Reescribir Valparaíso III - Laboratorio de Escritura Territorial 2020

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REESCRITURA DE VALPARAÍSO III Laboratorio de Escritura Territorial 2020

BALMACEDA ARTE JOVEN VALPARAÍSO 1


EQUIPO BAJ DIRECCIÓN EJECUTIVA DIRECCIÓN REGIONAL PROGRAMACIÓN PRODUCCIÓN

Loreto Bravo F.

Federico Botto C.

Daniela Fuentes P.

Eduardo Palacios R.

Margarita San Martín M. COMUNICACIONES ADMINISTRACIÓN

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Tania López G.

Nicole Villarroel G.


REESCRITURA DE VALPARAÍSO III Laboratorio de Escritura Territorial 2020

BALMACEDA ARTE JOVEN VALPARAÍSO 3


Quince miradas, quince memorias, todas deambulando por el imaginario colectivo de Valparaíso. Un año más de textos desgarradores, presentes y a veces utópicos que nos invitan a una proximidad de vivencias para todxs lxs que día a día transitan por la ciudad. Cómo haber imaginado que lo que comenzó hace tres años como una apuesta por generar un espacio escritural que resignificara el territorio que habitamos, terminaría consolidándose como uno de los espacios más dinamizadores de la producción de textos en torno a esta ciudad. Esta tercera publicación del Laboratorio de Escritura Territorial (LET) nos presenta el imaginario y vivencias de jóvenes que aceptaron el desafío; someterse a un proceso muy riguroso para descubrir el pasado y presente del derrotero literario, mientras en paralelo daban forma a sus nuevos textos para mirar hacia el futuro. Este ejercicio, coordinado desde el 2018 por Cristóbal Gaete, no es más que una apuesta desde la casona de nuestra corporación por ser parte activa en el desarrollo de la literatura, invitando año a año a nuevos escritores para que dejen fluir todas sus ideas, palabras y reflexiones.

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El año 2020 fue un año que nos sorprendió a todxs. Nunca nos habíamos planteado vivir encerrados y con una desconexión social tan abrupta y compleja para el débil tejido que nos conecta. En un acto de modesta resiliencia, como sede -y a nivel nacional- nos volcamos a las plataformas digitales con el fin de poder mantener la interacción y la comunidad que por años hemos construido. Para el caso de este laboratorio, y de este libro, no fue la excepción, lo que le entrega un valor distintivo pese a que no tiene ni debe ser un reflejo de estos días, pero si fue planteado, dialogado y reflexionado en este contexto, lo que no necesariamente podremos dimensionar hoy, pero el tiempo lo dirá. Como BAJValpo, y ante el contexto, tuvimos la posibilidad de conocer a jóvenes de todas las regiones, la digitalización de nuestros espacios formativos nos llevó a conocer múltiples hogares, muchos paisajes y muchas realidades. Entre ello, como también la inequidad en el acceso y la digitalización nos mostró nuevamente las grandes brechas ante las que se deben enfrentar día a día las y los jóvenes que nos visitan, nos llaman o nos buscan, y para ellas y ellos es que queremos seguir trabajando. Las páginas que se pueden disfrutar a continuación es la mirada de algunxs, la reflexión de muchxs.

Federico Botto Director Regional Balmaceda Arte Joven sede Valparaíso 5


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Teodora

OLLA SEXUAL


Le preguntábamos qué había hecho con las trescientas lucas. El neoperreo de sonido galáctico retumbaba en los vidrios del Sitio Eriazo. Las demás cocinaban moviendo las caderas, levantando el culo, bajando el culo. Se gritaban cosas, que cállate maraca si se sabe que yo soy más cara que tú o ya poh’ travesti, pica rápido las papas que va a llegar la gente y tenemos que estar listas a las dos o no la apurís, viste que de tanto saltar arriba de la cama quedó hueca esta otra, porque las putas son buenas para tirar la talla. Hasta que una le bajó el volumen a la música para escuchar con especial atención lo que nuestra organizadora nos tenía que decir. Su respuesta fue más bien enredada, nos mencionó que había sido desordenada con las platas, que la disculpáramos por eso, si sacaba cuentas le quedaban exactamente ochenta mil pesos. Se despelucaron todas. Entonces la Simona saltona le dijo: “Mira mamita, todo lo que hemos hecho en la olla común ha sido a pura donación, el cliente de la feria de la Celeste nos mandó la mayoría de las verduras ¿y me venís a decir que te quedan ochenta? Además, ¿por qué chucha nunca nos dijiste que te habíai ganado ese fondo? Nos vinimos a enterar por otro lado. A mí no me hacís hueona, me han pasado a llevar toda mi vida por ser trans y maraca pero esta vez no vas a ser tú la que lo haga”. La Michelle, puta antigua como dice ella, totalmente callada revolvía en un ollón las porciones de charquicán. La cocina a leña nos llenaba de humo, mientras, las más jóvenes escupían preguntas, se tropezaban para hablar, se interrumpían y la que hablaba más fuerte se ganaba la palabra. La gente subía por Ecuador con un platito o un pote para recibir su porción de comida, un pack de condones —peneales o vaginales— y lubricante. Algunas viejas no nos miraban a la cara cuando llegaban a recibir el charquicán, otros nos tiraban la talla. Putas amigas nos contaban, con la mascarilla colgando de una oreja y metiéndose la cuchara a la boca de repente, cómo iba su vida con esto de la pandemia, que ya 8


no podían trabajar, que el pimp las quería echar de la pieza porque no estaban generando ingresos, parece que iban a tener que dormir en la camioneta de la Nancy. Michelle entró el letrero de cartón que decía “OLLA COMÚN DE TRABAJADORAS SEXUALES DE VALPARAÍSO”. La Simona tomó un plumón negro para tapar lo que habían rayado en rosado unas chiquillas hacía unos días “abolición o barbarie, radfem”. Todas nos mirábamos las caras como gatas a punto de cazar una presa. Yo me había pasado todo el almuerzo pensando qué decir y en qué momento, pero cuando abrí la boca, Michelle escupió mirando fijo a nuestra organizadora: “Tú ni siquiera eres puta. Tú fuiste oportunista. Nos reclutaste para levantar este proyecto y entre nosotras te sentiste abyecta, rebelde. ¡Qué lindo! Mientras nosotras ponemos el culo, el cuerpo. Mientras a nosotras nos llevan los pacos a la comisaría, nos empelotan, nos ridiculizan. Mientras nos cagamos de frío en la calle en minifalda para que tu vengái’, nos saquís una fotito, te ganís un fondo de trescientas lucas y te quedís callá. ¿Sabís acaso todo lo que hemos tenido que pasar para estar acá? ¿Te han tratado de enferma, de sidosa, de rompe hogares, de desviada, de drogadicta? No poh’. Te fuiste de acá ¡PARTISTE MIERDA, ANTES DE QUE TE SAQUE LA CHUCHA O TE META LA CABEZA ADENTRO DE LA COCINA!”. Tomó su tabaco y desapareció. La Simona se reía, la Celeste tenía cara de funeral, la Nancy maldecía, algunas susurraban para sí y otras chillaban. Todo este alboroto al mismo tiempo que nuestra organizadora caminaba con las piernas rígidas y veloces hasta la calle. Un poquito de sol en pleno invierno es suficiente para que las mujeres públicas, señoritas de la noche, damas con sorpresa, como nos dice la gente, muestren piel. Ese día era así, tibio. Supongo que mostrarnos es el mecanismo que inventamos para existir sin pedir permiso. Bajamos todas hasta donde están los colectivos y los hombres nos miraban lascivos las panties rotas, los labios pintados, el escote en “V” 9


o la falda de cuerina roja de la ropa americana. Nos despedimos con el típico “avisa cuando llegues” porque para nosotras siempre es a todo o nada. La Michelle asumió el mando. O más bien, nosotras se lo adjudicamos, aunque no todas se sintieron contentas con la jerarquía. Y como los ánimos se habían caldeado, no faltaban las peleas antes de tener listos los platos de comida. Como si de una competencia se tratara, se sacaban cosas en cara:“Yo lavo siempre, me consigo las mejores donaciones, me desangro por la olla y voh’, de pinturita, comiendo”. Nos sentamos alrededor de una mesita de madera que hay en el patio y mientras el pito corría hacia la izquierda, sacábamos los sentimientos pa´ fuera. Volvíamos siempre al mismo punto: cansancio y discriminación. Eso nos tenía tan densas y heridas. “Mira” —dijo la Simona a quien mediaba en el asunto y venía en representación del Sitio— “quien fue nuestra organizadora llegó solita, se echó tierra encima, comida encima, se revolcó en el piso y se fue. No alcanzamos a decir ni hacer. Nos han invisibilizado tanto que, incluso en este problema que nos corresponde, han hecho reuniones y no nos han incluido. Recados pa´cá, recados pa´llá, estoy bien aburrida, corazón. Así que dile que nos devuelva lo que le queda de la plata y no vamos a seguir con el tema porque no tenemos ganas”. Más tarde, en la noche nos llegó a todas un correo que decía: “Yo organicé todo, fui yo quien más trabajó en este proyecto, así que esa plata me corresponde. Es mi paga. Hagan lo que quieran. Es lamentable este final. Esto amerita funa porque me están hostigando. Bueno y está demás decir que me desligo por completo de la olla común de Trabajadoras Sexuales de Valparaíso, por sus prácticas violentas, poco feministas, poco sororas”.

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José Díaz

ESPERANZA


Llegaron a vivir a un cerro al que nadie se molestó en ponerle nombre, considerado en la geografía popular como el límite natural entre el puerto y la ciudad jardín. La mayoría de los habitantes oficiaba en el matadero municipal que se ubicaba en la falda del cerro frente a la Caleta Portales, el resto prefería adentrarse en el mar donde los únicos gritos que podían oírse eran los de las gaviotas. Las escasas viviendas que se hendían cerro arriba habían sobrevivido al terremoto de 1906, eran pequeñas y constituidas casi en su totalidad de adobe. Fresia y Luis vivían al comienzo de este cerro, al borde de una quebrada. Huían del triste destino de las salitreras donde no alcanzaban a ver el dinero que era convertido en fichas para ser utilizadas en las pulperías. Allá vivían en campamentos pampinos atochados de ratas y arena. Una noche Fresia vio un pequeño huracán formado por la arena donde creyó ver un duende al que, sin dudarlo, le pidió un destino mejor. Apenas pudieron dejaron todo en el norte grande camino a Valparaíso. Luis consiguió trabajo en el matadero de lunes a sábado, cada día más de nueve horas. El rol que le tocaba podía variar desde tener que sacrificar a los animales o manipular internamente los cuerpos desmembrando, quitando tripas, rompiendo huesos y separando órganos. Luis, tras la primera semana de trabajo, creía firmemente que entre el olor que desprendía el salitre y el hedor grotesco de cientos de cadáveres, él prefería enérgicamente el aroma metálico del salitre. Fresia, para generar dinero extra, se encausó a reparar ropa y a bordar manteles con flores y aves. El primer año lo pasaron sin pena ni gloria. Luis logró hacerse de buenos amigos en el matadero, al mismo tiempo que Fresia se hacía conocida entre los vecinos por su hábil manejo con la aguja. El joven matrimonio intentó por mucho tiempo tener un hijo, pasaron meses, probaron brebajes extraños entre posiciones sexuales que sus amigos y conocidos recomendaban. Nada pasó. Hasta que una vecina recomendó que hicieran una manda en el cementerio. A los dos años los 12


pequeños pies de la hija que habían tenido revoloteaban por el living. Atrás habían quedado los rostros famélicos de los niños que morían de hambre en el norte. Fresia leía la revista semanal Sucesos que se podía comprar por cincuenta centavos en cualquier quiosco del plan. En la portada aparecía la caricatura de una paloma blanca ensangrentada sobrevolando un mar enrojecido, debajo de ella se podía apreciar a ciertas autoridades de la iglesia abrazados, con rostros indignados; la portada tiene por título: octubre 7 de 1915 “EL DILUVIO DE SANGRE”; y más abajo: “Su Santidad ¡Alabado sea Dios! Por fin regresa nuestra paloma con la oliva de la paz. Observe Su Santidad, de que llega, pero herida de muerte…”. La verdadera importancia de dicho número recaía en una de sus páginas donde se encontraba una fotografía del conjunto de baile de la escuela a la que asistía su hija de ocho años. La foto era en blanco y negro, figuraba todo el grupo de baile, incluyendo a la profesora a cargo y al director de la escuela. En la esquina izquierda de la primera fila de sillas aparecía su primogénita. Mientras Fresia leía la revista su hija jugaba en el patio con el barro producido por las lluvias rezagadas del invierno, una malla separaba el patio de la quebrada donde se asomaban paulatinamente gatos. Luis llegaría en unas horas. La noche no tardó en desembarcar en el puerto, su ancho vientre reposó por toda la bahía de Valparaíso; el rumor de la neblina comenzó a marchar primero por las calles del plan, luego cerro arriba, como si se tratase del humo de cientos de hornos. Fresia vigilaba la endeble luz que iluminaba la calle, Luis debía llegar hace dos horas, bien sabía que los accidentes en un lugar así podían ocurrir en cualquier momento y nada le garantizaba que alguien viniera a avisarle que su marido tuvo un percance y que ahora está muerto, que su esquelético cuerpo se encontraba despedazado, y que el capataz había tomado la decisión de dejarlo al lado de la carne descompuesta, infectada por gusanos, 13


hasta que el turno de la noche terminara. Todo eso rondaba la cabeza de Fresia, mientras hincada en el living le rezaba a una figura de greda con el rostro de la virgen. Pasaron unos minutos y el ruido en la lejanía de una carreta siendo arrastrada por dos caballos logró sacarla de la letárgica posición del rezo y la llevó hasta la pieza donde su hija dormía sobre la cama, aún con el vestido blanco con el cual, meses atrás, recibió la primera comunión. Fresia la despertó para decirle: “hijita mía, voy a bajar ahora de una carrera a buscar a tu papá, descansa, descansa, me tiene de los nervios, te juro que si…”. Media dormida asintió con la cabeza, solo el ruido de la puerta al cerrarse la despertó completamente. Al llegar a la entrada del matadero el guardia le comentó que Luis se había ido temprano, furiosa emprendió el regreso a casa a través de la neblina y de la luz que apenas sobrevivía en el aire. El graznido de algunas gaviotas agotaba el silencio de la calle. Al entrar a la casa vio que la puerta que daba al patio estaba abierta, un fuerte viento penetraba desde el exterior a través del living. Llamó a su hija y nadie contestó. Salió al patio gritando el nombre de su hija, pero nuevamente nadie contestó. Caminó temblorosa hacia la malla alumbrando el camino con una lámpara, se dio cuenta que la malla se encontraba desplazada, inclinó su cuerpo hacia el vacío que se generaba en la quebrada, logró ver un gato que olfateaba un pequeño zapato blanco, este huyó inmediatamente al sentir los gritos de Fresia implorando a su hija, Esperanza.

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Milagros Corcuera

LAS COSAS QUE SE TERMINAN


Podría ser un cochayuyo. Ese pensamiento volvía a su cabeza y rompía en ella, como las olas, que siempre están lamiendo las rocas entre Las Torpederas. Salía de clase, bajaba hacia la playa, rodeaba el peñón para agarrar el atardecer hasta que desapareciera, como quien quiere guardarlo entre los dedos y que no se escape. Cumplía el ritual sin falta: cebaba un mate mientras el día se apagaba enrojecido. Como le había enseñado él. Un santafesino, otro más de paso por el puerto. Tomaba los mates en silencio. Era lo que le había dejado: el gusto por el mate y una nostalgia ajena. — ¿Qué son todos esos peluches? Ese día tuvo que explicarle la historia de Panchita, cómo habían encontrado su cuerpo y la casita que puso la familia, un monumento de juguetes, sillitas, placas que él no entendía pero que tercamente hacían frente a la naturaleza del olvido. Parecía un pequeño liceo, con pupitres para que la niña muerta no se perdiera ninguna lección, con peluches para jugar en los recreos. Qué le iría a enseñar el mar a Panchita, a escribir en forma de ola, a buscar choros entre las rocas con sus manos redondas. El argentino asintió en silencio y apiló unas piedritas, puso un caracol en el medio. Una apacheta, dijo. Para el animita. ¿Creería de verdad en esas cosas? ¿Le habría pedido algo? La sal la salpicaba cuando rompía muy fuerte el mar, porque se sentaba casi al borde de la piedra, lejos del animita Panchita, cerca del agua. A los niños todo les asombra. Seguro le hubiera gustado su pequeño colegio marino. Dicen que las hermanitas iban a jugar con los osos y las guagüitas, a veces, pero ahora las hermanitas debían de ser más grandes que Panchita y ya no jugaban tanto. Lentamente, los peluches juntaban más grumos de sal, basuritas, polvo. Cuánto más enfrentarían la sal marina, el viento, el sol. Con el tiempo se los tragaría una ola. Quizás la misma que devolvió el cuerpo de la niña del mar. 16


Ella siempre elegía el filo; hubiera querido ser un cochayuyo, se decía, y los miraba. Bordeaban las rocas, en un baile que se acercaba y retiraba, envolviéndola. Ya no tenía con quién tomar los mates ni explicar los misterios de la costa. Estaba sola en este pleamar y exhalaba aire frío, como un viento cansado. No podía quitar los ojos de las algas. Apenas lograba imaginar la profundidad. Los extremos de ese cuerpo vivo sobresalían entre la rompiente: varios metros más abajo, los cochayuyos lo ocupaban todo, plegándose a las corrientes. Un bosque marino donde los seres se crían, en movimiento. Ella seguía con la vista fija los dibujos, las apariciones cambiantes de formas rápidas, ya eran anguilas, o red, ahora serpientes, casi como el cabello de la Medusa. A veces sentía que se podría resbalar y caer al agua. El problema no sería el filo sino quedarse enredada, atrapada entre algas. Los buzos no tenían miedo a eso. Estaban acostumbrados; tal como ella que iba a tomar mates, los buzos se ponían sus trajes impermeables que los cubrían enteros. Saltaban oscuros como lobos marinos, y hacían las maniobras detrás de las boyas, más profundo. Sentía que la acompañaban. Igual que los mates. Hacían lo mismo todas las semanas. Si llovía, seguían ahí. A menos que hubiera una tormenta grande. Se tiraban al agua y nadaban sin quejas. Más de lo que puede decirse de mucha gente. Pero eran todavía mejores los cochayuyos. No arrugaban ante ninguna tormenta, no importaba si caían columnas de agua o mucho viento, el cochayuyo no se quebraba jamás. Ante los golpes con fuerza, reaccionaban dóciles y se curvaban. Esquivaban los conflictos. Quería ser cochayuyo. Así de verde oscuro, así de brillante, así de humilde. No sé quién inventó eso de que eran los cabellos de las suicidas de la Piedra, que entre ellos los ojos de las mujeres devolvían la mirada, tristes. Por algo se habrán tirado, suspiró.

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Antes de que dinamitaran el peñasco, se tiraba más gente. Más cuentos que cosas: si desde ahí entre mate y mate había visto de todo, familias almorzando en el restaurante del costado unos mariscos, una peña de camioneros con la cumbia retumbando en los parlantes, cabros chicos fumándose sus porros a escondidas en las ruinas de la izquierda, o detrás de la Panchita, choros más grandes vendiendo qué sé yo a los cabros. Una pareja gimiendo cuando creían que no los escuchaba nadie. Pero de suicidas, nada. Las historias trágicas eran para el telediario, que les ponía un piano tétrico y planos en blanco y negro, buscando fantasmas, planos detalle de los peluches de Panchita y de cómo juntaban polvo, de las muñecas con los ojos siempre abiertos, vidriosos, que repetían hasta el cansancio. Como si se necesitara más terror que una niña abusada que vuelve a levantar el mar. El mate ya estaba frío. Lavado, como decía él. Hay un punto donde se terminan las cosas. Los buzos se habían ido. El día se terminaba, la luz sonrosada, la vida de Panchita. Incluso, el termo del mate. ¿La nostalgia y el dolor suyo? Ojalá, también. Se tomó el último, el del casamiento. Qué ironía. Los cochayuyos seguían bailando en el agua salada y estuvo a punto de bailar también. El viento soplaba frío y más frío. Las olas ya eran negras y reflejaban las pocas luces del puerto. Si se cayera, ¿quién se daría cuenta? Solo los cochayuyos. Con miedo, estiró la mano. Agarró unos cuantos y desanduvo su camino entre las piedras. Dicen que la sopa de cochayuyos calienta el alma.

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Gabriel Ocaranza Rojas

LOS CABROS VOLANTINES


Este año la primavera cayó junto a las tejas de cientos de casas porteñas tras su llegada. Cada cierto tiempo los vecinos del pasaje suben a sus techos a reparar los daños provocados por los vientos que renuevan la temporada. A algunos de ellos les atemoriza la ventolera estacional. En las quebradas cuando cae la noche suena fuerte, como un silbido inagotable que parte el cerro en dos. Pareciera que las casas tiemblan y tan solo es el viento soplando. Eolo o el lobo que busca devorarse un costillar de chancho expulsa su aliento sobre las casas sin fin. A la par, un grupo de niños no teme estos viejos cuentos y ocupan el viento a su favor, atemorizando junto a él a los vecinos del sector. El encierro caló hondo en todas las familias. Mucho antes que terminara el invierno, la quebrada estrenaba vistosas flores autóctonas con tallo de madera y pétalos de papel volantín. Es un decir nada más. Eran vestigios de la batalla que en esos meses había tenido lugar en los cerros de Valparaíso. Sin futuro ni esperanza, la temporada de competencia ya había empezado para ellos, los cabros volantines, como son conocidos en el sector. A la pasada, sus conversaciones se camuflan con el sonido del viento porque arrastra sus palabras. Eso es lo que quieren. Desde el suelo, casi pegado a él se les escucha decir, entrelíneas: — Acá a los cerros no llegan los pacos. — Por eso volamos libremente. Hay que reconocer su ímpetu. Suben y bajan la quebrada buscando la mejor posición de vuelo. El Nico es uno de ellos. Gana siempre en el Mirador del Éxtasis, nombrado así por un rayado en el concreto que dice «Aquí está el extasí» junto a unos esténcil de hojas de mariguanas en varios colores pasteles; azul, rosado y amarillo. La subida no es difícil. Primero hay que cruzar el puente para escalar por un sendero lleno de basura. Es la subida Los Canelos. Luego se dobla en dirección a Los Obreros y se empieza a ver el combate aéreo desde primeras horas de la mañana y hasta bien tarde. Hace bien subir 20


cerros, allí suceden cosas similares al mar. Los cabros volantines se parecen a los pescadores a caña que se paran en el borde costero a esperar su presa. Siempre esperando que algo pique, sus volantines son a la vez carnada y pez, complejo animal de los aires, en su ascenso zurcen pedazos de cielo al suelo. Para el Nico la cuestión es bien sencilla; cortar o ser cortado. Este es el lema de todos los cabros volantines. Cuando dejaron de ir a la escuela, algo en ellos comenzó a elevarse. Era la idea de que la escuela no era realmente necesaria. De que jugar a la guerra era más importante. En ella estaba su búsqueda de nuevos vientos, el chiflido perpetuo, le dicen, aquel que los llame para siempre a ellos, que no sienten pertenencia a ninguna puerta. Pero ya pasadas las ocho de la tarde el frío baja. Polera y pantalones cortos no son buena indumentaria para enfrentar la frescura del viento. Sus madres los llaman incesantemente a tomar once. Ellos prefieren e insisten contra el tiempo en una carrera más para aumentar las bajas de volantines. Todo o nada, el hilo curado recubre casi por completo el cerro. Como una telaraña gigantesca el paisaje es lentamente enredado por los cabros volantines. En su juego ignoran a sus pobres madres, cansadas de llamarlos a gritos. En cada casa, el té se enfría lentamente y el pan con mantequilla se endurece en la mesa. Las madres quedan a la espera, pero su paciencia tiene límites. Si los cabros volantines dominan los cielos, sus madres tienen otros dominios en sus voces. Es el coro de las madres buscando a sus hijos tras la guerra. Como en un antiguo rito, al unísono, todas ellas elevan su canto por los aires. El famoso chiflido perpetuo ha llegado una vez más a la quebrada. Empieza a sonar como un grupo de grillos en la noche y sube de volumen e intensidad para luego oírse como cientos de vasos quebrándose al mismo tiempo o como un choque de camiones a alta velocidad. Cierto es que ni tapándose los orejas los cabros volantines podrían hacer oídos sordos a este llamado. Les arruina el juego porque dejan de oír al viento. 21


No les queda otra que asumir su derrota. Hay fuerzas más poderosas que el viento y que están en todas partes, buscando cómo hacer que los cabros volantines se entren a la casa. A veces ellos ganan un vuelo más, un minuto más. Otras, son ellas quienes le hacen frente a la naturaleza eólica de sus niños. Lanzados a los caminos, ellas solo esperan que los cabros volantines no caigan a los precipicios que separan la quebrada del plan.

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Joscelyn Abarca Díaz

VESTIGIOS


Se mira la cicatriz de la pierna que cada vez se borra más, la idea de que desaparezca por completo le provoca un nudo en la garganta. Hace más de diez años que no visita esos cerros, los recuerdos son engañosos y la confunden ¿El jardín infantil estaba tan arriba o ya se había pasado? ¿Se quemó con el incendio? ¿Lo demolieron? ¿Y la cancha tampoco estaba? No recuerda esas construcciones. La casa en la que habitó de niña estaba ubicada en una quebrada del cerro El Litre por calle Santa Teresa, había una escalera de cemento por la que se fue rodando con su prima esa vez que se agarraron a combos. Desde entonces le acompaña la marca en su pierna izquierda. La construcción era de cuatro niveles y estaba hecha de adobe, madera, cholguán y algunas latas. En el primer piso vivía la señora Marcela y sus hijas, con las que a veces jugaba; en el segundo, la vecina bulliciosa que llegaba en la noche a prender la lavadora; en el tercero, ella y su familia; en el cuarto la que siempre se atrasaba en pagar el agua y los jodía a todos por tener un medidor compartido. Convivía con cuatro tíos, cuatro primos, dos abuelos y su mamá, entre todos se repartían las tres piezas de la casa. Algunas noches la tía Ana le pegaba al techo con un palo de escoba, cuando la vecina se iba al chancho con la bulla y no había caso que la guagua se durmiera. Los inviernos eran fríos por el material ligero de la vivienda, pero como eran varios, se las arreglaban para mantener temperado. Al menos no tenían problemas con las lluvias, excepto en aquel temporal donde se derrumbó el muro de tierra vecino y cayó sobre su patio. De chica siempre buscaba con qué entretenerse, dentro de la casa, en el patio, en la escalera o en la calle. A veces se mandaba alguna embarrada. Una de las peores fue cuando se le ocurrió agarrar un peñasco y lanzarlo con toda la fuerza que pudo: aterrizó justo en la cañería de la vecina que se picaba a chora.

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— ¡Mira lo que me hizo tu cabra culiá’! Me rompió la cañería del baño, me van a tener que pagar el arreglo. No te hagai la weona, si la pillé justito. — Aleee, ¿dónde chucha te metiste? ¡Ven pa’ acá ahora! Ya supe lo que hiciste. No le sirvió de nada esconderse donde la señora Raquel, que la recibía siempre con cariño y algún dulcecito. La pillaron igual y le sacaron la cresta; eso sí, se hicieron los lesos y nunca pagaron por la cañería rota. La vecina se quejó un tiempo y después se cansó, aunque cada vez que ella la veía corría a esconderse por miedo a que le gritara, fuera a reclamar de nuevo y le volvieran a pegar. La casa de la señora Marta ya no está y la señora Marta tampoco, se la llevó uno de tantos incendios. Sigue subiendo y más desconoce, el jardín infantil no estaba tan arriba, o acaso de niña el camino se le hacía más corto, agradable y menos agotador. Todo está tan distinto que es como si se hubiese equivocado de calle o de cerro, pero sabe que no. De todas formas, mejor se devuelve. El recorrido hacia el jardín era su paseo favorito. De ida rodeaban el cerro hasta el almacén de la esquina, frente al colegio donde estudió su mamá, ahí tomaban la B o el colectivo hasta el cerro Las Cañas. El jardín quedaba al lado de una cancha, su entrada era pavimentada, el patio de una tierra rojiza y medio empinado. En los recreos disfrutaba mucho revolcarse y rodando por la tierra, llegaba a la casa con los calzones todos mugrientos y la echaban a bañarse con un reto. El camino de vuelta lo hacían caminando, bajando el cerro, recorriendo pasajes y escaleras hasta llegar al Litre.

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Empieza a descender, se pregunta qué sentiría si se fuera rodando, si se sacara la chucha sin pensar en las consecuencias, si tirara un peñasco a donde cayera, si se entierrara entera la piel y la ropa. Agarra vuelo y se va corriendo en busca de la casa, el camino se acorta y su angustia aumenta. Se mira de nuevo la cicatriz para asegurarse que siga con ella, apenas la distingue. Al llegar le falta el aire y las piernas le tiemblan, por aquí tiene que estar, la memoria no le falla. Se convence cuando ve la escalera, el resto es solo una quebrada. Observa el paisaje con detenimiento, respira profundo y se lanza quebrada abajo. La cicatriz desaparece, pero pronto le acompañarán otras.

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Felipe Arriagada

SANTA MARTA MORIRÍA

SI NO FUERA POR LA MUERTE,

AY


Descubrió una canción que habla de Santa Marta. Santa Marta, Santa Marta, Santa Marta tiene tren, pero no tiene tranvía. Durante todo el día la canción cae hacia el patio, mezclándose con el viento y con los gritos de los vecinos celebrando los goles del Wanderers. Ay, si no fuera por la cumbia, caramba, Santa Marta moriría. Puede aceptar la cumbia, las cosas que repiten la dirección del agua cayendo, aceptar incluso que bajó del cielo. Mejor eso que aceptarse rana o mono, reptando desde un charco. Desde la escalera donde empieza Santa Marta, el charco mayor (para ubicarse lo nombran Pacífico) ocupa todo el cielo, toda la tierra, todas las drogas. Porque Santa Marta es eso, apenas una calle delgada donde la micro casi toca todas las puertas en su paso, apenas un par de peldaños bajando desde el afluente principal. La escalera donde empieza Santa Marta es estrecha y siempre está plagada de papelinas y encendedores vacíos. Por las noches, es mejor bajarse una cuadra antes para no encontrarse con la hilera de flacos que descansa cada uno en un peldaño. Igual a veces de curao se le olvida y debe bajar la escalera, sintiendo encima, silenciosa, la mirada de cada uno de los flacos, mientras él pide que lo recuerden, que no les gane la angustia. Una vez le soltó una moneda a una flaca y la flaca le gritó “Ya compañero, ya te vi”. Eso quiere en ese momento, que lo vean y lo dejen llegar. Santa Marta atraviesa su vida y a ella lo atraviesa la pasta base. Un auto tuneado se estaciona a metros de donde se juntan los flacos. Los vidrios polarizados, alerón sobre el maletero. Del parachoques de delante lleva colgando unos monos de peluche. Un hilo negro les dibuja una sonrisa sin dientes, los brazos entrelazados sobre la cabeza, cerrados, sin manos, formando una cadena, un lazo infinito para aguantar el viento, aguantar el puesto, sin moverse. Frente el auto la escalera lleva hacia una casa. Afuera suele estar apoyado el Fredy, el mejor soldado. La gente llega a la escalera de Santa Marta, el Fredy se 28


acerca, les recibe la plata, va a la casa, vuelve. Los flacos lo arman ahí, o bajan, o se pegan los pipazos encuclillados en las cunetas de Santa Marta. Si el auto no está, tampoco el Fredy y menos aún los flacos. Por los peldaños vacíos solo pasan las ráfagas playanchinas. En algún otro lugar los peluches cuelgan, casi rozando el suelo, su boca cerrada, pero sonriente. A veces se devuelve de su pega en el mall en bicicleta, aprovechando lo suave de la pendiente junto al cementerio. Junto a sus murallas ve sombras sentadas. Ya sabe dónde los flacos van si no están en la escalera. Cuando lo ven aparecer jadeando, las sombras se levantan. Él los mira, deja que avancen un poco y pedalea rápido hasta que llega al SENAME. Santa Marta frente a él en una pendiente filosa. Del SENAME cuelga un lienzo, NOSOTROS TAMBIÉN PENSAMOS EN LOS NIÑOS. Un rodeo para recuperar el aliento y entonces sube —un pedaleo a la vez— liviano, calle arriba. Una noche que subía así, dos chicos saltaron desde dentro del SENAME. Los vio de reojo, los imaginó corriendo, pero los niños se quedaron ahí, estáticos, mirándolo. Escapaban, pero aun así se detuvieron para verlo. Lo único que le quedaba era seguir, entregar lo mejor de sí. — Las medias gambas —dijo uno, y luego se perdieron en la oscuridad. Viene S a visitarlo. Compró ketamina en Tacna y la pasó por la frontera adentro suyo. Quiere moverla en el puerto. Él le dijo que no quería probarla, pero que no tenía ningún problema en que ella lo hiciera en la casa. Incluso le acondicionó la pieza del fondo con luces rojas en forma de corazón.

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Cuando escuchó la canción, S soltó una risa corta y ensayó una versión. Santa Marta, Santa Marta, Santa Marta, tiene verdulera, pero no tiene botillería. A veces cuando llega del trabajo S está encerrada y él solo logra ver el resplandor de las luces rojas bajo la puerta. Una tarde vienen una chica y un chico a comprar. S va por un frasco e introduce la aguja en la malla metálica de la tapa. El chico dice, “Nosotros antes vivíamos por acá”. S mide uno, dos, tres ml. Dónde, dice él. El chico esconde las manos en los bolsillos y lo mira. Aquí en Santa Marta. Nos tomamos una casa, la tuvimos que pelear a machetazos con unos pasteros. Después de eso le pusimos La Casa de las Amapolas. Afuera unas toallas amenazan volarse con el viento particularmente violento de esa hora. Sale, pero de inmediato se detiene. Desde el follaje del boldo que ocupa la mitad del patio, apenas a unos metros de él, una sombra lo mira. La respiración se le acelera. Adelanta un pie y lo clava firme en el suelo. La sombra se agita. Antes de dar el segundo paso, una criatura larga, oscura, se descuelga del árbol. Con su cabeza de infierno, un jote planea quebrada abajo, en dirección al mar o al cementerio. Por un momento se queda pensando hasta qué punto respirar el mismo aire de los muertos le afecta. Qué tan muerto se puede permitir estar. Entra a la casa. Junto a la mesa S. aprieta su brazo con una media. Ay, si no fuera por la pasta, caramba Santa Marta moriría.

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Karla Hanglin

VISIÓN DE OTOÑO


Hay que lavar la loza igual. Aunque la deje ahí por horas o días, aunque se junten hongos entre los pisos de ollas, platos y tazas. En algún momento, tengo que lavar la loza igual. Podría botar todo, así, no tendría que limpiar cada vez que coma o beba algo, pero evidentemente me quedaría sin nada. Aunque me quedé sin nada mucho antes de pensar en botar todo, muchísimo antes de pensar y mucho antes de –. ••• C Si eres nativo de Valparaíso (a los sociólogos les encanta este término), adoptaste involuntariamente una patria aparte. Te escabulliste, te escabulles y te sigues escabullendo entre los cerros y el mar. La poca privacidad en los hogares prepara más o menos así el día: • En un bol, pones una taza de gritos atónitos de los vecinos. • Colocas ¼ de música ensordecedora. • Agregas una pizca de salir abrigado de tu casa y a eso de las 14:00 h. ya estás en polera. • Viertes unos diez años o una vida entera de sirenas de los bomberos que desaparecen tan rápido como pasan. • Lo mezclas con ropa recién tendida como banderines al viento. • Revuelves por unos 8,2 MW hasta obtener una masa homogénea con asaltos que saltan entre líneas por los cerros. • Lo metes al horno a unos 35°C por 26 minutos. • Lo sacas y enfrías con viento. • Espolvoreas con fuegos artificiales de cerro. *Nota: El viento no puede tener volantines. Tampoco debe ser tan fuerte como para sacar las olas del mar ni volar techos. Listo. Ahora tienes un poco de acá en tu allá. ••• 32


Vivir en el cerro Rodelillo y saber por qué se llama así, da un acto de superioridad intelectual que cualquiera quisiera tener: Rodelillo por Rodeos Lillo. Está al borde de la comuna de Valparaíso, al sureste de la avenida Santos Ossa, noroeste de la quebrada Cabritería y suroeste del cerro Barón. Es un cerro famoso y se titula “Mujer embarazada perdió a su bebé tras ser apuñalada” o “Evacuación en sector de Rodelillo por incendio que se registra en las cercanías de viviendas”. Aquí vivió o vive una persona, supongamos que se llama C, y supongamos también que C es un hombre que perdió su juventud. Ahora no solo frunce el ceño cuando está enojado, porque la miopía y el astigmatismo están haciendo lo suyo. Su rostro irremediablemente dejó de ser el mismo y se convirtió en un hombre que quiso ser alguien y no lo consiguió. Entre pecas y arrugas alza la voz, probablemente tenga una leve sordera. Su pelo va a la par con el tiempo, alguna vez fue colorín, café y ahora blanco, pero no del todo. Sus cejas, blancas, pero no todas. ••• PERMISO TEMPORAL Voy en la 12 y me veo diminuto mientras los cerros se hacen altos y el mar se vuelve cielo. Valparaíso me vuelve a dar la bienvenida: que la micro vaya rápido, pero sin chocar. La señora que va en el primer asiento hacia la ventana no habla, grita. El niño que no sabe hablar, grita en los brazos de su mamá. Mi hijo sería más tranquilo —pienso ilusamente, mientras miro cómo su mascarilla va desde los ojos hacia boca y de la boca al cuello y del cuello hacia la cabeza. Coincido con la mirada del niño, medio nervioso; vuelvo hacia la ventana. Debe tener un año, mi hijo tendría cinco. No tuve el día más feliz de mi vida ni me he enamorado de alguien sin conocerlo. Tampoco me he cuestionado qué sería mi vida sin él, porque no existe. Lo borramos sin más, lo borramos con culpa entre dientes y ojos vacíos. No pudimos 33


ser padres porque aún éramos demasiado hijos para pensar en ser padres. Quizás yo sería esa persona incómoda que carga entre sus brazos al niño que grita enérgico por comida. O quizás sería quien escribe una cobarde carta excusándome e intentando explicar el porqué de mi ausencia. Culparía a tu madre porque dejó de quererme. Intentaría desesperadamente causar empatía en ti, con una escueta carta de lo más elocuente y care raja posible. Eso es lo que hacen los padres. No quiero ser uno. ••• Me senté a esperar en la misma banca de la plaza Victoria donde con C tomamos helado por última vez. El helado era de dos pisos y su existencia me parecía todo un desafío. La verdad es que no quería, pero no pude desistir de la invitación. De cierta forma, sabía que sería la última vez que nos veríamos. Ahora estoy sentado en la misma banca, con las mismas palomas que picoteaban el suelo ese día —para mí son todas iguales. Retomé donde nos quedamos: Tengo tanta rabia de ser pobre. Que los piojos verbales coman lo que quiero decir. Sufrí la peor de las perdidas, las palabras de mi boca se tupieron y cayeron de golpe al suelo. Fueron pateadas por los transeúntes como una basura cualquiera, y se fueron perdiendo entre pasos largos y lentos por Pedro Montt con Uruguay. Pasa un niño con su padre: niño chico, bota al suelo el envoltorio de un helado. Niño grande, lo sigue. ¿Quién le enseña a quién? —pregunto. Normal –— respondes. La plaza O’Higgins, está cerrada, trasladada. Existe una versión reducida ubicada en avenida Pedro Montt con calle Uruguay. Se mantienen las mesas instaladas con los mismos jugadores de ajedrez y brisca. Perplejos y deteriorados están los armazones de la “feria de antigüeda34


des La Merced”. En la esquina de ambas calles canta un señor bajo, moreno, muy peinado. Debe tener unos setenta años, usa un traje considerablemente más grande que él. Estoico, entona con una pasión voraz e inigualable encima de la pista “Visión de Otoño”, de los Blue Splendor, haciendo un tributo u honor porque esa misma noche a las 21:00 h. estarían tocando en el Teatro Municipal. Sin querer, yo he llegado al lugar, tan recordado, el otoño, con su tristeza, tiende un manto de melancolía. Valparaíso, 15 de septiembre de 2020.

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Pablo Riquelme

PERRO PABLO


Fue alrededor de los trece años cuando fui a patinar por primera vez a Plaza Victoria. A la edad de quince cuando conocí a Pablo. Quizá puede que haya sido un poco antes, pero en aquella época comencé a visitar las escaleras de Valparaíso, y por lo tanto, a Pablo. Aunque por entonces no lo llamaba así, ni tampoco mis amigos. Aparecía mientras bebíamos cerveza en algún escalón de la ciudad y nos seguía cuando buscábamos un sitio protegido del sol o al escapar de la sirena policial. Él también paseaba por la plaza. Allí tomaba la sombra echado en el pasto, junto a los skaters más grandes, los que tenían al menos tres años de diferencia conmigo. De ellos escuché su nombre, imposible de olvidar. Me percaté de que Pablo los conocía desde antes, ya que siempre los intentaba acompañar. La distancia con los mayores se fue reduciendo y ya no era tan chico. Comenzamos a vernos en escalones, conversábamos de algún truco, a veces nos hacían burlas a mis amigos y a mí, y también nos enseñaban la calle. Así supe de La Fama, La Becker, Los Gatos 1, Los Gatos 2, El tejado, a la que algunos le decían El Techo, como prefería llamarla yo, y otras tantas escaleras perdidas cuyo nombre aún no decidían. Pasaron unos meses y la actitud de los mayores me apestaba. Necesitaba desprenderme de su presencia choriza y burlona para sentirme cómodo, por lo que redescubrí las calles con mis cercanos y nos reímos con nuestro humor idiota, ese que te causa risa cuando hablas como tonto, cómplices, felices sin culpa, sin juicios. Sin embargo, no fue impedimento para seguir viendo a Pablo, el que generalmente llegaba acompañado de dos secuaces. Digo secuaces porque Pablo era como un líder, grande, gordo y peludo. Lo seguía uno al que llamábamos Paté, porque su cuerpo tenía la forma cilíndrica del envoltorio, y otro al que le decíamos Toby, o tal vez eran el mismo y del tercero olvidé el nombre. Los tres tomaban asiento junto a nosotros en el pasillo entre La Fama y La Becker, donde los rayos del sol nos mantenían acalorados mientras bebíamos una botella y veíamos el cerro Panteón. 38


Les gustaba protegernos de algún intruso, pero también aceptaban a ciertos visitantes. Caí en la cuenta de que Pablo conocía a casi todo Valpo. En las noches de bohemia se veía caminar con grupos en peregrinaje, aquellos que buscan un spot para tomar la pilsen. A esa hora los colores le daban un brillo especial, el pelo negro evocaba la luminosidad nocturna, los rastas café le desteñían con estilo y su patita blanca era el contraste perfecto. Daban ganas de achoclonarse con él. Siempre que lo pillaba le llamaba por su nombre y luego me seguía con la mirada o con sus pasos. Recuerdo que solía patinar por Condell luego de beber, desde Subida Ecuador a Plaza Victoria. Era arriesgado, pasaban muchos autos. Uno de esos días vimos a Pablo con un amigo. — ¡Pablo! ¡Pablo...! ¡Oe, Pablo! Y sin esperar respuesta emprendimos la pequeña travesía hacia la plaza. Llevábamos un par de metros cuando volteamos a verlo y ahí estaba, detrás nuestro, corriendo lento, con sus secuaces un poco más adelante. Nos cagamos de la risa todo el trayecto y sacamos una foto para rememorarlo. Cuando llegamos a la plaza compartimos con ellos. — Estos cabros son de rial, hermano —me decía mi amigo, al lado del Paté —, pero están terrible hediondos, sí. — Te creo —le dije, casi sin poder hablar. Yo aún me reía. Pablo era el más lento y el más viejo también. Aunque eso nunca lo supe con certeza. Siempre fue viejo para mí. Un día se hizo palpable el miedo. Habían encontrado al Pablo herido en Plaza Sotomayor y la voz corrió rápidamente entre los conocidos. Se necesitaba un vehículo para movilizarlo, además de dinero para costear las curaciones. Fueron un par de horas tensas hasta que en las redes sociales se subió una foto actualizando su estado. Aparecía Pablo acostado en un carro de supermercado. Tenía la apariencia de estar sonriendo. Habían utilizado el carro para poder moverlo y parecía 39


estar mejor que antes. Ese día no pude hacer mucho, estaba lejos de la Sotomayor, de la plaza, del centro y también de él. Poco a poco había dejado de recorrer los espacios que me hacían verlo, ya no frecuentaba la plaza para patinar, sino que ocupaba el tiempo para salir de noche o enamorado. Tal vez Pablo quería más a la plaza que a sus recorridos porteños o yo lo estaba olvidando sin darme cuenta. Pasó mucho tiempo hasta que supe de él a finales de octubre del año pasado. — Hermano —se abrió una ventanilla de chat—, el Pablo, hueón. — ¿Qué pasó? — Mira. La policía dispersaba a las personas, la gente corría por la pérgola. Los pacos, duros, doblaron abruptamente de Almirante Montt a Cumming. Justo ahí, mientras el carro pasa por la esquina, se oye la voz del camarógrafo: “Mataron al perro, mataron al perro”. La cámara se acerca a la baranda del balcón enfocando la calle. Allí, sufriente, estaba Pablo. Los pacos bajaron como escapando. Me invadieron la rabia y las lágrimas. La gente les tiró piedras de furia y se cortó la grabación.

MÁRGENES

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Armagedรณn

Mร RGENES INFLAMABLES


El Intendente señaló que: “aguardaba que los huelguistas cometieran el menor desmán, para reprimirlos en la misma forma que lo hiciera el jeneral Silva Renard en Iquique, en la huelga de Diciembre de 1907, a fin de que escarmentaran”. La huelga de los obreros porteños, El Chileno, Valparaíso, 31 de octubre de 1913.

Dejamos nuestras linternas en el suelo. Las paredes que nos rodean están sin estucar, el lugar en que nos reunimos funciona como áfter desde la noche de los viernes hasta los lunes en la mañana, solo hay luz durante esos días. La Catacumba es nuestro refugio, aquí evadimos el ruido incesante de los autos en Errázuriz, bajamos las escaleras de este subterráneo y podría un tsunami arrasar con todo el plan de Valparaíso sin que nos enterásemos. — Bueno, Rizoma, yo creo que ya está claro que no vai a apañar así que, si están todes de acuerdo, deberíai retirarte noma —terminé mi frase y levantaron la mano. El Rizoma está tenso, no para de mover la pierna. — Ya cabras, en la que se van. Si igual cuando se nos ocurrió fue del impulso, andábamos alzáos, dispuestos a lo que viniera, ahora la cosa está distinta, fue una volá —El Rizoma nos dio una última mirada contradictoria y luego se fue, amarilló cuando la fecha se acercaba. Él no era el único dispuesto del planeta, tenemos apoyo de otros lados; unas tías del Mercado nos harán la segunda pa subir a la azotea, unas niñas y niños van a estar en el techo del terminal, ya cachamos cómo engrupirnos a Don Manuel del Ascensor Polanco, las cabras venderán panes en la Pinto, la Escuela Alemania será el punto de encuentro de secundarios y secundarias. En los alrededores de la Plaza O’Higgins, vendedores ambulantes serán palos blancos, el Mendigo 42


estará sapeando por sus cuadras de escritos; a través de sus letras nos hemos dejado mensajes. El más explícito estará plasmado en la calle la semana anterior al suceso “CERCA ESTÁ ´EL MOMENTO`, ALERTA AL VUELO, CUANDO LO VEAS NO DUDES: TOCA TU PARTE”. — ¡A luquita las hamburguesas de lentejas! ¡Proteína para resistir estos días! —las cabras pregonaban en la pileta. Llegaron unos sujetos con lentes oscuros, pelo corto, camisas color agua estancada y bototos. — Señorita, no puede vender panes dentro del agua —el hombre tenía una mirada seria. — Poseidón me dio el permiso —los hombres levantaron sus lentes y se miraron confundidos. Tuvieron que hacer una llamada. — Buenos días mi teniente, disculpe que lo moleste, pero con el cabo González necesitamos hacerle una pregunta. — Buenos días cabo Ramírez, más le vale que sea importante. Estamos ocupados en asuntos de negocios con el oficial. — Lo que sucede mi teniente, es que con el cabo González íbamos a almorzar a Condell, pero nuestro deber de reestablecer el orden público nos detuvo. — Al grano, Ramírez, no tenemos toda la mañana. — Sucede, mi teniente, que hay unas señoritas vendiendo unas supuestas hamburguesas de lentejas en la pileta del sireno. Entonces, nos surge la duda con el cabo González, ¿tenemos jurisdicción sobre el agua? Todo el plan se movía entre Av. Argentina, Pedro Montt, Uruguay y Victoria. El sábado 17 de octubre de 2020 ningún porteño se dirigió a su trabajo: los vendedores ambulantes les contaron a las feriantes, así fue como lo escucharon los pescadores. En el puerto supieron las garzonas, por ellas se enteraron los botones, pronto llegó el recado a las panaderas y los almaceneros; nadie podía privar al resto de su emoción. Los abuelos que jugaban ajedrez en los alrededores de la plaza O’Hi43


ggins habían llenado las veredas con migajas de pan desde el jueves, proliferaban las palomas y hacían nidos en todos los edificios aledaños. Se escuchaban fuertes suspiros en el aire, las almas del Hospital Deformes presentían su pronta liberación. Los extra del plan —que de pura curiosidad y morbo orquestaron una Huelga General— lanzaban chiflidos de alegría, abollaban sus cacerolas, gritaban de euforia, rompían sus cucharas de madera, aplaudían aun cuando se les deshollejaban las manos. Todos sabían por qué estaban aglomerados en esas calles, pero nadie sabía bien cómo habían llegado, solo siguieron la inercia de la masa que se agitaba con la fuerza del mar en luna llena. El Mendigo comenzó a escalar el Monumento a la Solidaridad, mejor conocido como el Mojón de Cobre. Desde arriba azuzaba a porteños y porteñas: — ¡El señor, con un soplido que hace la justicia y que siembra la destrucción, limpiará a Jerusalén de la sangre que se derramó en ella! … ¡Pobres de aquellos que con leyes injustas y decretos organizan la opresión! … ¡Cayó, cayó Babilonia, las estatuas de sus dioses ruedan por el suelo! … ¡El enojo de Yavé de los Ejércitos ha sacudido el país y el pueblo ha sido pasto de las llamas! … ¡Griten, pues Yavé, Todopoderoso, lo va a destruir todo! … Inundó un zumbido ambiental, era como el ruido de un temblor que está a segundos de resquebrajar el cemento. Los roedores emergían de las alcantarillas dejando a su paso hedor a aguas servidas, un paco pisó duramente un ratón frente al Terminal y explotó la bomba junto con su pie, no pasó el Zorrillo, ni la Chancha, ni el Guanaco. Las palomas se habían encargado de utilizar los parabrisas como blanco de fecas. Las Palomas Bomba estaban siendo piloteadas hacia un único punto. — Sería hermoso que el Congreso explotara por completo —dijo la Azul, mientras se encaramaba en el techo del Ascensor Polanco y me pasaba una chela que reflejaba las luces anaranjadas de los cerros. 44


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Marco Sanhueza

DIBUJAR BARROTES


Hace poco una amiga salió de un hogar psiquiátrico, estuvo como dos semanas y fue por decisión propia a refugiarse ahí. Importante; el interno no puede tener aparatos electrónicos a la mano. El tratamiento consiste en crear dinámicas para los grupos, verse al rostro y como un recipiente recibir el dolor ajeno. El celular en este caso traería al coqueto fantasma de la ansiedad. Qué pasa cuando se presenta la abulia, las voces de tu madre gritando en tu cabeza, rascarse la piel hasta generar costras, agarrase de los fierros de la reja y aguantar el poco aire seco, el matico y la menta afuera la observan con pena, la quieren ayudar. Aquí es bueno prender un cigarro, las astas del reloj no paran y hay que quemar el tiempo. Observo desde el edificio que está frente a El Salvador. Menos mal no cayó ahí, me han contado que los llenan de pastillas en Alcohólicos Anónimos. — Me hice un PCR porque me voy a internar. Si me quitan el celular cualquier cosa te aviso, no sé qué me van a hacer. Nos vemos. Le gustaría volver a pincharse keta, oler polen porque le da placer estornudar, comer papapletos con ají radioactivo. Me puedo encerrar por la locura, con el toque de queda era lo mismo, han sido meses difíciles. Me encierran porque es la única forma de no ser un cacho para la familia, extraño comer en el K-nibal. Primera semana, le falta el sulfúrico tabaco chileno tras los fierros, siempre salva fumar unas bolsitas de té robadas a los doctores. Antes de su retiro al “Hogar de reposo” me decía: — En cualquier momento se me parten los chakras y voy a amarrarme al congreso y gritar que el confinamiento me mata. Espero que vuelva a vibrar el celular para saber si está bien. Ojalá cuando salga volvamos a tener esos paseos por los terrenos tomados de los huasos cerca del paradero 8 de Mariposa en la periferia olvidada. Es un lugar con un bosque de pinos gigantes y malezas del porte de un adulto, naturaleza escondida que observa un tímido puerto con calles en constante tensión, de temblores y siniestros. Por ahora, sin ella, solo queda perderme en mi bosque mental. 46


Segunda semana, llegan varios mensajes, uno de ellos: Si te perdí con las manchas del techo y trataí de observar caras, lo más probable es que tengas éxito. Venimos de fábrica con esta cualidad para formar rostros con poca información, un punto y otro punto son una línea. Mensaje recibido, visto, notificado, entregado. Recordaba sus palabras y trataba de buscar sus facciones viendo las cortinas apolilladas de mi pieza. Cada vez nos veíamos menos y cualquier finde con la familia, el perro Husky, el vecino haitiano, la polola de tu prima, quien sea, hay que aprovecharlo. Hoy día la sueltan. 14 días para caer en el abrazo de un fuego de pino al ritmo de Adrián y Los Dados Negros. La esperamos con mucha cerveza peruana que estaban en promo donde La Tía, pan amasado y pebre pero con mucha culpa por estar teniendo ese tipo de reuniones: mentira, yo siento culpa, pienso que me voy a contagiar, que los voy a contagiar, que la voy a contagiar. En hora buena, TV, cumpliste tu prometido de sicosearme. — ¿Cómo fue estar encerrada? —le pregunté. — Somos animales de costumbres, yo cacho, tener los transmisores al día también ayuda, full clona viendo hormigas rojas cabezonas… Estoy desorbitada todavía, en volá es el humo de la parrilla, me haré un tecito mejor. Abre su pequeña palma de pajarito y me muestras dos botones rosados y accede a tomárselas, es la hora de medicarse. Le comparto un vaso de agua y mientras ve las plantas me dice: — El ojo es capaz de captar hartos tonos de verde, los humanos, para adaptarse mejor al medio en el que se encontraban y cuidarse, necesitaban diferenciar la vegetación de los depredadores, mejor vestirse de negro a lo emo pa no tener ataos —achina los ojos y nos cagamos de la risa. Cuenta que lo leyó en una revista que estaba en la entrada del psiquiátrico, no había mucho, aparte de las revistas Ercilla y Mujer. 47


Avanza la noche y el cerro Mariposa se ilumina, son los cabros de la quebrada que están tirando fuegos artificiales, desde la revuelta se hicieron populares. Cuando escucho la palabra fuego me acuerdo de una ilustración en el libro Hogar de Fernando Mena. Le había regalado a mi amiga algunas ilustraciones, me las robé de un taller donde estaban armando la publicación. Le pregunto si le gustaría si se lo regalo, tiene una obsesión con el concepto espacio, casa, mi lugar, donde habita. — Y ahora que estaí afuera ¿qué vas a hacer? — Me quiero pintar un cuadro para mí, que lo vea y me recuerde el encierro. Al otro día fuimos a comprar al plan, pasamos por donde está el Teatro Municipal y estaba lleno de comercio ambulante, era un pasillo de gente vendiendo; la cosa está dura, pero nadie nos va a obligar a estar encerrados. En la tele insisten en no salir, quieren que la angustia siga aumentando. Mejor volvemos al Hogar, pero ahora saldremos y entraremos cuando queramos.

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Macarena Müller

LA JOTA


La Jota, micro paria del Valparaíso de la Unesco y, sin embargo, medio esencial tatuado en la memoria del cerro residencial. Larga y enlatada como cualquier micro interna de estos puertos, sus colores dejan mucho que desear. Café y amarilla para distinguirse, y hasta antes del Transantiago invadiendo los puertos con el imperceptible Transvalparaíso, con la letra Jota de frente para los porteños, actualmente entre sus opacos motores y solo empuñando un 701. Su recorrido dista de cualquier tour de puerto, enrumbando desde Pedro Montt en dirección a los cerros, avanza céntrica hasta la Echaurren, para luego sumergirse entre los cerros internos de Cordillera que nadie fotografiará. Avanza y anda siempre hacia arriba, y para quien no la acostumbra el mareo inminente vendrá. Pasa firme a través del consultorio del Cordillera, alejada de la esquina del Checho, pasando la Población Obrera y sus lofts renovados y palets a medio armar. Dista y avanza a Playa Ancha, pasando por la primera comisaría de Valparaíso, siendo testigo siempre de todos los presos torturados por milicos botados en el cerro, y en silencio murmurando al avanzar mientras los uniformados detienen personas y mercadería del Acuenta por igual. Más allá de la Comisaría verde y blanca, y las casas del Wander verde y blancas igual, se sumerge entre los sectores de la República Independiente, sin vacilar. Avanza y se tuerce con otras micros en las calles enjutas, pero jamás amenaza por voltearse al vacío residencial. Tuerce y avanza esquivando perros, personas, vecinos de toda la vida que nunca conocieron un número de registro social. Y al elevarse pasado el Acuenta, a veces abierto, a veces blindado, se adueña del Camino La Pólvora, permitiendo soñar las casas orgánicas que, de distintas formas y marcas, generan una ruta que entre Cintura y Cañería se permite delinear. 50


Y a lo lejos, como última parada, se presenta Puertas Negras, o Puertas Blancas, como con cariño y risa le decían del Cuarto Sector al final de la marcha, y entre garitas sin base firme ni planicie cercana, se engancha, esperando la ruta nueva, la gente que al trabajo parta. Y al día siguiente, cuando la mañana amenaza, el trayecto inicia el descenso, es hora de salir de cama. Cinco minutos para alcanzar al paradero, diez minutos para un colectivo alcanzar. Ni medio minuto de las puertas pasa la Jota. Habrá que esperarla, pero es la única que vive en la misma calle que el vecino de verdad. Y la ruta de descenso es expedita, milagrosa, siempre a tiempo, siempre alcanza, a toda velocidad entre las rutas que ninguna micro capitalina podría siquiera soportar. Carampangue bajando en un suspiro, arrasada a tiempo para el centro encaminar. No comparte la ruta de Errázuriz, las micros foráneas que enrumban a Viña y otras lastras no pertenecen a su trayecto habitual. Se enfunda tras la Echaurren entre la línea de Blanco, y retoma hasta cerca del Mercado Puerto, micro interna que el taco del centro siempre devorará. Pero rinde, alcanza, tras dejar a todos sus pasajeros en los centros de trabajo del puerto, y mantiene siempre su trayecto, esperando la hora para cumplir su objetivo final. Se acercan las seis de la tarde, los porteños están cansados, las calles de Pedro Montt, Chacabuco, Uruguay están plagadas, todos quieren volver a casa, la jornada obligatoria está culminando, y entre desgano y calma la gente se arroja a las calles, donde transitan y viven, pero lejos de lo que es verdaderamente la cama. De Sotomayor autos colman las vías hacia Concón, Viña, y Reñaca, y desde Victoria hasta el Mercado, pasajeros se dispersan por Pedro Montt y Blanco esperando las micros amarillas y cafés, verdes y naranjas.

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Y a las seis en punto la Jota despunta su curso, retoma Pedro Montt hacia los cerros, circula por el Mercado y comienza a tomar a mediana velocidad a sus pasajeros. Transita hacia la Echaurren, vuelve a salir del plan, y en sus caras cansadas, las personas que la eligen ya no se marean, ya no sienten las turbulencias, es la caricia del camino que marca jornadas que ya no tendrán que soportar. Y mientras oscila como cuncuna entre las curvas de los cerros, de sus puertas bajan los obreros y secretarias, mujeres y hombres formales, con etiquetas de Claro, Líder, Preunic, uniformes empresariales por igual. Sus argonautas toman el rumbo por costumbre, pero es el recorrido que no muchos tomarán. Lejos del Valparaíso de colores y del centro, se ve el verdadero puerto que se ha formado orgánico, residencial. Placas de zinc y tierra entre el cuerpo del cerro, la Jota vela por el retorno seguro de quienes no temen pagar menos y vivir en el Valparaíso real. O realmente crecieron sin miedo, saben, entre las quebradas, cerca del narco y las bengalas del mercadeo, hay un hogar para forjar normalidad. El cerro, la Jota, los porteños, solo el Pueblo y su gente ayudará al Pueblo, protegiéndolo entre las quebradas de la neutralidad.

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Javier Martínez

PELÍCULAS RARAS


Hablar de cine era usual, y yo le había dicho que me gustaban las películas raras. Ella me invitó a ver una función que iban a dar la tarde de algún día de septiembre en el Insomnia. Una de las doscientos nos dejó antes de la plaza Victoria, caminamos media cuadra por Chacabuco y atravesamos la plaza para llegar a la fila del cine. Las personas se desplazaban lento en una línea recta que quedaba perpendicular a las rayas de los cuadrados en blanco y negro del piso del pasillo, y esperaban apoyadas en esas paredes del cine que tenían colores de otros siglos, como las de los edificios antiguos del plan de Valparaíso. La fila empezó a moverse y entramos a la sala poco después. Quedamos al lado de una pareja y un par de asientos vacíos. Ella, antes que empezara, reía y subía las cejas de a poco. La película se basaba en un libro que relata la historia de cuatro hombres que se encierran en una casa con adolescentes y relatoras que cuentan historias sexuales para explorar diferentes formas de “sentir placer”. Como una especie de viaje fílmico que desafía la tolerancia de un espectador que pocas veces puede estar a la altura de una muestra visual así. Iba en línea con el pasado del cine en el que la veíamos, un cine pornográfico en donde quizás las situaciones que relataban las señoras de la película habían sido reales. La relatora, mientras la pareja de al lado empezaba a hacer de a poco sonido de besos húmedos, contaba de una vez en que la habían dejado cubierta de saliva en una interacción de fetichismo especial por esos fluidos bucales. La profunda voz de la relatora se escuchaba entre el sonido de sus labios haciendo los desagradables ruidos de un amor chirriante. El concierto amoroso comenzó a pasar a segundo plano, cuando algo del borde de la pantalla llamó mi atención. El color de las paredes de la sala en donde la relatora hablaba, saltó en piquero, tomándose las paredes de la sala en la que estábamos. El piso de parquet, las paredes de cemento delicado, y los pobres personajes, empezaron a invadir 54


todo mi alrededor. De repente, lo que contaba la relatora se hizo real en forma de un río de color placer que empezaba a correr de a poco por el cuello del loco al lado mío, apoyado en el respaldo para recibir el beso del otro. Pero lo miré, y la cobertura en saliva no fue lo único que se había hecho real. Ya no se veía como la persona al lado mío, se veía joven y, como yo, estaba desnudo al frente de la escena. Seguí escuchando los relatos, ahora en frente de la mujer, y desde mi nueva piel. De un momento a otro, los que daban órdenes en la experimentación sexual, me apuntaron a mí. Dijeron que tenía que exponerme mientras me masturbaban. Yo no quise, pero no hubo nada que pudiera hacer. Estando frente a todo el mundo, una mano empezó a tocarme lentamente, pero no quise ver la cara dueña de esos cinco dedos helados y ásperos, y cerré los ojos. Esas lucecitas de cuando se cierran fuerte los ojos empezaron a transformarse en el recuerdo de esa tarde en la que había visto una película parecida. Esa en la que estábamos en el cine, y pasó algo rarísimo en la película. Le empezaban a correr una paja en frente de todo el mundo a un personaje, y yo lo había encontrado desagradable e incómodo, pero ella no. Tan poco fue lo que le afectaba, que aprovechó para comenzar a hacerme lo mismo a mí en plena sala de cine. Yo, mostrándome confiado y seguro aunque no lo estuviese en lo absoluto, seguí su juego. La fricción aumentaba, y el recuerdo de ella con la misión de hacerme ir en una ex sala de cine porno, empezaba a irritarme cada vez más. La vergüenza que pasé cuando entré en pánico gritando, y las sombras dirigidas hacia mí que siguieron después, empezaron a rodearme. Las diferentes siluetas de cabezas dirigidas hacia mí después de esos movimientos vigorosos pero delicados de mi compañera, de lo molesto de tener personas a los lados, y de esa disposición que tenía de apoyarla, peleando con mi inseguridad e incomodidad. Todos esos elementos que, como en una operación matemática, se habían sumado para producir ese momento de vergüenza extrema concentrado en una sola reacción. 55


Los dedos de la mano de la persona se hicieron más delicados convirtiéndose en los de ella antes de que me levantara para empezar a gritar. Pero aproveché y me solté dejando que saliera con más fuerza. Era un grito de protesta a lo que me obligaban, pero dejaba de ser de desagrado como esa vez en el recuerdo, para convertirse en uno de frustración y lamento por no haber podido apreciar lo que ella me hacía. El haber fracasado completamente su prueba esa noche en la que solo me trataba de dar ese elemento de adrenalina que siempre ha hecho más pintorescos los rituales orgásmicos, pero que yo no pude tolerar. Después de haber expresado como podía mi forma de resistir, empecé a abrir los ojos enrabiado, pero también aliviado. El sentimiento empezó a cambiar una vez que vi cómo su ceja tiritaba lo más arriba que la podía tener, y sus ojos se abrían cada vez más mientras se empezaba a sonrojar. Se transformó completamente una vez que vi las siluetas de las personas y el cine a nuestro alrededor conmigo parado al medio de la fila y mi genital desnudo, débil y rendido, suspendido en medio.

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Can

LA PERFORMANCE


(Para leer en voz alta) La abuela saliendo a hurtadillas del almacén en que fue reprendida por la vendedora ya que se rehusó a ponerse mascarilla antes de entrar con el afán de volver a su casa solo para agarrar los cigarros que se fuma en el jardín frente al papayo meterlos en su cartera a desempolvar después de tanto tiempo sin tener la ocasión de ser reestrenada e iniciar su fuga no sin antes persignarse fuera de la capilla en la que ha hecho servicio por más de cuarenta años previo cruzar la calle hacia el paradero y tomar la 213 –en su época 35 A– y así bajar del mirador por la plaza hasta el puerto en tanto la camiona que se mejoró de la paliza previa al toque de queda sin pisar el hospital gracias a la componedora de huesos y el cuidado amigo poniéndose la salida de cancha y sus zapatillas favoritas después del perfume herbal de envase más grande que sus manos que roció sobre su cuello rodeado por la cadena que sostiene la medallita que le dio su madre antes de que se fuera de la casa mientras piensa en el camino más corto desde su escalera hasta la caleta portales evadiendo todo tipo de control policial cuando entonces el rebaño la piara las vacas con sus novillos también las llamadas aves de corral liderados por yeguas y caballos quebrando el tránsito de avenida españa hacia atrás en su camino de días tras aburrirse de la falta de agua y pasto en las tierras conocidas aventurándose a la exploración del siguiente horizonte así como las hormigas en verano cuando saben que el invierno será lluvioso y funcionan como un solo ente por jornadas inagotables en la búsqueda de hasta el último granito dulce o carnoso para llevar al hormiguero entretanto lxs niñxs inquietxs mirando las paredes del block que se saben de memoria aburridxs de las pantallas que no comienzan siquiera a engañar su incontrovertible necesidad de moverse tocar gustar entender conocer y hacer suyo palpar con la piel mamífera y prematura todo lo ahora prohibido so riesgo vital abstracto y no del todo creíble en su invisibilidad debatiendo internamente en 58


su pequeña noción de causalidad el castigo o la carcajada eufórica de alguna travesura escapada cerro abajo donde ya no hay un dispositivo profesor que les saque de la estructura sala sino solo cuidadores que ruegan por silencio y quietud porque no entienden o no recuerdan de qué se trataba la niñez cuando al mismo tiempo los perros callejeros de calle Esmeralda acostumbrados otrora a ver pasar a los apurados trámites y tramitadores perfumados de gomina de lustroso calzado o transeúnte promedio incógnito y vestido de retail zapato-zapatilla sport casual con notas de loción obtenida en alguna navidad familiar se sorprenden entonces de que ahora solo los acompaña la sombra de los edificios frente al registro civil y de cuando en vez unos uniformados que se reúnen de a tres como a jugar al cachipún mientras quien no presta atención y pasa frente a ellos es escrutado a armas visibles y en ese mismo momento descubriéndose el pañuelo que había usado para engañar al chofer la abuela se fuma un pucho esta vez frente al ascensor artillería de pie ante su natal playa ancha y acaso fuera la última vez sacose los zapatos cual manda y se dio un piquero en la san mateo para luego de un chanclazo pelearle a los marinos que no la hueviaran porque estaba vieja siendo su voluntad todo ello y volver así descalza hasta la matriz a buscar al cura para que la bautizara de nuevo en lo que la camioncita se fondeó en la arena bajo las vigas del paseo que rodea las líneas del tren contándole a la polola con las manos en las costillas por la memoria del reciente dolor de cuando era chica y vio una vez desde la ventana de su casa el tiburón de la caleta quemándose una semana de temporal y cortocircuitos en eso lxs niñxs aprovecharon el poder que los visores electrónicos sí tenían sobre sus vigilantes y alejadxs de su hogar posaron sus vientres sobre cartón con cera adrenalínicxs y expectantes de tocar tierra y hierba y de hacer pipí en ella mirando boca abajo por la quebrada a la que ya habían llegado algunas ovejas que no se quedaron en las canchas de pasto sintético del plan o tomando agua del carro de bomberos que se volcó de sorpresa al 59


ver la inusitada peregrinación en la que las aves que les acompañaban okuparon cuanta bodega y sucursal encontraron y rendidos quienes atendían desalojaron el espacio no sin antes preguntarles si las gallinas mean a lo que los perros de la calle importante se fueron a pirámide ávidos de contacto porque en el camino se consiguieron unas botellitas de alcohol gel cuando en el mismo instante y con la misma pulsión cada uno de ellxs oyó el mar y vio la isla flotante de mascarillas e insumos médicos acercarse en la marejada inminente y el sentir colectivo del devenir performático entendió que si lo único permanente es el cambio por qué tanto sigue igual.

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Ivรกn Rivera

DOS PLร YADES


I Para llegar al fondo de la quebrada hay que atravesar un bosque en donde abunda el culén y el maqui. Por el centro baja un arroyo cuyas aguas mezclan los sedimentos de la tierra. La base geológica de esta quebrada es una veta de granito, hay sectores que se exponen y que la lluvia desintegra. Golpea milimétricamente cada grano arrastrándolo hacia el suelo. Se abre un camino de arena blanca. Hay otros charcos de agua estancada, rojiza, que desaparecen en la penumbra bajo el lecho formado por las ramas. El color se adquiere porque el curso desvía hacia estos depósitos la arcilla que es ligera y blanda. El meandro captura y tiñe el agua terracota, también brilla por el hierro; las pequeñas partículas de oropel son un tesoro cuando se pulen con una concha la cerámica. II La quebrada El Quiteño nace en la confluencia de dos cascadas. En las proximidades de la unión se levantó un asentamiento en mampostería, un cuadrado de 2, 44 metros, igual en todas sus caras, menos en un vértice que se formó a partir de una palma. En los alrededores de esta construcción hay piedras tacitas, los rumores acerca del uso de estos agujeros varían. Acá en la región se dice que posiblemente fueron utilizadas para descascarar el coquito de palma, de ahí me recuerda que en Argentina los llaman morteritos. Más al norte, en el desierto, cuentan que desde un cántaro les vierten agua y dada su profundidad se forma un espejo. Como es de noche son los astros lo que refleja, el diámetro de la tacita solo alberga una estrella individuada. Capturada con una identidad, esta es venus, el lucero de la mañana. III Este es el corazón de las quebradas de Viña, donde comienza la ronda de las siete hermanas. Quiteña es la mayor, la más ancha, cuando se 62


abre nos guía enseñándonos el interior de sus faldas. Entramos corriendo, en un juego de rozarnos y esquivar a las palmas. Al final de este camino levantamos una pequeña torre hecha en los contornos de una piedra horadada. Llegamos emanando el bosque, grabada la resina en la ropa, perenne es el rozar de las ramas. El maqui rebalsa los bolsillos, en el fondo, de maduros gotea mermelada. Los coquitos percuten al chocar dentro del bolso, cuando lleguemos arriba del mortero saldrá el aceite y la piel será exfoliada. A cielo raso sobre la torre acostamos a la última de las hermanas, con las manos reposamos su piel tierna, el masaje regula su entrepierna que ya le sangra. Es hora que conozca a venus, las aves nocturnas lo declaran. El canto del chuncho oscurece, pájaro maldito, retorna su dictamen en toda la quebrada. Este es el camino que nos lleva a Placilla, antes de subir a la meseta es costumbre que pasemos a saludar al agua. La voz se oye dentro de la gruta que se encuentra atravesando el velo de la cascada. El retorno acústico, la percusión de las piedras, entre todo ese estridente un susurro nos señala: El pueblo de las Cenizas dejó siete piedras, en sus agujeros como pléyades se verán reflejadas. IV Desperté con un espasmo, frotaba mi pelvis contra la almohada. Durante la noche entró una culebra, creo haberla sentido con los pies cuando buscó el calor entremedio de las frazadas. ¡Ay! Me dio un escalofrío su piel puntuda, como un tren me rasguñó cada escama. Comenzó a subir por la canilla y yo medio dormido la dejaba. Su tránsito excitó mis muslos, liberé las piernas y en dirección al ano se escabulló, su boca hizo un zigzag y con las manos despejé mis glúteos facilitándole la entrada. Giró sobre sí misma. Su fuerza en espiral abrió mi cuerpo lo dejó tendido y lacio. Por dentro se desplazaba en frío, congelaba mi intesti63


no afiebrado. Las reacciones de las paredes a punta de escama desataron las nervaduras. Agüita de culén. Por fuera la piel húmeda en sudor lubricada. Su boca encontró en mi boca una salida y el crujido de la mandíbula arrastró unas burbujas, incluida una arcada. Me entregué a los gemidos, la faringe hecha un tubo con cada tracción. Siete fueron las curvas que para salir impulsaron el movimiento. Despedí el rastro de su cola, la lengua la encaminó hacia afuera. Mi boca quedó abierta esperando a que regresara. Desperté con un espasmo, frotaba mi pelvis contra la almohada. Por el vidrio amarillento entraba una luz tenue tipo diez de la mañana. ¡Ay! El sueño que tuve, me acordé de la culebra, a ver si la puedo ver arrancar por la quebrada. Ahí estaba, la palma en espiral. KanKan, eres la quinta de las siete hermanas. V La Quinta Vergara actualmente está emplazada sobre la desembocadura de una de las quebradas más extensas y profundas de Viña, la quebrada KanKan. Esta ruptura se forma a partir de varios cauces que nacen en las lomas altas de Forestal, recoge también aguas de Nueva Aurora y subiendo abruptamente termina en el vértice donde Viña se fuga hacia Rodelillo. Camino abajo, la quebrada cada vez se hace más profunda, tanto como para albergar un bosque de canelo y una gran cantidad de palmas. Sería natural que al final del descenso este cauce se encuentre con el Marga-Marga, pero en el siglo XIX llegó la oligarquía y sobre este encuentro se levantó una iglesia y se fundó una plaza. El cauce de esta quebrada se detuvo y se desvió a un embalse, ahí nacieron los jardines de doña Blanca Vergara. La confluencia quedó sepultada. El agua ya no organiza la vida. Marga-Marga, tu cauce de oro ahora es Viña, paraíso neoliberal del Aconcagua. 64


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Valentina Labbé

CEMENTERIO DE FETOS


En lo alto de Barón, las parteras atendían en la clandestina a las pobres cabras que salían desgraciadas. Se dice que la partera hija/madre se pitió después de una época pasional con el carnicero y convenció a la madre/abuela de convertirse en arsenalera experta en sondas, alambres y fiambres. No dejaban dedo con uña y gracias a ellas cualquier porteñx que saliera desde un canal vaginal hacia ninguna parte, tenía la oportunidad de ser sepultadx dignamente en un cementerio real. La tragedia llegó el día en que la partera hija/madre se condoreó descomponiendo a una jovencita. Llevó el raspaje al extremo por distraída o por maliciosa y le arregló a la paciente una cita con la pela’. Ese día la partera madre/abuela estaba indispuesta. La hija/nieta asistió el crimen sin saberlo. Cada tanto le pedían calentar agua y enjuagar trapos, ella no sospechaba lo que pasaba al otro lado del biombo, solo sintió un explosivo olor a óxido y vio a su madre/abuela levantarse convaleciente. Tanto caos le hizo pensar que todas se habían vuelto locas. Al asomarse se encontró con la lolita pálida cuya entrepierna chorreaba trozos de sangre mientras el cuerpo se le tensaba de a poco. Las mujeres histéricas que intentaban solucionar el desastre sin reversa se quedaron tiesas al escuchar el grito de la hija/nieta que miraba a la muerta. Todo se detuvo. La hija/nieta despertó bajo un árbol, rodeada, después de una vorágine oscura. La policía había llegado a desmantelar el cementerio y se la llevó a una casa que tenía más pinta de campamento que de hogar. De la hija/madre no se supo más. Ese día intentó sin éxito enterrar a la muerta y le pegó un martillazo en el cráneo a la acompañante que quería delatarla por negligente. No se atrevió a tocar a la madre/abuela, pero la dejó vieja y sola tras su escape. Encontraron miles de frascos con fetos enterrados en el cementerio. La madre/abuela nunca pudo recomponerse de la golpiza que le propinaron durante el interrogatorio. Pronto fue a dar al patio de los callaos y la hija/nieta se escapaba constantemente a visitarla, hasta que se aburrieron de devolverla al hogar y la dejaron criarse sola, entre fantasmas. 66


Cuando íbamos en octavo básico mi amiga Karla quedó preñada. Me dijo que si tenía una guagua le iban a pegar y la iban a sacar del colegio, así que teníamos que hacer algo. Todas las noches antes de acostarse saltaba y se pegaba combos en la guata, pero no pasaba nada. Yo era tan inexperta como ella, así que sugerí pedir auxilio a mi hermana grande. Ella dijo que haría lo posible pero que estaba peluo y no prometía nada. Le recomendó a Karla hacer una manda a las parteras y sacrificarse lo que más pudiera. —La última descendiente de las parteras se fue a vivir al cementerio donde enterraron a su abuela y ahí sigue con la tradición abortiva. —Eso es mentira, la partera que está enterrada ahí era bruja, el lugar es muy poderoso, por eso hay que hacer la manda. —Igual la han visto en la alcantarilla, mi vecina dice que le pidió ayuda para vengarse del machucao que la abandonó y le funcionó, eso sí hay que cumplirle las promesas porque es bien cobradora. Todo el camino la Karla me contó teorías que comprobaban que la última partera estaba vivita y operante, yo solo quería prender las velas y salir luego del problema. Esa noche dimos vueltas hasta el amanecer para no llegar a nuestras casas. Pedimos permiso para quedarnos donde una compañera. Salimos por Diego Cook, una patrulla casi nos atropella en la esquina de la comisaría, doblamos hacia calle Valparaíso y bajamos a estación Barón para tomar una micro hacia Playa Ancha. Tuvimos que darnos toda la vuelta por el cementerio para encontrar una entrada abierta. Seguimos el mapa que nos hizo la vecina de la Karla y después de un rato girando en círculos encontramos las animitas de las parteras. Pregunté por qué había tres cruces y la Karla dijo que las habían dado a todas por muertas, aunque se sabía que la más joven seguía ahí viviendo de los fetos. —¿Cómo vivir de los fetos? —Así po, algunxs se los come y con otrxs hace rituales satánicos y cobra. 67


—¿No te da miedo topártela? —Me da más miedo tener una guagua. Mientras prendíamos las velas sentimos una presencia a nuestras espaldas, dejó un soplo que apagó las llamas y yo quise salir corriendo. La Karla me agarró de un brazo y susurró que no me moviera. Nos escondimos tras unas tumbas hediondas a meado seco y observamos una silueta de mujer aproximándose a un árbol. Se sentó en un tronco del suelo, fijó su mirada en nosotras y comenzó a gemir, luego entró en un mausoleo. La Karla me dijo: —Acompáñame po. —Ni cagando. —Ya po hueona, no seai mala amiga. Ya que habíamos llegado hasta ahí, le dije que sí porque me dio pena. El mausoleo por dentro parecía una tienda esotérica abandonada, había un mostrador con frascos en conserva; colas peludas, esqueletos de ratón y fetos entre coágulos. Una voz ronca nos preguntó qué buscábamos. La Karla le dijo que andábamos haciendo una manda. La voz respondió que tenía que mear en la tumba de su abuela santa y el feto se le iba a caer solo, pero cuando eso pasara iba a tener que entregárselo para enterrarlo y cumplir la manda. Mi hermana consiguió las pastillas, la Karla juraba que el ritual le había traído buena suerte y me encargó meter la mano al wáter para rescatar el feto. Cuando llegó el momento olvidé ponerme guantes así que entre arcadas revolví la mano en la mezcla de mierda y sangre para escarbar. Instintivamente lavé el saco rojo que encontré, pero se me resbaló por el desagüe del lavamanos. Puta la hueá, me van a venir a tirar las patas, dijo la Karla antes de desmayarse.

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BIOGRAFÍAS


TEODORA Ante todo, puta. O escort, como dice la gente para que suene más bonito. Podría decir que me dedico a la prostitución hace poco más de un año, pero la verdad es que siempre coqueteé a cambio de preeminencia. Vivo en Valparaíso y cada tres semanas me voy a Santiago a trabajar. Escribo porque cuando hablo las palabras con sentido llegan tarde a mi boca y porque pretendo hacerle un rincón a las putas en la escritura, que no sea desde la mirada masculina ni abolicionista. JOSÉ DÍAZ FUENZALIDA Llegué a Valparaíso en febrero de 2015. Subiendo escaleras y golpeando puertas en busca de una pieza terminé en cerro Esperanza. Logré instalarme cerca de la calle Orrego colindando con La pikada de Raúl y la Botillería Morales en la calle Barros Arana. Por esa misma calle emerge la 505 que atraviesa todo el plan hasta Playa Ancha. Un poco más abajo está el mirador Esperanza desde donde puede verse Valparaíso de cerro a cerro y a la Caleta Portales realizar su eterna guardia. Donde estuvo el matadero municipal por tantos años hoy se eleva una casa de estudios bajo el halo de un edificio moderno; por el frente otros edificios viejos (un bar, una panadería) tuvieron una suerte similar, siendo demolidos y convertidos en una plaza inerte que hasta las gaviotas ignoran. Desde este cerro puede presenciarse cómo la neblina toma por el pescuezo a todo el puerto.

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MILAGROS CORCUERA Porteña de los dos océanos: nació al este de la cordillera, en el puerto de caída leve y sabor suave, azucarado —si es que Buenos Aires puede llamarse puerto—. Vivió un tiempo al oeste de las montañas en Valparaíso, que se perfila abrupto sobre el Pacífico. Entre uno y otro, llevó varios cuadernos, poemas y crónicas. Nunca se fue del todo. Vuelve por estaciones, como Penélope al inframundo, bajo el propósito de perderse entre los cerros y conseguir más merkén. GABRIEL OCARANZA ROJAS Ufólogo amateur, afirma que los marcianos han hecho mucho daño en su pasaje y que la mariguana hace bien para ver colores. Publicó Puna y pena (2020). JOSCELYN ABARCA DÍAZ Observo el puerto con la distancia de quien se sabe ajena ¿me sentiré alguna vez porteña? Cuando el viento playanchino no me desarme entera, ni me deje despeinada y con la vista nublada, cuando pueda subir por esas calles empinadas o esas escaleras interminables sin dificultad de respirar, cuando recorra todos esos cerros que me falta conocer. Por ahora solo soy pasajera, igual que todas esas veces que viajé dos horas para llegar a la U, mirando por la ventana y otras tantas aprovechando de dormir. Sabía que al final del día retornaría a donde pertenezco, que mi paso por el puerto era transitorio. Habité toda mi vida en un pueblito de la ruta 5 norte perteneciente a la región, donde también se encuentran casas en los cerros. Hoy habito más al norte, en una región vecina, pero mi conexión con Valparaíso permanece, su presencia se manifiesta en el clima costero y esa ventisca furiosa a la que aún no me acostumbro.

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FELIPE ARRIAGADA Nativo del puerto, casi tanto como para que parezca un problema. KARLA HANGLIN El papel da la oportunidad para que puedas rayar, sobrescribir y pausar palabras por días o años —aún existen esas frases que escribiste hace mucho tiempo y que ahora lees con pudor y sin sentido. El papel da la oportunidad para que te enojes con tu escrito, puedes ignorarlo o puedes sacar la hoja, arrugarla/romperla y botarla. Puedes darte la libertad de extrañar lo que ya no existe y dejar un poco de ahora en el ayer. Muchas veces son palabras anotadas en esquinas de hojas sueltas o libretas. Hay jugadas más arriesgadas, como la de escribir en la mano o brazo o en esos minúsculos papeles que tienen la facilidad de perderse —estas jugadas nunca tienen un buen final. Ahora me observo con pudor por ser el protagonista de estas frases, es difícil la autorreferencia cuando quieres ser un personaje secundario o cuando solo quieres convertirte en el papel donde escribes con un lápiz de tinta negra que se corre cuando pasas la mano sin querer. No importa la inconsecuencia de mencionar con un poco de nostalgia el papel, cuando en realidad estoy escribiendo en un computador. Escribo para no olvidar y aunque suene cliché –porque sí, lo es. Es lo único que importa sobre mí.

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PABLO RIQUELME Olfateo los escalones siguiendo la huella del perfume y del hedor. A veces me tengo que parar a rascar las garrapatas porteñas que se me aferran, pero es imposible quitármelas. Luego descanso de cara al sol, disfrutando del cerro. También deambulo por el plan y por las plazas. Allí encuentro sombras y pasto mal cortado. Del otro lado me ladran mis amigos y cruzo a verles. Si me preguntan sobre mí, les contaría estas historias. ARMAGEDÓN Oriunda de la Ciudad del Sol, nostálgica de los valles que la ciudad ha sepultado, expectante del día en que los esteros recuperen su cauce. Memoria sintonizada con la energía transmutadora del fuego. MARCO SANHUEZA Coleccionista y diógenes de papeles y tarjetas de presentación. Diseñador gráfico de profesión, aprendiendo a escribir para apoyar mis intenciones de dibujante. Baradit no es mi referente. Futbolista frustrado, músico frustrado, pero amante del fútbol amateur y la música de la Quinta Región. Hice un fanzine el 2018 llamado Tristeniall para reflejar algunos problemas tercermundistas. Hago gráficas para Insta con el seudónimo de Marco Ezra. Me gusta Fargo y las historias de los hermanos Cohen.

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MACARENA MÜLLER De las áridas planicies de la prosa, a las quebradas siempre impredecibles de la poesía, Macarena emprende un viaje sin retorno entre las curvas inefables de la prosa poética. A medio viaje, entre el mareo y la altitud, se engancha de las malezas que deja la grandilocuencia, castrándolas al encontrar una nueva parada sobre la que dibujar. Ahora entre los cerros de la ciudad puerto, escribe sobre lo que ve y conforma su cotidiano. De niña criada en Santiago, y en su formación profesional en Valparaíso, su imaginario se engancha de los cuerpos entre los cerros y lo que los transporta al lugar donde cumplen objetivo social. En tiempos de encierro y desenlaces inciertos, la pluma y la movilización de papel a papel y de cuerpo en cuerpo entregan oxígeno a lugares donde lo corriente no permite equilibrar. En la parada actual, se dibuja el cerro Cordillera, en manos de la Jota y su lápiz ahora firme de tanto temblar entre curva y despeñadero, marca el paso entre línea y línea del paisaje que queda por descifrar. Esto es un poco de su historia. JAVIER MARTÍNEZ He llegado a la conclusión de que la mezcla de recuerdos con lo que podría haber sido, termina siendo una experiencia que resulta en una de dos opciones. En el paisaje de la combinación de elementos y esa tercera realidad que le gana a las otras dos en intensidad y lindura. O en un autorretrato que anula los recuerdos, y profundiza en los detalles de las bellezas no encontradas, para pegar con ellos bruscamente en caras que lamentan su inexistencia.

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CAN De la familia de los canes. Me descubrí perrx cuando a los pies de un sauce vi mi reflejo en el estero, sin vacilar me supe cachorrx de valle y de la tierra de los pies del cerro. He de aprender de la rabia de vivir con un daño antiguo, de la necesidad inmesurable de mantener el vientre tibio. Oigo un caudal como si acaso también fuera río, corriente que me abriga cuando el hocico se me ha llovido. En el eco de las cosas voy descubriendo sonidos tales como palabras y entonces, escribo. IVÁN RIVERA Caminante, buscador de asentamientos prehispánicos. Hacedor de mapas que desvían el curso de la ciencia. VALENTINA LABBÉ Valentina, seguida por el nombre de la madre. Isabel. Quien sola le diera el apellido de la ausencia. Es nieta de violaciones, literalmente hablando. Mujer de tercera categoría, parida y criada en la tierra. Florecida entre frutos no deseados, derivados en pérdidas, fantasmas e intentos fallidos de vivir sin abortar o entrenando para.

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ÍNDICE 7 OLLA SEXUAL Teodora 11 ESPERANZA José Díaz 15 LAS COSAS QUE SE TERMINAN Milagros Corcuera 19 LOS CABROS VOLANTINES Gabriel Ocaranza Rojas 23 VESTIGIOS Joscelyn Abarca Díaz 27 AY SI NO FUERA POR LA MUERTE, SANTA MARTA MORIRÍA Felipe Arriagada 31 VISIÓN DE OTOÑO Karla Hanglin 37 PERRO PABLO Pablo Riquelme 41 MÁRGENES INFLAMABLES Armagedón 45 DIBUJAR BARROTES Marco Sanhueza 49 LA JOTA Macarena Müller 53 PELÍCULAS RARAS Javier Martínez 57 LA PERFORMANCE Can 61 DOS PLÉYADES Iván Rivera 65 CEMENTERIO DE FETOS Valentina Labbé 69 BIOGRAFÍAS DE AUTORES 76


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ASESORÍA EDITORIAL

Cristóbal Gaete

Distribución gratuita.

Los derechos de los textos pertenecen a los autores. Primera edición diciembre 2020, Valparaíso.

Jesús Córdova

Daniel Jorquera IMAGEN DE PORTADA

DISEÑO E IMPRESIÓN

Priscilla Cajales & Arantxa Martínez

EDICIÓN Y COORDINACIÓN LET

BALMACEDA ARTE JOVEN VALPARAÍSO

REESCRITURA DE VALPARAÍSO III - LET 2020

COLOFÓN


APOYO INSTITUCIONAL

Crónicas, leyendas, diarios y relatos convergen en Valparaíso y Viña del Mar, textos escritos esta vez desde distintas geografías, como muchas veces ha sido en la propia tradición. En su tercera versión, el Laboratorio de Escritura Territorial fue desarrollado de forma virtual, y preguntó a sus autores y autoras encerradas: ¿qué ciudad llevan dentro? En tus manos, entonces, trabajos de imaginación y memoria.

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