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Los trabajos y los días. Reflexiones acerca de la Oftalmología y su praxis J. Belmonte Martínez

La ornamentación mediática

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no de los fenómenos actuales más singulares ha sido, sin duda, el estallido de los medios de difusión escritos, orales o visuales y, consiguientemente, su decisiva influencia en ocupaciones colectivas tan variadas y dispares como el comercio, la industria, la cultura y las ciencias. El impacto social y económico que provocan las actividades mediáticas es tan poderoso, que los sectores afectados, plenamente conscientes de su hegemonía, con razonable coherencia, han volcado sus esfuerzos en su desarrollo y perfeccionamiento. Resulta por tanto ocioso, por conocido y aceptado universalmente, enfatizar el argumento de la casi imposible supervivencia de determinados quehaceres comerciales, al margen del agobiante mundo de la publicidad y, como corolario inevitable, intentar rebatir que el tan discutible y criticado aterrizaje de la Medicina en los circuitos mercantiles, la ha conducido, irremediablemente, a apelar a esos mismos e imprescindibles recursos para la captación de sus clientes/ pacientes. No entraremos, sin embargo, en un análisis ético o deontológico de esta cuestión, suficientemente debatida y que, en última instancia, debe ser regulada por los propios médicos, tras ponerse de acuerdo en sus condiciones y limitaciones, una vez depurado y clasificado lo que corresponde a determinados intereses particulares inconfesables de lo que constituye una manifestación más de la novedosa y acelerada mutación de viejos códigos, en el presente sistema socio-económico. Nuestra reflexión se centra, en este caso, en que aún aceptando la publicidad como un instrumento indispensable y valiosísimo para la promoción de un producto, es necesario considerar, en una inevitable segunda fase, cuáles son los medios de que dispone y cómo los puede utilizar. El mundo comercial convencional nos tiene habituados a ingeniar los recursos publicitarios más insólidos y variados. Hermosos modelos femeninos o masculinos que, sutil o explícitamente, sugieren un fácil acceso a los más excelsos placeres terrenales, exóticos paisajes que tratan de colmar un imposible y frustrado proyecto viajero, ilusorias promesas de salud, belleza o riqueza por el consumo de determinados productos perecederos, constituyen algunos de los extravagantes mensajes arrojados hacia una inagotable clientela potencial que, ignorante de su veracidad o falsedad,

Microcirugía Ocular 2000; 8(3): 83-85.

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los acepta ingenuamente, pese al crudo contraste de ese idílico mundo, tan equívocamente ofertado, con su áspera realidad vital. Pero aunque la fiabilidad de la propaganda comercial sea siempre exigible y discutible, e incluso disponga de la tutela de determinadas asociaciones de Consumidores y Usuarios, casi toda la sociedad admite su falacia y si bien nadie, medianamente razonable, suele llamarse a engaño ante la frustrada emulación de no verse sexualmente acosado al volante de un impoluto utilitario, tras untarse profusamente de un perfume veraniego de exótico nombre o al comprobar la inmutabilidad de su cuerpo imperfecto pese a la profusa bebida de una determinada agua mineral, no cabe duda que determinados anuncios, acertadamente aderezados, permiten aventajar a la competencia y penetrar de un modo más sagaz y profundo en la proclive y adicta mente del consumidor. No es sorprendente que ese ineludible ornamento publicitario haya irrumpido con vigor en el mundo de la biomedicina, si bien, en este complejo entramado, los virtuales consumidores no se circunscriben sólo en unos candorosos pacientes predispuestos sino que, incluso, los propios médicos pueden resultar involuntariamente atrapados en la red. Pese a que estos últimos, por su presumible formación científica, debieran ser personas críticas y avisadas, ante un supuesto fraude, no es menos cierto que, frente a ellos, el mundo de la publicidad utiliza sus armas más ingeniosas, sutiles y perversas. Creemos, en efecto, que este asunto es especialmente llamativo en dos áreas peculiares de la medicina, ajenas al ejercicio asistencial: las publicaciones científicas y las actividades académicas (Reuniones, Congresos, Symposium, Mesas Redondas, etc.). Desde no hace demasiados años las revistas científicas han desarrollado un notable esfuerzo por lograr un más elevado nivel de fiabilidad en su información, a través de sistemas de estrictos controles de calidad, avalados por comités de redacción configurados con nombres de prestigio, rigurosa evaluación contrastada del contenido de los textos por revisores expertos, exigencia de ajustarse a determinados requisitos formales, metodológicos y de homologación bibliográfica, etc. Estas mismas exigencias han creado, como contrapartida, algunos inconvenientes y criticables limitaciones, derivados de la hegemonía de determinados circuitos lingüísticos restringidos, arbitrarias discriminaciones geográficas y excluyentes camarillas que, finalmente, originan unas difíciles barreras a la hora de publicar ideas o técnicas originales, en cualquier tiempo y lugar y en un plazo lo suficientemente breve para que no dejen de serlo, a quienes se hallan más alejados de ese particular y privilegiado entorno científico. No es sorprendente que, como solución alternativa, hayan surgido, y se afiancen con energía, otros medios escritos o informatizados que, aún carentes de un sistema de control científico inflexible y contrastado ofrecen, sin tanto miramiento, la inmediatez en la presentación de cualquier idea o proyecto, arropados además por el inestimable reclamo de unas páginas atractivamente editadas 47


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con una brillante y polícroma presentación y generosamente financiadas por las casas comerciales que, de forma directa o indirecta, pueden ver favorecidos sus intereses. Periódicos, gacetas, boletines (tabloides) que preludian innovadoras noticias y espectaculares hallazgos, lujosos folletos con impactantes eslóganes, páginas web, monografías y, en menor medida, libros, editados con exquisita pulcritud, constituyen espúreos recursos mediáticos opcionales que, porfiadamente, someten al médico a un inagotable hostigamiento informativo, sugerente y disfrazado de legitimidad, frente al que cada vez resulta más difícil segregar lo auténticamente válido, autorizado o inocuo, de lo fraudulento e incluso nocivo. No es aventurado imaginar que, en manos ignorantes, ambiciosas, poco escrupulosas u osadas, esa información inconclusa y algunos mensajes apresurados, inconsistentes o inmaduros, puedan convertirse en auténticas bombas de relojería, de aplicarse de un modo indiscriminado en la práctica común, sin la prudencia que debiera suscitar cualquier propuesta médico-quirúrgica insuficientemente verificada. Esa peligrosa ornamentación mediática no se circunscribe sin embargo a la literatura, sino que se ha extendido también a otras actividades científicas verbales, tradicionalmente más austeras al no quedar plasmadas sobre un soporte impreso aunque, por su propia naturaleza, susceptibles igualmente de cierta manipulación interesada, proclives a exageraciones y falacias, a desajustarse estrictamente a la verdad e, incluso, a flagrantes embustes. Todos hemos escuchado, en nuestras asambleas, opiniones y comentarios de dudosa veracidad, juicios descabellados, cuando no absolutamente criticables, pero al fin y al cabo se trataba de meras palabras capaces de ser rebatidas o censuradas por el auditorio y exclusivamente respaldadas por la mayor o menor autoridad moral y científica del orador. Sin embargo, al desnudo recurso de la palabra, tan sólo escoltada, hasta hace relativamente pocos años, por una retroproyección o diapositiva de texto, figura o imagen, a modo de síntesis argumental o de soporte docente ilustrativo, se ha incorporado recientemente el formidable apoyo escenográfico de la informática y aquel menaje austero cuya credibilidad estaba cimentada, casi en exclusiva, en el prestigio del conferenciante, se ha visto arropado, de forma oportunista, por una parafernalia de recursos audiovisuales configurados por complejos textos policromos, combinando habilidosamente el montaje de una información estricta y verificada con afirmaciones audaces y sentencias rotundas, imágenes cambiantes, proyecciones cinematográficas coordinadas, capaces de proporcionarle tal dosis de fascinante credibilidad que pueden enmascarar el primordial objetivo de su autenticidad. La categoría del presentador se ve injusta y sorprendentemente sublimada ante el deslumbrado auditorio, más seducido por la forma que por el fondo. De este modo, la proposición de cualquier teoría nueva, de cualquier técnica o maniobra quirúrgica obstinadamente perseguida, de cualquier sofisticado dispositivo, instrumento o implante aparentemente novedoso u original, bellamente aderezada por la imagen y el sonido, puede fácilmente embaucar al espectador incauto o desinformado, propenso a la credulidad, 48


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suplantando la convicción de la verdad merced al fraudulento maquillaje de la conjetura, la presunción o la propia falsedad. Aceptemos el prodigioso progreso de los medios audiovisuales, reconozcamos la enorme agilidad informativa de los tabloides en la actualización del permanentemente renovado pensamiento científico, admiremos el valor didáctico de una hermosa presentación, agradezcamos el esfuerzo del conferenciante por la indiscutible capacidad de síntesis de una diapositiva bien diseñada, pero no olvidemos también analizar el fondo de los mensajes y esquivar el elemental hechizo y embeleso de las imágenes que se exhíben, que tan sólo cautivan nuestros sentidos, para concentrarnos en la autenticidad y veracidad de las ideas que se proponen, que deben persuadir a nuestra razón.

José M.ª Pérez de Cossío, collage, «Mirar la mirada».

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