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Estantes R
elativizar las dimensiones de la tragedia no me resultará sencillo mientras no logre resignarme a los términos del trueque: “lo tuyo no es tan malo pues lo otro es peor”. Supongo que un remedio para mitigar el desequilibrio sería releer —como suele decirse— a los clásicos. En el departamento donde vivo hay diversas colecciones desperdigadas en los libreros: los Harvard Classics de Charles W. Eliot, los libros verdes de José Vasconcelos, la Biblioteca Ideal de Alfonso Reyes y Germán Arciniegas o los volúmenes de The Great Books Foundation, un ambicioso proyecto de lecturas que se debe prolongar a lo largo de varios cursos; a cada uno le corresponden 16 tomos de 16 autores distintos y un color específico, salvo en el caso del programa de inicio, compuesto por un manual que explica con minucia las bases de “nuestra civilización” y una serie de cuadernillos introductorios. Mortimer J. Adler y Robert Hutchins crearon este instituto de clásicos en Chicago en 1947. Su propósito era que adultos de cualquier carrera o ninguna aprendieran a estudiar y debatir, de preferencia en grupos y sin intermediarios especializados. Adler fijó reglas: “lean con esmero; preparen sus preguntas; exprésense con libertad; sean concisos; no permitan que la discusión se desvíe; manifiesten su desacuerdo siempre de modo cortés; no pierdan tiempo con los datos: son indiscutibles; hablen acerca del libro, no de lo que otros han dicho de él, y analicen las ideas del escritor, no su vida ni su época”. La colección —ediciones de la década de 1950— le perteneció a mi mamá. El primer volumen del curso del cuarto año (fragmentos de Las analectas de Confucio) tiene una nota suya a lápiz: Confuciustaughtnothingwhatever aboutanygod. Quizás ella intentó organizar reuniones de lectura con amistades en su casa de Coyoacán y al cabo se dio por vencida, como sucede a menudo con los clásicos, que sin duda se leen con “previo fervor”, como dijo Borges, pero también, al menos yo, con previa angustia, miedo a sucumbir bajo una pesada, nerviosa distracción. Concuerdo con el argumento irrebatible de Italo Calvino de que es mejor leer a los clásicos que no leerlos. Pero eso no simplifica la tarea. Según el libro del Renacimiento el problema acuciante del siglo XV fue armonizar la fe cristiana con la cultura grecolatina. “Puesto que solamente los clásicos facilitaban un sólido saber, conocerlos no podía menos que formar parte de la enseñanza; sin embargo… eran paganos que no habían recibido las aguas del bautismo y estaban condenados al fuego eterno, por su impiedad e inmoralidad”. Se podría establecer un tosco paralelo: son aún paganos esos autores con respecto a la intensa fe secular de la corrección política: no nos reflejan ni nos incluyen. Por lo demás, la fila es enorme: los clásicos antiguos, los recientes y mi perpetuo retraso. “¡No terminaste el Ulises de Joyce!” —exclama un amigo—. “Yo lo he leído dos o tres veces”. No me atrevo a interrumpir su risa _
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