Ni peces ni pájaros

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LA SOLIDARIDAD DE LOS DE AFUERA

Ni peces ni pájaros Ana Luisa Valdés Desde Suecia Las peripecias de nuestro paso por Buenos Aires recrudecieron la idea de que la vida futura iba a ser una sucesión de cárceles y de viviendas colectivas. En el hotel de la calle Laprida que funcionaba como albergue de las Naciones Unidas éramos cientos de personas durmiendo en habitaciones pequeñas y compartiendo comidas y trabajos de limpieza. Éramos chilenos, paraguayos y uruguayos, todos náufragos. Buenos Aires era en ese tiempo una ciudad hostil de donde la gente desaparecía sin dejar rastro. El personal de las Naciones Unidas y las embajadas leían nuestras actas, éramos ahora papeles y números, cuántos años de educación teníamos, alguna enfermedad, algún impedimento físico. Sí, el mundo nos acogía, pero con condiciones. La condición de refugiado político no era fácil de conseguir, había que probar cárceles, testimoniar maltratos, declarar que se tomaba distancia de la lucha armada y del terrorismo, que llegaríamos a los países de refugio como hojas en blanco, dispuestos a ser reescritos, a aprender un nuevo idioma, a construir nuevas casas, a fundar nuevas familias, a integrarnos a nuevos colectivos. El paisaje de Suecia en verano era pinos y agua, un sol que no se ponía nunca, lagos e islas, pocas casas, ciudades pequeñas e igualmente diseñadas, iglesias sin crucifijos, letreros y carteles que en ese momento no entendíamos. Los asistentes sociales que nos recibían estaban preocupados por nuestra salud y nuestras costumbres, veníamos de países lejanos, de los que ellos habían leído sólo en libros. En Uruguay, en donde hacía tanto calor, ¿usábamos zapatos? ¿Ropa? ¿O teníamos todavía las costumbres primitivas de nuestros antepasados? ¿Qué pensábamos de la antropofagia o de los sacrificios rituales? ¿Éramos católicos o veíamos a Dios en la naturaleza? ¿Éramos panteístas o ateos marxistas, que negábamos la propiedad privada y queríamos implantar el reino de los trabajadores? Organizamos comités de apoyo a nuestros compañeros todavía presos, vivíamos vidas paralelas en donde la llegada del cartero se convertía en el momento más importante del día, en donde las horas de diferencia con Uruguay regulaban nuestro sueño, siempre a la espera de llamadas, de cartas. No podíamos visitar el país y el país se convertía en un espacio mítico en donde los rostros y las imágenes del pasado se transformaban y se mezclaban. La búsqueda de un teléfono “pinchado”, que permitía llamar gratuitamente y hablar con parientes y amigos, se convertía en un trabajo de proporciones épicas, los rumores políticos que hablaban de amnistías y de derrotas de la dictadura en votaciones y plebiscitos llenaban nuestros días de esperanzas truncas y de sueños. Íbamos por Estocolmo y por París y por Madrid y por Roma buscando dulce de leche y yerba, no escuchábamos otra cosa que candombe, Gardel, y cada visita de Viglietti o de Susana Rinaldi se esperaba como una nueva Navidad. Nuestros pasaportes de extranjeros no valían nada afuera y estábamos condenados a vivir en un espacio restringido, una cárcel más grande, de donde esta vez teníamos la llave. Pero como los israelitas en la cautividad de Babilonia, colgábamos nuestras arpas de los sauces y llorábamos por Montevideo, por los sabores y olores perdidos, por la gente que no estaba, por el idioma que no oíamos, por las voces desaparecidas, por el viento que no era el mismo, por la sal que no salaba, por el agua con otro gusto, por las noches con otros cielos y con otras estrellas. Poco a poco nos volvimos seres híbridos, ni peces ni pájaros, un pie aquí y un pie allá, probábamos nuevas formas, buscábamos nuevas constelaciones, tuvimos hijos, creamos raíces y empezamos a oír otros matices y otros tonos. Nada de lo que pasó hace treinta años ha muerto en nuestra memoria, no hay olvido que nos consuele. Como el personaje de Borges, Funes el memorioso, recordamos lo pasado y lo por venir, no hay espacio para el olvido en nuestra historia de arraigos y desarraigos.


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