07 buscando un buen oficio

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J. Belmonte Martínez

Los trabajos y los días. Reflexiones acerca de la Oftalmología y su praxis

Buscando un buen oficio

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in duda la encendida vocación juvenil por una profesión está condicionada, en gran medida, por la observación admirada y la lícita ambición de emular a aquellos personajes que triunfan en esa actividad ignorando, ingenuamente, que la mayoría de las veces esa condición no se otorga de manera gratuita sino que se ha sido la culminación de un prolongado ejercicio intelectual y de no pocos sacrificios que, incluso, en muchos casos, no siempre han sido justamente recompensados con la fama, el éxito social y profesional o el bienestar económico. La Medicina es posiblemente una de las actividades universitarias que exigen una más elevada dosis de esfuerzo y la Oftalmología, como parte de aquélla, no es ajena a este inevitable devenir. Alcanzar la formación de oftalmólogo es, en efecto, un largo proceso plagado de obstáculos que exigen, junto a un preeminente nivel intelectual, una alta cuota vocacional y en el que sólo la íntima satisfacción profesional de sus peculiares metas, compensa la clara desventaja de unos desequilibrados ingresos ante la desmedida tarea. Recordemos someramente el proceso de formación de un oftalmólogo. El joven, casi adolescente, tras una brillante etapa preuniversitaria, colmada de desinformación y de inagotables titubeos vocacionales debe, en primer lugar, aprobar una absurda y pésimamente diseñada selectividad y alcanzar una más que notable calificación académica que le permita iniciar la, finalmente decidida, carrera de Medicina, de relativamente lógico limitado acceso. Inicia, a partir de entonces, una dura etapa docente que le exigen largas horas de estudio, clases teóricas y prácticas, en la que incluso la obtención de un simple aprobado crea ya a priori un grave lastre curricular para acceder holgadamente a la anhelada formación especializada, a través de la prácticamente exclusiva e irremplazable vía MIR. La selección de una determinada especialidad está, por consiguiente, muy estrictamente supeditada no tanto a la vocación / aptitud / predisposición/ tradición familiar, sino a la inclemente ubicación numérica en la clasificación general de la temida y severa prueba que, si bien dentro de lo que cabe, puede considerarse una de las menos injustas de las soluciones, no deja de condicionar, azarosa y

Microcirugía Ocular 1998; 6(3): 95-97.

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arbitrariamente, el futuro profesional y la trascendental decisión de hacer lo que a uno le gusta más o para lo que se considera mejor dotado. Los escasos afortunados supervivientes del trance, acreedores de un merecido y privilegiado escalafón en el concurso, consiguen finalmente escoger la Oftalmología, aunque no siempre el centro hospitalario y la localidad deseada e iniciar su ansiada formación especializada. Tras cuatro años de dificultoso aprendizaje, plagado de guardias hospitalarias, resignada explotación asistencial, insaciable e insatisfecha avidez quirúrgica, sustentado por un magro sueldo, sumisa actitud ante sus incontables «jefes», neurosis curricular, frecuentemente frustrada tesis doctoral, tiempo de paciente espera para el matrimonio etc., etc., el aspirante a oftalmólogo recibe al fin su ansiada titulación. Comienza entonces la auténtica tragedia al despertar a la cruda realidad de un período de humillante e inaceptable mendicidad laboral. En efecto, casi indefectiblemete, al flamante oftalmólogo titulado no sólo le resulta prácticamente imposible permanecer en una plaza en el propio hospital donde realizó su formación y donde felizmente alcanzó una integración profesional y humana, que lícitamente ansía perpetuar, sino que de forma implacable pasa a engrosar las listas del paro laboral del año entrante. En algunos casos se le ofrece, cual generosa limosna, un inestable contrato temporal, de impredecible duración, substituyendo a algún colega enfermo, de vacaciones o en situación de baja maternal, que raramente les permite colmar sus expectativas profesionales clínicas y quirúrgicas. En otros muchos, debe resignarse a una humillante subcontratación por colectivos no médicos (ópticas, centros de reconocimiento, etc.) que le explotan a sabiendas de constituir su única alternativa de supervivencia. En los menos, logra una plaza hospitalaria relativamente estable, consigue integrarse en un centro o grupo privado, sumarse a la consulta familiar o, en una inverosímil hipótesis, iniciar independientemente una arriesgada y azarosa andadura particular, si sus medios se lo permiten. Hay que reconocer lo injusto y desmoralizador de esta larga peripecia profesional que, desdichadamente, no lleva el cariz de mejorar a corto plazo si la Administración no adopta las adecuadas medidas correctoras, que pasan sin dilación por el requisito de asegurar al oftalmólogo, recién titulado, una plaza laboral acorde a su formación y responsabilidad y dignamente remunerada. La Medicina, en general, y muy particularmente la Oftalmología, han experimentado en años recientes una radical mutación básicamente derivada, por un lado, de una amplia y altamente cualificada oferta asistencial pública y, por otro, de su creciente y compleja tecnificación, a la que habría que sumar la masiva competencia de otros colectivos paramédicos, como los ópticos, que se han adueñado de una parte sustanciosa de sus ancestrales competencias como el el examen de refracción, la contactología, etc. Todo ello ha reducido de manera radical el caudal de pacientes que antaño acudían resignadamente a la medicina privada, desconfiados de la alternativa estatal, asestando un duro aldabonazo a la profesión médica liberal convencional. El flamante oftalmólogo actual, ante la mezquina oferta 28


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de trabajo en los centros públicos, se halla pues en la tesitura de escoger entre asociarse a compañías de seguro sanitario que, a falta de centros propios, rentabilizan todavía las convencionales consultas particulares, ser contratado en los escasamente existentes grandes centros privados, constituirse en el propio gestor de una arriesgada empresa sanitaria, para la que no ha sido formado ni en muchas ocasiones vale, o asociarse a otros colegas para compartir el trabajo, el riesgo y la elevada inversión que supone el montaje de una consulta competitiva y eficiente. Se descarta, como una aventura de negras perspectivas, la pretensión de inaugurar una consulta personal a la vieja usanza que, hasta un pasado no muy lejano, permitía a casi todos los oftalmólogos sobrevivir holgadamente, pertrechados tan sólo con una unidad de refracción, una lámpara de hendidura, un oftalmoscopio, un tonómetro, un campímetro y el instrumental quirúrgico al uso. La profesión médica ha perdido, en gran medida, no sólo la posesión del mayor respeto social de todas las ramas universitarias, fruto de su propia idiosincrasia y de la peculiar e íntima relación personal entre médico y enfermo, sino su privilegiada condición generadora de elevados beneficios pecuniarios, que compensaban accesoriamente sus imprescindibles y exigidas altas dosis de competencia, responsabilidad, estudio y abnegación. Aunque por sí solos sus elevados fines y la impagable satisfacción de aliviar el sufrimiento ajeno pueden resarcir la dedicación a un trabajo tan duro y hermoso, ello no es óbice para renunciar a su dignificación y justa recompensa. El problema no es nuevo pero recientemente se ha agravado de un modo alarmante. Me contaba mi padre que hace años, en una ciudad de provincias, un famoso radiólogo solicitó la asistencia de un pocero para reparar la fosa séptica de su jardín. El operario acudió con presteza, conforme al prestigio del solicitante completando su desagradable labor, con eficacia, en pocas horas. Al finalizar, el médico satisfecho y agradecido, le solicitó los honorarios de su trabajo requiriendo el operario una cantidad exorbitante para la época. ¡Pero si lo que me pide no lo gano yo en tres días haciendo radiografías! replicó, entre indignado y perplejo, el afamado galeno. ¡Hay que buscarse un buen oficio D. José! respondió convencido y sin rubor el operario. Es ineludible recuperar el perdido prestigio de una profesión tan singular como la Oftalmología, acomodándola por supuesto a los tiempos actuales y que, en su ámbito científico, presenta unas perspectivas inagotables y apasionantes. Ello exige el esfuerzo y la voluntad expresa de las autoridades políticas y sanitarias, de las sociedades científicas y académicas, de los devaluados colegios profesionales y de los propios médicos más maduros que, todavía cómodamente instalados, contemplan entre escépticos y resignados, el progresivo deterioro de una Medicina, por otro lado, burocrática y mercantilizada y un nebuloso futuro profesional para las generaciones venideras. De no ser así, tal vez esos jóvenes, ilusionados por llegar un día a ser oftalmólogos, debieran conocer el incierto porvenir que les ofrece el presente y meditar, antes de embarcarse en tan larga e ingrata singladura, si ese esfuerzo merece la pena, a pesar de todo, o es preferible buscar una ocupación, menos comprometida, más cómoda y mejor remunerada. 29


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