CRÉDITOS
Equipo Balmaceda Arte Joven:
Dirección Ejecutiva: Loreto Bravo
Director regional BAJ Valparaíso: Federico Botto
Encargada de Programación: Daniela Fuentes Posada
Producción: Eduardo Palacios: Margarita San Martín
Encargada de Comunicaciones: Tania López
Encargada de Administración: Nicole Villarroel
Encargada Punto de Información: Cinthia Paredes
Apoyo institucional
PRESENTACIÓN
Por Federico BottoPareciera que poco a poco retomamos un ritmo normal de encuentros y desencuentros. Pareciera que, de un momento a otro, lo cotidiano deambula entre lo digital y lo presencial, una hibridación que aún confunde a muchos pero que pareciera que no se va a ir, sino que más bien logrará afianzar prác ticas y saberes propios de la sociedad hiperconectada y digitalizada a la que creemos pertenecer.
Como una isla en el gran océano esta cuarta publicación del Laboratorio de Escritura Territorial (LET) es un manifiesto a favor de lo analógico, una re visión de relatos cotidianos, a veces fantásticos, a veces realistas. Una mirada a nuestro devenir en una ciudad que nunca para y que busca frenéticamente ser habitada o des-habitada dependiendo desde dónde se recorra.
La ardua labor que durante los últimos cuatro años ha realizado el equipo de la sede junto al coordinador del LET, Cristóbal Gaete, nos ha llevado a ex perimentar la posibilidad de reconocer la literatura como uno de los espacios gravitantes para la reconstrucción de una memoria olvidada, de la posibilidad de cambiar el centro de los relatos y de poder instalar las periferias como es pacios de construcción social y de ciudadanía. Quizás ese nunca fue un foco principal; no obstante, la escritura territorial nos permitió alejarnos del canon literario establecido y poder experimentar, explorar y buscar nuevas solucio nes ficcionales a contextos cotidianos y alejados de lo establecido.
Entre sus manos tienen el testimonio de una narrativa joven, inquieta y que da cuenta de su coexistencia con los vientos de cambio que nuestro país vive, de la importancia de la historia local, de la búsqueda personal, de las libertades para crear y de ser parte de un colectivo. Muchas de las historias nos resultan familiares, muchas de las historias parecen estar contadas en nuestras cabezas, todas las historias son cercanas.
Mirando aún por el retrovisor los últimos dieciocho meses de nuestras vidas, somos conscientes de que seguimos en una ruta incierta, de que todo está por recorrer y de que, desde nuestra perspectiva, la creación joven es uno de los espacios mas fértiles para poder dialogar en el futuro que queremos vivir.
Federico Botto Director Regional
Balmaceda Arte Joven sede Valparaíso
CASA DE MUÑECAS
La luz y el sonido de la detestada cancioncilla del despertador del teléfono marca las 5:20 de la mañana, la pantalla muestra la frase «Gracias a ti, pue do sonreír cada día». Lavo algunos platos en la casa después de salir de la ducha matutina, en estas fechas la caldera calienta a medias, por lo que es una remojada más que nada, el frío a mitad de año es voraz. Café servido, tostadas preparadas, los tres platos apropiadamente colocados, con su por ción de huevo revuelto. No me preocupo de recoger la mesa, sólo de abrir las cortinas. Al salir de casa, otra vez hay velas respirando su último aliento entre la pila de cera que chorrea de la estructura del medidor de gas que está en la calle, así como una caja de fósforos vacía. Mi trabajo no está lejos de casa, pero sí es necesario llegar temprano, el servicio debe estar listo antes de las ocho de la mañana, que es cuando levantamos cortina, los comensales de Echaurren son bravos, aunque agradecidos.
Pasan unas cinco horas entre chirrido de platos y utensilios de metal chocando ante la habilidad incipiente del copero que comenzó sus labores esta semana, cuando ya estábamos con el desayuno servido, y el almuer zo preparado. El sudor se esconde tras mascarilla, escudo y guantes. Por fin tenemos unos minutos de descanso, aprovecho de servirme almuerzo entre los pocos que quedan. El mural del fondo del comedor es una reedición de La última cena, salvando las diferencias: los invitados son Jesús, Teresa de los Andes, el Negro Farías. Fue realizado probablemente por algún club artístico de un liceo del cerro, supongo que para aquellos que viven en la calle y para mí también representa un aliento para ver que la vida mejora, que no esta mos solos y todos esos cuentos.
Esa llamada nocturna desde el hospital fue como una navaja oxi dada atrapando el pecho, y alojándose allí por más de lo que la mente de uno esté dispuesta a aceptarlo. Han pasado veintitrés años desde aquella llamada. El vapor de la olla de curanto que había preparado inundó el co medor de la casa, el pan pegado al tostador no fue lo más amargo en esa ocasión y su aroma tan similar al quemado de neumáticos me logró situar en esa curva del camino Las Palmas, casi como si de la miga quemada fuera la artífice de una teletransportación. En esa época no teníamos televisor, pues estuvo entre las listas de cosas de uso adulto que debieron ser vendidas, para transformarse en juguetes, leche en polvo y toallas húmedas, sólo decidimos quedarnos con la radio de mi madre y un teléfono fijo, para, a pesar de la
paternidad, no desconectarnos de la realidad.
—Así es, muchas gracias, Fabián, nos encontramos en el kilómetro 26 del camino Las Palmas en dirección hacia Viña del Mar, donde cerca de las doce de la noche se produce un fatal accidente de tránsito con dos personas, una mujer de treinta y cuatro años y una menor de edad de cuatro años, que resultaron fallecidas, todo esto de acuerdo con información que nos ha entregado Carabineros. Se da en el contexto del cruce indebido de un lugar no habilitado por parte de un peatón, el cual produce el descarrilamiento de un auto modelo Toyota Tercel, quedando alojado en una de las quebradas de este camino. Se encuentran en el lugar los operatistas de rescate, realizando los peritajes en la escena. El peatón resultó con lesiones leves y se encuentra actualmente en la 15° Comisaría de Forestal Viña. El SIAT de Carabineros se encuentra en la escena, produciendo un corte total en esta vía. Estaremos comentando más informaciones, esta situación está en pleno desarrollo. Las dos afectadas fueron trasladadas al hospital Gustavo Fricke de Viña del Mar.
Al escuchar la noticia, tomé el teléfono para llamar a un vecino que sabía que sufría de insomnio para pedirle una mano y que me pudiera llevar a Urgencias, la cena tendría que esperar.
—Aló, vecino, soy yo, Esteban, de aquí de cerquita de La Matriz, digo, voy a tener que pedirle un favorazo, y de verdad se lo pido sin vergüenza, podría llevarme al Fricke, es mi señora, vecino, necesito ir —le comenté, fin giendo calma, dentro de lo horrible que era la noticia.
—Aló vecino, sí, estuve escuchando en la Festival, no me diga que era su señora ¿Está con su hija, la tenemos que llevar o la dejará en la casa? Si quiere, puede dejarla acá con la Carmelita —ofreció don Chuma quien, ante mi silencio, agregó: —pero claro, yo lo llevo sin problemas —tan amable como siempre. —Lo paso a buscar altiro, me pongo una chaqueta y voy.
Llegamos en veinte minutos del Puerto al Fricke. El mar que se puede ver desde la avenida España es interminable, es imperecedero, nada parecie ra afectarlo, ojalá hubiera podido encontrarme entre las olas en ese instan te, me perdí por un momento, pero volví cuando ya me iluminaban las luces de una ambulancia saliente de Urgencias. Corrí rápidamente hacia el mesón para poder verlas a ellas, a mi esposa e hija. Toda esta situación es un tanto confusa, es un tanto efímera, estuve durante horas en el hospital, pero sola mente recuerdo retirar los partes de defunción e irme. Chuma me esperaba
en la puerta, para partir a la vuelta.
Al volver a casa, me recosté, no pensé, me fumé unos puchos tirado en el piso y descolgué el teléfono. Decidí no abrir nunca la habitación de la pequeña por respeto a su deseo: recuerdo cuando me pidió que dejara sus juguetes en su ventana para que la vieran llegar de su escuela. Así sabría que tendría una sonrisa en la casa esperando.
Terminé mi almuerzo, y, de vuelta al turno, quedaba sólo preparar la cena, un curanto con el mariscal que recibimos de donación el día anterior por parte de los pescadores de Portales, seguramente agradecerían los co mensales, el frío a esta hora ya comienza a castigar, en especial a aquellos sin un techo sobre sus cabezas. Esta tarde me tocó la labor de servir los pla tos, y con la fama del curanto del Comedor de La Matriz, teníamos casa llena, así que aprovechaba de conversar un poco con los que concurrían.
Al salir, me despedí de todos, como de costumbre, tomé mi gorro y me dediqué a caminar hacia la casa, las luces amarillas del puerto cubrían mis pasos. Me sentía flotando, casi como un ánima sobre un lago que refleja el cielo, vi una pareja en la puerta de mi casa, prendiendo una vela. Quizás la conversación del comedor me entregó el valor de la conversación que yo creía ya no existía en mí.
—¿Usted vive aquí? —preguntó la mujer.
—Sí, claro, de hace años. No quise interrumpirlos, pero vengo un poco cansado del trabajo y necesitaba pasar. Suelo darme algunas vueltas por aquí cuando veo gente, pero del cansancio, ya ando un tanto arrebatado y necesito entrar.
—Señor, lamentamos tanto lo que le pasó, pero queríamos darle to das las gracias a su pequeña —agregó el hombre, acomodándose su som brero.
—A mi pequeña… ¿Qué pasó con ella?
—Nuestra hija estuvo muy enferma, tuvo una influenza terrible, estu vo por semanas en el hospital, cuando una enfermera nos contó de su casa, de la casa de las muñecas.
—¿Lo dice por las muñecas de la ventana?
—Así es, una enfermera nos contó que las muñecas de esta ventana siempre están observando, que ser amable con ellas e iluminarles su camino era un remedio infalible, en especial para los padres desesperados.
—¿Mi pequeña los iluminó? —pregunté un poco confundido.
—Claro señor, por eso queríamos agradecerle y dejarle algunas ve las y flores, es lo menos que podemos hacer por ella, por haberle mostrado la luz a nuestra chiquita —agregó el joven hombre de la pareja, mientras le corrían algunas lágrimas.
—Mi pequeña siempre fue tan noble con todos los de la familia y ha pasado tanto tiempo. Muchas gracias a ustedes por recordarla.
Subí a la casa y me preparé un té de hierbas, listo para dormir. Cerré las cortinas. Prendí el televisor en un canal cualquiera y lo programé para que se apagara en treinta minutos, ya que después del trabajo siempre caigo rápido.
Escuché la alarma del despertador, pero era mucho más tarde de lo usual, me levanté, me puse mi camisa de trabajo y apuré la causa para salir. Antes acomodé bien las flores que dejó la pareja, alcé la vista hacia la venta na de mi pequeña y me despedí para tomar rumbo al comedor.
ZAHRA
La Zahra nació el día en que se celebra la festividad de la Virgen, mi mamá creía que esta guagua estaba bendecida. Llevaba años pidiendo una hija que fuera sólo para ella, decía que a esta niña la amaría con todo su corazón y que no volvería a sentirse sola. No recuerdo haberla visto embarazada, sólo noté que cada vez comenzó a subir menos la escalera hacia mi pieza. Fue un martes de vuelta de la escuelita cuando vi a mi hermana por primera vez; sus ojos cubiertos de una capa gris y la cabeza calva con una hendidura en el centro. Me acuerdo de su cuerpo como una bolita de porcelana, con la piel y el aliento tibio arrullada entre mis brazos.
Nuestros primeros años vivimos en la casa de mis abuelos en La guna Verde, un lugar de gente jubilada y con poco movimiento. De chica la Zahra parecía uno más de nuestros animalitos del campo, andaba a pata pelada entre los gatos de la cocina o el gallinero. Le encantaba pasar la tarde acostada de espalda sobre las baldosas de la terraza con el perro guacho sobre su guatita, meciéndose y contándole sus secretos al oído.
En la escuela los niños se burlaban de la ropa anticuada que me ponía mi abuela y decían que era piojenta, pero aun así me fascinaba ir, por que aprendía cosas nuevas. Como el día en que la profesora nos habló sobre la polinización y nos explicó detalladamente la utilidad de cada estructura de las plantas, sentí que me habían revelado los secretos más íntimos de la naturaleza. Comencé a coleccionar flores secas, categorizando sus pistilos, estambre y pétalos que me hicieron pensar en las partes de mi cuerpo y del de la Zahra. Un día, jugando en la tina le mencioné a mi mamá que me pare cía extraño pensar en los pequeños órganos de mi hermana, le dije que debía tener un útero del tamaño de un alfiler. Me miró perpleja y rompió en llanto, después pasó el día encerrada en su pieza.
Cuando cumplí doce años asumí gran parte de los cuidados de mi hermanita. Llegábamos juntas de la escuela, la bañaba, revisaba sus tareas, le daba una leche y la hacía dormir. Pasaba la noche pegada a mi cuello abrazándome con sus manos ásperas y con el aliento fuerte porque se echa ba todo lo que encontraba en la boca. Yo creo que a mi mamá le daba pena verla crecer, le atormentaba pensar que algún día llegaría a ser una mujer como nosotras, entonces comenzó a evitarla, pasando la mayoría del tiempo acostada o dando vueltas por la casa peleando con sus amigos imaginarios.
Transcurrieron los años hasta que un día dejamos la casa de los abue los. A mi mamá le dieron el subsidio de vivienda y nos vinimos a vivir las tres al cerro Ramaditas de Valparaíso. Para mí fue la explosión de un mundo, llegar a un lugar que no conocía y adaptarme a la ciudad. Había un tren que llegaba al mismo puerto y mujeres que vendían unos animales monstruosos en sus canastas. La ciudad entera miraba al mar y las calles no terminaban nunca, serpenteando hasta perder la vista de los cerros. Sentí la necesidad de nombrar cada cosa que descubría, era como tener una caja de juegos llena de sorpre sas.
En la ciudad la escuela era diferente, las clases eran más avanzadas en contenidos y desafiantes, pero a pesar del enfrentamiento de mis terri torios logré adaptarme. De alguna manera dejé atrás la placidez pausada de Laguna Verde y abracé el movimiento de Valparaíso. Pasaba las tardes completas estudiando, sumergida en los atardeceres casi programados del puerto. La Zahra se sentaba en un banquito al lado mío y me imitaba ha ciendo las tareas, hasta que se aburría y salía a jugar con los otros niños del cerro. Recuerdo que en las noches dormía angustiada pensando en que le podía pasar algo malo a mi hermana y me daba gastritis los días que mi mamá no llegaba a la casa. En el colegio la directora me llamaba a su oficina para preguntar sobre la crianza de mi hermana, quería saber cosas como si se bañaba todos los días o si le dábamos todas sus comidas, yo le decía que no había ningún problema, sólo que la Zahra era muy despistada y estaba siempre en las nubes. Empecé a quedarme dormida en las clases, sentía el cuerpo pesado, pero aun así mantenía mi promedio de notas alto. Sabía que era la única que podía ayudar a nuestra familia, mi plan era entrar a una carrera técnica vespertina para poder trabajar y cubrir los gastos de la casa. Pero cuando estaba a punto de licenciarme mi profesor jefe me dijo que con mis notas y los puntajes que sacaba podía estudiar ingeniería en alguna uni versidad buena de Santiago, él se encargaría de postularme a las becas. Algo se alborotó en mí y me aferré a la posibilidad de irme lejos, no le dije a nadie, pero ingresé como primera opción Ingeniería Comercial en la Chile.
Me aceptaron y dejé a la Zahra sola a cargo de mi mamá. Le regalé un teléfono y le dije que me llamara cada vez que necesitara ayuda, que a cual quier hora estaría disponible para ella. Me engañaba pensando que con mi au sencia mi mamá asumiría su cuidado o que la Zahra se haría cargo de sí misma.
Una parte de mí tenía rabia y deseaba perderse lejos. Me acuerdo del día que me fueron a dejar al terminal, la Zahra abrazada de la cintura de mi mamá con los ojos abiertos como platos y la boca apretada a medida que se arrancaba el bus.
Al principio me llamaban para todo tipo de cosas, cómo conectar la lavadora, dónde pagar las cuentas o para pedir la canasta de alimentos del colegio. El día que tenía el primer examen mi mamá me llamó desesperada, le habían dicho que la Zahra iba a repetir de curso si no llevaba un traje folcló rico para la presentación de fin de año, tenía tres ramos rojos y subir la nota de música era lo único que la podía salvar. Nos conectamos por videollamada toda la noche, mientras yo le explicaba paso por paso cómo hacer el disfraz. Reprobé la mayoría de los ramos el primer semestre, pero la Zahra pasó de curso. Dejé de contestar sus llamadas.
ESTACIONES
Y de pronto, el calor. La incomodidad del roce áspero en la palma de la mano con las esquirlas de vidrio laminado se suma al ruido blanco que crece hasta opacar los murmullos. Un cierre sube para ocultar la carne.
No hay diferencia entre mantener los ojos abiertos o cerrados, tam poco es necesario cuando no hay nada que ver. Dentro del plástico mortuo rio, dentro de la cabina de metal, dentro del cuerpo, la luz no entra y tampoco el aire. La boca inmóvil, la lengua partida, los dientes hechos polvo.
Los pensamientos se expanden en un eco que no deja nunca de cho car.
La memoria a corto plazo se fracciona y se convierte en una masa que mezcla todos los días en uno solo.
—Hace un rato estaba vestido. ¿Me robaron las zapatillas?
Un viaje de ida hasta La Calera De Puerto a Limache y luego esos buses al final de la estación Todas las cuadras son iguales
Ya he visto esta plaza tres veces
—Déjate de llorar un rato, hueón, no hai parado de transmitir desde que llegaste. Agradece que te la hicieron corta. Un golpe en seco. Listo. Lo que es yo, dos punzazos en la guata. ¿Quién me iba a escuchar en toque de queda en avenida argentina a las tres de la mañana? Fuiste.
Otra voz se escucha desde un compartimento un poco más arriba.
—Yo a las dos de la tarde. Los pacos fiscalizando a la vuelta de Es meralda con Ross, tuve que desviar rápido por esa escalera detrás de El Mer curio. La cuchara no dio para tanto a esta edad. Se me empezó a hinchar el pecho, la sangre me subió a la cara y me empañó los ojos. Caí varios escalo nes meados, las bolsas con fruta se hicieron mierda, rodaron las manzanas y las naranjas.
—Como en El Padrino.
—¿Como en qué?
Me ahoga el interior
Estoy acostumbrado a carretear teniendo el mar cerca Igual después del tequila se me olvidó Valparaíso
Alguien saltó del techo Besos torpes en la cama del dueño de casa Fue borroso
Cuando desperté sólo podía pensar en el viaje de regreso
Recordó una película en donde antes de morir, los personajes ven a Nixon. Intentó hacer memoria de si en el último suspiro se le apareció Frei Montalva abriendo las puertas de la eternidad para él con obertura wagne riana. Si pudiese reír, lo hubiese hecho. Alguien le habló alguna vez de un li bro-película sobre un purgatorio donde no se puede sonreír y la chela siem pre está tibia. El ánimo le bajó de nuevo pensando en la infinidad de su nuevo estado.
Quiso creer que todo lo que estaba viendo era su cabeza apagán dose, luchando por unos segundos de lucidez. Le hubiese gustado ver algo, lo que fuese, pero sólo hubo vacío.
—Lo último que vi fue una sombra que intentaba reanimarme, estoy seguro de que me rompió una costilla. Luego el techo de la ambulancia. Des pués nada.
El tajeado vio la iglesia de los Doce Apóstoles, tremenda desde la vista de quien se desangra en la vereda. Miró con detención los vidrios que brados del rosetón, la enredadera de grietas en el concreto y se pensó igual de irreparable. El olor de la sangre oxidada se empezó a confundir con el de las verduras podridas de la cuadra de enfrente. Intentó hacer lo que creyó que era rezar.
El resto de cuerpos guardó silencio.
La cabeza me bombea
Al menos no se subió ningún rapero al metro
El cuerpo abrazado y deshecho sobre la mochila Estación Peñablanca
Pondría a la Sonora de Llegar pero tengo el celu descargado desde anoche «¿Cómo yo podría negarme a un vino tinto con don Chicho Allende?
¿Quién dijo que estaban muertos?»
Y ahora la oscuridad al pasar El Salto
Una puerta se abre y dos vivos entran. Comentan que con el último cuerpo la morgue colapsó. Que desde arriba llegan rumores de que el Van Buren traerá un camión para almacenar cadáveres en la calle. Las camas también se están llenando y los pacientes son atendidos en el pasillo. Que los médicos están tirando licencias sino ellos van a terminar en el frigorífico de la morguemóvil con un tiro en la cabeza.
Se escuchan papeles, utensilios de metal que se guardan y el inte rruptor que se apaga. Los cuerpos solos otra vez.
—¿Alguno murió de covid acá?
—Varios, pero no dicen nada —dice el apuñalado. Tal vez sea la in tubación que les hizo mierda la garganta, tal vez el coma inducido los dejó medio tarados. Tal vez aún no asimilan nada, creen que es un mal sueño, que pueden despertar en cualquier momento.
—Oye, pero los cuerpos siguen con el virus ahí metido, nos podemos contagiar.
—Ah, sí po’, cuidado, no te vayai a morir de nuevo, hueón tonto.
Siento como se encapsula en la mascarilla el olor de todos los destilados
Me la bajo, si total el vagón va casi vacío Sudo alcohol
Llevo un poemario fotocopiado de Teillier que le compré a un amigo Quiero moverme a sacarlo y leer un rato Estoy pegado
—Estos poetas maricones de ahora se mueren a los cien años —ale ga una cuarta voz. Sanitos, con sus premios municipales-nacionales-interna cionales, llenan de libros sus departamentos burgueses de paredes blancas y piso parqué. Haciendo charlas desde las computadoras y saliendo con mas carilla los cobardes. Antes escribían a punta de tuberculosis, tosiendo sangre en los manuscritos, ardiendo en tifus, delirando de la sífilis que les comía la sesera. Otros se hacían pedazos contra los tranvías y después no había cómo reconocerlos. Ya no los hacen así.
Ningún cuerpo objetó. No valía la pena.
Vuelve la luz en Recreo También el mar Pienso en los marinos del siglo pasado llegando a Pancho Grumetes mareados ansiando pisar tierra
Yo mareado ansiando sentir el agua
—Mira, si teni cuea, vai a tener que esperar un rato más, van a llegar tus viejos, un par de gritos y patadas cuando cachen que efectivamente eri tú, un par de trámites, papeles que firmar, hablar con la funeraria y listo. Si teni aún más cuea, te van a quemar y se acaba todo. O empieza todo de nuevo, no sé.
Una idea creció en él. Vagar por Valparaíso como una manta blanca con dos agujeros.
Estación Barón Estoy salivando salado
Me bajo mientas suena el pitido con el que cierran las puertas Aire
Algunos saltan la reja directo hacia el peatonal para no pagar Miro hacia la ex avenida de las Delicias
Una Venecia porteña Compro una bilz y se me resbalan las monedas del vuelto Giran hasta el caos del doble semáforo de Errázuriz Rechinan neumáticos
MÁRTIR
—Hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos —dijo Madre con su hálito alcohólico y ternura severa mientras cerraba la puerta. El verano porteño y sus treinta grados no daban descanso a nadie. N sólo sentía frío. Escondió su cuerpo bajo la oscuridad, deseó enfermarse, provo carse alguna contusión o fingir delirar en estado febril. Lo cierto es que no era la primera vez que participaba en un ritual fúnebre. Contaba con una sonrisa morbosa que en quince años había conocido casi todos los cemente rios, parques o necrópolis de la Quinta Región. Incluso guardaba, a modo de souvenirs, pétalos secos, piedrecillas, fotografías o ramos descartados. Pero esta vez era diferente, una parte de ella moría.
—Y a nadie le importa —suspiró.
Tenía rabia. Madre se había adjudicado la posesión exclusiva de todo el duelo, lo que la protegía de cualquier juicio al alcoholismo que desde el veinte era pan de cada día ¡y pobre de quién se atreviera a contradecirla! Se sentía asqueada e impotente, pensó en botar el ron al desagüe.
Defendiéndose automáticamente de la culpa por desconocer a su progenitora, expulsó un simple rezo [ángel de la guarda dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día ni en la hora de mi muerte amén] tres veces seguidas, luego seis, y así hasta que se durmió.
El sistema de creencias morales heredado por Madre había cultiva do en N el don de la culpa. Temía al pecado. Más bien, al castigo. De vez en cuando por las noches, oía en repetición la voz alcoholizada de Madre, Yo prometí ante Dios no volver a intentar quitarme la vida, es un pecado. Uno de los peores.
N la ignoraba. Prefería ahogarse con la amargura de sus palabras e inhalar la necesidad de reprocharle todo ¿Por qué para Madre es mucho más importante no pecar?, —pensaba N, —¿acaso Dios la castigaría por que rerme?¿Acaso no soy suficiente? El bullicio del cuarto sector frenó en seco sus tormentos. Se dio vueltas en la cama aparatosamente, como si todas las lesiones, quemaduras o achaques de los años regresaran de golpe, como si su cuerpo no le perteneciera. Como un maniquí afligido, capaz de sentir dolor, incapaz de controlar sus extremidades. Pensó en todas las veces en que se sintió así, en todas las manos y miembros ajenos que alguna vez la condena ron a mantenerse estática, en silencio.
Se concentró en ellos, los rostros que vivían grabados en su cerebro y, como si enfrentara a la Corte, gritó uno a uno sus pecados.
—La Lujuria de S, que me ensució con violencia; la Ira de Madre, que me asesinó el alma; la Soberbia de Víbora, que me envenenó y hundió; la Avaricia de V y su puñal traicionero…
Los rostros fueron reemplazados por el recuerdo de la foca muerta que vio a los pies de la Piedra Feliz. Aún sentía el olor a podredumbre, el soni do de las larvas y moscardones que devoraban los restos de la criatura.
Dejó caer una lágrima. No pudo evitar cavilar sobre la vez que Madre llamó a las cuatro de la madrugada para avisar de que se iba a lanzar al mar. Chilló al pensar en Madre en el mismo estado que esa foca. Tragó saliva, casi pudo saborear el agua salada. La culpa volvió a su mente quizás pude ayudar a la foca Quizás aún puedo ayudar a Madre, quizás pude ayudarme a mí.
Hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos, pensó N, por última vez, antes de caer al suelo. Sabía que mientras viviera estaría con denada al pecado, sabía que cuando se uniera al mundo de los muertos es taría libre de dañar o ser dañada.
—Qué terrible viejito, tan joven que era —sollozó una anciana mientras veía a la ambulancia llevarse una camilla cubierta con una sábana.
—Dicen que la encontraron acurrucada en la cama, como si fuera a dormirse, pobrecita...
JOHNNIE APPLE
Por Mauricio ToledoCon las Merrel embarradas y el estómago pronunciado, Norambuena se pa sea por el terreno como si toda superficie conociera, o bien, la tracción de su ju guete, una súper Toyota negra familiar, hace creer hasta los cascos plomos que volcarse nunca será una opción. Chahuales, boldos y litres se desparraman y no le importa. Mira la hora, pasan camiones, escarban, compactan, rellenan. El movimiento de tierra, puntapié craneal a un desastre eco-lógico o la bienaven turanza material, Juan se lo carga con medio cerro al hombro, solo.
—Va a quedar la cagá en la sociedad, choro. A la gente se le olvida que las weás se repiten. Estamos cagados. Hay que asegurarse y arrancar de esta weá. Dos vacas, sus gallinas pa’ los cabros chicos, un huerto; lechuga, tomate y chao.
En tiempos de revolución social a cualquiera le es fácil subirse sin empujones —¡Oi!— al arco de la Victoria. Sentir que aportas, que progresas, que te reformas y creces, según la norma social, hoy es una sensación gratificante. Pero hay a quienes la jodida nueva era no los representa y Juan Norambuena es uno de ellos.
—Mira. Me habló este weón. Cacha que hizo un documental de no sotros y ganó un festival en España. Puerto Punk le puso. Se engrupió tanto con la weá que estudió cine y quiere hacer la segunda parte pa’ mostrar en qué volá andamos. Lo mandé a la chucha. Son veinte años ya. No estoy ni ahí con aparecer al lado de esos weones. Los que éramos ya no están.
—¿Y qué weá? ¿Colgaron las bototos?
—¡Se murieron, weón!
Bien fondeado en un librero guarda su copia, lejos de las inocentes manos de sus tesoros. ¿Qué pensarían viendo a papito con la nariz tapada, privado de caballerosidad y envuelto en un jolgorio decadente bajo andanzas sin rumbo donde su linaje ya es historia? Las medallas de un cartonere no significan nada frente al poderío de la paternidad. Qué bueno que no está en Internet. Lo tienen los precisos. Si se divulgara la vergüenza corroería su ca beza peor que con un tirador maloliente. Y para qué estamos con cosas, si en el rock ‘n roll la ley es sexo, drogas y alcohol, en el punk todo está permitido. Todo.
***
La primera vez que leí este libro me voló la cabeza … Espero te la vuele a ti también, hijo mío … ***
Entre tachas, esmegma y olor a ala siempre se topan los Ratas con los Pe rros, Los Kiltros con Los Duros, Las Shangris con Las Yanis, pero nunca con esos nombres por los que mejor es no preguntar, Los Manzana.
—No, weón. Cacha que estaba con el Lagartija y otro loco que pare cía canuto. Salimos de clase y nos fuimos a tomar a una escala. No alcanza mos ni a abrir la garrafa cuando aparecieron los pacos. Quedamos pa’l pico. Lo mejor fue que el loco que tenía pinta de canuto lo mandaron pa’ la casa. Pero filo, era viernes y … ¡A GUARDARSE HASTA EL LUNES NO MÁS PO’!
Cuando los gendarmes te quitan los cinturones, te marcan las hue llas y te miran con recelo, siempre es un buen momento para portarse mal.
—¡INOCENCIA!— Eso era Juan Manzana, un pequeño e inocente chiquillo punk. Tanto así que su ALIAS no creyeron cuando un boina oliva le preguntó:
—¿Cuántos tatuajes tení?
—No sé. Una calavera aquí y otra weá acá.
—Ya, ¿y cómo te dicen?
—Juan po’.
—Pero cómo te dicen en la calle po’, weón.
—Juan po’, si me llamo Juan.
—¡Tu alias, pos’ hombre!
—¡Juan Manzana! —le gritaba el Lagartija esposado fuera de la sala—. Póngale Manzana no más, jefe. Si así le dicen. Jajajajaja.
—Quédate piola po’ culiao.
A Juan, lo que más le preocupaba no era su apodo exageradamen te ridículo para ser un matón, sino que desde ahí en adelante fuera a estar sapeado con ese nombre, El Manzana. Dentro las voces corren; lorea quien entra, calcula quien sale, este es pato malo, este es choro de verdad, este es más pato malo que el de endenantes, y a este, el Manzana le dicen.
En la tercera terraza del cerro, donde menos se siente julio, y con la mejor de las vistas al Roble, estaciona el juguetito y vamos trabajando mierda. Con la oficina instalada, su único percance es que una bacinica, los cascabeles, pa peles, la ropa, la basura, Marley’s y Starbucks, al más mínimo movimiento en falso caen directamente al barro, pero tiene todo fríamente calculado, a mi compadre le cabe perfecto la raja. Si hasta en ese hueco que se hace entre el techo y el último cachureo hay una lanza atravesada, de esas que tienen un prisma y sirven para calcular distancia, altura, profundidad, o jugar con tierra como goza decir.
Norambuena, como le decía su profesor de matemáticas en el La Barra, reconoció sus dotes lógicos y evitó a toda costa que su padre lo man dara a la Escuela Militar. Era eso o cagarse de hambre, morir y emborrachar se, en ese orden. No tenía plata y papito dele que dele con verlo dolape, y le cumplió el sueño, pero en una mohica roja que se tapó antes que de las entrañas le gritaran:
—¡Almorzaaaaaaaar!
—Ya —dijo Juanito con un hachazo letal—. Voy al baño. Espéreme. —Apúrate, hombre. Ni que tuvieras que pintarte. Y te sacas esos aros cuando vengas a la mesa.
—Ya —dijo Juanito queriendo arrancarse lo que traía en la cabeza—. ¿Cómo está?
—¡Sácate esa weá que traes encima te estoy diciendo! ¿Cómo se te ocurre almorzar con gorro? ¡Partiste a peinarte mierda!
—Ya, calmao’. Me lo saco no más.
—¡¿Pero qué mierda te hiciste en la cabeza?!
—Un escobillón pa’ dejarte brillosito. ¡Já!
¿Es el hombre tan sólo un error de Dios?
¿O es Dios tan sólo un error del hombre? ***
Fórmula de mi felicidad: un sí, un no, una línea recta, una meta… ***
Con mohica y todo, el profe se paleteó y le consiguió una beca para los pri meros años del CFT en la Santa María. Ahí sacó Técnico en Construcción y se especializó en Topografía, pega con la que probablemente seguirá haciendo filete.
—Aquí podí venir como querai. No te wevean por nada. Tení que puro hacer bien la pega y cagarte piola a los de arriba. Si me piden cuarenta y cuatro mil cubos de tierra les saco el precio por cuarenta, no la piensan y me llaman. No cachan na’. Engancho mi parte con la arena, el cemento o cual quier weá que venga en saco. Siempre a los números chicos. A los weones les interesan los grandes. En esta wea tení que ser autogestionado: trabaja solo, no pesquí a nadie y hace familia.
A la Victoria —se extendía—le digo que si quiero votar por Kast no es porque esté de acuerdo con él, o a lo mejor sí, no sé... Si la derecha es el nuevo punk. Mi rollo es molestar a los weones y hacerlos rabiar. Ser un weón que se ríe de las desgracias ajenas. Al final, si no me río me la paso mal, y si me la paso mal ando como los weones mirando el suelo. De frente. Siempre adelante y sin mirar atrás. A la Victoria le puse Victoria Libertad porque de esa weá se trata. No tengo que andar pidiéndole a nadie las weás que quiero. No quiero depen der de nadie, nunca más. Si viene el otro diez por ciento la raja, me obligan a meter la plata en esa weá y quiero sacarla pa’ comprarme un Flipper. Ya lo tengo visto. Sale un palo y algo pero no estoy ni ahí, va a seguir subiendo si ya no existen.
—Toma— me dijo con ternura—, te presto un libro, pero cuídalo caleta. Se lo compré a mi hijo y le dejé una dedicatoria por si llego a morirme antes. El ocaso de los Ídolos. Me voló el mate cuando lo leí. «Es el hombre un error de Dios, o es Dios un error del hombre». Si dejé hasta de fumar, ¡y de un día para otro!
¿QUÉ REMEDIO TIENE ESTA VIDA CON TAL AUSENCIA?
Por Carla EcheverríaTodos los días, cuando la luz penetra e ilumina el cuarto, Altagracia, una an ciana de ochenta y dos años, entre dormida se levanta de su cama, se pone sus zapatitos, abriga su espalda y, como es rito, observa profundamente desde su ventana hacia el mar. Justo al frente se ubica el puerto, donde las máquinas nunca dejan de hacer ruido, uno que a ella no le molesta, por el contrario, le entrega goce, uno que eleva inconscientemente sus niveles de serotonina. Al mismo tiempo, entre las dimensiones rectangulares de su ven tana, se cruzan los colibríes que revolotean y cantan entre los aloes de flor naranja y las enredaderas que adornan la pared de su casa.
De este instante mágico diario, la devora la sensación de echar de menos. Su abuela le contaba, cuando era pequeña, que si recibes la visita de un colibrí en tu jardín, significa que las almas de las personas que han fallecido decidieron visitarte. Y ella, durante todos estos años de ausencia de sus hijos se lo ha tomado muy enserio. Son las mañanas el único espacio de libertad que le queda.
El verano de 1975, la familia de Altagracia se hizo espacio en una de las quebradas del cerro Santo Domingo. Bajo el techo de una casa de es tructura precaria y nylon, crecieron Chinito y Juan. Estos dos cabros buenos pa’ la pega, ayudaron a su madre a tapar cada hoyo de los techos, sentían un amor profundo por Altagracia, querían un buen vivir para ella y también para el resto. En el cerro, varios jóvenes militaban en el Frente Patriótico y en el Partido Comunista, pero los hermanos nunca le confesaron a su madre la militancia, sólo le contaban que les gustaba participar de las ollas comunes. Sus vecinos le decían que los cabros andaban haciendo cosas malas, que eran comunistas, que querían todo gratis, que los pacos les tenían sangre en el ojo. Todo esto, a Altagracia le resbalaba, el cariño de sus hijos no cabía en tantos malintencionados comentarios.
Un día unos oficiales irrumpieron con armas en su casa, rompieron la puerta a patadas y se llevaron la única fotografía que tenía de sus dos hijos. A gritos y empujones los oficiales insistían en que revelara el paradero de los hermanos. Era mediodía, por lo tanto, sus hijos estaban trabajando en una bodega de calzado de calle Victoria, ella no tenía más información que esa.
Desgraciadamente, a pesar de que la mujer decía la verdad, recibió golpes, amenazas e insultos que todavía le hacen eco en sus pensamientos y
pesadillas. Luego de aquel sucio y violento acto de parte de lo que parecían ser milicos, esperó que esa tarde llegarán sus hijos como de costumbre. Cada minuto, después del episodio, fue la antesala de lo que sería la irremedia ble desaparición de los hermanos. De un día para otro, el tiempo se quebró para Altagracia, dejó de comer, de sonreír hasta a veces creía que dejaba de respirar. A la mañana siguiente un grupo de amigos y amigas de Juan y el Chinito los salieron a buscar, el toque de queda les había prohibido salir en su búsqueda, así que apenas amaneció partieron. No tuvieron que buscar mucho: en Cajilla los tiraron, varias balas y ensañados golpes les provocaron la muerte.
La muerte, la irremediable muerte llegó a sus hijos, y también a su valor y esperanza. ¿Qué remedio tiene esta vida con tal ausencia? Por unos años el tránsito al cementerio de Playa Ancha fue su compás y desdicha. Anhelaba ir a verlos y sentirlos cerca, pero finalizada la visita la rá faga del viento la avivaba y le recordaba que ya no estaban para tomar once después de sus trabajos. Los restos de los hermanos ocuparon por un tiempo lugar en el cementerio. La crisis económica, la llegada de un nuevo hijo, el abandono del padre del niño, la pobreza, golpearon una vez más la puerta de su corazón. Los años de arriendo de la tumba finalizaron y sin dinero para costear el mantenimiento del lugar, la mujer no tuvo más opción que la dolo rosa fosa común. Los años pasaron, la fiebre nocturna no descendió, un mar de llanto se volvió eterno, sin tregua, menos auxilio.
Cuando se enteró de que volvería tener un hijo, intentó en dos oca siones abortar. La relación con el padre del niño, fue corta y desgraciada, no había espacio para el amor a un hijo, menos para una pareja. Lo cierto es que Bruno, nombre que le dio al pequeño, creció muy solo, nada parecido a la in fancia de los hijos asesinados. Altagracia estaba completamente destrozada, seca, sentía que su corazón no palpitaba. Por lo tanto, los tiempos y el cariño para el niño fueron escasos, así que, a falta de atenciones, se volcó a la calle, inevitablemente a los lamentos y marginalidad de los oxidados callejones del barrio.
La tristeza de Altagracia fue larga y depresiva, ignoró por años que a su hijo lo había dejado a la deriva y con un destino roto. La primera vez que a Bruno se lo llevaron los pacos por un robo con violencia, su valor reapareció, pues a su hijo lo estaba perdiendo entre los dedos; lamentablemente, ya se le había acabado el tiempo para ambos. Después del duelo más amargo, las
secuelas del abandono mutuo y tardía preocupación por el que ya era un joven de dieciséis años constituyeron el comienzo de una oleada de violencia afanada por episodios de alcoholismo y drogadicción. Sin despedidas ni bien venidas entre ellos, la anciana mujer poco a poco se fue dando espacio en su cuarto y en la soledad abundante de esas cuatro paredes y una ventana.
Los días que vinieron se volvieron monótonos, Altagracia sólo salía de su cuarto cuando Bruno partía a trabajar por las mañanas y en la tarde, a su regreso, de vez en cuando compartían la once, aunque eso siempre de pendía si llegaba curao’. Los fines de semana era parecido, aunque a veces él definitivamente no llegaba. La soledad la había llevado varias veces a intentar quitarse la vida, le estorbaba todo y, como se olvidaba de vez en cuando de cosas, le daban ataques de pánico sin saber cómo actuar. A medida que se fue acercando a la vejez empezó a olvidar aspectos sobre lo cotidiano, prime ro fue el nombre de los objetos de su casa, las calles de su barrio y a veces hasta apagar la tetera y el tostador. Lo que sí no parecía olvidar era a Juan y Chinito.
Debido a la enfermedad, Bruno le había prohibido salir de la casa. La última vez que había salido, había despertado en la playa San Mateo mientras un perro le lamía la cara. Recuerda que cuando salió, iba a comprar pan y mantequilla a calle Serrano y en algún momento del camino se desvió sin explicación. Bruno la buscó, hasta fue a los pacos para que le ayudaran, cuando la encontró la encerró y bebió alcohol sin parar por unos días. Tal fue la desesperación de la mujer que empezó a gritar por su ventana, esa misma que a diario le da calma al ver día a día el mar y los colibríes.
«¡Me quiero morir, ya no aguanto más!», es común escucharla entre las quebradas.
MALA SANGRE
Por Paolo Henríquez
Sólo podía ver algunos metros hacia cualquier dirección mientras avanzaba. La bruma era espesa y hería su piel al roce. Gélida, nívea. Así debe sentirse morir, pensó, así debe sentirse desaparecer. Y mientras corría por avenida Alemania, la arteria alta de la ciudad, víctima de sus excesos, cayó al piso. Inflamado por la adrenalina, sentía la bilis borboteando en su gar ganta. La luz de un poste armaba un halo difuso en torno a él. Ahí, enjuiciado por la noche, única testigo de lo que había pasado, se desmoronó.
—¡Aaaaaaah! ¡Aaaaaaaaaah!
Sus nudillos, mórbidos y con cortes debido a los golpes, ardían ex puestos al fresco. Las manchas rojas —que no sabía si eran suyas o del Lau cha— estaban esparcidas por su ropa, su cuerpo. Se llenó de ese sabor me tálico. Sentía una bomba en el pecho.
—¡Aaaaaaaaaah!
L os gritos se mezclaban con los perros que ladraban de cerro a cerro. Una sinfonía de dolor que atravesaba la oscuridad. Las sienes le pulsaban, inquietas.
—¡Aaaaaaaaaah! ¡Lo mateeeeeeeeé! ***
El Guti con el Laucha andaban juntos desde antes que supiesen hablar. Se habían criado en el cerro El Litre, entre pichangas al sol y completos de doña Tita los sábados. Tan unidos que casi todo lo habían hecho juntos, desde la primera comunión en la iglesia del Corazón de María hasta su primer lanzazo por Condell. Con suerte les había salido bigote cuando ya era común verlos haciendo la cimarra por Las Torpederas, donde pasaban las tardes tomando cervezas calientes y conversando con cualquiera que se apareciese por ahí y pudiesen lancearle algo.
El Laucha era mayor sólo por un par de meses, pero siempre ha bía sido el cabecilla del grupo. No fue algo que decidieran, pero tampoco se cuestionaba. Como la vez que el Laucha le dijo al Guti que abriese todas las llaves de los baños del segundo piso en el liceo donde estudiaban, justo des pués del primer recreo. El agua fue a dar a la oficina del inspector.
—Me la debe el Guatón Romero. Mi taita me aforró porque él lo citó pa’ contarle que me agarré a combos con el Yerko. Me dijo que si me citaban de nuevo me mandaba altoque pa’ los milicos. Ni al litro con el inspector cu liao.
El Guti —tan corpulento que con una mirada dejaba claro que no ha bía que meterse con él— siempre acataba, aunque se metiese en problemas. Y es que el Laucha era un hermano para él, más espeso que el linaje.
—¡Ándate pa’ tu casa, weón loco! —le gritaron desde algún lugar que no supo reconocer.
Secó su frente con la polera que traía puesta. Húmeda, empapó la sangre seca y la arrastró por su rostro, como el león que acaba de comer. Y antes de que el frío lo durmiese, sacó una de las bolsas de falopa que lleva ba en el pantalón y se pegó un puntazo con la uña del meñique. El calor le golpeó la cara como un mazo, pero le entregó el ímpetu para alejarse de allí antes que los pacos lo pillaran.
Desde la bruma, murmullos se abrían y cerraban por doquier. Mien tras caminaba, sombras pasaban por su lado, susurrando, apuntándolo. «¡Lo mató!» «¡Él, él lo mató!» El pulso le taladraba como martillo en la cabeza; y con cada sorbete de mocos, la falopa lo asfixiaba, lo hacía caer, lo sometía, hirviendo una y otra vez. ***
Al llegar a la esquina con avenida Francia, comenzó a escalar por una que brada. Apoyándose en rocas que rodaban al sujetarse de ellas, subió hasta donde sólo pudo oír su propio jadeo. Se detuvo en los cimientos de unas me diaguas amontonadas al límite del cerro que desafiaban al vértigo. Y entre matorrales, en un colchón con olor a perro mojado, se echó.
Debe haber dormido un par de minutos cuando la baliza de una am bulancia comenzó a sonar. No podía ver, pero sabía que el auto debía estar cerca, camino donde el Laucha, a buscar su cuerpo, a reanimarlo, a darlo por muerto, muerto por él, por sus puños, por las patadas en el cráneo, por su propia sangre que lo ahogó. Los supuestos le llegaban como puñales, y recogido en sí mismo, lloró enardecido, cegado por su culpa.
—Pacos culiaos, me los paseoooooo —gritó el Laucha, vacilón, mientras se pegaba un jale en la mesa de ping-pong de su casa, en la celebración de su cumpleaños veinticinco.
Sus amigos y soldados le habían organizado una fiesta. «¡Colombia na, parce!», le canturreó el Orejón Ulises mientras le pasaba la lengua a un billete de diez lucas.
Había tanta gente que sacaron los parlantes a la calle. El reggaetón hacía vibrar los vidrios de la casa y activaba las alarmas de los autos que estaban cerca. Fuegos artificiales y balazos al aire se dispararon a mediano che en honor al festejado. Desde dentro de la casa, tres mujeres vestidas con tangas de cuero y tacones de aguja salieron bailando en coreografía. Era el regalo organizado por los soldados del Laucha. La multitud se encaramaba a mirar cómo las strippers vertían espumante por sus cuerpos. El Laucha les chupaba las tetas efervescentes.
Como un baño improvisado, todos ocupaban un montón de neumá ticos al lado de un contenedor de basura. Cuando el Guti fue a mear, se en contró con el Laucha pasándole la mano por debajo de la tanga a una de las bailarinas. Al verlo llegar, le hizo un ademán a la chiquilla para que se fuera. Le golpeó un cachete con la mano abierta cuando se iba.
—¡Gutito! ¡Puta que estoy contento, hermanito! ¡Vinieron todos! ¡Has ta al chico Jaime lo soltó la bruja! —se apoyó con una mano en un árbol mientras se agarraba con la otra el pantalón por debajo de los huevos para no mearse encima.
—‘Ta bien, hermano. Qué bueno que estí contento; pa’ eso es. —Yo te prometo, Gutito, que no importa si una mujer me amarra, vo’ siempre vai a ser mi primer amor. Mi hermano. Yo te amo, Gutito, más que cualquier otro —desorbitado, pisó la poza burbujeante de su propia orina. Le agarró la cara al Guti con las dos manos; estaban mojadas con meao’. Yo lo que siento por ti es el amor más grande.
Estaba tan cerca de su cara que pudo sentirle el tufo de la champa ña. Y si bien era clásico del Laucha ponerse jugoso, en esa oscuridad donde la falopa engañaba los sentidos, el Guti dudó de ese hermano.
Cuando logró calmarse, ya no escuchaba la ambulancia. Por un momento, sintió una tranquilidad que le parecía inquietante, pero aun así no lograba afectarlo. El martirio se tornó en un sueño, donde lo que había pasado no era la realidad. Donde podría volver donde el Laucha y ahí estaría chuteando
una pelota contra la pared en el patio, con una cerveza en la mano, con el sol cayendo en su escuálido cuerpo. Esa idea le hizo sonreír levemente; le daba ánimos. El Laucha está bien, todo está bien. Recostado, una sensación tibia le recorrió el estómago. Tiritaba. Mierda
Durante días, el Guti evitó al Laucha. No le contestaba mensajes ni llamadas. Incluso dejó su auto en otra parte para que, si pasaba por la casa, no asumie se que estaba ahí. Y si el Laucha preguntaba a alguien por él, les decía que estaba ocupado y que pronto iría a verlo.
—Mamá, usted dígale eso nomá. Yo después hablo con él.
—Ya, pero ¿pasó algo? ¿Te peleaste con el Sergito? — la mamá del Guti conocía al Laucha de cabro chico. Nunca le gustó que lo llamasen así.
—Mamá, no se meta, quiere. Haga lo que le dije nomá —nunca le alzaba la voz, pero ahora no quería dar explicaciones de las que ni él se sentía seguro.
Por un tiempo pudo sortear el asunto, pero no podría seguir así sin tener que dar explicaciones. Esa tarde le escribió: «Hermano, disculpa, estaba sin teléfono. Oye, voy pa’ tu casa a la noche. Tengo lo que me pasó el Ulises. A las nueve llego». Se tomó un minuto antes de enviar lo que escribió. «¡Shaaa, menos mal que apareciste, culiao! Ya, a las nueve. Hacela corta. Tráete unas chelas y unos Doritos», le respondió el Laucha, junto a una foto donde salía mostrándole el poto.
Al estar oscuro, no podía ver las dimensiones de la herida que tenía. El líquido brotaba débil, pero lo suficiente para manchar amplio el colchón. Se sentía nauseabundo, agitado. El miedo comenzó a tomarle las manos, las piernas, la cara. Se retorcía acalambrado, sometido. Me voy a morir, me voy a morir, repetía mientras rozaba con los dedos el trozo de vidrio que tenía incrustado. Sabía que tenía que buscar ayuda, pero tras eso, todos sabrían que habría sido él quien mató al Laucha. Su amigo, su hermano. Ese hecho era más pun zante que cualquier llaga.
Pasado las nueve, llegó a la casa del Laucha. Aparte del dueño de casa, sólo él tenía llaves para entrar. «Yo Me Enamoré» de Amar Azul, sonaba desde el baño.
—Guti, ¿soi vo’? —Salgo altoque —gritó desde la ducha el Laucha. Se sentó en el sillón en el comedor, rasgado por Titán, el perro de la casa. En la mesa de centro, armó unas líneas. Jaló dos antes de que el Lau cha saliese de la ducha.
—Shaaa, ‘tamos agresivos —llevaba la toalla amarrada a la cintura. Su cuerpo era lampiño y delgado, casi de niño. ***
Comenzó a arrastrarse cerro abajo. La adrenalina era el combustible que le permitía avanzar. Señalaba con las manos a los autos que pasaban, pero nin guno se atrevería a ayudar a alguien en esas condiciones, escupido por el mismo diablo. Sentía que se le acaba el tiempo. Tengo que ir pa mi casa. ***
—Pensé que te habiai arrancao’ con los tarros, culiao. Ya me estaba poniendo bra’o, —le dijo el Laucha, sin mirarlo, mientras ponía talco en sus zapatillas.
—No pasa na’. ‘Taba ocupao’ no’ má. La Dani me dejó ir a ver al niño —se bajó la cuarta lata de cerveza.
Se pusieron al día. Que se había muerto el Guatón Romero. Que el Bairon se fue en cana. Que la Dani tenía pareja nueva. Y mientras conversa ban, jalaban. Cuando se acabaron las cervezas, abrieron un pisco. El humo de cigarro los nublaba. Se reían como siempre. Como era usual con algo de copete, el Laucha comenzó a bailar.
—Párate, culiao. Vacila conmigo, hermano. Hace tiempo que no nos veíamos —tiraba el humo del cigarro por las comisuras de la boca, sólo con pantalón de buzo; el pene lacio le bailaba por dentro. Llevaba al caturro ta tuado en el pecho.
Tomando de la botella, ambos se pusieron a cantar:
—¡Yo tomo vino y cerveza! ¡Pisco y ron!
El Guti sentía como el sudor le pegaba la polera al cuerpo, así que se la sacó. Su cuerpo grueso, más grande que el del Laucha, siempre le había causado vergüenza, pero ahora no le importó. Ambos reían, gritaban, canta ban fuerte, más fuerte.
—¡Para olvidarme de…!
Lo tomó del cuello. Lo llevó hasta él.
Al llegar a la casa, entró intentando no hacer ruido. Se escabulló hasta su pieza. El dolor se volvía insoportable. La habitación le daba vueltas. Sentía los susurros otra vez; ahora gritos. «¡Lo mató!» «¡Él, él lo mató!». Comenzó a sollozar, arrebatado. Alguien golpeó la puerta.
—Lucho, me llamó la Myriam, oye…
No alcanzó a escapar de la mirada de su madre, flagelándolo, retor ciendo su vulnerabilidad.
—Lucho, ¿qué estai’ haciendo? —dijo su madre, congestionada. Al ver a su hijo cubierto en sangre, sintió como la presión se desataba en su cuello.
—Mamá, no le puedo explicar ahora. Me tengo que ir.
—¡Lucho! —gritó la mujer. Su rostro se transformó en una tormen ta—. Dime qué pasó. Me llamó la Myriam. El Laucha está grave en el hospital. ¿Qué te hicieron, Lucho?
Lo último le reventó el temple. Un grito desgarrador brotó desde sus tripas.
—Mamita, yo no quería… —rojas, se espesaban las lágrimas que co rrían por su cara.
—Pero ¿qué pasó, hijo? Dime, por favor.
El Guti se levantó la polera, mostrándole la herida a su madre. Una poza turbia cubría el piso. Se hizo un silencio. El cuerpo cayó sin aguante.
—¡Lucho! ¡Lucho! —le presionaba el corte con su falda para detener la hemorragia, mientras que los ojos de su hijo parecían nublarse.
—…Le di un beso —los labios le brillaban, rojos. La mujer se llevó las manos a la boca. Se llenó de ese sabor metálico.
ALCOHOL GEL
Por Tatiana ReyesSe levantó con ganas de ir a la playa, apurada como siempre, no quería per derse las mínimas horas de calor y cielo despejado que le regalaba el otoño. Al armar el bolso enumeró:
Uno: toalla para sentarse. Dos: celular con audífonos. Tres: llaves. Cuatro: botella de agua. Y cinco: mascarilla. Como de costumbre, le tocaba combinar la mascarilla con su outfit; de toda la colección, escogió la negra. Saliendo, casi olvidó lo más importante, «lo que la protege de todo contacto con el virus y que sólo funciona si contiene su componente principal en un 70%»: el alcohol gel. Lo tomó como si fuese vino y completó la lista de artícu los de salida.
Mientras caminaba, puso atención a las «nuevas-clásicas» discusiones callejeras:
—Oiga súbase la mascarilla quiere, que no ve que hay harta gente, hay que cuidarnos entre todos pue’.
—Ya pue’ ya pue’, tome distancia, aquí está bien marcado, respete.
—Si lela... Pero échate alcohol gel, antes y después de pagar.
—No Tomás, cómo te voy a comprar una sopaipilla, estamos en plena calle y te puede dar el bicho ese, en la casa mejor te hago unas con chancaca si querís…
Al llegar a la playa vio que no estaban marcados por círculos los es pacios como dijo Paula Daza en el plan Paso a Paso. Pensaba «Sólo los cuicos tienen derecho a restringir lugares a modo de privilegio, no la gente que viene a Las Torpederas desde la punta del cerro. Porque por el sector barrial de acá se vive todo apretujado en casas una arriba de la otra así que, qué más da si estamos todos pegados en una playa…»
Se acercó lo que más pudo al mar, pasando por entremedio de la poca gente que había un tanto temerosa. Estiró su toalla de punta a punta, sentada, se sacó la mascarilla y se deleitó con una bocanada de brisa mari na, esa que se asomaba sólo en sueños haciéndola fantasear con la idea de sumergir sus pies en el agua.
Prendió un pucho y recordó la noche anterior en casa. La Marta se había emocionado con un poema que recitó la Hortensia y dio tanto jugo que a pedido de ella misma le quitaron el celular y la copa. «Ya, si voy a tomar... Pero ustedes saben que soy presa fácil de mi amigo vino, así que apenas me
ponga latera me quitan todo y me mandan a acostar…»
Anoche había vivido y disfrutado de algo que la pandemia le había quitado hace más de un año. Ansiaba hace mucho volver a sentirse así de có moda, sentir ese calor del vino nocturno recorriendo su cuerpo, ese calor que es como meterse de a poco en una tina con agua caliente. Se reía, recordaba con fiebre la sonrisa del chiquillo con un ojo de color que, aunque conversaba con otras personas del salón, no le quitaba a ella los ojos de encima.
De pronto, comenzó a ver a la multitud playera moverse acelerada, se vestían a saltos y hacían señas a las niñas para que salieran del agua. Se acercaba a la altura de la Piedra Feliz la policía marina. Sacudió sus pies lle nos de arena húmeda y mientras se ponían uno de los calcetines, mojado, re cordó «Puta, no saqué el permiso de mierda, bueno si me llevan dejo la cagá». En medio de la prisa al guardar sus cosas, intentó meterse a la Comisaría Virtual pero tampoco le quedaban datos móviles.
La gente corrió, llevando lo primordial: mascarilla y alcohol gel. Dejaron tirados, aros de luz, toallas, quitasoles, comida e incluso una mochila de Rappi que alguien había llevado para una entrega. Los fiscalizadores se acercaban salivando las ganas de cobrar una multa. En medio del caos y de gritos de familias com pletas, intentando no dejar a nadie atrás, se oía una voz áspera desde el patio del hospital Salvador, algún interno inmerso en su locura «Quieren que les muestre el poto, quieren que les muestre el poto, quieren que les muestre el poto…», gritaba incesantemente. Al ponerle atención, sin darse cuenta, los marinos ya estaban a su lado:
—Señorita, su mascarilla y permiso por favor —dijo uno de ellos la vándose las manos con alcohol gel. Salió rajada sólo en calcetines mientras gritaba:
—¡Yo soy una hija de un general, yo soy un hija de un general, yo soy un hija de general...!
Por Catalina Cea
SUBSUELO
La costa que acompaña a Recreo está delimitada por Caleta Abarca —al lado del Sheraton Miramar y al frente del Reloj de Flores, ese que nunca tie ne una flor seca o que producto de lluvias acompañadas de vientos fuertes, cuando se cae un árbol y lo destruye corren a repararlo; ese punto donde se ponen los canales de televisión para la última semana de febrero— y el Club de Yates —otro pedazo de tierra que reúne a gente diferente a nosotros, en donde hay veleros con nombres del tipo Blanca, Azul Profundo o El Olimpo, que sólo se logran ver a la pasada cuando se está andando en una micro corriendo por avenida España en dirección a Valparaíso. Un borde cubierto de una avenida flotante entre los pocos metros que separan el agua del cerro con una baranda de fierros y cemento.
Alguna vez ese espacio fue más que un suelo por donde pasan moto res a alta velocidad. Según declaran las fotografías históricas que van desde el blanco y negro hasta el color, bajo el asfalto existió uno de los balnearios más concurridos del litoral central y su punto de atracción más recordado, la piscina de Recreo. Un poco más de cincuenta años tuvo de vida el centro de reunión social situado en el límite de Viña del Mar y Valparaíso, hasta que el progreso le pasó por encima: la conectividad de ambas ciudades urgía el en sanchamiento de la avenida España, pero de tres proyectos, eligieron el único que no protegía este espacio público. Hoy la piscina se reduce a escombros y pedazos de cemento manchados con el óxido de los fierros que lo estructu raban. Y esto es lo único que he conocido.
Como era costumbre, a veces cuando me bajaba de la micro de Viña hacia el puerto —el paradero justo hacia arriba a la pasarela, hacia abajo a las escaleras a la piscina—, me ponía a mirar el mar, a ver qué tan cerca del cemento llegaban las olas a medida que se oscurecía. Me gustaba observar esa desganada neblina que a veces caía, que todavía dejaba ver las luces de los barcos a lo lejos. Pero esa vez, y como también era costumbre, estaba iniciándose la fogata en el piso -1 que acompañaría la jornada. Recordé las veces que de curiosa bajé a las ruinas —ni siquiera me atrevo a llamarlo pla ya, si en vez de arena sólo hay piedras y basura—, cuando caminé en el borde de lo que fue la piscina hasta llegar a las estructuras deshechas por el mar ubicadas unos metros más allá.
Una mujer me habla de repente, me lanza un comentario sobre el frío. Me descoloca y me libera de mis recuerdos. Le pregunto qué quiso decir
me, porque en realidad no le entendí nada. Parece que hoy será la noche más helá’ del invierno, repite.
Yo le respondo cualquier cosa, que sí, que hacía frío, con tal de dejar la feliz, pero me sigue insistiendo.
—¿Tú erís de por acá?
—Sí, vivo cerca, subiendo por la calle principal.
—Aah… Es bonito por allá arriba, yo a veces voy a comprar a los ne gocios cuando puedo.
—Sí, es bonito igual, son cuáticas las casas de estos lados.
—¿Y por qué lo decís así? ¿No erís de por acá?
—Ehmmm no, yo arriendo una pieza. Estudio cerca. No soy de acá —y pienso: «Puta la hueá, ¿por qué siempre digo hueás de más? Entregando todo en bandeja como siempre».
—Aaaaah… Yo soy de acá abajo, ¿no querís tomarte un té? —y claro, ahí caigo en la cuenta de que ella es una de esas personas que a veces se ven a lo lejos, desde la micro o desde la pasarela, entrando o saliendo desde las ruinas; es decir, de esas personas que, al menos yo, jamás pensé que iba a conocer—. Ya tranqui, si no voy a hacerte nada, si me caíste bien. ¿Querís o no?
¿Tanto se me nota lo provinciana desconfiada?, pienso. Y luego me digo: «Ya, filo, Ya, estoy acá, total es mujer». Bajamos, me siento en un borde de cemento que tiene la altura perfecta para quedar como asiento. El fuego tiene su ubicación precisa, y al frente mío es tán sus cosas amontonadas. Bolsas, alguna que otra ropa y un par de tazas, logro identificar con lo poco de luz que hay en este momento, en donde sólo las llamas logran alumbrar algo. Me cuenta que así se pasa las noches du rante estos meses, pero que, de repente, gente se pega la paletiá y le entre gan comida y ropa.
—¿Y qué pasa cuando hay marejadas? Hace un par de años hubo unas cuáticas recuerdo… Supe que un señor que cuidaba los veleros falleció por lo mismo…
—Ah, sí po, sí me acuerdo de él. Algunas veces conversamos, esa vez lo hicieron quedarse igual ahí cuidando. A mí no me gusta moverme de acá porque estoy piola, porque no molesto a nadie, porque no me noto, pero
cuando la mar está violenta me tengo que ir no más, po. Conozco a otras personas que están más en el centro.
Y si bien nunca me atrevo a preguntarle cómo o por qué vive de esta manera,
Me sigue contando cosas, hasta que ya no aguanto más y le lanzo la pregunta:
—¿No le da miedo ser mujer y vivir de esta forma, en tantas ocasio nes sola?
Y sin permitir que se ofenda o algo por el estilo, le comento que muchas veces me lamento de haber nacido mujer, que hay que estar cuidándose de todo, que todo significa peligro.
—No, ya no. En la ciudad me conocen y tengo con qué defenderme. Una vez sí, hace años, un hueón estuvo a punto de abusarme, no me lo esta ba pudiendo sacar de encima, pero llegó otro hombre y le sacó la cresta. No lo conocía, estaba lloviendo incluso, era difícil que alguien apareciera así de la nada.
—¿En serio? Ohh… Qué cuático. No me lo hubiera esperado, pero qué bueno.
—Sí po, yo sé que alguien me cuida —me dijo mirándome, sabiendo que a eso me refería. Pero yo quería escuchar que no, que nunca le había pasado nada, que nunca le había tocado pasar por algo siquiera similar—. La suerte no existe, a mí me sigue cuidando mi hermana grande.
—¿Por qué su hermana grande?
—A mí siempre me cuidó ella, la Julia. Mi mamá nos dejó con nues tras tías cuando éramos chicas, de mi papá nunca supimos nada. Nos hici mos inseparables porque la vida de nómade era difícil, sentíamos que sólo nos teníamos la una a la otra. Y bueno, a veces, unos cuantos veranos nues tras tías nos traían a esta playa, cuando la piscina todavía existía. Podías ele gir si meterte ahí o al mar, nuestras tías siempre preferían la piscina porque podían vigilarnos mejor. Una vez la Julia decidió meterse al mar a escondidas de mis tías y mis primos. Éramos bien yuntas, por lo que me contó a mí no más que lo haría, y me dijo que no le dijera a nadie, que iba y volvía. Al final no volvía nunca, yo me empecé a poner nerviosa y mis tías me empezaron a preguntar por ella. Una cuando es niña percibe el tiempo de manera diferen te, pero ese día, esa tarde se me hizo eterna buscándola. En un momento nos
dimos cuenta de que había una gran cantidad de gente gritando a la orilla, y yo supe al tiro que era ella, que se había ahogado.
—Chuta… No era necesario que me contara todo tampoco…
—Da lo mismo, igual lo ibai a terminar preguntando.
—Mmmm, sí. ¿Qué edad tenía?
—Ella trece, yo nueve.
—¿Y usted qué sentía en ese momento, o tiempo después?
—Mmmmm, rabia sobre todo. Pudiendo haber hecho algo la gente, no se tiraron a tiempo. En esa época no había salvavidas. Pero yo era tan chi ca y la admiraba tanto, ella era más grande, se las sabía todas, y yo siempre me quedé con esa idea.
—¿Y no le da pena estar en el mismo lugar donde pasó eso?
— Es que ha pasado tanto tiempo… En realidad, yo llegué hace no tantos años a esta ciudad, quizás diez, y fue el mejor lugar que encontré para quedarme. Ya ha pasado mucho tiempo de eso… Y puedo sentirme más cerca de ella. Desde un poco antes de que demolieran esto, en el 82, no vine más. Luego, cuando llegué, fue como si nos hubieran separado de nuevo.
Y es que claro, por un lado, la expansión de la avenida nos quitó el balneario y espacio, el espacio de todos quienes estuvieron algún día allí, y por otro lado, el mar, de forma invisible, va borrando todo lo que está a su paso.
Tres semanas más tarde hay un temporal super fuerte con violentas marejadas. Los canales de televisión muestran todo el fin de semana regis tros de cómo tienen que sacar a las personas del borde costero e informan de una persona fallecida. Supongo que es ella. Cuando todo termina lo com pruebo yo misma yendo al lugar. Me encuentro con un hombre, le pregunto y me lo confirma. De alguna manera, siento tranquilidad por ella, que por fin estará de nuevo junto a su hermana.
IRENEO DE VALPO
Por Eduardo Luco GamboaToda persona que haya carreteado en Valpo lo ha visto alguna vez. El Ireneo es flaco, moreno, con rulos y usa una parka larga, siempre camina con la cara como apuntando al cielo y medio ladeado. Casi nunca duerme dos veces en el mismo lugar, así que de día arrastra su colchón y se instala en diferentes partes, siempre visible, debajo de un semáforo, afuera de una tienda o en medio de una plaza. Algo le pasó en el hombro derecho, no se sabe bien qué, pero se cree que por eso camina así. Más de alguna vez se le ha visto frente a citófonos de edificios o clínicas preguntando si ahí le pueden arreglar el hombro. No toma copete, tampoco le hace a la pasta, ni a la marihuana, pero le gusta fumar. Hermano, dame un cigarro […] vale, son las palabras que más dice si es que todo sale bien, aunque a veces grita y maldice a quienes se hayan negado a darle un cigarro, pero nunca pega. Sin embargo, hay quie nes dicen que después de haber recibido el grito del Ireneo, además de que dar con los nervios apretados, nunca más se puede volver con tranquilidad a Valpo, siempre pasa algo desagradable, cualquier cosa, desde el derrame de una jarra de vino en una blusa blanca, hasta siete puñaladas afuera del Cívico, en Bellavista.
He sabido de varios casos; un montón, en realidad. La otra vez escu ché que un cabro, por hacerse el choro frente a sus amigas, le pegó al Ireneo, más tarde se subió a un colectivo de los que van para Gómez Carreño y el chofer se quedó dormido en Alessandri; chocaron contra las New Jersey que dividen las pistas. Otro caso fue el de un viejo cuico que, saliendo del Club Naval que está cerca de la Victoria, medio copeteado igual, le tiró el auto encima porque este se le acercó a pedir cigarros; el Ireneo le gritó un par de maldiciones agitando el brazo izquierdo, el derecho no lo mueve mucho. Dos semanas después el viejo fue a celebrar su aniversario al club, y bajando la escalera se dobló el tobillo. En el intento de no caer se agarró del brazo de su esposa y rodaron juntos hasta el primer piso. Los invitados llegaron a la clínica.
La Silvia es una de las «sobrevivientes». Haberle negado el cigarro a ese hueón es la peor hueá que he hecho, siempre dice, medio en broma medio en serio, con esa risita tiesa que no deja despegar los dientes. Yo creo que es en serio, porque cuando vamos a Valpo siempre anda con miedo y por lo mismo, supongo, le pasan cosas pencas. Ni hablar de encontrarnos con el Ireneo, porque es capaz de ir a comprarle una cajetilla de veinte.
Lo de ella fue en 2018, su primer año en la U y también en la región. Le habían hablado del Ireneo, pero muy al vuelo y no terminó de entender quién era ni qué hacía. Por noviembre empezó a frecuentar las discos de Errá zuriz con gente de la carrera, la mitad fumaban, así que cada cierto rato sa lían a la puerta del local en el que estuvieran, prendían sus puchos y conver saban sin tener que gritar, hasta que el sudor se enfriaba. Una de esas veces, se quedó sin cigarros a eso de las tres de la mañana, así que salió a mirar quién fumaba para pedir. Lo consiguió sin problemas, a la primera. Cuando iba de vuelta al grupo con el que estaba, vio por primera vez al Ireneo, que caminaba rápido y con la cabeza reclinada en dirección a ella. No pudo evitar mirarlo y se encontró con sus pupilas negras y brillantes. Hermana dame un cigarro, dijo, parando en seco a unos incómodos treinta centímetros de su cara. Es el único que tengo, me lo conseguí recién. Con el Ireneo en frente no podía seguir caminando y su grupo estaba demasiado entretenido como para percatarse de que aún no volvía. Hermana, dame un cigarro po. Sus ojos le recordaron al video Thriller de Michael Jackson. No tengo más, en serio, de verdad que no tengo, contestó abriendo las palmas de las manos, luego se revisó los bolsillos de la chaqueta en busca de alguna moneda. ¡Dame un cigaaaarro po, si yo también lo necesito! Ahí recién se dio cuenta la gente de su grupo y se acercó una amiga a ver qué pasaba, pero mala idea, porque ella tampoco tenía. ¡Te estoy pidiendo un cigarrooooo, dame un cigarroooo! Sintió la saliva del loquito como una mala imitación de la bruma marina en la cara, pero no se quiso limpiar delante de él.
La cosa es que el Ireneo siguió gritando, maldiciendo y aleteando, pero nadie hizo nada. Cuando terminó de descargar su frustración nicotínica, se fue por donde mismo había llegado, caminando rápido y con la cara al cielo. Al rato, de vuelta en la disco la gente de su grupo le hacía bromas por lo que había pasado, pero a ella no le hacía gracia, no tenía nada de chistoso que un loquito le hubiera gritado en la cara por no tener cigarros. Se amurró y se sentó en una orilla, mientras sus amigas y amigos bailaban. Faltaba poco para las cinco de la mañana y ya estaban todos agarrando, obvio que iban a querer ir a un after, pero ella sólo pensaba en irse a la casa. Seis por ciento de batería en el teléfono, Puta la hueá no alcanzo ni a pedir un uber. Pasó tanto rato sentada en la orilla que hasta se pegó un par de cabeceadas. Cuando empezaron a despachar a la gente, no lograba ver a su grupo y tuvo que salir
apretujada entre la masa desconocida.
Afuera estaba lleno de gente haciendo diferentes cosas: fumando, riendo, gritando letras de canciones, jalando, meando, llorando, peleando… Para no caer en la desesperación se acercó a un grupo de cabras y les pi dió un cigarro, se le había perdido el encendedor, así que tuvo que pedir uno prestado también. En el intento de prender el pucho vio venir al Ireneo de nuevo. ¡Conchetumadre!, dijo mientras entregaba el encendedor. Corrió en línea recta, con el cigarro prendido en la mano y sin saber bien para dónde iba. Paró dos cuadras abajo y se arrepintió de los zapatos que había elegido, no tenían taco, pero de cómodos nada. Miró para atrás y vio que nadie la había seguido. Se vio sola y le entró miedo, así que lentamente y fijándose en que no estuviera «el loquito», empezó a volver al lugar para buscar a su grupo, sacó el teléfono, uno por ciento, llamó, marcó el tono y se apagó. Caminó un rato y alguien le hizo señas, ahí se calmó un poco y botó la colilla del cigarro, al que no le pegó ni una sola quemada.
Encontró a su gente. Quería irse, pero igual cedió al after para no irse sola. En la oscuridad húmeda de ese subterráneo, donde no se podía siquiera conversar por el volumen de la música, tuvo onda con un cabro, bailaron un rato y se dieron un par de besos torpes. Al rato se cerró el local, salió con el sol pegándole en la frente, tomó un colectivo y volvió sola a su casa. La tar de siguiente, cuando despertó, tenía la garganta inflamada y le dolía tragar hasta el agua. Se tomó la temperatura, 38,5°. Fue al médico. Mononucleosis infecciosa, señorita, también conocida como «la enfermedad del beso», dijo el doctor levantando las cejas, le pasó la receta y la despachó. Nunca supo si se había contagiado por el cabro del after o por la saliva con que la roció el Ireneo. Desde ahí que siempre anda con una cajetilla de FOX en la cartera.
NIDOS DE GRILLO
Por Vianka CeverinoLos almacenes de Valparaíso tienen un olor especial a café, achicoria, chancaca y frutas secas. Nací en estos olores, ruidos y colores
-En el viejo Almendral, Joaquín Edwards Bello. La nostalgia acompaña la voz de aquellos vecinos al contar y rememorar su llegada a la quebrada. Por fuera entre las tantas casas que dan hacia el pasa je Cipreses Bajo se asoma una puerta de madera. Pareciera, desde su facha da, que es sólo una estructura más del resto de casas, aunque por dentro una escalera en espiral lleva hasta la construcción más antigua en esta quebrada.
Escalones de cemento crudo cubiertos de alfombras desgastadas por el paso, plantas en desnivel rodeando lo que sería el pequeño pórtico principal, que, así como su dueña, tiende a irse un poco al costado. Al entrar la madera del piso emanaba un olor intenso a parafina, la forma antigua de las casas construidas en el cerro. De adobe y húmedo, el living cruje con las pisadas. Adornos antiguos, muñecas de porcelana, fotografías de familiares con sus muecas del pasado. Rodeada de esta vida en sepia, se quita el chal a crochet y se acerca a su estufa...
—Me pilló la lluvia niña, si hubiese venido antes no me habría encon trado. Fui a ver al médico más para conversar que por revisión, si ya no tengo arreglo. Siempre me dice que le vengo ganando una batalla a la muerte, nos reímos porque él mismo cree que va a morirse antes que yo.
Doris Catriel, conocida entre los cabros como «abuelita grillo», ce bando unos mates dulces y con su chaleco de lana descosido habla sobre su día a día pronunciándose al igual que el chillido de estos bichitos por los cuales la reconocen. Su voz no es aguda, sino murmurada, pero las palabras pesan en el aire y atraviesan como cualquier trinar en verano. En el cerro todo era mora, mora, mora. Mi marido fue el que llamó a los hom bres amigos del barrio a construir la cancha, eran varios. Traían palas, traían todo, pero qué pasaba, qué traían, los otros eran muy buenos para el copete entonces primero llegaban con su garrafita de cinco litros, compraban pes cado, y mientras los otros picaban un poco, el otro preparaba el pescado, después se sentaban y ya no hacían nada más —dijo al libro Cuatro cerros unidos en una historia.
—Yo construí esta casa a costa de mis lágrimas, sangre y sudor, subí ladrillo por ladrillo por la escalera de la Muerte que le dicen.
Las Cañas y El Litre nacieron los dos cerros como hermanos geme los. En 1925 se generaron desde el lado de Las Cañas tomas y asentamientos por la avenida Alemania: son los obreros del norte que quedaron cesantes y construyeron sus casas al lado del ascensor antes de llegar a la gran división, que era un risco enorme que colindaba con el pequeño pedazo de avenida.
Otra cita del libro: «Este cerro tuvo una particularidad… Fue diferente de todos los demás cerros. Todos los cerros empezaron a poblar desde abajo hacia arriba, menos el cerro Las Cañas. Fue de arriba hacia abajo. La razón es una sola: si ustedes bajan y se ponen en el ascensor y ven todo el frente de abajo, se preguntan por dónde subía la gente porque no había manera de subir ya que era un acantilado».
La casa de Doris es una madriguera de adobe, latas y maderas ya comidas por la tierra. Afirmada de mi brazo me guía hasta la cocina, un me són de madera con mantel de plástico y guarda de flores, pequeños armarios antiguos con tazas de porcelana. Platitos a juego decoran la lúgubre cocina que se compone de una estufa a leña y un brasero hecho a mano para gene rar calor.
—Esta cocina la construí yo, qué sería ahora de mis huesos sin el fueguito. Me estoy quedando ciega de un ojo, sorda y mis manos no fun cionan, pero siento un frío niña, que ni el verano me lo quita del cuerpo. Esta chimenea la trajimos luego del incendio que hubo en el 53. Estaba la escoba en el plan, y trajeron todos los restos del incendio a tirarlos acá arriba, así rellenaron la quebrada, con escombros. Hay de todo ahí, pedazos de casas quemadas, restos de maquinarias, buses y tierra. Enterraron la quebrada y el bosque con basura.
En el año 1953 el día de Año Nuevo hubo un incendio horrible donde murieron muchas personas y que dejó marcada a la ciudad de sombras lú gubres durante un largo tiempo, la causa fue una muestra de pirotecnia que no salió bien. Le pregunto qué recuerda sobre aquello.
—¿Qué vi esa noche? ¡Horrores! Ha pasado tanto tiempo, pero aún me brotan las imágenes. No podré olvidar jamás a esos muchachos que ar dían envueltos en llamas sin que pudiésemos hacer nada. Aquella noche vi a los curiosos como sonámbulos sin rumbo con sus espaldas ardiendo.
Debajo de su mueca tierna las palabras «dios» y «muerte» se pro nuncian con fuerza en su entrecejo. Fue criada en Santa Juana, Concepción, por su padre un evangélico devoto que nunca conoció a su familia de sangre, pero sí se memorizó de por vida los rezos a su Señor.
—Mi padre me metió a la religión, ellos me metieron allí con los evan gélicos hasta el día de hoy. Mi madrina, que era española, cuando se murió mi papá me trajo aquí, bien chica, y viví dos años trabajando en la casa de una amiga de mi madrina, le hacía el aseo. Al tiempo me escapé y me vine a vivir a Valparaíso. Al cerro llegué en los años veinte ya casada y queriendo tener casa propia.
Su marido era paco. Ella se refiere a él como un inservible, no hacía nada, le sacaba la mierda cuando la golpeaba, luego se sentaba a leer el dia rio mientras ella ponía los palos de la casa.
—Subíamos los ladrillos tirados en los hombros. Yo estaba emba razada en ese tiempo, pero necesitaba construir mi casita. Nos traíamos los materiales que encontráramos abajo entre los quemaderos de basura que existían, hornos gigantes, de ahí siempre nos metíamos a escondidas a quitar ladrillos.
Se ríe con la voz fuerte al recordar la cara de enojo de los trabajado res de la quema al pillarlos robando las herramientas. El esfuerzo de la vida en ese entonces les costó parte de su buena salud y juventud: a los treinta años ya parecía de cincuenta, tenía canas y un tumor que se le formaba si lenciosamente dentro de su estómago.
—¿Cómo las cosas llegaban de abajo? —mi pregunta pasa frente a ella como la imagen de un recuerdo.
—Subíamos por el cerro La Cruz. Por ahí trasladábamos los materia les para acá porque no se podía subir por Las Cañas porque no había camino. Había una huella que se llamaba desecho. Usted sabe que Valparaíso es úni co… Nosotros teníamos que subir por el desecho.
Le pregunto a qué se refiere con «desecho», a lo que me responde, que el desecho es el camino que uno lo va formando con la pisada.
—Tuve muchos abortos antes de tener a mis hijos. La casa era un rancho y dormíamos todos en la cocina, hasta que pude terminar de cons truirla. Una vez ya lista, me dispuse a trabajar en ella como lo hacía en el campo, a la vez era jefa de cocina en una picá’ en el plan. Siempre fui amiga
de artistas, venían al local a tocar música y bailar como ya no se ve. Yo coci naba de madrugada para dar de comer a la familia y luego ir a trabajar. Según sus propias palabras, la buena vida que se daba al comer una cabeza de chancho al día, pan con chicharrón todas las tardes y tortas de chocolate, la llevaron a pecar de gula desde su profesión.
—Estoy pagando con mi vida el placer que sentía por la comida. Dejé de trabajar intentando siempre llevar la vida más digna y el cáncer empezó a crecer más y más, todo lo que comí y lo que me callé por años me la estaba cobrando. A mí me salvó dios, sus manos fueron las que me operaron en con junto con las del doctor. Nadie me tenía fe.
Saliendo por la puerta principal de la casa hacia el costado derecho damos al jardín, enredaderas comidas por pedazos de cerro, donde todavía se puede ver entre tanta maleza papayos, rudones, cilantro, matico. Tener un jardín en el cerro es más bien dejar que las plantas sean corrompidas por la maleza y así, en simultáneo, como el ciclo de una batalla silenciosa.
—Mira cuando yo nací ya había casas aquí, pero eran chicas como se hacían antes de adobe no más. Yo me crie con mis papás y mis hermanos. Y después empezó a cundir el cerro, uno casi siempre los veía llegar entran do por la cancha, decían que era por un rato no más, pero ya después no se iban— nos cuenta un vecino al vernos sacar las bolsas de basura.
A las ya sabidas condiciones de desechos y caminos deplorables de la zona, hay que sumar otro sitio complejo para la conectividad de los habitantes del cerro Las Cañas y el plan de Valparaíso como lo fue la deno minada escala de la Muerte. Según la mitología urbana su nombre se debe a lo empinado de sus escalones, lo que habría provocado el fallecimiento de varias personas, especialmente en estado etílico.
También por otras cosas, como dice la abuela en el libro de estos cerros: «Mucha gente murió en la escala de la Muerte, era una escala muy famosa, si uno no tenía la plata para el ascensor o se la quería ahorrar subía o bajaba por allí. La subida era la más complicada siempre, porque tenía dos codos y en uno de esos dos se ponían a asaltar y no podías devolverte por que era en cuarenta grados; así que te pescaban si no tenías plata te tiraban para los rieles del ascensor, por eso la llamaban escala de la Muerte».
Ya separada de su marido un día que escapó de él, luego de dejarla al borde de la muerte con una golpiza, criando a sus hijos y los hijos ajenos
que muchas mujeres abandonaban en el cerro, la casa cobró vida en aquellos tiempos entre tantos cumpleaños y ruidos colegiales, los mejores años de su vida dice.
Poco a poco todos ellos la dejaron. Las habitaciones llenas de vacío sólo crujen en las noches por el viento que corta el cerro. Pero una triste ver dad rige la vida cotidiana de Doris, que, con cien años, se acuesta sola en una cama vieja, con la tele prendida, dentro del pequeño cascarón que acogió a tantos pichones heridos. Hoy día sólo habla, bien bajito, con su dios, que es el único que siempre la acompañó según ella.
—Yo ya no duermo, tengo miedo de morirme dormida. Así es la vida niña, yo no pedí nada de lo que me tocó, pero lo viví y a tantos de los que críe hoy en día ni me vienen a ver. ¿Quién me va a cuidar de los míos? Ellos van a matarme con tanta soledad. Yo ya estoy aquí, con el estómago de un pajari to, sin dormir, con el frío que me recorre por todos lados, sola todos los días sola, sinvergüenzas, me dejaron todos. ¿Quién me va cuidar a mí? Nadie.
Un día me van a encontrar ahí dura como pan viejo.
BIOGRAFÍAS DE AUTORES
Daniel Rojas Ayala
De pequeño y hasta la adultez, iba y venía desde la ciudad del Sol a Valparaí so. En el momento que sea, el Puerto me ha entregado calles de madrugada, cervezas tibias, encuentros fulminantes y ruidos de maquinarias portuarias, en las que hace décadas mi padre también trabajó. Al ser el más pequeño de los cuatro hermanos, se ven todas las sendas del camino demarcadas, queda solamente escoger alguna o la opción más sugerente, forjar una nueva.
Belén Salcedo
Nací en una familia judeocristiana en los noventa, soy la tercera cesárea de siete y la primera mujer. Crecí entre salmos, evangelios y letanías. Pasé mi infancia observando a mujeres con aire de mártires, a quienes la crianza les partía el cuerpo y profesaban el amor como sinónimo de entrega y sumisión. Pero la lectoescritura fue mi primera aliada, permitiendo dejar atrás mi origen y reclamar mi voz. Llegué a Valparaíso en busca de una pieza con ventana.
Camilo Jorquera
Playanchino. Compro siempre las mismas zapatillas luego de que el sube-ba ja del cerro gasta la suela. Me muevo en metro y le robé la personalidad a Jarvis Cocker.
Paloma Muñoz
Manuela y yo caminábamos hasta el templo de las dorcas en silencio, me apretó la mano y dijo Acarrear peñascos ajenos termina causando dolor en el pecho e inflamación del corazón.
Cuan irónica es la vida, que se la llevó por una insuficiencia cardiaca. Cuan irónica es la vida, que me llevó a tatuarme un corazón en el pecho [por si el otro se inflama].
Nacida en avenida Alessandri (Viña del Mal). Criada entre la población Ga briela Mistral (Calera) y la extinta José Miguel Carrera (Quillota). Mis prime ras heridas me las hice corriendo en el cerro Playa Ancha (Valparaíso).
Mauricio Toledo
De Playa Ancha a la Cuesta, y de la Cuesta a La Luz, heredé metales negros que, fundidos, corroyeron al tormento de ser porteño.
Carla Echeverría
En los cerros de Valparaíso los minúsculos movimientos de los olvidados cap tan irremediablemente mi atención. Mi observación es sensible, en las siluetas y sombras de los caminantes la presencia de su luz y oscuridad me atraen, se crea y se disuelve todo en ese mismo instante en mis ojos. A paso tibio entre escaleras se asoman las formas de lo cotidiano, si no es un niño, es un gato, un volantín, una abuela, un ebrio, un solitario o un extranjero olvidado. Mientras tanto, en el polvo, en medio de un inmenso vacío, capto el momento. Allí como un aguilucho esperando su presa, me encuentro con la escritura. Mi cuerpo, mi sombra, mis movimientos, me hacen arder de presura, de conte nido nostálgico, posibilitan mis pausas, la claridad y libertad que no abunda. Exilio es mi segundo nombre. Soy una obra incompleta, salida de un valle del norte, que encontró confluir en esta terraza costera.
Paolo Henríquez
Se esconde en el aire, flota en las venas. Como un manantial, bebe de él.
Tatiana Reyes
La del apellido prestado. Porque una amante de las tazas y de Zambra no po dría llamarse de otra forma. Nacida de un amor profundo y roto en el vientre de su madre. Perturbada eterna de las moscas y de los pisos sucios. De acen to chileno débil, por lo que si fuese de visita dos días, pongamos, a Argenti na, volvería hablando ché. Sus textos dispersos se deben a sus movimientos geográficos, de aquí para allá, aunque siempre vuelve a sus raíces valpinas. Escribe porque cree que ha vivido tanto la muy muy, que necesita ser leída.
Catalina Cea
En un constante viaje me reparto entre el valle del Aconcagua y el litoral central, entre imágenes y palabras. Como las olas, vivo en un eterno vaivén de amor y odio a las ciudades costeras bulliciosas y aceleradas. Mi cuerpo, mi mente y mis fotografías funcionan en base al sol, por eso fallo tanto en el intento, aunque a veces lo logro (¿qué cosas? Todavía no lo sé).
Eduardo Luco Gamboa
Ritualista ruliento que camina encorvado. Siempre quiere quedar de inteli gente. Fumador activo.
Vianka Ceverino
Se comprometió con un territorio, la lengua materna que le falta. Carece de puntos y estructuras, certeza realmente. Valparaíso sólo destruye la forma de sus letras. Su currículum vítae podría ser esto, que ni es un poema. Acento extraño, descolocó a vecinos y vecinas del cerro al llegar. Nada es suyo, sólo el deseo de un hogar.
Cristóbal Gaete (Editor)
Vino por primera vez en la guata de su madre a Valparaíso, directo al Mer cado Cardonal. Estuvo ahí su tiempo y salió escribiendo. Este año se publicó Apuntes al margen (Emecé/Planeta), que compila años de su escritura por teña. Porque sin Valparaíso no habría encontrado suforma de hacerlo.
ÍNDICE
Presentación Federico Botto
Casa de muñecas Daniel Rojas Ayala
Zahra Belén Salcedo
Estaciones Camilo Jorquera Mártir Paloma Muñoz Johnnie Apple Mauricio Toledo
¿Qué remedio tiene esta vida con tal ausencia?Carla Echeverría Mala sangre Paolo Henríquez Alcohol gel Tatiana Reyes Subsuelo Catalina Cea
Ireneo de Valpo Eduardo Luco Gamboa Nidos de grillo Vianka Ceverino
Biografías de autores
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Reescritura de Valparaíso I, Laboratorio de Escritura Territorial (2018)
Reescritura de Valparaíso II, Laboratorio de Escritura Territorial (2019)
Glorias Navales, Diego Armijo (2019)
Reescritura de Valparaíso III, Laboratorio de Escritura Territorial (2020)
20 años es todo, Antología literaria Balmaceda Arte Joven Valparaíso (2021)
COLOFÓN
Reescritura de Valparaíso IV
Laboratorio de Escritura Territorial 2021 Balmaceda Arte Joven Valparaíso
Edición y coordinación LET: Cristóbal Gaete
Asesoría editorial: Arantxa Martínez
Diseño: Eduardo Leblanc
Imagen de portada: Kika Francisca González
Primera edición: Diciembre 2021, Valparaíso.
Impreso en: GSR
Registro de propiedad intelectual:
Los derechos de los textos pertenecen a los autores. Distribución gratuita