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Cristianismo, Iglesia y Juventud

JOSÉ MIGUEL MARTÍNEZ CASTELLÓ. DOCTOR EN FILOSOFÍA

En el colegio donde doy clase se lee a primera hora de los viernes el evangelio del domingo de esa semana. Este año me ha tocado con 1º bachiller de ciencias. Es un grupo potente y preguntón, curioso donde los haya. Ahí tengo a creyentes, agnósticos y muchas personas que se declaran completamente ateas; unas porque no han tenido en su vida relación alguna con la Iglesia y el cristianismo y otras, aun estando bautizados, incluso han tomado la comunión y se han confirmado, se sienten ateos y alejados de toda creencia en una trascendencia. A pesar de ello, muestran un gran interés por los temas de índole religiosa. Los lunes le doy a una persona el evangelio y el comentario del Papa Francisco y tienen toda la semana para prepararlo. Lo leen delante de la clase y después opinan. Casi siempre, se arman unos debates interesantísimos. Los ateos son los que más interés muestran. Sus análisis me resultan enriquecedores. Hubo un viernes que destacó sobre los demás. Fue la lectura de la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo (Juan 18, 33-37), interrogatorio de Pilato a Jesús en el que le pregunta si es el Rey de los judíos. Sin tenerlo previsto, la persona que lo exponía lanzó una serie de preguntas sobre qué tipo de reinado sería el más respetable. Leímos atentamente lo que decía Francisco sobre el tema y les pareció que ese debería ser el verdadero Reino del mundo, para creyentes y no creyentes. Un Reino de justicia, de implicación por los necesitados y desheredados de la tierra.

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A continuación, uno de ellos levantó la mano casi al final de la clase, y preguntó: “Y tú José Miguel, ¿por qué eres creyente?”. Internamente me dije, ya estamos, porque son conscientes de mis creencias, pero como cristiano que soy creo en la libertad que supone el encuentro con el Dios de Jesús. Enseguida me vinieron dos libros a la cabeza para responder, Por qué no soy cristiano de Bertran Russell y Por qué soy católico de Chesterton. Podría haber respondido con una cita, podría haber respondido mil cosas, pero ahí entendí que la Iglesia tiene una labor inmensa con la juventud. Ésta no está perdida como se difunde en la mayoría de los medios de comunicación. Se identifican con lo que ven y pueden detectar. Sin embargo, ¿qué les dice la Iglesia de Jesús a la juventud? ¿Qué palabras les dedica? ¿Qué puede hacer la Iglesia y el cristianismo por este divino tesoro? Estas preguntas han sido claves para la realización del Sínodo dedicado a los jóvenes en el mes de septiembre y octubre pasado. A la conclusión del mismo, el Prefecto del Dicasterio para la Comunicación, Paolo Ruffini transmitía a los medios un elenco de temas que se han abordado, pero destacaba dos de forma especial: situación de la mujer y la santidad. ¿Son estos tres asuntos lo suficientemente importantes para que la juventud se sienta atraída por la Iglesia?

1. La mujer en la Iglesia y en el mundo.

Hoy padecemos una crisis sin precedentes de todos los principios que han sostenido siglos de historia. Tenemos la sensación que todo cambia y que no podemos hacer nada, que vamos a rebufo de todo aquello que nos pasa. En cambio, la Iglesia es una de las mayores plataformas de cambios que existen. Parece que no se mueva, pero es solo eso: una apariencia. Tiene sobre sí misma más de una veintena de siglos sobre sus espaldas y ha vivido todas las grandes transformaciones de la sociedad. Muchas de ellas las ha protagonizado en el campo de la ciencia, la cultura, el arte, la política, la filosofía, … y tiene que seguir siéndolo. El peso de las religiones en el mundo es innegable y del cristianismo mucho más. Como dice Roy Rappaport, uno de los mejores antropólogos de la actualidad: “En ausencia de lo que hoy llamamos religiones, la humanidad no podría haber salido de su condición pre o protohumana”. La matriz de todas las culturas y de todas las creaciones humanas son religiosas.

Sin embargo, y tomando distancias con interpretaciones totalmente equivocadas y sesgadas de algunas formas de entender el feminismo, que no todas -por supuesto y quede claro desde el principio- hoy estamos ante una evidencia que la Iglesia y el cristianismo deben tener clara: las mujeres están pidiendo paso desde hace muchísimo tiempo y lo hacen porque es de justicia. Nuestra juventud de hoy se va a desarrollar en muchos ámbitos desde esta reivindicación, desde esta necesidad que lo está pidiendo a gritos. Claro que se ha avanzado, mucho, pero la Iglesia debe tener como prioridad un encaje más actual y profundo de la mujer en el seno de la Iglesia, y no solo eclesiástico. Si el siglo XX fue el siglo de los laicos, el siglo XXI es y será el de la mujer. Las vocaciones se están reduciendo hasta límites insospechados. Hoy los sacerdotes tienen agendas de 24 horas, acuden a espacios y realidades que no son las suyas. Necesitamos sabia nueva que ya no podemos contar únicamente a partir de las ordenaciones sacerdotales.

En todo este contexto, el papel y la presencia de la mujer en la Iglesia resulta determinante. No podemos olvidar la dimensión mariológica de la Iglesia y del cristianismo. María no es alguien más. Detrás de ella palpita un modelo de Fe claro y riguroso. María representa la fidelidad, el trabajo, el silencio, la sencillez, la humildad. Son valores que transcienden a toda perspectiva de género para convertirse en universales. ¿No está falta también la Iglesia de sencillez, de silencio y trabajo? Estos valores los actualizan las mujeres, las que han estado en la Iglesia, las que están y estarán. Las mujeres tienen algo que no se aprende, sino que viene de serie y es la ternura infinita por la posibilidad, en libertad, de ser madres. Cuando se habla de lo femenino, qué poco se habla de esta perspectiva. ¿No está falta la política, el poder y la vida en general de ternura? ¿No vemos en la actualidad cómo la mujer está accediendo a ámbitos que antes ni aparecía? La Iglesia no tiene que replantearse la presencia de la mujer en la Iglesia por un hecho de moda o de la fuerza de una u otra corriente social, ya que la mujer tiene desde los mismos tiempos de Jesús una fuerza como en ninguna otra institución de la historia. Recordemos dos hechos. El primero, todo el mensaje de Jesús es anunciado por primera vez a mujeres; el testimonio del mensaje de

Cristo recae sobre las mujeres. Esta no es una cuestión de perspectiva de género, es por una cuestión de justicia. Jesús se acerca a ellas porque no contaban en ningún ámbito más allá de la casa y del ámbito familiar. El segundo, Jesús es el primero en la historia y, por ende, la Iglesia de la mano de las primeras comunidades cristianas que se preocupa de dos grupos sociales altamente vulnerables, débiles y utilizados hipócritamente en la cultura humana: viudas y prostitutas. Jesús radicaliza la igualdad entre hombres y mujeres porque no los diferencia como tales. Para Él y para nosotros hay un concepto que supera al del hombre y al de la mujer: la persona. Y es posible porque está constituida desde la dignidad humana. Jesús es el primer universalista de la historia y es el primero que pone la primera piedra para la construcción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En definitiva, este es un tema que tenemos que afrontar por muchas razones porque lo hacía quien es el pilar de nuestra Fe, nuestro camino, nuestra verdad y vida; porque es de justicia; porque es resultado de nuestra creencia en la persona; y porque de esta forma haremos que la Iglesia sea acogedora de una necesidad que está traspasando todos los ámbitos de la sociedad. Aquí tenemos todo un filón para que el cristianismo, la Iglesia y la juventud brillen como una sola voz, con sus desavenencias y distancias, pero transitando juntos el camino del mundo y de la vida.

2. La santidad.

¿Santidad y juventud? ¿Pueden atraerse? ¿No es un concepto con demasiado tufillo a sacristía? ¿Puede representar un punto de inflexión para acercar a la juventud al cristianismo y a la Iglesia?

La santidad poco tiene que ver con los altares o subirse a una columna con una palma en la mano y un crucifijo en la otra. La santidad en vida es un estado de radical conciencia sobre aquello que me rodea. Es un espíritu atento a las necesidades de las personas y de las situaciones que voy viviendo. La santidad no es inacción. Todo lo contrario. Francisco ha escrito en los últimos meses sobre la necesidad de la santidad, es decir, aplicar la misericordia a todas aquellas personas que nos rodean y nos necesitan. ¿Cómo podemos, pues, llevar la santidad a nuestra vida? Mirando el mundo con ojos críticos, no con revanchismo, y con un profundo amor y sentido de la justicia. Por ello la juventud comparte un elemento crucial con la santidad y es el no conformismo con el estado actual de cosas. El cristianismo parte de un convencimiento claro y es que hemos sido creados por amor. La creación es un concepto que tiene que ser meditado. Su verbo crear implica construir algo que no existe. Jesús quiso construir una nueva posibilidad de vivir porque la de su tiempo estaba repleta de injusticias y atrocidades. De la misma forma, la juventud se caracteriza por esa constante de crear caminos y mundos nuevos por explorar y recorrer. Pero dicha creación tiene que estar llena de un impulso de misericordia. El mensaje de Jesús que cala a la juventud, también el de la Iglesia, es el que está con los que no tienen nada, con todos aquellos que la historia los ha impregnado de ignominia y olvido. El evangelio y la Iglesia tienen su esencia en una transformación de las estructuras injustas de la sociedad. Ahí, junto con la oración y la eucaristía, qué duda cabe, tienen que presentarse el cristianismo y la Iglesia. La juventud quiere un Iglesia sencilla, comprometida, que acompañe a las personas del mundo de hoy en su tránsito vital.

Podemos hablar de infinidad de temas, pero hay uno que tenemos que buscar y alimentar y en el que la juventud siente atracción y estimación y, por tanto, compromiso. Como expresa José Antonio Marina en Por qué soy cristiano, “Dios es acción creadora y quien realiza esa creación participa en Dios, colabora con Él, se convierte en su providencia y ayudas a la implantación del Reino. El bien es todopoderoso. La agapé es supervictoriosa”. La justicia es buscar a Dios y buscar a Dios es instaurar en el mundo actos de misericordia. A Dios no se le conoce, se le ama por la realización misma de las obras de misericordia, amor y justicia. No es una cuestión de tener conocimientos, sino de ética, de acción y de valores. Jesús nos hace una promesa y es la certeza de que el bien es más fuerte que el mal. De ahí que la muerte no tenga la última palabra. Aquí tenemos toda una propuesta de sentido, de construcción humana en aquello que nos hace ser lo que somos: una realidad que necesitamos dar y recibir amor. Toda la maldad en la historia se traduce en violar aquello más originario que somos: amor. La santidad es la vida que hace posible actualizar y realizar aquello que somos, a pesar de las circunstancias y dificultades diarias. La juventud tiene mucho que decir en todo ello y es lo que les mueve y moviliza.

Cuando me preguntaron en clase por qué era creyente les dije simplemente que Jesús les estaba esperando, que le daba igual si creían o no, porque Él nos espera, sin preguntar, sin juzgarnos, porque nos ama. Y algo más, es quien más confianza tiene en todos y cada uno de nosotros. En cada persona hay un universo de posibilidades de amor, perdón y misericordia. Este es el mayor legado que el cristianismo y la Iglesia pueden ofrecer a la juventud y al mundo. Así lo quiso Jesús y así será.

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