Una mirada a la enfermedad mental f ot o graf Ă a y li t e rat u ra
Una mirada a la enfermedad mental f o to g ra f Ă a y l ite ratura
Coord i n a Beatriz L Ăłpez L u e n g o De part ame n t o de P si c o l o g Ă a
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ExposiciÓn
Catálogo
Comisario Beatriz López Luengo
Textos Álvarez Mesa, Yosé Benedicte Escudero, David Daniel Bollini, Ernesto Díez Herrera, Gloría Franco Carnevale, Renzo Galindo Bonilla, Enrique Hernández Díaz, Teresa López Luengo, Beatriz Marco Rodríguez, Mª Naira Revilla Cuesta, Javier Sabater Piquer, Lucía Vázquez Suárez., Mª del Carmen
Coordinación Técnica Secretariado de Actividades Culturales de la Universidad de Jaén
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FOTOGRAFÍAS Asensio Moreno, José Manuel, Fernández Rodríguez, Rafael García Cruz, Noelia Gómez Antón, Raúl Ríos Jara, Andy Martín Moneva, Alicia Moreno Fernández, David Pérez Gil, Antonio Jesús Tajuelo Sánchez, Carlos edita Beatriz López Luengo Coordinación Técnica Secretariado de Actividades Culturales de la Universidad de Jaén Diseño y maquetación Javi Montoya / Envidia.biz Impresión Gráficas La Paz de Torredonjimeno, S. L. ISBN: 978-84-8439-626-0 Depósito Legal: J - XXX -2012
Una mirada a la enfermedad mental f o to g ra f Ă a y l ite ratura
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Una mirada a la enfermedad mental f o to g ra f Ă a y l ite ratura
Coord i n a Beatriz L Ăłpez L u e n g o Depart am ent o d e P si c o l o g Ă a
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Prólogo
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na de cada cuatro personas padecerá una enfermedad mental a lo largo de su vida. En la mayoría de los casos la superará y en otros, si bien la enfermedad perdurará, el paciente, con ayuda de familiares, amistades y profesionales, será capaz de afrontar su situación. Puede ser un proceso largo y doloroso, no sólo por la gravedad de su patología sino por la imagen negativa que la sociedad posee de las personas con enfermedad mental. Gran parte del sufrimiento que padecen estas personas tiene su origen en el rechazo, marginación y aislamiento social y no en la enfermedad en sí misma. La percepción social de la enfermedad mental está sesgada por el desconocimiento y la desinformación. Las barreras de los antiguos manicomios han dejado paso a otros muros, invisibles, que mantienen el aislamiento e impiden la total recuperación de los pacientes mediante prejuicios y tópicos que los encierran en su enfermedad. El estigma de la enfermedad mental, sustentado en prejuicios y causante de discriminación social, debe ser combatido. El silencio que rodea a cualquier problema de salud mental forma parte del problema. Las enfermedades mentales están silenciadas, ausentes
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e invisibles. En España los pacientes mentales representan un 9,2% de la población. A pesar de que las enfermedades mentales están muy cercanas siguen siendo grandes desconocidas para la sociedad. Las autoridades políticas y sanitarias han identificado el estigma como una parte sustancial del problema en el afrontamiento de su recuperación. Su erradicación es un objetivo prioritario de intervención institucional: la Organización Mundial de la Salud, la Unión Europea y el Ministerio de Sanidad establecen la necesidad de una mejor concienciación de la población respecto a las enfermedades mentales y su posible tratamiento, así como el fomento de la integración de las personas afectadas mediante acciones de sensibilización. Por ello, es imprescindible cuestionarse la visión que se posee de la enfermedad mental y las actitudes hacia quienes las padecen. Debe de ser una enfermedad más y no algo con una característica estigmatizadora y excluyente, que discrimina a los pacientes y les aparta de una vida normal generándoles desesperanza, aislamiento social y pérdida de autoestima.
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Esta publicación recoge el relato ganador así como los relatos y fotografías finalistas del “Certamen sobre relatos cortos y fotografía sobre la enfermedad mental”, organizado desde el Secretariado de Actividades Culturales de la Universidad de Jaén con el objetivo de que la sociedad reflexione sobre la enfermedad mental. Se presentaron un total de 364 relatos y 171 fotografías procedentes de 21 países. Quiero agradecer el trabajo realizado por los profesionales que desde el Secretariado de Actividades Culturales de la Universidad de Jaén han colaborado en esta publicación y en el desarrollo del certamen, y a Javi Montoya por su excelente labor de diseño y maquetación. Asimismo, este proyecto no podría haberse llevado a cabo sin la valiosa actuación de Ángel Cagigas (profesor del Departamento de Psicología de la Universidad de Jaén), Carmen Camacho (escritora), Marisacri Cirujano (fotógrafa) y Antonio Miguel Quesada (psicólogo del Equipo de Distrito de Salud Mental de Jaén) como miembros del jurado, así como el de las personas que han querido, a través del certamen, manifestar su sentir y parecer sobre la enfermedad mental.
Beatriz López Luengo Coordinadora del Certamen 11 de enero de 2012
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Relatos Cortos
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Relato ganador
Chocolate Enrique Galindo Bonilla
Ni lo soñé ni me desperté transformado. Más bien fue algo progresivo, lento y embaucador. Lo que no recuerdo es cuando comenzó aquel sabor -exquisito, por cierto-, a hacerse presente, a avanzar como primera línea de ejército napoleónico hasta conquistarlo todo. El precio que tuve que abonar por la invasión fue lo peor: la pérdida de sabores, de instantes y riquezas paladeando la vida, de anhelos esperados en forma de manjares, desde un plátano hasta un beso, pasando por el instante sublime del vino en los labios y el juego de relames que deja una tarta de fresa y nata. Chocolate negro, 70%, con toques de coco. El sueño de niño, cuando me regalaron aquella chocolatina, envuelta en papel rojo y bronce, era una realidad tangible. Entonces llegó un tío, que dijeron que era mío, hermano de mi madre y me la entregó. Yo, tímido al principio, dudé en abrir aquel atrayente envoltorio. Cuando lo hice, tres horas después y un agujero de deseo y temor en el estómago, descubrí la fantasía; y con ella el sabor de lo perfecto. También es verdad que hay agasajos envenenados que transforman el tiempo y el
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porvenir, y aunque aquel regalo ya había pasado hace tantos años, y mi mente lo había olvidado, mis deseos no lo hicieron. Recibía la gracia de lo concedido con dieciocho años de retraso. Lo sentí como una ofrenda de los dioses, un milagro hecho ambrosía. Que el sabor a cacao lo inundara todo fue una gran alegría, una triste locura. Como digo, no comenzó de golpe, por lo que la sorpresa me la podía haber ahorrado, pero sí fue repentina la toma de conciencia de lo inevitable. El fenómeno: una tarde, la cama de mi novia fue el testigo mudo. Sus labios, en los besos que anteceden al momento del acoplamiento, no sabían, no desprendían el sentido de la vida, sólo eran una sensación neutra de saliva y humedad; pero al sopesar su pezón izquierdo con mi boca… Dudé y la duda me llevó a meterme en la boca y chupar con glotonería toda su teta, con la mente abierta al viejo sabor recién descubierto. El pecho era un mundo redondo de sabor. —¿Qué… sabe a leche? —me dijo, sorprendida de mi súbita avidez.
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—A leche…, no; mejor dicho a chocolate con leche. Espera… —succioné otra vez comprobando con más detenimiento el nuevo sabor-, ligeramente amargo y con un poquito de coco. El pecho entero se había transformado en cacao, todo era poco para lamer, además con ese tamaño que supera la boca abierta… Nunca había probado una onza de chocolate igual, con las dimensiones y el deje de un pecho femenino. Continué goloso degustando aquel pezón que extendía todo su universo a la mujer entera de chocolate. Me separó la boca de un empellón, se tapó con la sábana y me echó de su casa sin contemplaciones, pero con insultos. Me ahorro los calificativos, pero iban de la obscenidad a la demencia, pasando por la acusación psicoanalítica de acomplejado de Edipo. Me vi en calzoncillos en el descansillo de la escalera y pidiendo a gritos, como un picapiedra más llamando a su Vilma particular, rogando por entrar a recuperar mis ropas y pidiendo perdón mientras me pasaba la lengua por los labios para prolongar el gusto. Mientras abandonaba el lugar, rememoraba aquellos instantes: sus labios sabían a tableta de chocolate, su piel se deshacía en cacao.
La bebida de los dioses se había hecho carne. El pecho pasó a ser afrodisiaco, no por sí mismo –como objeto sexual-, sino por el poder contagioso de su sabor. El recorrido a mi casa, bueno, de mis padres, que aún no tenía el trabajo ni el dinero para dejarlos y tener cueva independiente, se mecía entre la crisis de pareja recién abierta entre ella y yo (los gruñidos sonaban dentro del casco cerebral), y ese paladar que deja la felicidad en la memoria. Comenzaba a llover. La noche comenzaba a abrirse en un grifo lento. Abrí la boca al cielo para refrescarla y las gotas de colacao entraron tibias. En casa, la sopa de la cena era una sorpresa de consomé chocolateado. El pescado parecía rebozado de polvo de cacao al setenta por ciento. Era un sueño cumplido desde niño. La vida era pura delicia, un globo deseado de ser comido con avidez. Los días siguientes se mezclaron de dicha y sentimientos encontrados. Aunque la ruptura era una realidad confirmada, todo sabía a bombón. No había gusto que escapara a la dulce sensación del chocolate. Si me hubieran dicho, en aquellos cinco años, firma, lo hubiera hecho sin dudar. El mundo empezó a ser de un dulce ligeramente amargo. Carnes, verduras, zumos, incluso el agua, tenía esa degustación tan encantadora. Mi novia me había dejado pero no importaba. Si otros apagaban sus penas en alcohol, hachís o riesgo, yo no. Me bastaba con chuparme un dedo para ser otra vez feliz. Si alguna aventurilla se cruzaba, que no fueron muchas, todo sea dicho, disfrutaba más que del sexo, de sentir unas tetas de chocolate que no se deshacían en la boca. Tal vez por eso, mis candidatas a pareja no pasaban de ser eso: candidatas efímeras, amantes transitorias, chocolatinas de paso. Pero lo obvio había de ocurrir. Me sentí solo, echaba en falta a mi chica, no su sabor a nocilla con coco, sino su charla, su risa, su olor a hembra. También mis amigos se fueron desvaneciendo progresivamente como los sueños cuando pones el pie en la alfombra, apenas llamaban para ir a un concierto, al cine o de birras. Tal vez se cansaron de mi monologo perenne sobre la bebida de los dioses; no pensé que les aburriría mi dicha compartida ¿Sabíais que Hernán Cortes daba a sus hombres un vaso de chocolate porque con ello eran capaces de resistir marchas de una jornada completa en la selva sin más alimento? Es bueno para el colesterol. Antes de llegar los españoles a hacer de
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las nuestras, en México había dos dioses relacionados al cacao, uno azteca: Quetzalcóatl; y otro de origen maya: Ek-Chuah. En algunas culturas se le considera afrodisiaco… Quería ir al cine y comer palomitas con sabor a maíz reventado y caliente, pero no, eran de chocolate, yo las quería de grano de mazorca. Quería tomarme un cubata y que el güisqui con cola me refrescase la garganta, en lugar del sabor dulzón a crema de cacao con alcohol. Querría disfrutar de la barbacoa del domingo en el campo, de la carne a punto de quemarse oliendo a leña. Que mis amigos volvieran. Que mi piel supiera a sudor y poderme lamer una mano, como hacía mi perro; él también se aparta, no me lame ni hace cariñitos, ni que tuviera el sabor ese impregnado en la cara y lo oliera antes de esconder el rabo y gruñir con destino a su caseta y su hueso.
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La vida iba perdiendo gusto progresivamente, no disfrutaba ya tanto del único sabor posible, empezaba a olvidar como era aquel Reserva manchego. Sufría por paladear un entrecot bien pasado, degustar la textura del pulpo con su aceite y su pimentón en una mesa de feria, hincharme a paella de mariscos, saborear una fuente de mejillones. Incluso la pizza cuatro quesos, ¡ah, la pizza…! Sería la soledad, la preocupación de mis padres, el aburrimiento o qué se yo, pero hice un intento de ir a médicos, pero temía que se rieran de mí. Además, a cual solicitar cita previa: la de cabecera, el estomatólogo, un psiquiatra. O tal vez fuera competencia de un curandero o un sacerdote especializado en exorcismos. No, si me veo con en una unidad de salud mental de esas, compartiendo sopa boba (encima de chocolate) con los psicópatas y dementes de turno. Mi madre no hace nada más que preguntarme por mi salud, a veces llora; teme que enferme de pálido que me voy volviendo. Ya sé que tengo que hacer un esfuerzo y comer algo, que en el espejo se me van dibujando los huesos, pero no puedo. Odio el sabor, no aguanto que una naranja sepa a eso, que la cerveza no sea la misma, que ni un bizcocho se libre del encantamiento. Todo lo llena, todo es uno. Hasta la palabra misma es una maldición. Hernán Cortés debería estar borrado de los libros de historia junto con Cristóbal Colón y todos los que se acercaron a aquel continente insípido.
Tengo hambre. Mucha hambre. Cada día más. No quiero comer, me niego a ingerir nada que me pueda recordar a lo de siempre. Me han traído en una ambulancia. Entraron por la noche, a traición y con alevosía. Llevaban batas blancas. Me dieron unas gotas de un líquido con sabor a cacao para tranquilizarme. Creo que ahora estoy en una unidad para anoréxicos. A veces el psicólogo quiere hablar conmigo, pero no, no deseo hablar de comida. En el grupo no aguanto cuando alguna dice «Yo no estoy enferma, en mi casa hago unos excelentes pasteles de chocolate». Entonces, si no fuera por mis pocas fuerzas, me levantaría y le haría tragar todos los bombones que ponen sobre la mesa, con su envoltorio tramposo de oro y plata. Mi madre viene a verme cada día, de cinco a siete y suspira.
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Relato menci贸n especial
RedRum David Benedicto
Fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo,
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fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, fui yo, pero nadie sabrรก nunca lo que hice.
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Relato finalista
Loco de amor Ernesto Daniel Bollini
Todos miramos en dirección a la puerta de entrada. Esteban, con el rostro demudado pero el mentón deliberadamente en alto, cruzó la sala sin hablar, llevando del brazo a Estela. Mejor dicho, a los despojos de una Estela casi muerta, que se arrastraba tras de los pasos de su esposo tironeándolo un poco, moviéndose por costumbre o por inercia. —Ya tuvo que aparecerse con ésa —susurró mi hermana con profundo desprecio. —No hables de ese modo —intervino papá—. Es víspera de Navidad y todos debemos reunirnos en paz y concordia—. Luego alzó la voz dirigiéndose a Estela, con ese aire honesto y democrático que tanto odiamos en él, acaso porque nos demuestra siempre que todos nosotros estamos por debajo de sus augustos ideales—. Son bienvenidos, hijos. Feliz Nochebuena. —Gracias, papá —dijo Esteban, abrazándolo—. No esperaba otra cosa de vos—. Después echó una mirada de fuego sobre los hombros de mi hermana y abrió la boca como para decir algo, pero calló.
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—Mamá preparó vitel thoné —dije, para modificar el tenso silencio que siguió luego—. Siempre fue tu comida preferida, ¿no? Esteban me sonrió brevemente. Enseguida se dejó escuchar la voz rota de Estela, viniendo desde otro lado, desde el sitio eternamente lejano y frío en el que se había instalado a sus anchas. —¡El gato no! —exclamó, apuntando una mano de uñas sucias y pulseras tintineantes en dirección a Sylvester—. Ya te dije que a ese animal no lo quiero. Mi hermana aferró a Sylvester de los sobacos y se lo llevó a su habitación, aprovechando la maniobra para desaparecer un buen rato de nuestra vista. —Mamá se siente un poco indispuesta hoy —dije—. Se levantó temprano para preparar todo pero… Resignado, Esteban cerró los ojos y meneó la cabeza. —Gracias, Juan —dijo, confusamente—. Estamos bien.
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Estela tenía aún los ojos clavados en la puerta por donde había salido mi hermana con el gato. Sus manos temblaban. —El gato no vuelve, ¿no? —Ahora miraba a Esteban con una mezcla de desconcierto y enojo, como si hubiera sido víctima de una traición. —No. No vuelve —respondió a secas mi hermano, y Estela comenzó a llorar dando gritos menudos, apenas perceptibles. —Ya habíamos quedado… —balbuceó—. Ahora vos también te ponés en mi contra. ¿Cómo podés ser tan… tan hijo de puta?—. Hablaba sin odio, como una máquina vieja, gastada por el uso y habituada al funcionamiento defectuoso. Papá se masajeó el estómago en un gesto que pretendió ser cómico pero resultó triste. —Ya tengo hambre —dijo—. ¿Y si pasamos al comedor? —Sí. Pasemos —lo apoyé—. De lo contrario darán las doce y todavía estaremos acá, charlando. Voy a llamar a Sandra.
Me avergoncé un poco de la estratagema que acababa de utilizar para escaparme un instante del radio de influencia de Estela. Su sola respiración entrecortada me resultaba insoportable. —¿Sandy? —pregunté, golpeando delicadamente a su puerta—. ¿Puedo entrar? Mi hermana tardó unos momentos en abrirme. Había estado llorando. —¿Vos te das cuenta? —exclamó, esforzando la voz en sordina para no ser escuchada—. ¿Cómo se atreve…? —Es Navidad, amor —dije, abrazándola—. Pasemos por alto ciertas cosas. —¿Ciertas cosas? —preguntó, la voz cascada de pena—. Esteban viene a arruinarnos las fiestas presentándose con esa mujer. —Es la esposa, Sandy. ¿Qué pretendías que hiciera? —Que tuviera un poco de dignidad —siguió mi hermana, dura—. Después de todo lo que dijo ella, de amenazarnos con hacer juicio si seguíamos… ¿Cómo era que había dicho? —Acosándola. —Eso, acosándola. ¡Nosotros!... Pensar que hoy se le dio por el gato, pero el mes pasado fue culparnos por la muerte de su madre, y el otro, por el robo que había sufrido en la casa. Que le pinchamos los teléfonos, que quisimos envenenarle el agua… ¿Hasta cuándo vamos a soportar toda esta basura? Mamá fue la más sincera de todos. Se fue al carajo para no tener que verle la cara. —Bueno, Sandra. Entendé la posición del pobre Esteban —dije, conciliador. —¿Entender? ¿Qué es lo que tengo que entender? ¿Qué nos está jodiendo la vida a todos por defender a esa…? La puerta de la habitación se abrió de golpe. Esteban asomó su cabeza enrulada.
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—¿Se puede? —preguntó con timidez. Por la hendija podía verse a Estela, que conversaba animadamente con papá en la sala, como si nada hubiera ocurrido. —Sí —dijo Sandra, con una sonrisa forzada—. Pasá. Esteban echó una mirada en derredor. —Hace rato que no entraba en tu habitación —dijo, atisbando los posters, los dibujos en crayon sobre las paredes—. Veo que seguís amando el rock pesado. —Sí. —Genial. Yo ya no tengo tiempo —suspiró—. Las obligaciones… Esteban hacía evidentes esfuerzos por introducir en la conversación un tema ingrato. —¿Estás preocupado por mamá? —pregunté, para ahorrarle los trabajosos circunloquios.
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—Sí —dijo, mirándome a los ojos—. ¿Alguien podrá convencerla de que baje a cenar con nosotros? —Tarde —terció Sandra—. Se fue a la casa de Tía Dora. Ya sabés que no aguanta a tu esposa. —Pero… ¿Cómo que no aguanta…? —No te hagas el tonto —saltó mi hermana. —Bueno, Esteban —intervine, para que la sangre no llegara al río—. Imaginarás que las recientes acusaciones de Estela no ayudaron en nada a mantener la cohesión hogareña—. Apenas concluida, la frase me pareció estúpidamente diplomática. —Le pasaron muchas cosas en la vida. Y ahora el robo, y la muerte de su madre. Compréndala, por favor. Está en todo su derecho de pensar mal—. dijo de corrido Esteban, como si recitara una lección aprendida a los golpes. —¿En todo su derecho? —gritó Sandra—. ¿Derecho de destrozarle los nervios a mamá? ¡Por favor!
—¡Hablá más bajo! —le pedí—. No empeores las cosas. Se hizo un silencio profundo. Afuera, el murmullo de la conversación entre papá y Estela crecía de a ratos en ráfagas breves, en las que resaltaban las violentas carcajadas de la mujer por sobre el tono cansino y gris de papá. Hablaban de museos, de paseos turísticos, de un indefinido proyecto de viaje de Estela. El rostro de Sandra lucía abotagado por la rabia; Esteban miraba fijamente el piso. Yo cerré los ojos. —La amo —dijo por fin mi hermano, intentando mostrarse calmo. —¿Cómo podés amar a…? —Sandra advirtió que estaba a punto de pronunciar un calificativo lapidario, y milagrosamente se contuvo. —Esteban —dije—. ¿Realmente creés que la mujer que charla ahora con papá en el comedor con toda naturalidad es aquella de la cual te enamoraste en tu juventud? —Es la misma —respondió Esteban—. Que no esté atravesando un buen momento no significa que deba dejar de amarla. Sería muy egoísta de mi parte. —Evitarte el sufrimiento no es egoísmo —sentenció Sandra—. Es puro instinto. —Pero le prometí a Dios amarla en la salud y la enfermedad, y estoy dispuesto… —¡Dios! —estalló mi hermana—. ¡Dejá en paz a Dios! No lo uses para cubrir tu cobardía. Dios no te pide que seas infeliz. —No me lastimes —dijo Esteban—. Amo a Dios, por eso amo a Estela. Dios me pide que tenga fe, y que cargue con mi cruz. —Pero Estela ya no es Estela… —dije, ambiguamente—. Ha cambiado. Tu amor no es un amor estático, como el que se tiene hacia un objeto, o hacia un muerto—. Esteban hizo una mueca de dolor, en el acto me arrepentí de la infortunada comparación—. Supongo que, si el objeto de tu amor se modifica, o se anula, también debe modificarse o anularse tu amor…. No sé, digo…
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—En la salud y la enfermedad —repitió Esteban, con aire fanático—. Las cosas cambiarán para mejor algún día. Y ese día, yo estaré a su lado. Sandra se le acercó y le palmeó burlonamente la mejilla. —Despertá. Abrí los ojos. La situación va de mal en peor. No te mientas más. —Cargaré con mi cruz —dijo Esteban. Siguió otro silencio impenetrable. Las voces en el comedor se habían acallado. —Decime la verdad —susurré por fin—. ¿No tenés miedo de… enloquecer? —Cargaré con mi cruz —insistió—. Algún día… Interrumpieron sus palabras un fuerte golpe en la puerta, y algunos gritos destemplados.
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—¡Esteban!, ¡Esteban! ¿Por qué me abandonaste? —lloriqueó Estela. Esteban abrió sin vacilar. —Aquí estoy, mi amor. No te abandoné. —¡Sí! ¡Sos un hijo de puta! ¡Me dejaste sola! ¡Mirá si aparece de nuevo el gato! —El gato está aquí, a buen resguardo —dijo Esteban, mientras le hacía una seña imperiosa a Sandra para que aferrara a Sylvester y lo llevara al cuarto de baño. Mi hermana obedeció a regañadientes. —Todo está bien, mi amor —agregó Esteban, abrazando a su mujer—. Todo está bien. Todo está bien—. Repetía las palabras con la monotonía que usamos para arrullar a los niños que no logran conciliar el sueño. —Hijo de puta —musitó ella, con maniática insistencia—. Hijo de puta. Hijo de puta. Esteban acarreó a su esposa hasta la mesa. Todos nos sentamos, sombríos, en nuestros sitios. Papá trajo la bandeja con el pollo al horno
y Sandra se levantó para ayudarlo con las papas. Porque advertimos en seguida que cualquier palabra que dijéramos quebraría la provisoria calma, comimos en silencio. Estela clavó la mirada en el cuchillo filoso, de mango de madera, que papá acababa de usar para trozar el pollo. Tuve miedo. De pronto, sin embargo, Estela pareció recobrar el buen ánimo. Hizo un comentario acerca de las fiestas navideñas en México, y nos aferramos a ese tema de conversación como un náufrago a un madero. Mi hermano lucía aliviado; besó a su mujer en la boca varias veces, mientras ella continuaba participando de la conversación. Llegué a pensar que era una verdadera lástima que mamá no estuviera cenando con nosotros: la armonía familiar, desacostumbrada en presencia de Estela, constituía un verdadero bálsamo para todos. Las cosas parecían encarrilarse por fin. Se acercaba la medianoche. Hicimos agradables comentarios acerca de nuestros recuerdos infantiles; la ansiedad por abrir los regalos navideños, los tíos o primos que accedían bajo protesta a disfrazarse de Papá Noel, los fuegos de artificio. Feliz, Esteban abandonó el comedor por un instante, diciendo que regresaría en seguida. Todos observamos con aprensión a Estela, que sin embargo lo despidió con una sonrisa. Reapareció en el acto con dos o tres cañitas voladoras, adquiridas de apuro, sin duda, en el quiosco de enfrente. Abrimos el ventanal del balcón y mi hermano, con la euforia de un niño, las colocó en sendas botellas vacías y las hizo volar hacia el cielo con estrépito. La noche se iluminó por un instante. Todos sonreímos. Aferré con entusiasmo la mano de Sandra, que la retiró sin mirarme apenas sintió la presión de mis dedos. El barullo asustó al gato, que atravesó el comedor a la carrera y se escondió debajo del sofá. Al verlo, Estela prorrumpió en un llanto desgarrado. —¡Familia de hijos de puta! —gritó, enfurecida—. ¡Todos en mi contra! —Faltan segundos para que den las doce campanadas —dijo papá, señalando el viejo reloj de péndulo que adornaba la sala—. ¡Preparémonos para brindar!
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—¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! —siguió gritando Estela. En ese momento miré a Esteban. El rostro se le había puesto pálido, lucía desencajado, como si toda la tristeza del mundo se le hubiera caído encima. Con inusitada agilidad se arrojó bajo el sofá y sacó a Sylvester tomándolo por el lomo. La lucha duró muy poco. Con arañazos en las mejillas y el mentón, sangrando como un boxeador vencido, Esteban logró aferrar al gato por las patas traseras y quebrarle el cráneo con un certero golpe sobre el piso de mármol. Enseguida dieron las doce.
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Relato finalista
El secreto de la clave de sol Gloria Díez Herrera
Sin saber cómo, llegó el huracán engullendo vorazmente los colores, hasta desintegrar su vida en fragmentos tan pequeños que se sintió enjaulada en un puzle que ya no sabía recomponer. Y así fue como se rompió por dentro y sin darse apenas cuenta comenzó a tejer sus días con los hilos de rutinas despojadas de cuentos. D-e-p-r-e-s-i-ó-n, nueve letras que los labios de la doctora lanzaron como proyectiles para entrar en su cabeza y desordenarse formando una espiral, mientras la señora de la bata blanca firmaba los papeles que debía canjear por drogas legales. Sin embargo, no quedó conforme, no desistía preguntando al aire el sentido del humo que volatilizaba su esperanza y miraba compulsivamente la línea de su mano esperando hallar una hoja de ruta. Y el trazo cambiaba con la lluvia y se borraba con el sol, mientras ella entornaba los ojos para adivinar la respuesta. A ratos se veía como un genio, la mayoría del tiempo como una demente y en los delirios de las noches de insomnio dejaba cartas en el alféizar la ventana, esperando que apareciese un hada para llevarse consigo los monstruos de papel que aguardaban debajo de la cama. Pasaron muchos días y muchas noches hasta que decidió que no podía apoyarse en la química para salir adelante, que el flotador rosa de
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cincuenta miligramos que tomaba para poder levantarse de la cama y para poder acostarse, no la llevaría a tierra firme ni secaría su ropa. Podía mantenerla a salvo de ella misma, pero bien sabía que un flotador sirve únicamente para no ahogarse y lo que necesitaba era aprender a nadar y llegar a la orilla. Tenía que encontrar la clave de sol que ordenase las notas y los silencios, pero ahora sabía algo que llevaba años pasando por alto; había entendido que todas las personas son funámbulos en las líneas de sus propios pentagramas. El equilibrio no es fruto de una casualidad sino del esfuerzo, cualquier alteración en la partitura podía provocar que las corcheas y las negritas, las fusas y las semifusas, se desordenasen e hicieran tanto ruido que la melodía fuese imposible. Esa fue una de las primeras cosas que el licenciado en psicología le explicó por cincuenta euros la hora, antes de referirse a algo así como t-e-r-a-p-i-a-c-o-g-n-it-i-v-o-c-o-n-d-u-c-t-u-a-l.
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Así fue como emprendió la batalla más difícil de su vida, reconstruyendo una casa con los restos de un naufragio. De la mano del hombre de pelo canoso que llevaba su terapia, iba recorriendo los laberintos de eso que algunos llaman mente. Comenzó por el paso uno, identificar el desorden que le causaba a-n-g-u-s-t-i-a. Entonces habló de su partitura y de cómo se había quedado sola manteniendo el equilibrio a la pata coja. También lloró mientras relataba cuánto le costaba dormir, cuando aparecían los fantasmas con sábanas fluorescentes emitiendo gemidos ininteligibles. Sólo había una cosa que todavía permanecía en su sitio, la destreza con las pinturas, los lápices y los pinceles. Se ganaba la vida ilustrando cuentos infantiles e incluso le habían concedido algún premio. Trazar líneas y dar forma a personajes con cabezas muy grandes y cuerpos diminutos, miradas líquidas y nubes enroscadas en cielos lilas sobre tejados azules. Sus ojos chispeaban cuando describía a los personajes que brotaban de sus dedos y en los que dejaba un pedacito de su alma para que rieran y lloraran. Pero últimamente se regocijaba pintando en gris y en negro con muchos espacios en blanco, un simple reflejo de la ausencia de color que barría sus días. Un día el psicólogo decidió que era el momento de provocarle un a-ta-q-u-e-d-e-p-á-n-i-c-o, y ella se rió muy alto y muy fuerte porque no entendía la necesidad de pasar por un trance que evitaba a diario tomando pastillas rosas. Muchas veces pensó en tirar la toalla pero una
vocecita firme le decía que siguiera adelante porque quizá, el hombre de pelo canoso tuviera el secreto de la clave de sol. Y así fue como, casi sin darse cuenta, empezó a tener ganas de poner en movimiento su vida. Al principio sucedía en días aislados en los que se obligaba a sonreír para atraer las cosas buenas, entonces atraía otras sonrisas y a ratos el otoño se marchaba de su jardín. Un poco más tarde ocurría de forma espontánea y los personajes de los dibujos que se deslizaban entre sus manos calzaban zapatos rojos. Era muy importante modificar los pensamientos, aprender a controlarlos, se lo habían dicho en la terapia. Aquello le resultó muy complicado porque las imágenes en súper 8 que desfilaban por su cabeza eran escurridizas y se filtraban por todos los recovecos sin dejar espacio a la razón. Entrenó muy duro hasta que consiguió descolgarse de la tira de imágenes en las que siempre era octubre y la primera noche que durmió sin el asalto de las pesadillas se sintió fuerte. Así se lo contó al terapeuta regalándole una sonrisa radiante y éste le habló entonces de su círculo interior. Ella, como todas las personas, tenía un centro de paz y de amor que la constituía y en el que siempre era presente. En ese núcleo residía la capacidad para hacer frente a cualquier situación y, si conseguía percibirlo y volver a su centro sin que importasen lo más mínimo el pasado y el futuro, no habría nada que pudiese arrebatarle la serenidad. De esta forma, comenzó a buscar su círculo para intentar fortalecerlo, se trataba de dejar que lo accesorio fuese sólo una tela finísima que le diera ingredientes a la vida cotidiana, los que ella eligiese, nunca los primeros que le asaltasen. El día que encontró la clave de sol en los bolsillos remendados de su abrigo, había dibujado una casa con las paredes de ladrillo naranja y el tejado de pizarra oscura. Las ventanas eran ovaladas y la puerta, de color caoba, estaba abierta. Dentro había una luz de colores ocres, que iluminaba parte del jardín cercado con una valla de madera verde. Un imponente sauce, que esta vez no lloraba, reverenciaba a un niño con los calcetines rojos bajo las nubes azuladas y violetas que ilustraban el crepúsculo. Envió el dibujo coloreado con pinturas pastel y se sintió orgullosa. En el cuento el niño había escondido un tesoro en el jardín de su casa y los ojos del personaje trazado sobre el papel, delataban la emoción de quien guarda un enigma muy importante. Todavía le quedaban muchas horas frente al hombre del pelo canoso y algunos
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meses con las pastillas de color rosa, pero algo había cambiado. Ahora tenía los dos pies dentro del pentagrama, porque se había dado cuenta de que también podía apoyarse en los espacios y utilizarlos para hacer algo creativo. Tenía en su mano la posibilidad de dar sentido al conjunto, la clave de sol o la de fa qué importaba, lo verdaderamente importante era que podía situar las notas donde quisiera y reelaborar la melodía.
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Guardó los lápices en el estuche y escribió una carta al hada para que se la llevara por la noche. Le dijo que todavía tenía miedo de los monstruos que habitaban su armario pero que no se preocupase, porque tenía la llave para encerrarlos y la fórmula para echarlos de su casa. Podía estar tranquila, algo estaba cambiando de dentro hacia fuera y los colores habían vuelto tímidamente a su universo. Con una sonrisa metió el folio en un sobre y lo selló con lacre rojo, abrió la ventana y apoyó la carta en el alféizar antes de meterse en la cama. Vio una lucecita verde parpadear al otro lado del cristal y escuchó un breve aleteo, entonces cerró los ojos para dejarse envolver por un sueño profundo y liviano sabiendo que, al día siguiente se levantaría de la cama para cantar la canción que ella escogiera.
Relato finalista
Esa voz Renzo Franco Carnevalle
Para salvarse de su memoria, el padre Eugenio Tator acude a un viejo método de auto-hipnosis y se arropa hasta el cuello. Algo parecido hubiera podido haber hecho el padre Pío De Girolomo antes de volverse loco, claro está. Y tal vez lo hagan todos los prelados de la iglesia, salvo aquellos que tienen la mente bien en su sitio y esas repeticiones dominicales no les causan daño alguno según ellos. Lo cierto es que la lectura repetida a la hora de la eucaristía, es, sin duda alguna, la palabra del redentor y como tal lo penetra todo; recordarla es fácil para los curas. Los más pesimistas dicen que el método de auto-hipnosis es un remedio imposible para la enajenación y la locura. El padre Eugenio, acosado, no piensa. Confía plenamente en su fe, en la magnífica obra que se construye al representar la Última Cena, y con inocente alegría, contento por mostrarse plenamente dueño de sí mismo, se deja llevar por sus instintos. Dos segundos después su mente vuelve a decirle: Tomad, comed… en esa voz, que es su misma voz, distorsionada como era por los altavo-
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ces de la iglesia. ¿Acaso está contenida la voz de Dios?, se interrogó. Recuerda que otros colegas alguna vez le dijeron que escuchar la voz de todos los curas, dando la palabra al unísono, es la gloria misma. Que alguien se vuelva loco por escuchar al Redentor es más digno que el silencio. Nada es tan horrendo como morir con el silencio de la palabra sobreponiéndose a toda la creación.
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El padre Eugenio Tator tiembla cuando escucha otra vez esa su voz y, sea porque cree que semejante tono sólo debe ser escuchado de pie, sea porque esa expresión sonora de bienaventuranza, que vuelve a decir una y otra vez lo mismo, le va llevando a un estado de éxtasis que raya en lo divino, deja su lecho y corre rumbo a la sacristía. Se siente extremadamente confundido en su fe porque, por así decirlo, sigue deseando el silencio más que aquellas magnánimas palabras en su mente y se esfuerza aún más en aceptarlas. Escucha primero, como un susurro al oído, la acción y luego, como en una honda exhalación, el resto. Las palabras le arrancan las lágrimas Tomad, comed... La boca repite entreabierta las misma frases que había dicho y que dirá, y que seguirán diciendo los curas por los siglos de los siglos, y cree que todo esto forma parte del enigma de la fe. Intenta una vez más el silencio, pero pronto todas las voces de todos los sacerdotes que han existido y existirán, rebotan por la parte interior de sus oídos; es como si la voz de esa palabra fueran más verdaderas que su resolución de no querer oírlas, y justamente cuando más implora el silencio, más altas se escuchan todas las voces en una sola voz. Se tira en el suelo de la sacristía el padre Eugenio Tator con sus dos manos aprisionando sus orejas. Colgados en los ganchos ve sus propios hábitos como si de pronto fuesen a levantar sus vacías mangas para darle la bendición y la voz —más multitudinaria que nunca — se enardece en el interior de su cabeza y se proyecta en un volumen que, de ser real, hubiese reventado los vitrales de la iglesia. Se esparce su eco más allá de las bocas silenciosas de las imágenes de los santos y su verdad ondea en el viento interior de sus mentes.
La cordura del padre Eugenio Tator será destruida sin remedio alguno. Mañana lo llevaran a un sanatorio misterioso que parece un monasterio yerto donde otros muchos hombres de Iglesia están recluidos y aislados. Simula ser un silencioso edificio de paredes tan antiguas como la fe misma del hombre, pero la bullanga en que viven los enfermos que allí son tratados es infernal.
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Relato finalista
Mi abuela Sofía Teresa Hernández
—Vamos, Sofía. Ha venido a verte tu hija. No sé quien es esta chica tan simpática que me llama por mi nombre pero anda despistadísima. Yo no tengo hijos. Ni hijas. Pero la veo tan convencida que me da no sé qué decirle que está confundida. Es cariñosa, me coge de la mano para sacarme al jardín. Qué bonitas están esas flores, debe ser primavera. Mmm. No me acuerdo cómo se llaman; bueno, da igual. Es cierto que hay una mujer esperándome, y ha venido con un niño. Me dan dos besos. Qué majos. El chaval es gracioso, me recuerda a un alumno muy pillo que tuve cuando era maestra. Qué tiempos aquellos. Lo que más me gustaba era borrar el encerado al acabar la jornada cuando los chicos se habían marchado. Me daba tranquilidad, era como un ritual de despedida hasta el día siguiente. Ahora me pasa igual en la cabeza, parece que alguien me hubiera pasado un cepillo por el cerebro y hubiera tachado algunos tramos. No puedo recordar qué se guardaba en esas franjas porque han quedado en blanco. Bueno, en blanco no, vacíos; en esas bandas ni siquiera existe el color blanco y lo malo es que cada vez son más anchas.
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Me dicen que me siente junto a ellos y me traen un refresco de naranja cuando lo pido. Doy las gracias y obedezco por cortesía pero no puedo quedarme mucho, tengo la casa manga por hombro, debo arreglarla antes de que Pepe llegue del trabajo. Pepe fue a la guerra y no volvió. Maldita sea esa guerra que se llevó a nuestros hombres y nos dejó solas, sobreviviendo malamente. Menos mal que ha regresado hace poco. Tengo que arreglarme, vamos a salir esta noche. Me disculpo ante los visitantes y me levanto. —¿Dónde vas, mamá? —A fregar los platos. —Mamá, estás en la residencia. —Pero los cacharros de la comida aún están sin lavar. —Siéntate, anda. ¿Quieres algo? —Un refresco de naranja.
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Me siento, aguardaré un poco más. Esta mujer resulta algo pesada con su cháchara que no entiendo, me dice que acabo de tomar una naranjada, qué bobada, menos mal que, aunque a regañadientes, me trae otra. Je, je, el niño es un diablillo, su madre ha tenido que salir tras él porque ha tirado una maceta de una patada. Me gusta este crío, qué curioso, tiene los mismos ojos azules y un poco rasgados de Pepe, le pido a ella que no le regañe. La encuentro un poco nerviosa y no es bueno para la salud, debería tomarse la vida con más calma. Le cojo una mano y le pido que se tranquilice; le pregunto cómo se llama. —Sofía, mamá. Como tú. Pues me alegra que tenga un nombre tan bonito. Tuvo gusto su madre en ponérselo. Me dice que su hermano no ha podido venir a verme porque tiene problemas con su esposa, pero que no me olvida. Lo comprendo, le respondo para que me deje ir mientras me levanto de nuevo y me despido. Va a llegar mi marido y me va a encontrar de cháchara con una desconocida. Pepe es muy suyo y lo mismo se enfada si está la casa sin barrer. Además, tengo que preparar la cena. —Mamá, espera un poco. Vamos a dar un paseo.
Le pregunto si sabe el camino a mi casa, me he debido alejar mucho y no la veo. Me mira muy seria y me abraza, cuando consigo soltarme de sus brazos tiene los ojos llenos de lágrimas. Pobrecita, se ve que sufre. Me pregunta si estoy bien, si necesito algo. —¿Me puedes comprar una naranjada? He salido de casa sin el monedero. No me hace caso pero yo he hablado bien claro. Se lo repito otra vez por si acaso. Nada, sigue sin comprender y me ignora; si es por el dinero, puede estar tranquila, le aseguro que se lo devolveré, siempre he sido persona de fiar. El niño trota a nuestro alrededor mientras ella habla de su infancia, comenta que fue muy feliz de niña pero ahora su madre está enferma y ella triste. Mira que lo siento. Son cosas de la edad y hay que aceptarlas. Menos mal que yo me encuentro bien. Claro que aún soy joven, nací en 1938. De repente me da un vuelco al corazón. Ahora sí que me voy, debe ser tardísimo. Giro rápidamente y echo a caminar por el paseo. Tengo buenas piernas y corro como un galgo. Me asusta el grito de la joven que se empeña en perseguirme pero yo soy más rápida y ella leva tacones; es el niño el primero que me alcanza y se sitúa parejo a mí. Los dos marchamos a toda velocidad y nos reímos. Qué chaval más majete. —Mamá, estás imposible. —¿Me compra una Fanta, señorita? Tengo mucha sed. Aparece por la vereda otra joven vestida de blanco acalorada. Se ve que hoy todos tenemos prisa. Me dicen que espere pero ¡me angustia tanto no encontrar mi casa! Menos mal que la recién llegada asegura conocer el camino de vuelta. Le pido una naranjada. Tengo que estar en casa antes que Pepe. Y en cuanto llegue me tomo un refresco.
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Relato finalista
Davinia María Naira Marco Rodríguez
Davinia tiene cuarenta y cinco años pero el cuerpecito y el peinado de una quinceañera. Viste siempre con pantalones planchados a raya. Cuando se sienta se le suben dejando a la vista unos calcetines color carne de tipo ejecutivo. Los compra siempre en los Almacenes 89 de La Ciudad Patrimonio de la Humanidad. En parte porque no le gusta variar sus costumbres, en parte porque quizá sea el único sitio de la isla donde los tienen. Davinia sabe que los Almacenes 89 atraviesan momentos difíciles. La mercancía está desfasada y cuando uno pasea por sus angostos pasillos, entre bragas, pañales chinos, medias y trapos de cocina, le invade un desasosiego fácil de comprender. Es el desasosiego que sufriría alguien que viajara en el tiempo. Es el mismo tipo de desasosiego que la gente siente cuando ve a Davinia, de cuarenta y cinco años, con su pelo fino, lacio y blanco sujeto infantilmente con una trabita florida por encima de su oreja derecha. Davinia sabe, pues, que a los Almacenes 89 de La Ciudad Patrimonio de la Humanidad no les queda larga vida. Y eso le angustia. Le angustia no saber dónde podrá seguir comprando calcetines color carne de tipo ejecutivo una vez le den el cierre. Por eso Davinia ha ido esa mañana a la Ciudad Patrimonio y ha comprado muchos pares. Todos los pares. Sin
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embargo, la angustia sigue ahí porque podrá seguir poniéndose esos calcetines mucho tiempo pero quizá no pueda seguir comprándolos y el acto de ir a comprarlos es tan importante como el de ponérselos. Comprar es crucial para Davinia. Comprar le da la ocasión de escuchar su voz. Si Davinia no fuese a comprar de vez en cuando no la escucharía nunca y terminaría por olvidar como suena. Y podría no sólo olvidar el timbre de su voz, podría olvidar como se articulan las palabras o incluso olvidar las palabras en sí mismas. De hecho, Davinia cree haber olvidado muchas palabras. El problema es que no sabe cuáles. Si intentase al menos recordarlas al no hallar la expresión para tal idea o tal sentimiento. Pero ha olvidado hasta la necesidad de emplearlas por lo que le es imposible cuantificar la magnitud de su olvido. De ahí la importancia de comprar. De comprar y de oír su voz de vez en cuando. Una voz que le parece ajena a ella misma. Una voz mal ajustada por el desuso. A veces estridente, a veces excesivamente queda. Una voz de ventrílocuo, caprichosa.
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Davinia ha esperado la guagua guarecida de la lluvia fina que caía desde hacía dos días junto un aguacatero. No había nadie más en la parada. Probablemente acababa de pasar. Apretaba un bolso de mano pequeño contra ella y miraba al suelo. No había hormigas. En las mañanas que había precedido la llegada de la borrasca se contaban por cientos. Iban y venían, frenéticas, en aparente desorden. Barruntaban la lluvia. Entonces ya se habían retirado y llevaban una vida subterránea más pausada. Davinia había oído pasos pero no había levantado la mirada. No le gustaba mirar a las personas. Si hubieran estado las hormigas, pensó, su actitud podría ser comprensible hasta cierto punto. Pero hoy no había hormigas ni nada que mirar en el pavimento desvencijado de la acera y alguien le estaba diciendo buenos días. Davinia apretó el bolso más todavía. Sus dedos estaban blancos, sin circulación. Deseó con todas sus fuerzas oír el rugido de la guagua pero sabía que ésta iba a tardar. El hombre, ajeno a sus tormentos, le preguntó si sabía a qué hora pasaría el autobús. A Davinia la invadieron unos terribles temblores pero encontró su salvación en una hormiga despistada que había aparecido en el intersticio de dos losetas. Se concentró en seguir sus pasos hasta que, nuevamente, la hormiga volvió a refugiarse. Para entonces, el señor ya no esperaba ninguna respuesta y la guagua tomaba a toda velocidad la curva de la farmacia.
A su regreso Davinia ha extendido los pares de calcetines de los almacenes 89 que compró en la otra cama y se ha sentado en la suya, intentando reunir fuerzas para retomar la ambiciosa tarea -o manía- que se ha impuesto recientemente y que podría denominarse conocimiento íntimo del propio espacio vital. Davinia tiene dos camas de ochenta en su dormitorio. Esa había sido una de las cosas que más le habían gustado cuando visitó el apartamento por primera vez. Pensó que, quizá, alguien podría dormir en esa otra cama alguna vez, en la misma habitación que ella. Resultaba un pensamiento reconfortante. La mera presencia de la otra cama le devolvía este pensamiento día tras día. Si alguien pasara aunque sólo fuera una noche en la otra cama. Sólo una noche. Una noche que cambiaría irremediablemente el hecho de que Davinia, desde su primer día de vida, siempre durmió sola en su habitación. Una noche que compensaría el peso aplastante de dieciséis mil cuatrocientas veinticinco noches de soledad.
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Relato finalista
Vuelve Javier Revilla Cuesta
—Vuelve —susurra Inés cuando Juan Carlos se gira hacia la salida. —Vuelve —dice en voz alta mientras la silueta perfilada en negro se funde con la última penumbra de la tarde. —¡Vuelve! —grita ya sin esperanza. Rendida, Inés cierra los ojos y las lágrimas empiezan a gotear sobre sus manos, mientras los recuerdos martillean sin compasión la cara interna de sus sienes. El vestuario de la clase de yoga. Un cuartucho sin ventanas de apenas seis metros cuadrados. Unisex. El único parapeto que separa a los varones de las féminas es una cortina de franela con estampados florales. A través de las rendijas que quedan entre los pliegues de la cortina y las paredes adyacentes Inés puede ver en paños menores al alumno nuevo mientras se enfunda el chándal. Aunque es un cuarentón y sus piernas están sin depilar, conserva una musculatura bien definida que las convierte en tentadoras. Se pregunta si será deportista. Por un momento su mirada se detiene en esos cuádriceps perfectamente modelados cuando su dueño levanta la mirada y se cruza con la de Inés.
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Sólo entonces cae en la cuenta de que sólo lleva puesta una camiseta y unas bragas horribles color chicle. Entonces se apresura a buscar sus mallas de gimnasia y se las pone avergonzada mientras siente fija en ella, al otro lado de la cortina, la mirada del recién llegado. Después de la sesión de yoga, coinciden en la puerta. —Si vamos a vernos con frecuencia en ropa interior lo mejor será que nos presentemos, ¿no? Yo me llamo Juan Carlos —le espeta él mientras besa sus mejillas. La “Casa del Libro”. Inés anda buscando “Bariloche” de Andrés Neuman porque lo han programado en su tertulia literaria de cada primer martes de mes. Al acercarse a la sección de “Libro de bolsillo” se da de bruces con Juan Carlos que baja del primer piso. Se saludan. Dos besos de cortesía. Él viene de comprar un diccionario de francés para un curso que ha empezado. Un minuto hablando de tonterías hasta que Juan Carlos la invita a un café. “Parece simpático”, piensa Inés, y dice que sí. Cuando les sirven los cafés, él le suelta con una pícara sonrisa de raposo:
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—Las celestes. De tus bragas, las que más me gustan son las celestes. Inés piensa que es un descarado y quiere salir de allí corriendo, pero sonrojada le devuelve la sonrisa porque, en el fondo, ese hombre brusco y descarado le gusta. Los multicines. Juan Carlos llega tarde. La primera cita y llega tarde. Inés se come las pestañas mirando su reloj. La película va a empezar y por Internet ya ha sacado las entradas. Otea la calle en vano. “¿Y si no viene?”, se pregunta. Juan Carlos llega diez minutos después de la hora de comienzo de la película. Inés está furiosa. Deciden que no merece la pena entrar con la película empezada. El sugiere compensar su retraso invitándola a cenar. Acepta, ¡qué remedio! El restaurante destila encanto y Juan Carlos es un conversador divertido y culto. Consigue que Inés olvide su retraso. Cuando acaban de cenar ella se retira a los baños y allí cae en la cuenta: Juan Carlos ha llegado tarde adrede, todo forma parte de una estrategia preparada. Él quiere conquistarla y por eso la ha invitado a ese restaurante. “¿Hasta dónde querrá llegar?”, se pregunta. Al volver a la mesa, obtiene la respuesta. Juan
Carlos la invita a tomar una copa de oporto en su casa. Los cánones del decoro que han infundido durante años los mojigatos a las mujeres dicen claramente “si te gusta, no te acuestes con él en tu primera cita”. Desoyendo todos esos cánones, esta noche Inés comparte cama y gemidos con Juan Carlos. El aeropuerto. Llegan juntos al mostrador de Iberia. Su primer viaje juntos. Van a Noruega, a ver los fiordos. Están viviendo esa etapa por la que pasa siempre una pareja. La de las mariposas en la tripa y todos esos tópicos. A su edad saben que esa etapa siempre dura demasiado poco. Por eso la aprovechan haciendo juntos el mayor número de cosas posible. Cada uno todavía sorprende al otro con sus ocurrencias, con un lunar que hasta entonces no se habían descubierto, con la exploración de los rincones más recónditos de la biografía de cada uno... Dejan la maleta en la ventanilla de facturación y bromean en secreteo acerca del peinado de la azafata de Iberia. Esperan su vuelo en la cafetería del aeropuerto hasta que anuncian el embarque. Juan Carlos entonces coge a Inés de la mano y mirándola fijamente a los ojos le dice: —Por si acaso el avión se estrella y no tengo otra ocasión para decírtelo, quiero que sepas que te amo. Entonces besa el envés de su mano y ambos se ríen. —Como se estrelle el avión, primero te estrangulo por cenizo —bromea Inés. La consulta del psiquiátrico. Un doctor joven, en el pelo las primeras canas, complexión delgada, cejas pobladas y sonrisa permanente. Inés, al otro lado de la mesa, con ojeras y pelo alborotado. Las manos empiezan a sudarle. El doctor tiene una voz cálida y paternal. —Quiero que recuerdes lo que hablamos la última vez sobre Juan Carlos. Quiero que te concentres con cada poro de tu piel y cada minúscula porción de tus sentidos. Juan Carlos vive dentro de ti y eso te convierte en vulnerable. Por eso estás aquí. Saldrás antes y recuperarás tu vida si sacamos antes a Juan Carlos de tus adentros. Tienes que despedirte de él, dejarle atrás. Concéntrate en visualizar a Juan Carlos quedándose atrás mientras tú sigues tu camino. Le dices adiós y continúas.
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La sesión prosigue hasta que Inés se despide en silencio de Juan Carlos y el doctor se retira. Inés pasa un rato en silencio hasta que por fin sus labios se despegan. —Vuelve. —Vuelve. —¡Vuelve!
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Relato finalista
Sin palabras Lucía Sabater Piquer
A Jaime Mento hacía tiempo que se le habían empezado a escapar las palabras. La Señora Meyers, su ama de llaves, le había sorprendido más de una vez persiguiendo alguna A bajo las puertas, o asomado a una ventana con la M en la boca y tartamudeando su sonido. Solía verlo correr con la cara encendida atrapando en el aire palabras aisladas que luego no sabía ordenar. Para Jaime Mento, las palabras se habían convertido en un enigma, en un jeroglífico de difícil solución. Hacía tiempo que no daba con el nombre de las cosas, y por eso utilizaba cualquier otra palabra que se le ocurriera. Su idioma, el que había dominado a la perfección desde los tres años, el que había aprendido escuchando a su madre, siendo incluso numero uno de su promoción en filosofía y letras, se había evaporado en la memoria, una memoria trastocada en el abecedario, disociada en la pronunciación de las imágenes y conceptos. Al principio, cuando Jaime Mento empezó a confundir términos, creyó que era la Señora Meyers la que estaba confundida, que su procedencia idiomática le estaba jugando una mala pasada, ya que la Señora Meyers, inglesa de nacimiento y de lengua, era una mujer gris, como
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gris era su moño recogido en la nuca y sus dos camisas almidonadas. Toda ella era gris, y poco podía hacer Jaime Mento porque su ama de llaves sintiera algo de otro color que trasmitiera calor a su hogar. La Señora Meyers empezó a tomar como broma de mal gusto esas salidas de su patrón. Una de las veces se atrevió a pedirle pastizales con letargos y un poquito de bandejas para desayunar, ella ni se inmutó y fue directa a la cocinera y le encargó lo mismo de siempre pero servido en bandeja. Jaime Mento recibió su desayuno de tostadas y café con leche en bandeja, con una sonrisa de agradecimiento que Meyers captó como irónica.
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El problema venía cuando salía de su mundo y se enfrentaba a otras personalidades menos grises y correctas, cuando estas confusiones en el habla eran correspondidas con carcajadas e insultos. Jaime Mento optó por aislarse, ya que su jubilación le permitía esa gracia, y aprender el idioma desde el principio. Dejo de perseguir letras, palabras, incluso frases, y buscó un libro por Internet que le hiciera más fácil su aprendizaje, con la colaboración de la Señora Meyers que había entendido que lo suyo no era una broma sino una desgracia. Consiguió elegir un libro ejemplar, un tocho de cuatro kilos, de gruesas tapas de plata y letras en mosaico bizantino, donde cualquier persona habría leído; Gramática especial para iniciados, y Jaime Mento leía con esfuerzo; Tradición culinaria para inspirados, un clásico en su género. Pasó esas hojas de vitela con avidez, empapándose de traducciones, y memorizando cada palabra de ese vocabulario que había dejado de servirle. Necesitaba el libro para entenderse con sus iguales. Tardó dos años en aprender las palabras de la A a la Z con la colaboración de la Señora Meyers, que hacía esta tarea como cualquier otra que se le mandara, con eficiencia y sin discusión. Teniendo en cuenta que a un niño le cuesta un promedio de dos a tres años hablar, siendo su cerebro apto para absorber, y que el de Jaime Mento ya estaba absorbido, fue un record de aprendizaje, y podía decir con orgullo, que a sus setenta y dos años había aprendido a hablar en dos idiomas, el incomprendido, el que le salían las palabras por asociación y que había madurado con el tiempo a base de repeticiones, y el original, el oficial y completamente irreal.
Cuando ya era capaz de entender y hacerse entender, descubrió que su encierro le había vuelto antisocial, y que su relación con el mundo se reducía a escuetos intercambios de frases con la Señora Meyers, y ésta no necesitaba ningún idioma para entender sus necesidades ¿Para qué tanto esfuerzo y estudio, para apartarle de un mundo que ya le había apartado por indescifrable? ¿Qué podía importarle a él que el pan fuera pan si lo comía todos los días? Tres años tardó en reestructurarse hasta límites insonoros. Se volvió sordo y mudo y dejó de perseguir frases que volvían a perderse por los pasillos de su amplia vivienda, luego palabras que volaban en cuando miraba una ventana abierta, y al final no le importó que teniendo una M le faltara la vocal siguiente, que se le había colado bajo la puerta y que le llevaría a alguna idea. Cuando consiguió esta segunda proeza, empezó a mirar a través de la materia que le circundaba, ya que no sabía pronunciar el nombre de nada, lo mejor era que al igual que las palabras las cosas fueran ignoradas. Ahora Jaime Mento pasa de que el pan es pan aunque no sepa decirlo, a alimentarse de partículas en suspensión que entran en su boca al inspirar, y olvidará inspirar para mantenerse vivo, y la Señora Meyers le envolverá en un lienzo gris que olvidará de enterrar.
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Relato finalista
Diario de un encuentro María del Carmen Vázquez Suárez
Sebas- Domingo 29 de Mayo Me llamo Sebas. Soy un chico de 14 años con muy mala pata. Llevo encerrado en mi casa 18 días debido a una fractura de tibia que me produje esquiando con mis compañeros de clase en Sierra Nevada. Cada día ha venido siendo igual durante los últimos 15 días: mi madre se levanta, se arregla, se marcha a trabajar. Cuando estoy aburrido de estar en la cama, como puedo me levanto, arrastro la escayola por toda la casa, me siento en la silla de ruedas y ya allí me puedo mover casi a mi antojo. En medio de todo ese caos de escayola, ropa, puertas que no me dejan pasar, etc., suele sonar el teléfono, que, ¡coincidencia! suele ser mi madre, para interesarse por la fase de caos en la que me encuentro. El resto de la mañana me la paso sentado frente a la ventana que da al parque. Todos los días, sobre las 11 h. veo llegar a un anciano, que, con paso torpe, indeciso, se aproxima al banco, siempre al mismo banco y se sienta. Casi estamos en el mes de Junio, pero él siempre lleva un pantalón largo de paño, y una camisa de pana abrochada hasta el botón del cuello. Cuando se lo cuento a mi madre me dice que los ancianos regulan mal la temperatura del cuerpo (mi
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madre es enfermera y siempre da a las cosas una explicación desde el punto de vista enfermero). También le digo a mi madre que el anciano lleva colgado del bolsillo de su camisa un papel en el que desde la ventana de casa no puedo distinguir qué es lo que pone. Pero mi madre tiene la explicación: —Claro, Sebas, lleva una especie de carnet que le identifica, por si se pierde. Es una medida de precaución. Posiblemente ese anciano tenga algún tipo de demencia propia de la senectud y presente lagunas de memoria. En ocasiones se les olvida cosas que resultan muy sencillas para el resto de las personas. Si en algún momento, estando en la calle, no recuerda como volver a casa, o cuál es su nombre, cualquiera que le vea desorientado puede ayudarle, ya que en ese papel suelen aparecer los datos de sus familiares: teléfono, dirección, etc.
Sebas- Jueves 2 de Junio 54
He conocido al anciano del parque. Se llama Anastasio y somos amigos. El martes convencí a mi madre para que me dejara bajar al parque por la mañana. Desde entonces he bajado todas las mañanas. Cuando le veo llegar desde mi ventana, con su paso torpe, indeciso, me enfundo en mi silla de ruedas y, yo también con “paso” torpe e indeciso propio del que nunca ha manejado una silla de ruedas y, esperando a que el muñeco del semáforo se ponga en verde, me dirijo al parque. Él sabe mi nombre pero a veces se le olvida; se lo he apuntado en un extremo del banco, con rotulador negro. Así, si algún día no lo recuerda lo puede mirar ahí y no lo pasa mal. Porque yo sé que lo pasa mal cuando no recuerda algunas cosas que resultan tan sencillas para los demás. Todas las mañanas Anastasio llega con una bolsa llena con trozos de pan duro. Pasamos juntos la mañana, echando pan a las palomas. Apenas hablamos pero nos entendemos.
Anastasio- Jueves 2 de junio Me llamo Anastasio. Acabo de salir de casa y he cerrado la puerta tras de mí. Cada día salgo de casa y voy al parque; mi hija me sigue con
la mirada desde el balcón hasta que llego al banco del parque y me siento. Lo sé porque escuché cómo se lo contaba a una vecina. Así, observándome, está más segura; por si me pierdo. Tengo que cruzar la calle por el semáforo, cuando se pone en verde el muñeco. Voy caminando por la calle en dirección al parque. Paso por delante de la panadería, de la papelería… De repente… no sé donde estoy, por dónde tengo que ir. No me acuerdo. Me tengo que parar delante de un escaparate, disimulando; me avergüenza que alguien me vea despistado. Tengo que pensar, esperaré, mientras, frente a los libros del escaparate. —¡Anastasio! ¿Qué tal? —me ha dicho alguien por detrás. Me he dado la vuelta y he reconocido a doña Benita, conocida mía desde hace cuarenta años, que es lo que llevo viviendo en el barrio. —Iba al parque —le he dicho, no sin cierto miedo. —Pues venga, que te acompaño, que yo voy hacia allá. Creo que doña Benita no iba hacia el parque pero se ha dado cuenta de mi desconcierto y me ha querido acompañar. Es muy discreta doña Benita. Hemos hecho el resto del camino hacia el parque los dos juntos. Al llegar allí en seguida he reconocido el banco donde me siento todos los días. Nos hemos despedido y me he sentado. Al momento me he empezado a encontrar mejor. La verdad es que he pasado un mal rato cuando no recordaba hacia dónde tenía que ir. Me pasa a veces; si me ocurre en casa, en seguida se dan cuenta mi hija, mi yerno o mis nietos, y hablan del tema a escondidas, o bien me empiezan a preguntar: —A ver, papá, ¿quién soy yo? Y yo contesto: “Eres mi hija”. Pero seguidamente me vuelven a preguntar: —¿Y yo quién soy? —dice alguno de ellos. Y empieza una serie de preguntas como “¿qué día es hoy”, “¿en qué calle vivimos?”, y ya no doy pie con bola. Entonces me siento francamente mal y me quedo callado por mucho tiempo para no equivocarme
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al hablar y dejar evidencia de que no recuerdo algo de lo que están hablando los demás y que ellos sí recuerdan fácilmente. Ya estoy sentado en el banco. Tiene que estar a punto de llegar…. ¿cómo se llama? No importa, me dejó su nombre apuntado con rotulador aquí, en un extremo del banco. Sebas. Él sí que me entiende. Podemos pasar horas sentados uno junto al otro, sin hablar, dando pan a las palomas. Otras veces hablamos de cosas variadas. Él me contó que va en silla de ruedas hasta que le quiten la escayola de la pierna, que se había roto esquiando. Yo le cuento como era el barrio hace cuarenta años, a qué jugaba de pequeño, como se llamaban mis amigos. Si alguna vez se me olvida alguna palabra u otra cosa, no parece importarle y no se ríe de mí. Un día le conté que llevo junto al bolsillo de mi camisa un papel con mi nombre, mi dirección y el número de teléfono de casa. Si un día no sé volver a casa, estoy perdido y alguien me encuentra desorientado, me pueden llevar a casa o avisar a la Policía.
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Ahí viene, en su silla de ruedas. Él también tiene que cruzar por el semáforo, como yo, esperando a que el muñeco se ponga en verde. Me dijo un día que si no lo hace así no le dejan bajar al parque a verme. Es un chiquillo y, sin embargo, estamos tan a gusto juntos… —Hola Anastasio —me dice. —Hola… Sebas —le digo mirando su nombre escrito en el extremo del banco. Y comenzamos a darle pan a las palomas. Así pasamos casi toda la mañana. Le he contado el incidente que me ha ocurrido al poco de salir de casa. Parece que Sebas lo entiende sin darle mucha importancia. Él me ha contado que la próxima semana posiblemente le quiten la escayola. Está impaciente.
Anastasio -Domingo 5 de junio El fin de semana he vuelto a ver a Sebas en el parque, aunque ha estado menos tiempo, ya que los dos días ha venido a buscarle sobre la hora de comer una joven que se presentó como su prima. Sebas me ha dicho que mañana su prima ya no viene, pero no recuerdo cuál es el motivo.
No importa, mañana volveremos a vernos y de nuevo le daremos pan a las palomas, y le contaré a Sebas cosas de cuando yo era pequeño, cosas de los años de la guerra… y él me contará anécdotas que le ocurren con sus compañeros en el instituto.
Sebas- Lunes 6 de junio Esta mañana he ido con mi madre al traumatólogo. ¡Por fin! ¡Ya me han quitado la escayola, estoy feliz! Todavía no puedo ir a clase ya que ahora debo rehabilitar mi pierna que, de no hacer movimientos con ella, se me ha quedado como un palillo. Estaba deseando llegar a casa para bajar al parque y contárselo a Anastasio. Me han dado unas muletas para ayudarme a caminar. En cuanto hemos llegado a casa, mi madre ha querido bajar conmigo para conocer a Anastasio. Hemos bajado, pero Anastasio todavía no estaba, aunque por la hora ya debería haber llegado hacía más de una hora. Mi madre ha decidido ir a comprar el pan mientras, y yo, me he quedado en el banco, sentado, esperando… Tardaba mucho mi madre. La cara de mi madre, al llegar al parque, era de horror, estaba desencajada. Sólo pudo articular palabra para decir: —Es horrible Sebas. Anastasio se ha marchado. —Pero ¿a dónde, mamá?, ¿cómo que se ha ido? —Se ha muerto, hijo, se ha muerto. Todo fue muy extraño mientras mi madre me contaba lo sucedido. Oía todo como si estuviera en otra dimensión, con eco, percibiéndolo todo como en un sueño. En la panadería le habían contado a mi madre lo sucedido; un coche había atropellado a Anastasio. Seguramente, al ir a cruzar la calle no recordó que tenía que parar a mirar el semáforo, y había cruzado con el semáforo en rojo, justo cuando pasaban coches en los dos sentidos. El golpe había sido muy fuerte y falleció en el acto. Allí, junto a él, yacían su tarjeta identificativa y unos trozos de pan duro esparcidos por el suelo.
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Una mirada a la enfermedad mental f o to g ra f Ă a y l ite ratura
FotografĂas Finalistas
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Apremio Noelia Garcia Cruz
Todos somos iguales. El reflejo del alma Ra煤l G贸mez Ant贸n
Bipolar JosĂŠ Manuel Asensio Moreno
Dentro de mi Antonio Jesus Perez Gil
El interno y la sombra de la paranoia Andy Martin Rios Jara
El sufrimiento Alicia Moneva
Laberinto Carlos Tajuelo Sรกnchez
Angel atrapado David Moreno Fernรกndez
Este mal la lectura lo cura Rafael Fernรกndez Rodriguez
Índice Prólogo
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Relatos Cortos
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Fotografías Finalistas
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