SUEテ前 Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO Naturaleza, sociedad, democracia
por
MANUEL ARIAS MALDONADO
Fragmento de la obra completa
España México Argentina
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© De esta edición, noviembre de 2009 SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A. Menéndez Pidal, 3 bis. 28036 Madrid www.sigloxxieditores.com/catalogo/sueno-y-mentira-del-ecologismo-2210.html © Manuel Arias Maldonado, 2008 Diseño de la cubierta: Outerstudio ISBN-DIGITAL: 978-84-323-1506-0 Fotocomposición: EFCA, S.A. Parque Industrial «Las Monjas» 28850 Torrejón de Ardoz (Madrid)
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ÍNDICE
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INTRODUCCIÓN: LA CRISIS IMAGINARIA.......................
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AGRADECIMIENTOS
I.
LA CRISIS ECOLÓGICA Y SUS METÁFORAS...............................
II.
MEDIO AMBIENTE Y SOCIEDAD ............................................
III.
LA EVOLUCIÓN DEL PENSAMIENTO VERDE ............................ III.1. III.2. III.3. III.4.
IV.
Crisis ecológica y ecologismo fundacional................... Consolidación y desarrollo del pensamiento verde ...... La consolidación de la teoría política verde ................. La revuelta contra el ecologismo fundacional: crítica y reconstrucción de la política verde .............................
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DESPUÉS DE LA NATURALEZA: MATERIALES PARA UNA NUEVA
................................................................
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1. NATURALEZA Y SOCIEDAD...........................................
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LA CONDICIÓN HISTÓRICA Y SOCIAL DE LA NATURALEZA .......
25
La concepción verde de la naturaleza ........................... Naturaleza superficial y naturaleza profunda ................ La sociedad en la naturaleza ........................................
27 33 36
LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DE LA NATURALEZA.....................
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Exceso y verdad del constructivismo ........................... La cuestión de los límites naturales.............................. Constructivismo y valor intrínseco de la naturaleza....... Hacia una adecuada comprensión de las relaciones socionaturales ...............................................................
50 56 60
NATURALISMO VERSUS DUALISMO ........................................
67
Hombres y animales: la incierta distancia.................... La reducción naturalista de la condición humana ........
69 72
POLÍTICA VERDE
I.
I.1. I.2. I.3. II.
II.1. II.2. II.3. II.4.
III.
III.1. III.2.
VII
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La afirmación de la excepcionalidad humana .............. Naturaleza y extrañamiento .......................................
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EL FIN DE LA NATURALEZA ..................................................
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Naturaleza y artificio ................................................. Naturaleza y significado ............................................
89 95
LA DOMINACIÓN DE LA NATURALEZA ...................................
98
La dominación como idea recibida .............................. Dominación y control reflexivo ...................................
99 102
DE LA NATURALEZA AL MEDIO AMBIENTE .............................
105
Melancolía y diferencia.............................................. Naturaleza y medio ambiente .....................................
108 110
2. LA POLÍTICA DEL MEDIO AMBIENTE........................
121
.............................................
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El conflicto entre ecologismo y democracia................... La ambivalencia normativa del ecologismo político ....... La tentación autoritaria en el ecologismo político .......... Hacia una nueva política verde ....................................
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....................................
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La sostenibilidad como principio normativo ................ Las formas de la sostenibilidad ................................... Sostenibilidad, democracia y organización social ..........
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3. LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE ....................................
197
LA CONVERGENCIA DE POLÍTICA VERDE Y LIBERALISMO ........
197
Nota sobre los fundamentos de la democracia liberal..... Liberalismo versus ecologismo: sostenibilidad, neutralidad, democracia .........................................................
198
LA FORMA DE LA SOCIEDAD LIBERAL VERDE ..........................
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III.3. III.4. IV.
IV.1. IV.2. V.
V.1. V.2. VI.
VI.1. VI.2.
I.
ECOLOGISMO Y DEMOCRACIA I.1. I.2. I.3. I.4.
II.
EL PRINCIPIO DE SOSTENIBILIDAD II.1. II.2. II.3.
I.
I.1. I.2.
II.
II.1. II.2.
La reapropiación verde de las instituciones liberales, I: la representación política ......................................... La reapropiación verde de las instituciones liberales, II: los derechos .......................................................... VIII
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ÍNDICE
La reapropiación verde de las instituciones liberales, III: la ciudadanía........................................................ La comunidad ecológica: crítica y reconstrucción......... Estado, sostenibilidad, política verde ..........................
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LA CONSTITUCIÓN DE LA DEMOCRACIA VERDE ......................
262
La promesa de la democracia deliberativa ................... La defensa verde de la democracia deliberativa ........... Sostenibilidad, representación y política deliberativa: la constitución de la democracia liberal verde .............
264 269
CONCLUSIÓN: ¿EL FIN DEL ECOLOGISMO? ..........................................
303
BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA ..........................................................
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II.3. II.4. II.5. III.
III.1. III.2. III.3.
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AGRADECIMIENTOS
Es bien sabido que cualquier libro, por más que tenga un solo autor, o precisamente por el hecho de tenerlo, es sólo el resultado final de una suma de influencias dispares. Desde ese punto de vista, de hecho, cualquier texto entregado a la imprenta es —ni más ni menos— una simplificación. Y esto, en más de un sentido. Porque el trabajo de varios años se condensa en unos cientos de páginas; porque estas páginas nunca dicen exactamente lo que queríamos que dijeran; porque quizá no pueden decirlo. ¡Los gajes del oficio! Sin embargo, estas pequeñas tragedias, comunes a cualquier proceso de escritura, son rápidamente olvidadas cuando la vanidad del autor contempla el trabajo concluido: parece verdaderamente nuestro. Tanto más necesario es, entonces, detenerse a pensar en la genealogía de la propia obra, en sus prohijamientos involuntarios, en su modesta historia. A fin de cuentas, ya es bastante presunción firmarla; reconózcanse, al menos, las deudas con ello contraídas. Este trabajo comenzó hace casi una década. Y esto, que podría ser un demérito, debe figurar aquí como una circunstancia benéfica: el propio tiempo ha trabajado en la investigación. De hecho, su gradual proceso de maduración ha terminado por conducirme a un lugar distinto del que esperaba. La obra es así notablemente distinta de la tesis doctoral en la que, entonces, abordé primeramente esta materia. Sucesivas estancias en el extranjero y distintas revisiones en profundidad han terminado por dar forma a un trabajo acaso más ensayístico que académico, y menos preocupado por la exhaustividad que por la expresión razonada de ideas. En ese sentido, aunque se abunda en ello ya desde el comienzo, mi intención no es otra que contribuir al debate público, y hacerlo mediante una posición más bien inhabitual, al menos en nuestro país: la defensa de la sociedad liberal y de su capacidad para ser sostenible. Se propone, esencialmente, una crítica del ecoloXI
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gismo filosófico y político llamada a converger con la ecologización del liberalismo. Naturalmente, corresponde al lector juzgar en qué medida se han cumplido estos propósitos. Es por ello obligado que empiece por agradecer al profesor Ángel Valencia Sáiz la confianza que, durante estos años, ha demostrado tener en mí. Las condiciones en que se ha desarrollado mi carrera académica son, en gran medida, fruto de su labor; su generosidad es, en fin, la de un amigo. Además, a su pionero empeño como teórico de la política verde en España debo mi interés por una materia a la que el paso de los años —dándole la razón— ha otorgado preeminencia. También gracias a él pude trabar contacto con Andrew Dobson, formidable pensador y amigo, en cuya School of Politics, International Relations and the Environment, de la Universidad de Keele, comencé mis aventuras internacionales, a la vez exigentes e iluminadoras. Su hospitalidad y amabilidad constantes significan mucho para mí. También han ejercido un permanente magisterio sobre mí los profesores Fernando Vallespín y Rafael del Águila, presentes en momentos decisivos de mi trayectoria universitaria. Siempre he podido contar con su ayuda; es, evidentemente, una deuda que nunca podré saldar. Y lo mismo puedo decir de los profesores Ramón Máiz, Carlos Alba, Joaquín Abellán, Elena García-Guitián, Alberto Oliet y Ramón Vargas-Machuca; todos, en algún momento, han sido generosos conmigo y a todos tengo en el mayor aprecio. Sin duda, los compañeros de mi Departamento y Facultad —Rafa, Fali, Diego et álii— han creado el ambiente propicio para una vida universitaria: las condiciones materiales del trabajo inmaterial. A todos ellos, mi agradecimiento. Naturalmente, en medida distinta, Michael Watts y Steven Weber, del Institute for International Studies de la Universidad de Berkeley, donde desarrollé parte de este trabajo, deben ser mencionados aquí, lo mismo que Brian Doherty y John Barry, de la Universidad de Keele. Debo, a todos ellos, hospitalidad y estímulo intelectual. Por otra parte, la publicación de este libro no habría sido posible sin el interés que en el mismo puso Luis Gago, a quien debo por ello gratitud imperecedera. Su amabilidad me permitió conocer a Tim Chapman, sobresaliente editor e inmejorable anfitrión, a cuya excelente labor debo el mejoramiento final de este trabajo. María José Moreno, en la fase final de la edición, ha aportado su profesionalidad y XII
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AGRADECIMIENTOS
magnífico quehacer. También quisiera agradecer a los capitanes de Revista de Libros, Álvaro Delgado-Gal y Amalia Iglesias, su confianza. Colaborar con ellos ha contribuido formidablemente, o eso me parece, a pulir mi estilo y refinar mi pensamiento; si ambas cosas no son, en realidad, la misma. A los amigos, esa peculiar familia sobrevenida, debo más de lo que parece. Sin ese taller de experiencias —comunidad de afectos y conceptos— no sería lo que soy. Ellos saben bien quiénes son, pero nombro a los esenciales: José Luis, Juan, Pirri. Naturalmente, Sebastián, Pepo, María Jesús. También, en el espacio cosmopolita, Massimo. Antonio y Jaime. Segundo. Tania, durante años. Y así sucesivamente. Este libro está dedicado a mi padre, fallecido prematuramente hace pocos meses, después de una larga enfermedad. Sentimiento y justicia coexisten en la dedicatoria, porque a él debo todo lo que he llegado a ser; su ausencia es por completo irreparable. A mi madre, a mis hermanas, les agradezco lo que son: vida, memoria, sentido. Y al resto de mi familia —mi única abuela, mis tíos, mis primos, e incluso mis bisabuelas, que las tengo— su acertada educación sentimental. Finalmente, Stefanie. Mein Leben, meine Zukunft. Yo no habría podido, sin ella, haber terminado este libro: es tan mío como tuyo. Gracias. Málaga, 23 de julio, 2008
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INTRODUCCIÓN: LA CRISIS IMAGINARIA
I.
LA CRISIS ECOLÓGICA Y SUS METÁFORAS
La predicción no es aún una profecía, pues cabe confirmarla o rebatirla con mediciones. La predicción se mueve en el interior del calendario y del tiempo mensurable; el profeta, en cambio, no se rige por fechas, sino que es él quien las instaura. ERNST JÜNGER
¿Es la naturaleza un sueño del que no acabamos de despertar? Así parece confirmarlo la obstinación con que se ha manifestado siempre, en nuestra cultura, una tentación tan vieja como el propio pensamiento: el propósito grotesco, pero tiernamente humano, de regresar a ella. ¡Volver a la naturaleza! Sea como una filosofía o como un eslogan, lo cierto es que nunca ha dejado el hombre, animal nostálgico, de invocar un pasado imaginario en el que todo estaba en su lugar, antes de que la sucia marea de la historia llegara a desbordarse. Et in Arcadia ego: tal es la fantasía pastoril que atraviesa nuestra historia y llega hasta nuestros días. Sin embargo, no hay fantasías inocentes. Porque, si bien esa armonía pretérita ha encontrado su símbolo más constante en la naturaleza, ha significado también el rechazo de aquello que es propiamente humano: la incertidumbre, el artificio, la contingencia. Y de ahí que la formulación última de este anhelo sea la constitución de la sociedad como un espejo de la naturaleza. Frente al caos de la historia, la armonía del devenir natural; frente al exceso, la sencillez; y así sucesivamente. Hoy como ayer. En realidad, hoy mucho más que ayer. Porque presenciamos en nuestra época la definitiva consolidación de la naturaleza como categoría política —esto es, como problema político. Desde la aparición 1
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del movimiento verde en la década de los sesenta hasta ahora, la importancia del medio ambiente en el debate público de las sociedades avanzadas no ha dejado de crecer, en un viaje de los márgenes al centro que ha convertido a aquél en la mot juste del vocabulario político. La defensa del medio ambiente ya no es una forma de escapismo, sino un estilo de vida; no forma parte de la contracultura, sino de la cultura oficial; y no protagoniza tanto movilizaciones callejeras, como las cumbres internacionales. Se ha convertido en una causa global que, frente al aire decimonónico que destilan conflictos como la guerra contra el terrorismo, representa una promesa de renovación de la política—, acaso el eje de una nueva política global. Y no es de extrañar. Su atractivo reside tanto en sus inobjetables fines, como en la novedad de sus medios: sólo la acción concertada de todos puede dar lugar a una sociedad sostenible. Los líderes debaten cambios estructurales, las empresas persiguen la innovación ecológica, el ciudadano puede contribuir en su vida cotidiana —ya sea reciclando o consumiendo— a mejorar el estado global del medio ambiente. Todos somos verdes; aunque unos más que otros. La vieja introspección de las sociedades nacionales, la rigidez de las instituciones liberales, la injusticia del mercado: limitaciones que hay que superar mediante una política medioambiental cuyo propósito nadie se atreve a discutir. ¿Cuidar el planeta, salvar a la humanidad? Nadie puede negarse. ¡Mirad esas pobres focas! Ahora bien, eso no significa que el debate público en torno al medio ambiente se desarrolle en los términos adecuados. Más bien, aparece dominado por un motivo no siempre visible, que constituye la principal idea recibida del movimiento verde fundacional; aquel que, como veremos enseguida, emergió en el último tercio del pasado siglo para llamar la atención sobre la relación individual y social con el entorno, bajo el signo de una amenaza ecológica de grandes dimensiones. Si no se cortan de raíz las tendencias que se observan en la actualidad, el derrumbamiento de la sociedad y la destrucción irreversible de los sistemas de mantenimiento de la vida en este planeta serán inevitables, posiblemente a finales de este siglo y con toda seguridad antes de que desaparezca la generación de nuestros hijos.
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INTRODUCCIÓN: LA CRISIS IMAGINARIA
Así reza una advertencia capaz de expresar el sentir de una gran parte de la opinión pública contemporánea. Y, sin embargo, la frase pertenece a un célebre panfleto de 1972: el Manifiesto para la supervivencia, compilado por Edward Goldsmith y otros pioneros del alarmismo verde. Que semejante predicción esté lejos de haberse cumplido no ha mermado, en absoluto, la convicción con la que se sigue formulando. De hecho, en esa obstinación encontramos una de las claves del éxito de un movimiento que ha conseguido pasar del panfleto al informe oficial: «La humanidad se enfrenta a una emergencia planetaria, a una crisis que amenaza la supervivencia de nuestra civilización y la habitabilidad de la tierra». Tal afirmaba, en marzo de 2007, todo un ex vicepresidente norteamericano ante el Congreso de su país, noticia que fue recogida por las agencias de información de todo el mundo 1. Es la misma melodía, con diferente orquesta. Y la audiencia ha empezado a tararearla. Así pues, si la naturaleza se ha situado en el centro de la cultura contemporánea, lo ha hecho en los términos presentados por el movimiento verde desde sus orígenes: como un catastrófico, aunque también irónico, negativo del fin de la historia que proclaman las epifanías liberales. Su premisa es tan sencilla como terminante: la humanidad padece una crisis ecológica global que, por razones de supervivencia y de moralidad, exige una urgente transformación de nuestra relación social con el entorno. No hay margen para la negociación, porque el tiempo se acaba y arriesgamos no sólo la integridad del mundo natural, sino también nuestra propia supervivencia. Somos así una generación en la encrucijada, obligada a tomar una decisión moral para permitir «que nosotros y nuestros descendientes y el resto de la vida sobre la tierra puedan tener un mañana» 2. Y esa urgencia moral tiene un corolario práctico, establece una sola dirección: es necesario cambiar en profundidad el orden social, para reconciliarlo con el orden natural. Hace cuarenta años, sólo algunos visionarios afirmaban tal cosa; hoy, parece un lugar común. Más importante que la crisis, sin embargo, son sus metáforas. Si, de acuerdo con un viejo recurso literario, un cuerpo enfermo puede ser una manifestación física del malestar moral o emocional del paciente, la crisis ecológica opera de la misma manera: como reflejo de una crisis de la civilización. La dimensión material de la crisis está aso3
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ciada a una profunda dimensión simbólica, según la cual la sociedad occidental ha alcanzado sus límites. Rien ne va plus. Este presunto colapso da forma a una distopía verde abrazada por la imaginación contemporánea a través de novelas, películas y cómics: una cultura que sueña con su final. Angustia, urgencia, melancolía. Y este sentido de crisis es dominante en el debate medioambiental. Se habla así de una «crisis de cultura y carácter», que es también una «crisis de inacción» y da forma, en fin, a una crisis «social antes que natural» 3. Y todo ello remite al predominio histórico de un conjunto de valores que han provocado el alejamiento humano del medio, la escisión entre naturaleza y cultura que explica el actual estado de cosas: la crisis como crisis del sujeto mismo; al menos, del sujeto occidental. Esta interpretación, que atraviesa el amplio camino que media entre la ecología y la espiritualidad, explica también el carácter totalizador del ecologismo. Ni su filosofía ni su teoría política tienen sólo que ver con el medio ambiente; también con la forma en que vivimos, con nuestros patrones culturales, nuestra ciencia y nuestra tecnología, nuestro sistema económico y político. Si la crisis ecológica es el resultado de una enfermedad de la civilización, la cura no puede limitarse a sus manifestaciones superficiales; hay que llegar hasta la raíz. Las metáforas devoran a su objeto. Sin embargo, el debate medioambiental no tiene que fundamentarse necesariamente sobre la premisa de la crisis ecológica. Y, de hecho, las consecuencias de que así lo haga son tan profundas como nocivas. Desde el calentamiento global hasta los transgénicos, pasando por la biodiversidad, todos los aspectos del debate medioambiental encuentran en el fantasma de la crisis ecológica un lamentable condicionante. Sobre todo, porque conduce a una muy deficiente comprensión de la índole de las relaciones socionaturales y contamina por completo cualquier discusión acerca de una posible sociedad liberal sostenible: la crisis ecológica se emplea como crítica radical de la modernidad liberal. Y, por esa misma razón, una parte importante del movimiento verde defiende posiciones antimodernas, cuando no reaccionarias. Sin duda, la principal patología del ecologismo ha consistido tradicionalmente en el rechazo del principio de realidad —rechazo que, entre otras cosas, ha mantenido intacta su fe en una naturaleza que ya no existe, pero que desean todavía recuperar—. Antes bien, es 4
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necesario proceder a una profunda depuración conceptual de la política verde, que empieza en la crítica de la noción de crisis ecológica y termina en la defensa de una sociedad liberal y verde: lejos de Arcadia. Tal es, esencialmente, el propósito de este libro.
II.
MEDIO AMBIENTE Y SOCIEDAD
Que la existencia de una crisis ecológica se haya convertido en un lugar común nada dice acerca de su verosimilitud. Más bien, debería llamar a la reflexión, dada la facilidad con que ciertas ideas recibidas se convierten en clichés de uso corriente y terminan cobrando vida propia en el lenguaje de su época, con independencia de la razón de sus hablantes: cualidad social del lenguaje que facilita esta forma de contagio. En ese sentido, cabe preguntarse si la fuerza con que la noción de crisis ecológica ha arraigado en nuestra sociedad encuentra reflejo en la realidad, o si, por el contrario, es el producto de una inercia cultural y esa misma realidad admite interpretaciones distintas. Desde luego, la invocación de la crisis no está exenta de problemas. Se trata de una categoría que no se infiere directamente de la realidad, sino que se construye políticamente, la mayor parte de las veces a partir de unos presupuestos filosóficos que imponen valores a los hechos. En ese sentido, ha denunciado Bjorn Lomborg «la letanía de nuestro medio ambiente en deterioro»: una interpretación de la realidad que no resiste el análisis de los indicadores medioambientales 4. Contra el pesimismo apocalíptico reinante, éstos indican una mejoría paulatina del estado real del mundo, no su deterioro, ya que no puede emplearse un pasado idílico como término de comparación, sino épocas más recientes en las que el estado relativo del medio ambiente era peor. Esto no significa que la situación sea óptima, pero sí desaconseja el empleo indiscriminado de la heredada noción de crisis. Para el propio Lomborg, en ese sentido, los verdes se apoyan antes en la retórica que en un análisis correcto. Y el miedo a problemas medioambientales en gran medida inexistentes, advierte, puede además desviar nuestra atención de las medidas verdaderamente necesarias. La enconada disputa periodística provocada en su momento por estas tesis en Gran 5
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Bretaña demuestra la importancia central que tiene para el movimiento verde la conservación de un diagnóstico crítico sobre la situación del medio ambiente 5. Este doble filo de la crisis ecológica se manifiesta admirablemente en la ambigüedad que caracteriza la mundialización en curso. Sin duda alguna, el ecologismo fue pionero a la hora de llamar la atención sobre la condición transnacional de los problemas medioambientales, antes de que aquélla se impusiera como tema tardomoderno por excelencia. No en vano, pocas realidades trascienden más claramente las fronteras nacionales y regionales que los sistemas naturales; difícilmente extrañará, por ello, que el medio ambiente se constituya en una de las facetas de la mundialización, habida cuenta de que su propio carácter desconoce las parcelaciones que aquel proceso viene, precisamente, a desbaratar. Para el ecologismo, además de para aquellos críticos del capitalismo que han encontrado en el movimiento verde una solución de continuidad a su empeño, la globalización extiende las causas estructurales del deterioro ambiental: más globalización, en consecuencia, sólo puede significar más crisis ecológica. Sin embargo, la relación de la crisis ecológica con el proceso globalizador no es unívoca; expresa, más bien, la ambivalencia que distingue a aquél. A fin de cuentas, los problemas medioambientales también son una función de la creciente interdependencia de sociedades y economías. Y, verdaderamente, no parece existir todavía un veredicto claro acerca de la ambigua relación que existe entre el proceso de globalización y el deterioro medioambiental. Hay que recordar que, a los efectos perjudiciales de la expansión geográfica de actividades económicas habitualmente dañinas para el entorno, se oponen los innumerables avances que ha habido en legislación y prevención internacionales. No hay una línea recta entre globalización y crisis ecológica, por más que los críticos de aquélla desearían que la hubiese. Sea como fuere, no son nuevas las sospechas acerca de la veracidad última del diagnóstico verde sobre la situación medioambiental. En paralelo a la evolución del propio movimiento ecologista, sus críticos han apuntado hacia la capacidad del medio ambiente para adaptarse a la sociedad, toda vez que la relación que los liga no sitúa una naturaleza externa a un lado y a la sociedad en otro —sino que ambos operan de forma interdependiente, dentro un mismo metasistema—. 6
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También, naturalmente, se ha subrayado que el hombre ha sido históricamente capaz de encontrar soluciones a través de la ciencia y la tecnología, con objeto de resolver problemas inherentes a las relaciones socioambientales; trataremos sobre todo ello en profundidad. Ni que decir tiene, empero, que semejante respuesta a la crisis ecológica es desechada por los verdes como un mero reflejo ideológico del sistema que la produce. De ahí que a esta tradición crítica se la denomine prometeica o cornucopiana, por adoptar como rasgos principales una benigna interpretación de los indicadores ambientales y una confianza ilimitada en la capacidad humana para superar las dificultades que el medio pueda presentarle. Pero, si la alternativa al optimismo es la catástrofe, ¿no habría que someter a escrutinio crítico al cornucopismo, antes que a la llamada verde de atención? Así suele responder un ecologismo que, como hemos señalado ya, no parece reparar en el incumplimiento de sus propias predicciones, juzgado como una peculiar confirmación de su inminencia 6. Sucede que cualquier relativización de la crisis ecológica es también, inevitablemente, un cuestionamiento del propio ecologismo. Ambos se necesitan, son términos de un mismo conjunto. Y así, la transformación de la crisis en simple controversia ya supone una cierta normalización de todo inconveniente para los verdes: no tanto porque desaparezcan los problemas ecológicos, como los criterios absolutos que permiten describirlos como problemas críticos y proporcionan a los ecologistas el fundamento para su superioridad cognitiva o moral 7. ¿Significa eso que sin crisis ecológica no puede haber ecologismo? No exactamente. Más bien, una concepción realista de la crisis ecológica proporciona una base distinta para la fundamentación de la política verde, provocando su final como ideología radical, pero no como corriente de pensamiento. Esta reflexión crítica, impensable hace apenas unos años, ha empezado a ganar presencia en el debate teórico medioambiental. Pero todavía no expresa con bastante claridad la condición permanente de aquello que el ecologismo dominante define como estado crítico: Sucede que el concepto de crisis supone bien el retorno a un estado anterior de normalidad, bien la transición a un nuevo estado de estabilidad. Pero en el caso del entorno natural y de la relación social con él, no hay retorno ni estabilidad. Particularmente en un contexto donde el cambio, la innovación y la fle7
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xibilidad se han instalado como los más altos valores hacia los que dirigirse, el término crisis medioambiental y sus implicaciones ha devenido anacrónico 8.
Más aún, no es que el concepto de crisis ecológica haya devenido anacrónico: es que nunca ha llegado a experimentar un momento de verdad. Hablar de crisis ecológica es ignorar la naturaleza misma de las relaciones socionaturales: la crisis sería más bien el estado habitual de unas relaciones cambiantes, marcadas por la recíproca transformación y la adaptación mutua. No es, por tanto, crisis en sentido propio. Naturalmente, los valores sociales a los que Blühdorn hace referencia pueden acelerar el cambio medioambiental y el proceso de apropiación social del medio, así como dar lugar a un tipo distinto de problemas, derivados de modos distintos de interacción socionatural; pero no son, en sí mismos, el origen de un estado que remite a las condiciones de posibilidad de la evolución humana. Nada de esto quiere decir que la naturaleza no se vea afectada por la mano del hombre, ni equivale a negar la desaparición de muchas de sus manifestaciones. Pero es precisamente la voluntad de preservar intacto el mundo natural, sus manifestaciones particulares y concretas, la que lleva a los verdes a identificar la pérdida de algunas formas naturales con un efectivo deterioro medioambiental. Sin embargo, son cosas distintas. Sucede que las consecuencias normativas también lo son, según se hable de problemas medioambientales o de crisis ecológica: rutina frente a excepción. Puede así comprobarse cómo, a pesar de su apariencia técnica, la definición de los problemas medioambientales como constitutivos de una crisis ecológica global es, en sí misma, una formulación política. La crisis ecológica es una crisis imaginaria. Ningún lenguaje de crisis, sin embargo, es inocuo. Si una situación se define como crítica, puede darse la tentación de suspender los valores y procedimientos políticos vigentes en aras de la eficacia, máxime cuando la amenaza convocada se plantea en términos de supervivencia. No hay más que repasar las soluciones propuestas en la literatura verde de los años setenta para comprobar cómo la acentuación de la excepcionalidad agudiza la tentación autoritaria y la inclinación por las fórmulas expeditivas. Y también aquí encontramos la repetida obstinación con que los verdes insisten en sus viejas predicciones: en la revisión de su obra seminal, William Ophuls insiste en que la esca8
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sez ecológica «dominará nuestra vida política, dejando clara la incapacidad de nuestra cultura y maquinaria política para enfrentarse a sus desafíos» 9. La catástrofe aguarda en el futuro, pero las soluciones laten en el presente. Así es como una retórica alarmista de crisis y catástrofe inminente puede ayudar a legitimar toda clase de acciones al margen de sus consecuencias sociales o políticas. Y atribuir grotescamente a los verdes la condición de vanguardia iluminada: Un nuevo grupo de líderes, conocidos simplemente como ecologistas, está tratando de combinar una comprensión sofisticada del funcionamiento natural del mundo con una nueva ética de desarrollo ecológicamente orientada. Tienen el potencial de convertirse en profetas modernos y guiar a la sociedad hacia una forma mejor de vida, sostenible a largo plazo 10.
Autoritarismo, tecnocracia y espiritualismo pueden así presentarse como males menores que evitan un mal mayor e irreversible: la desaparición de la vida sobre la tierra. La excepcionalidad consustancial a la crisis sugiere la alteración de los patrones de decisión ordinarios, máxime cuando el componente científico-técnico de los problemas medioambientales puede aconsejar una exclusión de los profanos, en beneficio de los expertos, ya sean científicos o místicos 11. Se manifiesta aquí la pugna entre la ideologización del ecologismo y la búsqueda de una política verde más realista, capaz de reconciliarse con la sociedad liberal. Es conveniente despojar al debate medioambiental de esta retórica urgente, del énfasis en la excepcionalidad de amenazas y soluciones. En ese terreno han encontrado justificación el autoritarismo triunfante en los años setenta, la más duradera defensa de una política de raigambre ecoanarquista, o la dominante concepción prepolítica de la sostenibilidad como principio técnica o ideológicamente definido, no susceptible de definición democrática. En todos estos casos, la incapacidad demostrada por las formas y los procedimientos democráticos, y por el modelo de sociedad liberal-capitalista en que se enmarcan, vendría a exigir soluciones alternativas que, en su misma radicalidad antagonista, parecen hallar la garantía de su idoneidad. Ahora bien, tal herencia no se agota en el mantenimiento de un discurso de límites o en la falta de revisión crítica de la idea de colapso ecológico inminente. Más al contrario, la organización del movimiento verde y de 9
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sus fundamentos normativos como alternativa crítica radical a los valores y prácticas que están en la raíz de la crisis medioambiental define el ecologismo político como ideología —dándole una forma que su evolución posterior sólo alterará, acaso hasta ahora, de forma superficial—. La afirmación de la crisis ecológica cumple así una función a la vez fundacional y constitutiva en el ecologismo político. Negar su existencia equivale a neutralizar, o cuando menos dificultar, su discurso ordinario. Sin embargo, es preciso subordinar el diagnóstico sobre el medio ambiente al principio de realidad y refundar la política verde sobre esos nuevos presupuestos. Toda vez que la amenaza de la extinción inmediata anunciada tres décadas atrás se ha demostrado infundada, debería imponerse la prudencia a la hora de hablar de crisis ecológica y de extraer consecuencias políticas de la misma. Parece más adecuado hablar de un estado de continua transición, atendiendo al carácter gradual de los cambios socionaturales producidos ya, y de los que están todavía en marcha. Sobre todo, porque hablar de crisis ecológica es sustraerse al verdadero carácter de las relaciones socionaturales, cuya condición dinámica e incierta, que tiene su base en la recíproca transformación que resulta del proceso de apropiación social del medio, convierte la crisis percibida por los verdes en el estado habitual de las mismas. No existe una relación de estática armonía que pueda ser restablecida. La interdependencia de los sistemas social y natural ha producido un medio ambiente donde sociedad y naturaleza coexisten, dando lugar a problemas cuya complejidad aumenta a medida que aumenta la complejidad de la sociedad y, con ello, de la interacción misma, pero que no autorizan a hablar de crisis. Es cierto que la vocación conservacionista del ecologismo induce a la confusión entre formas naturales concretas y la naturaleza en su sentido amplio. Y que, de este modo, la pérdida de parte de aquéllas se identifica con la destrucción de la totalidad de ésta. Para evitar ese equívoco, es conveniente acaso distinguir entre crisis ecológica y crisis del mundo natural: la primera designa una amenaza para la supervivencia humana derivada de la socavación de las bases biofísicas de la vida social; la segunda, la desaparición progresiva de formas naturales cuya protección el ecologismo reclama en nombre de su valor intrínseco. Se ha señalado ya arriba que hablar de problemas medioambientales no posee las mismas connotaciones normativas y prescriptivas 10
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que hacerlo de crisis ecológica. Pero esa variación no indica tampoco, como teme el ecologismo, que la existencia de problemas medioambientales carezca de consecuencias en absoluto ni suprima toda posible función para una política verde. Más al contrario, la política verde encuentra su verdadera razón de ser en una sociedad que, en lugar de incurrir en el catastrofismo, se plantea reflexivamente su relación con el medio. Habida cuenta de que éste es el producto de la compleja interdependencia de sociedad y naturaleza, sus consecuencias afectan a todos los aspectos de la vida social —y reclaman con ello un tratamiento que no es sólo técnico, sino también político—. Ahora bien, el principal objeto de la política verde no es ya tanto la protección del mundo natural, como la consecución de la sostenibilidad. Esto no significa que aquélla carezca de importancia, pero el problema de la extinción es secundario respecto al más importante problema de la ordenación de las relaciones socionaturales. En todo caso, la protección de las formas naturales podrá ser parte de una política de sostenibilidad democráticamente definida, pero no un aspecto innegociable, un valor intangible, de la misma. Ya que, como veremos, es precisamente la ausencia de una solución única para los problemas que plantea esa ordenación socionatural la que demanda su tratamiento político y democrático, lejos del cierre tecnocrático de la misma a la que conduce la concepción prepolítica defendida por el ecologismo. Afortunadamente, el actual estado de la teoría verde ofrece razones para pensar que ese giro reflexivo pueda aún tener lugar.
III.
LA EVOLUCIÓN DEL PENSAMIENTO VERDE
[...] porque los comienzos con conciencia de lo que comienzan y de lo que ponen en camino serían falsos comienzos. HANS BLUMENBERG
A pesar de la frecuencia con que la naturaleza ha formado parte históricamente del catálogo de las preocupaciones filosóficas y hasta políticas del hombre, la reflexión sistemática en torno a la misma es mucho 11
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más reciente. Sólo a partir de la emergencia del movimiento verde a fines de la década de los sesenta podemos hablar propiamente de una teoría política sobre la naturaleza. En puridad, la teoría política verde no se constituye como tal hasta que la literatura sobre la materia no alcanza un grado suficiente de articulación teórica y conciencia de sí. Su evolución puede resumirse fácilmente: frente a una situación medioambiental crítica, surge un movimiento inicialmente reactivo, que paulatinamente procede a una articulación teórica, primero independiente y después abierta al diálogo con el resto de teorías políticas, apertura que sirve para la consecución de los propios objetivos y para medir la solidez adquirida qua teoría. Efectivamente, es posible discernir una evolución del pensamiento político verde, por más que la interpretación de la misma varíe en función de la perspectiva que se adopte. Sin embargo, esa evolución no siempre se ha reflejado en las manifestaciones públicas del movimiento, hasta el punto de que el apego a sus tesis fundacionales constituye su principal rémora. Podría así decirse que el discurso ordinario acerca del medio ambiente se ha convertido en un discurso de excepción, apegado a la premisa de la crisis ecológica y la subsiguiente necesidad de una transformación radical. Esto tiene que cambiar y quizá lo esté haciendo ya.
III.1.
Crisis ecológica y ecologismo fundacional
En su primera fase, el ecologismo político se desarrolla bajo el signo de la crisis ecológica. La súbita percepción de un conjunto de problemas medioambientales globales, complejos y con un alto grado de interdependencia, produce desde mediados de la década de los sesenta una literatura de crisis, preocupada sobre todo por llamar la atención sobre la gravedad de la situación, y pronto dedicada también a arbitrar una serie de soluciones para la misma, inevitablemente imbuidas de idéntico sentido de urgencia. La novedad que esta literatura supone, respecto de precedentes obras sobre el medio ambiente, es la consideración de estos problemas como estructurales antes que contingentes; la crisis ecológica, cuya denominación es ya el producto de una evaluación política, tras12
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ciende el ámbito medioambiental para convertirse en manifestación de una crisis más amplia. La importancia de estos primeros trabajos radica en su capacidad para establecer la crisis ecológica como asunto que hay que debatir, no tanto en sí misma, cuanto en su calidad de expresión de contradicciones y fracturas culturales y sociales más amplias. Son los años de la Primavera silenciosa de Rachel Carson, de La bomba demográfica de Paul Ehrlich o del ya citado Manifiesto para la supervivencia. La índole de este debate, a su vez, se ve condicionada por la percepción de la crisis que lo origina. Así, el empleo de proyecciones informáticas cuyos alarmantes resultados dibujan un horizonte de devastación medioambiental evitable sólo si las medidas adecuadas son rápidamente adoptadas, tiñen toda la literatura de la época de un pesimismo y un sentido de urgencia que explican el tipo de respuesta política proporcionada: la crisis es crisis de supervivencia. No hay, por ello, tiempo que perder: el catastrofismo desemboca en excepcionalismo. Y la identificación de las causas condiciona la de las soluciones. Expresión de un fracaso cultural, el colapso medioambiental tendría sus causas mayores en la democracia liberal y el capitalismo de mercado, que son también los principales obstáculos para su resolución —no sólo en términos de su funcionamiento práctico, sino igualmente por razón de los valores que lo sostienen—. La alternativa a la sistemática minusvaloración de los bienes naturales, solución al deterioro ambiental que amenaza la supervivencia humana, es el establecimiento de una forma de autoritarismo donde el gobierno de los expertos y las restricciones a la libertad individual crean las condiciones para una existencia sostenible. No en vano, la adjetivación de la situación como crítica viene a suspender las prevenciones y garantías habituales en beneficio de las únicas soluciones que permiten su superación: la democracia es así preterida en favor de una eficacia de ribetes tecnocráticos y ascendencia cientificista. Es difícil subestimar la importancia que esta fase tiene en la formación de la identidad del movimiento verde. Su constitución contra el modelo sociopolítico dominante, las fuentes normativas de las que se dota, en singular combinación de cientificismo y naturalismo, así como su tendencia a interpretar la crisis como expresión de una crisis más amplia, van a marcar, para bien y para mal, el carácter del movimiento ecologista hasta nuestros días. 13
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III.2.
Consolidación y desarrollo del pensamiento verde
La siguiente fase de la literatura política verde es ante todo un desarrollo, en múltiples direcciones, de las bases dispuestas en la primera. Su teoría política empieza a desplegarse como tal, a tomar conciencia de su razón de ser, de sus objetivos, y crece en paralelo a una filosofía medioambiental que no siempre le proporciona los fundamentos adecuados. Puede decirse que esta segunda fase empieza como una conversación interna, a partir de los distintos caminos trazados por la primera, y que evoluciona después de modo diverso, abriéndose al exterior como en exploración de las distintas posibilidades que la nueva temática —la aplicación de lo político a la resolución de la crisis ecológica— ofrece. Las reacciones a la proclamación verde de la crisis empiezan, sin embargo, en su misma negación. Se trata de una crítica del catastrofismo que emplea sus mismas armas para cuestionar la gravedad de la situación medioambiental, juzgada desde esta óptica como intrínsecamente dinámica e incierta —tenor argumentativo que, como hemos visto, los verdes descalifican como voluntarismo prometeico o cornucopiano—. Socialismo y marxismo señalan que el ecologismo no tiene suficientemente en cuenta el modo en que la crisis ecológica expresa unas relaciones sociales marcadas por la alienación y la desigualdad socioeconómica, esto es, los males inherentes al capitalismo. A su vez, esto va a provocar un movimiento de reflexión crítica de la propia tradición marxista-socialista, que cuestiona sus planteamientos y principios a la luz de los nuevos elementos de juicio proporcionados por la crítica verde, creando un espacio de convergencia donde el aprovechamiento verde de sus instrumentos coexiste con el reverdecimiento de las tesis marxistas. El anarquismo y el libertarismo ejercen también ahora su influencia en la conformación del enfoque político verde, sobre todo como prolongación natural de un pensamiento filosófico que encuentra, en la descripción de la naturaleza que ofrece la ecología, un modelo de red espontánea y no jerárquica susceptible de oportuna traducción política: el cientificismo de los orígenes se encuentra así con un planteamiento donde la política es sustituida por la filosofía y la ciencia, en la concepción del su14
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jeto y del orden social. La ecología social, la ecología profunda y el biorregionalismo son la principal expresión de esta tendencia, cuya importancia es, sin embargo, visible en el tenor general del ecologismo político hasta hoy dominante. También va a producirse una aproximación recíproca entre ecologismo y feminismo, que toma como base la asociación histórica y simbólica de mujer y naturaleza. La lógica similar que habría regido históricamente la dominación de ambas es ahora sinónimo de una convergencia de intereses entre feminidad y mundo natural. En definitiva, la tradición política occidental procede a la recepción de los principios verdes. La reflexión ética y filosófica acompaña en el tiempo al despliegue de la literatura verde más propiamente política, cuyos fundamentos normativos establece en el curso de la indagación de aquellos valores que subyacen a la protección del mundo natural. Su estatuto es revisado con la intención de incluirlo en la comunidad moral y su círculo de considerabilidad. Sin duda, los derechos de los animales constituyen un instrumento para esa expansión, capaz de generar una considerable cantidad de literatura de notable rigor sistemático. Paralelamente, la difusión pública de la noción de desarrollo sostenible, a partir del Informe a Naciones Unidas de la Comisión Brundtland para el Medio Ambiente, da lugar a un debate en torno al concepto que introduce a su vez la problemática de la justicia distributiva, tanto intrageneracional como intergeneracional, referida a las futuras generaciones. El avance del pensamiento verde no sólo multiplica así sus temas de reflexión, sino que a medida que lo hace va, paulatinamente, afirmándose como tal pensamiento.
III.3.
La consolidación de la teoría política verde
En un primer momento, la consolidación del pensamiento político verde es ante todo una continuación de la literatura de la década de los setenta, donde la alternativa filosófica se ha encarnado ya en una doctrina acerca de la necesaria reconciliación del hombre con su entorno y del derecho del mundo natural a su preservación y florecimiento. Al mismo tiempo, el rechazo de la democracia liberal deja paso a una afirmación de los principios democráticos más formal que sustantiva, 15
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por hallarse en clara contradicción con una política consecuencialista que establece prepolíticamente los valores definitorios de la sociedad sostenible y los sustrae a todo debate y posibilidad de negociación. En consecuencia, la consolidación del ecologismo como ideología se proyecta sobre un pensamiento donde lo político es suprimido por la previa ontologización de los valores y principios. Esta clausura del debate político trae causa del naturalismo epistemológico al que el ecologismo se entrega, y a cuya consolidación contribuye el de la ética medioambiental que lo justifica —animada por la aparición de publicaciones periódicas monográficas que, como la temprana Environmental Ethics (1979) o la posterior Environmental Values (1992), sirven de vehículo a la filosofía ecocéntrica—. Environmental History, revista dedicada a la investigación medioambiental historiográfica surgida ese mismo último año, da cuenta de la fuerza que la nueva disciplina, en todas sus ramas, había obtenido. El utopismo fundacional del pensamiento verde no sólo se proyecta en el pasado, mediante la adopción de una concepción arcádica de la naturaleza, y hacia el futuro, con la postulación de una sociedad sostenible idealizada, sino que se infiltra en su cuerpo doctrinal al potenciar un naturalismo político que, por ejemplo, provoca graves conflictos entre ecologismo y democracia, o impide abrir al debate la forma que habrá de adoptar la sostenibilidad medioambiental. No obstante, la ampliación y diversificación de la reflexión verde no podía dejar de producir efectos, el principal de los cuales es la emergencia de una teoría política propiamente dicha a fines de la década de los noventa, como destilación y autoconciencia del pensamiento ecologista. La obra fundacional del mismo es, sin duda, el Pensamiento político verde de Andrew Dobson, que significativamente propone concebir el ecologismo como un pensamiento radical, opuesto a todo compromiso o negociación con el liberalismo imperante y anclado, sin embargo, en el utopismo naturalista, dependiente de la ecología como ciencia, y de la ética medioambiental como fundamentación filosófica de una teoría política privada así de autonomía. Esta contradicción, entre el intento por dar forma a una teoría política y la influencia de un naturalismo que supone su anulación, está patente en el intento que hace Robert Goodin por conciliar lo que llama una teoría verde del valor con una teoría verde de la acción. Similar pro16
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pósito, mediante una estrategia distinta, persigue la «convergencia normativa» propuesta también entonces por Bryan Norton, pragmática afirmación de la independencia de las políticas respecto de sus fundamentos normativos, de acuerdo con la cual los verdes deben esforzarse por obtener resultados prácticos al margen de que la justificación de las políticas medioambientales sea ecocéntrica o antropocéntrica 12. No obstante, la teoría política verde se consolida a través de una sostenida afirmación de los valores que la rigen, de los objetivos que persigue y de todo aquello que la diferencia de teorías políticas rivales.
III.4.
La revuelta contra el ecologismo fundacional: crítica y reconstrucción de la política verde
En la actualidad, vivimos una última fase del pensamiento político verde, que puede contemplarse como el resultado de su evolución natural, de su progresiva apertura y dinamismo. Su madurez reflexiva conlleva un desprendimiento progresivo de la fundamentación naturalista y del dogmatismo radical que había venido distinguiéndola. A partir de la segunda mitad de la década de los noventa, aparece un conjunto de trabajos, cuya característica principal es que ponen en cuestión algunos aspectos del propio pensamiento verde, como la ascendencia del naturalismo o la influencia del anarquismo en la configuración de su estrategia política. Los presupuestos de la teoría política verde son internamente evaluados y sometidos a crítica: la teoría interroga a la ideología. Significativamente, en la introducción a la tercera edición de su citada obra fundacional, Dobson consagra este desplazamiento de la teoría política verde, que a su juicio pasa de estar centrada en los aspectos político-ideológicos del ecologismo a reflexionar sobre conceptos tradicionales de la teoría política, como la democracia, la justicia o la ciudadanía. Desde esta perspectiva puede entenderse, por ejemplo, el antes impensable acercamiento que el ecologismo hace al liberalismo, en exploración de una posible convergencia entre los mismos. También el debate abierto acerca de la búsqueda de un modelo democrático verde, ámbito en el que las resistencias que ofrece la interpretación 17
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naturalista chocan aún con los propósitos democratizadores de su teoría política —dadas las contradicciones que genera la confrontación de éstos con la afirmación prepolítica de valores y principios como la sostenibilidad—. A la ordenación interna de la teoría política verde seguiría así su expansión externa, el diálogo y la confrontación con otras tradiciones teóricas y con conceptos clásicos de la teoría política, sólo que esta vez desde un enfoque más crítico. Esta reconstrucción es producto de la sospecha sobre el ecologismo fundacional y sus presupuestos. La concepción verde de la naturaleza, su relación con la estructura normativa del ecologismo, las distintas asunciones acerca de la sostenibilidad y la democracia, los diseños políticos llamados a articular la sociedad sostenible, los paradójicos vínculos del ecologismo con la ciencia, su utopismo subyacente, el rechazo sistemático de la modernidad o de la democracia liberal: todos ellos, aspectos del ecologismo político que ahora son cuestionados y radicalmente reformulados. La reorientación crítica del ecologismo político da forma paulatina, vacilantemente, a la nueva política verde. Ha llegado incluso a hablarse de la muerte del ecologismo, propiciada por el fracaso de sus viejas políticas y por la nueva configuración —más híbrida, más multicultural, más posmoderna— de los movimientos sociales verdes. En la creación de las condiciones de posibilidad de esa sospecha han influido el desarrollo de la sociología medioambiental y el paradigma de la sociedad del riesgo, que han contribuido a refinar y comprender en toda su complejidad un concepto de naturaleza que, en los verdes, disfraza la ingenuidad de realismo. Y las consecuencias normativas de esa concepción han sido revisadas por una filosofía ambiental más crítica. Y como podrá verse, una adecuada comprensión de la interdependencia y complejidad de las relaciones socionaturales priva al naturalismo verde de su mito fundacional y de su principal referencia normativa. Ahora bien, sea como fuere, el impacto de esta apertura está provocando un fascinante debate sobre la dirección que el ecologismo, como teoría política y como movimiento, debe tomar.
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IV. DESPUÉS DE LA NATURALEZA: MATERIALES PARA UNA NUEVA POLÍTICA VERDE
¡Cuándo daremos término a nuestros escrúpulos y prevenciones! ¿Cuándo dejaremos de estar obcecados por todas esas sombras de Dios? ¿Cuándo habremos «desdivinizado» por completo a la naturaleza? FRIEDRICH NIETZSCHE
Nuestra época, en consecuencia, ha reproducido con entusiasmo esa vieja costumbre de la razón que consiste en buscar en la naturaleza un consuelo para la sociedad. La novedad es que lo ha hecho a través del más explícito y singular camino trazado por la primera ideología que tiene sólo por objeto la protección del mundo natural: el ecologismo. Ya se ha señalado que el debate medioambiental global se asienta, no siempre de manera consciente, sobre las bases establecidas por aquél desde su nacimiento. Y, aunque no cabe duda de que el movimiento verde ha convertido a la naturaleza en una nueva categoría política, la debilidad de esas bases ha terminado por socavar sus posibilidades de crecimiento. La razón es muy sencilla. Al convertir una naturaleza idealizada en modelo para la sociedad, el pensamiento verde ha retrocedido hasta el ámbito prepolítico del naturalismo: vino viejo en odres nuevos. Su fracaso, por tanto, no es otro que la incapacidad para articular una defensa no natural de la naturaleza. Y su paradoja definitoria, su marca de fábrica, consiste en un extraño triunfo: aquella politización de la naturaleza que desemboca en su despolitización naturalista. Todo el edificio ideológico verde se asienta sobre los quebradizos cimientos de una concepción de la naturaleza que es un producto de la imaginación. Se trata de un orden cuya existencia es independiente del hombre, pero no al revés: la humanidad pertenece a una comunidad moral de la que se deduce un deber de respeto hacia el mundo natural. Y en esa naturaleza perdida, pero susceptible de recuperación, la esfera propiamente social es una prolongación de la esfera natural; o así debe ser. De ahí que la sociedad sostenible que constituye 19
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el horizonte político del movimiento verde propenda a reconstruir un supuesto orden arcádico, donde se resuelve la escisión moderna entre hombre y naturaleza. Este horizonte es, evidentemente, utópico. Pero es un utopismo que, si bien se proyecta hacia el futuro, se corresponde con una forma retrospectiva de la utopía: la naturaleza prístina que el hombre ha degradado. De manera que el mundo natural está fuera de la historia y al margen de la sociedad; es norma y no realidad; suspensión originaria y no transformación en el curso del tiempo. Semejante desencarnamiento abstracto ignora la condición histórica y social de la esfera natural, la existencia de una historia social de la naturaleza. Su apropiación material y cultural, que ha conducido históricamente a una creciente interdependencia de sociedad y naturaleza, ha culminado en nuestra modernidad tardía en la disolución de todo resto de separación entre ambas. La naturaleza se ha transformado en medio ambiente humano. No podía ser de otra manera. Y es una realidad que no puede dejarse a un lado. Así pues, la naturaleza no se opone simplemente a la sociedad y la historia, sino que forma parte de ambas. Todos los paraísos son paraísos perdidos, como escribe Proust; también la naturaleza que invoca el ecologismo. Su paisaje pastoril no está al comienzo de la historia, porque nunca tuvo lugar: no es más que una falsificación nostálgica, el fruto de su ensoñación arcádica. En consecuencia, cualquier intento de reproducir ese orden inexistente en el futuro está condenado al fracaso, que encubre en último término una confusa mezcla de mistificación ideológica y sublimación escapista. Lo tiene dicho Clément Rosset: la idea de naturaleza no pertenece al dominio de las ideas, sino al dominio del deseo 13. Y el deseo falsifica lo que persigue. De este modo, la naturaleza esencialista, ahistórica y universal del ecologismo es una naturaleza mítica, no sólo por carecer ya de toda consistencia más allá de la palabra que la afirma, sino también por pretender la naturalización de lo que, a fin de cuentas, constituye una construcción histórica y social. Es una mitología en el sentido que le da Roland Barthes: un mito que no oculta, sino deforma; un mito que transforma la historia en naturaleza 14. Aquí reside la clave del naturalismo verde. Porque toda naturalización tiene por objeto obtener la legitimación adicional que proporciona un origen espontáneo y no 20
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creado. Y por eso la política del ecologismo se presenta, en su intransigencia heurística, como previa a la política y excluida de ella, sin la sucia huella de lo humano. Su singular combinación de ideología y cientificismo resulta, como veremos, en un férreo dogmatismo. Sin embargo, ese mismo fundamento es el producto de una ficción nostálgica, y así el ecologismo se corrompe en su misma base. La renovación de la política verde debe así comenzar con la crítica de la política verde realmente existente. Es cierto que la provincia verde se caracteriza por una notable diversidad interna, debido a la cual coexisten en su interior innumerables corrientes y movimientos; también lo es que se trata de un corpus de pensamiento no exento de complejidad, reflejo de los distintos niveles que operan en él —científico, filosófico, político—. Sin embargo, podemos comprender el ecologismo como unidad, a la luz de sus rasgos comunes: aquella ideología que trata de convertir la naturaleza en una realidad moral y políticamente significativa, con el fin de conservarla y de avanzar hacia la consecución de una sociedad ecológicamente sostenible. Ahora bien, la poderosa influencia que las corrientes más radicales del movimiento verde han ejercido en su configuración doctrinal —influencia que sólo ahora empieza a ser cuestionada— ha terminado por dar forma a una política verde en exceso dependiente de unas premisas que contaminan e invalidan casi todo su discurso. Sobre todo, su insistencia en una concepción de la naturaleza más cerca de la mitificación que de la realidad —que conduce a su vez a la obsesiva noción de crisis ecológica— propicia una debilidad teórica que ningún ejercicio de voluntarismo puede compensar. La posibilidad misma de existencia de alguna política verde depende de su transformación en la dirección correcta. Podemos preguntarnos si tal deriva naturalista es inevitable, esto es, si cualquier intento por dar forma a una política de la naturaleza está condenado a incurrir en ella. Y la respuesta es que no. Es posible disponer de una política verde no naturalista, basada en una comprensión alternativa, más realista, de las relaciones socionaturales. A su vez, esta renovación contribuirá a un planteamiento más sereno del debate global en torno al medio ambiente. Entre otras razones, porque esa política verde renovada establecerá unas relaciones con la modernidad y la democracia que no serán distinguidas por su 21
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ambigüedad y su contingencia, como hasta ahora, sino por una vinculación necesaria con ambas —directamente derivada de su reconstitución como instancia crítica y reflexiva de la modernidad liberal—. Desde ese punto de vista, la política verde debe poder contemplarse como culminación de una modernidad capaz de reorganizar sus relaciones con el medio, y no como otra expresión de su presunto fracaso. Para extraer lo nuevo de lo viejo, es necesario revisar los presupuestos filosóficos del ecologismo y orientarlos en un sentido distinto al tradicional. Que la crítica aquí ofrecida proponga una nueva orientación para la política verde significa, por tanto, que sus principios básicos son abiertamente puestos en entredicho. Así ocurre con la fundamentación moral ecocéntrica, con la prioridad otorgada a la protección del mundo natural sobre la base de su valor intrínseco, con una concepción de la democracia basada en la descentralización comunitaria y en formas cerradas de sostenibilidad. Hay que revisar, en fin, la herencia de un radicalismo verde de signo naturalista y cientificista, que propende a la subordinación de lo político a lo ideológico. En ese sentido, el ecologismo debe poder definirse menos como una doctrina moral que se orienta hacia la protección del mundo natural, y más como una teoría política cuyo principio rector es la consecución de la sostenibilidad en el marco de la sociedad liberal. De esta forma, el énfasis no recae tanto en la preservación de las formas naturales, cuanto en el equilibrio de las relaciones socioambientales —que sólo marginalmente se ocupa de aquella conservación—. Hasta el momento, sin embargo, esa política es antes una promesa que una realidad. Sin embargo, no se trata tanto de plantear esta reformulación en términos de ruptura, como de señalar la continuidad que cabe percibir en una teoría política capaz de generar los recursos críticos necesarios para su renovación. Desde una perspectiva verde tradicional, esto no conducirá sino a la desnaturalización del movimiento; esto es, a la disolución de aquello que convierte el ecologismo en ecologismo, hasta privarlo de toda razón de ser. Sin embargo, concebir la política verde de modo esencialista, identificándola con aquellos principios dominantes hasta ahora en su estructura normativa, convertiría a los teóricos ecologistas en rehenes de una virtud imaginaria. En realidad, la 22
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política verde no tiene por qué seguir identificándose con un ecologismo fundacional que no posee monopolio alguno sobre su definición. No existe ningún certificado de autenticidad para la política medioambiental: es posible levantarse contra Arcadia.
NOTAS 1
Naturalmente, Al Gore, el político del establishment reconvertido en «gigante verde» (cfr. The Economist, 24 marzo de 2007, p. 52; The Observer Magazine, 24 de junio de 2007). 2 Cfr. Rob Jackson, The Earth Remains Forever. Generations at a Crossroads, Austin, University of Texas Press, 2002, p. 132. 3 Cfr., respectivamente, Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory, Nueva York, State University of New York, 1992, p. 17; Jonathon Porritt, Seeing Green. The Politics of Ecology Explained, Londres, Basil Blackwell, 1984, p. 116; y Julian Saurin, «Global Environmental Crisis as the “Disaster Triumphant”: The Private Capture of Public Goods», Environmental Politics, vol. 10, núm. 4, invierno, 2001, pp. 63-84, p. 65. 4 Bjorn Lomborg, The Skeptical Environmentalist, Cambridge, Cambridge University Press, 2001, pp. 1-51. 5 Cfr. The Guardian, 15, 17 y 20 de agosto y 1 de septiembre de 2001. 6 La obsesión verde por el futuro se manifiesta a veces de forma grotesca, por ejemplo, en la preocupación acerca del «futuro profundo» que tendrá lugar dentro de cien mil años, y para el cual debemos asumir como objetivo «una supervivencia de calidad» (cfr. Doug Cocks, Deep Futures. Our Prospects for Survival, Montreal, University of New South Wales Press, 2003). 7 John Barry, «From environmental politics to the politics of the environment: the pacification and normalization of the environment?», en Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), Liberal Democracy and Environmentalism. The End of Environmentalism?, Londres, Routledge, 2004, pp. 179-192; Ingolfur Blühdorn, «Post-ecologism and the politics of simulation», en Y. Levy y M. Wissenburg (eds.), ob. cit., pp. 35-47. 8 Ingolfur Blühdorn, Post-ecologist Politics: Social Theory and the Abdication of the Ecologist Paradigm, Londres, Routledge, 2004, p. 14. 9 William Ophuls y Stephen Boyan Jr., Ecology and the Politics of Scarcity Revisited. The Unraveling of the American Dream, Nueva York, W. H. Freeman and Company, 1992, p. 11. 10 Lester Milbrath, Environmentalists. Vanguard for a New Society, Nueva York, State University of New York Press, 1984, p. 7. 11 También desde bien pronto, la atribución de culpa a la cultura occidental dio lugar a una particular forma de escapismo. Algunas voces del movimiento verde proponen una refundación axiológica basada en culturas, como las orientales, presuntamen23
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SUEÑO Y MENTIRA DEL ECOLOGISMO te más respetuosas con el medio natural (cfr. Lynn White, «The Historical Roots of Our Ecological Crisis», Science, vol. 155, núm. 3767, pp. 1203-1207). Empeño dudoso, por no cumplirse la premisa mayor: un respeto hacia el medio que está en las filosofías orientales, pero no en su historia. 12 Robert Goodin, Green Political Theory, Londres, Polity, 1992; Bryan Norton, Toward Unity Among Environmentalists, Oxford, Oxford University Press, 1991. 13 Clément Rosset, La anti-naturaleza, Madrid, Taurus, 1974. 14 Cfr. Roland Barthes, Mitologías, Madrid, Siglo XXI, 2003.
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BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
Habida cuenta de que las referencias incluidas en el texto no poseen vocación exhaustiva, sacrificando así el rigor académico en beneficio de un tono más ensayístico, orientado a hacer más fácil la lectura, se ha considerado conveniente incluir aquí, a la manera de un apéndice, una selección de aquellos textos a los que el lector interesado puede dirigirse si lo desea. Sin embargo, lo que sigue tampoco pretende agotar el catálogo de obras existentes; más bien, se trata de señalar aquellos trabajos que, en cada materia, resultan más representativos. Inevitablemente, entonces, la selección refleja el criterio de quien la propone y opera, de ese modo, como continuación del libro que aquí concluye. De forma que ni están todos los que son ni acaso sean todos los que están. La vocación de exhaustividad es tan inútil como vana la pretensión de imparcialidad: esta relación de textos refleja el trabajo al que pone fin. Y viceversa. Desgraciadamente, el lector que no domine el inglés puede encontrar dificultades para adentrarse con garantías en la materia, salvo que decida acudir a las revistas especializadas antes que a las monografías disponibles. Efectivamente, son pocas las traducciones al español del corpus teórico verde, así como del conjunto de la reflexión contemporánea sobre las relaciones sociedad-naturaleza. Y aunque es cierto que, a medida que aumenta el interés del público, lo hagan las publicaciones, es inevitable que muchas de las referencias que a continuación se proporcionan correspondan a obras en inglés. Sin duda, el ecologismo pionero ha recobrado en nuestros días su protagonismo, si no en los temas, sí en sus acentos. De esta manera, quien se aproxime a la literatura ecologista de las décadas de los sesenta y setenta, encontrará una tonalidad familiar, que oscila entre el alarmismo y la intransigencia moral, no sin una fuerte orientación científica a menudo discutible. En esta línea se sitúan la emblemática Primavera silenciosa de Rachel Carson, naturalista norteamericana que publicó en 1962 esta resonante denuncia de los pesticidas (hay edición española en Crítica, 2001); la malthusiana advertencia de Paul Ehrlich, The Population Bomb, que en 1965 predecía una segura hambruna mundial para diez años después; la defensa de la ecología que hiciera Barry 311
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Commoner en The Closing Circle, en 1972, y que publicara entre nosotros Plaza & Janés; o, en fin, el emblemático Manifiesto para la supervivencia de Edward Goldsmith y otros editores de la revista The Ecologist, que Alianza publicó aquí en 1972, abriendo la puerta a la literatura de los límites naturales, representativa de aquel pensamiento verde. Naturalmente, esta tendencia encuentra su fundamento en el célebre informe que Meadows et al. elevaran al Club de Roma en 1972, con el título Los límites del crecimiento, continuados y revisados veinte y treinta años después, respectivamente (todas las advertencias están traducidas al español, publicadas respectivamente por el Fondo de Cultura Económica, El País-Aguilar y Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Estas revisitaciones, cabe señalar, no buscan tanto reconocer los errores prospectivos, como insistir en la validez del concepto mismo de límite natural al desenvolvimiento social. Y aparentemente, visto el estado de la opinión pública, con éxito. En su momento, este discurso de los límites produjo, de una parte, un conjunto de glosas e interpretaciones; de otra, la inquietante deriva tecnocrática del ecoautoritarismo. Entre las primeras, sobresale sin duda la conocida «tragedia de los bienes comunes» —elaborada por Garrett Hardin en su artículo de 1977 del mismo título, e incluido en la obra editada junto a John A. Baden, Managing the Commons—, según la cual nadie se ocupa de lo que de nadie parece. Y no deja de ser cierto. Entre las segundas, destaca sin duda la obra de los recalcitrantes Robert Heilbroner y William Ophuls, quienes en 1975 y 1977 publican, respectivamente, las dos obras seminales del ecoautoritarismo: An Inquiry into The Human Prospect y Ecology and the Politics of Scarcity, esta última revisitada y confirmada junto a Stephen Boyan quince años después. La defensa de un mandarinato ecológico, como única vía de supervivencia, es característica de esta línea de pensamiento, cuyo pesimismo radical ha sido desmentido con el transcurso de los años; acaso al fracaso de las predicciones apocalípticas quepa atribuir la posterior atenuación del argumento autoritario. Afortunadamente, hoy es posible contemplarlo antes como una curiosidad que como una tentación para el pensamiento verde, pero cualquier regreso al dogmatismo puede resucitarlo: su interés es, así, el interés del síntoma. Sea como fuere, ni la exageración ni el fracaso de las predicciones evitaron la consolidación de la primera oleada del pensamiento verde. Produjo ésta varios efectos inmediatos y su correspondiente literatura, a saber: el impacto sobre otras tradiciones políticas; el desarrollo de una teoría ecologista más consistente a partir de la década de los ochenta; y el nacimiento de una respuesta crítica al ecologismo fundacional. Estas dos últimas tendencias convergen en la actualidad. 312
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Naturalmente, las tradiciones preexistentes no podían dejar de reconocer en el ecologismo una nueva referencia del pensamiento crítico, esto es, a la vez una amenaza y una oportunidad. Si, por una parte, el ecologismo podía oponer una imagen más moderna ante el acartonado marxismo, por otra éste podía salir reforzado de la asimilación de una nueva herramienta para la crítica del capitalismo. De ahí que, todavía poderosos, socialismo y marxismo procedieran, por un lado, a una lúcida crítica de las ingenuidades del ecologismo, especialmente en lo que se refiere a su concepción de la relación socionatural. Esta respuesta es a veces destructiva, como en el caso del brillante ensayo de Hans-Magnus Enzensberger Para una crítica de la ecología política (Barcelona, Anagrama, 1973), pero más a menudo constructiva, como la entera obra del señalado ecosocialista David Pepper (en especial, su recomendable The Roots of Modern Environmentalism, que Routledge dio a la luz en 1984, y en el que su autor explora críticamente las raíces del ecologismo político, para defender su necesaria filiación en el pensamiento socialista), y, en el sentido contrario de una defensa de la ecologización del socialismo, el emblemático Cambio de sentido del alemán oriental Rudolf Bahro, que Ediciones Hoac tradujo al español en 1986. Este empeño es especialmente visible en la obra del fallecido André Gorz, muy leído en nuestro país y de quien puede citarse Capitalismo, socialismo, ecología (Ediciones Hoac, 1995); su lectura puede complementarse con la del pequeño clásico Los utópicos postindustriales, de Boris Frankel (Alfons el Magnánim, 1990). De hecho, si el pensamiento verde español ha poseído, hasta el momento, una seña de identidad, es la general adscripción del mismo a la tradición ecosocialista —que combina la crítica del capitalismo con la defensa de un giro ambiental en las relaciones sociales—. En esa línea se sitúan la obra de Jorge Riechmann (véase su trabajo junto a Francisco Fernández-Buey: Ni tribunos: Ideas y materiales para un programa ecosocialista, Siglo XXI, 1996) y el notable esfuerzo realizado, recientemente, por Ángel Valencia Sáiz, editor de La izquierda verde (Icaria, 2008), exploración del homónimo proyecto de convergencia política. Por su parte, la recepción marxista del pensamiento verde ha sido especialmente interesante, por cuanto aquél ha combinado la defensa de sus propias posiciones con una —fascinante, discutible— relectura verde del propio Marx. Marx Goes Green!, Reiner Grundmann, Ted Benton (inteligentísimo autor, no traducido a nuestra lengua) y Paul Burkett son relevantes en este sentido. En nuestro idioma, John Bellamy Foster ha publicado La ecología de Marx: materialismo y naturaleza (Ediciones de Intervención Cultural, 2004), una notable y original síntesis de este debate; en un sentido más amplio, como muestra del empleo marxista del tema verde, de acuerdo con el cual el capitalismo es insostenible y las viejas tesis marxistas nunca han dejado de tener ra313
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zón, tenemos las Causas naturales. Ensayos de marxismo ecológico (Siglo XXI, 2008), del incombustible James O’Connor. En mi artículo «Prometeo desencadenado. Sobre la concepción marxista de la naturaleza» (Revista de Investigaciones Sociológicas y Políticas, vol. 3, núm. 1, diciembre de 2004, pp. 61-83), he tratado, a mi vez, de mostrar cómo el propio Marx puede, muy al contrario, ser reinterpretado en favor de una concepción del ecologismo como la defendida a lo largo de esta obra, sólo que con más detalle, en lo que al pensamiento marxiano se refiere, de lo que aquí se ha mostrado. La asociación de anarquismo y feminismo con el pensamiento verde ha dado lugar a dos curiosos híbridos, que han contribuido a abrir nuevas vías a aquellas familias ideológicas: ecoanarquismo y ecofeminismo. Sin duda alguna, Murray Bookchin es el autor de cabecera de la llamada ecología social, que asume el modelo reticular de la ecología como modelo para la renovación del pensamiento anarquista, con un formidable grado de sofisticación filosófica. La tradición anarquista hispánica parece seguir honrando a sus cultivadores extranjeros, toda vez que la obra más destacada de Bookchin (curiosamente, autor de un estudio, también traducido, sobre el anarquismo español entre 1868 y 1936) está disponible en nuestra lengua: La ecología de la libertad. El surgimiento y la disolución de la jerarquía (Nossa y Jara, 1999). Junto a Bookchin, el pensamiento biorregionalista representa muy adecuadamente la —a menudo delirante— fusión de anarquismo y ecología, mediante una organización social establecida a partir de la configuración biofísica del territorio. Sin recepción española, el prolífico Kirpatrick Sale es su principal teórico, sobre todo en su Dwellers in the land. The Bioregional Vision (Sierra Club Books, 1985), obra que por momentos puede leerse como un tratado cómico, dada, entre otras cosas, la magnitud del proyecto de transformación global que flemáticamente pone sobre la mesa. Para los interesados en conocer el ecofeminismo, Carolyn Merchant y Valerie Plumwood han escrito quizá las obras esenciales, por desgracia no disponibles en español: respectivamente, The Death of Nature. Women, Ecology and the Scientific Revolution (Harper & Row, 1989), y Feminism and the Mastery of Nature (Routledge, 1993). No obstante, en España podemos leer la obra de Maria Mies y Vandana Shiva, La praxis del ecofeminismo (Icaria, 1998), Feminismo y ecología de Mary Mellor (Siglo XXI, 2000), y la autóctona síntesis de María Antonia Bel Bravo, Ecofeminismo: un reencuentro con la naturaleza (Universidad de Jaén, 1999), de expresivo título. Tanto en este terreno como en los demás, huelga decirlo, el lector especializado tiene a su disposición una ingente cantidad de artículos en revistas académicas nacionales e internacionales: no faltará material a quien desee descender a las profundidades. Hay que distinguir, cuando del pensamiento propiamente verde se trata, distintos acentos. Su desarrollo multiforme no impide distinguir un conjunto 314
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de elementos comunes a sus diferentes familias, pero es también conveniente separar éstas. A su vez, es posible diferenciar aquí las obras que aspiran a ofrecer una visión coherente, o de conjunto, de aquellas que más decantadamente apuestan por una versión del ecologismo; siempre, conviene aclarar, dentro del marco general del ecocentrismo y de la apuesta por una transformación ecológica sustancial de la sociedad; o, dicho de otra manera, con explícito rechazo del reformismo. Desde luego, quien desee encontrar una inmejorable síntesis de lo que sea y quiere ser el ecologismo político, debe acudir al seminal Pensamiento político verde de Andrew Dobson, publicado por vez primera en 1990 y que ha conocido hasta cuatro ediciones, la última en 2007 a cargo de Routledge; en España, Paidós tiene publicada la primera edición, en 1997. Del mismo autor, Trotta tiene publicada en 1999 una antología del pensamiento verde, que sirve como útil aproximación a los textos esenciales del corpus verde, hasta tanto la traducción de los mismos se lleva a término. Y en una línea similar, se sitúan los pensadores ya históricos del desarrollo de la teoría política verde de las décadas de los ochenta y, quizá más aún, los noventa. Son textos imprescindibles los de John Dryzek (Rational Ecology. Environment and Political Economy, Cambridge University Press, 1987), Robyn Eckersley (Environmentalism and Political Theory, State University of New York Press, 1992), Robert Goodin (Green Political Theory, Polity, 1992) y Tim Hayward (Ecological Thought: an Introduction, Polity, 1995). Y son, todos ellos, logrados intentos por armar un pensamiento verde autónomo y comprensivo, que transitan de la filosofía a la política. Quien, sin embargo, desee adentrarse en los complejos y fascinantes meandros de la filosofía y la ética medioambientales, puede encontrar un buen punto de partida en la compilación de John O’Neill et al., Environmental Ethics and Philosophy (Edward Elgar, 2001), que recoge el conjunto de debates en torno al valor de la naturaleza y su consideración moral. En esta misma línea se sitúa el problema de los derechos de los animales, que acaso al recibir una mayor atención pública está mejor servida en nuestro país. Son recomendables y recientes los trabajos de Tom Regan (Jaulas vacías. Cuadernos para dialogar sobre animales. El desafío de los derechos, Sli Tandem, 2006, si bien su opus magnum sigue siendo The Case for Animal Rights, University of California, 1985) y el conocido Peter Singer (Liberación animal, Trotta, 1999), quienes desde distintas argumentaciones morales desembocan en la misma demanda: la concesión de derechos humanos al mundo animal. No obstante, escasean en nuestro panorama editorial las obras críticas con este enfoque, como las esenciales de R. G. Frey (Interests and Rights: The Case Against Animals, Clarendon Press, 1980) o, más recientemente, Tibor Machan (Putting Humans First: Why we are Nature’s Favorite, Rowman & Littlefield, 2004). 315
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Por su parte, la ecología profunda apela a la dimensión espiritual del ser humano en contacto con la naturaleza. Y si bien podría decirse que, en su rigor casi místico, este pensamiento no es de este mundo, no es menos cierto que, con diferentes formas, nunca ha dejado de ejercer un poderoso influjo sobre el ecologismo más radical. Ya en 1972, el noruego Arne Naess apelaba a la conciencia humana como motor de cambio en las relaciones socioambientales, desarrollando un pensamiento que encuentra adecuada summa en su trabajo Ecology, Community and Lifestyle (Cambridge University Press, 1989). Fueron Bill Devall y George Sessions, sin embargo, quienes escribieron el más citado tratado de ecología profunda, hasta donde sé, sin traducción disponible: Deep Ecology. Living as if Nature Mattered (Gibbs Smith, 1985). Tal como se ha podido comprobar a lo largo de este trabajo, sin embargo, la reflexión ética sobre la naturaleza debe ser complementada, e incluso antecedida, por la reflexión filosófica sobre su mismo concepto y la índole de las relaciones socionaturales. Ya se ha apuntado que el marxismo ofrece un notable interés al respecto, desarrollado sobre todo en los afamados Manuscritos: economía y filosofía (Alianza, 1980); también se ha señalado ya que el utilísimo concepto de metabolismo encuentra en la obra del represaliado Nikolái Bujarin un brillante desarrollo (en su Teoría del materialismo histórico, Madrid, Siglo XXI, 1972). No obstante, para un más directo y moderno tratamiento del problema de la naturaleza es indispensable la obra de Kate Soper, What is Nature? (Blackwell, 1995), donde se cuestiona la naturaleza sin mediación en que a menudo los verdes confían, por medio de una rigurosa, pero amena, categorización filosófica. En esta vena, que parece alimentarse por igual del constructivismo moderado y la posmodernidad sociológica, podemos situar también a dos pensadores de filiación marxista, como Peter Dickens (Society and Nature. Towards a Green Social Theory, Harvester Wheatsheaf, 1992), David Harvey (Justice, Nature & the Geography of Difference, Blackwell, 1996), así como a los originales Phil MacNaghten y John Urry (Contested Natures, Sage, 1998) y al sociólogo Klaus Eder (The Social Construction of Nature, Sage, 1996). Más antiguo, aunque excelente, es el estudio de Serge Moscovici, Sociedad contra natura (Siglo XXI, 1975), donde se aborda filosóficamente el problema de la coevolución sociedad-naturaleza. En estos textos se pone en cuestión aquello que entendamos por naturaleza, desvelándose su dimensión ineludiblemente social y la ausencia de una categoría unificadora que nos sirva para reducir a una sola naturaleza la pluralidad de las interacciones humanas con el entorno. Esta verdad abstracta encuentra una espléndida formulación, a la vez conceptual y práctica, en el reader de William Cronon, Uncommon Ground. Rethinking the Human Place in Nature (W. W. Norton & Company, 1996). Y una formulación exitosa en el conjunto 316
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de la sociología del riesgo, que tiene precisamente como punto de partida la artificialidad del entorno y el final de la naturaleza tal como clásicamente la habíamos entendido: Ulrich Beck (La sociedad del riesgo, Paidós, 1998; aunque la traducción es lamentable) y Anthony Giddens (Consecuencias de la modernidad, Alianza, 1993); y ambos, a su vez, en la compilación que editan junto a Scott Lash: Modernización reflexiva. Política, tradición y estética en el orden social moderno (Alianza, 1997). Son lecturas sugerentes, que contextualizan adecuadamente el problema de la naturaleza en el marco de la modernidad tardía y la irreversible interpenetración socionatural, si bien su catálogo de soluciones no siempre es tan convincente. Este tema del fin de la naturaleza encuentra a veces en el ecologismo —o en aquellos pensadores ecologistas que se avienen a reconocer la veracidad de ese enunciado— un hermoso tono elegíaco, donde la denuncia se tiñe de melancolía por la naturaleza perdida. Es el caso de la obra de Bill McKibben, El fin de la naturaleza (Editorial Diana, 1990), aunque también de la más reciente The end of the Wild, hermosa obrita de Stephen Meyer (The MIT Press, 2006). Es irrepetible, en cambio, la serena meditación que el malogrado Alexander Wilson ofrece en The Culture of Nature. North American Landscape from Disney to the Exxon Valdez (Blackwell, 1992), obra que combina el texto con la fotografía para concluir, a su manera, que la naturaleza ya sólo existe en nuestra memoria, tan abundantes son los nostálgicos signos de su desdibujamiento. Menos melancólicos, pero tanto más necesarios, son los tratados filosóficos que critican el antihumanismo latente en parte del pensamiento verde y desenmascaran la fetichización de la naturaleza a que el mismo propende. Es imprescindible, aunque difícil de encontrar, La anti-naturaleza, del francés Clément Rosset (Taurus, 1974); recientemente, con su habitual brillantez, Giorgio Agamben se ha ocupado de la divisoria sociedad-naturaleza en Lo abierto. El hombre y el animal (Pre-Textos, 2005); también merece que se consulte la obra de Neil Evernden The Social Creation of Nature (The Johns Hopkins University Press, 1992). Este rechazo de las premisas filosóficas más esenciales o radicales de los verdes es también, naturalmente, el punto de partida del conjunto de obras que, desde los orígenes del movimiento verde, se le han opuesto. Sin duda, esta tradición crítica, peyorativamente denominada por los verdes tradición cornucopiana o prometeica, se ha alimentado desde sus orígenes de fuentes muy dispares: hay muchas formas de contestar al ecologismo fundacional. Wilfred Beckermann publicó ya en 1974 su In Defence of Economic Growth, iniciando así una carrera académica que ha combinado la agitación con el rigor: véase, en este sentido, su ejemplar Lo pequeño es estúpido, que publicara Debate en 1996. También de la misma época es el valioso estu317
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dio de John Passmore, La responsabilidad del hombre frente a la naturaleza. Ecología y tradiciones en Occidente (Alianza, 1978), a la vez estudio históricocultural y defensa de un humanismo responsable en nuestra relación con el medio. Esta literatura, esencialmente, se ha preocupado por refutar el catastrofismo verde, mediante el sencillo expediente de invocar la realidad. Desde la obra colectiva de Simon y Kahn, The Resourceful Earth (Wiley/Blackwell, 1984), hasta El ecologista escéptico de Bjon Lômborg (Espasa, 2003), han ido en aumento las obras que tratan de responder con datos a un ecologismo que siempre ha gustado de ofrecerlos —una guerra de interpretaciones que alcanza su cénit, de momento, con la querella en torno al cambio climático—. Sea como fuere, muchas de estas críticas provienen del interior mismo del ecologismo, provocando en él un lento movimiento de renovación que puede estar dando forma a la política verde del futuro. Este debate interno al ecologismo, acerca de la orientación que la política verde deba tomar, se ha intensificado en los últimos años, a medida que han surgido más voces contrarias a la herencia fundacional del ecologismo radical y en defensa de un pensamiento verde más democrático, menos naturalista, más flexible. Entre los autores que plantean la necesidad de este giro reflexivo en el interior de la teoría verde figuran, destacadamente, John Barry (sobre todo, con su Rethinking Green Politics. Nature, Virtue and Progress, Sage, 1999), Douglas Torgerson (The Promise of Green Politics, Duke University Press, 1999), Avner De-Shalit (The Environment: Between Theory and Practice, Oxford University Press, 2000) y Mathew Humphrey (compilador del iluminador Political Theory and the Environment: A Reassessment, Frank Cass, 2003). Todos ellos tratan de reinventar la política verde, a partir del cuestionamiento de los dogmas fundacionales y de un claro compromiso con la política democrática. Sobre este último problema, de hecho, hay dos magníficas compilaciones, que exploran las dificultades y posibilidades de un modelo democrático verde: Democracy and Green Political Thought (Routledge, 1996), de Brian Doherty y Marius De Geus; y Democracy and the Environment (Edward Elgar, 1996), de William Lafferty y James Meadowcroft, a las que puede sumarse el número monográfico que Environmental Politics dedicara al asunto en invierno de 1995. Era razonable esperar que, abierto el ecologismo a la democracia, surgieran numerosas obras dedicadas a indagar en la naturaleza de esa vinculación. Pues bien, la misma ha terminado por adoptar, en los últimos años, una forma casi obsesiva: la vinculación entre ecologismo y democracia deliberativa, como medio para el alumbramiento de una democracia —gloriosamente— verde. Pueden servir de referencia al lector las obras de John Dryzek (Deliberative Democracy and Beyond. Liberals, Critics, Contestations, Oxford Univer318
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sity Press, 2000) y Graham Smith (Deliberative Democracy and the Environment, Routledge, 2003), si bien conviene adquirir una perspectiva más amplia acerca de los problemas intrínsecos a la democracia deliberativa y del conjunto de posibilidades institucionales que tiene a su alcance un modelo verde de democracia (algo que puede encontrarse en el completo reader de Michael Saward, Democratic Innovation. Deliberation, Representation and Association, Routledge, 2000). Son, en todo caso, innumerables los artículos sobre el particular en las revistas especializadas. La apertura del pensamiento verde supone también un giro, si bien moderado, en sus relaciones con el liberalismo: pasan, podría decirse, de la intolerancia al coqueteo. Tal como se ha sostenido en este trabajo, no hay futuro para liberalismo y política verde que no pase por su recíproca aceptación. El liberalismo tiene que dejar de contemplar el medio ambiente como una molestia, cosa que parece empezar a hacer; y el ecologismo tiene que abrazar los principios liberales, pese a que sigue siendo, todavía, mayoritariamente antiliberal. Mark Sagoff publicó en 1990 una obra pionera (The Economy of the Earth. Philosophy, Law and the Environment, Cambridge University Press), cuyo testigo recogerían, sobre todo, el incisivo filósofo holandés Marcel Wissenburg en su importante Green Liberalism. The Free and the Green Society (UCL Press, 1998), y aún después, por ejemplo, Simon Hailwood en How to be a Green Liberal: Nature, Value and Liberal Philosophy (Acumen, 2004). El lector español encontrará una completa discusión de los problemas de encaje que presentan liberalismo y ecologismo en el número monográfico que al tema consagrase en 1999 el número 13 de la Revista Internacional de Filosofía Política. Y son de destacar, también recientemente, la obras que plantean la posibilidad de que este desarrollo crítico haya provocado, o esté a punto de provocar, la misma muerte del ecologismo: así, los autores que acuñaron esa idea en un artículo de 2004, Robert Nordhaus y Steve Shellenberg, abogan por la renovación de la política verde a través de un discurso de crecimiento y progreso, antes que de límites, en Break Through. From the Death of Environmentalism to the Politics of Possibility (Houghton Mifflin, 2007); y esta posibilidad es sopesada en el trabajo colectivo compilado por Marcel Wissenburg y Yoram Levy, Liberal Democracy and Environmentalism. The End of Environmentalism? (Routledge, 2004). Renovar la relación del ecologismo con la democracia y la sociedad liberal ha supuesto, asimismo, abordar un conjunto de problemas e instituciones preexistentes, que ahora deben ser contemplados a la luz de su dimensión ecológica. Entre aquéllos, ocupa un papel predominante la relación entre la democracia, la ciencia y los riesgos medioambientales; entre las segundas, la ascendente noción de la ciudadanía ecológica. Ya vimos que la relación entre 319
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ecología y democracia era susceptible de una completa inversión, de acuerdo con la cual ésta debía someterse a aquélla. Afortunadamente, la propuesta ecoautoritaria ha dejado paso a una consideración más serena del problema que plantea la necesidad del conocimiento experto, cuando de realizar democráticamente la sostenibilidad se trata. Buenas guías para orientarse en este problema son la obra del verde radical británico —devenido moderado— Jonathon Porritt (Actuar con prudencia: ciencia y medio ambiente, Blume, 2003) y la imprescindible monografía de John O’Neill, Ecology, Policy and Politics (Routledge, 1993). A su vez, la relación de la democracia y la gestión de los riesgos medioambientales tardomodernos es objeto de un magnífico tratamiento por parte de Richard Hiskes en su Democracy, Risk and Community. Technological Hazards and the Evolution of Liberalism (Oxford University Press, 1999), en el marco de un enfoque que ha ganado fuerza en los últimos años: el estudio de la relación entre democracia y gestión del riesgo. Precisamente, en este terreno fronterizo entre el sistema institucional, la política informal y la vida cotidiana se sitúa la incipiente y rica noción de la ciudadanía ecológica. Es evidente que el ciudadano del futuro será verde o no será; sin embargo, no está claro aún qué significa serlo, ni cómo puede exigirse que lo sea. Andrew Dobson demostró su capacidad para mantenerse en la primera línea del debate con la publicación de Citizenship and the Environment, en 2003 (Oxford University Press), exploración de las posibilidades de la ciudadanía ecológica para la articulación de una política verde radical. En este texto ya se incorporaba plenamente a la reflexión el giro que para la ciudadanía ecológica implica la globalización en curso. Sobre este problema, pueden consultarse con provecho las obras de April Carter, que sitúa a la ciudadanía ecológica en el marco de la aspiración a una ciudadanía global (The Political Theory of Global Citizenship, Routledge, 2001); y, sobre todo, la completa obra colectiva auspiciada por Andrew Dobson y Ángel Valencia Sáiz, por desgracia sin traducción al castellano: Citizenship, Environment, Democracy (Routledge, 2006). España no ha llegado aún a este debate, o no lo ha hecho sino en el reducido ámbito académico; es cuestión de tiempo que este concepto sirva para la discusión pública acerca de la contribución del ciudadano a la sostenibilidad. Y precisamente es la sostenibilidad el concepto que sostiene el entero programa del ecologismo político, junto a su corolario metasocial: la realización de la sociedad sostenible. Sin embargo, la progresiva ecologización de la sociedad ha privado a los verdes de su inicial monopolio teórico sobre el particular; ahora, el debate se desarrolla en distintas direcciones, conforme entran en conflicto —teórico y político— distintas ideas de la sostenibilidad. Está disponible en castellano el informe elevado a la ONU que está en el origen 320
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de este debate público: Nuestro futuro común (Alianza, 1988), cuya lectura es recomendable por razones genealógicas. Desde entonces, naturalmente, el concepto se ha refinado y hecho más complejo. Son recomendables las obras de Ian Drummond y Terry Marsden, The Condition of Sustainability (Routledge, 1999), donde se traza una visión general del asunto; la distinción que precisa Eric Neumayer entre las versiones fuerte y débil de la sostenibilidad, Weak versus Strong Sustainability. Exploring the Limits of Two Opposing Paradigms (Edward Elgar, 1999); y la notable obra de síntesis armada por Simon Dresdner, The Principles of Sustainability (Earthscan, 2002). La crítica razonada puede encontrarse en Wilfred Beckerman y su A Poverty of Reason. Sustainable Development (The Independent Institute, 2002). Y sobre los más específicos problemas de la justicia distributiva intrageneracional y la justicia intergeneracional son obras de referencia, respectivamente, las del inevitable Andrew Dobson (Justice and the Environment. Conceptions of Environmental Sustainability and Theories of Distributive Justice, Oxford University Press, 1998) y Avner De-Shalit (Why Posterity Matters. Environmental Policies and Future Generations, Routledge, 1995). En nuestro país, la literatura disponible es, comparativamente, pobre. No obstante, podemos señalar algunos esfuerzos de sistematización, como los realizados por Pedro Ibarra et al. (Desarrollo sostenible: un concepto polémico, Universidad del País Vasco, 2000) y Luis Jiménez Herrero (Desarrollo sostenible. Transición hacia la coevolución global, Pirámide, 2000).
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