15 vanitas vanitatum et omnia vanitas

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J. Belmonte Martínez

Los trabajos y los días. Reflexiones acerca de la Oftalmología y su praxis

Vanitas Vanitatum et Omnia Vanitas (1)

L

a abnegación, el altruismo, la generosidad, la capacidad de trabajo, la inaplazable necesidad de una permanente actualización de los conocimientos son virtudes que, invariablemente, se han atribuido a los médicos que, como justa compensación a su sacrificio personal, gozan ante la sociedad de la admiración y el reconocimiento de su quehacer, muy por encima de otras profesiones universitarias, superando la pasada competencia con el sacerdocio y la docencia, tras la presente crisis religiosa y corporativa de estos colectivos. Si bien la Medicina ha experimentado en años recientes un profundo cambio cualitativo, derivado básicamente de su inevitable inmersión en el mundo de la biotecnología, que ha estipulado un diferente enfoque en la relación médico/enfermo, no cabe duda que aquel todavía disfruta de un privilegiado grado de respeto social y, en ocasiones, incluso un desmesurado grado de veneración profesional que le liberan, en cierta medida, de ese prolongado esfuerzo laboral. Pero aún admitiendo la vigencia real de esas innegables bondades, en muchos de sus integrantes, el médico ha sido, a su vez, desde antaño, dueño de otras imperfecciones, a veces escasamente perceptibles, otras más evidentes, de entre las que, quizás como corolario y comprensible tributo de ese devoto y ferviente culto universal, cabría destacar la vanidad. Este pecado se manifiesta, de manera más o menos sutil, en múltiples facetas de su actividad: en la reticencia, cuando no pertinaz obcecación para reconocer, incluso íntimamente, los propios errores y fracasos; en el inconfesable o expreso desprecio hacia la opinión, el criterio o la actuación de otros colegas; en el secreto afán de protagonismo social y mediático; en la desmesurada ambición económica más allá de un razonable y ajustado éxito profesional; en el presuntuoso e indisimulado objetivo de erigirse, a ultranza, en solitario paladín vanguardista de intrincadas o novedosas metas, como incuestionable culminación y desideratum del triunfo y de la fama. Obviamente, el oftalmólogo tampoco se ve redimido de la vanidad e incluso podría afirmarse, sin riesgo a exagerar, que por las peculiaridades de su actividad, está singularmente condicionado a experimentarla con un exacerbado rigor. Dos son, a mi entender, las causas de la especial idiosincrasia de los oftalmólogos a padecer este lamentable defecto. Por un lado,

Microcirugía Ocular 2001; 9(1): 1-2.

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la vertiginosa evolución de la especialidad en el plano tecnológico y, por otro, sobre todo, el marcado protagonismo de la cirugía en sus logros más recientes y espectaculares. El primer aspecto, más genérico e impersonal, ha precipitado la necesidad de una renovación instrumental, costosa e interminable, obligando a planificar la actividad médica desde una perspectiva más empresarial y comercial y, para lograrlo, renunciar a determinados y ancestrales principios deontológicos que parecían inmutables, como la prohibición de recurrir a la publicidad convencional, pues otra propaganda tácita, no expresada formalmente, siempre ha existido. De aceptar esta circunstancia, como justificación de esa novedosa y cuestionada conducta en el mundo de la Medicina, cualquier mensaje parecerá lícito y profesionalmente admisible y al igual que un automóvil, una fragancia o un detergente, difícilmente admiten un competidor superior en calidad y precio, el oftalmólogo, llegado a empresario, utilizará idénticos argumentos en la promoción de su «producto». De este modo, anuncios como «Por primera vez, en el mundo..., en España..., en la Comunidad Autónoma..., hemos realizado esta técnica quirúrgica...», «En pocos minutos le resolvemos su defecto de refracción cualquiera que sea su magnitud...» «Nuestra tecnología de última hora permite garantizar el éxito, frente a otros procedimientos obsoletos...», «La operación no tiene complicaciones...» «Sin dolor, sin anestesia, sin riesgos...», «La recuperación es inmediata...», «Compare nuestros precios...» «Financiamos cómodamente su tratamiento...», etc., constituyen algunos de los mensajes que acaparan espacios en los medios de comunicación y que no sólo encierran un ambicioso afán de captación y acaparamiento de potenciales pacientes, en un mercado competitivo, sino que, eventualmente, ponen de manifiesto la indisimulada vanidad del ofertante que no vacila en tergiversar, en su propio beneficio, una información mutilada, cuando no mentir, de forma flagrante, a unos potenciales usuarios, incapaces de discriminar la falacia de la auténtica validez y transcendencia de las sugerentes noticias. Del análisis crítico de algunos de los anuncios y entrevistas radiofónicas y televisivas y de los recortes periodísticos que, pertinazmente, inundan nuestros diarios, a juzgar por el escaso pudor que manifiestan sus jactanciosos mensajes, se podría deducir con sorpresa que el asombroso nivel científico de que hacen gala ciertas Clínicas y Centros Oftalmológicos y el inacabable tropel de tan brillantes pioneros, sabios e infalibles cirujanos que, aparentemente, pueblan las ciudades de nuestra geografía, de ajustarse a la verdad, permitirían lícitamente, considerar a la Oftalmología nacional en los niveles más sublimes y eficaces de la medicina universal. Quaelibet vulpes caudam suam laudat (2). El segundo aspecto de la vanidad oftalmológica es más íntimo e inconfesable. En cierta ocasión, mientras me ejercitaba y padecía con una inaplazable reconversión quirúrgica, escribí un artículo titulado «Los siete pecados capitales de la transición a la facoemulsificación» que, para mi sorpresa, impactó a muchos colegas, posiblemente porque en él reflejaba, 54


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con sinceridad, mis propias vivencias quirúrgicas, al parecer, experimentadas también, pero no siempre confesadas, por otros oftalmólogos en su quehacer cotidiano. Aunque la extrapolación del catecismo cristiano, a una particular y flamante técnica quirúrgica, supuso un divertido ejercicio literario, he de confesar que, de todos los pecados capitales enumerados, la soberbia y su correspondiente virtud teologal, la humildad, me resultaron especialmente fáciles de desarrollar, no ya por su elemental aplicación a la penosa transición operatoria de ese determinado procedimiento, por parte de oftalmólogos experimentados, sino porque a partir de mis personales vivencias, desde muchos años tengo asumido que la ausencia de autocrítica, la falsa seguridad en los propios recursos, la osadía frente a un intrincado reto a la destreza quirúrgica o, todavía peor, la actitud frívola ante un acto tan transcendente para el ser humano como la cirugía, en suma, la propasada vanidad del cirujano, son las principales fuentes del error, del fracaso y de las complicaciones operatorias, en tanto trances evitables con una pequeña dosis de humildad. En efecto, ¿cuántas veces hemos planificado realizar una técnica o una maniobra quirúrgica que nuestra intuición nos aconsejaba como razonablemente segura, hemos renunciado a ella por el ansia y la ambición de experimentar otra más compleja y novedosa, confiados ingenuamente en nuestras posibilidades de resolver adecuadamente las incidencias ya previstas y nos hemos arrepentido, finalmente, de haber renunciado a la estrategia inicial, que cautamente dictaba nuestra razón y nuestra experiencia? Como respuesta a tan espinosa y cuestionable pregunta, podría argumentarse, en su descargo, que el riesgo controlado es el inevitable tributo del progreso de la cirugía, que los grandes logros de la Medicina han estado jalonados por repetidos fracasos, que la agobiante presión de la sociedad moderna nos impele a lo espectacular y novedoso y arrincona, impropia y prematuramente, procedimientos consagrados y más seguros, con la etiqueta de «vieja técnica», condenando al médico prudente a la injusta y desairada etiqueta de cirujano «demodé» pero, con sinceridad, ¿actuamos siempre con la reflexión, la conciencia y la modestia de lo mejor para cada caso o nos dejamos arrastrar, en otros, por la vanidad y la soberbia, impulsados por la ilusoria persecución de la permanente innovación y originalidad, confiando temerariamente en nuestros recursos, por fuerza limitados? Contritionem praecedit superbia (3). NOTAS (1) Vanidad de vanidades y todo es vanidad. Eclesiastés, 1,2. (2) Cada zorro alaba su cola. Rómulo, App, 36. (3) La soberbia precede al arrepentimiento. Proverbios, 16,18.

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