LOS 30 AÑOS DE “EL DEDO”
La revista señalada En 1982 se respiraban aires de apertura, las elecciones internas de los partidos políticos toleradas por los militares se avecinaban, y sin embargo el aparato represivo estaba en pleno funcionamiento. En ese marco, sacar una revista de humor satírico era una idea, en el mejor de los casos, mala, y en el peor, peligrosa. Eso fue justamente lo que hizo Antonio Dabezies, y en julio de ese año salía el primer número de El Dedo, una publicación que ha alcanzado dimensiones míticas. María José Santacreu A fin de cuentas duró siete números. El octavo, a pesar de haber llegado a la imprenta, nunca vio la luz, secuestrado por la censura. En febrero de 1983 y tras una carrera meteórica que los llevó de los 3.500 a los 55.000 ejemplares, El Dedo había decidido auspiciar al Club General Hornos en Rutas de América y que su logotipo recorriera el país entero. Sin embargo, cuando Antonio Dabezies estaba a punto de pegar los carteles en la camioneta del equipo, vino a buscarlo la Policía, y con un buzo de lana, en pleno verano, por las dudas de que la estadía fuera larga, marchó a la comisaría. Afortunadamente volvió pronto a la redacción, pero ese número 8 se perdió para siempre en las mazmorras de la dictadura uruguaya. La causa explícita de la clausura: pornografía.
Unas zanahorias muy degeneradas “Ya sabíamos que nos iban a cerrar. Lo que no sabíamos era cuándo, y mucho menos nos imaginábamos que la causa esgrimida sería la pornografía”, comenta Dabezies, todavía incrédulo. El expediente judicial exponía que la causa de cierre era la foto de dos zanahorias que apareció en la sección “La uña”, ilustrando un cable de la enviada especial Mucho Gastás a Punta del Este, para cubrir la primera exposición porno vegetal de la historia. Y es que el último número de El Dedo tenía un aire vacacional y playero, con sus dardos dirigidos tanto a la contaminación de las playas montevideanas como a la frivolidad puntaesteña. A medida que fueron pasando los números, El Dedo había ido afinando su puntería y animándose a ir un poco más allá. De eso se trataba en última instancia: de una sutil pulseada con las oscuras fuerzas en el poder. De tirar de la piola y ver qué pasaba. Durante los siete meses que se publicó El Dedo los sobrentendidos se multiplicaron. La revista dio muchos pasos adelante, tanto en lo que decía como en la manera de decirlo. Y a medida que la piola aguantaba El Dedo hizo una apuesta grande, que fue la que a la postre le costó el cierre. No solamente creció enormemente –gracias a las virtudes propias, las aberraciones ajenas y a la necesidad generalizada de encontrar espacios de libertad– sino que comenzó a construir una cofradía. A unir almas afines, por decirlo de alguna manera. La dictadura militar podía tolerar los chistes sobre las playas contaminadas, la inflación o la falta de trabajo, sobre todo porque, de alguna manera, el humor de la revista era lo suficientemente democrático como para alcanzar al sistema político partidario. Lo que no podía tolerar era que de la noche a la mañana cerca de cincuenta mil personas se reconocieran las unas a las otras, celebraran el encuentro y, de paso, se mataran de la risa del poder. Porque, como se sabe, donde reina el humor el miedo se esfuma. Y por más que la democracia era ya imparable, y a pesar de que los militares sabían que tenían las horas contadas en el gobierno, era necesario que el miedo siguiera imperando. El gobierno de Sanguinetti será el ejemplo de por qué el temor era tan necesario en dictadura como en la democracia recientemente recuperada, y deberían pasar veinte años para que la impunidad empezara apenas a resquebrajarse.
Metas humildes En el número 1 de la revista el editorial explicaba los alcances del proyecto: hacer humor uruguayo. Sin embargo, ya desde este primer editorial El Dedo plantaba una idea muy clara: la revista tenía como objetivo recuperar la alegría y la risa. Es esa idea de recuperación la que