El genio de Shakespeare

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Paul De Saint Victor

Shakespeare I. El genio de Shakespeare - Su obra - Shakespeare historiador y filósofo II. Shakespeare y la Naturaleza- La vida de Shakespeare.

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PAUL DE SAINT VICTOR

Paul de Saint-Victor, (Francia, 1825-1881), ensayista, crítico y escritor francés. Fue uno de los mayores críticos literarios de su tiempo. En 1870, fue nombrado Inspector General de las Bellas Artes. La obra más conocida de Saint-Victor es "Hommes et Dieux" (Hombres y Dioses, 1867). Su muerte interrumpe la publicación de "Les Deux Masques" (Las dos carátulas) en la que el autor escribe la gran historia del teatro.

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Nota La Fundación Shakespeare Argentina tiene el agrado de reproducir un extracto del estudio sobre Shakespeare de Paul de Saint Victor publicado en el libro "Las dos Carátulas", Editorial El Ombú, Buenos Aires, 1933.

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I Shakespeare pertenece al grupo indivisible que forman Homero, Esquilo, Job, Dante, esos primogénitos del espíritu humano, esos hombres que dominan a las generaciones terrestres, como Saúl se elevaba por encima del pueblo de Israel, "con todos sus hombros”. Pero lo que le distingue entre sus pares es una universalidad más extensa y más amplia, una semejanza más grande con la Naturaleza, una personificación más completa y más variada de la Humanidad. Entre los reyes de la inteligencia, Shakespeare ocupa el lugar aparte que ocupaba Pan entre los Olímpicos, el Pan adorado por la Antigüedad aún más que Júpiter; el dios hirsuto y salvaje que tenía patas de macho cabrío, pero cuyo pecho azulado reflejaba todas las imágenes de la tierra, todos los astros del firmamento. Así, el genio de Shakespeare encierra algo de infinito y de universal. Ejerce hoy sobre la literatura europea la influencia de un genio sobre el globo; sacia la sed de pueblos de inteligencias, fecunda mundos espirituales, literaturas enteras han salido de él. Formó a Alemania a su imagen; el renacimiento poético de Francia ha florecido bajo su aliento; el idioma inglés le ha conquistado la América del Norte y lo difunde en la inmensidad de Asia. Empleando el barbarismo muy expresivo de Emerson, puede decirse que, actualmente, el orbe todo se ha "shakespearizado”. Un crítico inglés lo ha llamado "una voz de la Naturaleza”. Tal vez esta frase sería su más exacta definición. La obra de Shakespeare nada tiene de local, ni de personal: ninguna poética la limita, ningún sistema la restringe. Abarca todos los pueblos, contiene todos los siglos, admite todas las manifestaciones y todas las singularidades de la vida. En ella se encuentran, la barbarie y la extrema civilización, representadas por sus tipos más desmesurados. Sakuntala, ante Miranda, creería ver su imagen en el agua de un bello lago; un cafre retrocedería ante Calibán como un salvaje al cual se le presentase un espejo. Las ruidosas carcajadas de Falstaff responden desde lejos, en su vasta escena, a los conceptos refinados de Benedicto y de Mercucio. Hasta los climas están representados por sus productos característicos. En uno de los extremos de este escenario inmenso, Otelo lanza rugidos de tigre, en un drama abrasador como la zona tórrida; en el otro polo, Hamlet pasea la hipocondría del Norte sobre un fondo trémulo de aurora boreal.

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La historia desfila allí por legiones, desde Coriolano hasta Ricardo III, desde Julio César hasta Enrique VIII. Si algo puede dar en la tierra idea del Juicio Final que anuncia la Escritura, es Shakespeare resucitando lo pasado. ¡Qué profunda intuición! ¡Qué temible sagacidad! ¡Qué vuelo de águila sobre el rebaño de los hombres! ¡Qué manera leonina de saltar a través de los siglos! Para él, el Tiempo no tiene estaciones ni reloj; él participa de la inmutable Eternidad. Los años caben en un día, los meses en una hora, los días en un minuto. El poeta tiene prisa: armado con el látigo de las Furias o con la varita de los encantamientos, flagela en masa, evoca por muchedumbres. Su drama lanza todos sus corceles a la vez, en lo más recio de la pelea de las cosas; engancha diez acciones de frente; cruza, suelta, aprieta y desata con mano siempre segura veinte riendas distintas e intrigas enmarañadas. Está en todas partes y lo oye todo: el suspiro de su corazón perdido entre la muchedumbre, como el clamor de la batalla; la meditación solitaria del héroe y los gritos del populacho. Sondea los corazones y escruta las conciencias. Todos sus personajes son iguales ante él como las criaturas ante el creador; los pesa, los juzga, los absuelve o los condena sin que su mano tiemble, sin que su voz se estremezca, sin que su inspiración se extravíe. Una adivinación transcendente suple en él a la ciencia y al estudio. El arqueólogo tamiza y pesa el polvo de las edades; Shakespeare sopla encima y ese polvo comienza a vivir de nuevo. Con sus licencias, sus disfraces y sus anacronismos, sus dramas romanos son mil veces más verdaderos y más contemporáneos de los siglos evocados por ellos, que las tragedias clásicas calcadas sobre los textos. Las fronteras de lo pasado retroceden ante él; ilumina con relámpagos el horizonte prehistórico. Su Macbeth nos transporta a la plena noche de la barbarie; su Calibán hace revivir a los seres que fueron conciudadanos de los megaterios y de los mastodontes. De igual modo que exhuma la Historia, Shakespeare sabe penetrar en el alma humana: esclarece todos sus arcanos, hace vibrar todas sus cuerdas, le da vueltas y vueltas en todos sus aspectos. No existe pasión que no haya pintado, no existe carácter que no haya encarnado en personajes tan completos, tan enteros, tan definitivos que el nombre de cada uno de ellos se convierte en el del sentimiento que expresa. Los celos toman como careta trágica el negro rostro del moro de Venecia. El amor correspondido se fija en el balcón de Verona, como en pedestal eterno, con el grupo de Julieta y de Romeo, bañado por la luz de la aurora. Bajo la forma de Hamlet, la Duda con una calavera en la mano, reaparece para constituir la obsesión del pensamiento moderno. El cuchillo de Shylock se hace el atributo de la usura. La piedad filial reviste el cuerpo de Cordelia como un traje sin mácula; el remordimiento vagabundea durante la noche, llevando la lámpara de miladi Macbeth.

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Detrás de las grandes figuras que ocupan el primer término de su drama, pulula y se agita una legión de personajes secundarios, vistos de perfil, recortados en su contorno, dibujados de un solo trazo, que subdividen hasta lo infinito los fenómenos más fugitivos de la vida y del carácter, y los ponen en relieve con vigor asombroso. Lacayos y mendigos, soldados y marineros, niños y comadres, cortesanos y pastores, verdugos y bandoleros: todos marcados con el sello del tipo o con la efigie del individuo, ondulantes y diversos, excepcionales y precisos, sin parecer en modo alguno creados por los procedimientos del arte, sino engendrados realmente de carne, de la Naturaleza "natural”, merced a una operación del espíritu. Ninguna selección aparente determina su agrupación. El genio de Shakespeare tiene la imparcialidad en la creación y en la confusión de la sociedad. Enlaza la extremada fealdad con la gracia suprema; da aliento a Ariel en la nube, al mismo tiempo que extrae a Calibán del fango del Caos. Hace expectorar dichos mordaces a los sepultureros de Elsinore, en la fosa que espera el cadáver de Ofelia, y hace actuar de bufones, en torno del lecho mortuorio de Julieta, a los músicos invitados a la boda. La ironía adornada con cascabeles y vestida con el traje abigarrado del Bufón, brinca a través de sus dramas, extrayendo la risa de las lágrimas, desenmascarando con brusco ademán las vanidades de la vida y sobreexcitando por su contraste la compasión o el terror de las catástrofes a las cuales se mezcla. Genio monstruo, -representable como los de Ezequiel, formado de ojos y de garras, de patas y de alas,- Shakespeare es igualmente poderoso cuando se arrastra, que cuando se cierne, cuando amasa el lodo que cuando vuela por el azul del cielo. Nada le repugna en la Naturaleza; remueve a horquillazos su estercolero, con el afán alegre de Hércules limpiando el establo de Augías. La estupidez, la infamia, la glotonería, la lujuria, le inspiran una especie de hilaridad sobrehumana. Embriaga a sus personajes grotescos cual si fueran ilotas y les hace arrojar todo cuanto contienen de imbecilidad y de obscenidades. Nos enseña a despreciar la bestia que arrastramos en pos nuestro, a fuerza de cargarla de inmundicias. En algunas ocasiones, los vicios de sus personajes ínfimos pierden su fealdad, adquiriendo un engrosamiento quimérico. Así su Falstaff, todo gaznate y vientre, apurando botellas y vomitando chuscadas. –Este viejo glotón fue uno de los favoritos del poeta: resulta indispensable en el cortejo de sus creaciones. Un rey como Shakespeare, necesitaba un bufón tan enorme como Falstaff. Detrás de este dios violento y soberbio, que triunfa en su carro, al cual están enganchados tigres trágicos, agrada ver trotar pesadamente, con sus cortas piernas, a este Sileno del Norte engalanado con lúpulo como un jamón con laureles.

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Este genio, que ruge con los brutos, canta con las hadas y con las vírgenes. Las doncellas y las jóvenes de Shakespeare forman una especie aparte en la creación femenina. Son esbeltas como cisnes y delicadas cual sensitivas. La imaginación las concibe con cuerpos transparentes. Sus amores hacen pensar en los amores de las flores, su pudor en los rosicleres de la alborada, su lenguaje en el canto de los pájaros. Ese lenguaje es una música aérea. Si el rocío produjese ruido al caer en el cáliz de la flor, ese ruido tendría esta dulzura celestial. Hay algo alado en su andar y hay perfume en su encanto. Propicios para amar, fáciles para morir, son tan tiernas que se rompen con el menor razonamiento. Los nombres eólicos que el poeta les da, expresan su naturaleza toda etérea y toda ideal: Desdémona, Ofelia, Cordelia, Perdita, Miranda, Jessica, Celia, Rosalinda. Nombres luminosos que ciñen a sus frentes una diadema de estrellas. Porque en esto consiste el don de Shakespeare: su gracia iguala a su fuerza; su genio sutil y robusto recuerda a la trompa del elefante, que lo mismo puede coger una flor que ahogar a un león. Escúchese hablar a sus caballerescos galanes con sus amadas, en las comedias románticas, que son como los castillos de recreo de su reino poético: ¡Qué deslumbradora elegancia! ¡Qué prodigalidad! Cada uno de esos caballeros parece que viste el traje con el cual Buckingham iba sembrando perlas. II La Naturaleza se desborda en sus dramas y los acompañan a la manera de una orquesta. En ellos soplan las brisas, silban los vientos, y pasan oleadas de fortísimos perfumes. Efectos de luz, sabios o extraordinarios, idealizan a los grupos de sus personajes: el alba platea el beso de los amantes de Verona, la luna reviste de mágica blancura a Jessica, sentada bajo los limoneros del jardín de Belmont. Los trajes de Celia y de Rosalinda se enganchan en las malezas de la selva de Arden; la mar baña con su sonrosada espuma los pies de Desdémona al desembarcar en Chipre; los vencejos revolotean en torno de la negra torre de Macbeth. A veces su drama, subyugado por la dulzura y belleza de un crepúsculo o por la magnificencia del estrellado cielo, se interrumpe para contemplarlos. La acción deja el puesto al éxtasis; la tragedia cede la palabra a la melodía. Los personajes apaciguan las pasiones que hasta entonces los agitaban: se colocan al unísono de la paz de las cosas; acordan sus voces como los instrumentos de una serenata religiosa, y cadenciosos himnos se elevan hacia el firmamento.

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"-¡Cuán dulcemente duerme la clara luna sobre este banco! De la noche la calma parece concertarse con los acordes de la dulce armonía. Siéntate aquí, Jessica. Mira cómo la bóveda del cielo está por todas partes incrustada de luminosos discos de oro. De todos estos globos que tú contemplas, por pequeño que sea, no hay un solo que al moverse no cante con voz angélica, en perenne concierto con los querubes de ojos fulgentes. Semejante armonía también existe dentro de nuestras almas inmortales; pero mientras la arcilla perecedera las envuelva y las cubra con tosca veste, jamás oírla podremos”. A la vez que el cetro de este mundo, Shakespeare tiene la llave del otro; el abismo le obedece como le obedece la tierra; evoca los espectros de igual modo que crea los hombres. La sombra del padre de Hamlet y el fantasma de Banquo dominan al mundo fantástico. Su ciencia oculta es formidable: las parcas retrocederían horrorizadas ante las brujas de Macbeth. Este hombre trágico, que abraza fortísimamente la realidad, es al mismo tiempo el más lúcido de los soñadores. Un mundo encantado se cierne sobre su imperio terrenal, formado por islas llenas de perfumes, por selvas vírgenes, por mares cuya calma y cuyas borrascas rige la varita de los magos, en vez del tridente de Neptuno. Este mundo refleja en sus mil facetas las cosas de la tierra con amplificaciones y con temblores maravillosos. Mitología mezclada con magia, hechicería retozando en el aprisco: rondas de Ninfas y danzas de Hadas; amores de Espíritus, que se mecen entre la tierra y el cielo en una tela de araña plateada por la luna; hormigueros de intrigas microscópicas que corretean entre briznas de hierba; Puck que se desliza como un fuego fatuo; Cupido descarriado entre los Genios, como una abeja del Himeto entre los colibríes de las sabanas; la Reina Mab, parecida a la Venus de los átomos, marchando, para visitar a los sueños, en su cáscara de nuez cincelada por la ardilla; Titania ciñendo la cabeza de asno de Bottom con las verbenas reales que coronan sus sienes…Es todo un Apocalipsis minúsculo y deforme, grotesco y gracioso: el sueño de un dios embriagado con néctar. Ese gigante posee ojos de enano para observar el microcosmos de las leyendas; sabe lo mismo de las reyertas domésticas de los duendecillos que las guerras civiles de los imperios. La mano que acaba de herir a Macbeth y de estrangular a Desdémona, coge a los silfos suspendidos de las corolas del dondiego de noche, sin empañar el polvo azulado de sus alas. Al fulgor de una luciérnaga, ve tantas cosas como al sol. Sus potentes labios, que hacen sonar furiosamente el clarín trágico, soplan, con ligereza ideal, las pompas de jabón teñidas con los colores del prisma. Su estilo está en consonancia con lo múltiple de su creación. Es el idioma más extraordinario que ha hablado boca humana. El paroxismo reina en él y ese paroxismo parece natural. Las pasiones de sus personajes son tan vehementes, sus sensaciones tan intensas, que no encuentran palabras suficientemente violentas para expresarlas. FUNDACIÓN SHAKESPEARE ARGENTINA

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Así esas figuras de Miguel Ángel, Profetas y Sibilas, a las cuales agita, como un demonio, su fuerza interior. Se retuercen y forcejean para darle salida. Tienen ademanes de atletas para hojear un libro; al volverse o al inclinarse muestran perspectivas de Titanes que trepan al Olimpo. Su armazón cruje, sus osamentas se estremecen; sus músculos contraídos los enlazan, como las serpientes del Laocoonte. Un torrente de elocuencia corre por el diálogo de Shakespeare, acarreando en desorden el fango y el oro, las vulgaridades y las magnificencias, el cieno y la espuma. Hipérboles gigantescas, metáforas desenfrenadas, cohetes líricos, exclamaciones furibundas, marañas de imágenes embrolladas y ardientes. Esta confusión exuberante se resume en una armonía deslumbradora. La imaginación se cree transportada a uno de esos paisajes del trópico, donde todo se agranda y se desarrolla exageradamente bajo la acción de un sol espléndido. Las flores exhalan humo cual los incensarios, los insectos despliegan alas de dragón, los guijarros lanzan resplandores de rubíes; las panteras marchan entre lianas, las pitones enroscan sus nudos escamosos en árboles abrillantados por topazas.También en el estilo de Shakespeare la gracia corresponde a la energía. Este escultor de colosos es un cincelador de joyeles. Los Cellinis del soneto italiano jamás han igualado la finura de sus conceptos. Las fantasías que intercala en sus dramas recuerdan, por la riqueza y por la complicación del detalle, esos arabescos del Renacimiento, en los cuales los festones de follaje están rematados por bustos de sátiros o por cabezas de ninfas, tocadas, a modo de gorro frigio, con el cáliz de una flor. ¿Qué fue este ser casi divino que reinará por siempre en el mundo de las inteligencias? Casi no se sabe. Los orígenes de Shakespeare, como las fuentes del Nilo, solo se han descubierto a medias. La sociedad shakespirina, instituida en Londres, que paga a peso de oro cualquier informe inédito acerca de la vida de este creador, sólo recoge acá y allá raros indicios. Shakespeare cruzó por su siglo guardando el incógnito de su genio, como los reyes guardan, cuando viajan, el incógnito de su majestad. Los rasgos dispersos que nos han quedado de su gran imagen no se prestan en modo alguno a la hinchazón. Su existencia fue una de esas existencias "deslizadizas y mudas” que glorifica Montaigne, al cual amó y leyó mucho.

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Este sacrificador trágico comenzó, según se dice, por degollar terneras y carneros en el matadero de su padre. A continuación se le vislumbra vagamente como cazador furtivo en los bosques de Stratford, y más tarde aún, cuidando de los caballos de los espectadores en las puertas de los teatros. Pero en su carácter no dejaron salpicadura ni mácula esos groseros oficios. Sus contemporáneos le llamaron "el dulce Shakespeare”. No adivinaron su genio, pero estuvieron de acuerdo en celebrar su bondad. Su memoria sólo deja, como estela, un perfume de dulzura y de simpatía.- "Hemos recogido estas "bagatelas”-dicen, en la dedicatoria al conde Pembroke, los dos comediantes que publicaron, por primera vez, sus dramas- por consideración piadosa hacia el muerto a fin de procurar tutela a sus huérfanos, sin ambición de provecho ni de fama y únicamente por conservar la memoria de un tan digno amigo y tan buen compañero como nuestro Shakespeare. "(Only to keep memory of so worthy a friend and fellow alive as our Shakespeare).” Comediante como Molière, parece haber sufrido, cual éste, por la carátula teatral que degradaba entonces a los que la llevaban. Y, también como Molière, tuvo la ciencia y la experiencia de la vida. –Trabaja, estudia, produce, gana dinero, lo economiza, adquiere un teatro, lo hace prosperar, compra una casa en Stratford, su pueblo natal, y planta allí una morera. Luego, a los cincuenta años, en la tarde de su existencia, vuelve tranquilamente a sentarse y a morir a la sombra de aquel árbol. He aquí toda la vida privada de Shakespeare. La antorcha deslumbró al mundo, el hombre que la lleva ha permanecido en las tinieblas. Tanta oscuridad amontonada en el centro de esta gloria inmensa, hace pensar en esos astros cuya luz no llega a la tierra hasta siglos después de haber de haber ellos desaparecido. ¿Tuvo Shakespeare conciencia de su genio? Cabe dudarlo, al verlo producir su cosecha sin pensar siquiera en atar las gavillas. Jamás firmó ni coleccionó sus dramas. La soberana indiferencia con la cual llevó a la escena las diversas acciones de los hombres, parece haber sido en él un don de la Naturaleza. Tal vez ni siquiera creía en la gloria. -"¡Ah! ¡Cielo!- exclama Hamlet,- ¡muerto hace ya dos meses y no olvidado todavía! Entonces es posible esperar que la memoria de un gran hombre le sobreviva seis meses. Pero, ¡Por nuestra Señora! Para eso, será preciso que haya construido iglesias…De otro modo, que se resigne a que no se piense más en él.” Amó, indudablemente, pero a la manera de los dioses, por bajo de él. La única confesión que ha dejado escapar de su pecho está en sus “Sonetos” arrojados como perlas ante obscenas cortesanas:

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"¿Cómo puedes hacer dulce y amada La vergüenza que guarda tu flaqueza Y de tu nombre mancha la nobleza Cual gusano a la rosa perfumada ¿Cómo envuelves con mano recatada Los vicios que ha engendrado tu impureza? Tus máculas, que encubren tu belleza, Son cortejo de gracia delicada. Y al referir tu historia, al recordarte, No puede francamente difamarte La lengua que comenta tus pasiones. Porque te ha de elogiar al censurarte, Y tu nombre al sonar encierra el arte De hacer, las maldiciones, bendiciones." Un triple sello cierra el libro de sus “Sonetos”, libro secreto, velado, casi sin sexo, donde la amistad habla el idioma del amor y donde los himnos parecen en ocasiones dirigidos al misterioso Andrógino soñado por Platón. Pero la pasión jamás turba su genio, la embriaguez de los sentidos nunca le sube hasta el cerebro. Shakespeare mira y juzga a la mujer, en sus dramas, con ojos penetrantes y tranquilos. La maneja cual un instrumento de tortura y de voluptuosidad. La considera como algo exquisito, caprichoso e irresponsable. El razonamiento no obra sobre sus seductoras heroínas; las somete al instinto como a la influencia de una luna fantástica. Jamás poeta alguno, desde Salomón, ha proclamado con mayor frecuencia la inconstancia y la flaqueza femeninas.- “Fragilidad, tienes nombre de mujer! -¡Pérfida como la onda!“ –“Cuando mi bien amada jura que su corazón es todo verdad, le creo, aún sabiendo que miente”"Jura por su pie, -dice uno de sus personajes, a un enamorado, -para que ella pueda más pronto borrar el juramento.” No es en el claro-oscuro de una vida tan oculta, y sí en la plena luz de su teatro donde hay que buscar y que encontrar a Shakespeare. No se le hallará entre los héroes que se agitan en el primer término de la escena, sino en segundo término, entre los personajes secundarios que asisten a sus dramas, sin mezclarse demasiado en la acción. Confúndanse en una misma figura al honrado Horacio de “Hamlet”, al espiritual Mercucio de “Romeo y Julieta”, al leal Antonio de “El mercader de Venecia”, al melancólico Jacques de "Como Gustéis”, y se tendrá acaso un retrato parecido de William Shakespeare.

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Sí, así es cómo me lo represento, impregnado de tristeza y de gravedad, excesivamente ocupado en su creación interior para entregarse a la vida activa, pero sabio entre los sabios, y poniendo en su conducta algo de la filosofía superior que regulaba su pensamiento; Contemplativo sin misantropía, irónico sin amargura, inclinándose un poco para mirar a los hombres, pero, sin hacerles sentir su grandeza. Le supongo además, costumbres elegantes, cortesía serena, conformidad con todas las conveniencias de su siglo y de su país, el fuego de un espíritu cuyo estado normal era un resplandecimiento magnífico; el desprecio suave, a fuerza de ser profundo, de las cosas despreciables; la indiferente bondad que caracteriza a los seres soberanos. Un "gentleman”, en fin, en el sentido más elevado de la palabra, tal era, tal debió de ser Shakespeare. Indudablemente, podía aplicársele el elogio espléndido que, en su "Julio César”, Antonio otorga a Bruto:- "Su vida era pacífica, y los elementos que lo constituían hallábanse tan armoniosamente combinados, que la Naturaleza podía erguirse audazmente y decir al universo: ¡Éste era un hombre!”

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