Paul Groussac
LA CUESTIÓN SHAKESPEARE
Ser o no ser Shakespeare
Paul Groussac (1848-1929) Fundación Shakespeare Argentina
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(1848-1929) Paul Groussac nació en Toulouse, Francia en 1848 y se radicó en Argentina en 1866. Fue periodista, escritor, historiador y crítico literario. Fue Director de la Biblioteca Nacional durante más de cuarenta años, desde 1885 hasta su muerte en 1929. Durante su prolongada permanencia en la dirección de la Biblioteca Nacional, impulsó la publicación de las revistas "La Biblioteca" y "Anales de la Biblioteca". Entre sus obras más importantes figuran "El viaje intelectual" y "Crítica literaria" y en ambas escribe sobre Shakespeare. .
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Nota Paul Groussac publicó el ensayo "La Cuestión Shakespeare" en dos artículos consecutivos en su libro "Crítica Literaria" en 1924. La Fundación Shakespeare Argentina tiene el agrado de reproducir estos textos por su asombrosa vigencia y en homenaje a su autor.
(Portada del libro "Crítica Literaria", (Buenos Aires, Jesús Menéndez e Hijo Libreros Editores, 1924.)
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Primer Artículo Saben mis lectores que, desde mediados del siglo pasado, se agita en el mundo literario una cuestión “Shakespeare”. Ésta consiste, para un grupo de críticos y sus adictos, ingleses o yanquis en su mayor parte, en rebuscar con infatigable ardor, por bibliotecas y archivos, al “verdadero” autor de las veinte obras maestras teatrales (en un total de 30 y tantas) hasta ahora poco atribuídas desatentadamente al según ellos, iliterato lugareño y cómico de la lengua, de cuyo estropeado nombre no quieren acordarse. La actividad iconoclasta, detenida durante los dos primeros años de la guerra, recrudeció naturalmente, al celebrarse el tricentenario del “usurpador”, ocurrido en abril de 1916. Publicaronse con este motivo, tanto por ortodoxos como por protestantes, innumerables folletos y artículos de revistas (distinguiéndose como siempre por su resolución la Nineteenth Century), además de varias obras voluminosas, de las cuales la titulada Shakespeare´s England es sin duda la más notable por su copia de datos documentales y preciosas ilustraciones. Sin embargo, ni en Inglaterra ni en los Estados Unidos habíase producido hasta ahora ninguna candidatura nueva al autorship, que pretendiese entrar en competencia con la de Bacon, hasta hoy gran favorito, ni siquiera con la de lord Rutland, que la sigue de lejos, para no mentar la fantástica de lord Southampton. Cuando he aquí que, hace un par de meses (julio de 1919), me llegan de París dos volúmenes en octavo, en que M. Abel Lefranc, profesor en el Colegio de Francia, se presenta apadrinando para el premio shakesperiano a William Stanley, sexto conde de Derby, -antepasado del actual embajador británico en Francia-, a quien la obra va dedicada. (Precede a esta dedicatoria otra al hijo del autor, muerto en la guerra, muy conmovedora y que sería más aún a ser menos verbosa). M. Abel Lefranc es un hombre honrado y meritorio erudito, a quien se deben estimables ediciones de Rabelais, Calvin, Chénier, etc., amén de importantes monografías locales. Cuando lo conocí, en casa de nuestro editor Champion, nunca había ocupado sus no vulgares facultades sino en útiles compilaciones como las citadas, que requieren más aplicación sagaz que talento literario, y en cuanto a gasto de estilo, muy poco más que la simple y clara corrección. El mismo refiere cómo, en febrero de 1916, se enredó casualmente en el lío “shakesperiano”, leyendo en un documento inglés del tiempo de la reina Isabel que “el conde de Derby se hallaba, en Junio de 1599, ocupado en escribir piezas para sus cómicos”. Fue el rayo que ilumina las tinieblas. M. Lefranc no necesitó más, sin haber antes tratado íntimamente a Shakespeare ni seguido muy de cerca la cuestión, para quedar convencido de que las Fundación Shakespeare Argentina
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“piezas” (probablemente esos entremeses llamados “máscaras”, entonces muy de moda) a que consagraba sus ocios el noble aficionado y protector de comediantes, no podían ser otras que algunas de Shakespeare, escritas al parecer por aquel tiempo, como v.gr., Much Ado about Nothing, As you like (!) Julius Caesar (!) Por cierto que hoy M. Lefranc ha estudiado el “expediente” y lo posee como buen abogado. Según es práctica habitual en este género de demostraciones, no existiendo producción literaria alguna de su William Stanley, ha escudriñado la obra monumental, entresacando las coincidencias y menudencias favorables a su tesis, como reveladoras de hábitos o gustos aristocráticos, muy ajenos, a su parecer, de un pobre escritor plebeyo; a trueque, tal vez, de no tener por importante o no sentir vivamente la presencia real del genio que reina y se cierne allí cien codos más arriba de todos los remedos o plagios señoriles. Todo esto y mucho más se dice o deja entender en un artículo reciente de la Revue de Deux Mondes, que André Beaunier, con su ironía algo cruel, dedicó a los volúmenes de M. Lefranc. Sin duda, aunque allí no lo expresa, el agudo crítico ha de pensar que, además de bautizar con su nombre la gran carrera de Epsom, prretender todavía los Derby que la obra shakesperiana sea suya, es mucha gloria para una sola familia. Casi los mismos reparos hechos a la candidatura fatua de lord Derby, se aplicarían a la de lord Rutland, debida igualmente a un erudito francés (M. Celestin Demblon): en cuanto aquella se mira de cerca, todo se va en humo. Alguna consistencia más, siquiera aparente, ofrece la tentativa de descubrir al canciller Bacon, bajo lo que se denomina “máscara de Shakespeare”, merece, pues, la paradoja baconiana que le dediquemos algunos párrafos. Al paso que la figura del admirable poeta se agigantaba ante las gentes, era inevitable que resaltara más y más el contraste entre su obra y su biografía. Añadidas a las condicionesya excepcionales de a realidad las que incisamente discurria el esnobismo, según el cual (lo propio ha sucedido en España con Cervantes) Shakespeare resultaba saberlo todo –derecho, medicina, agricultura, etc., fuera, por supuesto, de las artes y elegancias cortesanas,- parecía cada vez más imposible identificar ese prodigio con el vagabundo y cazador furtivo de Stratford del Avón. Hacia 1850, un artículo del Chamber´s Journal planteó netamente el problema que rebullía en todas las cabezas destornilladas: “Who wrote Shakespeare?”. Contestó al punto la joven americana miss Delia Bacon, designando, naturalmente, a su ilustre homónimo como “autor” de Shakespeare. Y ello bastó para que la especie se propagara por contagio a todo el imperio británico y los Estados Unidos, brotando a centenares los libros, folletos y artículos, todos favorables al célebre canciller. Apenas se precisa añadir que el móvil inicial de esa aventura plebiscitaria no era otro que el apuntado más arriba: reinando Fundación Shakespeare Argentina
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la convicción de que el “supuesto Shakespeare” no podía ser sino un sabio enciclopédico, era inevitable que las miradas convergieran hacia Francis Bacon, el ilustre filósofo y autor de la Instauratio magna. Una vez concretadas en el personaje las opiniones dispersas, quedaba librada a la ingeniosa sofistería pública, infinitamente ramificada, el descubrir en la persona y las obras de aquél las menudas coincidencias, reales o imaginarias, que parecieran apoyar la tesis. No es materia de un artículo ni ofrecería interés a mis lectores (siendo así que, fuera de cada interesado, para nadie lo tiene) la más ligera revista de los descubrimientos y adivinanzas realizados en ese campo conjetural durante dos tercios de siglo. Por lo demás, no es necesario, para evidenciar la ninguna solidez de la fábrica, someter a prueba sus materiales de papel: bastaría mostrar que toda ella se asienta en dos hipótesis a cual más deleznable. Es la primera la creencia de que la persona de Shakespeare, nacido y muerto en Stratford, reconocido autor de las treinta y tantas piezas teatrales que conocemos, sea un fantasma destituido de realidad y posiblemente substituible. El segundo error, a base de incomprensión estética, consiste en creer que lo maravilloso y verdaderamente genial de la obra shakesperiana pudiera residir en el saber –por otra parte, muy exagerado- que en ella se exhiba, siendo así que todo esto nada pesa ni vale comparado con la prodigiosa creación poética y las maravillas de estilo que allí nos deslumbran y forman el más precioso tesoro de la literatura universal. Tan así, que en buena crítica no se necesitan más que las pocas y deplorables traducciones en verso que de Bacon se conocen, para calificar de grotesca su candidatura shakesperiana. Pero este último aspecto de la cuestión tiene su cabida natural en el artículo siguiente, donde expresaré mi parecer respecto del incomparable poeta. En el breve espacio que hoy me resta llenar voy a mostrar (prescindiendo por ahora de si pudo el “lugareño” adquirir o no el saber que su obra revela) cómo bastan y sobran los testimonios auténticos e inatacables para identificar al único Shakespeare real y verdadero. En la excelente y copiosa biografía del poeta (A life of William Shakespeare) por sir Sidney Lee, cuya edición salió a la luz durante la guerra y conserva un reflejo de ella en su prefacio, se traen a colación muchas referencias y datos característicos sobre relaciones personales de Shakespeare, escritor y actor profesional, con algunos contemporáneos tan conocidos como lord Southampton, el gran poeta Spencer, el autor drámatico Ben Jonson, el notable cómico Burbage y muchos otros, desde 1592 hasta 1611, en que se retiró a la villa natal. Todos concuerdan en celebrar, además del talento, la gracia, el buen humor, la alegría simpática del “dulce cisne de Avón”. Los Fundación Shakespeare Argentina
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actores de su teatro se extasiaban ante su increíble facilidad de composición, que le permitía escribir de corrido y sin una borradura varias páginas en verso. Pero el testimonio de valor incomparable y decisivo es el de Ben Jonson, rival de Shakespeare en el teatro, donde sostenía la bandera clásica en oposición a la que diríamos hoy “romántica” del segundo. Aquél bohemio casi genial, universitario, soldado, vagabundo, especie de Falstaff díscolo y reñidor, después de presentársenos alternativamente como declarado amigo y violento adversario del autor de Hamlet, acabó por unirse estrecha y definitivamente a él con el doble vínculo de una sincera admiración literaria y del más entrañable afecto. Según referencia de John Ward, que años más tarde fue cura de Stratford, la última y mortal enfermedad de Shakespeare hubiera sido consecuencia de una visita que Ben Jonson le hizo a Stratford, en abril de 1616, dando ocasión a una de aquellas copiosas francachelas, entonces usuales entre gente de teatro. Sea como fuere, lo único de ello que por ahora importa recordar es el carácter cordial e íntimo de las relaciones existentes entre compadres (Shakespeare era padrino de un hijo de Ben Jonson). Esta amistad se puso en evidencia, y puede decirse a prueba, cuando en 1623 a los siete años escasos de la muerte del gran poeta, dos desconocidos actores de su teatro, Heminges y Condell, habiendo preparado la primera edición en folio de las obras, solicitaron y obtuvieron de Ben Jonson que escribiese el famoso Elogio en verso que sirve de portada a la colección, y es considerado como uno de los homenajes admirativos más sinceros y vibrantes que un verdadero poeta haya dedicado a otro mayor que él. Esta manifestación de Ben Jonson no es la única ni, con ser incomparablemente bella, la más significativa de las suyas, desde el punto de vista biográfico. Posteriormente, en un tomo de Discoveries, Jonson analizaba como crítico el genio literario de su difunto amigo y rival, con referencia a algunas piezas conocidas, apuntando sus defectos para realzar mejor sus excelencias, y deplorando, entre otras tachas, esa excesiva facilidad, tan celebrada por los actores…. En resumen, se ve que bastan y sobran los datos auténticos y pruebas testimoniales que permiten clasificar entre las aberraciones colectivas la llamada “cuestión Shakespeare”, estableciendo irrefragablemente la identidad de W. Shakespeare de Stratford como autor de los dramas y comedias que el universo aplaude hace tres siglos. Desvanecido el misterio de la persona, faltaría –y esto, a ser posible, resultaría infinitamente más interesante- observar el milagro: esto es, seguir al genio en su maravillosa evolución para cerciorarnos de si realmente existió tal incompatibilidad entre la humildad del poeta y la alteza de su obra.
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Segundo Artículo Las más de nuestras admiraciones literarias, desde luego las dirigidas a monumentos poéticos, son en gran parte convencionales cuando no fingidas. Fuera de los universitarios y congéneres, que su oficio condena a "estudios forzados", ¿Cuál sería, aún en el grupo nacional respectivo, la proporción de los "alfabetos" que, en realidad de verdad, testificasen haber leído, concienzudamente y de cabo a rabo, la Divina Commedia, el Paradise Lost, la Gerusalemme liberata, el teatro de Lope o Calderón, etc., para no descender a los limbos en que vagan melancólicamente, destilando adormideras, las sombras de los consagrados épicos modernos (sacrés ils sont, car personne n' y touche), desde Os Lusiadas, de Camoens, hasta Der Messias, de Klopstock? No pocas de esas obras maestras - desde luego las griegas y latinas- están aseguradas contra el olvido gracias a los programas de segunda enseñanza en que tienen su figuración tradicional y decorativa. Y casi lo mismo ocurre en cada nación con la mayoría de sus propios autores por esto llamados "clásicos". El día acaso no muy lejano, en que estos dejen de figurar en los liceos o gimnasios europeos como materia de examen para el bachillerato, su existencia activa, correrá serio peligro entre las gentes: no hay más que contemplar (y podemos hacerlo sin salir de casa) a qué triste estado queda reducido su conocimiento allí donde no es obligatorio. Es fácil explicarse como, en condiciones de notoriedad equivalente, tiene que tocarle mejor suerte a la literatura dramática: basta su definición corriente de: diversión pública para caracterizar a la vez su naturaleza propia y su necesaria adaptación al gusto popular. La subsistencia más o menos vivaz de un teatro tan altamente literario como lo es en Francia el de Corneille y Racine, proviene de tres causas concurrentes, ninguna de las cuales atañe a su condición dramática: primero, la superioridad de la interpretación; luego, el trato familiar al par que reverente, desde las aulas, del público culto con dichos autores; por fin, la protección del estado en favor de un espectáculo más honroso que retribuyente, pero que es parte de la gloria artística nacional. Aún allí, fácil es comprender que el mismo Molière no alcanza plenamente al público con sus obras maestras en verso o prosa, sino con las farsas desopilantes, como allá decimos, en que el más grande de los autores cómicos ha derramado a puñados la sal gruesa de su irresistible aunque siempre intencionada bufonería. Lo que en suma se comprueba en el teatro es que el éxito de la obra representada Fundación Shakespeare Argentina
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depende casi por entero del interés trágico o cómico que despierta en los espectadores, y solo en mínima parte de su valor literario. Es muy sabido, para no citar sino un ejemplo trivial, a quien entre el gran poeta Hugo y el fecundo dramaturgo Dumas (padre), se dirigió el constante favor del público. El triunfo inaudito del "Cyrano de Rostand" no hace siquiera excepción a la regla: de las cuatro partes que puede decirse lo constituyeron (talento del escritor; habilidad escénica del mismo; alegría del espectáculo contrapuesta a la lobreguez escandinava, enorme prestigio del actor, Coquelin), una sola corresponde a la literatura y al estilo lleno de vida y prestigiosa elegancia, aunque profusamente salpimentada con chistes y retruécanos de ambos gustos. No de otra suerte se nos presentan las cosas en lo que atañe a Shakespeare y al público de su tiempo; solo que en este caso extraordinario, sino único, aparecían fundidos en una sola persona un incomparable poeta y un facilísimo dramaturgo, tocado el término en el sentido de inventor o surzidor de melodramas espeluznantes. Y esto sin contar a un tercer personaje amalgamado a esos dos: que era un payaso o clown, cuyas chocarrerías provocaban las risotadas de los marineros apiñados en ese corral de Blackfriars, donde zumban hoy las rotativas del diario "The Times". A quien la masa de público según se ha dicho, buscaba en Shakespeare, era al contador de cuentos, al story-teller. Y como, por una parte, esa masa ya cortesana, ya plebeya, formaba la inmensa mayoría; mientras por otra parte, no se imponía a este respecto la superioridad de Shakespeare en frente de Marlowe, Beaumont, Fletcher y algunos más, simples proveedores teatrales: así se explica la relativa penumbra en que permaneció para los contemporáneos el poeta sublime cuyo genio irradia hoy sobre el mundo, más que otro alguno, la gloria del nombre británico. ¿Qué impulso soberano, más fuerte que la corruptora influencia de su medio vulgar, más imperioso que las sugestiones del interés (que ciertamente no desoía) le movió a crear para sí -tan desdeñoso del presente que no creía en él, como del porvenir en que él no creía,- esa parte inmortal de su teatro, en que los tipos excesivos o violentos de las más cruda realidad se mezclan con figuras juveniles de etérea gracia e ideal pureza, dignas de rivalizar, en su atmósfera de ensueño, con las más luminosas visiones de Dante o Fra Angélico? ¿De dónde extrajo ese maravilloso estilo, tan eficaz para la expresión del paroxismo criminal y la pasión frenética, como para la modulación musical del suspiro de amor y la melancólica evocación del mísero destino humano, en el mismo paisaje de encantamiento?
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Los críticos miopes que, ante esa erupción de espontánea y deslumbrante poesía, se preocupan de averiguar si en la "Grammar School de Stratford" pudo Shakespeare aprender bastante latín y francés o historia y geografía, para escribir veinte años después Hamlet o La Tempestad, se parecen a quien, para apreciar la capacidad bancaria del primer Rothschild, necesitara saber si, al abrir su puestecillo ambulante en Frankfort hace siglo y medio, el banquero poseía ya un centenar de florines o solamente cincuenta....Fuera de que su aprendizaje escolar no fue tan despreciable como se pinta, no sería Shakespeare el primer autodidacta que por su solo esfuerzo y estudio solitario alcanzara un verdadero saber. En todo caso, las vislumbres de múltiple información que de su obra se desprende, sobre el mundo y la historia, revelan una cultura general, nada común, sino igualaba la erudición casi enciclopédica de un universitario como Ben Jonson. Pero ¿Qué valen todas las adquisiciones librescas comparadas con el tesoro de la adivinación genial? Hablando Heine de este mismo, a quien llama "el emperador de la literatura", dice que el gran poeta "trae al nacer un mundo en su cabeza". Ese mundo en cierne, es el que la experiencia de la vida desarrolló en Shakespeare, hasta adquirir la plenitud de la madurez; y entonces fue la salida a luz de las obras inmortales. El lapso de aquella producción asombrosa y verdaderamente única en la región del arte, apenas excede un decenio; pero basta para ponderarla decir que ese apogeo del genio se agolpan en pléyade las más sublimes creaciones shakesperianas, las que resplandecerán eternamente en el cielo de la poesía. Las siete obras maestras a que acabo de aludir, destacadas entre diez más que apenas les ceden en belleza (baste recordar que además de Romeo y Julieta y el Mercader de Venecia, quedan apartadas las piezas históricas y las más de las comedias) son los dramas de Julio César, Hamlet, Otelo, Macbeth y el Rey Lear, que se insertan entre las deliciosas y profundas comedias de Como Gustéis y La Tempestad, como cinco gemas de igual brillo y variado color entre dos perlas del espléndido Oriente. Son, en verdad, el producto del período central de la vida, teniendo el poeta 35 años cuando escribió la primera y cuarenta y seis cuando la última. Acerca de su incomparable riqueza de concepción y primores de estilo, toda tentativa de apreciación que se encerrase en una o dos frases parecería una irreverencia y una profanación. Intenté alguna vez, con ocasión de la Tempestad, compendiar en algunas páginas, no un meditado juicio sino el culto admirativo que por Shakespeare he venido profesando más y más profundo a medida que su lengua y estilo se me hacían menos inaccesibles. No olvido aún mi emoción literaria la primera noche que en 1893, vi en un teatro de Chicago a Irving y Ellen Terry en el Merchant, comprobando con alegría y sorpresa que no solo los entendía sino que los gustaba plenamente: Parecióme ser aquello el Fundación Shakespeare Argentina
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premio de casi un año de encarnizado estudio y rudo estrujamiento por entre las gentes y cosas de un medio tan extraño al mío. Esa intimidad no perduró: a estas horas por falta de ejercicio, la rápida adquisición se ha borrado a medias como una prueba fotográfica mal fijada. Pero hoy no se trataba de apreciar la obra del gran poeta, sino de mostrar la extravagancia y vanidad de las tentativas hechas para destronarle; y espero haberlo logrado en la medida de mis fuerzas y del corto espacio que podía consagrar a este propósito. Nota: Una curiosa coincidencia. Anteanoche, después de escribir el folleto que se publicó ayer (29 de Junio de 1919) leí en la Revue de París, (número del 15 de Mayo) llegado ese mismo un artículo del Señor Longworth-Chambrun titulado " Autobiografie de Shakespeare" según nos lo advierte el autor -probablemente un aficionado anglo francés y harto lo confirma su estilo- la llamada autobiografía sería otro tejido formado con extractos y deducciones de los sonetos: tentativa ya ensayada muchas veces y algunas, como en el caso de F. V. Hugo y F. Henry, con un éxito parcial que la presente no parece llamada a superar. El artículo se limita a refutar en globo y sin entrar en detalles, al infeliz M. Abel Lefranc- que es llover sobre mojado-, para servirnos luego algunas reediciones acerca de los poemas de Shakespeare y termina con unos datos superficiales (como que se los halla infinitamente más completos y precisos en el incomparable "Dictionary" de Sidney Lee) sobre el joven conde de Southampton, el simpático protector del poeta y destinatario de los sonetos.
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