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Hablar como y con los muertos

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Hablar como y con Juan Cárdenas los muertos

Habrá quien se sienta amenazado y no es para menos. Escribir no es rentable para casi nadie y el panorama puede ser desolador si encima vienen las máquinas a quitarnos un trabajo escaso y mal pagado (…) Personalmente me interesa la pregunta de qué pasará con la literatura.

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Hace unos meses la escritora Vahuini Vara empezó a colaborar con los desarrolladores de un software conocido como gpt-3 (abreviatura en inglés de Transformador Generativo Pre-entrenado). El programa utiliza la inteligencia artificial para generar textos a partir de unas pocas frases que el usuario introduce a manera de guía y eso le basta al aparato para imitar cualquier estilo con suficiencia y virtuosismo. «Sentí que había algo de ilícito en lo que estaba hacien- do lo que ella nunca había podido contar. do», cuenta Vara. Al fin y al cabo, ella y Los resultados, divulgados en un artículo su marido se ganan la vida escribiendo publicado por believermag.com, son coartículos para distintas publicaciones, mo mínimo impresionantes. La máquina un oficio cada vez más precarizado y ba- se convirtió para Vara, no ya en un simple jo permanente amenaza de desaparecer gadget de redacción, sino en una auténtica con la llegada de esta clase de aplicacio- tabla de Ouija capaz de comunicarla con nes digitales. el reino de los muertos.

Una noche, mientras jugueteaba con Esta historia se suma a la de Marius el software y aprovechando que su ma- Ursache, un desarrollador de tecnologías rido ya se había quedado dormido, Vara experimentales que conformó un equipo pensó en el hecho de que nunca había para construir Eterni.me, un software de conseguido escribir nada sobre la muer- inteligencia artificial que, según aseguran te de su hermana, un tema que invaria- sus creadores, será capaz muy pronto de blemente la empujaba al bloqueo creativo. Decidió entonces fabricar alter-egos digitales que nos sobrevivirán incluso desalimentar al gpt-3 con algunas frases acerca de ese doloroso pués de que hayamos muerto, de modo que nuestros seres asunto y, para su sorpresa, el programa comenzó a escribir to- queridos podrán seguir hablando con nosotros de manera póstuma. Ursache está convencido de que su invento puede ser muy útil para sobrellevar mejor el duelo, pues, en definitiva, es casi imposible distinguir lo que dice la máquina de aquello que dirían las personas reales si estuvieran vivas. Si echas de menos a tu abuelita fallecida, como le sucedió al propio Ursache, nada mejor que poder contactar con ella a través de esta aplicación que sus creadores describen como un Skype para hablar con los muertos. Habrá quien se sienta amenazado y no es para menos. Escribir no es rentable para casi nadie y el panorama puede ser desolador si encima vienen las máquinas a quitarnos un trabajo escaso y mal pagado. También podemos levantar serias objeciones acerca de la idea del duelo que tienen Ursache y sus amigos y es obvio que toda esta aventura tecnológica podría derivar en escenarios distópicos. Personalmente me interesa la pregunta de qué pasará con la literatura. ¿Acaba-

rán las máquinas con nuestra forma de entender esa extraña práctica milenaria? ¿Destruirán los software de ia nuestras capacidades para escribir? ¿Es así como llegaremos al tan temido analfabetismo total? ¿Los escritores seremos reemplazados por los aparatos?

A riesgo de equivocarme o de sonar frívolo, creo que todos esos miedos están infundados y en general son el resultado de malentendidos acerca del arte de la literatura. A menudo se confunde al autor (una función social y formal del texto mismo) con el individuo (una fantasía ideológica muy específica de cierto desarrollo histórico moderno) y por ello se piensa que el autor-individuo constituye algo así como la fuente única de la que emana el arte. La literatura, según esa fantasía refrendada con todas las mitologías alrededor de la autonomía personal y la figura autoral, funcionaría entonces como un acto creativo que surge de una voluntad cerrada sobre sí misma, de una mónada que opera desde un cálculo de intereses. Escribir es, según esa concepción triste, expresar una interioridad, un Yo. ¿Pero es realmente así? ¿Quien nos habla en un texto es necesariamente un individuo? ¿Qué es eso que habla en un texto? Lo cierto es que vivimos en un mundo confuso y ocurre que, mientras se hacen serias críticas a la noción de Autor como genio y se desmontan los presupuestos de la Autoridad en un sentido muy amplio, también se reivindica la irrupción de las voces de los históricamente oprimidos en literatura, lo cual sería digno de celebrar si esas voces no estuvieran sometidas, por parte del mercado y las instituciones, a los mismos procesos de fetichismo individual con los que antes se ungía a los grandes maestros. Desde distintos espacios de legitimación, académicos o mediáticos, se insiste en la necesidad de derrocar a los ídolos caducos para que oigamos, por fin, la voz del subalterno que, de este modo, pasa a ocupar una curiosa posición de privilegio epistémico. El Sufriente se ha convertido en la nueva autoridad, el sabio de la tribu. Según el nuevo credo silogístico, para ser un sabio antes hay que sufrir y si has sufrido seguramente estás en posición de conocer mejor y saber más. El Sufriente es el nuevo genio, con lo cual vemos que no se trataba de llegar hasta las últimas consecuencias en el desmontaje de la noción de Autoría, sino de ofrecer nuevas maneras de perpetuar la confusión liberal entre individuo y autor, una confusión que encuentra su nicho perfecto en la idea del autor como propietario exclusivo de sus creaciones: el autor como marca que representa unos intereses económicos y simbólicos, el autor-emprendedor. No es difícil ver hasta qué punto hemos conseguido tumbar las estatuas pero dejamos intactos los pedestales.

En suma, la deseable irrupción de las voces «otras» o «diversas» no ha significado la destrucción o siquiera el cuestionamiento acerca de los modos en que el capitalismo sigue determinando nuestra idea de lo que es y hace un autor. De ahí que nos estemos ahogando, de un tiempo a esta parte, en el estancado pantano de las literaturas del Yo. Al fin y al cabo ya nadie puede hablar desde otro lugar que no sea el que le han asignado. Las cartas están repartidas y es el mercado, apoyado en la mala conciencia de cierta crítica académica, el que está decidiendo quién puede hablar de determinada manera y quién de otra. Y la principal afectada en toda esta confusión es la literatura misma, cada vez más encerrada en formas espurias de la intimidad o el victimismo narcisista.

En ese sentido, me interesa la llegada de los software basados en ia porque, según se deduce por experiencias como la de Vahuini Vara, la despersonalización casi absoluta de los procesos de escritura vuelve a conectar el acto de la lectura con funciones arcaicas de la literatura: la supervivencia de lo oracular, un extraño trance donde Yo y Yo no coinciden, una lenta metamorfosis que nos permite convertirnos en algo que nunca seremos, pensar de formas que serían inalcanzables por otros medios, devenir objetos, animales, seres inverosímiles y, al final, hablar como y con los muertos. Los softwares de ia vienen del futuro para reconectarnos con un pasado perdido donde la poesía era un regalo de los dioses, que se valían de los poetas como meros vehículos para arrebatarnos y arrojarnos al éxtasis (literalmente, a sacarnos de nuestro lugar asignado). Una poesía sin autores-propietarios, una poesía del Ello donde el Yo es apenas una convención, un tubo vacío por donde sopla el viento de lo posible.

Vale la pena recordar que cosas similares ya tuvieron lugar en las artes visuales o la música. Cuando a mediados de siglo xx se introdujeron los sintetizadores y se implementó el uso de máquinas para componer y ejecutar sonidos organizados, muchos se resistieron siquiera a llamar música a lo que se hacía con esos nuevos medios y se valieron de argumentos muy parecidos a los que se usan para rechazar hoy los software de escritura: la automatización del trabajo, la supuesta deshumanización del proceso, etc. Otro tanto sucedió cuando las vanguardias inventaron el ready-made hace cien años. Podemos decir que la literatura sencillamente se está poniendo al día. Ni la música ni las artes visuales han muerto con la llegada de estas innovaciones, tampoco desaparecieron del todo los indeseables «genios» ni la tiranía del mercado, pero sí se produjo una transformación radical en la manera en que se leen esas artes. Nada nos mantiene a salvo del peligro de la distopía, sin duda, pero me atrevo a ser optimista con la literatura asistida o totalmente creada con ia: las máquinas, concebidas como sistemas de lectura creativa, podrían liberar al texto de su vínculo perverso con un supuesto propietario y harían posible, nuevamente, una líbido de la lectura en tanto zona liminar entre lo vivo y lo muerto, entre el mundo de los humanos y el mundo de los dioses. •

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