Testimonio de un ministro

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PROTAGONISTA

Testimonio de un ministro Una extraña congregación de feligreses pelados, uniformados y de alpargatas celebran una misa rodeados de guardias armados y beben el vino de la santa cena en jarros de aluminio. Entre ellos, Ademar Olivera, pastor de la Iglesia Metodista, ministro de Dios. Ademar Olivera “¿Profesión?” “Ministro... sin cartera”. El oficial quedó descolocado y molesto. Los militares no comprenden los títulos eclesiásticos. “A partir de ahora usted es un número. Cada vez que escuche 376, debe responder: ¡Presente!” Así quedaba registrado mi ingreso en el penal de Libertad, el 15 de noviembre de 1972, en medio de la recepción de “ablande” (golpes, gritos, provocaciones). Sin embargo, a pesar del intento de los militares por despersonalizarnos, siempre conservé, como los demás compañeros, la conciencia de mi propia identidad, con un nombre, una historia, una vocación. Aun en medio de severas limitaciones y condiciones muy duras, pude ejercer un ministerio pastoral en la prisión. A fines de 1972, estábamos recluidos allí siete sacerdotes, cuatro pastores evangélicos y varios seminaristas y líderes parroquiales (también decenas de religiosos estuvieron arrestados en cuarteles). En el EMR 1 (Establecimiento Militar de Reclusión 1) logramos la autorización para estudiar la Biblia y orar juntos un día a la semana. Más adelante celebramos la Navidad (un acontecimiento muy emotivo para quienes participamos), y un servicio religioso cada domingo para todos los reclusos. Era una “congregación” muy sui generis: los feligreses, igual que los oficiantes, todos pelados, de mameluco gris y alpargatas, sentados en el piso, rodeados de guardias armados. Una misaculto muy ecuménica, fruto del trabajo en equipo: lectura de la Biblia, oraciones, reflexión, cantos y comunión (el vino de la Santa Cena en jarritos de aluminio). Creo que hicimos un valioso aporte, pues logramos un espacio para salir de la celda, apoyarnos mutuamente, trasmitir confianza y fortaleza moral y espiritual en situaciones límite, y ayudar a los compañeros de prisión a descubrir la reserva interior que cada uno de nosotros posee. Lamentablemente esta actividad fue prohibida después del golpe, probablemente porque los militares percibieron que era una forma de aliviar el sufrimiento de los presos, y ellos buscaban justamente lo contrario, o sea, mortificarlos lo más posible. Cuando el golpe estaba yo aún en prisión. Los sucesos externos eran trasmitidos en clave por los familiares. Además, eso repercutió en el clima interno, con un trato más duro y la pérdida de ciertas “conquistas” que ayudaban a sobrellevar la vida en prisión. Al salir, el 8 de agosto de 1973, encontré un país cambiado: gente triste, con miedo, familias desgarradas por la separación o por la muerte; instituciones desarticuladas, patrullaje callejero. Asumir responsabilidades pastorales era todo un reto. No había nada de heroico en ello. Se trataba, sencillamente, de ser fiel al llamado de Jesucristo y predicar el evangelio en medio del terror, la inseguridad y la desconfianza. Expuesto, como la mayoría de la población, a vivir en peligro con la posibilidad permanente de un allanamiento y un nuevo arresto, sentirse siempre vigilado, durmiendo medio vestido “por las dudas”. Nuestra Iglesia Metodista padeció las mismas restricciones y limitaciones que otras instituciones: solicitar autorización para reuniones de estudio bíblico o para realizar una asamblea. Nombres interdictos que no podían ser elegidos para ciertos cargos; vigilancia;


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