El golpe a destiempo

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27 DE JUNIO DE 1973

El golpe a destiempo El rechazo del desafuero de Enrique Erro, la progresiva rebelión de los gremios, el aumento de la oposición parlamentaria y la soledad política del gobierno obligaron a tomar una decisión que, aparentemente, los militares no querían o no sabían cómo tomar. Carlos Demasi Uno de los fenómenos más llamativos del episodio de febrero de 1973 es la ausencia de reacciones del ambiente político cuando las Fuerzas Conjuntas asaltaron el poder: para los sectores de la oposición (y no solamente para ellos), Juan María Bordaberry aparecía como el principal obstáculo en el camino. Los acontecimientos del año anterior lo presentaron como un gobernante deslegitimado por las circunstancias de su elección, inseguro en su estilo de gobierno, desorientado en su rumbo político y carente de estatura propia, que estaba en relación de dependencia tanto de su antecesor (quien desde la distancia parecía gobernar por intermedio de sus agentes) como de sus aliados políticos inmediatos que podían provocar una crisis política con una simple declaración. En cambio, los efectos de la “guerra interna” habían incrementado el peso político de las Fuerzas Armadas; casi naturalmente, los equilibrios comenzaron a redefinirse y a abrir espacios a aquellos que hasta entonces no habían participado en las decisiones. Pero la presencia de los militares en el juego político los transformó en un punto de referencia obligado, un elemento nuevo que forzaba a definiciones sin dejar espacios para una “tercera posición”. Al parecer los militares no fueron conscientes de esto, porque su desempeño en la política mostró poca capacidad para reunir y mantener los apoyos que habían existido, explícita o tácitamente, en febrero. Por el contrario, polarizaron rápidamente el escenario poniendo a casi todos en su contra. No causó sorpresa que Bordaberry abandonara a sus amigos de la víspera y se plegara sin demora a las exigencias de los militares, pidiendo la renuncia al ministro que acababa de nombrar –general Antonio Francese– y el retiro del comandante de la Armada, José Zorrilla, que intentó defenderlo. Más sorprendente resultó que los militares aceptaran al presidente como aliado sin rechazos aparentes; ¿sería una perduración de la tradición institucionalista que definía al presidente (aunque fuera puramente nominal) como el comandante en jefe?

Política de los militares El 1° de marzo de 1973, primer aniversario de la asunción presidencial de Bordaberry, fue el día señalado para la instalación del Consejo de Seguridad Nacional (COSENA), el organismo creado en el pacto de Boisso Lanza. Su nombre proclamaba su vinculación con la “doctrina de la seguridad nacional”, por entonces poco conocida en el ambiente; su integración revelaba el afianzamiento de la figura del presidente junto a un elenco con importante peso castrense; su funcionamiento, el predominio de un concepto de gobierno que confundía “seguridad” con secreto y “trabajo” con horas de encierro. Desde su creación estableció la norma de secreto en las deliberaciones, sólo alterada por los lacónicos comunicados de prensa; y los periodistas debieron esperar unos cuantos años antes de encontrarse con un comandante particularmente locuaz, que disfrutaba más de los micrófonos y las cámaras que del respeto por las “normas de seguridad” del organismo. Supuestamente la instalación del COSENA significaba el ingreso de los militares al área de la toma de decisiones políticas; pero el poder es algo particularmente lábil. ¿Cuál debía ser el centro de la actividad del organismo? ¿Estaba “ejerciendo el poder” cuando se ocupaba de complejas y abstractas cuestiones de política general sin relación visible con la experiencia cotidiana, o cuando insistía en pequeños detalles de funcionamiento que podían ser tarea de funcionarios subalternos?


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