Shakespeare en España

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INTRODUCCIÓN There was ever more in him to be praysed, then to be pardoned Ben Jonson, Timber.

I Cuando en 1776 Pierre Le Tourneur empezó a publicar sus traducciones francesas de toda la obra dramática de Shakespeare, Voltaire no pudo contenerse. Escribió una airada carta al Conde de Argental llamando miserable al traductor por juzgar a Shakespeare «le dieu du théâtre» y acusándole de silenciar el gran teatro francés de Corneille y Racine. Al mes siguiente defendió una famosa Lettre à l’Académie Française ante los miembros de esta institución, reprochando a Le Tourneur su olvido de Racine, de Corneille —e implícitamente de sí mismo—, y denunciando el daño que se hacía a la tradición dramática francesa al tomar a Shakespeare como dechado de poeta trágico. Su discurso fue más elaborado que la espontánea y violenta misiva a Argental, pero en ambos casos Voltaire se quejaba amargamente de que todo esto ocurriera habiendo sido él quien introdujo a Shakespeare en Francia: Lo horroroso de esto es que el monstruo [Shakespeare] tiene un partido en Francia; y, para colmo de calamidad y horror, yo fui el primero en hablar ha-


ce tiempo de este Shakespeare; yo fui el primero que mostró a los franceses algunas perlas que había encontrado en su enorme estercolero1.

Además, y aunque a su manera, Voltaire también había traducido el Julio César de Shakespeare. Pocos como Voltaire tenían la capacidad de interesar a sus lectores en temas tan polémicos como llegó a serlo Shakespeare. Para un escritor tan influyente, darlo a conocer en Francia y condenar sus vicios significaba igualmente difundirlo por todo el continente europeo, incluida Alemania, donde Shakespeare llegaría a ser una especie de autor nacional2. En España, tan atenta en el siglo XVIII a lo que decían y escribían los franceses, la presencia de Voltaire se advierte ya en el primer texto español que habla de Shakespeare, el de Francisco Nifo. Más tarde, Juan Andrés, uno de los críticos españoles más documentados del siglo, lamenta la iniciativa de Voltaire, aunque se hace eco de sus invectivas contra el dramaturgo inglés: Andrés conoce la decimoctava de sus Lettres philosophiques (17343), en la que se sintetizan los argumentos a favor y en contra de Shakespeare que se irán repitiendo en el siglo XVIII y en las primeras décadas del XIX, especialmente la noción de sus pocas virtudes mezcladas con tantos vicios. Esta idea resonará también en Leandro Fernández de Moratín, el primer español que traduce directamente del inglés una obra de Shakespeare: en el prólogo de su traducción de Hamlet (1798) y en su «Vida de Guillermo Shakespeare» que acompaña a ésta, Moratín explica las vicisitudes de la entrada de Shakespeare en Francia y las polémicas que desató la traducción de Le Tourneur, y no se recata de exponer «los defectos que manchan y obscurecen sus perfecciones», formando «un todo extraordinario y monstruoso». Dar a conocer a un escritor como Shakespeare mediante una traducción propia suele implicar admiración o empatía; al menos, una actitud no adversa. En-


tonces, ¿por qué Voltaire y Moratín le traducen y luego se disculpan por su traducción? Seguramente porque ven algo en él que falta en sus respectivos teatros nacionales y creen que traduciéndole pueden contribuir a corregir esta carencia. El texto de Nifo recoge esta observación de Voltaire: «...nosotros los franceses ... nos detenemos demasiado por miedo a arrebatarnos, y a veces no llegamos a lo trágico temiendo rebasar los límites.» Y en el comentario que acompaña a su traducción de Julio César, Voltaire se explica aún más cuando dice que podría alcanzarse algo perfecto mezclando hábilmente la acción que reina en el teatro de Londres (y de Madrid) con la mesura, la elegancia, la nobleza y la decencia del francés4. En cuanto a Moratín, que en su «Vida de Guillermo Shakespeare» se pregunta cómo una nación tan culta y poderosa como Inglaterra puede admirar a un autor de tan mal gusto como Shakespeare, también parece explicarse: tras comparar las insípidas tragedias españolas de su época con las «monstruosas fábulas cómico-heroicas» de un Calderón, reconoce que el público preferirá con razón el ingenio y emoción de las segundas. Por tanto, Shakespeare agradará mientras no aparezca otro «dotado de su sensibilidad y fantasía», pero «de más delicado gusto y mayor instrucción». Aunque estuviese pensando en el teatro inglés, ¿no es algo que le gustaría ver realizado también en el español y por eso contribuía a su génesis traduciendo Hamlet? No es que todos los escritores del XVIII aquí recogidos apoyen el Neoclasicismo y condenen a Shakespeare. El primero de ellos, Nifo, no lo hace y trata de explicar su fama en Inglaterra. Tampoco lo censura Cadalso, que bien pudo leer su obra en el original inglés (tradujo a Milton), ni Samaniego. Escartín prefiere el teatro de Shakespeare al neoclásico francés , y Cladera no oculta su admiración por Macbeth y Hamlet . Así, pues, Shakespeare entra en España a través de Francia, viniendo de allí como el «monstruo» creado por Voltaire y, en cualquier caso, trayendo la polémica en torno a sus vicios y virtudes. Como también sucedió en los demás países europeos, el debate había empezado a suscitar reflexión y obligaba a


tomar partido. También llegó de Francia el Shakespeare escénico, pero no se representó en los teatros españoles traducido de traducciones como las de Le Tourneur, hechas a partir del original inglés, sino en versiones de las refundiciones neoclásicas de Jean-François Ducis, en las que concepción, estilo, acción y personajes diferían notablemente de los originales shakespearianos. Del Hamleto, versión española del Hamlet de Ducis, escribiría Cadalso: «Quiere decir Hamleto un rey de Dinamarca. A este pobre le sucedió yo no sé qué cosa, que de todo se asustaba. De sus sustos se formó una tragedia en Inglaterra, esta parió otra francesa, y la francesa abortó una española. Miren Vms. qué mezcla.» Es muy difícil, por no decir imposible, que Shakespeare hubiera entrado en España directamente desde Inglaterra y que hubiera podido difundirse eficazmente sin pasar por la aduana cultural francesa. Para ello habrían sido necesarias unas circunstancias históricas, políticas y culturales muy distintas. Por lo pronto, el idioma extranjero más conocido y traducido en España era el francés, y antes de 1788 eran pocos los que conocían la lengua inglesa; de hecho, numerosos libros ingleses eran traducidos de sus traducciones francesas (Herr 1964: 65). Precisemos que, de los mil doscientos títulos traducidos al español en este siglo, el sesenta y cinco por ciento eran traducciones del francés, mientras que los traducidos del inglés sólo alcanzaban un siete por ciento (Aguilar Piñal 2005: 297-298). Tampoco hubo entonces en España una anglomanía como la francesa que estimulase la traducción de literatura inglesa (Jusserand 1899: 270-311), ni entre esos pocos traductores del inglés tampoco tuvimos un Le Tourneur dispuesto a traducir todas las obras dramáticas de Shakespeare. Moratín, el único que trasladó del original un drama shakespeariano, lo hizo desde unos principios tan neoclásicos que su labor pareció «la versión de un enemigo». Moratín silenció parte de su hostilidad no incluyendo la «Vida» en la segunda edición de 1825, es decir, cuando el movimiento romántico había hecho de Shakespeare el mayor santo de su devoción, como también había


rebajado Juan Andrés el tono de sus ataques contra él en la segunda edición de su monumental obra (Pujante 2005), pero estas rectificaciones no significaban ningún cambio en la actitud fundamental de sus autores. Sin embargo, el Neoclasicismo acabaría cediendo, y hacia 1830, por influencia directa o indirecta del Romanticismo (especialmente de las ideas de A.W. Schlegel), se produjo un giro decisivo. Si para los neoclásicos Shakespeare adolece de muchos vicios para tan pocas virtudes, ahora se dice o se da a entender que sus muchas virtudes le redimen de sus posibles vicios. Se puede ver en los textos de Durán, Lista, Blanco White, Alcalá Galiano y otros, que pudieron leer y comentar a Shakespeare con un talante muy distinto. Shakespeare no llegaría a ocupar en España el puesto de que gozó en Alemania o en países como Rusia o Hungría, donde su presencia no sólo podía suplir la falta de un teatro clásico como el inglés o el español, sino ofrecer un modelo para un teatro nacional propio. Sin embargo, desde la época romántica Shakespeare ha permanecido en nuestra cultura como genio literario insustituible. Constantemente comparado con los dramaturgos del Siglo de Oro, si aún en 1849 Muntadas le tenía por inferior a Calderón, en 1881, año del bicentenario de Calderón, Menéndez y Pelayo y otros escritores le declaraban superior a éste. De tal tendencia comparativa me ocuparé especialmente en esta introducción, pero antes convendrá examinar qué se ha venido entendiendo en España por «Shakespeare».

II


En los textos aquí recogidos podemos observar que Shakespeare es unas veces el centro de una polémica y otras, parte de un discurso amplio. En algunos se le nombra como el autor de determinadas obras, en otros se menciona al hombre, y en otros se cita un nombre, símbolo o icono cultural sin aludir a ninguna obra suya. Como la imagen del dramaturgo inglés que de ellos se desprende es bastante variada, abordaré el tema centrándome en dos casos generales : (1) Shakespeare como nombre; (2) Shakespeare como autor de determinadas obras. Los datos resultantes no podrán ser exhaustivos, ya que, esta compilación, por amplia que sea, no deja de ser selectiva. No obstante, es de esperar que sean lo bastante elocuentes y representativos. Veamos primero «Shakespeare» como nombre. En efecto, podemos observar que un número significativo de escritores del período aquí abarcado nombra al dramaturgo sin mencionar una sola obra suya. Este grupo dista de ser homogéneo, y no es posible entrar aquí en un análisis pormenorizado de los distintos casos. Algunos parece que hablan de oídas y que, por tanto, no han leído a Shakespeare. Otros sí que lo han leído, pero el contenido de sus textos excluye o hace innecesaria la mención de obras. De otros no podemos estar seguros. Sea como fuere, de los dieciséis textos del siglo XVIII presentes en este volumen, en cuatro de ellos (es decir, en una cuarta parte) se menciona a Shakespeare sin asociarlo a ninguna de sus obras. La proporción desciende algo en los escritos del siglo XIX, en los que «Shakespeare sin sus obras» se encuentra en diecinueve de los ochenta y seis textos. En los dieciséis primeros años del siglo XX, el número viene a coincidir con el del siglo XVIII, pues de los doce textos seleccionados, sólo tres se limitan a mencionar a Shakespeare (si bien, como podemos ver, al menos dos de ellos lo hacen ateniéndose al tema de los artículos, que no requieren la mención ni el comentario de obra alguna)5.


Sin embargo, las cifras son tan variadas como significativas en los distintos períodos del siglo XIX. Por lo pronto, si atendemos a la primera y segunda mitad de siglo por separado, los resultados son llamativos. De los cuarenta y seis textos de la primera mitad, los que sólo mencionan a Shakespeare son dieciocho, mientras que en los cuarenta de la segunda mitad, sólo son dos los que lo hacen. Si afinamos un poco más, comprobaremos que de los trece textos del primer cuarto de siglo, sólo seis nombran sin más a Shakespeare (es decir, la mitad), mientras que de los treinta y cuatro del segundo cuarto, el número es sólo de catorce. Teniendo en cuenta el giro que se produce al respecto en la segunda mitad, parece haber una tendencia al descenso, por leve que sea, en el segundo cuarto de siglo, para dar paso a una etapa en la que hablar de Shakespeare será citar y examinar obras concretas suyas. No debe extrañarnos que algunos de estos escritores hablasen del dramaturgo sin haberlo leído. Desde el siglo XIX, Shakespeare ha sido en España un icono cultural al haberse convertido en personaje del teatro español, y empezó a serlo cuando sus obras apenas se leían o representaban (Gregor 2003). Es una historia teatral que empieza con Shakespeare enamorado (1828), de Alexandre Duval, en versión de Ventura de la Vega, y llega hasta El otro William (1998), de Jaime Salom, pasando por Guillermo Shakespeare (1853), de Enrique Zumel, y el célebre Un drama nuevo (1867), deTamayo y Baus. Pero hablar de Shakespeare sin haberlo leído era algo que estaba ocurriendo en toda Europa. Ya en el siglo XVIII se quejaba Juan Andrés de que incluso venerasen y adorasen a Shakespeare «como un dios de la poesía dramática aquellos mismos que nunca le han leído o que, aun leyéndole, no están en estado de entender su lenguaje». En 1839 Blanco White, que llevaba años viviendo en Inglaterra, estaba convencido de que Shakespeare era poco o mal conocido en su propio país. Por otra parte, el aumento de la admiración por Shakespeare en la Europa prerromántica no venía acompañado necesariamente de un co-


nocimiento más íntimo de su obra (Van Tieghem 1947), y en lo que atañe al culto romántico de Shakespeare se puede decir que el autor empezó a ser venerado antes de que sus obras estuvieran disponibles (Dávidházi 1998). No obstante, en la mayor parte de los textos aquí compilados se habla de Shakespeare como autor de determinadas obras. ¿Cuáles? Es decir, ¿cuál ha sido el canon español de Shakespeare? Lo que se observa en primer lugar es que para la inmensa mayoría Shakespeare es, ante todo, el autor dramático. De todos los textos seleccionados, sólo dos (bastante tardíos) se ocupan de Shakespeare como poeta lírico o épico. En efecto, tendremos que esperar hasta 1877 para que se traduzcan (en prosa) y se comenten algunos de sus sonetos y poemas. Lo hará Matías de Velasco, Marqués de Dos Hermanas. Y será en 1908 cuando Alfons Par explique y comente en una conferencia el poema épico La violación de Lucrecia, en la que citará igualmente otro poema shakespeariano, Venus y Adonis. La poesía de Shakespeare no será traducida íntegramente al español hasta la publicación, en 1929, de las obras completas del autor, en la versión en prosa de Luis Astrana Marín. En cuanto al género de las obras, los datos no ofrecen duda: desde el siglo XVIII el Shakespeare autor de tragedias va muy por delante del autor de comedias o dramas históricos. Las que destacan por el número de veces que se las menciona o comenta son las «cuatro grandes», Hamlet, Otelo, Macbeth y El rey Lear, entre las que sobresale Hamlet. Esta ventaja es evidente en los dieciséis textos del siglo XVIII, en los que Hamlet es objeto de mención o comentario en ocho casos frente a una sola mención de las otras tres7. La desproporción se corrige en los ochenta y seis textos del XIX, en los que Hamlet es mencionado o comentado en treinta y seis de ellos, seguido de Otelo (33), Macbeth (30) y El rey Lear (23). De los doce textos del siglo XX, Hamlet y Macbeth aparecen mencionados o comentados en cuatro de ellos, y Otelo y El rey Lear en tres.


Merece la pena observar la evolución de estos títulos a lo largo del siglo XIX. En los cuarenta y seis textos de la primera mitad, la obra más nombrada es Otelo (en catorce, frente a Hamlet y Macbeth —en diez— y El rey Lear —en siete—): un alto número que coincide con la «Otelomanía» de los escenarios españoles en aquellos años8. En los cuarenta textos de la segunda mitad, Otelo (mencionado en diecinueve) pasa a un tercer lugar después de Hamlet y Macbeth (citados en veintisiete y veintiún textos, respectivamente). El rey Lear se verá mencionado en diecisiete. La ventaja de Otelo frente a Hamlet en la primera mitad se hace aún más evidente en el primer cuarto de siglo, ya que es nombrado en seis de los trece textos, mientras que Hamlet es citado en tres (Macbeth y El rey Lear sólo en dos). En el segundo cuarto esta distancia se acorta: Otelo es mencionado en nueve de los treinta y cuatro textos, mientras que Macbeth lo es en ocho, Hamlet en siete y El rey Lear en cinco. Otras tragedias como Romeo y Julieta y Julio César van por detrás de las «cuatro grandes». En el siglo XVIII cada una de ellas es citada una sola vez, pero en el XIX Romeo y Julieta se menciona en diecisiete de los ochenta y seis textos, y Julio César en once. En los doce textos del XX Julio César es nombrada dos veces y Romeo y Julieta ninguna. En cuanto a las demás tragedias (salvo algunas mencionadas en el XVIII), habrá que esperar al siglo XIX para que empiece a hablarse de ellas, y siempre en menor medida que las seis nombradas hasta ahora. Así, tragedias como Coriolano o Timón de Atenas no serán citadas hasta el tercer cuarto de siglo. Esta limitación afecta igualmente a los dramas históricos ingleses y a las comedias. En el siglo XVIII sólo se cita Ricardo III, y hay que esperar hasta el segundo cuarto del XIX para que vuelva a hablarse de ella y empiecen a mencionarse otras como Enrique IV (más bien por el personaje de Falstaff). El primero de estos dramas se nombrará o comentará trece veces hasta el final de siglo, y el segundo, once. Les seguirán a distancia otros como Enrique VIII, El rey Juan o Enrique V. En los


textos del siglo XX se hablará de Ricardo II, y sólo tendrán una mención Ricardo III, Enrique IV, Enrique V y Enrique VIII. En cuanto a las comedias y tragicomedias, en el siglo XVIII se había nombado o comentado dos veces La tempestad, y sólo una Medida por medida y Los dos caballeros de Verona. En la primera mitad del XIX empieza a hablarse de El mercader de Venecia y de otras como El sueño de una noche de verano, Mucho ruido por nada o Las alegres comadres de Windsor. De todas ellas, la más citada o comentada acabará siendo El mercader de Venecia (en nueve textos de la segunda mitad del XIX), seguida de El sueño de una noche de verano y La tempestad (cada una en cuatro), Medida por medida (en tres), y Mucho ruido por nada y Las alegres comadres de Windsor (en dos). Se nombrarán una sola vez y no volverán a mencionarse otras como Pericles, El cuento de invierno, Noche de Reyes, Como gustéis o La comedia de las equivocaciones. En los textos del siglo XX sólo se hablará de El mercader de Venecia (en un artículo de Ortega y Gasset). En lo que atañe a los dramas históricos y las comedias conviene hacer algunas precisiones. De un drama tan notable como Ricardo II, que siempre estuvo eclipsado por el más popular Ricardo III, sólo se habla en los textos de esta antología a comienzos del siglo XX. Sin embargo, Blanco White tradujo de él un pasaje memorable, que publicó en 1823. Por esos años escribía Herrera Bustamante sobre Mucho ruido por nada, una comedia que, salvo en traducción francesa, no se conocía en España. Sin embargo, le dedicó un comentario bastante detallado, repleto de citas en inglés, que bien pudo escribir con el texto original delante, lo que no era frecuente entre los críticos españoles de Shakespeare. Es cierto que éste y los demás comentarios de Herrera permanecieron en manuscrito hasta 2001, pero sin duda testimonian el interés de algunos españoles por obras que entonces eran menos populares. También se habla poco de El sueño de una noche de verano, pero, en cambio, la comedia es objeto de uno de los trabajos más relevantes aquí recogidos, el de Blanco White, de 1840, y de otro igualmente extenso de Velasco y Rojas, Marqués


de Dos Hermanas, de 1880. Blanco White, sin embargo, publicó el suyo en inglés y en una revista unitaria de escasa difusión en Inglaterra. Por último, José Somoza fue el primero en destacar expresamente la comicidad de Shakespeare (en 1832), pero no lo hizo en el contexto de las comedias, sino aplicando sus observaciones a Falstaff como personaje del drama histórico Enrique IV. Sería útil disponer de suficientes datos comparativos de los demás países de la Europa continental y relativos al período aquí abarcado. Sin duda nos falta el equivalente europeo de la monumental antología de Brian Vickers (1974-1981), que en seis amplios volúmenes cubre escritos británicos sobre Shakespeare hasta el comienzo del siglo XIX9. Entre tanto, podemos considerar lo realizado en un país como Alemania, que es donde más se ha escrito sobre Shakespeare y donde más se han compilado antologías de escritos sobre el autor. No perdamos de vista, por otra parte, que Alemania ocupa un lugar único en la recepción europea de Shakespeare, ya que desde finales del XVIII el dramaturgo fue adoptado allí como escritor propio y acabó convirtiéndose en una especie de clásico equiparado a Goethe y a Schiller10. Nada de esto podía ocurrir en Francia, el otro país que tanto hizo por la difusión europea de Shakespeare, pero que tenía un teatro clásico nacional que Voltaire y otros muchos se esforzaban por defender frente al de Shakespeare. Nada de esto ocurrió en España, que contribuyó poco a su difusión europea, pero que, como Francia, también contaba con una tradición de teatro clásico propio. Si, por ejemplo, examinamos la antología de textos alemanes más reciente, la de Hansjürgen Blinn11 (1982-1988), comprobaremos que Shakespeare también fue allí ante todo el autor de tragedias. En el primer período abarcado (1741-1788) observamos que las obras más mencionadas o comentadas son, por este orden, Hamlet, Julio César, Macbeth, Otelo y El rey Lear. Les siguen, pero a distancia, Romeo y Julieta, dramas históricos como Ricardo II, Ricardo III o Enrique IV, y, entre las comedias y tragicomedias, La tempestad. En el segundo período de la antología (1793-


1827) la situación es esencialmente la misma, con algunas variaciones. A la cabeza de las obras mencionadas o comentadas figuran, por este orden, Hamlet, Macbeth, Romeo y Julieta, El rey Lear, Otelo y Julio César (con Hamlet bastante por delante de las demás). De los dramas históricos destaca ahora Ricardo III, que es mencionado o comentado tantas veces como Julio César, y de las comedias y tragicomedias, sigue por delante La tempestad. Pese a la coincidente preferencia por las tragedias en este período tanto en España como en Alemania, recordemos que en España es Otelo la tragedia más nombrada, mientras que en Alemania Hamlet va muy por delante de ella, con más del doble de menciones o comentarios. En cuanto a Francia, no se dispone de compilaciones o antologías equivalentes. Aunque bastante limitados, pueden servirnos los datos recogidos por Kenneth E. Larson (1989) relativos a este país hasta 1776, según los cuales Shakespeare era allí el autor de muy pocas obras, de las que casi siempre se citan o comentan las mismas: las tragedias Hamlet, Otelo, Julio César y más tarde Macbeth. Voltaire, que difundió a Shakespeare por toda Europa y sobre el cual volvió una y otra vez durante medio siglo, solía centrarse en las tres primeras. Sólo en sus últimos años se refirió a otras como Macbeth, Ricardo II, Ricardo III, Romeo y Julieta o El rey Lear, pero sólo de nombre o muy brevemente, y siempre para demostrar los vicios y carencias de Shakespeare. Puede que, como observa Larson, esta situación empezase a cambiar en Alemania y Francia con las primeras traducciones de las obras dramáticas completas de Shakespeare al alemán (Eschenburg 1775-1782) y al francés (Le Tourneur 1776-1783). Es muy posible, pero, por ejemplo, el Shakespeare autor de comedias siempre ha contado en Europa bastante menos que el autor de tragedias12. Por último, no olvidemos que el Shakespeare autor de sonetos y poemas es comparativamente un descubrimiento tardío, incluso en la propia Inglaterra (Pfister 2004: 49).


Volviendo a España, hemos de suponer que algunos autores, si habían leído las obras que nombraban, tuvieron que leerlas en el original inglés o en traducción, seguramente francesa, ya que cuando publicaron sus trabajos aún no se habían traducido al español esas obras. También es posible que leyeran sobre ellas en libros o artículos extranjeros. Por dar sólo un ejemplo, en los textos de esta antología El rey Lear se menciona o comenta doce veces antes de su primera traducción española, que no aparece hasta la publicación en 1870-1 de Los grandes dramas de Shakespeare, de Francisco Nacente. Como no es posible entrar aquí en un examen detallado de casos como éste, repasaremos brevemente la situación de las traducciones de Shakespeare en España en el período abarcado, ya que, para la inmensa mayoría de los lectores españoles y para algunos de los autores aquí incluidos, leer a Shakespeare era leerlo en traducción. En una primera etapa, las traducciones españolas de Shakespeare se limitaban a unos pocos títulos (Hamlet, Otelo, Macbeth, Romeo y Julieta, Julio César, Ricardo III, El rey Juan y El mercader de Venecia), seis de los cuales eran traducciones de refundiciones neoclásicas francesas13. Décadas después también se tradujeron (de traducciones francesas) las veintiséis obras integradas en la antología de Francisco Nacente, pero al menos esta publicación dio a conocer al lector español tragedias como Coriolano o Antonio y Cleopatra (además de El rey Lear, antes mencionado), dramas históricos como Ricardo II, Enrique IV, Enrique V y Enrique VIII y bastantes comedias y tragicomedias que no se habían traducido hasta entonces. En 1873 comenzarían a publicarse las traducciones de Jaime Clark y de Guillermo Macpherson. Efectuadas a partir del original inglés, éstas trasladaban el verso blanco de Shakespeare a endecasílabos blancos castellanos, lo que —al menos en este sentido y exceptuando los pocos fragmentos traducidos de este modo por Blanco White— suponía la mayor aproximación al original que se había ofrecido nunca en España. Clark tradujo Mucho ruido para nada, y Macpherson El cuento de invierno, obras desco-


nocidas hasta entonces en lengua española14. Esta breve lista de traducciones existentes no tiene por qué llevar a generalizaciones negativas. Al contrario: frente a algunos autores dudosos, esta compilación recoge testimonios y comentarios de otros muchos que hablaban de Shakespeare y sus obras con conocimiento de causa antes de que se tradujeran. Concluyamos con un breve repaso a las representaciones españolas de obras de Shakespeare, ya que los datos confirman las tendencias apuntadas. En un primer período y con algunas excepciones, las representaciones fueron de la mano de las refundiciones y traducciones antes mencionadas — y luego bastante por detrás—. Desde 1772, en que se estrenó el Hamleto, los teatros españoles representaron durante décadas obras de origen shakespeariano según las refundiciones neoclásicas de Jean-François Ducis (Otelo, Romeo y Julieta y Macbeth, además de ese Hamleto, que ya no se repuso en los años siguientes). A este respecto, las carteleras españolas se parecían a las francesas15. En 1838 se presentó por vez primera una obra de Shakespeare en traducción directa del inglés, el Macbeth de García de Villalta, pero la función resultó un fracaso16. Diez años después todavía se estrenaba otra refundición de Ducis, Juan Sin Tierra (El rey Juan en Shakespeare), y en ese decenio seguía reponiéndose Los hijos de Eduardo, refundición de Casimire Delavigne basada en el Ricardo III de Shakespeare. Lo demás eran arreglos de diverso tipo: un Ricardo III de Antonio Mendoza (1850) no basado en el homónimo de Shakespeare o un Sueño de una noche de verano (1850) como ópera cómica con un libreto que nada tenía que ver con el original inglés. Lo llamativo de estos datos no es sólo que se representara a Shakespeare por tanto tiempo en versiones tan distantes de los originales ingleses, sino que siempre o casi siempre se hiciera con los mismos títulos por los que ya se conocía al autor. Esta situación cambió poco en la segunda mitad del siglo XIX, a pesar de la constante afluencia de compañías italianas que representaban a Shakespeare en teatros


españoles, algunas tan importantes como las de Adelaida Ristori, Tommaso Salvini, Ernesto Rossi o Ermete Novelli (de quien habla Ortega y Gasset. Una vez más, y a excepción de representaciones como El rey Lear de Rossi (1884) o Antonio y Cleopatra de Eleonora Duse (1890), las demás volvían sobre títulos tan conocidos como Otelo, Macbeth, Hamlet o El mercader de Venecia17.

III

Voltaire introdujo a Shakespeare en la decimoctava de sus Lettres philosophiques (1734) diciendo que era el Corneille de los ingleses. En 1760 aparecería en el Journal encyclopédique el escrito anónimo «ParallΠle de Corneille et de Shakespeare», desfavorable para Corneille (al que Voltaire respondió en su Appel Β toutes les nations de l’Europe). Sin ser exactamente un paralelo, Stendhal escribiría en 1825 su Racine et Shakespeare. Parece, pues, que la preexistencia de un teatro clásico francés invitaba a comparar a Shakespeare con los dramaturgos nacionales. Sucediese espontáneamente o por influencia francesa, en España ocurrió algo muy parecido. La comparación de Shakespeare con dramaturgos del Siglo de Oro, que empezó pronto y llegó a ser frecuente —y que luego se extendería a Cervantes— constituye un rasgo de la recepción española de Shakespeare y, por selectivamente que sea, merece atención especial18. No se trata sólo del mayor o menor interés de estas comparaciones por sí mismas: como se verá, la presencia de estos paralelos desde el siglo XVIII permiten observar igualmente la evolución de los gustos literarios, de la crítica y de la imagen de Shakespeare en España.


El primero en iniciar esta tendencia fue Cadalso. En su Los eruditos a la violeta (1772), se burla de quienes hacen comentarios pretenciosos sin estar suficientemente instruidos, y sus referencias a Shakespeare están en el mismo tono irónico que el resto de su libro. Primero, enseña a sus «eruditos» a abominar de Shakespeare «Β la française» y les anima a reñir a Melpómene por haberle inspirado «sus dramas lúgubres, fúnebres, sangrientos, llenos de spleen, y cargados de los densos vapores del Támesis y de las negras partículas del carbón de piedra». Después, Cadalso les señala un «defecto» específico de Shakespeare, además de los que ellos encontrarían en él, que bastaría para hacer su nombre aborrecible: era contemporáneo de Lope de Vega, y ambos «se imitaron en los descuadernos de la imaginación, y también en esas que llaman hermosuras de invención, enlace, lenguaje y amenidad». Teniendo en cuenta su actitud irónica general, Cadalso no parece haber relacionado a los dos ingenios porque le interesara la asociación por sí misma, sino porque se estaba burlando de esos «eruditos» que repetían o podían repetir a Voltaire y otros en su condena neoclásica de Shakespeare y de los dramaturgos del Siglo de Oro. Expuesta así, la semejanza radicaba más bien en los defectos que en las virtudes. Como ya adelanté, Cadalso está del lado de críticos como Nifo, quien ocho años antes había defendido al teatro español y a Shakespeare frente a las acusaciones de los neoclásicos. Sin embargo, el Neoclasicismo se mantenía muy firme. En su monumental historia literaria, el jesuita expulso y clasicista convencido Juan Andrés lamentaba que Voltaire hubiera dado a conocer a Shakespeare, que, en su opinión, distaba mucho de merecer «el honorable título de Corneille de los ingleses» que Voltaire le había dado19. Para Juan Andrés, tanto el teatro español como el inglés de los siglos XVI y XVII están repletos de enormes defectos, y sus virtudes no compensan la molestia de encontrarse con «las muchas y casi continuas insipideces y desvaríos


que las deforman». Comentando La tempestad y Los dos caballeros de Verona, Andrés señala la serie de giros disparatados y la «jerga de conceptos» shakespearianos que ni Calderón habría superado. Calderón es, pues, ahora el elemento de la comparación y, según Andrés, ambos son censurables por no atenerse a las reglas clásicas —aunque a este respecto Calderón sale algo mejor librado que Shakespeare—. Curiosamente, Juan Andrés añade a la comparación a Agustín Moreto, con quien ya apenas se comparará a Shakespeare: «Aquel Ariel y aquellos espíritus aéreos de que tanto uso hace Shakespeare, ¿cuándo se ven usados por Moreto, por Calderón ni por otro español alguno?». Como antes con los eruditos satirizados por Cadalso, en estas páginas tampoco se trata de un paralelo per se entre Shakespeare y un dramaturgo español: más bien puede verse que se los relaciona entre sí para ilustrar lo que no es sino una actitud típicamente neoclásica contra ambos. Algo semejante a una comparación es lo que escribió Leandro Fernández de Moratín en la «Vida de Guillermo Shakespeare» que precede a su traducción de Hamlet, de 1798: En España comenzaba entonces el teatro a deponer su original rudeza. Lope de Vega, contemporáneo de Shakespeare, con más estudio que el poeta inglés, menos filosofía, igual talento, fácil y abundante vena, en que no tuvo semejante, enriquecía la escena nacional... Tanto en la «Vida» como en el prólogo y las notas que acompañan a su traducción, Moratín parece mostrar una mente neoclásica dividida entre las bellezas y los defectos de Shakespeare, pero es más dado a censurar los defectos que a excusarlos. En cuanto a su asociación de Shakespeare con Lope, Moratín compara a Shakespeare con un equivalente español más ampliamente que sus predecesores, pero no desarrolla la comparación, ya que su objetivo es esbozar el origen y evolu-


ción del teatro inglés hasta Shakespeare. Como podría decirse que el teatro español evolucionó de un modo semejante en el siglo XVI y que Lope puede ser tenido por el creador de este teatro, a Shakespeare sólo se le podría comparar con él. La tendencia a comparar a Shakespeare con dramaturgos españoles arraigó y se extendió en el siglo XIX. Sin embargo, el paralelo entre Shakespeare y Lope sería cada vez menos frecuente. Una de las causas de este cambio bien podría encontrarse en la influencia de las lecciones de August Wilhelm Schlegel Über dramatische Kunst und Literatur (1809). En ellas Schlegel situaba a Shakespeare y Calderón en la cima del drama romántico, que empezó a florecer en Inglaterra con Shakespeare y en España con Lope20, mientras que Calderón representaba la cumbre última de la poesía romántica («der letzte Gipfel der romantischen Poesie»). En palabras de Schlegel, «...entonces apareció don Pedro Calderón de la Barca, un ingenio tan fecundo, un escritor tan laborioso como Lope, y un poeta bien distinto, un poeta si alguna vez alguno mereció este nombre.»21 Las lecciones de Schlegel no se publicaron nunca en traducción española. Sólo fueron parcialmente parafraseadas y reelaboradas en 1814 (la parte relativa a Calderón y el teatro español) por Johan Nikolas Böhl von Faber, cónsul alemán en Cádiz, hispanista y crítico literario convertido al catolicismo, padre de la novelista Fernán Caballero y más conocido en España como Juan Nicolás Bohl de Faber22. Años después, en su exilio londinense, el emigrado liberal Manuel Herrera Bustamente (pp. 00-0) tradujo muy selectivamente (de las traducciones inglesa y francesa) los comentarios de Schlegel sobre algunas obras de Shakespeare, pero su manuscrito no se localizó y publicó hasta comienzos de este siglo (Pujante 2001b). Sea como fuere, las ideas de Schlegel se conocieron en España directa o indirectamente, seguramente leídas en cualquiera de sus traducciones francesa, italiana o incluso inglesa, y, como puede verse en los textos de la época romántica aquí recogidos, no tardaron mucho en difundirse: un artículo de


1825 comparaba a Calderón con Shakespeare basándose en la asociación entre ambos que había desarrollado Schlegel. No obstante, en aquellos años numerosos escritores y críticos españoles aún se regían por los principios neoclásicos y consideraban anticuado el teatro del Siglo de Oro: para muchos de ellos el buen gusto y la racionalidad primaban sobre el patriotismo. Esta tendencia persistió durante la primera mitad del siglo XIX, especialmente entre autores de preceptivas literarias y tratados de retórica. Uno de ellos, Gómez Hermosilla no ocultaba su oposición a Shakespeare y Calderón al rechazar las ideas de Schlegel: para él, Schlegel y sus seguidores románticos son «una secta de literatos alemanes, cuyos principios en materia de poesía son opuestos a los que hasta ahora ha consagrado el buen gusto en las naciones más civilizadas». También debemos recordar que las lecciones de Schlegel aparecieron en un momento crítico de la historia española. A la Guerra de la Independencia siguieron años de confrontación entre liberales y conservadores que, como es sabido, llevaron a la represión y el exilio de los primeros. En este contexto, los principios literarios podían dar lugar a una disputa paradójica: la difusión de los principios de Schlegel le causó al conservador Böhl von Faber una polémica con liberales como Antonio Alcalá Galiano y especialmente José Joaquín de Mora, en la que los liberales defendían las teorías neoclásicas y los conservadores tradicionalistas el Romanticismo23. Ambos liberales cambiarían de opinión respecto al Romanticismo, a Shakespeare y al teatro del Siglo de Oro. Tras su exilio en Londres durante la Década Ominosa, donde fue el primero en ocupar una cátedra de literatura española, Alcalá Galiano confesó haber sido víctima de un «respeto supersticioso» por las reglas neoclásicas y llegó a la conclusión de que Shakespeare era «quizá el primer dramático del mundo». Las actas del Ateneo de Madrid aquí recogidas dan testimonio de sus nuevas opiniones, tal como las expresó en los debates literarios de esa institución. En cuanto a Mora, y a pesar de la disputa calderoniana, acabó mostrándose


más moderado —o más fluctuante— de lo que aparentaba. En 1818, en una reseña de las lecciones de Schlegel en traducción italiana24, Mora criticaba al autor por sus elogios a Shakespeare y Calderón: [Schlegel] hace el panegírico de Shakespeare y Calderón con un entusiasmo tan ciego, se empeña tanto en justificar todas sus faltas, o por mejor decir, la adoración con que los mira ha convertido tantas veces estas faltas en bellezas, que ha llegado a hacerse responsable de todos sus errores. Después, en 1840 parecía mostrar una opinión más ecléctica al decir: «Nadie me hará creer que Shakespeare es un bárbaro y Calderón un extravagante; ni tampoco podré persuadirme que fueron dos genios de primer orden, por la única y exclusiva razón de no haberse sometido a ciertas reglas...». Quién sabe si esta nueva actitud ecléctica o contemporizadora, compartida entonces más o menos sinceramente por otros escritores y críticos, no fue la respuesta a románticos declarados como Eugenio de Ochoa, que en 1836 llegó a burlarse de las reglas neoclásicas en estos términos: ...serán siempre un manantial de delicias las obras de Calderón y Shakespeare, a pesar de que todas sus comedias y tragedias duran más de las veinticuatro misteriosas horas, que, como los antiguos signos cabalísticos, tienen la virtud de hacer buena una comedia, que —¡oh, poder de la magia blanca!— sería detestable si durara veinticuatro horas y tres minutos. Como hemos podido ver, desde 1830, reconociendo o no la influencia de Schlegel, los escritores y críticos españoles tendían a asociar o comparar a Shakespeare con Calderón de manera casi natural. Lope, incluso Moreto, podían entrar en


la comparación, pero generalmente asociados a su vez con Calderón. Además, Shakespeare también es comparado con Calderón por uno de los críticos más notables de la época, Alberto Lista, cuyos ensayos literarios y trabajos sobre teatro y literatura llegaron a ser muy influyentes. Lista, que admitía en la literatura romántica cuantas libertades requiriese el tema de la obra, estimaba que Shakespeare era «quizá el más profundo [dramaturgo] que ha existido jamás». Y de Calderón decía: ...con menos profundidad, pero con más arte, amenidad y corrección que el bardo británico, ha pintado lo mismo. Sus esposos ofendidos no son tan feroces como Otelo, pero acaso sienten mejor, porque, perteneciendo a una sociedad más culta, son más capaces de valuar la felicidad del amor virtuoso, la desventura de los celos y el oprobio del honor ultrajado. La comparación de Lista es aparentemente similar a las anteriores, es decir, se caracteriza por breves generalidades, que en su caso suelen ser válidas o aceptables. Sin embargo, en él se advierte una diferencia: Lista compara a ambos dramaturgos basándose específicamente en su respectivo tratamiento del marido celoso. Sin duda esta concreción es reducida, pero muestra un método que, de modo consciente o inconsciente, seguirían otros, por limitadamente que fuese, al comparar a ambos dramaturgos. Uno de ellos fue Juan Federico Muntadas, que en 1849 se doctoró por la Universidad de Madrid con un Discurso sobre Shakespeare y Calderón25. Muntadas también pone en paralelo dos dramas sobre maridos celosos: El tetrarca de Jerusalén de Calderón (más conocido como El mayor monstruo del mundo) y el Otelo de Shakespeare. Por desgracia, el «discurso» de Muntadas, que además contiene datos erróneos, demuestra bastante menos perspicacia que las observaciones de Lista: proclama la obra de Calderón superior a la de Shakespeare, pero, como puede comprobar el lector, las razones aducidas son tan discutibles como peregrinas.


Los paralelos entre Shakespeare y Calderón fueron en aumento en la segunda mitad del siglo XIX. En 1881 el bicentenario de la muerte de Calderón, conmemorado oficialmente, además de impulsar conferencias y publicaciones sobre el dramaturgo español, estimuló nuevas comparaciones entre éste y Shakespeare. La mayoría de éstas se plasmaron en trabajos de circunstancias, vagos y poco originales. Dos de ellos, muy distintos en sus logros, deben mencionarse. El primero fue la monografía Shakspeare y Calderón, de Aureliano J. Pereira, premiada en el certamen literario organizado por el Instituto de Segunda Enseñanza de Lugo. El estudio de Pereira es más bien ensayístico, su limitada erudición es de segunda mano y su exposición, apresurada e inconexa. Pereira, que no emplea el texto original de Shakespeare, sino las traducciones de Jaime Clark, comete el error de creer que la lengua de Shakespeare, a diferencia de la de Calderón, es clara y sencilla para todos. Tras una consideración general sobre la literatura dramática, Calderón y Shakespeare, Pereira compara La vida es sueño con Hamlet, y después El mayor monstruo del mundo y A secreto agravio secreta venganza con Otelo. Su trabajo se cierra con una conclusión general. Las comparaciones de Pereira suelen ser breves, ya que el autor emplea la mayor parte de su estudio en comentar por separado las obras elegidas. Sin embargo, de ellas se desprende la superioridad de Shakespeare sobre Calderón, quien para Pereira es «el príncipe de los dramáticos españoles», mientras que Shakespeare es «el rey de los ingleses y el príncipe de los del mundo». Como puede verse, su preferencia muestra un cambio de gusto y de visión respecto a críticos anteriores. Una virtud de Calderón como la perfección artística es ahora tenida por artificio. Las obras de Calderón son dramas de tesis, no de naturaleza y, a diferencia de las de Shakespeare, carecen de calor humano. Hamlet nos interesa y emociona más que Segismundo porque es la realidad misma. En La vida es sueño los personajes no suscitan curiosidad ni incertidumbre: nos los explican todo. Los maridos celosos de


Calderón son fríos y sus pasiones no son reales, etc. No obstante, la escritora Emilia Pardo Bazán, que leyó el trabajo de Pereira, se quejaba de que las apreciaciones del autor pecaban de «templadas o por mejor decir, de tímidas». Y seguía: Otorga Vd. a Shakespeare la primacía sobre Calderón, pero con infinitos miramientos ... Hay que ser más radical: hay que decir claramente y sin ambages que, en rigor, no cabe paralelo entre Calderón y Shakespeare, porque Shakespeare lleva a Calderón muchos codos de altura. Pereira no demuestra mucha erudición y puede parecer ingenuo, pero el gran polígrafo español del siglo XIX, Marcelino Menéndez y Pelayo, no pensaba de modo muy distinto. En 1881, año del bicentenario de Calderón, Menéndez y Pelayo publicó sus cuatro traducciones de obras shakespearianas. En el prólogo declaró que Shakespeare era el más grande de los dramaturgos universales, matizando: «...aunque entren en cuenta Sófocles y Calderón». Sin embargo, su actitud ante Calderón era más de respeto que de admiración. No le entusiasmaba el alto grado de elaboración artística o la altura de pensamiento y concepción que otros veían en él, sobre todo los alemanes que le tradujeron (en especial, A.W. Schlegel). Su relación crítica con Calderón también estaba marcada por su personal preferencia por Lope, cuyas obras editó y prologó ampliamente, y por su intento de hacer justicia a Tirso, a quien juzgaba superior a Lope y a Calderón en la creación de personajes, entre los cuales Don Juan había alcanzado una vida tan universal y duradera como los de Shakespeare. Menéndez y Pelayo participó en el bicentenario de Calderón con una serie de conferencias, publicadas más tarde bajo el título de Calderón y su teatro, donde hacía una comparación entre Calderón y Shakespeare. Quizá el sentirse incómodo con los lugares comunes y las solemnidades de los actos oficiales contribuyera a que sus opiniones resultaran más críticas de lo esperado.


En su comparación entre ambos dramaturgos, Menéndez y Pelayo señaló que Otelo (de nuevo esta obra) se halla más libre de las convenciones de tiempo y lugar que las tragedias de honor calderonianas: los maridos celosos de Calderón no pueden interesar tanto como Otelo, porque matan a sus esposas sin amor, sin pasión, a sangre fría y tras infinitos razonamientos y silogismos, y tampoco las matan porque las amen o las odien, sino porque el honor y el convencionalismo social así lo exigen. Como ambos han cambiado desde la época de Calderón, Menéndez Pelayo veía mayor universalidad y permanencia en la tragedia de Shakespeare. En este sentido, sus opiniones contrastan con las de Lista y Muntadas, que, como hemos visto, también habían comparado Otelo con una obra semejante de Calderón en términos más favorables para éste. Si el bicentenario de Calderón sólo hubiera dependido de lo que escribieron para la ocasión Pereira y Menéndez y Pelayo, la celebración habría hecho mucho más por Shakespeare que por Calderón. Además, las opiniones de ambos —a las que habría que añadir la de Emilia Pardo Bazán, entre otras— contradecían una ilustre voz discordante que se había hecho oír ocho años antes. En efecto, el novelista y crítico Juan Valera, encargado de prologar las traducciones de Shakespeare de Jaime Clark que empezaron a publicarse en 1873, introdujo al dramaturgo en términos poco favorables. Valera, de «escasa anglomanía» y «poco fervor romántico», lejos de alabar al escritor traducido —labor que dejaba para los Víctor Hugo y los Emerson—, confesó su amor a los grandes ingenios literarios de su propio país, «entre los cuales Cervantes y Lope, y tal vez Tirso, se levantan a mis ojos sobre Shakespeare». En consecuencia, Valera situaba a Shakespeare «ya que no a la altura de Cervantes, al nivel de Calderón, y casi hombreándose con Lope.» A la vista de estas afirmaciones, cabe preguntarse si Valera era el prologuista más indicado para Shakespeare. Sin embargo, conforme avanzamos en la lectura vemos que el autor va mostrando una mayor comprensión del dramaturgo de lo


que parecía al principio. Considerando a Shakespeare como creador de personajes —una tendencia cada vez más dominante en la época del Realismo—, Valera señaló que, con la excepción de Tirso, el teatro del Siglo de Oro no produjo personajes que siguieran estando tan vivos como los de Shakespeare y Cervantes. Lo que se desprende de estas apreciaciones es que, para Valera, comparar a Shakespeare con dramaturgos españoles de su época no es una labor sencilla y que a Shakespeare no se le puede asociar exclusivamente con Lope o con Calderón; que incluso un dramaturgo supuestamente inferior a éstos como Tirso de Molina merece ser mencionado en comparaciones semejantes como creador de personajes (y no sólo el de Don Juan); y que el paralelo no tiene por qué hacerse siempre entre Shakespeare y un dramaturgo. Cuando Valera dice que las alabanzas españolas a Cervantes son tibias en comparación con las que se daban a Shakespeare en Inglaterra, está equiparando a éste con un escritor nacional cuya fama universal se debe a su genio narrativo, no dramático. Para Valera Shakespeare se distingue por su capacidad para producir «individuos verdaderos, definidos, determinados, complejos en su carácter y condiciones...». A este respecto, precisa Valera, sólo los personajes del Quijote y Don Juan pueden compararse a los de Shakespeare. El lector puede ver que en 1881, y en carta a Menéndez y Pelayo, Valera asociaba a Shakespeare con Lope. Sin embargo, si se me permite un breve pero importante paréntesis, el objeto de la misiva no era exactamente asociar o comparar a ambos, sino mostrar que la fama de los dos ingenios en Inglaterra y en España no podía disociarse del mayor o menor poder económico, político y cultural de los respectivos países. ¿Habría sido Shakespeare tan glorioso de haber nacido en Portugal? Valera no ponía en duda el mérito de Shakespeare, pero lo que se deduce de su carta es que, si dicho mérito se veía tan realzado y proyectado, era gracias a la pujanza de Inglaterra26.


Pero volvamos con Cervantes. Teniendo en cuenta que éste siempre ha figurado en la primer fila del canon literario español (Pozuelo y Aradra 2000: 229), ¿cómo es que ha estado tan ausente cuando se comparaba o asociaba a Shakespeare con un ingenio español equiparable? La pregunta está aún más justificada en nuestros días, ya que tanto el premio literario español más importante como el centro equivalente al British Council o al Goethe Institut llevan el nombre de Cervantes. La explicación es sencilla: los paralelos efectuados en los siglos XVIII y XIX se hacían en el marco del género y de las reglas del género, generalmente como un medio para defender o atacar las reglas. Si dejamos a un lado el criterio genérico, la asociación entre Shakespeare y Cervantes como escritores nacionales parece la más obvia, quizá tan obvia y consabida que no había que hacerla explícita. Tal vez fuera éste el sentido de la conclusión de José Somoza en su extraña «Conversación del otro mundo entre el español Cervantes y el inglés Shakspeare», de 1838: que Cervantes tenía «su baza bien sentada» y que tanto él como Shakespeare podían «darse por contentos con el dote de la gloria que les ha tocado.» En 1832 Somoza había asociado a Shakespeare con Cervantes en razón de la vis comica de ambos y de su capacidad para tratar la vida picaresca. Hablando de Falstaff, a Somoza le parecía singular que dos escritores tan distintos y que no se conocieron «hayan tenido el mismo pensamiento de poner en contraste la conducta de los hombres de honor y la de los rufianes reunidos en escenas de violencia, vicio y desórdenes de la vida». Y Antonio Alcalá Galiano, tío de Valera, había escrito en 1845 que «otro ingenio supo crear [personajes perfectamente cabales] también en España, porque sólo puedo comparar a Shakespeare con Cervantes» —una observación que el sobrino bien pudo tener presente cuando trató la asociación de ambos en su prólogo antes mencionado—. No obstante, Alcalá Galiano no desarrolló su breve observación y más tarde ya no volvió sobre ella. De haberlo hecho, quizá habría


podido adelantarse al paralelo entre Hamlet y Don Quijote que Ivan Turgueniev trazó en su famosa conferencia de 1860. Después de Valera, Ricardo Blanco Asenjo, que en 1870 había comparado a Hamlet con Segismundo, hizo en 1880 un paralelo entre Cervantes y Shakespeare. Y en 1882, en la respuesta a Pereira a la que se aludió antes, Emilia Pardo Bazán era categórica: «Cervantes sí que puede hombrearse con Shakespeare y con cualquiera ingenio de los mayores que hayan producido los siglos; que Calderón, valiendo mucho, tengo para mí que no alcanza ni a Cervantes ni a Shakespeare.» Ya en el siglo XX, aunque no desaparecieran los paralelos entre Shakespeare y dramaturgos como Lope o Calderón, Cervantes quedó definitivamente como el homólogo español de Shakespeare. En 1905 la celebración del tricentenario de la publicación de la primera parte del Quijote consagró a Cervantes como escritor nacional. En 1914 Ortega y Gasset, en sus Meditaciones del Quijote, asociaba a Cervantes con Shakespeare. Sin embargo, esta vez el criterio no era la capacidad de creación de personajes, sino la presencia de ideas, y Cervantes no salía favorecido de la comparación: «Confrontado con Cervantes, parece Shakespeare un ideólogo. Nunca falta en Shakespeare como un contrapunto reflexivo, una sutil línea de conceptos en que la comprensión se apoya.» Después, en 1916, año terminal de esta antología, el tricentenario de la muerte de Shakespeare y Cervantes deparó una oportunidad para asociar y comparar de nuevo a ambos ... y bastante más. Pero el tricentenario merece tratamiento aparte.

IV


No es fácil decidir si en los primeros dieciséis años del siglo XX español se habría podido escribir más o mejor sobre Shakespeare. Quizá algunos crean que sí a la vista de los textos aquí seleccionados. Sin embargo, dado que, tal como se explicó en la Advertencia preliminar, el interés de esta antología va más allá de la excelencia crítica o académica, no podrá negarse el interés y variedad de los textos recogidos. Por otra parte, fue en esos años y especialmente en torno al tricentenario en 1916 de Shakespeare y Cervantes cuando se reveló un nuevo interés por Shakespeare y por la investigación de su obra en la literatura española, cuyos frutos no se conocerían hasta pasado el aniversario y aun bastantes años después. Pero vayamos por partes27. En 1903 Navarro Lamarca sería el primero en escribir, aunque poco, sobre el drama histórico Ricardo II. Después, el catalán Joan Maragall y y el cubano residente en España José de Armas harían unas breves pero interesantes observaciones sobre Otelo , y Eugenio d’Ors anotaría en su Glosari sus preferencias respecto a las representaciones de las obras de Shakespeare. Alfons Par, apasionado de Wagner y de Shakespeare, fue el primero en ocuparse del poema shakespeariano La violación de Lucrecia, y en 1912 publicaría una traducción catalana arcaizante de El rey Lear (Lo rei Lear)29. Cebrià Montoliu postulaba un «Shakespeare catalán» para llenar el vacío que representaba en Cataluña la falta de un teatro clásico nacional, y Ortega y Gasset denunciaba el tratamiento histriónico y antihistórico del judío Shylock en una representación de El mercader de Venecia. Ya en 1915, próximo el tricentenario, Armas comparaba brevemente a Cervantes con Shakespeare y, al año siguiente, Astrana Marín escribía sobre el misterioso Shakespeare en uno de sus artículos biográficos sobre el autor, a su vez contestado en otro por Armas. Por último, Salvador de Madariaga comparaba la neutralidad de España en la guerra europea con la abulia de Hamlet.


Como antes en el bicentenario de Calderón, las publicaciones españolas sobre Shakespeare en torno al tricentenario fueron más bien de circunstancias o de divulgación que fruto de la investigación. Las previsiones oficiales para las respectivas celebraciones, tanto en España como en Inglaterra, con su retórica rancia y su apropiación patriótica y lingüística de Cervantes y de Shakespeare, quizá no invitase a mucho más. En España, además de una serie de artículos publicados entre 1914 y 1916 —algunos recogidos en el presente volumen—, aparecieron en 1916 varias biografías o artículos biográficos sobre Shakespeare. Junto a los de Astrana Marín antes mencionados, deben citarse la breve biografía de Álvaro Alcalá Galiano (Shakespeare: el hombre y el artista), la extensa biografía novelada de Eduardo Juliá (Shakespeare y su tiempo: Historia y fantasía) y la catalana de Alfons Par (Vida de Guillem Shakespeare), que él mismo publicaría en castellano años después. Las dos primeras tienden excesivamente al subjetivismo, mientras que la de Par depende, como él reconoce, de una serie de «biografies-mares», especialmente la de Sidney Lee30. Es posible que lo que se hizo en España sobre Shakespeare en 1916 y después fuese, al menos en parte, respuesta a la inesperada decisión del gobierno español de aplazar los actos previstos para la celebración del tricentenario de Cervantes. En efecto, ya en 1914 el gobierno de Eduardo Dato dispuso los actos oficiales conmemorativos que debían celebrarse en 1916. Entre las actividades previstas — erección de un monumento a Cervantes, exposición bibliográfica, publicación de dos ediciones del Qujote, etc.—, se sugería la conveniencia de organizar «representaciones de algunas obras de Cervantes y del gran dramaturgo inglés Guillermo Shakespeare, cuya muerte ocurrió en los mismos días que la del autor del Quijote, y a cuya gloriosa fama debe tal fineza la cortesía española»31. Obsérvese que Shakespeare no se incorpora a las celebraciones españolas de Cervantes por una iniciativa de carácter académico —por ejemplo, estimulando artículos o monografías, bien en certámenes o de alguna otra forma—, sino en términos que hoy llamaríamos


lúdicos. Con todo, la previsión oficial de un tricentenario de Cervantes en el que se incluía de un modo u otro a Shakespeare podía crear un ambiente favorable para la publicación en España de trabajos sobre el dramaturgo inglés. No obstante, el 31 de enero de 1916 se publicó un real decreto promovido por el nuevo gobierno de Álvaro Figueroa, Conde de Romanones, por el que se aplazaban sine die todos los actos oficiales programados para el tricentenario. Auque el decreto no daba explicaciones del aplazamiento, en su preámbulo Romanones lo declaraba necesario, ya que sería poco generoso por parte española lanzarse a tales celebraciones cuando el resto de Europa era un enorme campo de batalla. Como ha destacado Clara Calvo (2002b: 60), lo paradójico es que la suspensión se decidiese en razón de la guerra europea, cuando España había decidido permanecer neutral desde el comienzo de las hostilidades. En cambio, en Gran Bretañaña, país dolorosamente enzarzado en esta guerra, que también había organizado actos oficiales para conmemorar la muerte de Shakespeare, no sólo no se cancelaron las celebraciones previstas, sino que incluso se creó una cátedra Cervantes en la Universidad de Londres para la enseñanza de la lengua y la cultura españolas32. Las razones alegadas para el aplazamiento no convencieron a todos. En su artículo aquí recogido, Astrana Marín lamentó la decisión, aunque más bien entre pomposa y resignadamente. Otros como Luis Araquistain (1916), director de España, se expresó en términos más críticos con el gobierno, haciendo ver que la guerra no podía ser el verdadero motivo para suspender las celebraciones. Su posición era la que venía preconizando el semanario de su dirección: oposición a la política gubernamental de neutralidad y apoyo de los aliados en la guerra europea. Por lo demás, Araquistain era explícito en cuanto a la necesidad de no excluir a Shakespeare de las celebraciones («...los mismos que honren por sí a Cervantes, deben honrar a Shakespeare, que es genio de su mismo linaje.»). Otros críticos y escritores también expresaron una postura antigubernamental. Álvaro Alcalá Galiano, que, como se ha


dicho, escribió en 1916 sobre la vida de Shakespeare, se opuso contundentemente a la neutralidad en su España ante el conflicto europeo 1914-1915, publicado igualmente en 1916. Por último, Salvador de Madariaga, en su artículo antes mencionado, imaginaba a un estadista español que en 1914 dudaba hamletianamente en un monólogo si España debía tomar parte en el conflicto europeo o permanecer neutral. Como a Hamlet, su conciencia le impelía a actuar, pero, como él, al final siempre encontraba excusas para aplazar toda acción y permanecer neutral: Somos como Hamlet, el paralítico de la voluntad, y como él paseamos en un mundo de actividades nuestro secreto deseo de acción y nuestra secreta incapacidad de obrar. Palabras, palabras, palabras. Nuestros soberbios oradores. Aquel Castelar, deteniendo la ola revolucionaria ante la cuna y la madre, con un escrúpulo inoportuno que recuerda el escrúpulo de Hamlet ante el Rey Claudio arrodillado. Pretextos para encubrir la abulia. Pretextos, nada más. Recordemos, no obstante, que la primera comparación de España con Hamlet fue la de Joan Maragall en 1899. El contexto era distinto: Maragall hizo la equiparación un año después de que España perdiera las últimas colonias de su imperio. Explícitamente o no, participaba del espíritu de la Generación del 98, que, como sabemos, defendía la regeneración del país y la adaptación a la nueva situación política. Las comparaciones de Maragall y luego de Madariaga, que recuerdan a su vez la del poeta alemán Ferdinand Freiligrath «Deutschland ist Hamlet» —invertidas por Gervinus al decir «Hamlet ist Deutschland» —, son únicas en los escritos españoles sobre Shakespeare recogidos en este volumen. En la cultura española los personajes shakespearianos no fueron objeto de apropiación política, so-


cial o cultural, al menos no en la medida en que los encontramos en países como Alemania o los de la Europa del Este33. Sea como fuere, Madariaga identificaba a España con Hamlet, como Maragall años antes, por razones bastante parecidas que Ortega y Gasset (1915) explicaba sin ambages: Es falso, es hipócrita decir que se quiere por eso la neutralidad. Se quiere por lo contrario, para no tener que hacer eso ni nada. [ ... ] Lo mismo se viene diciendo desde hace cuarenta años: ninguna intervención fuera porque hace falta todo para el interior. Y durante cuarenta años no se ha hecho nada fuera y nada dentro. La neutralidad gubernamental, utilizada como excusa para suspender los actos del tricentenario, bien puede interpretarse (Calvo 2002b: 69) como un caso más de lo que el propio Ortega (1914) llamaba la «España oficial», a la que se oponían voces de una «España vital» que no se resignaba a la inacción. A estas voces debe añadirse la de una institución como la Real Academia Española. La Academia quiso celebrar el tricentenario al margen de la decisión gubernamental y lo hizo instituyendo el «Premio Cervantes» —entonces un premio a la investigación, no, como el actual, a la creación—, organizando un funeral por Cervantes, respondiendo a la invitación del comité británico para el tricentenario de Shakespeare con el envío a Londres de un representante34 y, para corresponder al interés demostrado en Inglaterra por Cervantes, ofreciendo un premio a la mejor monografía sobre el tema «Shakespeare en España: Traducciones, imitaciones e influencia de las obras de Shakespeare en la literatura española» (BRAE 1916: 245). A esta iniciativa respondió Eduardo Juliá, cuyo Shakespeare en España. Traducciones, imitaciones e influencia de las obras de Shakespeare en la literatura española apareció en 1918.


Dos años después se publicó otro libro con exactamente el mismo título, cuyo autor era Ricardo Ruppert y Ujaravi35. Comparado con el de Juliá, el de Ruppert contenía datos erróneos y no aportaba grandes novedades, pero, en cambio, informó del único trabajo publicado hasta entonces en el extranjero sobre algún aspecto de Shakespeare en España: el artículo «Hamlet in Spanien», de Caroline Michäelis, que apareció en el Shakespeare Jahrbuch de 1875. Lamentablemente, el trabajo de Michäelis no podía ser ningún orgullo para la prestigiosa revista: con escasísima información, la autora afirmaba que, fuera del Hamlet de Moratín, en España no se había escrito nada sobre Shakespeare, lo que podía afirmar después de haber buscado asiduamente en numerosos archivos y bibliotecas36. Ruppert, que también buscó, recogió más que suficiente información para desmentir a Michäelis. Comoquiera que fuese, parece claro que sin esta iniciativa de la Real Academia no habría habido investigaciones como las de Juliá y de Ruppert, y por tanto tal vez habría faltado el estímulo para las más completas de Par que seguirían años después (1930 y 1935). El propio Par señala la importancia del libro de Juliá «en la historia del movimiento shakespeariano» en España después de los artículos sobre el tema de Daniel López y, como dice, se complace en consignarlo como antecesor suyo (Par 1935 II: 173). En 1939 Joaquín de Entrambasaguas, para quien la nueva etapa de Shakespeare en la literatura española «se inicia con la transformación social y literaria de la Guerra Europea y la revalorización del dramaturgo inglés realizada con motivo del centenario de su muerte —simultánea con la de nuestro Cervantes— en 1616», no dudaba en afirmar la importancia del trabajo de Juliá y, sobre todo, de los de Par, «sin duda, el primer shakespearista hispano». Pese al contradecreto del gobierno español en 1916, el tricentenario estimuló artículos, ensayos, biografías y monografías sobre Shakespeare y, sobre todo, un nuevo interés investigador por su presencia en España desde el siglo XVIII del que


deriva el presente volumen. Como ya no vale lamentarse de lo que pudo hacerse y no se hizo, esperemos que en 2016 el cuarto centenario nos depare algo mejor. ÁNGEL-LUIS PUJANTE


NOTAS

1. «Ce qu’il y a d’affreux, c’est que le monstre a un parti en France; et pour comble de calamité et d’horreur, c’est moi qui autrefois parlai le premier de ce Shakespear; c’est moi qui le premier montrai aux Français quelques perles que j’avait trouvées dans son énorme fumier.» (Besterman 1967: 175) 2. Huelga destacar la proyección europea de la personalidad y la obra de Voltaire, de la cual era plenamente consciente el escritor. Cuando, por ejemplo, arremete contra Shakespeare en 1761, lo hace en un manifiesto que titula Appel B toutes les nations de l’Europe. 3. Fue en 1734 cuando este importante libro se publicó por primera vez en su original francés, en el que Voltaire dio a conocer a Shakespeare a los franceses y a los europeos en general. El aZo anterior había aparecido en traducción inglesa (de John Lockman) en dos ediciones distintas de Londres y Dublín con el título de Letters concerning the English nation. Besterman (1967: 44n) cree que el libro se escribió entre 1728 y 1730 y que fue objeto de algún tipo de impresión en 1731. 4. «J’ai toujours pensé qu’un hereux & adroit mélange de l’action qui rPgne sur le théâtre de Londres & de Madrid, avec la sagesse, l’élégance, la noblesse, la décence du nôtre, pourrait produire quelque chose de parfait...» (Besterman 1967: 156) 5. A efectos del cómputo sólo se cuenta el número de textos en los que se menciona o comenta a Shakespeare sin citar ninguna de sus obras. Por tanto, no se atiende a las veces que se repite el nombre de Shakespeare en un mismo texto. 7. Como en el caso de los textos en que sólo se menciona el nombre de Shakespeare, en este cómputo sólo se cuenta el número de textos en los que se citan o co-


mentan obras suyas, sin atender a las veces que se repite en un mismo texto un determinado título. 8. Véanse al respecto Keith Gregor, “From Tragedy to Sainete: Othello on the Early Nineteenth-Century Spanish Stage” (2002) y Clara Calvo, “De-foreignising Shakespeare: Othello and the Spanish Romantic Imagination” (en prensa); “Shakespeare, Napoleon and Juan de Grimaldi: Cultural Politics and French Troops in Spain” (en prensa); y “Tragedia para reír: Grimaldi, Shakespeare y El Caliche, o la Parodia de Otelo” (en prensa). 9. La continuación de este compendio, aún en preparación, se distribuye en volúmenes individuales que recogerán lo escrito en Gran BretaZa sobre cada obra de Shakespeare. 10. En 1796 el crítico y traductor alemán A.W. Schlegel afirmó hablando de Shakespeare: “Er ist unser” (Él es nuestro). Desde entonces se ha ido imponiendo el concepto de “Unser Shakespeare” y, sobre todo, la presencia del dramaturgo en la literatura alemana (véase Paulin 2003). En cuanto al trío Goethe-Schiller-Shakespeare bastará mencionar que en Weimar el transeúnte puede encontrarse con estatuas de los tres que distan entre sí menos de XLVIII XLIX cien metros. El Shakespeare Jahrbuch de 2005 está dedicado precisamente a «Shakespeare-Goethe-Schiller», a los que el programa del congreso anual de la Deutsche Shakespeare-Gesellschaft, celebrado en Weimar en 2004, llamaba los «drei Weimarer Klassiker». 11. Otra anterior como Shakespeare im Deutschland des 18. und 19. Jahrhunderts (1938), de Gustav Würtenberg, no abarca cronológicamente, pese al título, todo el siglo XIX, sino que termina con A.W. Schlegel, mientras que la de Blinn, además


de ser más completa y variada, llega hasta 1827 e incluye índices y datos que permiten disponer rápidamente de información como la que se maneja en esta sección. 12. Larson compara la monotonía de los títulos de Shakespeare en Francia y Alemania con la variedad que, comprensiblemente, se observa en los escritos y representaciones de Shakespeare en la Inglaterra del siglo XVIII. En cuanto a Shakespeare en otros países europeos como los de la Europa del Este en los siglos XVIII y XIX, del trabajo de Str íbrný (2000) se puede deducir que también en estos países el dramaturgo inglés fue ante todo el autor de tragedias, especialmente de Hamlet. 13. Como en otros países europeos, en EspaZa las primeras traducciones publicadas de Otelo, Macbeth y Romeo y Julieta se hicieron a partir de las refundiciones neoclásicas francesas de Jean-François Ducis, tan distantes de las respectivas obras de Shakespeare. La primera de todas fue el Hamleto (1772), atribuido a Ramón de la Cruz (que no se publicó hasta 1900), a la que siguieron nuevas traducciones de la misma refundición francesa (Pujante y Gregor, en prensa). Traducidos del original inglés fueron el Hamlet de Leandro Fernández de Moratín (1798) y el Macbeth de José García de Villalta (1838). Del original también se tradujeron fragmentos de Hamlet y Ricardo II (Blanco White, 1825), de Enrique IV (José Somoza, 1832) y de Otelo (José García de Villalta, 1841-1842?). 14. Las traducciones de Shakespeare a otras lenguas espaZolas llegaron más tarde, especialmente las vascas y las gallegas. La primera traducción al euskera (Macbeth, Toribio Alzaga) se publicó en 1926, y no volvió a haber otra (Hamlet, Vicente Amézaga) hasta 1952. La primera traducción al gallego (Macbeth, F. Pérez-Barreiro) no se publicó hasta 1972, seguida de As alegres casadas (Eduardo Alonso y Manuel Guede), de 1989. Las traducciones al catalán empezaron a aparecer en 1898 (dos traducciones de Hamlet, la de Artur Masriera y la de GaietB Soler), seguidas de Macbeth (CebriB Montoliu), Antonio y Cleopatra (Francesc Torres), En-


rique IV: Primera parte (Josep Sandarán), Julio César (Salvador Vilaregut), Noche de Reyes (Carles Capdevila) y el poema Venus y Adonis (MagX Morera), todas ellas publicadas en 1907. En los aZos siguientes no dejaron de aparecer nuevas traducciones catalanas. Toda esta información sobre traducciones está tomada de la tesis doctoral de Laura Campillo Estudio de los elementos culturales en las obras de Shakespeare y sus traducciones al espaZol por Macpherson, Astrana y Valderde (2005), que incluye una base de datos actualizada de las traducciones castellanas de Shakespeare. Para las catalanas, véase también Ramón Esquerra (1937). 15. Por dar sólo un ejemplo, en Francia la refundición neoclásica de Hamlet efectuada por Ducis se representó doscientas tres veces en la Comédie Française desde 1769 hasta 1851, y sesenta cinco entre 1831 y 1840, es decir, en pleno apogeo del movimiento romántico (Benchetritt 1956). Estas versiones neoclásicas de Ducis fueron también por muchos aZos la forma habitual de acceso a «Shakespeare», si no la única, que tenían los públicos teatrales L de otros países europeos como Holanda o Rusia (Delabastita & D’hulst 1993: 219232, 75-76). Y en los teatros de Alemania, donde no usaban las refundiciones de Ducis, se empleaban versiones bastante desvirtuadas de las obras de Shakespeare, como ocurrió con el primer Hamlet (Simon Williams 1990: 67-68, 72-81). Por último, no olvidemos que, desde 1660 hasta casi mediados del siglo XIX, en los propios escenarios ingleses Shakespeare se estuvo representando en adaptaciones a veces irreconocibles (Taylor 1991: 200-201). 16. Véase Clara Calvo, “Románticos espaZoles y tragedia inglesa: El fracaso del Macbeth de José García de Villalta” (2002a). 17. Los datos se refieren a los teatros de Madrid y Barcelona en los siglos XVIII y XIX (Par 1936-1940). La situación no parece haber cambiado sustancialmente en el


siglo XX. A finales del siglo pasado Shakespeare se estaba representando en EspaZa más que Lope, Tirso y Calderón juntos (Portillo 2000), pero casi siempre se trata de las mismas obras, y siguen sin representarse la mayoría de ellas: un importante drama histórico como Ricardo II no se estrenó en nuestro país hasta 1998 (Gregor 2004). 18. La presente sección se basa en mi artículo «Shakespeare Or/And...? The Spanish Counterpart in the Eighteenth and Nineteenth Centuries» (Pujante 2001a). 19. Pero este título ya se lo dio antes Antonio Conti, que en 1726 hablaba de Shakespeare como «il Cornelio degl’Inglesi» (Cit. Engler 2003: 27). 20. «...und zwar hat es [das romantische Schauspiel] zu gleicher Zeit bey beyden, vor etwas mehr als zweyhundert Jahren, hier [in England] durch Shakespear, dort [in Spanien] durch Lope de Vega zu blühen angefangen.» (Schlegel 1817: 1 127). 21. «Aber nun trat Don Pedro Calderón de la Barca auf, ein eben so fruchtbaren Kopf, eben so fleissiger Schriftsteller als Lope, und ein ganz anderer Dichter, ein Dichter, wenn je einer den Namen verdient hat.» (Schlegel 1817: 3 352) 22. Los extractos de Schlegel que publicó Böhl von Faber aparecieron en el Mercurio gaditano (Cádiz), n. 121, 16 septiembre 1814 (s.p.), con el título «Reflexiones de Schlegel sobre el teatro, traducidas del Aleman» y más tarde en sus Vindicaciones de Calderón (1820), 1-10. 23. La paradoja tiene su explicación: a Böhl se le podía acusar de que su entusiasmo por Calderón se debía menos a las lecciones de Schlegel que a su preferencia por el sistema político y religioso de la época del dramaturgo, mientras que para Mora (y Alcalá Galiano) el clasicismo era indisociable de la Ilustración y sus principios políticos. La polémica ha sido tratada en dos importantes tesis doctorales, ambas publicadas: Camille Pitollet, La querelle caldéronienne de Johan Nikolas Böhl von Faber et José Joaquín de Mora (Paris, 1909), y Guillermo Carnero, Los oríge-


nes del romanticismo reaccionario espaZol: el matrimonio Böhl de Faber (Valencia, 1978). 24. Par (1935: I 176) identifica al reseZador anónimo como José Joaquín de Mora, pero al hacerlo no da la razón más convincente para su identificación: Mora era el editor de la Crónica científica y literaria, en la que apareció la reseZa, y desde sus páginas estuvo defendiendo el clasicismo frente a lo que él entendía como extravagancias románticas, LI especialmente en su polémica con Böhl von Faber (véanse n. 20 y Seoane 1983: 85). 25. La lectura de un discurso era el acto protocolario por el que en aquellos aZos se obtenía el título de doctor. Era una tradición medieval que fue desapareciendo paulatinamente en la segunda mitad del siglo XIX. 26. Valera es el primer espaZol que relaciona tan explícitamente el valor de Shakespeare con la preponderancia de su país. En 1997, el inglés Jonathan Bate terminaba su libro The Genius of Shakespeare con un capítulo inesperado titulado «Shakespeare or...?»: inesperado porque su libro, dedicado a explicar la singularidad del genio de Shakespeare, concluye proponiendo a Lope como genio rival en la literatura universal, el cual habría podido sustituir a Shakespeare si las respectivas historias políticas de EspaZa y de Inglaterra hubieran discurrido en sentido contrario. (Hay traducción espaZola: El genio de Shakespeare, Madrid, 2000). 27. Esta sección está en deuda con los estudios de Clara Calvo (2002b y 2004) sobre la recepción de Shakespeare y Cervantes en Inglaterra y EspaZa en 1916, y se ha beneficiado de diversas conversaciones personales al respecto.


29. Par aZadió a su traducción de El rey Lear un amplio estudio, en el que examinaba esta obra escena por escena. Su «judici sintPtic» final habría merecido su inclusión en esta compilación de no ser por su gran dependencia de, entre otros, el ensayo de A.C. Bradley (1904) sobre esta tragedia, a quien sólo cita hacia el final y sin reconocer explícitamente su deuda. 30. Par (1935: II 165-185) repasa bastante exhaustivamente las publicaciones sobre Shakespeare en torno al tricentenario, en las que no les ahorra críticas a las biografías de Alcalá Galiano o Juliá, a un libro «desquiciado y estrafalario» como El Contraquijote, de F. Boedo, o a una publicación barcelonesa como Ideas estéticas de Goethe a propósito de Hámlet, de Emilio de Riquer. 31. Gaceta de Madrid (23 abril 1914: 175-176). Recordemos que Shakespeare y Cervantes murieron el 23 de abril de 1616, pero no en el mismo día, sino en la misma fecha. Véase al respecto el artículo de Blanco Asenjo. 32. La presencia de Cervantes también contaba allí en los actos oficiales previstos para la celebración del tricentenario de Shakespeare (Calvo 2004). 33. Veamos un ejemplo: un soneto de Shakespeare como el 66 suele ser tratado con indiferencia por la crítica anglosajona, pero su voz de protesta ha encontrado eco en diversos países europeos durante el siglo XX. Como ha mostrado Pfister (2003), el soneto en cuestión ha revelado una sorprendente capacidad de protesta política en estos países, especialmente en los «tongue-tied by authority» (amordazados por la autoridad), como reza el poema. El soneto, sin embargo, no fue utilizado por disidentes de la EspaZa de Franco (ni de la Italia de Mussolini o del Portugal de Salazar). La protesta política a través del teatro de Shakespeare tampoco se ha empleado en EspaZa en la medida en que se ha hecho en los países del Este (Hattaway, Sokolova & Roper 1994). 34. El Duque de Alba, que fue uno de los pocos extranjeros a los que se dio la palabra en el


LII acto de celebración de Mansion House. Por otro lado en 1916 se publicó en Inglaterra, editado por Israel Gollancz, A Book of Homage to Shakespeare, un volumen multilingüe en el que colaboraron los espaZoles Antonio Maura, presidente de la Real Academia; Alfonso Merry del Val, embajador en Londres y el escritor Armando Palacio Valdés, así como el cubano residente en EspaZa José de Armas. 35. Sin embargo, y según el BRAE (1917: 261), sólo se presentó al certamen el trabajo de Juliá. El de Ruppert, por tanto, se publicó después sin haberse presentado. 36. No contenta con su afirmación, Michäelis aZadía que en EspaZa no podía haber conocedores ni adoradores («Kenner und Verehrer») de Shakespeare, porque si los hubiera, sus trabajos no habrían pasado inadvertidos a los conocedores y adoradores alemanes. Para acabar de arreglarlo, Michäelis sostenía que la supuesta carencia de escritos espaZoles sobre Shakespeare no debía extraZar, teniendo en cuenta la conocida apatía de los espaZoles en este terreno («dass irgend Jemand die bisherige völlige Apathie des spanischen Geistes auf diesem Gebiete anstaunt; ist doch seine allgemeine Apathie nur zu gut bekannt.») (1875: 312). Habría que esperar hasta los trabajos de Henry Thomas sobre Shakespeare en EspaZa (1922, 1949) para encontrar materiales bastante más documentados y opiniones más ponderadas.


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