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El estudioso de la obra de Anne Carson revela ensayo los mecanismos con los cuales la poeta explora las posibilidades y las trampas del La voz de la Casandra posmoderna

LUIS ARTURO GUICHARD* FOTOGRAFÍA LANNAN FOUNDATION n el siglo III a.

C., un poeta del que no se sabe nada más, Licofrón de Cálcide, escribió un poema absolutamente posmoderno en que Casandra, la hija adivina de Príamo, hablaba como uno esperaría que hable un ser humano poseído por un dios: con el cerebro y los sentidos a punto de explotar, inventando la mitad de las palabras y masticando las demás hasta la deformación, con una sintaxis delirante y todo, absolutamente todo, transformado en oscuros enigmas. Vale la pena aprender griego solo para leer ese poema, cuyas ediciones tienen un cuarto de notas explicativas por página, y que Manuel Fernández Galiano, quizá el mejor traductor de poesía griega del siglo XX, logró verter en perfectos alejandrinos. Para los antiguos, ser poseído por un dios no era una cuestión metafórica como puede serlo para nosotros, sino algo brutalmente físico. Lo más cercano que podríamos experimentar hoy en día sería que nos conectaran a una computadora y de golpe nos vaciaran toda la información existente. Ya antes de Licofrón, el propio Esquilo, en el magistral monólogo de Casandra en el Agamenón, intentó reflejar este estado: al principio de su discurso, Casandra habla en una lengua inexistente, que no es ni el griego de sus captores ni la lengua anatolia de su natal Troya. Casandra lo sabe, literalmente, todo. La paradoja es que lo sabe en los momentos de posesión en que el dios habla a través de ella, en los momentos en que está conectada a la supercomputadora y su cerebro está a punto de explotar; su len-

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Eguaje, en esos momentos, no es accesible para el no iniciado: lo sabe todo, pero nadie la entiende. El coro, que dialoga con ella, se queja de que no comprende sus “palabras enfermas”. Y de pronto, en medio del discurso, el dios que habla a través de ella, Apolo, le concede algo inédito para un profeta, hablar claro: “Con certeza mi oráculo ya no a través de los velos/ habrá de mirar, como una novia recién casada,/ mas parece que brillante hacia el sol naciente/ se lanzará espirando, de modo que, como ola,/ arrastrará hasta sus rayos este penar que es mucho/ mayor. Te lo explicaré ya sin enigmas” (Agamenón, versión de David García, 2021).

La profecía oscila entre la verdad intraducible a lenguaje humano y el don de la claridad. Anne Carson ha hecho de este pasaje de Esquilo una especie de emblema de su quehacer poético: probablemente no hay nadie en la poesía reciente que haya explorado las posibilidades y trampas del lenguaje como Carson. En Flota (2016; versión española de J. Doce y A. Catalán, 2019), en un capítulo titulado “Casandra flotar puede”, hace una sugerente comparación entre Casandra y Gordon Matta Clark, el artista que intervenía edificios “rebanándolos” para luego destruirlos, y se detiene en una de sus obras más oscuras y apasionantes: como homenaje a su hermano muerto, Matta cava un pozo en un sótano de París, al que pone una escalera tallada para descender. Cuando llega al fondo, comienza a cubrirlo de nuevo hasta que la “obra” desaparece: lo único que queda es lo que el “público” pudo ver a través del ventanuco que da a la calle y unas fotografías que alguien tomó. El “público” estaba tan en ascuas y tan confundido como el coro que escuchaba a Casandra.

En ese mismo libro, Carson hace un genial experimento sobre las fronteras de la traducción: al fin y al cabo, lo que la pobre Casandra intenta (y finalmente logra por gracia del dios) es poner en lenguaje humano algo que no lo es, es decir, una forma de la traducción).

Carson intenta varias traducciones imposibles de un bello fragmento del poeta mélico Íbico, que pongo aquí en mi propia traducción: En la primavera florecen los membrillos de Cidonia, regados por las corrientes de los ríos, ahí, en el jardín inmaculado de las doncellas, y retoñan los brotes de la vid. Pero el amor no está quieto para mí en ninguna estación: igual que bajo el relámpago y el fuego el Bóreas de Tracia se agita dejando atrás Chipre con indomable fuerza enloquecida, así, sin piedad, oscuro, invencible, devora mi corazón desde el fondo.

Las “traducciones” de Carson son las siguientes: una usando solo las palabras que aparecen en el poema “Constancia de mujer” de John Donne; una con palabras del archivo del FBI dedicado a Bertolt Brecht; una usando las palabras de la página 47 de Finaldepartidade Samuel Beckett; una con palabras de Conversaciones con Kafka de Gustav Janouch; una usando solo nombres de estaciones y señales del metro de Londres, y una usando palabras del folleto de instrucciones de su horno de microondas (modelo Emerson 1000W). Copio aquí la última de ellas en la versión de Doce y Catalán:

En los bocados y aperitivos calientes, por un lado, las salsas de soja, Barbacoa, Worcestershire o de carne, al estar condimentadas con pimentón donde una apariencia dorada es deseable y bajo el tubo magnetrón galletitas pastosas, envueltas en tocino, se endurecen.

Por otro lado, una tortita congelada no quedará crujiente. Al contrario, más bien, como ondas de radio, burbujeando, salpicando, acompañada por tu frotarte las manos,

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