El cangrejero
ColeccĂon Narrativa
El cangrejero Javier FernandĂŠz
Pringles Press
©
El Cangrejero 2014, Diseño Gráfico III Cátedra Rico , Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, Universidad de Buenos Aires.
© Fernández Javier, 2012 © Diseño de tapa: Edrosa, Sebastián
ISBN 978-987-1474-14-1 1. Literatura Argentina, I. Título CDD A860
«Impreso en Argentina / Printed in Argentina» Dirección: Francisco Garamona Corrección y prensa: Laura Crespi
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la tapa, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
ÍNDICE
2006
Noviembre
09
2009
Sábado 2 de mayo
28
Junio
32
Viernes 25 de diciembre
40
2010
Jueves
44
Martes
51
Miércoles
56
2010 Noviembre
EL CANGREJERO
Voy en moto por una avenida de doble mano. Grandes árboles a los costados. Desde el sur hacia el este. Cruzo un semáforo, que pasa del verde al amarillo, y acelero. No sé a qué velocidad, porque la tripa del velocímetro está rota. Un imbécil se suelta de la mano de su madre y cuando pretende cruzar corriendo lo atropello, justo sobre la senda peatonal, en la intersección de la calle Pedro Goyena y la avenida José María Moreno, sobre Goyena. Se llama Ulises Damián Cardozo, tiene 9 años. Sus anteojos salen disparados por el impacto. Lleva guardapolvo blanco. Su dentadura, cercada por unos aparatos, sangra. La convulsionada madre, entre lágrimas, se acerca al hijo, no sin pánico, reproches y llanto. Te dije que no te sueltes… te dije que no te sueltes, repite, visiblemente desbordada. El niño sigue tirado en el suelo. Hablamos. Lo primero que hago después de incorporarme de la caída es acercarme a él. Yo había salido volando de la moto pero nunca perdí el conocimiento. Conservo incluso el recuerdo del momento en que el niño sale corriendo, cuando trato en vano de frenar y hasta la brevísima porción de tiempo en que lo estrello. Ese horrible instante tan vívido que permanece intacto después de un choque. Salgo disparado hacia delante. La moto vuela para la izquierda. Ulises queda entre donde estoy y la motocicleta, pero mucho más atrás. Sus heridas no parecen graves. Enseguida se llena de personas alrededor. Todos opinan. Hacen llamadas desde sus teléfonos portátiles. Hablan con el chico y con su madre. Curiosos rodean la escena. Algún anónimo valiente dice en voz alta, refiriéndose a mí, cruzó en rojo, yo
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lo vi. Hay otros chicos con guardapolvo blanco de la mano de sus madres que me miran con terror. No tardo en oír la sirena de una patrulla policial. El móvil estaciona frente nuestro. No se puede mover al chico hasta que llegue la ambulancia. Tampoco hay que correr la moto, machucada contra el suelo, porque los peritos tienen que fotografiar la escena tal cual está. A la moto la corren, arrastrándola, cuando llega la ambulancia. Es para llevarse a Ulises en una camilla y que se mueva lo menos posible.
En las casi dos horas que tengo que esperar a que venga un patrullero a llevarme a la comisaría me mantengo mayormente de pie, junto a otros dos o tres policías. Pido que me dejen hacer una llamada telefónica. Hablo con mi hermano Ignacio. Después, uno de ellos me acompaña hasta la puerta de un restaurante próximo y entro al baño. Ingiero una tuca que llevo en una caja de fósforos y tiro al inodoro otro armado. Perdularios, ya de vuelta, los policías hablan entre ellos. Dejan salir por lo bajo chocarrerías a las mujeres que pasan. Mi desconcierto es evidente. Compartir el instante con esos embrutecidos, las circunstancias penosas en las que me encuentro inesperadamente sumido, es mucho peor que alelarse frente a un programa televisivo de décima calidad. La tenés que chupar, pibe, dice uno de esos orangutanes al enfrentarse con mi cara de pocos amigos. Agrega: a mí también me engramparon… mi horario terminó… tendría que estar volviendo a casa, me espera mi mujer… pero me llamaron y ahora tengo que quedarme acá, con vos, hasta que venga otro poli a buscarte... La situación requiere paciencia infinita y una gran entereza mental. Alguien se acerca y se presenta como un familiar de Ulises. Me adelanto para hablar, le digo que soy el del accidente. Me produce una rara sensación de orgullo repetir la frase hecha: una desgracia con suerte. Al tipo en la cara se le dibuja una expresión de repugnancia. Me parece que mide la distancia entre mi frente y sus puños. Un policía se nos interpone, me corre sin sutilezas y se dirige al hombre, dándole datos del hospital en el que está Ulises. Cuando el enfurecido se va, el de traje azul afirma que me equivoco en hablar con el pariente de la víctima; al ser familiar de Ulises es normal, y hasta entendible, que sucumba a la ira y no responda por sí mismo. Arguye que me expongo a recibir una trompada gratuitamente. Pido sentarme en el automóvil policial, alego que no me siento bien. En el interior del celular trato de leer las fotocopias anilladas
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de un libro que llevo en la mochilla, Recuerdos de la revolución de 1848, de Alexis de Tocqueville. Estoy tan conmocionado por el choque que no puedo leer más de tres renglones. Al rato llega otro patrullero y unos policías toman fotografías de la calle con la moto en el suelo. Veo el desarrollo de los procedimientos a través de la ventanilla cerrada del auto, como un espectador. Más tarde, un patrullero me lleva a la comisaría nº 12, en Valle al 1454. Al momento de irme la moto sigue en el piso, maltrecha, espera otro móvil que la alcance a la misma comisaría a donde me llevan. En la entrada leo un cartel rectangular: AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD. Ahí estoy demorado casi tres horas. Respondo muchas preguntas en diferentes despachos. Pésima dactilografía de los agentes, burócratas de la peor calaña que no representan mucho más que el garrote de la ley. Confirmo que algunos, por no decir todos, hacen gala de un pésimo castellano. Noto que, en su mayoría, lo que escriben lo hacen con letras mayúsculas. El detalle en ese momento, aunque no sé si eso es índice de algo, me resulta una manifestación de la precariedad que los gobierna. Después me hacen pasar a una sala al fondo de un pasillo largo, hábitat de personal policial, uniformados desarmados. Me siento frente a uno de ellos en un escritorio. Más preguntas. La mayoría, calcadas de las que me acaban de hacer. Aclara varias veces que no estoy ahí en calidad de detenido, sino de otra cosa, cuya disquisición, por tediosa, no entiendo. Espero a un médico forense para que me examine. Paso a otro espacio. Hay un banco largo de madera enfrente de un calabozo al que entro, sólo un momento, y huele a pis. Dormito, acostado en el banco, la mayor parte del tiempo. Cuando despierto, tomo la iniciativa de volver al despacho en el que interactúan policías. Un desganado oficial con una prominente barriga, que no me dirige la mirada en absoluto, debate con un compañero acerca del menú tentativo para la cena. Creo que la duda es entre elegir pizza o empanadas. El que escribe mis respuestas explica ciertas cuestiones internas de la policía. La cantidad de horas que les está permitido hacer guardia en la calle, hacer la calle, dice, como si fueran putas. También me explica la cantidad de horas extras que pueden hacer la calle a diario. No precisa la cifra del sueldo, ni la de los sobresueldos, fruto de las coimas a las que todos los policías argentinos están habituados. Tampoco hablamos de las implicancias de usar un arma de fuego fuera de las horas de servicio o tomar alcohol durante el horario laboral. En la televisión transmiten el informe de una favela brasilera desde la que pretenden propagar el
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terror. En hilera, aparecen personas armadas y encapuchadas que esnifan grandes rayas desde el empalme de sus manos. Están en un morro. Alguien, tal vez un líder, habla de la migración rural, de los márgenes de la ciudad, del desnivel de las rentas, de las periferias de São Paulo, de las 560 favelas que hay en Río de Janeiro y de la parálisis burocrática secular. Amenaza con mandar a matar gente desde ahí mismo y anuncia que están educando a niños para ser hombres-bomba. Asegura que en ese lugar nadie teme morir. Afuera de las favelas, dice, están siendo dominados por incompetentes incorregibles, al mando de un estado quebrado. Parece que están todos muy bien armados. Habla de los barones del polvo, de los carteles de cocaína y del tráfico de armas. La situación es original a la vez que patética. Finalmente llega el médico forense. Es otro obeso cansino, pero vestido de civil. Me revisa. Yo tengo sólo unos raspones en la rodilla, en las manos y en la cintura. Mi madre y mi hermano, que estaban en la comisaría cuando llegué, facilitan algunos papeles para acortar mi estadía.
Al salir me llevan devuelta a casa, en auto. En esa época vivía solo, en un tercer piso minúsculo de la calle Zapiola 1786. Durante el viaje mi hermano discute con mamá. Ella no deja de dar indicaciones de cómo manejar. Advierte sobre el tránsito a mi hermano que, no sin falsa molestia, responde: si no te gusta cómo manejo, hacelo vos. En la avenida Pedro Goyena, en el camino de vuelta hacia la calle Donato Álvarez, mi hermano se detiene y le propone a mamá que siga manejando ella. Y así fue.
No habré de concluir, sin señalar, que en este caso concreto, ha surgido de la celebración de la audiencia y de los datos consignados en el informe socio ambiental agregado en autos, que Fernández Paupy padece una situación económica ajustada, que le dificultaría al extremo abonar la suma de tres mil pesos ($3.000), que la norma vigente prevé como monto mínimo de la multa para el delito por el que mediara requerimiento de elevación a juicio...
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El juicio tiene varias instancias. Mi causa es la número 3.454. En octubre de 2007, el Sr. Fiscal dictamina NO HA LUGAR a la solicitud de mi abogada de oficio, de la fiscalía 112. Estoy previamente imputado en dos causas por inflingir la ley nº 23.737. A la primera, de julio de 2002, se resuelve en agosto de ese mismo año, sobreseerla. La otra, iniciada en junio de 2006, resulta sobreseída al mes, ese mismo año. La suspensión del juicio a prueba por el delito de lesiones culposas, previsto y reprimido en uno de los artículos del Código Penal, no me es concedida antes de abril de 2008. La justicia dispone que yo cumpla las reglas de conducta establecidas en dicho código, por el término de un año y seis meses.Durante ese tiempo debo someterme al cuidado del Patronato de Liberados “Jorge H. Frías” en la calle Paraná 260, presentándome ahí una vez por mes y fijando mi residencia en la calle Zapiola 1786, 3º “C”. El código de mi legajo es el BA135.212. Me comprometo a abstenerme de usar estupefacientes y a no abusar de bebidas alcohólicas, así como hacer trabajos no remunerados a favor de la “Casa de la Caridad de la Vicaría de Belgrano”, durante dos horas semanales por el término que dure la suspensión del juicio a prueba. Una parte del compromiso es a todas luces simbólica. Nadie puede cerciorar si yo uso o no estupefacientes, si abuso o no del alcohol. Ofrezco 100 pesos que nunca doy como reparación económica y simbólica al damnificado, a fin de dar por terminados mis cumplimientos con los requisitos legales. La oportunidad de resociabilización me es dada, así como la posibilidad de evitar la estigmatización penal de una condena.
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A partir de la fecha 17-09-05 se dispuso las siguientes normas:
1º Toda persona que ingrese al sector de deambulantes deberá utilizar el servicio completo: baño, desayuno y colaborar con el orden del salón, tanto al comienzo como a la finalización.
2º La persona que no cumpla el servicio completo no ingresará.
3º No se permitirá ingresar al cuarto piso a personas menores de 18 años, a personas indocumentadas, a personas alcoholizadas o drogadas, a personas que pretendan retirar ropa solamente.
4º Serán dados automáticamente de baja quienes falten más de tres semanas salvo justificación certificada.
5º El horario límite para ingresar al servicio es hasta las 8:30, sin excepción.
San Cayetano tiene dos entradas: una sobre la calle Moldes y otra obre Vidal. Los segundos sábados de cada mes, en un anexo de la parroquia, funciona una feria de ropa usada. Las prendas son donadas por feligreses. Existe una suerte de contubernio alrededor de esa vestimenta donada y después vendida, una vez al mes, por un grupo de señoras de Caritas, todas ellas de impostergable guardapolvo bordó. Los interesados en comprarlas forman fila desde muy temprano. Entre las siete y las ocho de la mañana, esos sábados de feria, ya hay gente haciendo media cuadra de fila para la “gran venta solidaria”. Los precios son escandalosamente baratos. El ropaje, en un primer momento destinado a gente carecida de bienes materiales y nunca a la venta, tiene como compradores a feriantes conocedores del mercado de indumentaria usada que, alertas de la bicoca, no dudan en esperar tres o
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cuatro horas para conseguir telas a los precios más baratos. En el cuarto piso funciona el servicio de aseo para deambulantes. Hay un cuadro enfrente del ascensor, de tres por tres, en el que se ve a San Cayetano sosteniendo a un niño que lleva una flor blanca en su mano izquierda, como ofreciéndosela al de la aureola, que lo mira desde su curvatura inquisidora y sus sepulcrales túnicas negras. Cayetano tiene barba cetrina y los pelos, del mismo color, peinados para atrás. Debajo de la imagen hay un lema: Paz, pan y trabajo. Y más abajo se lee una oración:
¡Oh glorioso San Cayetano!
Padre de la Providencia,
no permitas que en mi casa
me falte la subsistencia y de tu liberal mano una limosna te pido en lo temporal y humano.
¡Oh glorioso San Cayetano!
Providencia,
Providencia,
Providencia.
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Ser pobre es ser visto como pobre. El cangrejero está en la calle. También es un desierto. Un hogar que no es un hogar. Indigentes, pordioseros, mendigos, ascetas, linyeras, andrajosos, miserables, pobres, crotos. Digo los cangrejos que conocí. Con los que compartí borracheras. Pude hablar con naturalidad, drogado o no, con hipócrita fraternidad.
En junio de 2008 cumplo 27 años. Clima de época: Unidad de Control del Espacio Urbano –los baratos de la UCEP– intervienen en desalojos, con y sin la policía, pero nunca hay sentencias policiales de por medio. Actúan de noche, en autos sin identificación. Patrullan la ciudad. Grupos de tareas clandestinos para aniquilar y rescatar los botines de guerra: D.N.I.’s, papeles, hurtos, naderías de croto. Intereses del intendente. Los distinguidos señores defienden el espacio público. Uno que habla por televisión parece muy pulcro con su saco y su corbata amarilla, dice que todo es “en nombre de los vecinos”. En febrero hubo golpes, piedrazos; le pasaron la navaja a un viejo que dormía en el asfalto. Hubo niños, niñas, hombres y mujeres lastimados.Rompieron carros cartoneros. Se acabaron los viajes gratis del tren blanco. No fue la policía. Clima de época. Una persona de doble apellido declara: “son civiles que tienen calle y no tienen miedo de hacer ese trabajo”. Gustavo Calandra me muestra un recorte del Diario Perfil del 16-11-2008: “Colaborar operativamente con el poder judicial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en desalojos del espacio público”. Bajaron unos veinticinco tipos vestidos de oscuro y se lo llevaron de la autopista 9 de julio. Por linyera. Se lo llevaron sin identificación. “Estos pibes se hicieron conocidos hace años porque resuelven en un ratito lo que a Desarrollo Social le lleva meses”. El gobierno de la ciudad no quiere sus bolsas en las calles, no quiere sus mantas ni sus arpilleras. Cargar bolsas da villa. Los políticos hablan sobre los pobres sin hogar. Perfidia. “Colaborar operativamente en el decomiso y secuestro de elementos, materiales y mercaderías acopiados ilegalmente o utilizados para realizar actividades ilegales en el espacio público”. Quieren sacar a los solitarios y desvalidos linyes. Quieren “limpiar” las plazas de mendigos. No son de la maroma, actúan de manera dispersa, en varias dependencias, con otros funcionarios. Changas para un grupo de grandotes queaprietan de oficio.
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Nombre y apellido todos tenemos. Pero no todos saben de la mansedumbre sucia y envidiable de algunos mendigos. “Para ser croto no se necesita tener nombre” (Ángel Borda, circa 1930). Esos que están ahí hablando de las tres marías: el pan, la carne y la yerba, muestran una alegría desaliñada de pedernera y algo más. Ese otro, en cambio, sólo me transmite una indiferencia serena. Lo veo un poco de costado. Y aquel con su mono de ropa parece como si le quedara nada más que una difusa penumbra a lo lejos. Qué fácil es burlarse de los pobres este invierno. Esperan con frío su turno en el salón para entrar a las duchas. Unos pocos duermen en posición fetal entre colchas y frazadas. Otros descansan tapados con una manta o fuman boca arriba acostados sobre cartones, mientras ven el techo. El rumor de las conversaciones y las risas puebla el ambiente. El murmullo es adormecedor. En una mesa juegan al truco. Marcan el puntaje con porotos. Algunos tiran bochas por el aire. Todos los sábados, desde las siete hasta las nueve de la mañana, entran por la puerta trasera de San Cayetano, sobre Moldes, al 1764. El orden de llegada pauta su entrada a las duchas. Algunos hacen noche en la puerta y muchos en las inmediaciones. Les dan un pedazo de jabón blanco y una toalla. Le pagan a un bañero que eligen, de entre los mendicantes, las personas de la organización. Diez pesos por cuatro o cinco horas de limpieza de los dos vestuarios y el secado del piso. Al bañero le dan una botella grande de shampoo, y a los que se lo piden, les vierte crema capilar en la palma de sus manos. Eso todos los sábados. Los voluntarios que entregan ropa llegan a ser hasta seis o siete. En su mayoría, gente adulta del barrio que asiste sábado a sábado desde hace muchos años y brinda desinteresadamente su ayuda. Entre una y tres personas detrás del mostrador entregan calzoncillos, medias, camisetas, eventualmente camisas, chombas, pantalones, buzos o sacos de lana. El calzado, lo mismo que los pilotos o los impermeables aparecen, como mucho, una vez cada tres meses. Casi nunca camperas ni mochilas. Piden mucho riñoneras alegando que necesitan proteger sus D.N.I.’s, que ya perdieron demasiadas veces, pero ese es otro accesorio que escasea. Piden camperas y mochilas. En la pared un póster: El que no vive para servir no sirve para vivir. Muchos no se bañan. Aceptan calzoncillos, medias y la toalla que después devuelven húmeda porque saben que una regla del lugar es asistir al servicio completo. Se mojan el pelo y se perfuman
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pero sin bañarse. El “desodorante”, o “perfume” como lo llaman, es un rociador cargado con colonia barata. Levantan los brazos y se echan con generosidad, en el cuello, en el pelo, adentro de sus gorras y por fuera de la ropa. Algunos, los que asisten puntualmente y hace años al lugar, tienen derecho a dejar tres de sus prendas, y un número que coincide con el de sus fichas, en las que se asienta qué ropa les fue dada y se deja constancia sobre la que dejan para lavar para que después se sepa lo que es de cada uno. Llevan la ropa sucia a un lavadero. Semanalmente, entre 3 y 5 bolsas tamaño consorcio con prendas de vestir y toallas sucias. En las bolsas dejan sus toallas usadas, la ropa sucia lleva un número que se escribe con una fibra indeleble de color negro y trazo grueso.
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Vas a ayudar a Godoy me dice la señora Memé Oroz. Él me va a enseñar mis tareas. Juan Carlos Godoy nace en 1946. Le faltan la mayor parte de los dientes superiores, asoman sólo algunas muelas y un colmillo. Todos le dicen Chaca. Su jactancia es haber vivido durante largos años en la calle. Repite histriónicamente que es un ambulante. Como lo fue toda su vida. Como una cantinela dice, se dice, les dice a los demás: Soy pobre, humilde, y bien bien ambulante. Hay moscas de bar, también hay ratas de iglesia. Godoy es una. Me dijo el señor Alderete: Chaca es como los mosquitos, pica en todos lados… vive de la caza y de la pesca. Godoy se ufana de haber pasado la mayor parte de su vida en la calle, para después, a modo de evolución, asentar a su numerosa familia en un terreno otorgado por el gobierno en la localidad Tortuguitas. Duerme en un hogar para indigentes en el barrio de Olivos. Complejos habitacionales cedidos por el Estado. Dicen que a Godoy lo protegen párrocos de muchísimos centros religiosos. Insisten en que puede ir a cualquier hogar de Caritas a pedir asilo, son muy buenas sus referencias por parte de los directores religiosos. Chaca te quiero…le gritan: te quiero ver muerto. Godoy cuidaba autos en la cuadra de Moldes, entre La Pampa y José Hernández. Cuidó autos ahí durante más de diez años. Dejaba un cartel de madera cuadrado en un árbol que decía: YO COLABORO CUIDANDO SU COCHE USTED COLABORA CON UNA MONEDITA. Hasta que tuvo un problema con una señora que vive en esa misma cuadra. Dicen que Godoy de una piña le partió un diente. En seguida lo llevaron a la comisaría y le
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iniciaron una causa. No lo dejaron volver a cuidar autos en esas cuadras. Semanas más tarde, entre lágrimas, confesó que la señora le había dicho negro de mierda, o hijo de puta, y que él no toleró que insultaran a la buena de su madre. A la gente que pasa la saluda amigablemente, les dice qué hacé pai, o sino hola paisano. Godoy es una persona simpática. Sea quien sea. A mí me llama Iván, o Pipo. Me presenté, pero nunca hizo caso a mi nombre. Iván recogé todos los vasitos que haiga y lavalos. O me pide que lo acompañe al lavadero a llevar las bolsas de ropa y toallas sucias. Nunca son más de cinco bolsas grandes. Los sábados anoto en unas fichas las ropas que dejan para lavar; y en la ropa, el número de cada uno de ellos. En el papel se aclaran sus nombres y apellidos, su fecha de nacimiento, año de ingreso al servicio, ocupación. No todos tienen los casilleros llenos: Pull., Calzado, Buz., Fraz., Camp., Cint., Pañ., Gorr., Saco, Traje, Jogg., Limp. Godoy los sábados se lleva un bolso grande con ropa y alimentos. Mirá la ropa que se lleva este hijo de puta, me dice uno señalándolo, un sábado, a la salida del servicio. A veces, agrega hasta dos bolsas grandes de consorcio cargadas de ropa. Así como detergente y lavandina, en botellas de 500 mililitros. Acompaño a Godoy al lavadero. Barro el piso, junto los vasos descartables del mate cocido y los lavo. Cuando el cangrejero abre, antes de las siete de la mañana, hay que montar con caballetes una mesada, poner estatuitas de vírgenes y de santos en una mesa con otras estampas de San Cayetano. Después se encienden unas velas. Alguna vez me mandan a comprar siete u ocho flautas de pan. Alderete administra una suma mensual con la que paga la comida y cubre los gastos de limpieza. Los sábados barro el miguerío y las colillas del suelo. Oroz y Alderete. Ella una septuagenaria a la que todos quieren y respetan. Farmacéutica de profesión, retirada, actitud jovial hasta diría juvenil. Con la única condición de portar una receta del PAMI o de un hospital público, Oroz facilita remedios gratis, en una sede de Caritas que funciona por las mañanas. Gusta referir ingenuos chistes de salón. Reniega mucho de la poca ayuda económica y logística que recibe de Caritas y de San Cayetano, así como de lo fatigoso que sin asistentes ni especialistas resulta mantener un servicio de ayuda comunitaria. Durante casi veinte años colabora en Caritas no solamente en el servicio de asistencia higiénica sino en la Farmacia.
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Alderete: El que no se queda a almorzar no viene más… miserear por algo que va a ser despreciado… gente pobre, que no tiene la opción de comer… que no nos falte el placer de compartirlo, aunque sea un miserable sangüichito de salchichón primavera. Alderete habla. Anoto algunas de sus frases, sentado en el fondo del salón. Mi operación es imperceptible, silenciosa, disimulada. Instruye y sermonea a los cangrejos que ya bañados esperan para comer los sándwiches de milanesa con lechuga, tomate y mayonesa. Acá hablamos en particular y no en general –dice Alderete, defendiéndose de las críticas que le apuntan los cangrejos– es ropa usada la que damos, no queremos darles ropa sucia ni ropa rota. Discúlpeme –interrumpe uno de los que espera de pie a que la perorata termine– no vengo pensando que esto es una tienda. Alderete replica: Yo no te traje a vos, vos viniste solo, si no te gusta te podés ir. Sus palabras son tajantes, vos lo que tenés que hacer es cerrar la boquita dice, llevan el tono de un profesor derrotado. Sólo cuando están bañados sirven la comida. Platos calientes, grandes ollas de puchero, estofado, lentejas, fideos o arroz con algunos raros trozos de pollo. Los banquetes populares son preparados en la cocina de la planta baja por las manos de dos o tres voluntarios. Previo a servir las bandejas plásticas con el almuerzo, nunca antes de las diez ni después de las once de la mañana, Oroz, Alderete o eventualmente algún cura de paso, pronuncia unas palabras. La mayor parte de las veces solemnes, muchas, ingenuamente optimistas. En lo que yo pude atestiguar nunca fueron melancólicas o apocalípticas, pero sí teñidas de inane ornamento litúrgico. Un padre nuestro, un ave María y a comer. Forman fila. Toman las bandejas humeantes y un vaso con jugo a base de polvos saborizantes. Aguada, la infusión carece de sabor. A veces un cura pronuncia lecciones y letanías previas al almuerzo. Para su cumpleaños, el joven sacerdote elige cuatro o cinco vagos y los invita, sólo a ellos, a que asistan al festejo de su aniversario. Los afortunados esperan en la puerta trasera de la iglesia hasta que el joven sacerdote los hace pasar. Para hacerse su público. Entiendo. La mesa de celebración de un joven sacerdote, nunca desprovista de lujos alimenticios, requiere de dos o tres miserables que levanten la autoestima de los presentes, el espíritu de falsa humildad y su redundante entrega al prójimo. Los presbíteros de San Cayetano, ausentes durante las horas en las que el servicio funciona a modo
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de apoyo psicológico, acaso duerman solos. Porque no están… pero viven ahí. Los curas que conocí en el salón, termo y porongo en mano, sin asco aparente, cebada mediante, predican por encima de los hombros. Los que no tengan nada que hacer no lo hagan acá. Un vozarrón seco y marcial corre a los amuchados en el mostrador, formado por cinco gradas verdes de madera apiladas. Julio te prepara y agosto te la pone dice alguien con tonada cordobesa. Mide como un metro noventa. Hace más de 10 años vive en Buenos Aires, vino desde Río Cuarto. Duerme en la entrada de una galería en el microcentro que cierra sus puertas a las 9 y 30 de la noche; a las 7 y 30 de la mañana cuando las abren otra vez los durmientes se tienen que ir. Hace frío. Los calefones no terminan de sacar el agua caliente. Le preguntan al que le dicen Gallego, si el agua está fría: ni fría ni caliente. A otro le dicen Negro, Mono, Culo de mandril o el Gorila.Robusto de tez morena y barriga prominente. Dientes todos cariados, no caninos, no incisivos, no premolares, los que le quedan son de un marrón verdoso. En los brazos, en el hombro, en los omóplatos y en el pecho, tatuajes. Muchos, aunque no todos, son carcelarios o artesanales: AC-DC dice uno, Gladis te amo, otro. En el brazo izquierdo el esperado puñal enroscado por una serpiente. En su pecho, a la altura del corazón, tatuada por siempre la imagen de un feto en útero. Es epiléptico y toma medicación. Su nieri tiene muchísimas arrugas en la cara. Cabello gris, lacio. Pronuncia la doble «L» como si habitara suelo español. Dice caie en vez de calle. Tuvo el hígado muy inflamado y había perdido el apetito. En el Pirovano le diagnosticaron no sabe qué. Después de los estudios empezó a tomar vitaminas y dejó el vino. ¿Vos querés morirte en el hospital como le pasó al Hormiga? Cuidaban autos en la cuadra de Echeverría entre Cuba y O’Higgins. Un día paso por ahí, el Negro tiene vino blanco en una botella plástica de medio litro de gaseosa, como si fuera su caramayola. El Gallego toma Pepsi de una botella retornable de vidrio de 1 litro y 25. Me ofrece un trago. Se lo ve más armado. Recuperó unos kilos y come con más regularidad. Me parece que algunas arrugas se le fueron. Verlo sobrio llama la atención. La bronca, por ahora, pasó. Al mes vuelve a escabiar. Caminan la calle siempre juntos. Caminan en la oscuridad y en la luz. Los descubro varias noches durmiendo en cucharita, tirados en la entrada de un negocio
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