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Psycho Killer
Carlos Velázquez
@Charfornication
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Viaje sentimental por mis viniles
Leí en Old Records Never Die, de Eric Spitznagel (Contra, 2017), que la fruta prohibida de los viniles son aquellos que en su portada ostentan impresa la leyenda «Promotional Copy. Not For Sale».
Lo primero que me vino a la mente fue mi vinil New York de Lou Reed. Lo compré en Tijuana, en la Ciruela Eléctrica, a ciento venite pesos. Es un ejemplar para prensa. Lo primero que hice al llegar a Towers fue consultar su valor en Amazon. Solo había uno a la venta y costaba cinco mil y tantos varos. Y yo que todavía me había atrevido a regatear el precio. Si ese costaba tanto, el mío, por portar la advertencia Not for sale seguro que valía más. El disco estaba descatalogado. Por fin el año pasado Record Store Day lo reeditó y ahora es posible hacerse de una copia. Sin embargo, el que tengo dentro de mi colección es una reliquia jugosa al que se le puede sacar una buena lana. Pero no pienso venderlo.
No pensaba leer el libro de Spitznagel. No por el momento. Antes tenía que liquidar On the Road. La releo cada año. Es uno de mis rituales. Como cenar solo en Año Nuevo o comer espinazo todos los lunes en el Salón Versalles. Pero como el libro trata sobre los viniles no resistí la tentación de hojearlo. Y terminó por abducirme. No paré hasta terminarlo. La premisa es bastante desquiciante. Spitznagel se propone recuperar sus discos de juventud. Algo bastante sencillo ahora que se ha reeditado casi todo en vinil. Pero cuando se refiere a sus discos es literal. Quiere los mismos. Con sus marcas de identidad, un teléfono escrito en uno, un nombre garabateado en otro, uno más con la portada pisoteada.
Su propósito lo lanza a un viaje tanto físico como emocional por Chicago y sus alrededores. Visita tiendas de discos, la casa de su infancia y la universidad a la que asistió. Las andanzas de Spitznagel son posibles gracias a que los viniles tienen historia. El formato. Los CD’s no despiertan la misma pasión. No importa que en nuestra casa alberguemos cientos de ellos como animales disecados, como trofeos que levantamos victoriosos en otra época y que ahora acumulan polvo porque qué güeva pasarles un trapo. Por el contrario, los viniles cuentan historias. Ni el casete, con todo lo funcional que fue en un tiempo, y mucho menos el streaming, tienen ese poder.
Siempre me he preguntado cómo habrá llegado mi disco de New York a la Ciruela Eléctrica. Quizá perteneció a algún
Spitznagel que se deshizo de él en un momento de desesperación económica y lo estará buscando con ahínco en el área de San Diego. Inspirado por el libro decidí rebuscar entre mi colección de discos y me topé con uno que tiene un background especial. Y tiene conexión con una morra. Ann y yo nos oteamos apenas unos segundos un sábado en un bar. Nos presentaron de manera efímera, pero bastó para prendarnos. El lunes ya nos estábamos buscando por Instagram. Tras un intercambio de mensajes privados acordamos de vernos en su chante. Me puse mi sudadera y salí rumbo al metro. Trepado en el vagón me pregunté: ¿en serio, Carlos? Era el mal ejemplo de Spitznagel. Qué eran doEn la sala del minúsculo departamento deambulaban cuatro gatos. El negro se llace estaciones y un transbordo cuando él había recorrido cientos de kilómetros. Una hora después estaba en el depa de Ann. maba el Ingeniero. La cafecita Tardé más de una hora en percatarAlmendra, en honor a la banda me de que me había sentado junto a un de Spinetta. Y escuchando al Theremin. Flaco y después de varias chelas nos saltamos encima uno al otro. Su cuarto era una especie de tugurio para santos. Tenía ¿Y esto?, pregunté. Me lo regalé de cumpleaños, contestó. Ann me gustaba. Pero cuando dijo eso me gustó más. Imaginármela furetratos de varias diosas de la mando mota y jugando con el Theremin divinidad. Y una efigie peque- como Joe Bonamassa en «The Ballad ña de la santa muerte. Apagó la luz y encendió varias velas. of John Henry» me pareció irresistible. Pero lo que más me atrajo fueron sus tatuajes. El cuarenta por ciento de su cuerpo estaba cubierto de tinta. Qué sexy, pensé cuando vi una foto de ella en Instagram en traje de baño. En un pizarrón de corcho hay varias acuarelas de mujeres desnudas. Me contó que era partícipe de unas tertulias exclusivas donde se reúnen a empedarse y a dibujar. Jueves de encueradas, dijo y soltó una risotada. Creí identificar cierto tono lujurioso en sus palabras. A veces no llega la modelo y poso yo, dijo. Le creí, porque estaba buenérrima. Es yogui. Y al parecer eso le otorga licencia para lucir en forma. Soy una gorda en pausa, se sinceró. Soy bien tragona. Siempre tengo hambre. Lo constaté más tarde cuando pidió tacos a Los cocuyos como para siete personas y solo cenamos nosotros dos. El elemento decepcionante de the whole picture es que no había una bocina decente. Escuchábamos música en la Bose más mini de la historia. Me entraron unas ganas crazys por largarme, pero me las aguanté.
En la sala del minúsculo departamento deambulaban cuatro gatos. El negro se llamaba el Ingeniero. La cafecita Almendra, en honor a la banda de Spinetta. Y escuchando al Flaco y después de varias chelas nos saltamos encima uno al otro. Su cuarto era una especie de tugurio para santos. Tenía retratos de varias diosas de la divinidad. Y una efigie pequeña de la santa muerte. Apagó la luz y encendió varias velas.
Ay, güey, me dije. ¿Entrevista con el vampiro?
Nos desnudamos. Yo me despojé de mis eternas fachas y ella de su atuendo. Vestía toda de negro, pero no era darks, lucía más como una beatnik del Centro Histórico.
Después del coitorreo dormité un poco. No alcancé a roncar por el sonido de los cuencos tibetanos. Mientras jugaba con ellos pensé que podríamos formar un dueto. Ella en los cuencos y yo en el Theremin. Seguro que nos invitaban al Festival Cervantino.
Tacos, gritó y aplaudió cuando vio que me había desperezado.
Volvimos a la sala y pidió los tacos por Rappi.
Toma, dijo, sé que te gusta la música, y me extendió su teléfono para que eligiera el soundtrack.
Puse el cóver de «Out of Time» de Blur hecho por Joan As Police Woman. Mientras taqueábamos le dije que en breve tendría que marcharme. Antes de las doce que cerraran el metro.
Puedes quedarte a dormir, me dijo. ¿Tienes cbd?
Por supuesto, dijo triunfante.
Ah, pues en that case.
Volvimos a su cuarto para el segundo round. Echados sobre su cama, con la vista clavada en el techo me dijo que quería darme las llaves del departamento. Y me las dio. Sacó unas copias de su bolsa y las eché en la bolsa de mi pantalón. Me dijo que cada vez que viniera a la Ciudad de México podría quedarme con ella.
Pero compra una bocina decente, le pedí.
Tú me ayudas a escogerla, dijo.
Así que ha llegado el momento de abandonar mi amado Coyoacatitlán, pensé.
Estaba cantado que la conversación derivaría hacía lo verdaderamente íntimo: los viniles. Ann tenía unos cuantos en su depa. La mayoría de sus discos se los había quedado su ex marido. Se habían divorciado por la afición de él a los trans. Me confesó que no había querido enseñármelos antes. No me ofreció una razón. Pero supongo que su intuición le dictaba que no lo hiciera.
Afirmó que no le pesaba haber perdido los discos. Que solo uno le dolía. Pero ese no estaba en poder de su ex. Se lo habían robado. Era un doble en vivo de Joy Division. ¿El vinil es blanco?, pregunté.
Ajá, dijo con añoranza.
Sabía de qué disco se trataba. Es uno grabado el 11 de enero de 1980 en Paradiso, en Amsterdam. Y lo sé porque el disco lo tengo en casa. Me lo regaló la persona que se lo robó mucho antes de que yo conociera a Ann. El bootleg está prensado por una label pirata llamada pro fac iii.
No sé por qué me abrí de capa. Ahora comprendo que no debí.
Ese disco está en mi poder.
Qué, preguntó sacada de onda.
Me lo dio la persona que te lo robó. Se llama tal.
Volteó su rosto hacia un lado y se quedó callada mirando al vacío. Segundos después se levantó de un salto.
Devuélveme mis llaves, me exigió.
Pero Ann, traté de suavizar la situación.
Lárgate de mi casa, gritó.
Oye, Ann, por qué me corres si yo no tengo nada qué ver, dije mientras me vestía.
Oh, ustedes, pinche gente de Torreón, dijo.
Y me largué con la cola entre las patas.
Y esa es la historia de mi vinil Amsterdam 1980* de Joy Division. •
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