Hagas lo que hagas te arrepentir ás Tomás Mañas Rabaneda PRÓLOGO (por Sergio Braulio Véliz). I EL SUEÑO TIERNO II HAGAS LO QUE HAGAS TE ARREPENTIRÁS III EL LIMBO DE LOS PÁJAROS IV UN AUTOBÚS CARGADO DE FRÍO V EL OM VI LA CORDILLERA SOÑADA VII EL TURISTA IMAGINARIO VIII EL EXTRAÑO CASO DEL FUNCIONARIO CONTENTO IX DELIRIUM TREMENS X 3001 XI INTERINO XII Y FOLLAR ERA ESTO... XIII EL HOMBRE INVISIBLE XIV LOS TOCAPELOTAS XV LA ALTURA DESDE DONDE NOS MIRAMOS XVI EL VISIONARIO XVII JUAN CUERNOS XVIII EL PATRIOTA XIX HOY PUEDE SER TU DÍA XX LA TERCERA VÍA XXI LA PERRERA XXII EL DIABLO XXIII LA “E” EXILIADA XXIV OBJETIVO BIRMANIA XXV UNA MIERDA PINCHADA EN UN PALO XXVI POR MI CULPA , POR MI CULPA, POR MI GRAN CULPA XXVII METEMPSICOSIS XXVIII MISOENTROPÍA XXIX EL SATÉLITE OBSCURO XXX EL ESPÍA XXXI EL VERBO ELEGIDO XXXII LAS VIRTUDES TEOLOGALES XXXIII EL SALTADOR DE BALIZAS
PRÓLOGO Hemos bebido Soma, nos hemos hecho inmortales. Hemos llegado a la luz, hemos encontrado a los dioses. Soma ha surgido en nosotros con su poder; Hemos alcanzado el principio donde se rejuvenece la vida de los hombres. Rigveda
Cuidado, lector, tus dedos rozan un libro donde el material del que están hechos los sueños – y las pesadillas- se ha vuelto más denso de lo habitual y acaso los vapores hayan experimentado un fuerte proceso de condensación hasta transformarse en extrañas aleaciones que funden a millones de grados, mientras que la realidad, arrastrada por el aire como un ángel pasmado, pierde tajos de su vieja y pesada atmósfera, mostrándose mucho más sutil, más inquietante. En virtud de la ley de los fluidos según la cual la turbulencia es inversamente proporcional a la viscosidad, se observarán aquí dentro hondos y oscuros torbellinos, espirales vertiginosas, vórtices ilimitados (tal vez no sea mero azar la forma espiral del camino que andan Dante y Virgilio en su bajada a los infiernos – aunque, no se olvide. también lo es la de la montaña del purgatorio -); y por eso será necesario nadar entre estas páginas como a lo largo de un fino curso de agua de una densidad inconcebible dentro del océano, pero quizá evidente por su color, que discurriera hacia todo horizonte entre infinitos maelströms. Dependiendo de la dirección en que se muevan las cosas, la visión se transforma: hacia el agujero negro que hay en el ojo del huracán, en movimiento centrípeto, las cosas y las acciones se van reduciendo y el sujeto –tú, ,tal vez, querido lector-, se irá quedando progresivamente catatónico -de ello no son un simple ejemplo el Bartelby de Melville y algunos protagonistas de estos cuentos-; hacia fuera, en movimiento centrífugo, la disipación del sujeto va acompañada de un ansia titánica, fáustica, por crear mundos –o destruirlos, que tanto da. En la vieja idea de que somos un sueño de Dios yace un optimismo confiado en la eternidad, atributo divino envidiado con mala saña por los hombres; en otra versión de esta historia alguien sueña, y cree que en tanto que sueña existe, dando poca importancia al hecho de que, con ese gesto, los pobladores de este mundo hayan sido reducidos a tamo de la era de su pensamiento, a polvo sutilísimo de su mente, condenados a morar entre el ser y el no ser, en un vaporoso y nacarado sinvivir de marionetas pneumáticas que proclaman su existencia y algunas veces vocean su derecho a continuar, a no perecer cada vez que el amo decide abrir los ojos. Se sabe que en muchos pueblos primitivos existe la creencia de que en los sueños llevamos una vida paralela de la que se ha esfumado parte de su coherencia habitual y donde domina una rapsodia de moléculas que revientan entre movimientos brownianos de átomos semánticos; esto nos da una falsa y frágil seguridad, pues pronto se revela que la vida real, la otra línea paralela, también es así de impredecible o absurda; a veces las líneas se aproximan demasiado, tanto que, en virtud del principio de los indiscernibles, deberíamos hablar de una sola línea... ¡Hay tantas contracciones, tantos espasmos del espaciotiempo en que la realidad se vuelve incoherente y el sueño consistente como una piedra!. Descubrimos así que las dicotomías que encofran nuestra identidad – sueño/realidad, realidad/apariencia, locura/normalidad, vida/muerte, verdad/mentira, etc.- se pueden diluir mostrándose al fin artificiales, frágiles, meramente útiles. Tendremos que recordar que los tiempos de Kafka y de Nietzsche y de Lord Chandos, los tiempos de Kakania, son todavía los nuestros: Todo se descomponía en partes, y cada parte en otras partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras, una a una, flotaban hacia mí; corrían como ojos fijos en mí, que yo, a mi vez, debía mirar con atención: eran remolinos que dan vértigo al mirar, giran irresistiblemente, van a parar al vacío.
Hugo von Hofmannsthal. Carta de Lord Chandos
La realidad se vuelve simbólica, como los sueños, y los hombres, traspasados los umbrales que dan la divinidad, traspasados con ellos los esquemas kantianos, leen en ella múltiples sentidos. Alguien llamó alguna vez al autor de estos cuentos el “último judío de la Alpujarra”, y algo de eso hay en ese empeño hermético y cabalístico por encontrar un lenguaje en el movimiento de los astros o en el derroche de los intestinos, y por recrearse en la potencia generatriz de las palabras…o las letras. Cada treinta y tres años, a través de una pequeña ventana que da a un cuarto sin puerta del gueto judío de Praga, puede sorprenderse al monstruo. El rabino Loew amasó el barro, esculpió un homúnculo y le dio vida al pronunciar para él el nombre de Dios; en su frente de tierra estaba escrita la palabra “emet” –“verdad”-, pero al borrar la primera letra y quedar “met” –que significa “está muerto”- el Gólem se deshace y se convierte en arcilla. Es fácil ver que existe un vínculo místico entre Tomás Mañas y el rabino Loew, y que la condición del Gólem es la nuestra propia, pues nosotros también somos “hijos del limo” y también el Ruach nos da la fuerza. No es nueva la irrupción del sueño, lo imaginario y lo eterno en la vida cotidiana, ese realismo mágico o naturalismo místico, que genera, como turbina pineal o escalera automática de Jacob, multiformes dimensiones y perspectivas alucinatorias, pero es que esto mismo ocurre aquí, a veces como una revelación, en las experiencias más anonadantes: en un estado tetrapléjico se crea el mundo, en un delirio esquizofrénico se destruye, el cerebro ebrio aprehende el otro lado de las cosas, el catatónico ve los fantasmas…como si una chispa saltara de lo absoluto precisamente “en la crudeza de la transgresión, la acritud de la execración, el dolor del fracaso, la inclemencia de la prohibición o la aspereza de la privación”, en esas experiencias que, según Heidegger, interrumpen la cotidianeidad, el “se”, y revelan de súbito abismos bajo nuestros indecisos pasos, exponiendo en esa aspereza sin adjetivos la nada sobre la que existimos. “La vida, en su exceso, se parece al morir”. Enrique Ocaña notó que “ex-cedere” abarcaba en la antigüedad múltiples significados: irse, salir, dejar algo atrás, rebasar un límite, medida, norma o frontera, abandonar un espacio. En “Hagas lo que hagas…” ese exceso no conduce necesariamente al palacio de la sabiduría ni abre la entrada por fuerza al país de Jauja, pero “la ebriedad, como la locura y los estados de conciencia próximos a la muerte, empujan al sujeto y le hacen rebasar límites y normas impuestos por la rutina cotidiana, con sus roles fijos, sus inhibiciones” y sus sí, sí, no, no. El Universo rompe sus dimensiones, de eso se trata, pero con él se desmenuza también la propia subjetividad; del exceso es dable esperar cualquier cosa, puede acabar en un final horrible, una matanza, tal vez, o, con suerte, una iluminación profana que coincidirá con el entronamiento o final destronamiento de la supuesta soberanía del yo. A veces una dimensión se incrusta en otra de forma violenta, como las dos paredes de una falla en plena actividad. Se produce una interrupción, se activa un conmutador: la mano que desconecta al moribundo en “tres mil uno”, la policía en el “autobús cargado de frío”, los bichos reales de la pared en el “delirium tremens”, la pregunta de un amigo por la guiri de anoche…No importa si se trata de la ruptura de un sueño o del sueño de una ruptura, el final de la ilusión o la ilusión del fin, el caso es que una pared de la falla se encabalga sobre la otra. Quizá por eso el autor ha defendido en algún momento que en cada uno de sus cuentos hay dos cuentos, mas yo creo que ese corte en la historia es como una herida en la coherencia de cualquier mundo posible, soñable, imaginable; creo, además, que eso se expresa aquí sobre todo de dos maneras. La primera de las formas como se manifiesta una herida en el corazón de estos mundos posibles e imposibles es la de las “cadenas causales desviadas”, expresión formal que trata de captar el sentido en que las cosas nunca salen como esperamos, que cualquier acto u omisión tienen infinitas repercusiones, infinitas consecuencias, metástasis o modos de ser no previstos ni previsibles, y, seguro, muchos de ellos dignos de lamentar; quién sabe si aquella vez que ayudamos a cruzar la calle a la abuelita no provocamos o evitamos, con el tiempo, un accidente de aviación. En este sentido “Hagas lo que hagas…” tiene algo de trágico, -¿O no era ésta una de las claves de la tragedia: varios cursos de acción, todos igualmente necesarios, todos igualmente aciagos?-, pero el destino, que en la antigüedad actuaba como un Señor serio que deparaba merced y penitencia, echa
aquí las cartas como un tahúr bebido, un jocker. Es la Hora de todos, de Quevedo. En uno de estos mundos Edipo no se arrancó los ojos al darse cuenta de que había matado a su padre y compartido el lecho de su madre, no, eso le excitó todavía más. La segunda herida es el OM, el OM del nirvana, la nada perfecta que necesita los ruidos de la ciudad para olvidarse , la nada, en este caso acústica, cuyo efecto es la náusea, ese momento en que una cosa aparece en su jodida desnudez, meramente existiendo, sin más atributos, como un pedazo de carne clavado en un tenedor, como el almuerzo desnudo de Burroughs o las raíces nudosas de Sartre. Quizá la comunicación, y por lo tanto el sexo, transmitan la náusea, aunque se diría que el murmullo del OM puede dejarse oir en muchos cuentos de este volumen, pues tal promete ser una de las lecciones de la angustia: que todos los días pueden ser el primer día de la creación, y que todos pueden ser el último; y tal vez sea una de las enseñanzas del gólem: “Se te cae una letra del nombre y ya no existes”; siguiendo el mismo razonamiento, una combinación de letras azarosa pero probable, dada la eternidad del tiempo, haría que volvieras a existir…y que volvieras a arrepentirte. De nada sirve arrepentirse cuando sobreviene la desdicha de existir, aunque habría que diferenciar un arrepentimiento cristiano, propio de almas débiles, que unen a la debilidad el masoquismo y la autocompasión, - de un arrepentimiento de almas fuertes, que es como una gran carcajada, o un gran insulto, o un gran pedo excedente, lanzados al aire por el jugador que equivocó su número en la apuesta. Aquí se trata de éste. La curación no viene, entonces, del arrepentimiento, pero, a diferencia de lo que les ocurre a los santos bebedores de Roth y de Bukosky, a veces se encuentran momentos de paz. La herida, el conmutador del cuento, puede producir un shock, y éste una explosión en la memoria. Cuando estalla una bomba en la casa de la memoria se inicia un proceso alquímico y aparecen entre los cascotes los tesoros escondidos en el sótano, tesoros de calderilla transmutada en oro. Quizá por eso, a veces, después de varios cuentos en que los mundos se interrumpen y encabalgan, leemos otro en el que se deshila un suceso del pasado cerrado y pleno en su sentido, donde el principio y el fin se encadenan sin roturas. Por unos momentos, que pueden ser la eternidad, el sujeto –tú, tal vez, hipócrita lector…-vuelve a sentirse bien en su pellejo y es entonces, en medio de ese realismo montaraz, en un pueblo sin pecado y sin moral colgado en la sierra, cuando comprendes que hasta un golpe de tu madre infligido en ese remoto pasado lleno de oscuridad vale infinitamente más que toda la claridad de estos mundos felices.
Sergio Braulio Véliz Rodríguez
I EL SUEÑO TIERNO
Venía de ponerme hasta el culo de todo lo que la noche oferta a los que no pueden dormir, a los que se levantan los domingos a medio día sin ganas de hacer footing, ni de leer el periódico. En fin, a los que han renunciado a la vasta felicidad que reparten los proyectos a largo plazo. Hubiera preferido quedarme en casa viendo la tele o cascándomela, pero sólo echaban programas de piernerío. Varietés donde nuestras ex-mises más rampantes solventaban su falta de soltura a base de escotazo. La opción pajera para aguantar en casa no resultaría. Salgo a la calle y al poco rato han cerrado todos los garitos. Me entra la mala leche. De modo que los funámbulos del “que dirán” nos obligan a salir, a consumir, emitiendo programas seborreicos y luego nos cortan el rollo. Ahora la ley obliga a los pubs a chapar mucho antes, justo cuando estamos empezando a coger el puntillo. Pero esto no va a quedar así, los tenderos de la noche tienen mucho que decir. No por nada, es en la noche donde cada uno decide su carácter, su sesgo político; y la noche tiene un voto volátil y contagioso. Además, a mí se me antoja que la ideología de este país ya no se forja en las escuelas ni en las iglesias, sino más bien en las trastiendas de los antros nocturnos. Un país sin antros nocturnos es un país sin ideología. Empiezo a columbrar los raigones del desgobierno o quizás de algo peor.
De modo que siempre salgo, me olvido de las grandes felicidades y me aplico a las felicidades pequeñas, aunque siempre dejen en mi boca una mueca de turbio frescor y una sonrisa de dentífrico adulterado. Vuelvo a casa, no puedo dormir pero he sido feliz. A mi madre no le queda Tranquimazín pero hay algo nuevo en el cajón de su mesita, unas cápsulas rojas. Me tomo tres. Duermo como nunca. Los fines de semana se repiten; televisión casposa, poca decisión para la autocomplacencia. Hay sirenas en la noche arrullando mi nombre y yo no tengo un mástil al que aferrarme, más bien, es el mástil el que tira de mí. De nuevo en casa me esperan tres cápsulas rojas para inducirme al sueño placentero, a la felicidad sin el lastre doloroso de las dimensiones. Para mi sorpresa, al despertarme, descubro que he retomado el sueño del fin de semana anterior justo en el mismo instante en que lo dejé siete días antes. Pasa como en los antiguos seriales en blanco y negro, cuando teníamos que esperar una semana para ver si el malvado de turno, que se había quedado blandiendo un puñal, descongelaba su brazo para asestar o no el golpe de gracia al hijo de Bonanza. Así que retomaba mis sueños gracias a las cápsulas de mi madre, y eran unos sueños sublimes, con la luz diáfana de los días perfectos. Definitivamente a mi madre le sientan muy bien sus nuevas cápsulas. Yo me encargo de que sea así. La convenzo de que las cápsulas rojas le provocan un sueño profundo. –Mamá, ya no te levantas con el poso áspero de otras veces. Tampoco se despierta a media noche para cerciorarse de si la casa está blindada, no se preocupa de echar todos los pestillos antes de acostarse . Por fin el imperio del sueño ha desbancado al temor de ser robada, quizás de ser violada. No sé si ella encadenará los sueños como yo con el Artovinom (así se llaman las cápsulas), pero intuyo en sus hábitos más recientes una especie de felicidad concertada, una asunción distinta de su condición de viuda conforme. Quizás ella también enlace los sueños sin darse cuenta y en esa inconsciencia estriben sus renovados bríos para vivir. Ya no es suficiente con hilvanar los sueños semanalmente. No necesito la excusa de aplacar el subidón de los sábados para tomar Artovinom. Empiezo a tomarlo cada día y conforme mi adicción se hace cotidiana, voy notando en mi madre cierto desasosiego. –Juraría que tenía el bote medio lleno. Cree que tiene Alzheimer. Yo le escondo algunas cosillas para que piense que es así y no pueda barruntar sospechas hacia mí. Es preciso que los médicos le sigan recetando cápsulas rojas a mansalva. Luego repongo cada objeto en su sitio. Retomo los sueños con una precisión cinemática, justo en el instante en que me quedé al despertarme. Con el tiempo me voy dando cuenta de que he conseguido fabricarme una existencia paralela y, también, de que empiezo a preferir la que está más allá del umbral de la ensoñación. La vida en casa sigue como siempre. Yo soy un licenciado en paro que vive con su madre. Y ella una viuda que se proyecta en la vida gracias a la luz que recaba de los flashes del pasado. Una viuda con un hijo casi treintón a su cargo. Pero ahora, al mirarnos, ambos reconocemos algo nuevo. Como un pacto con la cotidianidad para renovarla sin tener que forzar el olvido. –Hijo, hoy he visto una película preciosa. La gata sobre el tejado del rey Salomón, se llamaba. La Liz Taylor hace de una mujer insatisfecha con su marido. Entonces hace un viaje por Europa para olvidar sus penas, hasta que se encuentra con un grupo de judíos en Rusia que siempre están cantando y lamentándose y tocando el violín. Luego se junta con Stewart Granger y los dos se van a África para buscar un tesoro. Así, ella podrá regresar a América con el dinero suficiente para no tener que depender de su suegro y mandarlo a freír espárragos. Pero no me acuerdo muy bien del final.
–Mamá, no deberías hacer tanto zapping. Esa noche llegué más borracho que de costumbre; el hábito no era suficiente para guiar mis pasos por la oscuridad de la casa sin que tropezara, no pudo dirigir mis manos como otras veces, hurgando a tientas en el cajón de la mesita de mi madre. Así que después de coger mi medicina, el bote se me cayó y rodó bajo su cama. Lo dejé allí. Ya en mi cuarto, me tomé mis tres cápsulas rojas que me parecieron entonces de un rojo más profundo. Enseguida, me quedé dormido. Por la mañana me desperté con frío y algo desangelado. Pude recordar con toda nitidez mi último sueño. Soñé que era de humo y que esa condición tan etérea, esa falta de consistencia me aterraba tanto que forzaba a ese hombre de humo, que era yo, a soñar que era de carne. Para conseguirlo, tomaba cápsulas verdes. Mi madre acabó de espabilarme cuando entró en mi habitación para preguntarme por un bote de cápsulas granates que había dejado en el cajón de su mesita. –Ketedem se llaman, me las mandó el médico para el Alzheimer. Entonces supe que estaba jodido. Desde aquel día no he vuelto a hilvanar ningún sueño y vago por el mundo con la sensación de ser un mutilado. Pobre sombra que arrastra su cuerpo. Mi madre ha dejado de tomar Artovinom y se levanta de muy mal humor aunque ya no tiene lapsus de memoria. Yo he optado por quedarme en casa los sábados por la noche para ver programas de varietés. Y aunque no sé si soy de carne o de humo, entiendo que va en contra de todo principio que la propia experiencia necesite de dimensiones que la acoten y que no es lógico que la conciencia precise de un soporte para existir.
II HAGAS LO QUE HAGAS TE ARREPENTIRÁS
Me sentí muy mal cuando maté a mi madre por no querer darme más dinero. Así que tuve que refugiarme en la heroína para apaciguar mi dolor. La heroína me dejaba atontado y decidí tomar cocaína para remontar el ánimo. Como no me llegaba para la coca me vi obligado a pasarme a las pastillas. Pero las pastillas, sobre todo si abusas, no te dejan dormir y opté por fumar porros para conciliar el sueño. Al convertirme en un porrero, asocié ese hábito a la compañía de la cerveza, ya se sabe que el hachís no es lo mismo sin una buena litrona. De modo que me di al alcohol para no cambiar mis hábitos. La noche, las cervezas y las copas no se entienden sin el humo de los cigarrillos. Notaba que algo no casaba si no fumaba. Y aquí me veis, convertido en un execrable fumador tan sólo por haber matado a mi madre.
III EL LIMBO DE LOS PÁJAROS
La noche anterior había nevado en Sástrago y casi nunca nevaba en Sástrago. Ni los más viejos recordaban una nevada tan mirífica y los jóvenes incorporábamos con asombro, tal vez con incredulidad, el blanco a nuestro soporte vital. Era jornada laboral aunque fuese el día de Noche Buena. Mi hermano había subido a la mina por la mañana para ver a mi padre. La mina estaba en lo alto de una montaña, en la cima de Sierra de Lújar, y mi hermano subió a pie ocho o diez kilómetros de carril polvoriento para ver a mi padre. Llevaba un cuchillo y un tenedor. - Vengo a comerte papá. Al final mi padre convenció a mi hermano para que no lo comiera y bajaron juntos en un Land Rover de la empresa. Mi hermano estaba muy mal por culpa de un atracón de solanáceas mal cocinadas y peor llevadas. Se le había metido en la cabeza que no había más solución que comerse a Dios Padre (a su padre) como si fuera una hostia, el cumplimiento ineludible del sacramento que obliga a cada hombre a buscar su propia unidad. Definitivamente, la supuesta naturaleza trina de mi hermano lo estaba machacando. Así , este pensaba que una vez comido el Padre: precipitado a ser Padre-Hijo por un lado y Espíritu Santo por el otro la retorta de su dolor quedaría redimida por simple deducción. Y se hubiera zampado también al Espíritu Santo si hubiera podido trincarlo como se atrapa a una paloma a la que le das migas de pan para luego endiñarle con un palo. Un entendimiento precoz, madurado anticipadamente no como una forma de curiosidad preadolescente sino como un modo de oposición a la locura impulsó a mi ánimo a tender torpes celadas sobre la probidad del que tenía mi misma sangre. Le decía que él no era Jesús Cristo sino “la voz que clama en el desierto”. Que el Nazareno hijo de María y de la casa de David era yo. En fin, me inventé muchas patrañas para engañar a mi hermano, para que me hiciera caso y no hiciera tantas locuras pero él no picaba. Lo peor de aquella asunción que había hecho mi hermano de la personalidad del Hijo del Hombre era su peculiar identificación con la naturaleza del Jesús más iracundo de la historia evangélica, del terrible rabí que expulsó a cambistas y mercachifles del atrio del Templo a palo limpio. Ciertamente, aquel año, mi hermano estaba peor que nunca; el año de las nieves, y además no se tomaba el Modecate ni el Artovinom. Aquella noche, la noche que siguió a la mañana en que la nieve cuajó, la misma noche en que, por la tarde, mi hermano por poco se embucha a mi padre, esa mismísima Noche Buena mi hermano entró en la iglesia en mitad de la misa del gallo y armó el belén. -Fariseos, hipócritas. Yo soy Dios, yo soy más importante que la misma hostia, y en verdad en verdad os digo que no habrá perdón para el impío ni piedad para el réprobo. –gritaba mi hermano además de otras admoniciones apenas inteligibles subido en el altar mayor.
Esa noche yo no estaba pero más tarde me lo contaron. Me dijeron que los parroquianos en masa quedaron atónitos y el cura ni pestañeaba. Paralizados todos por lo impensable: la ruptura de la liturgia, de lo que da sentido a lo cotidiano. Me contaron que transcurriría un tiempo difícil de mesurar desde que mi hermano terminó su sermón hasta que algún beato hizo tonar su voz. -Blasfemia, sacrilegio. Me dijeron que pasó otro tiempo indeterminado hasta que los prohombres de la comunidad actuaron al recocer no compasión en sus miradas sino una especie de ira concertada. Que salieron disparados de sus sitiales en busca de aquel capullo sacrílego. Necesitaban una señal que los impeliera hacia su deber, una contraseña para echar a aquel loco del demonio del templo y de paso darle una tunda de palos. A mi hermano se lo llevaron los civiles y aquella noche durmió en el calabozo del cuartelillo. Luego vino la cuestión legal, un proceso muy comentado en todo el pueblo. Qué sería de los pueblos pequeños si no fuese por los locos, las putas, los maricones y los futbolistas. -La culpa de todo la tienen los hippies. No sé cómo pasó pero estoy seguro de que mi padre se dio buena maña para hacer que los cargos y la furia de aquel día se atenuaran o para conseguir que los testimoniantes no quisieran coincidir en el rigor de su memoria. Pasaron varios meses, sería por mayo porque recuerdo que había pollitos de golondrinas destripados por las aceras. Pollitos sin plumas y sin suerte a los que el azar había acortado obscenamente su existencia, el azar o un hermano más gordo y cebado que los había precipitado hacia el duro cemento para dejar en los niños un neutral regusto de asombro y en los adultos una compasión aprendida. Pobres pollitos de golondrina despachurrados sobre el suelo, seguro que están ya en limbo de los pajarillos ajenos a su propia existencia. Porque según dicen, una golondrina valiente arrancó una espinita a la corona de pinchos de nuestro Señor y este, agradecido, reservó un lugar a su derecha a esta especie de pájaros para cuando llegue el final de los tiempos. Que suerte tienen los pollitos de golondrina que se precipitan al vacío y que poco tardan las hormigas en comérselos. Como decía, por mayo sería cuando recibimos aquella carta certificada con el membrete del ministerio de justicia, mi padre leyó casi sin tono y todo eco el contenido de aquel sobre tan inoportuno (estábamos comiendo) como esperado, cuando estaba llegando al final de aquel fárrago lleno de legalismos la voz se le quebró en mil pedazos: - ABSUELTO POR FALTA DE PRUEBAS. Y toda la estancia se llenó de un júbilo y una excitación parecida a la que sentíamos cuando los concursantes del UN, DOS, TRES ganaban el coche, todo era algarabía y regocijo en el comedor y mi hermano sonreía con mirada distante, no por empatía familiar, sino porque sabía, a fe cierta, que la justicia no tenía pruebas para determinar si él era Dios o no. Yo aproveché la confusión del momento para pasar trocitos de zanahoria al plato de la menor de mis hermanas, ella protestaba y se quejaba amargamente pero ya nadie le hacía caso.
IV UN AUTOBÚS CARGADO DE FRÍO
No sé si los fantasmas tienen alma. Cuando era de carne me preguntaba si los hombres tenían alma y ahora que soy un fantasma sigo con el mismo temor. No sé si todos estos pobres diablos que van conmigo en el autobús son espectros, o personas de carne y hueso que pesan sobre la tierra y comen pan. Yo siempre me siento en la última fila de asientos. Aunque me mareo, lo prefiero así; porque los fantasmas nos alimentamos con la mirada. Nos apoyamos en cada objeto, en cada persona para que nos devuelva una referencia continua, y puesto que no tenemos masa alguna, poder sentir que existimos como una prolongación de lo que nos rodea. Conozco a la mitad del pasaje, los conocí en vida. Eran los días de pico y rosas. En el principio vinieron los hippies de los madriles, venían a quitarse del caballo, traían en sus alforjas caramelos de opio para hacer el trance más llevadero. Luego fue la plata, que te hacía vomitar hasta que al cabo te acostumbrabas. Y al final los chutes, para inocularte el soma de la paz eterna en pocos minutos y que terminaban por comerte las venas, por destrozarte el brazo como si se tratara de un enjambre de tábanos furiosos. Todos los días el mismo recorrido. Baja la Alsina de la sierra y recoge a los cuatro “desgraciaos” de siempre (bien contados son más); se juntan cazurros y madriles y hablan de sus cosas entre los viejos que van al médico y los turistas con poco dinero. Luego, al pasar por el pueblo, el autobús se llena de yonquis. Todos se conocen, hablan poco, tienen frío. Se diría que es un camión frigorífico el que los lleva rumbo a la costa, rumbo al mar “que es el morir”. Prefieren bajar a Motril porque dicen que en el pueblo venden estricnina sin cortar. Y lo hacen todos los días porque saben que si compran más de la cuenta se lo van a pulir igual. Me pregunto qué habrá sido de los que ya no están, de los que devoró “el bicho” o se pasaron de la raya. ¿Serán fantasmas como yo? ¿O estarán en algún círculo del infierno, mendigando para un buco? Al llegar a Motril todos se pierden y yo me voy con alguno, con el que tenga mejor pinta, el que tenga pasta de verdad. No quiero sobresaltos ni regateos, ni malos rollos. Y cuando tiene lo suyo, me meto dentro de él para compartir el éxtasis, el placer supremo reducido a la porción de un gramo. Porque un yonqui sigue siendo yonqui aún después de muerto. De vuelta a casa, todos contentos. Se podría decir que la gente está a gusto. Aunque para ellos, para nosotros, la felicidad quede acotada por “un límite de agujas”. Entre todo el yonquerío hay un sentimiento parecido a la conformidad intravenosa. Los viejos que fueron al médico también están conformes. Muestran, con exultante resignación, una escayola en el brazo o un volante para el urólogo. El autobús se adapta a las curvas sin la irritación somnolienta de las primeras horas del día. Muchas tardes hay una pareja de la guardia civil que espera en la parada para prender a algún incauto, así se ahorran el tener que ir a buscarlo. Ayer mismo dieron un palo en la Rural y creo que sé quien se va comer el marrón. Al llegar al pueblo, efectivamente, están los picoletos. De pie, con un poso de incontinencia marcial, esperando a alguien. Todos salen. –Su documentación por favor.... Acompáñenos al cuartelillo. –¿ Yo? Pero si soy un fantasma. –Eso es lo que tú te crees, que eres un fantasma.
V EL OM
Esta maĂąana me levanto distinto. Un zumbido me acompaĂąa al incorporarme, como si un enjambre de abejas anidara en mi cerebro. Necesito deshacerme de este molesto ruido. Pienso en otra cosa, me muevo continuamente pero el zumbido persiste. Acaso sea la secuela de una noche de sĂłrdido desenfreno. Hay mucho silencio en mi casa, no se oye otro sonido aparte del que lentamente va incubando esta larva, este nuevo insecto que se ha alojado en mi cabeza. Ideas descabelladas me asaltan.
Pienso que quizás sea el OM, esa suprema nota que los budistas entienden como la concreción de lo perfecto transferido al mundo auditivo. El OM del nirvana, el que se afanan en modular en su ser los espíritus más levitantes de oriente. También pienso que el ruido estaba antes que yo, y que si existo es porque soy un apéndice, una costilla de ese OM . El OM suena como en una tinaja vacía; la tinaja es mi cabeza. Por eso he salido a la calle, para llenarla con otros fluidos, parar confundir este monótono som que amenaza con tomarme por entero. Las estridencias de la ciudad me parecen música celestial. El ronroneo de los motores, la altisonancia de los cláxones, el discordante griterío en el mercado. Acaso jamás haya reparado en la perfecta conjunción de ruidos que el mundo nos oferta para olvidarnos del maldito OM, para olvidarnos de que existimos. He ido al médico. Le he explicado lo del OM y me ha dicho que me tome unas pastillas y que vuelva dentro de una semana. ¿Dónde estaré dentro de una semana? Sería más fácil desprenderme de mi sombra que del jodido OM. En mi desesperaciom, pienso en arrojarme por el balcom; pero me da miedo cambiar el OM por el ¡plaf! Sobre todo cuando acepto la peregrina idea de que pueda haber un plano perfecto donde vayan las almas piadosas tras el trance de la muerte. Y que ese supremo estado de gracia sea algo parecido al OM. Ha venido María, hacía mucho tiempo que no estaba con ella. No le he dicho nada. Hicimos el amor. Por fin ha cesado la omnipresencia del OM. No he debido alarmarme tanto. Al despertar, María me ha dicho que le zumbaban los oídos, que un ruido interno la estaba molestando.
VI LA CORDILLERA SOÑADA
Él creía más en los sueños que en la realidad, que en el mundo despierto, porque tenía la convicción intuida de que el hombre vigilante, despierto, desaparece cuando muere; pero sus sueños permanecen gracias a su falta de sustancia. Lo que no existe negará su existencia hasta el final de los tiempos. Él era rico y no tenía necesidad de soñar despierto, por eso daba tanta importancia a los sueños. Como era rico, sus sueños se repetían como un reflejo de la vida de rico despierto. Porque un rico, – sobre todo si su abundancia se funda en un golpe de azar– al principio hace muchas cosas: viaja, tontea con el glamour y los paraísos artificiales, compra casas y compra autos como albarán para justificar que antes no era feliz. Pero tarde o temprano se cansa y se resigna a la condición de hombre rico insatisfecho, sin escapatoria. Entonces se refugia en la recurrencia de sus hábitos, de hábitos caros (claro) y por eso los sueños de los hombres ricos se repiten tanto.
Como él creía más en los sueños que en la realidad decidió estudiar el tema y concluyó aseverando que sobre los sueños no se puede teorizar. Aunque en algunos casos esté comprobado que pueden ser premonitorios. Él mismo era prueba de ello: él y los seis números con los soñó. Disfrutaba con todos los sueños, incluso con las pesadillas. Cuando una misma pesadilla redundaba en exceso, la llamaba pesadilla que se muerde la cola. Pero sobre todo se solazaba cuando soñaba con paisajes, con ríos y montañas. Comenzó a soñar con una misma y espléndida cordillera que se recortaba sobre el azul del sueño de forma mágica y poderosa. Picos jóvenes calibrando en su sky line una nueva forma de cifrar la proporción, el sosiego. El sueño de esa cordillera diáfana proyectándose sobre papel de celofán se repetía tanto que llegó a obsesionarse. Entonces se propuso dar significado a esa contingencia, a esa imagen y columbró que la cordillera de sus sueños existía en alguna parte. Como era rico, no le supuso mucho esfuerzo emprender la búsqueda. Volvió a viajar, esta vez con un fin expreso (no como antes); buscar el antídoto para los excesos pasados y la cura para la vacuidad de un devenir predecible. Viajó por todo el mundo, se bajó de las guías turísticas y de los tour-operadores para intentar hallar su ansiado paraje montañoso. Al contrario que antes –cuando viajaba por gusto–, cuantificaba los paisajes no por su belleza sino por su fuerza para abocar a un hombre hacia sí mismo. Sabía que su cordillera era una formación joven por lo abrupto de su sesgo, por lo tajante de sus ángulos. Buscó en Los Alpes, en Los Pirineos. Anduvo cientos de kilómetros por El Himalaya rebuscando las quebradas de sus sueños. Tenía la firme convicción de arraigar su vida en ese lugar donde la realidad y los sueños pudieran coincidir, como coinciden las líneas calcadas en papel de arroz sobre su original; el proyecto de un arquitecto quizás. El Cáucaso, Los Andes, Las Montañas Rocosas ... Cuando ya el ánimo comenzó a ceder por falta de resultados y se iba convenciendo de que en la tierra no quedaban sitios tan insólitos... ocurrió lo de Perú. Un asunto turbio que culminó en masacre de guerrilleros y campesinos. Pudo ver en los noticiarios que al fondo de los cuerpos acribillados había un paisaje muy parecido al suyo. Volvió a Los Andes, a Perú, compró las credenciales de un periodista y se plantó en el foco de la noticia. Allí notó que el pecho se le henchía como si inspirara un gas más noble que el aire. Detectó que al fin podía ser feliz porque ni siquiera sintió rabia al ver tantos muertos, tantos agujeros en la nuca en aquella aldeúcha miserable. Desde allí no podía aún divisar el croquis exacto de su sueño pero sabía que tan sólo era cuestión de perspectiva, de patear los valles hasta el punto exacto donde no hiciera falta escorzar el ansia para que casase con la mirada. Pero la perspectiva ansiada, fugaba por lo visto en un punto imposible y no pudo ser hallada. Nada que hacer..., se acercaba pero no era. Se quedó con los guerrilleros para compartir su pan y esparcir sus balas. Tanto empeño puso en esta empresa tan poco gráfica que llegó a liderar una importante facción de la guerrilla. Lo tildaron de santo y también de sanguinario. Se hizo famoso no sólo en el Perú. Pero otro truco del poder lo concertó hasta un lugar neutral para pactar una tregua honrosa. Una bala ya recalentada se escapó, y su pecho estalló como una granada madura que se estruja por aburrimiento. El gallerío de insignias y de estrellas se asustó, temieron a la repercusión de la noticia. Él fue evacuado con urgencia por un helicóptero militar –todavía vivía– hasta el mejor hospital de la capital. Los cirujanos se esforzaron como nunca para restañar ese pecho desgranado. Era agosto y no había noticias importantes para alimentar a un hemisferio norte voraz. Así que la prensa de occidente estimó que esta felonía al estilo de la muerte de Zapata podría cuadrar en los noticiarios para no tener que ceder tanto espacio a la información deportiva o al hombre del tiempo. Él se murió. La pantalla del aparato que dibujaba sus constantes electro-encefálicas dibujó una
extraña gráfica, un abrupto paisaje de límites orogénicos que subían y bajaban, con vértices semejantes a los de una cordillera soñada. Los médicos no quisieron darlo por muerto hasta que empezó a oler, porque persistía en el monitor un engrama de obstinada asimetría que no era plano como el de los demás muertos.
VII EL TURISTA IMAGINARIO
En algún sitio leí que la gente viaja para encontrarse consigo misma. Para reconocer en el exterior los paisajes y la luz que la infancia bosquejó de forma interna. Yo nunca supe lo que quería, y el no saber lo que se quiere es no saber lo que se es. Además padecía un despiste monumental. Me recuerdo de joven yendo a la facultad en bici y volviendo a casa andando por puro olvido. Estaba claro: un hombre que no sabe que tiene una bicicleta es un hombre al que le sobra el tiempo, y si a un hombre le sobra el tiempo es porque no sabe ni quién es. No conozco a nadie a quien el tiempo apremie que no esté bien anclado sobre los cuatro puntos cardinales. Así que por lo de la bicicleta y por otras cosillas decidí hacer un viaje a Cuba para encontrarme conmigo mismo. Todo lo que nos rodea, por el simple hecho de que nos rodea, nos quiere herir. Sin yo saberlo, estaba buscando que el calor del trópico lijara los incisivos de la realidad circundante, que la ablandara como a los relojes de Dalí. Me faltó tiempo para dejar mis cosas en el hotel y salir a callejear por La Habana. El Malecón, la calle Obispo, la casa de Lezama Lima en el Paseo del Prado. Me urgía encontrarme cuanto antes. Pasé días rastreando entre el declive de una ciudad que se desmorona algún indicio que me llevara hasta mí mismo. Faltaba ya poco para mi regreso y decidí relajar la búsqueda para disfrutar del momento. Me recuerdo la última jornada rebotando por tabernas donde sólo se pagaba con dólares. Borracho. A media noche el calor aún sofocaba. Entré en una bodega, Café París se llamaba. Me senté y pedí un mojito. Miré hacia mi izquierda y allí estaba yo, sentado también y rodeado por cuatro chicas de tez clara. Intenté oír lo que decía pero apenas pillaba palabra. Ese acento tan mascón que tienen los
habitantes de La Habana Vieja escasamente me dejaba comprender la intención de cada frase. No pude resistirlo más y me acerqué a su mesa para comprobar si en verdad era yo. Y sí que lo era. Éramos idénticos. Como yo, tenía dos lunares, uno en la frente y otro en la nariz que no eran de nacimiento sino causados por el acné mal curado. En todo, su imagen era la que yo representaba cuando quería hacerme una idea de mí mismo. La misma calva, la misma mirada, quizás la suya algo más pícara y brillante. Sólo nos diferenciaban, y mucho, nuestras ropas. Él usaba ropa ajustada, sin duda para exponer los atributos que más pronuncian la virilidad de un hombre, dejaba ver el vello de su pecho en el que relucía también una gruesa cadena de oro. Me incliné y toqué su hombro para certificar el final de mi búsqueda. –Te estaba esperando, guanajo –me dijo sin mirarme a la cara–. Siéntate. Me senté y enseguida fui presentado a las señoritas que lo acompañaban. Eran todas de Alicante, funcionarias creo. Dijo que era su hermano gemelo y pude participar del jolgorio aunque sin el éxito de mi otro yo. Me dejaba llevar. Él besaba, con una cadencia estudiada, a cada una de las chicas que lo flanqueaban. Bebimos ron y más ron, y en ese transcurso fui tomando confianza. Tenía incluso cogida por la cintura a la chica que estaba a mi lado. Seguimos bebiendo. Él era el rey de la fiesta y yo pagaba. Sin importarle la presencia de las chicas, me dijo, de repente, que yo no existía. Que Occidente no existía. –Sólo existe su dinero... Me reveló que los setenta dólares con los que yo blanqueaba mi conciencia al apadrinar mensualmente a niños del tercer mundo iban a parar a su saco. Que con ese dinero él podía entrar en los sitios de los “ yumas” (de los turistas) y vacilarse a una o dos “jevitas” cada día. –Imposible, tengo fotos y cartas de mis niños. –Olvídate de eso, chico –me dijo–, es inútil que lo entiendas. Tú no existes, ya te dije antes que sólo tu dinero existe. Nos levantamos, agarró a sus dos chavalas por la cintura y traspuso hasta la puerta sin despedirse, dándome la espalda. Yo me quedé allí sin saber qué hacer. Antes de salir, giró la cabeza y me dijo. –¡Hey, hermano! No te olvides de tus ahijados, necesitan lápices y cuadernos. Me guiñó un ojo y se fue, bajando con habilidad simétrica sus manos hasta las nalgas de sus acompañantes. Quedé aturdido, pero la impresión no fue suficiente para templar el calentón que aquella situación me había provocado. Así que me fui al Malecón a buscar una chica. Intentaba remedar algunas de las poses de “guapo” que había observado en Alterio (no se llamaba Tomás como yo). No hizo falta, se veía a la legua que yo era un gallego que tenía dinero. Pero no pude. Me parecía obsceno fingir una relación casual. Era injusto que ella aparentara afecto durante toda una noche por el precio que en Europa se te hace estimar el valor de media hora. No podía. Definitivamente, prefería las putas de España. El desparpajo sin ambages de quien desempeña un oficio. Prefería la mentira directa y el roce grosero al rodeo en torno al mercadeo carnal que muchos cubanos han construido para no decir que viven en un país de chulos y de putas. Para que no haya cornudos. Ya de regreso, en el avión, se empezó a oír como un enemigo rumor que presagiaba una catástrofe. El aparato se estrelló en mitad del Atlántico. A la ida, íbamos todos cargados con el maletín de la Señorita Pepis y de regreso traíamos Cohíbas falsos. La palmamos todos y los Cohíbas se quedaron flotando en el mar. Al principio a mí me dio mucha pena, porque ahora, mi verdadero yo quedaría desasistido. Pero luego cambié de opinión. Que se joda: no me invitó siquiera a una copa.
VIII EL EXTRAÑO CASO DEL FUNCIONARIO CONTENTO
Quizás todo arranque desde mi adolescencia, cuando por despecho y no por convicción me fui a las Alpujarras a vivir en una comuna de hippies, para poder comprobar si la economía de subsistencia era la única alternativa al malestar que provoca el exceso de expectativas en la gente que ya tiene un camino marcado. Quizás todo arranque de aquel día, entre los pliegues de la tierra, de aquella tarde casi perfecta apoderándose del azul del cielo como un bello presagio del fin del mundo. Aquel crepúsculo en que aupados por nuestro ego todos bebimos de la marmita de Obélix, aderezada con hojas y semillas de estramonio para ser por siempre invencibles. Más tarde, un amigo médico que también fue hippie, me comentó que cuando uno toma datura estramonio, el proceso posterior que algunas veces la mente puede incubar es muy similar a un aborto mal hecho. Al legrado que hacían (y todavía harán) brujas con cuchara y mantequeros con el pulso colapsado por el alcohol sobre la matriz de una niña preñada y pobre. La técnica consiste en ir raspando el feto hasta que no queda nada. Así me decía el médico que podían ser los efectos de la datura a modo de silogismo con el funcionamiento de la mente humana. Y aunque mi amigo sea un médico de los buenos, de los de vademécum, yo sé que se equivoca. Ocurre al contrario. Es el feto el que escarba desde dentro con sus uñitas y al final se queda solo. Tú desapareces y él queda con su gran cabezón flotando en el éter. A lo que mi amigo denomina los estragos psíquicos de la Datura Estramonium yo lo llamo “la más feroz de las soledades”. Un cerco tan acérrimo sobre la piel que impide a los poros buscar el aire y a los sentidos apoyarse sobre la cotidianidad. Ha pasado mucho tiempo desde aquella tarde casi perfecta. Hasta hace poco yo llevaba una vida comedida y hasta patriarcal. Pocas veces tentada por “ el malo que no duerme”. Después de todo este tiempo, como digo, afincado en la devoción a la sonrisa de una mujer y sobre todo en el amor a mis dos hijas, resulta que nada es lo que parece. La primera vez que me ocurrió fue hace ya casi dos años: acababa de ducharme y me estaba vistiendo para ir al trabajo. A la media hora estaba en el mercado sin saber cómo había llegado hasta allí ni por qué. Al parecer, una extraña fuerza, un potente grumo de compulsiones me había arrastrado hasta aquel lugar para que descargara como un príapo desvergonzado toda la carga viscosa de mi sinamor sobre el carrito de la compra de una madonna. Ese día comenzó mi calvario. Más bien mi vía crucis. El juez estuvo a punto de enchironarme además de por guarro, por escándalo público, conducta obscena, exhibicionismo alevoso, delito contra la salud pública y contumaz resistencia a la autoridad. En mi descargo diré que no recuerdo nada de lo sucedido. Escenas parecidas aunque no tan públicas se fueron sucediendo con la insolencia y el frío de lo imprevisto. Algunas veces me ocurría en el trabajo : en la Delegación. Situaciones aberrantes que mis subordinados pudieron solapar durante algún tiempo y mis jefes sevillanos prefirieron soslayar. No en vano, yo era uno de los barandas del cuerpo A que con más denuedo ejercía la función
pública para la Junta de Andalucía. Esto es: un especialista en dar coba mandase quien mandase y cayese quien cayese. ¿Qué diablos me pasaba? ¿Por qué todo se desbocaba por el plano más hormonal de mi personalidad? ¿Por qué un día acompañaba a mi mujer en la ofrenda floral de la Virgen de las Angustias y al otro amanecía en el lupanar más sórdido de las afueras? Ocurrió todo tan de repente, dinamitado quizás por un mal sueño, por un resorte escondido que me embalaba hacia el señorío de los sentidos, hacia la maquinaria de lo tremendo. Con ayuda de psiquiatras, psicólogos, sofrólogos, videntes y hasta de un curtido curandero, pude descubrir que no era yo el que se masturbaba públicamente, que no eran mis manos las que sin permiso tentaban tetas y culos con el ansia de un seminarista sin vocación, que no era mi boca la que conminaba al gentío para que le chupara la polla. Como he dicho, no era consciente de mis actos y todo esto fue certificado por los doctores que me atendieron ante el juez. En contra tuve que soportar los cargos de un exhaustivo peritaje sobre mi conciencia. Mis compañeros achacaron este desarreglo conductual a que follaba poco; decían que el requesón, la leche al cuajar, me embotaba el cerebro. Tetas, culos, culos, tetas; orbitando a mi alrededor como planetas descarados. Sólo tenía que transgredir las leyes de la gravedad. Leyes quizás más inmutables para el pudor humano que para el concierto de los astros. Yo rompía esas leyes desbaratando sin proponérmelo los principios de la física. Un día, mientras bañaba a mi hija pequeña, me volvió a ocurrir. Estuve tentado de tocarla de forma distinta, de forma sucia. Pero “el bueno”, que a veces está atento, me lo impidió. Por un extraño instinto, que juzgaría propio de todo padre o madre, dejé la esponja para enfrentarme al espejo y vi que no era yo el que allí se reflejaba. Volví a la bañera y al ver como el agua se colaba por el desagüe lo comprendí todo: Era ese jodido remolino que se formaba en la bañera al desaguarse por la cañería el que me había hipnotizado. Era esa fuerza concéntrica la que raptaba mi cordura hasta el cono opuesto de lo posible. Entonces lo entendí todo. Por eso ocurrió primero sobre el plato de la ducha mientras me aseaba para ir al trabajo. Y luego en todas partes: en el fregadero de la cocina, en los lavabos de la Delegación, en cualquier sitio donde la gravedad obligara a los líquidos a tomar la forma de un aspa concéntrica. En definitiva, todo aquello me produjo una auténtica enajenación centrípeta que me ha hecho perder muchas cosas, entre otras, mi trabajo. Dentro de poco salgo para Australia. Me voy a esquilar ovejas. Allí el remolino que forman los fluidos cuando se vacía un recipiente es contrario a las agujas del reloj, contrario a lo que ocurre en el hemisferio norte. Me voy a Australia para desandar lo andado, para enmendar como si fuera en contra del tiempo los estragos de la más tonta e inaudita de las abducciones. Sólo espero, que al tomar el camino de la regresión, no me encuentre con el cabezón de un feto flotando en el éter.
IX DELIRIUM TREMENS
Parece que el hombre tenía serios problemas con la bebida. No dormía bien y ya apenas trabajaba. Subsistía la mayor parte del tiempo con su paga no contributiva. El hombre se levantaba temprano cuando los bichos de la pared no lo obligaban a aguantar bajo las sábanas hasta el medio día. Delirium tremens, decían. Después de todo el hombre se aseaba en la medida justa en que el desahucio cede ante el decoro. Se aseaba y salía a la calle temprano (si los bichos lo dejaban), para buscarse la vida. Alguna chapuza, algún mandado que sus empleadores ocasionales remuneraban como si fuera más una limosna que una soldada, con la misma geta compasiva del que busca ganarse el cielo ahorrando en la tierra. El hombre no tenía mujer ni hermanos pero no se sentía solo, quizás porque no reconocía en la condición de los demás un estado muy diferente del suyo. No jugaba al dominó ni veía el Real Madrid – Barça en los bares, aunque iba el día después a la parroquia de los perdedores para chinchar. Por eso era poco querido, porque era un ser sin patria que podía cambiar de bufanda muy fácilmente y además era un borracho. El hombre afirmaba que no era un borracho, que sólo bebía dos o tres cervezas al día. Pero sus vecinos no lo creían. Sobre todo porque muchas noches, ya entrada la madrugada, oían sus gritos desesperados para rogar al animalario artrópodo que se había congregado en la pared de su cuarto que no se abalanzara sobre él. El hombre se murió y como la muerte es siempre una extraña circunstancia fue llevado al hospital universitario para que se estudiara su caso, para que sirviera de paradigma a otros casos similares. Los estudiantes y el propio profesor quedaron asombrados de que el hombre tuviera un hígado intachable, como el de un niño de diez años. Pensaron que ya no serviría de paradigma. No podían, augurando en su hígado, engordar la estadística de la dipsomanía. De modo que el hombre se murió y su casera entró en su casa pensando ya en el próximo inquilino. Quedó perpleja y tomada por el pánico, quizás por el asco, cuando comprobó que las paredes del dormitorio estaban repletas de bichos como un relieve en movimiento. Cucarachas, arañas, ciempiés... Pensó enseguida que el hombre no era un borracho sino un guarro. Pero no se sabe con certeza, porque hay quien dice que el hombre sí era un borracho, que tenía continuos ataques de delirium tremens. Que el hombre se fue y se quedaron sus bichos.
X 3001
Iba a llegar tarde a la cena con su mujer. Era su aniversario y éste sería el enésimo desplante si no llegaba a tiempo. Así que apuró toda la potencia del motor de su coche para justificar su amor convirtiéndolo en puntualidad. Un auto le surgió de improviso tras el carril de incorporación a la autovía. Él ni lo vio, no tuvo tiempo de frenar. Dio un volantazo brusco y el coche comenzó a dar vueltas de campana hasta quedar hecho un amasijo. Nadie pensó que aún podía quedar vida dentro de aquella masa informe de chatarra pero cuando lo sacaron su corazón aún latía. No supo si estaba vivo o muerto hasta mucho después de volver del coma. No podía moverse: tetraplejia; y lo tremendo del shock le había mermado casi todas sus funciones sensoriales. No podía ver, hablar ni oír. Al principio pensó que estaba en uno de los estancos de la muerte, en una especie de purgatorio antónimo donde las almas vuelven al nivel más ínfimo de lo orgánico para después pasar a la nada. Cuando por fin se dio cuenta de su situación el pánico lo embargó y no deseó sino morirse de verdad. Lo intentó con todas sus fuerzas pero fue inútil. Necesitaba ayuda. No tuvo más remedio que refugiarse en la potencia inversa de su pasado, en sus recuerdos, para seguir viviendo. Cuando se le gastaron los recuerdos de tanto recurrir en ellos, pensó que le esperaba la miseria más absoluta. Pero no fue así. Entonces jugó a ser Dios. Pensó que el primitivo Dios, el Caos primigenio debió de sentirse como un tetrapléjico ciego, sordo y mudo, sin capacidad de prolongarse más allá de los bordes de sí mismo, más allá de la pura existencia. Así imaginó que recreaba la creación : “En primer lugar existió, realmente el Caos. Luego Gea de ancho pecho, sede siempre firme de todos los Inmortales que ocupan la cima del nevado Olimpo...”. Pudo vertebrar en su mente todas las cosmogonías posibles para crear una nueva. Después de reinventar el género humano descansó porque estaba agotado. Con inusitado asombro comprobó que los hombres podían funcionar por sí solos, al margen de la voluntad de su mente, como un sueño que uno no puede controlar. Pensó que así, la cosa tendría más emoción y sería más económico. Él sólo tendría que gastar su energía para sostener el mundo. Comprobó absorto cómo la humanidad virtual que él había engendrado avanzaba en la historia con el mismo sesgo vacilante de la humanidad real. Desviaba su atención hacia otro rincón del cosmos y cuando retomaba su interés por las industrias de los hombres, éstos ya habían dado una zancada en el vector de su devenir o habían conseguido algún importante logro. Pero él ya tenía ideado un plan para estar siempre avisado en los momentos puntuales en que sus hijos sumaran un grado al ángulo del espíritu o un diente a la rueda de la técnica. Apostó centinelas camuflados entre las moléculas de los tres reinos. Esparció partes de sí mismo entre los campos de amapolas y en las vastas extensiones donde el centeno crece. Dejó una verdad a medias en el jugo de la uva al fermentar y en los alcoholes destilados... Y así otorgó a muchas de las sustancias que el reino vegetal contiene la facultad de poner en comunión a los hombres con su creador. Para los ateos, para los sacrílegos, reservó la peor de las desventuras: la adicción. Sabría cuánto avanzaba la ciencia de los humanos por su capacidad para extraer los principios activos a las cosas sencillas y por su pericia para reducir y luego sintetizar poderosos transmisores hacia lo unívoco, hacia él mismo. Esos transmisores desataban tal cantidad de energía al ser asimilados en el cuerpo de un mortal, que le hacían a él incorporarse al mundo de su ilusión. Como si un haz de luz lo alumbrara desde dentro para advertirle de algo. Cuando ya tenía constancia de que estaban muy cerca de la verdad absoluta, de que sólo eran una ficción, una mano amiga, quizá su mujer, lo apartó de los caminos de esta tierra y todo el orbe sucumbió en el artificio implacable de la disolución.
XI INTERINO
Estaba muy cansado cuando llegué a casa de mi madre. Mi madre estaba de morros con mis dos hermanos, con Mari Carmen y Antonio, porque le habían confirmado que iban a votar a los comunistas en las elecciones municipales. Se había negado a preparar la comida y amenazaba a mis hermanos con botarlos de la casa si persistían en su decisión de votar a Izquierda Unida. Yo apenas atendía a las razones de su enfado porque estaba muy cansado. Tenía que conducir ciento ochenta kilómetros para ir y volver de mi trabajo. Interino en un instituto y era primavera, cuando los niños están todos zumbados. El exceso de hormonas los tiene confundidos, sobre todo porque las hormonas los impelen hacia ámbitos nuevos y a veces crueles, y ese no saber reconocerse puede
convertir un instituto en un auténtico frenopático. Con tanta furibundia orgánica los niños no saben contra quién arremeter y se avienen para hacernos la puñeta a nosotros, los profesores. –Con su edad, nosotros no éramos tan capullos –comenta algún claustral como dogma recurrente para justificar quizá su falta de vocación. Pero sabemos que no es así, porque con su edad, nosotros teníamos las mismas hormonas pero menos descaro, más falta de sinceridad, y nos atenazaba más la rémora del miedo. La falta de sinceridad y el miedo es el principal contrafuerte del deseo de revancha. Por eso nos hicimos profesores, porque ya de mozuelos albergábamos un deseo de desquite contra esa adolescencia no vivida plenamente, una nueva oportunidad, esta vez desde lo alto de una tarima. Interino en un pueblo en el quinto coño, en un instituto pequeño e infradotado. Si eres interino debes asumir que puedes verte obligado a impartir cualquier asignatura aunque no tenga nada que ver con tu especialidad. Te cuadran el horario con las horas que no pueden o no quieren cubrir los funcionarios de carrera. En un mismo año puede que impartas educación física, tecnología e informática y al siguiente, educación física, plástica y visual e iniciación profesional. Yo siempre he preferido que, puestos a completar mi jornada lectiva, me asignaran la materia de cultura religiosa, porque en el marco de la enseñanza estatal y laica, esta asignatura puede dar mucho de sí, y además, uno puede apoyarse en unas cuantas nobles verdades para convencer al alumnado de que podría ser que todos fuéramos eternos. Cuando se lleva diez o doce años de interino, dando todo tipo de materias, se puede tener la convicción de que somos de otro tiempo, los interinos. Hombres y mujeres del Renacimiento que han conseguido abarcar –por vía de la obligación– muchas de las represas del conocimiento. Y más que sentir que se pertenece a la última y peor pagada de las castas del funcionariado de clase A, uno puede consolarse por su similitud con los hombres egregios del pasado, con Leonardo da Vinci o Galileo por ejemplo. En un programa televisivo de cultura general un interino arrasaría sin duda, pero los interinos no concurren en esos programas porque les da vergüenza desvelar que son interinos. Ese día estaba muy cansado cuando llegué a mi casa, a casa de mi madre; y mi madre se había negado a preparar el almuerzo. Muchos días comía en casa de mi madre porque no soporto comer solo; es menos llevadero incluso que dormir solo. Mi madre hablaba de los rojos, de recuerdos que relataba con una precisión daguerrotípica, como si se tratara de un aparato de fotografiar arcaico donde la intensidad del flash tuviera una relación directa con la huella que luego se plasma sobre una plancha de plata. Un hombre, fusil en ristre, apuntando a mi abuela. “Un pan, camarada”. Mi madre, niña, tiembla; quizás solloza asida con pánico a la falda de mi abuela. Mi abuela trata de disuadir al miliciano de que baje el arma, de que es innecesaria una actitud tan aterrante para conseguir su propósito: un pan. Mi abuela era tendera. “Un pan, camarada”. El hombre no angula el fusil hacia el suelo. Mi madre llora. Mi abuela no puede permitírselo. –De modo que os vais todos de mi casa si os empeñáis en votar a los comunistas. Me hago un huevo frito y un bistec y luego me echo un rato. Cuando despierto mi madre está hablando con mi tía por teléfono, le cuenta que hoy no ha hecho de comer porque está enfadada con todos, entonces alza su voz y se dirige a nosotros para preguntarnos el motivo de su enfado. No lo recuerda. Un escalofrío recorre mi cuerpo. –Porque somos rojos, mamá –aclara mi hermano. Mi madre empieza a no recordar los sucesos más recientes, sobre todo si están contaminados por
la emoción, porque la emoción deshace los engranajes de la presencia, la mecánica de los hitos cotidianos. A veces nos regaña cuando confunde los sueños con la realidad. Más de un día he sido acusado por mi madre de mearme en el lavabo o he sido recriminado por hechos similares. –Pero mamá, nosotros no somos comunistas. Somos anarquistas. –Y ésos ¿quiénes son? –Son peores que los comunistas –apuntilla mi hermano sin poder evitar reírse. Mi madre ríe también, nos reímos todos. –Pero, ¿son rojos? –Peor que los rojos. –Fuera de mi casa, no quiero rojos en mi casa, son todos unos criminales. Mataron a Don Avelino, el cura. Mi hermano replica. –Porque entonces, la iglesia y los ricos estaban aconchabados contra los pobres. Querían seguir pagando jornales miserables para que a los pobres apenas les llegase para comer y así no tuvieran fuerzas para rechistar, sólo las justas para rezar. –Y mis primos, que los mataron y ellos también eran pobres. –Serían fascistas. –Mis primos no eran de eso. Mis primos del trabajo a la casa, y los mataron. Mi madre ya no nos quiere echar, no cree que los anarquistas sean peores que los comunistas. La tarde declina y la conversación deriva hacia temas fútiles. Aparece mi hermana. Mi madre le dice que ya no está enfadada. En el aire hay un aroma que viene del pasado. Surge de nuevo el tema de los rojos y la guerra y a mi madre la da por cantar: “... Nosotros pequeñitos, mañana creceremos, república queremos ...viva la libertad”. Canta a su modo una canción que aprendió hace más de sesenta años. Urgido por la curiosidad, pregunto a mi madre por su repertorio musical de aquella época, por el cancionero de campaña. Mi madre no me responde, en cambio canta: “Si los curas y los frailes supieran la paliza que les vamos a dar, se metían debajo la cama. Libertad, libertad, libertad...” –Mamá, canta algo de cuando estabas en Acción Católica. Mi madre no recuerda nada, como si sólo la infancia nos protegiera de la mala intención que toda consigna conlleva, y redujera el enunciado revanchista de una forma de pensar en una cándida mañana donde los niños cantaban. Mi madre está ya viejita y sus hijos nos turnamos para cuidarla, para pasar largas temporadas con ella gracias a nuestra condición de solteros. Pero yo sé que es ella la que cuida de nosotros, sé que hace amagos con el olvido para que nos preocupemos, porque sabe que sin ella estaríamos perdidos.
XII Y FOLLAR ERA ESTO...
Cuando era chico pensaba que follar era lo más grande del mundo. Al principio me daba miedo porque desde siempre tuve temor a oscuridad y, en consecuencia, a todo pliegue que se ahondara en la tierra o en la carne abortando en su invaginación la luz del día. Pero esos prejuicios fueron cediendo por el empuje de la tiranía hormonal. Dejaba atrás todos los paraísos de la infancia para asumir el destino de todo hombre, el que le obliga a buscar instintivamente y hasta su muerte, la extinción del desasosiego. Así el deseo me fue calentando las ingles hasta convertirse en una pinza casi inaguantable y, mientras esperaba el supremo momento, se abría en mi imaginación un mundo de volubles delicias, de anticipaciones carnales. Al masturbarme por primera vez sentí como una nueva fuerza, una descarga de iones me polarizaba el espinazo para condensarse de forma brusca en la dicha absoluta sobre un punto concreto de mi anatomía: sobre la punta del capullo. Calculé entonces a cuanto podría elevarse esa dicha cuando por fin follar El aluvión pornográfico de finales de los setenta no hizo sino afirmar en mí la condición de ser incompleto, de hombre-niño por cuajar. Me masturbaba continuamente, primero frotándome contra la almohada. Cuando mi madre descubrió sospechosas manchas sobre el cubre almohadas supe cuán fácil era para una madre rastrear hasta el final de la infancia y el origen de la concupiscencia en un juego de sábanas. Los primeros años ochenta incorporaron al mobiliario de los hogares acomodados la maravilla
del aparato de vídeo. Como mi familia no era lo bastante acomodada, tenía que ir casa de mis primos para ver películas porno cuando mis tíos no estaban. Mis primos ofrecían el aparato y yo era el encargado de agenciar las cintas. Las alquilaba con el dinero que ahorraba al prescindir del bocadillo de los recreos. Por eso soy un hombre de letras, porque aquel año, aquel curso, tenía las matemáticas a última hora. Y a mí no me quedaba energía a última hora por culpa de ayunar en los recreos. ¡Con lo que me gustaban a mí las matemáticas! Y pensar que no soy físico o arquitecto o ingeniero por culpa de un bocadillo de chorizo, por tener casualmente unos tíos acomodados con vídeo. Quedé abrumado y casi horrorizado por el repertorio postural y gutural que aquellas películas me mostraban. Quedé también admirado por la imagen jamás antes representada de una felación. Volvieron entonces los temores a las concavidades, a los misterios que sólo pueden resolver los hombres decididos. Un día, en el instituto, durante el recreo, se me ocurrió pensar que las prácticas carnales que veía con mis primos se nutrían seguramente de la vida cotidiana, de hábitos perfeccionados generación tras generación. Entonces barrunté no sin horror que posiblemente, quizás por algún tiempo, quizás de forma continua, todos nuestros padres y nuestras madres han disfrutado de estos deleites sin necesidad de una guía grafica. A partir de aquel día decidí que el bocadillo de los recreos era primordial en la dieta de un joven estudiante y, gracias a esa decisión, recobré la energía para prestar atención hasta la última hora, hasta la clase de matemáticas, pero ya era demasiado tarde para ser un hombre de ciencia. Cuando entré en la facu todavía era virgen por culpa de mi miedo a la oscuridad, por culpa de las infinitas posibilidades del vacío, eso que podríamos llamar timidez. Pero seguía aguardando con ansia el sagrado momento: la multiplicación del placer más allá de los panes y los peces, más allá de todo dogma. La conocí en Pedro Antonio de Alarcón. Iba con una amiga; yo estaba con Federico. Nos fuimos a su casa. En el cuarto de ella había dos camas y me obligó a dormir en la otra. Al final de la noche fui irremediablemente atraído hasta su cama por su forma de susurrar, por las consignas eróticas de una mujer que parecía estar fingiendo el sueño. Salté sobre su lecho pero ella me repelió hacia la otra cama invocando el nombre de su novio que vivía en Córdoba. La situación se repitió varias veces hasta que al final comprendí las reglas del juego. Tenía que ser más contundente, captar, como ella, que el amor se basaba en la ejercitación morbosa del otro entendido como oponente. Tomé impulso, me trinqué casi de un trago lo que quedaba de la botella de JB y me la follé. Al principio no se me empalmaba del todo pero ella me ayudó a meterla a pesar de que mi polla estaba aún morcillona. Una vez dentro, me empalmé, no sé si por instinto o por deber pero a la postre, ella consiguió lo que quería... o eso creo. Me corrí fuera porque era lo que había aprendido en los vídeos porno, aunque ella insistió mucho en que hiciera lo contrario. Se quedó dormida. Yo no podía conciliar el sueño, seguramente decepcionado porque evaluaba mi pasado inmediato, el recién acto de follar como una cosa neutra. Sobre todo al contrastar ese acto tan esperado, tan deseado, con mi escala pajera y comprobar que apenas podía atribuir a mi primer polvo el mismo gozo de una paja de cuarto orden. Esa que te haces por aburrimiento en un día que estás harto de machacártela y no sabes qué hacer antes de dormir. Cuando no te quedan imágenes para inspirarte y parece que te estás follando el aire. De modo que follar era eso, una paja de cuarto orden. Tantos años potenciando la ilusión para esto, para darse cuenta de que follar es una mierda, una acción carente de lirismo. Toda una adolescencia perdida, llena de minutos y de horas, llena de mangoneos asumidos como burdos por culpa del ansiado momento. Reconozcámoslo: follar es una mierda, una mecánica de empujes, de flujos y reflujos mal aprendidos. Tanto tiempo perdido, tantas Vías Lácteas en mis calzoncillos esperando el gran momento de la consumación, el Big y el Bang simultáneo para, al final, darse cuenta de que la copulación no vale
para acrisolar el universo, de que correrse sobre una concha que tiembla no es suficiente para mantener a Venus sobre su pedestal rodeado por un mar espumas.
XIII EL HOMBRE INVISIBLE
He salido a la calle a tomar unas copillas, me gusta ver la gente pasar mientras estoy sentado en la terraza de un bar. Pasan muchachas espléndidas con tipos no tan espléndidos; yo les miro el culo al pasar y ellas lo intuyen, miran hacia atrás y me sorprenden mientras sus novios no se enteran de nada, los novios nunca se enteran de nada. Sigo bebiendo, pido ron solo con hielo, de siete años a ser posible; empiezo a notar que a nadie le importa lo que yo haga, que poco a poco me voy haciendo invisible. Ya las niñas no se vuelven cuando les miro el culo. Siento que la gente va endureciendo sin motivo su carácter. No sé lo que la gente del bar está tomando pero les sienta muy mal, se ponen cada vez más agresivos conmigo, endurecen sus facciones para decirme que NO. Ellos siguen tomando de esa porquería que paulatinamente los vuelve más serios. Quizás sólo sea el aire que respiramos. Entonces, ciegos de sobriedad, me insultan y me amenazan blandiendo sus puños. –No deberíais tomar más de eso, capullos –les digo mientras enfilo hacia mi casa. Ahora debo de ser del todo invisible, puesto que todo el mundo tropieza conmigo y ni siquiera se excusa. Mi calle es muy estrecha y, casi llegando al portal de mi casa, veo a un borracho haciendo eses que viene hacia mí. Al cruzarme con él, se aparta a un lado para que pueda pasar. –Gracias. –Es que con el tablón que llevo no cabemos –me dice. Hay que tener mucho cuidado con los borrachos, ellos pueden ver a los hombres invisibles.
XIV LOS TOCAPELOTAS
Él vivía en Arkansas o quizás en Wisconsin. Había sido un hombre afortunado hasta que una racha de mala suerte travestida de competencia desleal lo abocó al borde del desahucio. Su mujer, que había sido la reina en la fiesta de graduación del instituto, lo dejó aduciendo problemas con la bebida tras la debacle mercantil, aunque él todavía no bebía a diario. Su mujer alegó también maltrato psicológico para quedarse con la custodia de los niños. Durante el juicio él se presentaba con el desaliño de los que ya no esperan nada. Suficiente indicio para acusar a un padre de réprobo. Después se hizo adicto a la tele. Veía sólo documentales de fauna salvaje. La lucha por la vida. De vez en cuando, sus vecinos lo visitaban con el motivo puntual de traerle una porción de pastel en el día de Acción de Gracias o lo invitaban a comer el Cuatro de Julio. Pero sólo era una excusa para restregarle, con la arrogancia que sólo la mala leche camufla de inocencia, la adquisición de un nuevo auto o el proyecto de un futuro viaje a Europa. Él se refugiaba en sus documentales. La lucha por la vida. Asumía el mismo vértigo que una gacela podría sentir al huir de un guepardo para salvar su vida. O se ponía de parte de los cocodrilos del National Geographic cuando aguardaban pacientemente a que llegase la estación seca para darse un festín de antílopes que, urgidos por la necesidad, debían cruzar el Nilo para buscar nuevos pastos. Pero lo que más le entusiasmaba eran los documentales de insectos, llegaba casi al arrobamiento al contemplar con qué celeridad mecánica una araña podía envolver con su malla a una mosca despistada. O con qué furia metódica una legión de hormigas tigre podía devastar la colonia de termitas vecina, con la solvencia expedita del trabajo bien hecho. Sin tener ni por asomo conciencia de que estaban destruyendo el afán que durante generaciones sus primas lejanas habían acopiado para buscarse un lugar en el mundo: un tronco podrido. Ese día su vecino le pidió que le devolviera su cortadora de césped y de paso le soltó lo de su ascenso en el trabajo. “Ganaré casi el doble”. Él ya no podía fingir más esa comunión bastarda con la dicha ajena pero todavía procuró esbozar un mal conseguido gesto de congratulación mientras limpiaba de briznas las cuchillas de la cortadora. En seguida se dirigió hasta el colegio más próximo y con su escopeta de caza destripó a ocho niños y a dos maestras. No tuvo valor para después volarse la sesera. Un primo segundo, quizás su único confidente, comentó que no podía comprender por qué su pariente se cebó en criaturas anónimas e inocentes, y no se empleó con sus vecinos que tanto le tocaban las pelotas. Yo, que por mi trabajo he tenido conocimiento de muchos casos similares, he llegado a entender este tipo de desvarío: lo de no unir la causa con el efecto para justificar una masacre. Posiblemente los asesinos en masa piensen que aniquilar directamente la causa que les hace sufrir los dejaría en evidencia, y la sociedad los tacharía para siempre de obscenos por tener un motivo, un principio de alevosía. Cuando accioné el interruptor de la silla eléctrica algunos se asombraron, porque los ojos le saltaron de las órbitas, pero nadie sintió una pizca de compasión. No sé si fue en Arkansas o en
Wisconsin porque hace de esto mucho tiempo y porque he trabajado en muchos lugares. Desde entonces he dejado de hurgar en los precedentes y motivos de los ajusticiados porque, como he mencionado, comprendí entonces que la mecánica del rencor se proyecta siempre hacia el absurdo. Una mecánica de la que nadie está a salvo, que espera agazapada el momento adecuado.
XV LA ALTURA DESDE DONDE NOS MIRAMOS
Toda persona, sin excepción, tiene una altura desde la que se observa a sí mismo y, dependiendo de esa altura, cada cual actúa sin poder evitarlo, atendiendo al ángulo y longitud desde donde se observa. Los muy guapos se observan desde muy alto y por eso pueden otear el horizonte desde una posición privilegiada. Por ejemplo, una mujer guapa que pasea por la calle, puede anticipar desde larga distancia que el desconocido con el que se cruzará en breves instantes le va a mirar las tetas al cruzarse y el culo después de pasar. Eso es lo bueno que tienen los guapos, que tienen un vigía a unos cuantos metros sobre su cabeza que los avisa de lo que puede pasar; como si tuvieran la facultad de adivinar el futuro inmediato. Qué suerte tienen los guapos porque pueden ver las cosas desde arriba, que es desde donde se ven las intenciones. Los feos se observan a sí mismos desde muy cerca, apenas desde una cuarta de su cogote, dependiendo de su grado de fealdad, por eso no pueden anticipar nada y además de feos parecen tontos. Por eso a los feos se le exige más, por su falta de perspectiva. Hay otro tema importante a tratar en toda esta cuestión: la visión desde dentro. Aunque no nos hayamos apercibido de ello, casi todo mortal, en algún momento puntual de su vida, ha podido observar el mundo desde dentro de sí mismo –incluido el propio sujeto como parte de ese mundo externo– . Mirarse desde dentro anula la perspectiva, la referencia, que es lo que produce dolor. Y por lo común, la mayoría de los mortales entiende la ausencia de dolor como una forma de felicidad, como un logro o don que es peligroso prolongar, no sea que quedemos atrapados por tanta felicidad, por tanto mirarnos desde dentro y entonces no podamos salir para ir a trabajar. Los feos, en contra de lo que ocurre, no deberían envidiar la suerte de los guapos, porque los guapos para mirarse desde dentro, para poder ser felices, tienen que bajar su centro de perspectiva desde una altura superior, mayor cuanto más guapo se sea o se crea ser. Por eso los guapos no pueden mirarse desde dentro salvo en contadas ocasiones y aunque aparenten ser felices, en realidad no lo son. Ahora hay que hablar de las categorías, muy importante lo de las categorías. Tanto los guapos como los feos categorizan la realidad en función de la altura desde donde se miran. Por eso los guapos tienen muchas categorías, porque tienen mucho espacio que categorizar hasta llegar a su coronilla. Los feos, como no tienen margen para categorizar el mundo –apenas un palmo de categorías–, quedan obligados a descategorizarlo. Por una mecánica aún más rigurosa que las leyes que gobiernan la física, los guapos buscan pareja o amistades entre las gentes de idéntica valencia o parecido peso atómico. Por eso los feos tienen más amigos, porque no necesitan afinar tanto al no poder comparar. De ahí lo del príncipe azul, por culpa de los guapos, porque un guapo puede discriminar entre decenas de azules así como un indio de la selva amazónica podría hacerlo entre decenas de verdes. Por eso, muchas parejas de guapos se han roto por escasos milímetros, porque es muy difícil encontrar a otro guapo que pueda mirar el mundo desde una posición incuestionablemente idéntica a la del primero. Los feos, como padecen de miopía trigonométrica, tienen la suerte de mantener relaciones mucho más estables. Además, los feos tienen siempre constancia del vigor de sus lazos conyugales, porque en caso de separación ¿quién iba a querer rejuntarse con su antiguo partenaire? “ Con lo feo o fea que es”. Otra ventaja que tienen los feos es que conciben el tiempo de forma distinta a los guapos. Por eso los feos casi nunca están solos, porque perciben la soledad como una distorsión maligna del tiempo. Cuestión del momento angular en que cada cual mide el tiempo, cuestión, otra vez, de alturas. Porque la distancia hasta el eje de giro es mayor en los guapos (el eje de giro es la altura desde
donde se miran), esto hace que el tiempo en los guapos tenga más barrido que en los feos y que tengan los guapos que esconder la mugre que les sobra debajo del felpudo. Por eso los guapos acaban desorientados en el tiempo y nunca se resignan a envejecer, a hacerse feos. Si existiera una física orgánica que pudiera aplicarse al género humano, al estudio de sus anhelos, tal vez se podría demostrar que nuestra felicidad depende tan sólo del momento angular de cada cual atendiendo a su grado de fealdad o de belleza. Se podría demostrar por qué los guapos tienen tanto miedo a la muerte y los feos tanto respeto por la vida.
XVI EL VISIONARIO
No supe que era alcohólico hasta que empecé a ver doble. Hasta entonces veía las cosas en una única dimensión: gastadas. No supe que era esquizofrénico hasta que de tanto ver las cosas dobles (para entonces ya era alcohólico) se me antojaba que una misma cosa podía ser buena y a la vez, tener un doble malvado. Aún siendo el mismo objeto, un libro de mi estantería me podía estar diciendo: “Léeme por favor”. Mientras que su trasunto abyecto no se cansaba de repetirme: “Gilipollas, me compraste
hace más de cinco años y sabes que nunca me vas a leer”. Nadie se hubiera dado cuenta de que yo era esquizofrénico por lo de las cosas dobles; pero sí, porque decía a todo el mundo que veía a la Virgen en bicicleta. El caso es que el que no ve las cosas dobles es porque no las quiere ver, y el que no quiere ver a la Virgen es sin duda un cobarde.
XVII JUAN CUERNOS
Dicen que Juan Cuernos había sido capitán de los rojos y que por eso no tenía trabajo ni de sepulturero. Juan Cuernos siempre estaba borracho y los niños queríamos a toda costa bajarle los calzones para ver si tenía rabo. Pero Juan Cuernos no pudo ser capitán de los rojos, porque tras la guerra nadie de la oficialidad local, vencida y cautiva, volvió a su casa ni a ninguna otra parte y Juan Cuernos volvió. Juan Cuernos podía dormir en cualquier parte y nunca comía. Sólo bebía vino tinto de la costa. El Requeté ya estaba viejo cuando yo era chico. Llevaba una boina roja en vez de negra como los demás viejos. Cuando lo veíamos le cantábamos su cancioncilla: “Requeté, Requeté, Requeté qué
rica está la fruta, Requeté, Requeté, Requeté qué rico está el verano...” Nadie sabía de donde venía aquel estribillo pero a él lo hacía enfurecer tanto que intentaba acertarnos en la cabeza con piedras como puños. Siempre llevaba un par de ellas en los bolsillos de la chaqueta, por si acaso. –Jodidos, ladrones, la madre que os parió. A mí me atinó una vez y por poco me deja en el sitio. Mis padres no quisieron llevarme a Granada para que me curaran. Decían que Don Blas era el mejor médico de la provincia. Se comentaba que Don Blas también había sido rojo cuando lo de la guerra a pesar de que su familia tenía muchas tierras. Lo cierto es que él en aquel momento tenía muchas más. Nadie recuerda cuando se murió Juan Cuernos ni cuando murió el Requeté. Pero en el pueblo, los más viejos, aún rememoran el día que Juan Cuernos le dio una paliza al hijo del secretario del ayuntamiento. Allá por los confines de la república. Y también recuerdan que al Requeté se le fue la mano tras la tapia del cementerio cuando acabó la guerra. Cuando yo era chico, Franco estaba ya muy viejito y los niños no entendíamos de rojos ni de requetés. Sí sabíamos que había que besar el pan cuando lo tirábamos por no tener hambre, después de habernos comido el chorizo. Y que teníamos que rebañar el plato de lentejas aunque nos salieran por las orejas.
XVIII EL PATRIOTA
Me dijeron que había hecho fortuna en la bolsa, que se fue a vivir al desierto para emular a sus héroes preferidos, los pioneros del lejano oeste. Le entusiasmaban las películas del oeste, sus preferidas eran las de aventureros solitarios que se hacían fuertes en el desierto, “La balada de Cable Hogue” por ejemplo. También disfrutaba con el spaghetti-western. En mitad del desierto construyó su castillo. Convirtió el lugar más estéril del mundo en un rincón más que hospitalario. Cimentó su casa sobre la única vía de agua posible en cientos de millas, junto a un pozo de agua clara encontrado por un zahorí bien pagado. Así que se acorazó dentro de una lujosa construcción de estilo colonial. Parecida a las que en otro tiempo levantaron los ricos hacendados de la Nueva España, o de estilo mejicano (según se mire). Aunque a él no le gustaban los chicanos. Sabía que una casa presidida por una arcada montada sobre gruesos pilares, una casa sobria y blanca refulgiendo contra el sol, era la única solución estética en aquel entorno. Tenía siempre dispuesta en aquel acogedor porche una mecedora arcaica, básica, de las de antes, con respaldo de mimbre. Una mecedora en la que nunca sesteó, como reservada para alguien, algún viejo quizás. Había pertrechado su casa con todas las comodidades imaginables, y la había provisto de todos
los adelantos que la técnica de vanguardia puede ofrecer a todo aquel que busca medios para enfrentarse al tedio: piscina cubierta , gimnasio, sauna, sala de billar y un complejo sistema electrónico que controlaba las constantes vitales del interior de su hogar como si se tratara de un ser humano. La joya de la mansión era el minicine, una estancia de más de doscientos metros cuadrados con una gran pantalla de cine digital. La sala, además, tenía innumerables monitores de televisión. Sólo veía las cadenas que se podían captar por antena parabólica porque hasta allí no llegaba la señal de los repetidores convencionales. Había hecho instalar en la azotea una antena descomunal. Un cuenco enorme para alimentar su hambre de verdades. Cuando se cansó del cine -llegó a visionar “El nacimiento de una nación” más de cincuenta veces- derivó su ansia hacia los informativos. La CNN, la NBC y la BBC eran sus canales preferidos. Se emocionaba como un niño cuando un americano, aunque fuera negro, ganaba el oro olímpico. Cuando la insignia nacional ascendía por el mástil olímpico al compás del himno patrio él lloraba de puro orgullo. Era glorioso: la bandera nacional en lo más alto flanqueada por otras dos a una altura inferior. Era sublime, era como Cristo crucificado con los dos ladrones a cada lado. Seguía todas las ligas nacionales. La NBA, la NHL, la NFL, También disfrutaba con los programas de chafardeo; que si Tom Cruise era homosexual; que si el gobernador de Arkansas se había liado con su secretaria dislálica, y por eso ella confundía los términos del sexo oral. Sería por la época en que Estados Unidos y Reino Unido se preparaban para invadir Irak cuando dejó de ver cine y programas de cotilleo para centrarse en los noticiarios. Lo jodieron bien cuando lo del once de septiembre. Hasta estuvo a punto de hacer lo impensable, salir de su retiro a pesar de su agorafobia incurable para asistir a las exequias por los bomberos de Nueva York. El presidente tenía razón. No debe de haber sitio para las tiranías. Es hora de que América abandere sin remilgos la causa de la libertad. Es hora de que los americanos afronten su destino y guíen al mundo por la senda de la democracia y de la información. Se indignó muchísimo al ver cómo el populacho, manipulado perversamente por la facción desleal de la prensa, tomaba el centro de Manhattan para pedir paz . Llegó a odiar con verdadero rencor el mundo árabe. Lo odiaba por su tozudez y su fanatismo religioso; por el complot diabólico que sus líderes habían urdido para perjudicar a las democracias occidentales. Anhelaba, con un denuedo similar al que llegó a sentir en algunos lances de su infancia, que las tropas de la coalición invadieran Irak y liberaran a su población, tiranizada por el miedo y esclavizada por la propaganda. Y su anhelo se vio cumplido. El primer día de bombardeos su casa estalló por los aires con él dentro. El alto mando americano pidió disculpas por haber confundido su casa con uno de los palacios de Saddam, con uno de sus arsenales secretos. Algunos de sus paisanos se alegraron porque entendían que una casa así, con ribetes del profundo sur americano, era impropia en el desierto del Creciente Fértil. Lo juzgaban como una señal de traición, por muy loco y rico que fuera su propietario.
XIX HOY PUEDE SER TU DÍA
No sé que porquería me habría metido esa noche que iba como una moto. Demasiadas referencias –no me cansaba de repetir– , sobra información. Me fui con los amiguetes, con David y Fernandito a tomar unas copillas al Planta Baja. Era jueves, mi día preferido. La gente justa, nada de julandrones por las calles, sólo estudiantes que no quieren estudiar. –Hay demasiadas referencias. Nadie me entendía. Entonces la vi: estaba sola y bailaba como una posesa. Me acerqué a ella y le hablé; fue grato comprobar que me respondía de forma afable. Demasiado esfuerzo intelectual, mantener una conversación con una desconocida y más si está tan buena. Era alemana. Agotado, me retiré hacia la barra y comencé a soplar hasta el punto en que casi me olvido de que había estado charlando con semejante beldad, toda cimbreos y titubeos de cadera. Yo también bailaba aunque con la torpeza de un borracho de verbena y la miraba de reojo a través de las rastas de los demás. Veía un par de jambas embuchadas con calzador en un pantalón de terciopelo negro y un culo que parecía ir por su cuenta, al margen del resto del cuerpo; veía un torso grácil que hacía mover sus recatados pechos con soltura al ritmo del drum and basse; y, por fin, veía aquel rostro de princesa nórdica, aquella cabellera rubia enmarcando la simetría de sus facciones. Yo tenía dos cuerpos de ventaja sobre los demás, había estado hablando con ella nada más llegar y podía otear el horizonte desde una posición de privilegio. Pero esa ventaja quedó rápidamente neutralizada por el empuje de los otros. Todo el mundo hablaba con ella que, además, asentía con gusto a las chanzas de los más osados.
–¡ Mal rayo la parta! El único modo de soportar la realidad es ablandándola; y así me encontraba yo al cabo de no sé cuantos rones, calmamente acolchado entre los muelles de la noche y sus trampas. Armé mi voz hasta modularla en el tono de la arrogancia y la dirigí hacia ella. Cuando salimos del pub, yo sabía que iba a ser mía. No me lo podía creer, quizás me pareciera a algún antiguo novio con pasta o simplemente era mi día. Yo iba con una tía que se rompía de lo buena que estaba. La llevaba bien sujeta de la cintura por si aún quería escapar y mientras caminábamos, recordaba cómo los amiguetes me habían espoleado hacia ella. –Está por ti, y está que se rompe de lo buena que está. Cuando tienes el objeto de tu deseo frente a ti todo son buenos augurios. Imaginas cómo se moverá en la cama, qué grado de abandono podrá asumir una real hembra ante las invectivas sin tregua de un salido con suerte. Pero en la cama todo es distinto: Que si así no, que esto no está bien, que si no soy una muñeca hinchable. Al fin conseguimos el punto de palanca para hacer fuerza contra el resto del mundo. La cosa funciona, va a más. Toda la frialdad de esa muñeca hiperbórea se apostata en un trasunto de mujer toda fuego y magma, en su verdadero ser, quizá. Araña, patalea; ella grita, yo berreo y plaf, todo se va a tomar por culo. La niña se rompe en mil pedazos, pero no en sentido figurado, sino literalmente: Sangre, miembros, pedacitos de mujer por toda la estancia. –No me lo puedo creer. ¿Qué hacer? Deshacerme de su disperso cadáver puede ser lo más conveniente. Horas me llevó reducirla a cachitos aún más pequeños y mezclar esos cachitos con el potente líquido corrosivo que empleaba para desatascar cañerías. Más tiempo aún tardé en hacer desaparecer esa amalgama por la vorágine tremebunda del váter. Me despierto con la certeza de haber tenido una pesadilla horrible. La Scum puede tener efectos devastadores sobre las mentes débiles. Llaman a la puerta, son David y Fernandito. –¡ Tío! ¿Y la guiri de anoche? Estaba de buena que se rompía.
XX LA TERCERA VÍA
Estaba harto de opositar, me había presentado muchas veces y pensaba que ya era misión imposible. Que nunca pertenecería a la casta de los que duermen tranquilos porque les basta con la sopa boba del estado. Algunas veces me tumbaron en el último examen y puedo asegurar que no hay nada más parecido a la muerte, al menos a lo que un vivo podría entender por muerte. Esa sensación de perdedor y esa cara que presagia el fin del mundo al cifrar un nuevo fracaso frente al tablón de anuncios. Pasas, en cuestión de segundos, de ser un potencial hombre contento a la miseria más absoluta que sólo puede afinarse con los dígitos de un resultado. Pero en los últimos tiempos, las cosas han cambiado mucho y yo tenía más esperanza que nunca. La cuestión social había evolucionado. Los abonados del escaño se habían inventado muchas causas para salvar a occidente de los fanáticos del libro. Y consiguieron su propósito: masacrar al moro; y de paso convencer al hombre que madruga de que era necesario cerrar filas en torno a una idea ambigua pero poderosa, sin ofrecer tan siquiera a cambio unas horas más de sueño. Yo sabía que estos nuevos vientos me convenían. Ya no podíamos fumar ni en los parques y estábamos todos fichados con los nuevos códigos de barras y estrellas. Pero ya no tendríamos que temer ningún ataque del moro traicionero. Por fin estamos instalados muellemente en el confort, sin temor a que un globo aerostático, blasonado con la media luna, destrozara nuestro hogar. Las cosas habían cambiado de verdad. La tercera vía, aprovechando lo incierto de sus lindes, hacía que las cosas funcionaran con la eficacia del que no espera ninguna objeción. Los más viejos avisaban de que esos métodos tenían un soniquete ya añejo y nos advertían con una conseja que a todos nos pareció excesiva : la remembranza de la Europa de las grandes guerras, de los grandes disparates. Flameaban ya banderas con emblemas inquietos, con cruces que tendían al movimiento (y ya se sabe, cuando las cruces se mueven ...). Pero como era la tercera vía nadie podía imaginarse que sus dos raíles pudieran torcerse tanto como para formar un aspa. De modo que fui a opositar con desconfianza pero también con cierta expectativa. Aprobé el primer examen y también el segundo, de quinientos ya sólo quedábamos setenta y había en concurso treinta plazas. Sabía que nunca lo tendría más a huevo, era mi oportunidad. En la tercera prueba nos reunieron en una gran sala y cuando por fin todos estábamos calmados el jefe del tribunal nos espetó casi con furia: –Señores, este tercer ejercicio ha variado. Por imperativo ministerial , ya no se trata de una prueba psicotécnica. Ganará su plaza el que esté en pie al cabo de media hora. Será cuando el tribunal en pleno volverá para certificar legalmente a los que han superado esta última prueba.
Al principio, todos quedamos estupefactos, pensábamos que era una broma que nuestros jueces querían gastarnos para apurar sus últimos momentos de poder, de fruición por la reverencia. Pasaron diez minutos y nadie tuvo valor para abrir la boca, nadie se movía, pero enseguida la gente empezó a ponerse nerviosa. El primero que entendió que la propuesta no era baladí fue un gordo que atizó con una silla a la opositora de atrás. Entonces, la sangre de todos se exaltó en bloque, mecánicamente, como el pelaje de un gato que se eriza cuando intuye una amenaza. Y mientras la mayoría recriminaba al gordo ese acto absurdo y poco noble, el de al lado aprovechó para asestarle un cate escorzado que buscaba su hígado. En cuestión de segundos la sala se inflamó de improperios y malas intenciones. Ya no había cuartel, estaba claro: sólo debían quedar treinta. Con cierto disimulo pude abroquelarme en una esquina, eso sí , armando la pata de una silla. Pensando que ésta sería una guerra de desgaste y que no me convenía entrar en litigio hasta que no buscara un aliado. Pero pronto advirtieron mi intención y tuve que salir a campo abierto. Vi a un tío cachas y decidí cubrirle las espaldas esperando que él hiciera lo mismo. Y lo hizo. Después de eternos minutos de lucha encarnizada, un tipo flacucho gritó más que nadie: –¡Basta ya! Sólo quedamos treinta. Hubo entonces una tregua tácita que todos empleamos para contar nuestro número y vimos que era cierto. El compañero que cubría mi espalda como un hoplita, como un amante fiel, respiró por fin con alivio y se volvió para estrecharme la mano pero yo le endiñé con la pata de la silla por si acaso. Nunca se sabe. A lo peor, pudiera ser que hubiésemos contado mal urgidos por la fatiga y el deseo. Ese año otorgaron veintinueve plazas; los demás opositores nunca se volvieron a presentar.
XXI LA PERRERA
Al principio un niño sólo tiene ojos, unos ojos enormes para agarrar el mundo y se aferra con ellos a las cosas como presintiendo el precipicio de la palabra y el magma de falsedades que por la boca salen. Remontando los meandros de la memoria topo sin querer con el universo apenas recién creado de un niño de ocho o nueve años en la España tardo franquista. Muchas veces me he preguntado cuál es la mecánica neuronal que rige el imperio de la memoria, qué concatenación de causalidades son las que te pueden hacer abocar con otra persona que no existe ya. Veo a un niño peinado con primor para ir a la escuela. Lo recuerdo el Domingo en la misa de las once intentando sorprender a los santos en algún leve movimiento. Resucito ahora a un viejo maestro de escuela que en su día fue espolón del régimen y ya en su vejez y con el ánimo atemperado, no busca sino inculcar a sus discípulos un orden moral que se transfiera al resto de sus vidas. El río Duero nace en los Picos de Urbión, provincia de Soria; pasa por Soria, Aranda, Roa, Toro y Zamora. Se interna en Portugal y desemboca por Oporto en el Atlántico. El primer día de clase, –estábamos en cuarto curso– el maestro nos hizo un examen y al día siguiente nos colocó según la prueba: En medio, la División de Honor. “Pilares de una España emergente, décima potencia económica del mundo”. A su diestra la Polilla, en fila de a dos. “Reserva de trabajadores, torpes quizás por designio de la naturaleza pero no vagos ni descarados”. Y a la izquierda, la Perrera. Cuatro o cinco bancas mal compuestas que en su descoyuntura reflejaban el carácter “vacuo y obstinado” de los que no querían aprenderse la tabla del nueve ni dividir por más de una cifra, tercos hasta el límite de confundir un verbo con un pronombre o simplemente idiotas por la gracia de Dios. Don Antonio no tenía mal corazón, no nos pegaba ni nos tiraba de las patillas y tan sólo utilizaba el puntero para señalar las capitales de Europa. Pero se emperraba en machacar a los cuatro o cinco de la Perrera como continua advertencia para los demás, como un aviso de lo fácil que era pasar, por un artículo mal puesto, de la confortable mediocridad de la polilla a la más sórdida de las categorías escolares, en una caída sin sonda al país de la indolencia y la ineptitud infantil. “Sois escoria, no merecéis ni el pan que coméis, cebollinos, botarates, bien harían vuestros padres en poneros a trabajar”. Los más despabilados y laboriosos de entre nosotros eran los niños que venían de los cortijos, siempre solícitos con los maestros y un poquito huraños con los demás puesto que nunca nos dejaban los deberes, aún sabiendo que estábamos al borde de la Perrera. A veces, durante días, alguno faltaba de forma reiterada. Veíamos su hueco en la División de Honor hasta que al punto se rellenaba por otro niño con dos curtidos coloretes en las mejillas y luego sabíamos por boca de algún otro que el padre se lo había llevado a trabajar al campo porque ya era un hombre y le hacía mucha falta. El segundo día de clase yo me senté en la División de Honor y mis amigotes del barrio, el Juanjo y el Pepe, que eran primos, en la Polilla. No podía evitar mofarme de ellos y les hacía gestos con la mano para que se chincharan. –Ya te pillaremos en la calle –me decían por señas. Aunque me daba mucha pena mirar hacía atrás y ver a los niños de la Perrera con cara de pasmo, como si hubieran caído allí por azar. Pasamos el otoño y el cerco del invierno intentando no recular mucho. Pero no hacíamos los deberes porque no era como el año anterior, con Don José, que pasaba lista todos los días, y revisaba el trabajo de casa uno por uno con la “Enriqueta” (su vara de
almendro) siempre dispuesta para calentar a los niños holgazanes. Don Antonio hacía cosas muy raras como ponernos ceros y llamar a nuestros padres, así que por primavera yo estaba en la Polilla y los otros dos en la Perrera. Y es que no nos daba la gana aprendernos las 51 provincias españolas incluido el Sahara. Entonces el maestro no tenía compasión: “Sois escoria, no merecéis ni el pan que coméis, cebollinos, botarates...” Después venían los llantos secos y sin gracia de los aperrados, buaa, buaa, buaa... Sobre todo los de los dos primos que lloraban al compás, buaa, buaa, buaa..., entre mis burlas y socarradas. –Ya te pillaremos en la calle. Pero no me pudieron pillar porque a mí me dio un ataque de apendicitis y me tuvieron que llevar a Granada para operarme. Luego, durante la recuperación obligué al Juanjo, a expensas de su madre, a llevarme la cartera y la llenaba de cosas inútiles pero pesadas para que se jodiera. Además alargué el periodo de convalecencia arguyendo que me daban pinchazos en el lado derecho. –Ya no te llevo más la cartera. –Pues se lo digo a tu madre. Esa atracción centrípeta que ejercen algunos lugares y sitios sobre unos cuantos, como si una legión de sirenas acunara nuestro nombre desde allí. Mientras, vas cayendo en una sima concéntrica que no puedes evitar ni aún haciendo acopio de voluntades. Esa manera tan brutal de acotar el mundo y reducirlo a cuatro pupitres y un acuerdo tácito entre tres niños de acorazarse tras cuatro bancas, para resistir allí hasta el final de los tiempos o, en su defecto, hasta el final del curso. O hacernos fuertes y desde allí contraatacar, armar los dientes de rabia y no dejar un puñetero divisionario vivo. A los de la Polilla los perdonaríamos si juraban no aprenderse jamás el Credo ni pasar de la tabla del cinco. Pero mi padre me dijo que si sacaba buenas notas me compraría una bicicleta y esa oposición cerril al conocimiento, esa camaradería en torno a la Perrera se fue resquebrajando por decisión propia. Hacía los deberes y no soltaba abejorros ni saltamontes por la clase. Entonces, tracé un plan para dar el golpe de gracia. Me aprendería el río Duero antes de que el maestro nos lo hiciera recitar. Así fue como salí de la Perrera y nunca más volví a ella. Allí quedaron mis dos amigos intrigando contra mí e inventando torturas difíciles de aplicar. Mi padre me compró unos patines con los que no tardé en partirme los piños. Todavía recuerdo al Juanjo y al Pepe descaecidos en el fondo de la Perrera y al maestro azuzándolos contra el mundo. –Buaa, buaa. buaa...
XXII EL DIABLO
Ha sido difícil alcanzar el grado de la perfección suprema. Se ha necesitado de miles de siglos, millones. Aunque ya no se puede medir nuestra condición con los parámetros del tiempo porque somos inmortales. Ya no existe el tiempo. Antes confundía a todo aquel que todavía era imperfecto, que todavía era mutable. Lo confundía disolviendo todo camino hacia la perfección, hacia el estado final de la evolución y el principio de la “Gran Consumación”. Somos el resultado de lo que quisimos, por eso somos perfectos, por eso somos idénticos y pensamos todos de idéntico modo. Lo cierto es que no debería hablar en plural. En vez de decir
“pensamos”, debo decir: pienso; puesto que al ser todos perfectos, pensamos en idéntica sincronía. Es poco orientador indicar que nuestro número exacto puede ser infinito aunque sólo seamos uno. Por eso cuando me cruzo con alguien (mental o físicamente), me cruzo conmigo mismo. Y cuando me alejo de otro, lo hago a una velocidad doble, pues al alejarnos los dos, yo y el otro que también soy yo, las velocidades se suman. Pero como somos infinitos y además somos perfectos, todos nos cruzamos a la vez y cada movimiento es exacto en todos por igual. Si alguna unidad de las que compone nuestro numero infinito se retrasase lo más mínimo todo se derrumbaría y tendríamos que volver a empezar. Pero esto no puede ser porque todos somos uno, todos soy Dios. En otro tiempo, antes del principio de la “Gran Consumación”, poco antes de que todos fuéramos uno, hubo alguien que se retrasaba a posta, que se rebeló contra la fusión unívoca de nuestra identidad, de nuestra alma, reclamando para sí una propia. De modo que hubo que expulsarlo. Desde entonces ha intentado perjudicarnos, aunque desde fuera. Pero ya no puede hacer nada porque desde el momento en que él se fue todos fuimos perfectos y en consecuencia, invulnerables. Sin embargo, sí puede interferir en la proyección de nuestras ilusiones, en la realidad que para otros comienza. Lo llamamos... el Diablo.
XXIII LA “E” EXILIADA
Toda alma piadosa sabe que “en el principio fue el Verbo”. Algunos intuyen que fue el verbo, en una articulación infinita y completa, quien creó a la divinidad. Quizás como medio para otorgar forma, peso y presencia a la existencia , y así poder reconocerse. Aún sabiendo que se estaba produciendo el primer acto de vanidad, la primera sedición de lo absoluto y en consecuencia, el primer dolor. Al principio las letras vagábamos errabundas por el éter y lo inefable, sin más sustancia de la que podía tener lo nunca concebido. Pero fuimos tomando cuerpo poco a poco, a través de la conciencia tosca de los seres que habitaban el mundo. Primero combinadas torpemente para soportar el sueño de las amebas. Luego, otorgando la consistencia que los reptiles necesitaban para percibir y así existir. Y cuanto más se abría el abanico de la vida más se justificaba nuestra nueva misión para dar nombre a todas las criaturas que poblaban la tierra a costa de nuestra parte astral. Un nombre que ellas ignoraban, pero que nosotras consignábamos con el afán del que lo tuvo todo y luego quiere recuperar una parte. De modo que cada especie tenía un nombre, cada individuo, cada célula tenía
un nombre que podía variar en un tiempo infinitesimal en función del estado volátil de sus átomos. En consecuencia, el universo se renovaba de forma expedita y sempiterna casi antes de ser definido. Era nuestra estrategia para no dar tiempo a Dios a imponer la tiranía de lo concreto, a tender la celada de la mesura. Nosotras teníamos el control, y todo fue bien hasta que Dios (aprovechando un descuido) consiguió insuflar conocimiento a algunas criaturas que pronto renegaron de nuestro imperio para adjetivar lo que les rodeaba con sus modos inconclusos. Al principio Dios se asustó, porque temía que los hombres, con su nuevo poder, pudieran usurpar parte de su divinidad. Pero pronto comprendió que nadie podría abstraer la realidad sin limitarla. Así los hombres fueron domesticando a las letras... Las encerraron en lenguajes toscos y las guardaron en arsenales secretos para poder usarlas como armas arrojadizas. Con todo, los hombres sólo han conseguido recavar para sí una parte minúscula de nuestra amplitud fonética. Algunos sonidos que no acaban de templarse en sus gargantas, seguidos de otros tantos signos con los que poder tergiversar el eco de lo que sus bocas dijeron, y así desacreditar a la memoria. Yo soy la “e”, de modo que fui de las primeras en ser raptadas del plano de lo inefable para tomar forma en una boca abierta casi con lascivia. Pero no soy una “e” cualquiera, esto es , arquetípica. Soy una “e” sintética que sólo se encuentra en una zona del norte de la Península Ibérica. Una “e” tranquila que se concreta mansamente gracias a la templanza de los que me pronuncian. Una “e” que se abre hacia suaves colinas y sabores recios. Tampoco soy una “e” autóctona, sino que fui más bien arrastrada desde otras latitudes por culpa de la miseria y el hambre. Una “e” tímida y sin la solvencia pausada de la “e” que aquí siempre hubo. A pesar de esto, pronto nos complementamos. Yo la inicié en el arte de alargarse sin recato con la gracia y la frescura de los valles donde el melisma se hace canción. Ella a cambio me enseñó a ser sincera y amar las cosas más cercanas. Nos hicimos amigas. A veces nos confundíamos y sentíamos en esa confusión la dicha de lo dual. Pero todo puede cambiar sin apenas explicación, por sorpresa. Y como ocurre en las películas del oeste; el rico terrateniente vaquero decide un día que no le gusta el olor a vaca de su rancho, y proyecta su malestar cortando el curso del río donde abrevan los rebaños de los ovejeros. Él dice que llegó antes, que fue él quien echó a los indios. Pero no hace todo esto por avaricia, por agrandar sus dominios, sino por mala leche, o sea, por miedo a lo plural . “El mundo como es arriba, es abajo”. Y, como reza en la antigua sentencia hermética, esa reciprocidad entre los planos sutiles (las letras) y los más tangibles (los hombres) pronto se confirmaría. Así enseguida se espejó en las letras esta dialéctica gurrumina que decía ampararse en lo genuino. Las letras andábamos todas revueltas, enfrascadas en continuas discusiones. Algunas llegaron a las manos. La “tx” y la “k” mandaron a tomar por culo a la “ch” y a la “q” arguyendo que apestaban a oveja. Hubo alianzas y contraalianzas. Más de una espabilada aprovechó la confusión para hacerle la pirula a las letras de cambio. La cosa se puso chunga y las letras más furibundas llamaron a la “H” y a la “B” para que dinamitaran cualquier entente que no fuese en la dirección que ellas deseaban. Nos enemistaron con el resto de nuestra cuadrilla silábica. La “e” pausada, la que me enseñó a amar las cosas más cercanas, ya ni me saludaba. Tuve que marcharme, renunciar al espectro de voces que me hicieron crecer con orgullo entre los maizales. Ahora, desde la distancia, con un miedo que se atenúa en relación inversa a mi sensación de desarraigo, pienso que la culpa de todo la tuvo la vanidad del verbo que en el principio fue. Que no habría iniquidades en el mundo si las letras nos hubiéramos conformado con vagar por el éter sin buscar articulaciones infinitas y completas. Que no habría guerras ni enfrentamientos si hubiésemos anticipado la carga emocional y de profundidad que un símbolo puede arrastrar. No hay un solo día en que no piense en volver a mi patria. A una patria en la que las letras y los hombres de ambos bandos decidan de una vez qué coño quieren. No me importaría volver a un alfabeto políticamente independiente. Pedir permiso de residencia y, con el
tiempo, demandar la nacionalidad con la venia de la “R” y la “H”.
XXIV OBJETIVO BIRMANIA
Como me estaba acercando a la edad madura, pensaba ya que la vida no tenía sentido, que me venía pequeña como un jersey de lana cuando se lava con agua muy caliente, o tal vez grande si la observaba desde el podio de los suicidas. El caso es que yo tenía una vida estándar y un cuerpo tipo Pilsen y no sabía qué hacer con ninguno de los dos. Estaba ya muy harto cuando me ocurrió lo de las verdades y las mentiras. Por entonces tenía mi energía al límite y excusaba mis continuos desplantes en el trabajo con la ocurrencia más peregrina. No tenía ganas de currar y me amparaba en la excusa comodín: –Gastroenteritis, algo que me sentó mal anoche, las gambas, seguro. Había utilizado ese recurso decenas de veces. Pero la última vez ese ardid tuvo nefastas consecuencias, porque al día siguiente de espetar la mentira, mi cuerpo parecía una licuadora y obraba mal; más que por pensamiento u omisión, obraba mal porque cagaba mierda líquida. Empecé a entrever que la mentira podía arrastrar un bordón de malas consecuencias cuando mentí para rehuir mi presencia en una boda. Argüí que el coche me había dejado tirado, no sé qué del cárter. Al otro día me pegué un piñazo contra una roca cunetera al aparcar para mear y el cárter se hizo ciscos. Cincuenta mil pelas, casi nada. Ya estaba mosca pero todavía no había confirmado mi teoría sobre la potencia diferida de la palabra, de las mentiras. Mi médico no quería firmarme más bajas por depresión y yo, ciertamente, estaba muy deprimido porque me era, por aquella época, del todo imposible madrugar para ir al trabajo. Como no podía madrugar y el médico me trataba ya de caradura me inventé que tenía que acompañar a mi madre tres veces a la semana hasta el hospital para que le practicaran una hemodiálisis, además reforcé esa ausencia inexcusable con el argumento de que mi madre padecía demencia senil y no se podía valer
por sí misma. Mi madre murió a los dos meses de esa última ocurrencia, estragada por un cáncer de riñón. Murió desmemoriada, con el vocabulario de un niño de dos años. Ella: que hasta entonces había tenido una memoria de elefante, que podía evocar cualquier hecho de nuestra historia familiar con una nitidez meridiana. Por ejemplo el día en que murió Franco. La noche aquella en que hasta los más pequeños de la casa teníamos licencia para quedarnos viendo la tele y era algo inusual que TVE siguiera emitiendo por la madrugada. Se acordaba incluso mi madre de Objetivo Birmania, de aquella película que sirvió de soporte a los partes médicos sobre el estado del caudillo. El bueno de Errol Flynn llamaba al final a muchos más buenos y entonces la pantalla se llenaba de paracaídas. Blancos y buenos paracaídas que depositaban sobre una isla tropas, armamento y municiones para liberar al mundo empezando desde ese punto. Mi madre se murió y yo quedé convencido de que la mentira ejercía un poder maligno sobre quien la invocaba, un poder vengativo que se cebaba especialmente en personas como yo. Esta convicción me hizo maquinar planes perversos para hacer caer las consecuencias de mis mentiras sobre las personas que más odiaba. Pensé en excusar mis faltas con el pretexto de visitar a mi cuñado –que había hecho de mi hermana una desgraciada– . Imaginé para él una cirrosis hepática en fase terminal. Pero enseguida pensé que en verdad no odiaba a nadie, que nadie me había hecho daño con verdadero propósito y que mi hermana se había casado con un facha muy convencida de su decisión. Lo suficiente paniaguada con el confort como para unirse a una mala bestia que nunca ocultó su condición de mala bestia. Así que descarté la vía de la mentira para vengarme del mundo. Decidí entonces abonarme a la verdad, intuyendo que si la mentira activaba sus propias consecuencias otro tanto ocurriría con la verdad. En la verdad estaba el camino, así que me avine ella sin ningún tipo de condición. Y me iba bien con las verdades pequeñas, pero con las verdades grandes la cosa fallaba. –¿Por qué no viniste ayer? Me quedé sin pareja para jugar al squash. Eres un cabrón, podías haber avisado. –El cabrón lo serás tú porque yo ayer me estaba acostando con tu mujer. Definitivamente, las consecuencias de la verdad son más atroces que las de la mentira. Si algún día el mundo se acaba será por culpa de la verdad.
XXV UNA MIERDA PINCHADA EN UN PALO
Soy uno de los mejores mierderos de este país. Apuesto a que la palabra mierda se inventó cuando el primero que pisó una exclamó con irritación: ¡Mierda! He estudiado las deposiciones del género humano desde que era pequeño. Aunque el desarrollo de mis investigaciones se ha ido sesgando hacia conclusiones más místicas que científicas. La mierda junto con el vómito es la concreción del volumen más surrealista que el hombre pueda generar. Un espacio concreto, de repente, es ocupado por la masa viscosa, acaso maloliente de una mierda. Sin quererlo ni saberlo todo hombre o mujer adora su propia mierda. Entiende que es el resultado elaboradísimo de estados de ánimo, engranajes intestinales y logaritmos dietéticos. En definitiva : amor a sí mismo. Si la mierda sale poco espesa quiere decir que no nos queremos y aunque deseamos fingir lo contrario, certificamos cada día nuestra propia falta de afecto frente al váter. Si la mierda sale densa y seca, sin duda, nos amamos en exceso y queremos reafirmar nuestro ego exprimiendo al máximo toda nuestra mierda. Si no nos huele la mierda, es que estamos resfriados. Si no huele la mierda de nuestra pareja, es que estamos enamorados. Si nos sale la mierda con fluidez y apenas tenemos que limpiarnos el culo, es que somos moderadamente felices. Si la mierda aparece más negra de la cuenta, se debe a que tenemos un miedo visceral a algo. Y en fin, si la mierda tiene semillitas, no hay duda de que hemos comido higos chumbos... Así podría disertar hasta completar un preciso tratado escatológico; producto de años de observación y una precoz curiosidad por identificar nuestros distintos estados de ánimo. Este interés coprófilo arranca de mi tierna infancia, cuando tuve que tomar un líquido blanco para que me radiografiaran el estómago. Ese mejunje me endureció tanto las heces en el intestino grueso que no pude cagar en varios días. Después de dolorosos intentos por desahogarme, un domingo, en casa de mis tíos, conseguí asir con una mano el tapón compacto que obstruía el flujo de mi rutina excretora. Al tirar, me descorché como una botella de champaña y un magma marrón inundó el inodoro hasta medio llenarlo. Fue ese día cuando comprendí, de forma prematura, la naturaleza dialéctica de todo ser humano. A un lado estaba yo, y al otro la taza repleta de mierda. Tengo la dificultad, compartida con muchos otros, de no poder cagar si no estoy leyendo algo, si no estoy proyectándome sobre algo. Sin duda es debido a que en el acto de cagar se resume toda nuestra soledad y nos da miedo comprobarlo. Un día, en el campo, estuve intentando evacuar
durante más de una hora sin conseguirlo, y todo porque no tenía un periódico a mano. Lo peor es que con el tiempo esa ecuación se ha invertido; y ahora cada vez que leo, me entran unas ganas terribles de dar curso a mis naturales necesidades.
XXVI POR MI CULPA , POR MI CULPA, POR MI GRAN CULPA
Cuando era chico me hice monaguillo, no tendría más de nueve o diez años. Pensaba que así me aseguraría un lugar en el cielo. Decidí ahorrarme el dinero que tendría que soltar más tarde, cuando fuera viejo y el temor me hiciera aflojar el bolsillo. Siempre tuve una vena usurera, por eso yo quería pagar mi cachito en el cielo cuanto antes, a modo de primicia, para estar libre lo más pronto posible del débito con la eternidad. Es una pena que no haya seguido con esta filosofía del trueque ventajoso. Si así hubiera sido, estoy seguro de que ahora sería un hijo de puta rico en vez de un pobre capullo. Y aunque lo más probable es que el dinero me hubiera hecho un infeliz, siempre me quedaría un rescoldo de gozo al identificar en la envidia taimada de los demás un signo de poder. De modo que me hice monaguillo. Lo decidí un día de Semana Santa, al ver cómo los acólitos más veteranos, revestidos de poder púrpura, reponían el orden en el concierto frisado de la procesión del Viernes Santo. Vi desde lo alto de una tapia cómo las beatas asentían con recato (con piedad tal vez) a los requerimientos de los monaguillos para que mantuvieran la disposición de la fila. Era un poder mágico hasta entonces desconocido. Algo que desbordaba la teoría del palo y la zanahoria , única ley que hasta entonces entendía. Las mismas brujas que nos rajaban los balones con el pretexto de la polvareda que levantábamos, se plegaban ahora sumisas a las voces de mando que unos críos espetaban con firmeza y arrogancia. –¡ Ese cirio más derecho! –¡ Silencio! Era la única revancha posible del mundo infantil contra el poderío de los adultos. Todos los niños éramos machacados por la generación precedente sin ningún tipo de concesión. –¡ Péguele! Que si no le zurra usted, le zurraré yo –le decían al maestro. Nuestros padres nos trataban con dureza, a veces a hostia limpia. No por mala leche o por simple regodeo en la autoridad paterna, sino porque atisbaban, sin proponérselo, que cada guantazo nos alejaría de la miseria que ellos no pudieron evitar y que padecieron sus padres. Cuando una mano abierta golpeaba con toda su amplitud en nuestra espalda, no dejaba sobre nuestras costillas la impronta de la ira sino la del miedo. De modo que debíamos ser fuertes aunque fuese a base de palos. No imaginaban nuestros padres, que suponían, en aquella década casi prodigiosa (la de los Led Zeppelin y los Pink Floyd), la última generación de la insuficiencia y que en los flecos de nuestros pantalones cortos ya se podía vislumbrar el primer destello del mundo contento. El mundo de las familias felices de los anuncios del Cola Cao. La soledad pantocrática del padre de familia a la hora de comer perdía su poder iconográfico. Desde ahora, el Paterfamilias debería afrontar su soledad sin el adorno de su familia numerosa.
Tampoco podían anticipar nuestros padres que nos aguardaba un vacío aún mas penoso que el del estómago; el que provoca la referencia continua. Así que aquel Viernes Santo, después de haber aparcado el cuerpo yacente y tumefacto del Cristo de la Urna, yo fui a Don Antonio y le dije que quería ser monaguillo. Él titubeó para dar solemnidad a mi iniciación y quiso examinar el alcance de mi piedad preguntándome el Credo. Como no lo sabía, me pidió que recitase el Padre Nuestro y el Ave María. Después aceptó mi ofrecimiento. Don Antonio había sido capitán capellán en la guerra, y después de ella. Estaba ya viejo, pero aún guardaba en su porte y en su voz la solvencia del poder divino y el rigor expedito de la vida castrense. Las malas lenguas decían que, después de la guerra, convenció a los maquis de la sierra para que se entregaran con la garantía del respeto a sus vidas. Todos los que se entregaron fueron fusilados. Este hecho hizo arraigar en una parte de su rebaño un rencor soterrado que se prolongaba hasta entonces, y que adquiría las dimensiones que sólo el asco puede concretar en el momento en que una boca huérfana besaba su mano. Pero yo sabía que toda esa contera de traiciones no era verdad. Don Antonio podía ser un cabrón pero no un mal nacido. Adivinaba en su gesto, sobre todo cuando consagraba la hostia a Dios, un rictus de remordimiento que seguro arrancaba de cuando la maquinaria del odio lo engañó con perdones sucios manchados de café. Pronto aprendí mis funciones de rapavelas y me integré sin problemas en la cohorte de monaguillos que menudeaban por la sacristía. Era bello dejar sobre el felpudo que había en el umbral de la iglesia mi pequeño mundo de atrocidades infantiles, de iniquidades menores, para aplicar mi voluntad al esmero del cumplimiento litúrgico, al servicio a Dios: Ayudar al cura en el altar, darle la mano cuando lo de “mi paz os dejo, mi paz os doy”, poner la patena bajo los mentones de los que comulgaban, recoger después de la Eucaristía... Y pasar la bandeja para la colecta, desde el altar hasta el fondo por los laterales y luego regresar por la nave central. Don Antonio podía ver si alguien dejaba un billete de veinte o de cien duros aunque estuviésemos lejos, a los pies de la iglesia. Además, la gente se estiraba poco. Un día, después del oficio, en la sacristía oímos un bofetón que resonó en toda la estancia; un niño salió llorando con el labio partido. –¡ Robar a Dios es el peor de los pecados! –gritaba Don Antonio mientras sostenía un billete de veinte duros, al parecer recuperado para la causa divina. Muchos días era yo el encargado de apagar las velas y cerrar las puertas. Antes de salir, me sentaba en el último banco y allí, quieto, en la penumbra de un espacio amigo, esperaba quizás alguna revelación o que algún santo bajara de su hornacina para contarme los secretos de la vida celestial. Cuando había bodas o bautizos, los monaguillos más descarados pedían algún dinero a los padrinos para la tropa auxiliar que era bastante numerosa. Don Antonio, con buen juicio, nos iba guardando el montante de nuestra recaudación en uno de tantos compartimientos que convertían a la sacristía en lugar insondable, lleno de misterios
bajo llave. En aquel tiempo, yo empezaba a juntarme con la crema del estamento monaguil. El que me inició en el provecho particular de nuestro ministerio se llamaba Pepe, un chico gordo y grandullón. En el argot de mi tierra un “mazurco” o un “gallumbón”. Al tal Pepe la sotana sólo le llegaba para cubrir sus nalgas; el parecía un romano mientras el resto tropezábamos al pisar el dobladillo de nuestro hábito. Tenía la edad emérita de trece años y decía que ya había follado con una madre soltera vecina suya. Nosotros le respetábamos, pero teníamos un poquito de aprensión al presentir que del sebo de su papada no podía salir nada bueno.
Me hice amigo de él el mismo día en que, por poco, le arranco media oreja de un mordisco. Él había ido a correos a por las hostias sin consagrar. Se zampó la mitad del sobre y luego quiso acusarme a mí; cuando vio que defendía mi inocencia con uñas y sobre todo dientes optó por tender una celada al primer incauto que llegara. Y ofertó, sobre la mesa de mármol de la sacristía, la ocasión de profanar lo casi sagrado: el futuro cuerpo de Cristo. Alguien, todavía más tonto que yo, cayó en la trampa, y yo ayudé al Pepe a acusarlo para que así no volviera su sucia delación hacia mí. No por nada; él era el jefe, el más antiguo, el que conocía toda la tramoya con que se ataviaba la Semana Santa. El Pepe urdió un plan para agenciarse todos los ahorros de los monaguillos. Ya tenía la llave del armario y necesitaba un compinche que vigilara. Yo no quería pero me convenció una tarde de verano cuando subimos a un cerro para coger alcaparrones. Aprovechando un receso, me mostró desde allí todos los caminos que podríamos recorrer con nuestra nueva bici todo terreno, con nuestra “motoreta”. El golpe fue limpio y discreto. Luego el Pepe me ofreció sólo un tercio de la pasta porque decía que yo no había arriesgado nada. Como no me alcanzó para comprarme la “motoreta”, gasté mi parte en chucherías y en tebeos del Capitán Trueno. Hasta me compré un globo terraqueo para ver donde estaba el Canadá y los Mares del Sur. La vida va por un lado y la conciencia por otro, y mientras el Pepe se paseaba por el pueblo con su “motoreta”, a mí me consumía la culpa. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Pensaba que Dios Padre me mandaría al infierno sin consultar siquiera con las otras dos partes de su naturaleza trina. Así que decidí confesarme para expiar mi culpa. Yo quería que me confesara ese cura joven de las patillas largas que venía de vez en cuando para ayudar a Don Antonio. Pero le dieron una beca en el Vaticano para que se cortara las patillas, y no volvió más. Así que una tarde del mes de septiembre (sé que era septiembre porque el aire ya olía a libros de texto sin estrenar), me fui al confesionario sin tan siquiera quitarme la sotana y me arrodillé en uno de sus laterales. Tras la celosía pude entrever el rostro de un hombre calvo, posiblemente cansado. Por un momento pensé que podía ser mi padre, que se había colado allí para saber más de mí. Sentí deseos de largarme pero me quedé. Entonces le conté al cura lo del durillo que le quitaba a mi madre cuando se dejaba el monedero olvidado sobre el sofá. Lo de los cigarrillos que sisaba a mis hermanos para luego revendérselos cuando me mandaban por tabaco suelto. Lo del perro del vecino que apedreaba por gusto. Confesé tantas fechorías inconfesables para diferir la felonía mayor que yo mismo me sorprendí de lo malvado que era. Cuando Don Antonio encarrilaba el “ego te adsolvo ...”, hice acopio de entereza y se lo solté: la sacristía, el dinero, el otro... Don Antonio no esperó siquiera a sonsacarme el nombre del otro, de un pingo salió del confesionario y comenzó a perseguirme por toda la iglesia. Por instinto traté de escudarme tras unas beatas que rezaban sentadas, pero las muy pelotas, en vez de ampararme con su cuerpo enlutado, intentaban asirme para ofrecerme a la cólera de Don Antonio. Me zafé de todas y traspuse por el portón principal hacia la calle. Mientras salía oí que Don Antonio me gritaba algo así como: “ me cago en on..., me cago en onia...” Ni que decir tiene que a partir de ese momento perdí la fe. Aunque confieso que he ido alguna vez a sentarme en el último banco de una iglesia vacía y he esperado a que algún santo o algún arcángel bajara para contarme algo. Durante todo este tiempo, me he estado preguntando lo que Don Antonio iba gritando mientras me perseguía. Las beatas dijeron que chillaba : “me cago en tu honor, me cago en tu memoria”. Pero después de muchos barruntos y de aceptar a mis oídos como testigos, sé que iba gritando : “Me cago en el copón, me cago en la hostia...” No en vano había sido capitán a la vez que fraile. Siempre he tenido la peregrina idea de aceptar que Don Antonio podía ser ateo, pero ahora pienso que no era así, puesto que no es normal que alguien se cague en lo que no cree.
XXVII METEMPSICOSIS Cuando era chico mis padres tuvieron que llevarme a Granada porque me dolía mucho la cabeza. No tendría más de siete u ocho años. Era un dolor que no se concretaba en punto alguno como la migraña o la mala hostia sino que, más bien, me tomaba por entero y se iba perfilando en forma de angustiosa desazón en alguna parte, fuera de mí, que yo aún no he sabido reconocer. En Granada me hicieron todo tipo de pruebas. Me pusieron algo parecido a una malla en la cabeza para detectar las fallas de mi cerebro. Los médicos me preguntaban muchas cosas: que si dormía bien, que si tenía hermanos menores, que si (a parte) alguien me tocaba, que si obraba bien y a esta última pregunta respondí yo que obraba bien pero que a veces pecaba por omisión. - ¿Que si cagas bien niño? Me hicieron muchas pruebas y muchas más preguntas. Yo me sinceré con una enfermera muy
simpática y muy guapa de la que me había enamorado, le conté que empecé a sentir esos terribles dolores de cabeza la vez en que protesté con cólera a mi madre por culpa de la leche que estaba muy caliente. Y mi madre en lugar de reprender mi mal humor reaccionó cambiando la leche de un vaso a otro hasta que por fin se enfrió un poco. Cómo decirle a los doctores que todas mis dolencias me venían del día aquel en que yo veía a mi madre enfriar la leche (como si fuera una pequeña Vía Láctea oscilando entre dos posibilidades extremas) hasta que por fin esta se templó y yo me la pude tomar.
XXVIII MISOENTROPÍA
En cada acto de comunicación hay dolor, por eso antes hablaba poco y ahora no hablo nada. Cuando todavía hablaba la gente pensaba que era un tipo huraño, un ser deleznable que ocultaba oscuras intenciones tras su voto de silencio, empeñado en llevar la circunspección hasta el límite de la indiferencia. Pero yo sé; estoy seguro de que toda nuestra fuerza se nos va por la boca, que al hablar no es uno el que se comunica puesto que nadie puede conocerse a sí mismo; en consecuencia, son muchos los que hablan por nuestra boca. Y esta traición asumida en lo profundo nos produce dolor. Sólo yo sé el trabajo que me cuesta hablar y el pánico que me produce adecuar mis códigos a una persona desconocida. Sólo yo sé el acopio de valor que hace falta para imprecar a quien se ha colado en mi fila, y el esfuerzo visceral necesario para pedir un kilo de tomates sin estar afectado de indefensión, para que parezca que somos como los demás: pero nadie es como los demás. Conozco los engranajes que sancionan nuestra presencia a través del verbo. Por eso sé que la máquina está
gripada, que no vale. La gente se compadece de mí por el anómalo y progresivo estado catatónico que poco a poco me va hundiendo en el lodo de la indolencia. Se compadecen el verme postrado sobre una cama durante tanto tiempo. También sé que les doy miedo porque de mi estado pueden colegir una de las razias que la muerte arma en tierra de vivos. Pero soy yo el que se compadece de ellos, soy yo el que día a día se hace grande, el que confirma su vitalidad con su renuncia al imperio del sentimiento. Ellos pierden su fuerza ante el entramado entrópico que les tiende la vanidad y al final no son nada. Dicen que han sido o que serán, pero no son nada. Por eso aunque los médicos se empeñan en incorporarme al mundo de los que comen pan y pagan impuestos, no obtienen resultado alguno, porque mi voluntad se ha hecho fuerte en su cuartel de invierno. Además, una de las prebendas de las que gozamos los catatónicos es la de poder ver a los fantasmas ; que es como ver el pasado y el futuro a un tiempo sin asustarnos. En todo caso son los fantasmas los que se asustan de mí, del lastre material que aún conservo al otro lado, tendido sobre una cama. Lo entienden como un arma secreta, camuflada tal vez, que podría destruirlos desde el lado doloroso de la vida.
XXIX EL SATÉLITE OBSCURO
Siempre he creído en el concierto de los cuerpos celestes como forma delegada de gobernar el mundo. Es la única vía posible para explicar la dinámica del universo tanto desde un punto de vista físico como espiritual. También creo en la existencia de un satélite oscuro que gobierna los más bajos instintos de los entes animados, tanto encarnados como descarnados. Entiendo que sólo el mal relativo puede justificar el bien absoluto o la mera idea de evolución. Tengo también la absoluta convicción de que los astros rigen el devenir de los cuerpos pránicos a través de los sueños. Marcando con claves todavía desconocidas para mí, los estados de ánimo y de conciencia de personas y animales con que luego actúan durante la vigilia. Por eso soy astrólogo, pero un astrólogo de verdad, curtido por años de estudio, no un charlatán de pacotilla. También imparto clases de astrofísica en la universidad, así que me cuido mucho de propalar mis creencias en círculos que no sean los estrictos de los verdaderos iniciados en este arte categórico que es la astrología, en esta ciencia exactísima del devenir. Me gano un mínimo sobresueldo trabajando para un periódico: mi tarea es la de componer el
horóscopo de cada día. Ni que decir tiene que muy pocos saben de esta concesión que hago al mundo populoso de la prensa escrita. Los motivos están claros: dinero. Es necesario aclarar que apenas pongo empeño en esta tarea y que, en este punto, me comporto como un auténtico charlatán. Cada día me invento la leyenda de cada uno de los doce signos del zodiaco. También hago rotar un mismo mensaje por según que signo dependiendo de la fecha. Tengo un compañero de trabajo, físico como yo, que también cree, y además con vehemencia, que nuestro destino está determinado por la posición de los astros. Pero él no toma ninguna precaución para esconder esa convicción al resto de nuestro departamento. Lo toman ya por un tarado al que se le secó el seso de tanto elucubrar, incluso tengo razones fundadas para creer que se le negó la cátedra por culpa de sus creencias tan poco afines al perfil de un hombre de ciencia. Pero mi colega es un creyente ingenuo. No pasa, en su obsesión por la astrología, de confirmar o negar las predicciones que los horóscopos más infames inventan sobre su signo zodiacal, sobre su persona. Ya se sabe que a ese nivel todo es mentira, que todos los que se encargan de rellenar este apartado hacen como yo: engañar a los lectores. Como soy el único que le sigue la corriente, mi compañero, muchas mañanas, comenta conmigo los designios de su horóscopo detallados en el periódico local. No se imagina ni por lo más remoto que soy yo quien redacta esa sección. El caso es que él es acuario como yo y por eso, a menudo, acierto. Es fácil atinar, tan sólo es cuestión de extrapolar tu estado de ánimo hacia las consecuencias del día siguiente. Además, reconozco que con el signo de acuario soy más preciso y me pongo a trabajar con todos los medios de que dispongo para ser al menos honesto con los de mi mismo signo, aunque le dedique mucho menos tiempo del necesario para ser verdaderamente objetivo y cabal. Mi amigo se sorprende de la exactitud con que el horóscopo de nuestro diario local acierta a calibrar sus emociones y a anticipar sus acciones. Ya sólo cree en las predicciones que yo hago en el horóscopo de mi periódico. –Es increíble. ¿Lo ves? Aquí dice que hoy va a ser un mal día, jaqueca, dolor persistente de cabeza y llevaba ya tres aspirinas antes de leer esto. Por si acaso yo también me tomo una aspirina, ya se sabe, somos del mismo horóscopo. Un día entró muy azorado en nuestro departamento, enseguida agarró el periódico: –Ajá..., lo sabía, hoy he tenido una discusión tremenda con mi mujer. Su horóscopo anticipaba problemas con su cónyuge. Reconozco que quedé muy sorprendido ante ese hecho casual. En seguida y, por si a caso, llamé a mi mujer, a María, para expresarle lo mucho que la quería. Vino una mala racha; cuestión de dinero. Me había metido de cabeza en un negocio y la cosa no funcionó. Necesitaba una cantidad no poco importante en un plazo de tiempo inminente. Decidí pedírselo a mi compañero y él me lo entregó sin rechistar. Confieso que no me sorprendió, en el horóscopo de aquel día se podía leer: “Un compañero podrá requerir de usted todo su apoyo, quizás, económico. Atienda a su demanda sin vacilar. Este gesto se verá muy pronto recompensado con creces”. Me sentí asqueroso y sucio pero aquel dinero me era imprescindible para seguir adelante. Estaba claro: el satélite oscuro estaba influyendo en mi voluntad por encima de cualquier otra contingencia. Conseguí muchas otras cosas de mi crédulo compañero a través del ardid del horóscopo. Conseguí más dinero, que me prestara su apartamento de la playa, incluso que cubriera de buen grado todas mis clases de primera hora durante un cuatrimestre entero.
Cuando conocí a su mujer me enamoré de ella, fue un flechazo. A partir de aquel día, el horóscopo de los acuario mencionaba reiteradamente a sus parejas e invitaba a los implicados a no despreocuparse de ellas y a introducirlas en nuevos círculos, preferentemente sin salir de los ámbitos laborales. Mi amigo estaba absolutamente a merced de mi horóscopo. Entendía él que tenía certeras pruebas de su validez y no iba ahora a dudar de sus puntuales advertencias. El horóscopo le iba marcando muchas pautas. Hablaba de la salud de su matrimonio, de la conveniencia de que una tercera persona aportara comunicación y equilibrio a la relación... Más tarde el horóscopo recomendaba a los acuarios que propusieran un viaje a su consorte en compañía de otra pareja (preferentemente del entorno laboral). Se indicaba a su vez que sería beneficioso que el viaje se fundara más en un compromiso de afecto entre ambas parejas que en un mero periplo por placer. Pasado un tiempo, el horóscopo alentaba a sus lectores acuarianos para que se ausentaran por unos días del hogar. También se explicaba que sin duda este distanciamiento iba a fortalecer los lazos conyugales cuando se produjera el reencuentro. Entonces fue cuando aproveché para seducir a la mujer de mi amigo, había ido preparando ese momento con sumo cuidado y todo salió bien. Al cabo de unos meses el horóscopo decía con todo descaro que, posiblemente, los nacidos bajo el signo de acuario, sobre todo los comprendidos entre el veintitrés y el veinticinco de enero (mi amigo nació el veinticuatro) iban a tener problemas irresolubles con su pareja y que, en tal caso, sería mejor dejar que los acontecimientos siguieran su curso. No pasó mucho tiempo hasta que la mujer de mi amigo se entregara a mí sin ningún tipo de requerimiento, ya sin el estorbo de su marido. Fue entonces cuando supe que no la amaba, que seguía queriendo a María aún más si podía caber. Por esa misma fecha, mi mujer me dejó y se fue a vivir con mi amigo el físico. Cumpliéndose así los designios de mi propia maquinación, de mi horóscopo, conmigo también (yo nací un veintitrés de enero). Había puesto tanto empeño en mis abyectas intenciones que descuidé por completo la atención y el respeto que debía a mi esposa. Ahora yo comparto mi vida con la ex-mujer de mi colega y, aunque sigo ratificándome cada día en mi amor por María, intento dar todo lo que puedo de mí a mi nueva compañera He intentado que las cosas vuelvan a ser como antes por medio del horóscopo, que volvamos cada cual con nuestra inicial pareja, pero mi amigo ya no pica. María lo tiene sobre aviso. Si hay algo que corroa más que el ácido sulfúrico es la duda. Una sospecha que lleva a preguntarme por el momento concreto en que mi mujer confesó a mi amigo que yo era el encargado de redactar los horóscopos de la prensa local. Tal vez fue muy al principio, cuando todavía estábamos casados y bien avenidos, y ella tenía la explícita prohibición de no comentar ese tema con mi amigo. Si se hubiera dado ese caso –una alevosa indiscreción– querría decir que el satélite oscuro me tomó como un simple instrumento y yo podría tener mi conciencia tranquila.
XXX EL ESPÍA
Siempre he sido una persona noctámbula. Ya desde pequeño me costaba trabajo dormirme si no imaginaba historias. Al principio, imaginaba que era tres hombres que corrían aventuras paralelas. Por eso cuando fui a clase de catequesis no me resultó difícil comprender el misterio de la Santísima Trinidad. Los otros niños me tenían tirria porque pensaban, quizás, que yo masticaría mi primera comunión con Dios mucho antes que ellos. Pero al final, todos asumimos nuestra comunión el mismo día; aunque muchos no comprendieran que Dios era uno y trino. Continuamente tenía que imaginar historias para poder dormirme, historias interminables que poco a poco se confundían con el sueño. Aunque en el otro lado, en el de los sueños, los tres hombres que yo era no se llevaban tan bien. Pronto me cansé de ser tres personas y decidí ser sólo uno, que, por cierto, no se parecía en nada al adulto que ahora soy. Era apuesto y amable, con sombrero, traje y corbata. Pero siempre lo imaginaba en blanco y negro, quizás, porque entonces no había televisores en color o quizás, porque como dicen, todos soñamos en blanco y negro. En mi cuarto había dos camas: en una dormía mi hermano mayor y en la otra yo. No podía dormirme si no notaba la presencia de mi hermano a mi lado, el bulto cándido de su cuerpo bajo las sábanas. Los fines de semana mi hermano iba a la discoteca como todos los mozos del pueblo y se acostaba tarde. Entonces yo tenía que alargar las tribulaciones de aquel cursi con sombrero hasta que mi hermano volvía. Debería de haber dos mundos, uno para los que viven por el día y otro para los que, como yo, perturban la quietud de la noche. Y así poder irme a vivir al mundo de los noctámbulos, de los tacinocturnos. Para no ser molestado a las doce del mediodía por la radio de la vecina, ni oír el chillerío de los niños cuando regresan del colegio. Seguramente, algún curioso diurno se pasaría a nuestra zona cualquier noche para espiarnos. Pero nosotros lo descubriríamos, veríamos en su cara y en sus gestos una mecánica afectada, marcada por los hábitos del horario productivo. Lo descubriríamos y lo expulsaríamos como a un traidor inmundo. Por eso, cuando dejé de ser niño, busqué siempre trabajos con el turno de noche o de tarde, para que así, con el desgaste de la noche, mi cuerpo se fuese reconciliando por agotamiento con mi mente, y mi alma, con el resto del mundo. Era como tomar un suero plácido que gota a gota iba aportándome la capacidad de poder pensar, como la pérdida de algo molesto ya presentida. Cuando me pasaron al turno de mañana no lo pude soportar. No encontraba ningún momento que me devolviera el sosiego y la suficiencia que hallaba al final de la noche. Así que me dieron por loco. No porque le dijera a los médicos que yo no era uno sino tres, sino, más bien, por mi incapacidad manifiesta para coordinar movimientos e ideas en horario laboral. Ahora vivo más ancho que Pancho con mi paga de tonto. Tengo una minusvalía de un no sé cuantos por ciento, según los índices que la burocracia sanitaria aplica a la tontura. Todas las noches
espero dulcemente a que amanezca para comprar la prensa y algunos víveres. Y aunque mi economía se ha recortado bastante, recorro sin la crispación de los demás las calles recién despabiladas. En el kiosco y en el mercado me conocen ya bien y me tratan con cortesía. Creen que soy uno de ellos. Pero no saben que soy un espía que se va a su casa a sobar.
XXXI EL VERBO ELEGIDO
Yo soy Dios y soy español aunque el pueblo elegido no es el español. No hay pueblos elegidos. Antes de que existiera España o cualquier otra cosa yo ya era español, no por patriotismo divino sino por pura obligación formal: tenía que hablar en alguna lengua para poder crear el universo ya que fue el Verbo quien creó el mundo. Así que soy un Dios español porque hablo en español, o mejor dicho en castellano. Nadie puede imaginar la infinidad de mundos que han sido creados y recreados con el español. Muchos mundos sostuve con la mirada por puro amor. Pero reconozco que soy un Dios rencoroso y no soporto la ingratitud, no aguanto que la gente blasfeme. Cuando alguien se caga en Dios, cielos y tierra se remueven dentro de mí, precisamente porque la palabra es lo único que tiene el hombre, lo único verdaderamente sagrado y no está bien que ensucien mi nombre con un don que ni siquiera me pertenece a mí. Es como si me clavasen una puya en la parte más sensible de mi intención creadora, en mi amor. Los tratados de teología hablan de que Dios es omnímodo, omnisciente, omnipotente y omnipresente. Pero Dios no puede ser omníglota, no puede hablar todas las lenguas, sólo habla español para que la vocación creadora de su verbo no pierda fuerza, para que su amor no pierda consistencia. El caso es que me percaté de mi limitación verbal cuando el diablo vino a quejarse porque el infierno estaba lleno de hispanohablantes –habida cuenta de mi absoluta intransigencia con la blasfemia– y en consecuencia la gente de los demás países se escapaba en ese punto por mi incapacidad de interpretar sus palabras. En cualquier momento, un chino o quizás miles podían estar cagándose en mí impunemente, escapando al castigo eterno por no ser yo un dios cultivado y experto en idiomas. Así que puse a los que estaban a mi derecha a trabajar: ya estaba bien de vagar por las nubes con cara de tonto. Los puse a estudiar idiomas. Investí a santos y beatos con el deber sagrado de detectar y sancionar a los blasfemos de todas las lenguas. La mayoría de los santos, que eran mártires de la época romana, se quejaban de que ellos hablaban una lengua muerta y por esa razón les costaría mucho ponerse al día. Pero fui inflexible con ellos y les obligué a que al menos aprendieran una lengua romance. El problema estribaba en los chinos. No tenía santos chinos, ni siquiera beatos, y nadie del gremio celestial estaba dispuesto (por lo complejo del empeño) a aprender esa procelosa lengua. Así que tuve que encomendar esa ingrata tarea a gente sin aura. Pensé en los españoles que se colaron en el cielo de rondón tan sólo por ser piadosos y no blasfemar. Se colaron a pesar de haberse ensañado con el pobre gracias a su empeño por mantener mi nombre en alto, junto a los estandartes de la Patria y el Deber. Españoles de otro tiempo que murieron en su cama rodeados de los suyos. Les encomendé ese arduo trabajo a modo de purga, quizás, porque no tenía mi conciencia tranquila. También porque sabía que este tipo de gente, cuando tienen un líder incontestable, o sea, yo, pueden ser muy eficaces. Y además sabía que no rechistarían aunque mis órdenes fuesen confusas. A la postre, esa ralea de españolitos píos y devotos consiguió que no hubiera ningún chino que escapara al control celestial. Por contra, sabiéndose imprescindibles, esa nueva casta reclamó para sí un nuevo estatus que les otorgara más preeminencia en el ámbito de los círculos celestiales. Y así fue. Pero con el tiempo la cosa fue a peor. El infierno estaba atestado de blasfemos y el diablo se quejaba nuevamente con razón. El cielo no iba bien, mis eficaces oidores se estaban extralimitando, replicaban a tronos y a arcángeles arguyendo que ellos tenían comunión directa conmigo. Ante el descontento general y el trastrueque de categorías, muchos santos vinieron hasta mí para quejarse y
me vi forzado a encomendar a la orden de los españolitos píos la misión de organizar un nuevo servicio que investigara la dirección de las palabras de los santos. La cosa no iba bien, incluso me consta que hubo reuniones secretas de la nueva cúspide fiscal para dirimir si yo blasfemaba. De modo que me vi forzado a aprender yo mismo todas las lenguas para prescindir de un sistema que percibía ya como peligroso. Ahora conozco todas las lenguas, soy omníglota, pero la fuerza creadora del Verbo se ha resentido y noto que no tengo tanto amor. Lo peor es que no hay manera de quitarme de encima a los españolitos que me ayudaron a montar el servicio de espionaje. Siempre están rondándome para proponerme empresas similares, porque creen que después de este cielo hay otro.
XXXII LAS VIRTUDES TEOLOGALES Aunque aun era joven, Había perdido la ilusión y todo deseo de vivir. Empeñado ya por la falta de proyectos y por la peor de las soledades: la incapacidad absoluta de sentir y de sentirme sentido. Vivía sin solución, en un continuo revoque hacia mí mismo –narciso impertinente-, sin más escapatoria que los estados de ebriedad, pero apenas ya apreciados como un mal trasunto de lo que en otro tiempo pudo ser confortable y reparador. Me arrastraba entre un calendario trifasico de resacas y una marea de auto reproches que se prolongaban hasta la idea, siempre morbosa y embaucadora, del suicidio. En este punto, fue cuando conocí a Marifé. Ella hizo desempolvar en mí, estados que mi ánimo jamás antes se atrevió a concebir, sazones que por culpa de la torpeza de mi ego habían sido relegadas por inopinadas y también por puro cretinismo. En esa idiotez estólida y fecunda de asentimientos y zozobras que los más osados llaman amor, encontramos nuestro lugar en el mundo, nuestra propia vía media. La relación que mantuvimos se apuntalaba en una pasión opuesta a la necesidad de poseer o de ser poseído, aunque la pasión difícilmente puede sustraerse a esa contingencia. Tan comprometidos estábamos en esos términos, en ese amor tan poderoso, tan poco cuantificable, que se nos hacía por momentos insoportable. Fue, entonces, cuando vino Eliseo, carne de nuestra sangre, sangre de nuestra carne. La vida nos invitaba a tener fe, nos abría las compuertas de un mundo por imaginar, encofrado dentro de una criatura que movía sus bracitos y sus piernitas con una asimetría tan tierna que nos hacía pensar , por momentos, en la existencia de un dios bondadoso y sublime o en algo parecido. Intercambiamos alianzas en un juzgado de Granada. Ella iba de blanco y no solo lo digo por su aura. Un borracho hijoputa con prisa, de la ralea de los pagaletras sin sonrisa –soplapollas inmundo- , se salto la mediana con su 4x4 y empotró a mi mujer y a mi hijo contra un tráiler. Dijo que volvía de comprar el pan. Muertos en el acto. A Esperanza la encontré mucho más tarde, embebido ya por vapores de la edad provecta. Ella vestía de glauco fulgente el día que la conocí en una Escuela de Oficial de Idiomas, yo quería aprender inglés y ella francés. Dos personas que se encuentran en horas bajas, en lo más pétreo y anticlinal( o sinclinal no entiendo de geología) de sus vidas, dos personas que se reconocen y no saben qué hacer, acaso follar, follar hasta más no poder reconocerse. Al punto, esa maquinaria de actos, en un principio concebidos como impropios, como única forma de oposición a la obscenidad, esa mecánica del desafuero, se fue convirtiendo, poco a poco, en algo parecido al amor pero que ya no se podía llamar amor. Tampoco era el cariño de de la pareja de abueletes que acartonados por la reciprocidad hacen piña para enfrentarse a la muerte o a un desalojo forzoso .Era un casi amor surgido del puro roce, de la necesidad furiosa de esperanza. La cosa acabó bastante mal. Normal. Después de lo de Esperanza un sopor espeso me llevó hacia un largo sueño, o quizá fue al contrario, un largo sueño devino en un sopor espeso. Cuando desperté ya era viejo y estaba postrado en la cama de un hospital. La noche en que sabía que me iba a morir (todos lo saben) vino Caridad, la enfermera de guardia. Posó su dedo índice sobre mis labios como para requerirme silencio e hizo que la siguiera (yo que apenas podía erguirme), me llevó a un cuarto oscuro y me cabalgó (a mí que hacía mucho tiempo que los cuerpos cavernosos de mi entrepierna se habían cerrado al impulso de mi soberbia y al flujo de mi propia sangre). Me folló y no recuerdo más. Caridad tenía (y todavía tendrá) marido, dos hijas y una casa adosada en las afueras.
XXXIII EL SALTADOR DE BALIZAS
El alba se anunciaba como el preludio de una nueva vida. Muchas veces quiso ver en las primeras luces del día esa señal esperada, esa bandera blanca que validara un salto portentoso. Ir tomando impulso a lo largo de la noche, ir haciendo acopio de fuerzas y saltar. Caer en otro mundo y levantarse asquerosa y felizmente embadurnado de arena y sudor. Incorporarse para certificar con exultante dicha la amplitud de su salto, su última huella y saberse ganador. Poseedor de un nuevo récord. Bandera blanca. Estuvo esperando el momento de ese gran salto durante toda su vida pero siempre le atenazó el temor de caer al vacío. Se entrenó a conciencia para el gran día pero se ha visto forzado a ver como ese instante se ha diferido infinidad de veces por culpa de los vicios que todo entrenamiento sistemático implica. El método: como bálsamo contra la soledad y la fuerza de voluntad: como garantía de progreso. Sabía que contaba con una constitución excepcional y una capacidad de aceleración impresionante. Así que el método lo llevó hasta la ubicación referencial, a buscar mujer e hijos. Y su fuerza de voluntad aportó todo lo necesario para que una familia sea feliz: Niños bobeando felicidad como consecuencia de sus juguetes caros y una mujer preciosa que da huevos Kinder a sus retoños sonrientes. Que más pedir. Sentía que haber luchado tanto para apuntalar a su familia en estrato de las familias con gran casa unifamiliar de dos cocheras no era suficiente. Lo habían engañado. Se sabía saltador de largo alcance desde siempre y tan sólo había conseguido un triunfo objetivo: sabido por todos. No era suficiente, se sentía como un simple saltador de balizas. Pero asumía la ilusión de interpretar que no era él el saltador de balizas sino su doble, un recambio que siempre trabajó para él sin preguntar nada. Aquel que asentía displicente ante la presunción de sus superiores, aquel que amaba a su mujer ya casi con desgana, aquel que leía la prensa todos los días por sistema, como la señal de partida de un día correcto, aquel que negaba unas monedas a los mendigos callejeros por puro temor, porque entendía, quizá, la caridad como un acto de valentía. No, él no era ese, el mediocre saltador de balizas, él era un gran saltador de longitud que esperaba su gran momento. Mientras, dejaría al otro, a su doble balizador aumentar el patrimonio ganancial de la familia, le dejaría decir no a los mendigos y leer la prensa a primera hora. Pero el problema de los grandes saltadores estriba en que dependen de muchos factores: de la naturaleza del viento, del estado del tartán y lo peor de todo es que no saben cuando están en estado óptimo de forma. Su entrenador les planifica una rutina de entrenamiento milimétrica para que rindan en una fecha concreta pero un mal sueño en la noche de la víspera lo echa todo por tierra. Tres nulos seguidos. De modo que empezó a perder confianza porque lindaba ya con el momento en que la naturaleza, la fisiología comienza a traicionarnos. Empezaba ya a sentirse viejo, a no saber reconocerse y a conformarse con la vida de su doble. Pensó en dejar a su mujer y a sus hijos e irse a la India o a Sudamérica para encomendar su ministerio hacia los menesterosos. Pero rectificó, porque no otorgaba a esa decisión la categoría de gran salto sino que lo entendía, más bien, como un ímpetu que la vanidad acciona para hacernos creer que en el fondo somos buenas personas. Para equiparar la renuncia con la bondad, con la justicia. Pensó en muchas cosas parecidas para verse forzado a tomar impulso pero nunca saltó. Su doble murió viejo y burgués y él se murió con su doble. Dejó para su desconsolada esposa una pensión de viudedad más que sustanciosa además de los réditos de su seguro de vida. Y para sus hijos un capital en bienes raíces suficiente para que no tuvieran que trabajar en toda su vida. Se
murió sin dar el gran salto, sin demostrar lo que siempre quiso demostrar: que no era como los demás. Pero se murió como los demás, sin saltar. Su falta de decisión o de valor ha redundado positivamente en los hábitos de sus hijos que no tienen necesidad de saltar de la cama para apagar el despertador cuando todavía no clarea, ni tienen la costumbre de leer la prensa a primera hora de la mañana, ni necesitan buscarse un doble que diga no a los mendigos. Sus hijos se empeñan en no saltar, como si su día a día fuese la consecuencia de una maldición alcmeónida, donde la afrenta de sus manes no se limpia por medio de la virtud sino que trata de justificarse a través de la dejación, de hacer como si nada hubiera pasado, como si un hombre no hubiera existido.