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Iba a llegar tarde a la cena con su mujer. Era su aniversario y éste sería el enésimo desplante si no llegaba a tiempo. Así que apuró toda la potencia del motor de su coche para justificar su amor convirtiéndolo en puntualidad. Un auto le surgió de improviso tras el carril de incorporación a la autovía. Él ni lo vio, no tuvo tiempo de frenar. Dio un volantazo brusco y el coche comenzó a dar vueltas de campana hasta quedar hecho un amasijo. Nadie pensó que aún podía quedar vida dentro de aquella masa informe de chatarra pero cuando lo sacaron su corazón aún latía. No supo si estaba vivo o muerto hasta mucho después de volver del coma. No podía moverse: tetraplejia; y lo tremendo del shock le había mermado casi todas sus funciones sensoriales. No podía ver, hablar ni oír. Al principio pensó que estaba en uno de los estancos de la muerte, en una especie de purgatorio antónimo donde las almas vuelven al nivel más ínfimo de lo orgánico para después pasar a la nada. Cuando por fin se dio cuenta de su situación el pánico lo embargó y no deseó sino morirse de verdad. Lo intentó con todas sus fuerzas pero fue inútil. Necesitaba ayuda. No tuvo más remedio que refugiarse en la potencia inversa de su pasado, en sus recuerdos, para seguir viviendo. Cuando se le gastaron los recuerdos de tanto recurrir en ellos, pensó que le esperaba la miseria más absoluta. Pero no fue así. Entonces jugó a ser Dios. Pensó que el primitivo Dios, el Caos primigenio debió de sentirse como un tetrapléjico ciego, sordo y mudo, sin capacidad de prolongarse más allá de los bordes de sí mismo, más allá de la pura existencia. Así imaginó que recreaba la creación : “En primer lugar existió, realmente el Caos. Luego Gea de ancho pecho, sede siempre firme de todos los Inmortales que ocupan la cima del nevado Olimpo...”. Pudo vertebrar en su mente todas las cosmogonías posibles para crear una nueva. Después de reinventar el género humano descansó porque estaba agotado. Con inusitado asombro comprobó que los hombres podían funcionar por sí solos, al margen de la voluntad de su mente, como un sueño que uno no puede controlar. Pensó que así, la cosa tendría más emoción y sería más económico. Él sólo tendría que gastar su energía para sostener el mundo. Comprobó absorto cómo la humanidad virtual que él había engendrado avanzaba en la historia con el mismo sesgo vacilante de la humanidad real. Desviaba su atención hacia otro rincón del cosmos y cuando retomaba su interés por las industrias de los hombres, éstos ya habían dado una zancada en el vector de su devenir o habían conseguido algún importante logro. Pero él ya tenía ideado un plan para estar siempre avisado en los momentos puntuales en que sus hijos sumaran un grado al ángulo del espíritu o un diente a la rueda de la técnica. Apostó centinelas camuflados entre las moléculas de los tres reinos. Esparció partes de sí mismo entre los campos de amapolas y en las vastas extensiones donde el centeno crece. Dejó una verdad a medias en el jugo de la uva al fermentar y en los alcoholes destilados... Y así otorgó a muchas de las
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sustancias que el reino vegetal contiene la facultad de poner en comunión a los hombres con su creador. Para los ateos, para los sacrílegos, reservó la peor de las desventuras: la adicción. Sabría cuánto avanzaba la ciencia de los humanos por su capacidad para extraer los principios activos a las cosas sencillas y por su pericia para reducir y luego sintetizar poderosos transmisores hacia lo unívoco, hacia él mismo. Esos transmisores desataban tal cantidad de energía al ser asimilados en el cuerpo de un mortal, que le hacían a él incorporarse al mundo de su ilusión. Como si un haz de luz lo alumbrara desde dentro para advertirle de algo. Cuando ya tenía constancia de que estaban muy cerca de la verdad absoluta, de que sólo eran una ficción, una mano amiga, quizá su mujer, lo apartó de los caminos de esta tierra y todo el orbe sucumbió en el artificio implacable de la disolución.
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