Maravillas sigue mostrando su sonrisa, parece ser inquebrantable. Al menos hasta que la sepultan bolsas negras de basura.

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SER NORMAL Diana Belรกustegui Ilustrado por: Daniel Alejandro Alcocer Ginori


ivían en pecado, corrompidas por el deseo casi exagerado de poseerse una a la otra sin que importaran lazos sanguíneos ni patrones sociales.

V

Cuando sus padres las tiraron en la oquedad de la casa se sintieron penosamente libres, asquerosamente insanas. Tres años pasaron en la oscuridad del lugar, chocándose desesperadas cuando abrían la puerta para tirarles comida y agua, en busca de un poco de luz, con los cuerpos cubiertos de llagas y hongos, empapadas en la humedad del habitáculo, con olores nauseabundos que pasaban desapercibidos frente a sus narices acostumbradas al hedor. Se amaban a pesar del castigo, se querían en medio del hambre y los dolores, pero como en todas las historias: el ardor calma con el paso del tiempo. La mayor fue la primera en sentir la punzada del desprecio, ella aun quería seguir viviendo ese amor prohibido y temía perderla. Intuía que su amada quería emerger y vivir entre normales. Ya no la abrazaba mientras dormían, ni le acariciaba el cabello durante el tedio de las tardes interminables. Sabía que su amor ya no era lo suficientemente ciego como para rechazar lo que se colaba por el resquicio de la puerta: la luz del sol, el aire puro y fresco, las fragancias de la comida recién hecha, caliente y sin moho. La mayor se despertó una mañana con el pasear nervioso de la menor. --¿Te duele la cabeza? --le preguntó con la esperanza de que fuese tan sólo eso. Pero la menor la miró directamente a los ojos y frotándose las manos, trató de explicarle: --Podríamos ser como ellos quieren, salir de esta miseria y algún día escaparnos juntas. “Algún día” pensó la mayor y la idea le sonó lejana y dolorosa. Amanda tenía veintidós años, Beatriz veinte y las hermanas que vivían arriba (las que habían nacido normales, no sólo moralmente correctas sino también físicamente perfectas) Caro de dieciocho y Dora de dieciséis, eran las nenas de papá. Su madre ya no buscaba al varoncito. Eran una familia típica. Sus padres habían construido una casa grande y acogedora en un terreno de sus antepasados, totalmente alejado de la sociedad perniciosa. Querían una vida sana para sus hijas. Pero ellas sabían que nada era perfecto. Ellas más que nadie lo sabían, ya antes de sentirse atraídas una por la otra, lo percibían. El espejo hablaba claramente sobre su naturaleza distinta. No podrían vivir arriba, estarían condenadas a ser parias hasta sus últimos segundos. Amanda lo tenía bien

claro,

pero

parecía

que

su

pequeña

y

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dulce

Beatriz

se

negaba

a

aceptarlo.


Cuando quiso nuevamente abrir la boca para explicar las razonas por las que debían comportarse de otra manera,Amanda se tiró sobre ella, tomándola por sorpresa y la golpeó salvajemente dejándola inconsciente. Luego corrió hacia la puerta y la pateó hasta abrirla ante la sorpresa de los otros habitantes. La luz la cegó y tuvo que valerse de las manos para apoyarse en las paredes y seguir. Si no habían cambiado la disposición de la casa, la habitación de trabajo de su padre estaba en la tercera puerta hacia la izquierda. Escuchaba gritar a su madre para que sus hermanas la sostuvieran y la metieran nuevamente en el sótano. A mitad del pasillo ya podía ver algo. Entró al habitáculo y sin prender la luz buscó en la mesa hasta encontrar un frasco de plástico ancho, se lo llevó a la nariz y una vez segura que era lo que necesitaba, volteó para retornar. Entonces las vio, sus dos hermanas la miraban asombradas, sin saber cómo hacer para enfrentar a semejante gigante. Les tuvo pena, después de odiarlas por su perfección, ahora las veía frágiles. Se adelantó un paso y ellas retrocedieron espantadas, los alaridos de su madre seguían tronando en la casa, su padre no aparecía, seguramente estaría buscando comida en el monte. --Ya me voy, no se preocupen --les dijo casi como en un susurro y regresó. Cerró la puerta lo mejor que pudo e instantáneamente sintió cómo se apresuraban a empujar muebles para impedir que volviera a escaparse. Su dulce niña aun dormía. Se untó el producto en el pecho y se recostó sobre ella. Cuando Beatriz despertó lo primero que hizo fue sentir el dolor en la cabeza, la hinchazón en el labio y el ojo, luego el ardor en el pecho. Amanda dormía sobre ella, intentó sacarla pero no pudo, la piel ardía y el peso de la mujer la estaba dejando prácticamente asfixiada. Rodó sobre ella. La mayor despertó y se quedó mirándola. Beatriz estaba adherida por el pecho a Amanda. El hecho de no poder alejarse de ella, de sentir que la piel se rasgaba y se quemaba, elaboró el combo perfecto para la crisis nerviosa. La menor comenzó a gritar mientras se apoyaba con ambas manos en la cara de la mayor y se esforzaba por apartarse. El dolor provocó un bache en su memoria, lo siguiente que recordó fue estar reflejándose frente a la olla de acero inoxidable en la que les daban de comer, con un pedazo de plato roto en la mano y la firme intención de ser como los demás.

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Cuando el padre regresó esa noche, la mujer y las hijas le contaron la experiencia desagradable vivida con las anormales de abajo. El hombre a pedido de su mujer tomó el látigo y se dirigió al sótano, entre todos sacaron los muebles que habían amontonado ante la puerta. La abrió y lo vieron retroceder espantado. Beatriz se asomó lentamente, con la cara horadada con gruesos cortes y las piernas amputadas. El padre no pudo hacer otra cosa que abrazarla llorando. --Nuestra niña ha decidido ser parte de la familia, venid --gritó emocionado y hasta allí fueron su madre y sus hermanas, trasladándose sobre las barrigas, arrastrando los apéndices deformes que tenían como piernas, tratando de besarla con las bocas amorfas de dientes faltantes y encías negruzcas. La rodearon con los brazos cortos y las manos de tres dedos. Todos felices, con la certeza ciega de que la mayor ya no existía y por eso la hija pródiga estaba arriba, con ellos, dispuesta a ser parte de la normalidad mayoritaria.

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Un día más Emma Ailien Cañizares Fernández Ilustrado por: Eduardo Rivas


umó un último cigarro antes de levantarse. Lo dejó consumirse un poco en el cenicero, estaba casi atascado y sucio con costras de residuos. Se mordió el labio inferior, siempre hacía lo mismo desde que era chica cuando se le secaba la boca, mordía y arrancaba los pedazos que se levantaban y a menudo le quedaba un sabor a sangre. Hoy esa sangre combinaba con el tinte rojo que los cubría.

F

Le sudaban las manos, sólo podía pensar en odio, ansiaba más sangre, veía violencia dentro de su cabeza y se le erizaba la piel de tan solo pensarlo. Pensaba en cómo lo iba a hacer, quería sostener un palo de madera y golpear el cráneo de su pareja hasta derramar su contenido. Abrir su estómago y meter sus botas negras por sus entrañas hasta escuchar cómo crujían. Sí, lo odiaba. No era fácil pretender, le costó mucho, pero lo había logrado. Cada mañana despertaba a su lado en ese colchón que compartían ya hace varios meses que se podían hasta llamar años. Al abrir los ojos se le revolvía el estómago de pensar en su piel embarrándose de moho y de fluidos corporales que él había dejado contribuyendo para ensuciar la cama. Algunas veces las náuseas le ganaban y corría al baño. Hoy fue uno de esos días. Pasaba mucho tiempo de rodillas, a veces vomitando mientras abrazaba el retrete y golpeaba su frente contra él pidiéndole que la rescatara. Hoy, también pasó. Lloraba silenciosamente, casi no se escuchaban sus sollozos, lo último que quería era que se despertara y caminara hasta el baño a abrazarla. Casi terminaba su rutina matutina cuando notó que algo corrió junto a los dedos de su pie derecho, era una cucaracha, café y gorda.La miró y de nuevo vomitó. El baño de pronto se volvió tan inmundo como su cama. "Un día más, aguanta". Miró hacia el techo y sin pronunciar una sola palabra movió los labios diciendo lo mismo. Al terminar volvió a enterrarse en esas sábanas que tanto detestaba, él, al sentirla cerca, posó una mano sobre su abdomen y la fue recorriendo hacia abajo.Ella se limitaba a suspirar con pesadez, luego otra vez la mano moviéndose, ahora buscando el camino dentro de ella. No le importaba por dónde tendría que entrar: lo iba a hacer. Quería llorar, pero se mordió la boca nuevamente, así que con la fuerza con la que se había mentalizado giró y lo comenzó a besar. Sobra decir a qué sabía aquella saliva que ahora le resbalaba por la garganta y la cara provocando un poco más de náusea, luego siguió la rutina matutina y volvió a estar de rodillas, sólo que ahora su retrete era él. Se sostenía de sus rodillas mientras él le enterraba la cabeza entre sus piernas. Fantaseaba con levantar la mirada y estar llena de sangre, con la boca escurriendo y con un pedazo entre los dientes. ¿Qué hubiera hecho? ¿Golpearla? ¿Matarla? Algo de emoción no le vendría mal, pero recordó "un día más, un día".

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Al terminar se tragó los sobrantes y se escabulló al baño. La regadera era un santuario, la protegía del asco, mas no había jabón que limpiara las marcas que le habían dejado.Nada borraba esas mordidas que se habían vuelto moradas, ni mucho menos esas garras que se le habían enterrado. ¿Cómo escapar ahora? ¿Y si realmente no era tan fuerte como era necesario? Sólo el odio la había mantenido con vida, sólo eso.Lo necesitaba para despertar, para comer, para respirar.Sin él se habría caído en una zanja sin salida, dependía del odio y no había vuelta atrás. Salió de la regadera con los pies mojados. Una diminuta toalla que ambos compartían la tapaba. Él se levantó y la jaló: era su turno de bañarse. Se sentía humillada, desnuda, la piel mojada absorbía el hedor de aquél colchón que parecía volverse café. Corrió a buscar ropa interior y se cubrió como pudo. No había espejos es su cuarto, el único estaba en el baño, así que ya había pasado bastante tiempo desde la última vez que supo qué se sentía estar arreglada. Antes amaba el maquillaje, ahora había olvidado cómo era. Al cabo de unos minutos él salió del baño arrojando la toalla de regreso a la cama, se vistió sin mirarla. --¿Qué tienes? ¿Por qué has estado tan callada? --¿Te acuerdas cómo me llamo? --Claro que sí princesa, no digas tonterías. Una vez vestido se acercó a ella, dio un beso en su frente y salió del cuarto. Ya no recordaba su nombre. Era sumamente importante que él lo hubiera dicho, había perdido quién era ella, se había olvidado de su identidad.Ya no era nadie más, era sólo "ella", a secas, sin nombre, sin persona, sin vida.Sólo era lo que él quería que fuera. Ella. De nuevo vinieron las náuseas, corrió al baño a vomitar. Sabía que tenía que salir de ahí, recibir atención médica. Buscó entre los cajones y sólo encontró monedas, no alcanzaba para pagar un médico, aun así el dolor y el asco eran insoportables, tomó las monedas y salió de ahí. El sol le pegaba en la cara, se sentía nueva en una ciudad desconocida. Hacía meses que no salía del cuarto. Los pies le dolían, todo el cuerpo amenazaba con romperse. Lacalle estaba infestada de gente desconocida, sucia, con mal olor, cansada, igual de harta que ella. Algún día habría pasado a lado de ellos viéndolos inferiores, riendo de sus miserias.Ahora se camuflaba, podía ser uno más. Caminó hasta encontrar una farmacia donde las consultas fueran gratuitas. Hizo fila en esas sillas que de igual forma le revocaban la suciedad de su cama. Se sentía cómoda en ese hedor, ya

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formaba parte de sí. El médico salió a buscarla, ahora estaba acostada en su camilla, donde habían pasado tantos cuerpos llenos de dolor y pesadez. Él la tocó con sus instrumentos, ni si quiera usaba guantes, no había barreras entre ellos. --Felicidades señorita, está embarazada --¿Embarazada? --Sí, cuatro meses. --Qué puto asco. --¿Cómo? --No nada, gracias. Sabía muy bien lo que había dicho en el consultorio. En su cabeza ahora sonaban esas palabras. Iba a engendrar al objeto de su odio, de su repulsión. Sentía cómo algo dentro de ella se echaba a perder. La comía, se alimentaba de su cuerpo poco a poco volviéndose más fuerte, hasta que un día saldría a desgarrarla y consumirla por siempre. Tomó el mismo camino de regreso. Estaba recostada en la cama, no podía comer, bañarse, hasta pensar le costaba trabajo. Tenía que hablar con él. No contestaba el teléfono, cinco, seis llamadas perdidas y no contestaba. El teléfono apagado, no había respuesta. Se sostenía el estómago con miedo. ¿Y si él no volvía? ¿Si había decidido huir y nunca regresar a ese lugar donde la tenía encerrada? Tenía que volver. O no. Seguramente no lo haría. Sabía que ella estaba bien, por lo menos la hacía viva, cocinando cualquier porquería que le había dejado para recalentar. Dormida, como siempre la encontraba, a lado de un charquito de vómito, o en una mejor situación: sonriendo en la cama mientras imaginaba que estaba muy lejos de ahí. Debía de haber algo que pudiera hacer para traerlo de vuelta. Una herida, algo notorio, algo que le gritara que lo necesitaba. No podía odiar a alguien que no estaba, no podía matar a alguien que estaba lejos. Lo necesitaba ahí. Se acercó a las repisas que tenían como cocina y sacó las tijeras, iba a ser un corte rápido y per-

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manente. Se iba a sacar a esa cosa de adentro, entonces él vendría corriendo a cuidarla, entonces podría odiarlo. Podría volver a respirar. Tomó las tijeras con una mano y con la otra se deshizo de su ropa interior, las introdujo lentamente, como a veces entraba él, percibió el metal rozándola, mezclándose, dejó que entraran más adentro hasta que el filo se encontró con una pared. Respiró y las clavó con fuerza. Gritó como nunca en su vida lo había hecho, su cuerpo se desvanecía junto con sus gritos, cerró los ojos y cayó inconsciente en el colchón que ahora se teñía de rojo. Pasaron dos horas, posiblemente más, antes de que él volviera. Los vecinos lo habían encontrado para informarle de los gritos desgarradores de su novia que evocaban terror en todos. No llegó solo, como muchas veces, había tomado de más. Junto a él entraron sus amigos, siempre eran los mismos, cuatro hombres sucios y desaliñados que lo acompañaban a todos lados. Primero entró él, estaba molesto, la despertó al sacar las tijeras que seguían clavadas a su cuerpo. Ella abrió los ojos y giró la cabeza hacia él. De nuevo intentó gritar, pero sólo salía un gemido de dolor. Estaba débil, había perdido mucha sangre. Él comenzó a reír viendo a sus amigos. -¿Para esto nos llamaron? En serio no aguantas nada. Quería verlo, pero no podía moverse, era como si la tuvieran amarrada a la cama, estaba inmovilizada. Él sostenía las tijeras que escurrían sangre soltando carcajadas. --¿Qué, tu nuevo juguete? Todos reían incontrolablemente y se turnaban para lamerlas, faltó sólo que uno se sentara en la cama para que todos se acercaran. Todas las manos querían frotarla, pasaban sus bocas grasosas por su piel. Él tomó un trago hondo de la botella mientras se acercaba a su cara, a unos centímetros de ella despegar la mirada, sin decir una sola palabra. --Por favor por favor --susurró ella. --¿Escucharon? Que le está gustando, que si por favor más fuerte. Ella movió sus manos arrastrándose por la cama hacia él dejando un rastro de sangre tras ella.

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Uno de los hombres se agachó y puso su cabeza entre sus piernas, le lamía la sangre, la mordía. Ella esperaba que se comiera a su hijo a mordidas creyendo que eran trozos de piel despedazada, lo anhelaba. La misma idea le causaba placer, junto con la sangre escurría esa humedad que hace mucho no emitía. Ahora lo podía volver a ver, lo miraba fijamente y le sonreía, creía haber ganado, por fin lo había destruido. Él no toleró la felicidad, el triunfo y en menos de un minuto se desabrochó el pantalón y derramó toda su orina sobre ella. La bañaba, quería alimentarla, ahogarla.

Al final, los hombres se fueron, se caían por la puerta mientras gritaban con carcajadas lo bien que la habían pasado. Llevaban fotos y videos para nunca olvidarlo. Ella seguía en la cama, ese lugar al que tanto había odiado, ahora la veía morir. Lo sostuvo de la mano, había vuelto.Entonces, empezó a rezar: un día más, un día más.

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