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J. Belmonte Martínez

Los trabajos y los días. Reflexiones acerca de la Oftalmología y su praxis

Tecnología y razonamiento clínico

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or la peculiar situación anatómica del globo ocular y su fácil accesibilidad pocas especialidades médicas disfrutan, como la Oftalmología, del privilegio de poder explorar objetivamente un órgano de forma tan minuciosa, permitiendo la observación directa tanto de sus estructuras normales como de sus alteraciones patológicas. La invención de dispositivos ópticos para el examen del exterior y del interior del ojo como la lámpara de hendidura, impulsora de la biomicroscopia, y en especial el oftalmoscopio por V. Helmholz, para el examen del fondo de ojo, constituyen hitos trascendentales no sólo en el devenir de la Oftalmología, puesto que permitieron un definitivo impulso de aquélla, sino en la propia historia de la Medicina. Todas sus demás ramas son, de algún modo, tributarias de un hallazgo que pervive como un feliz adelantado de los procedimientos endoscópicos del presente, responsables a su vez del espectacular avance de otras especialidades, otrora encorsetadas en las limitadas fronteras de la anamnesis, la exploración clínica externa, la analítica, la histopatología y la radiología. La aplicación de la informática a los métodos diagnósticos de captación y análisis de la imagen ha sido el paso definitivo para el presente progreso que ha disparado la biotecnología hasta cotas difícilmente concebibles hace pocos años. Al amparo de este perfeccionamiento no sólo los médicos se sienten atrapados por los poderosos medios diagnósticos y terapéuticos que les ofrece la tecnología actual para el avance de la medicina sino que, recíprocamente, la sociedad contempla fascinada esos adelantos en demanda de una anhelada y utópica infalibilidad, aunque ignorante de sus posibilidades limitadas y su relativa falacia e indiferente también a las trascendentales repercusiones económicas que acarrean. En efecto el desarrollo técnico ha introducido en el ejercicio de la Medicina un elemento distorsionador, antes desconocido o al menos prudentemente atenuado, como es el valor económico de la salud y la correlativa financiación de los sistemas sanitarios públicos. La valoración económica de las mejoras adicionales que sobre el estado de salud han aportado los presentes cambios tecnológicos en el diagnóstico y el tratamiento de las enfermedades, ha sido estudiada de forma

Microcirugía Ocular 2003; 11(3): 115-117.

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extensa por los sociólogos y los economistas, tanto por medio de métodos de evaluación financiera tradicional, como a través de otros parámetros más recientes como el análisis de coste-efectividad, el análisis de costeutilidad, el análisis de coste-beneficio, los años de vida ajustados por calidad, etc. Se trata de variables estadísticas y econométricas complejas, todavía controvertidas entre los expertos, que entran de lleno en el ámbito de la teoría económica sanitaria y que obviamente sobrepasan el objetivo de este artículo y el saber de quien lo escribe. Se intenta argumentar, por el contrario, desde una perspectiva mucho menos erudita y estrictamente empírica, la presunción de que el proceso de inversión, investigación, diseño, fabricación, adquisición y amortización de la moderna biotecnología, por su desmesurado alcance potencial, económico y mediático, distorsiona la tradicional actividad del médico y puede llegar a cercenar el imprescindible esfuerzo reflexivo que debe presidir su cotidiano reto con la enfermedad. No resulta descabellado sostener que, secularmente, la Oftalmología ha sido tal vez la especialidad más tecnificada de la medicina moderna. No obstante, hace tan sólo 30 años, una consulta oftalmológica, de un aceptable nivel, no disponía más que de unos determinados aparatos para el examen de la refracción, oftalmoscopio, retinógrafo, tonómetro, lámpara de hendidura, perímetro, algunos sofisticados artilugios para el estudio de la motilidad ocular y el examen y tratamiento de la ambliopía, de uso restringido en gabinetes estrabológicos, hoy casi obsoletos, a los que los que cabría sumar, en los Centros de máximo rango, algún instrumento electrofisiológico, de limitada utilidad en la clínica cotidiana. La diferencia pues entre un consultorio privado normal y un centro de elevado prestigio era pues mínima en cuanto a equipamiento e inversión, al margen del renombre y la seducción personal que pudieran provocar entre los ciudadanos determinados personajes, en sorprendente contraste, a veces, con su auténtica categoria profesional. La disparidad real radicaba pues, fundamentalmente, en el nivel científico del oftalmólogo, su rigor y experiencia en la exploración clínica, en la utilización oportuna de los medios disponibles, en la eficacia en el razonamiento diagnóstico y en la habilidad, ingenio y audacia en la indicación y aplicación de las técnicas quirúrgicas más complejas, osadas y novedosas del momento. La enumeración de dispositivos, aparatos e instrumentos que en este tiempo constituyen la dotación de un centro oftalmológico que pretenda situarse en la vanguardia tecnológica resultaría interminable. Parece, sin embargo, indiscutible que aunque la incorporación de dicho equipamiento ha contribuido a incrementar, de forma exponencial, la aureola institucional de las clínicas, se ha elevado paralelamente el correspondiente esfuerzo inversor respecto a un pasado no muy lejano. Por el contrario, este crecimiento tecnológico no ha beneficiado, al colectivo médico encargado de su manejo, con un equivalente grado de prestigio, pudiendo contemplarse incluso como su grado de implicación en el sistema se manifiesta cada vez más prescindible, cuando no lamentablemente marginal. 84


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Las consecuencias inmediatas de la formidable irrupción y supremacía de los medios tecnológicos y su desmedida sublimación son, además del progresivo desplazamiento del protagonismo personal de los médicos frente a la supuesta mayor eficacia de los aparatos, la abrumadora presión comercial a la que se ven sometidos por parte las industrias suministradoras de biotecnología y la penosa y complicada amortización de una elevada inversión, inevitablemente aceptada frente al riesgo y el temor de quedar sumidos en un entorno profesional trasnochado. La marginación y el gradual anonimato del acto médico, episodio en el que tradicionalmente ha predominado la empatia y cálida relación personal con el paciente frente al gélido e impávido papel de la máquina, deriva hacia un lamentable declive profesional del oftalmólogo y le conduce al papel de sumiso ejecutor de los dictados de los artefactos inanimados. El implacable acoso publicitario de las grandes casas comerciales, hábilmente apoyado por sus descomunales recursos financieros y mediáticos, acorde con las pautas de la presente sociedad de consumo, hipertrofia la bondad y auténtica eficacia de cuanto surge como novedoso, apremia a la adquisición, casi pulsiva, de aparatos e instrumentos y condiciona el uso disparatado de ingenios cuya validez está todavía lejos de hallarse acreditada. La legítima aspiración de compensar los gastos de inversión para la adquisición de ese material mediante su uso procedente puede trocarse, ante el temor de su fracaso comercial, en la imprudente tentación de vulnerar los criterios razonables de aplicación de los dispositivos de diagnóstico y tratamiento o en la rechazable decisión de establecer objetivos de consumo desmesurados y éticamente desacordes con las peculiaridades y requisitos que deben presidir su empleo en el ámbito de la salud, en incuestionable contraste con otras actividades comerciales convencionales. Estos aspectos desfiguradores de las condiciones que tradicionalmente han presidido la relación médico enfermo generan un ámbito nuevo de actuación clínica que, finalmente, adultera también el deseable proceso racional que debe primar en el análisis clínico y en la indicación terapéutica. No cabe duda que el diagnóstico de muchas enfermedades oculares puede realizarse sin ciertos medios sofisticados y requiere tan solo unos limitados recursos instrumentales y un sensato razonamiento clínico. La determinación de la agudeza visual y su eventual corrección mediante un examen de refracción meticuloso, la oftalmoscopia metódica, la biomicroscopia con la lámpara de hendidura, la medición fiable de la tensión ocular y el examen fundado del campo visual, constituyen las etapas forzosas de una exploración ocular básica que, por sí sola, puede proporcionar una valiosa o incluso definitiva información sobre el estado del ojo, si sus datos son analizados de forma procedente y ecuánime, haciendo prescindible el uso de otros intrincados procedimientos de indagación clínica o el empleo de tratamientos costosos y eludiendo un innecesario dispendio de tiempo y dinero. 85


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¿Cuántas angiografías fluoresceínicas se han prescrito ante una disminución de la visión sin realizar previamente un indispensable examen de refracción? ¿Cuántos diagnósticos de glaucoma se han establecido tras una solitaria, errónea y apresurada tonometría obtenida con un instrumento de dudosa precisión? ¿Cuántos más han estado condicionados por una excavación fisiológica, sobrevalorada como glaucomatosa sin confirmar mediante una campimetría, o por un dolor ocular ignorando la sintomatología ocular de la migraña? ¿Requiere el control rutinario de un glaucoma crónico simple, además de la oftalmoscopia, la tonometría y la campimetría, el empleo de la paquimetría o el análisis de las fibras ópticas de forma sistemática, como parece pretenderse recientemente? ¿Cuántas tomografías se han realizado para detectar un cuerpo extraño intraocular metálico descartable mediante una sencilla y más barata radiografía orbitaria? ¿Cuántas resonancias magnéticas se han indicado ante una simple cefalea o una astenopia acomodativa de un sujeto hipermétrope joven que, sorprendentemente, no ha sido previamente explorado bajo cicloplejía? ¿Cuántos exámenes neurológicos se han aconsejado por ignorar el mecanismo óptico de una banal diplopía monocular cataratosa? El inagotable relato de otras decisiones parejas tan sólo ratificaría su innecesaria, absurda y disparatada condición. Los nuevos métodos diagnósticos de la Oftalmología y de la Medicina constituyen, ciertamente, un gigantesco complemento en el conocimiento más profundo de sus enfermedades, pero creemos que es preciso controlar su aplicación desmedida y que el uso de la tecnología emergente debe quedar subordinado, a la información que proporciona la exploración ocular básica, a la acreditación en el tiempo de su auténtica validez y aconsejarse, sin frivolidad ni precipitación, tras determinar honestamente el valor de la información adicional que puedan aportar y con indiferencia a otras connotaciones sociales, económicas o comerciales. En cualquier caso, en la imprescindible argumentación que debe presidir la procedencia y oportunidad de una decisión clínica, nada puede reemplazar la reflexión juiciosa y el proceso racional que justifique o deseche la elección de un procedimiento diagnóstico o terapéutico que en ocasiones puede no solo no resultar gratuito, tanto para el paciente como para la sociedad, en términos de riesgo físico y estabilidad anímica, sino innecesariamente costoso en cuanto a tiempo y dinero.

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