Los trabajos y los días. Reflexiones acerca de la Oftalmología y su praxis J. Belmonte Martínez
Cordialidad y bonhomía, con una inteligencia, aguda, sutil y brillante
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onfiados en la herencia familiar, todos pensábamos que, a pesar de los dos paquetes diarios de Winston, llegarías fácilmente a centenario. Pero la muerte te tomó la delantera, no por contradecir la inexorable dictadura de la genética sino porque, a pesar de su dominio, siempre deja un resquicio de autonomía para la iniciativa personal por lo que, haciendo gala de tus maneras exquisitas y tu buen talante, sin estridencias, le cediste educada y resignadamente el paso. Después de irse Pilar, tu insustituible compañera, comenzaste a sentir cómo tu mundo, tan lleno de ideas, pensamientos sagaces y recuerdos, se desmoronaba poco a poco, alejándote de las nuevas generaciones, que repueblan sin cesar una Oftalmología cada vez más poliédrica y heterogénea, en su continente y contenido, más difícil de abrazar individualmente y, sin duda, muy alejada de aquella con mayúscula, familiar y reducida, que llegaste a dominar enciclopédicamente y a la que dedicaste tantos años de tu vida. Tras la pérdida forzosa, y a veces anticipada, de muchos de los que te rodearon largo tiempo, aún no faltándote nunca el calor de los tuyos y de algunos amigos que nunca te abandonaron, te cansaste de vivir y comprendiste, con la clarividencia de siempre, pero resignado, que había llegado tu hora y que, en realidad, tampoco ansiabas vivir tanto como tu padre, tal vez recordando cómo en sus últimos años contemplaba con amargura el enorme foso generacional y la cruel soledad que le producía su increíble, privilegiada y lúcida longevidad. ¿Pensaste quizás que no valía la pena llegar tan lejos? He tenido la impresión que últimamente te sentiste desligado del círculo de la Oftalmología «oficial», de cuyo sanedrín formaste parte largo tiempo, y acaso el origen de tus premeditadas y voluntarias renuncias a asistir a los Congresos tuvo su origen al pensar, con seguridad sin razón, Información Oftalmológica 2011; 5: 21.
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que te habías quedado solo o, lo que es peor, que podías estar de más. Sin embargo, puedes tener la certeza que muchos, entre los que me cuento, añoramos tu presencia estos pasados años, aunque tal vez no supimos utilizar los argumentos adecuados para convencerte de que vinieras. Tampoco habría servido de mucho, pues no era la vanidad el punto débil por el que se pudiera doblegar tu voluntad. No obstante, tropezar casualmente con tu menuda figura, obstinadamente vestida con elegante dandismo anglosajón, presidido por un interminable muestrario de pajaritas, fue siempre motivo de regocijo para quienes nunca dejamos de buscar de un modo incorregible tu compañía. Realmente resultaba difícil para cualquier persona inteligente no disfrutar de tus comentarios, tus anécdotas, tus recuerdos tan cargados de historias, protagonizadas en primera persona y relatados con la elocuencia y la sorprendente precisión que te concedía una memoria privilegiada. Por mi parte, me siento orgulloso de haber compartido, alguna vez, confidencias que reservabas a los más allegados o comentarios irónicos que, con la viveza y los ojillos risueños de un niño travieso, destinabas discretamente a quien no gozaba demasiado de tu simpatía, sobre todo por ser el innegable propietario de uno de los pocos defectos que tu buen ánimo liberal y tolerante no soportaba fácilmente: la estupidez. Tu gran sentido del humor, difícilmente compatible con la arrogancia y la necedad, te servía tanto para la crítica sagaz y la ocurrencia culta, ingeniosa e improvisada, como para el chascarrillo fácil, a cuenta de lo que surgiera, o los buenos chistes sin reprimir la carcajada franca al escuchar divertido las gracias de los demás. Las tertulias a tu lado, con otros colegas afines, en el hall del hotel, en los interminables paseos por la exposición comercial, en las comidas o en las cenas de nuestros certámenes o, buscando más intimidad en cualquier restaurante del entorno, han sido para mi momentos inolvidables, simplemente por el privilegio de asistir atento a tus relatos sobre la Oftalmología y los oftalmólogos que conociste, las personas importantes que pasaron por tu lado y tuviste como pacientes, las interminables y fascinantes historias, plagadas de anécdotas, de temas ajenos a la Medicina, de política, de literatura, de música y de cualquier asunto que abarcaba tu vasta cultura renacentista. Al compartir contigo la pasión por la música clásica, lamento ahora no haber buscado del pretexto de aceptar las reiteradas invitaciones a enseñarme tu excelente equipo de sonido y tu colección de discos, de la que presumías con orgullo hasta el punto de llevar la cuenta precisa de su número, malogrando la oportunidad inapreciable de pasar un buen rato juntos escuchando y hablando de música y músicos. Me pregunto qué Réquiem famoso hubieras deseado para tu funeral: ¿el de Mozart, Berlioz, Fauré, Dvorak o el de Verdi, con aroma latino, o, tal vez, el más germánico de Brahms? Con seguridad, uno de inefable belleza armónica y melódica, de gran emoción y fuerza expresiva y, en cualquier caso, intuyo que posiblemente escogerías aquel más pensado para la audición silenciosa, atenta y emocionada de un melómano, que para el ornamento acostumbrado de un oficio religioso. 151
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No es frecuente la censura cuando alguien desaparece sin enemigos pero, en tu caso, hay además muchos argumentos a favor del elogio. Tu cordialidad y bonhomía no suelen ser compatibles con los personajes superdotados y, sin embargo, tu inteligencia, aguda, sutil y brillante, pero jamás vanidosa, pese a ser perfectamente consciente del reconocimiento ajeno, la luciste con notable lustre y autoridad, proporcionándote el camino para alcanzar los más altos niveles profesionales y académicos, aunque no siempre se hiciera la debida justicia a tu talento. Has ocupado en verdad los puestos más altos de la profesión, desde la Jefatura de Servicio de uno de los más importantes Centros Hospitalarios del momento, como «la Concha», al lado de figuras míticas de la Medicina nacional, hasta la sempiterna Secretaría General y luego la Presidencia de nuestra Sociedad Española de Oftalmología, donde en su terreno has parado, templado y mandado, citando de frente y de perfil, quintaesencia de la lidia, rematando así la faena para salir en hombros por la puerta grande. Tu espíritu libre, que ciertamente perjudicó algún proyecto en el que con dificultad se perdona la independencia de pensamiento, de criterio y de clan, no solo fue jamás motivo de mengua de tu categoría profesional y humana sino que, aún sin el aderezo de títulos y rangos altisonantes, te autorizó, en todo momento, a actuar sin ligaduras y sin reparar en convencionalismos gastados. Te has ido pues donde, cuando y como has querido, con el amor cercano de los tuyos, provocando las lágrimas emocionadas y sinceras, más o menos contenidas, de los que te queríamos y el recuerdo reverencial de casi todos los que, en mayor o menor grado, han tenido el privilegio de conocerte, escucharte y admirar el ejemplo de tu vida irrepetible. Gustavo, adonde hubieras querido estar, te envío estas humildes palabras, con un fuerte abrazo.
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