VIVIR EN LA REALIDAD

Page 1


VIVIR EN LA REALIDAD Sobre mitos, dogmas e ideologĂ­as

por

GONZALO PUENTE OJEA

Fragmento de la obra completa


España México Argentina

Todos los derechos reservados.

Primera edición, noviembre de 2009 ©

SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A. Menéndez Pidal, 3 bis. 28036 Madrid www.sigloxxieditores.com/catalogo/vivir-en-la-realidad-2362.html

© Gonzalo Puente Ojea, 2007 Diseño de la cubierta: simonpatesdesign DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY

ISBN-DIGITAL: 978-84-323-1519-0 Fotocomposición: EFCA, S.A. Parque Industrial «Las Monjas» 28850 Torrejón de Ardoz (Madrid)


ÍNDICE

REFLEXIÓN PRELIMINAR.............................................................................

11

EL MITO RELIGIOSO EL QUÉ, EL CÓMO, Y EL PORQUÉ DE LA RELIGIÓN...............

39

EL «QUÉ» DE LA RELIGIOSIDAD .......................................................... EL «CÓMO» DE LA RELIGIÓN Y EL ANIMISMO ..................................... EL DIOS DEL TEÍSMO Y EL ALMA ESPIRITUAL ...................................... EL «PORQUÉ» DE LA RELIGIÓN ........................................................... RODOLFO LLINÁS Y EL MITO DEL YO .................................................. DANIEL DENNETT Y LA EXPLICACIÓN DE LA CONCIENCIA .................. RICHARD DAWKINS Y LA EVOLUCIÓN DE LA CULTURA ......................... LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD Y EL DETERMINISMO ..................... EL FUTURO DE LA RELIGIÓN ...............................................................

39 43 53 84 94 140 229 252 276

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

EL MITO CRISTIANO EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO ..

283

PRESENTACIÓN ...........................................................................................

283

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

283 285 294 301 306 325 329 334 341

INTRODUCCIÓN................................................................................... REFLEXIONES SOBRE EL MÉTODO ....................................................... EL ELEMENTO HEURÍSTICO ................................................................. JESÚS Y JUAN EL BAUTISTA .................................................................. MESIANIDAD DE JESÚS......................................................................... REINO DE DIOS Y ÉTICA ESCATOLÓGICA ............................................. JESÚS Y LA VIOLENCIA ........................................................................ JESÚS Y LOS ZELOTAS .......................................................................... JESÚS Y LA CUESTIÓN DEL TRIBUTO AL CÉSAR.....................................

9


ÍNDICE

EL MITO POLÍTICO DE LA RELIGIÓN DE ESTADO A LA RELIGIÓN PROTEGIDA: ANTIGUO RÉGIMEN, CONSTITUCIONALISMO, SEGUNDA REPÚBLICA, MONARQUÍA PARLAMENTARIA EN ESPAÑA..... 1. 2. 3.

351

LA IGLESIA EN ESPAÑA: DE LA HEGEMONÍA A LA PROTECCIÓN........... CATHOLICA ECCLESIA Y SU PRETENSIÓN DE SOMETER AL PODER CIVIL LA IGLESIA Y SU ARROGACIÓN DEL PODER ESPIRITUAL EN LA SOCIEDAD ........................................................................................... LA IGLESIA ENTRE EL ABSOLUTISMO POLÍTICO Y EL DESPOTISMO ILUSTRADO ......................................................................................... LA IGLESIA Y EL CONSTITUCIONALISMO MODERNO ............................ LA IGLESIA Y LA EXACERBACIÓN DE LA CUESTIÓN RELIGIOSA HASTA LA INSTAURACIÓN DE LA SEGUNDA REPÚBLICA................................... LA IGLESIA Y SU RETO A LA SEGUNDA REPÚBLICA............................... LA IGLESIA Y LA TRANSICIÓN PACÍFICA A LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DE 1931 ........................................................................................ LA SEGUNDA REPÚBLICA Y LA INSTAURACIÓN DEL LAICISMO ............. LA LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA DE LA SEGUNDA REPÚBLICA ............. LA EXTINCIÓN DE LA DICTADURA FRANQUISTA Y LA SEDICENTE «TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA» ...................................................... DE NUEVO LA MONARQUÍA BORBÓNICA: EL VIAJE DE LA ILEGALIDAD A LA ILEGITIMIDAD ............................................................................. LA MONARQUÍA PARLAMENTARIA Y LA PROTECCIÓN PÚBLICA PREFERENTE DE LA IGLESIA ......................................................................... LA NUEVA HEGEMONÍA DE LA IGLESIA Y SU INCONSTITUCIONALIDAD ..

351 353

UN BALANCE A MODO DE EPÍLOGO ............................................................

419

SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA ........................................................................

423

ÍNDICE DE NOMBRES ..................................................................................

431

4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13 14.

10

355 358 362 369 374 379 381 388 397 399 407 414


REFLEXIÓN PRELIMINAR

Éste es un ensayo de reflexión y de información, en el que esta última ocupa la parte predominante, con el fin de que la reflexión se ejercite sobre el estudio de la realidad, a la luz de los resultados alcanzados por las ciencias propiamente dichas. Desde muy temprano en el curso de mi maduración intelectiva, centré mis preocupaciones personales en el deseo de someter los mitos, los dogmas y las ideologías a un análisis crítico de sus pretensiones de verdad, siempre a partir de aquellos saberes que la investigación brindase en cada momento con las garantías suministradas por las armas del razonamiento lógico y del método científico de la observación empírica, auxiliadas por técnicas propias de cada disciplina del conocimiento. En este contexto, mi deseo de conocer la verdadera naturaleza del universo y de los seres humanos comportaba en sí mismo una confrontación, desde los fundamentos —ab imis, dirían los latinos—, con los «saberes» tradicionales, en los que ineludiblemente nos encontramos sumergidos los humanos desde el nacimiento. Una mente despierta y dotada del urgente deseo de conocer, pronto se ve impulsada por la curiosidad que suscita la barahúnda de mitos, dogmas e ideologías de ayer y de hoy, es decir, de los falsos saberes que pueblan el entorno cultural de cada tiempo. Se trata de una tarea muy ardua siempre, y frecuentemente gravada con el pago de un tributo, a veces muy oneroso, de intranquilidad e inseguridad vital, pues el inconformismo es el hecho peor aceptado por nuestros congéneres en todas las circunstancias de la vida. Sin embargo, cuando el individuo logra dilucidar la entraña de un mito, un dogma, una ideología, tiene el profundo sentimiento íntimo de haber arribado a la inefable experiencia de ver cómo la caída de un falso saber abre insospechadas perspectivas para la búsqueda de certezas en el camino del conocimiento, que no es otro que la superación de falsedades y el acceso nunca completo a un nuevo orden de verdades. Para alguien que se esfuerza por progresar en este itinerario, y que siente un perentorio deber de di11


REFLEXIÓN PRELIMINAR

fundir los frutos de la ciencia haciéndolos llegar a los demás, se le presenta como quehacer irrenunciable comunicar los nuevos saberes, rompiendo esa pauta predominante de calculado silencio, la cobardía de los intelectuales resueltos a no comprometer sus intereses particulares y su bienestar social. Con lo cual se traiciona la nota que los define: su función crítica. 1. En los albores de la capacidad reflexiva adquirida por la especie homo sapiens sapiens, también denominada hombre moderno por los antropólogos, el humano prehistórico no solamente se puso a la tarea de descubrir o producir sus medios materiales de supervivencia, sino indudablemente también tornó su atención a la introspección para alcanzar una imagen de sí mismo en el contexto general de sus experiencias cotidianas, ordinarias o extraordinarias. Las primeras se estructuraron necesariamente en comportamientos regidos por categorías espontáneas de orden estrictamente empírico, sometidas continuamente al procedimiento de «ensayo y error» connatural a su sistema nervioso, con los rasgos innatos de causalidad y finalidad. Las segundas, sin embargo, resultaban para el humano prehistórico sumamente enigmáticas y problemáticas, y se agrupaban alrededor de dos ejes: la Naturaleza exterior —abrumadoramente poderosa pero discernible en sus innumerables manifestaciones concretas— y la Naturaleza interior —confusa, caótica, indiscernible, y especialmente amenazadora o incluso pavorosa en sus principales manifestaciones, es decir, los sueños y las visiones o las fantasías mentales en vigilia—. El humano prehistórico experimentó, en cuanto que su acceso a la reflexión y a la autorreflexión alcanzó el nivel de «racionalidad» aunque fuese veritativamente «falsa» (pero propia...) (propia de la definición de su especie biológica como homo rationalis, y esto debió de ocurrir muy pronto), un hondo malestar por el conjunto de enigmas que su misma actividad le planteaba. E. B. Tylor, genial antropólogo británico del último tercio del siglo XIX, fue capaz de forjar la reconstrucción teórica del probable proceso mental que condujo al prehistórico a lo que llamó la «invención animista», el ominoso y decisivo primer gran acontecimiento del pensamiento humano. La «doctrina del alma», y su consecuencia inmediata e implícita, la «doctrina de los espíritus», fue, como lo definió Tylor, el primordium de todos los mitos, pues creó las condi12


REFLEXIÓN PRELIMINAR

ciones de posibilidad del mito religioso ancestral que sirvió de matriz común para todas las formas de la religiosidad mítica, expresada en las sucesivas religiones producidas por la fantasía de los seres humanos. Quizá el propio Tylor vaciló por un instante al hablar de dos doctrinas, aunque en seguida reafirmó la unidad radical de las dos. El humano prehistórico creyó haber descubierto en su propia entidad natural dos elementos contradistintos pero asociados: el «cuerpo» (material, grávido, compacto y perecedero) y el «alma» (material pero incorpórea, ingrávida, fantasmal e imperecedera), separable temporalmente del cuerpo en el que reside y del que sólo se separa definitivamente en el momento de la muerte del mismo, vagando desde entonces sobre la tumba o en su entorno. El «alma» es el doble del cuerpo y su imagen espectral y cumple las funciones de la vida y del movimiento interno (pensamiento) y externo (locomoción). Cabe inferir que de esta peculiar estructura del ser humano emergieron el culto a los muertos y los ritos funerarios, raíces de la «religiosidad», y solamente después de las religiones, sucesivas formas de propiciación o de exorcización de las almas o espíritus. La fantasía animista representó «el gran mito» y, al mismo tiempo, el acceso de la «subjetividad» humana a la forma desarrollada de la autorreflexión y de la conciencia como reflexividad. Un brillante estudioso de la actividad simbolizante de la mente humana desde la emergencia de la especie, y que conoció y estimó la hazaña de Tylor aunque no supo apreciarla suficientemente, el filósofo neokantiano Ernst Cassirer escribió —comentando un pasaje del antropólogo británico sobre los ritos funerarios— lo siguiente: Los ritos funerarios que encontramos en todas partes tienden hacia el mismo punto. El temor a la muerte representa, sin duda, uno de los instintos humanos más generales y más profundamente arraigados. La primera reacción del hombre ante el cadáver ha debido de ser el abandono a su suerte y huir de él con terror. Pero semejante reacción la encontramos sólo en unos cuantos casos excepcionales. Muy pronto es superada por la actitud contraria, por el deseo de detener o evocar el «espíritu» del muerto [...]. Los «espíritus» de los difuntos se convierten en los dioses domésticos, y la vida y la prosperidad de la familia dependen de su socorro y favor. Cuando muere el padre, se le implora para que no se marche. «Siempre te quisimos, dice una canción recogida por Tylor, y hemos vivido mucho tiempo juntos bajo el mismo techo; ¡no lo abandones ahora!; ¡vuelve a tu casa!» [...]. En esto no hay diferencia radical entre el pensamiento mítico y el religioso. Los dos se originan en el mismo fenómeno 13


REFLEXIÓN PRELIMINAR

fundamental de la vida humana. En el desarrollo de la cultura humana no podemos fijar el punto donde cesa el mito y comienza la religión [...]. El mito es, desde sus comienzos, religión potencial. Lo que conduce de una etapa a otra no es una crisis súbita del pensamiento ni una revolución del sentimiento (An Essay on Man: An Introduction to the Philosophy of Human Culture, 1945. Cito por la trad. cast. del mismo año, bajo el título Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura, pp. 166-168)*.

El mito del animismo es la esencia misma y el auténtico rationale (falso) del gran mito humano, el Mito religioso, en sus innumerables formas pero todas reconducibles a su errónea y pertinaz presencia, el cual analizo sucintamente en la primera parte de este libro, y que vengo exponiendo desde mis ensayos Ateísmo y religiosidad (1997), Opus minus (2002), La andadura del saber (2003), y, en colaboración con Ignacio Careaga, Animismo. El umbral de la religiosidad (2005). El quid del mito, y lo que lo haya hecho universalmente perdurable hasta hoy mismo, radica en una evidencia —que el ser humano se manifiesta externamente como materia corpórea, sensible a la vista, al tacto, al olfato y al oído, y mortal— y en una falsedad —que el ser humano se manifiesta internamente como sustancia incorpórea, insensible para los sentidos, vaporosa, ubicua e inmortal o indestructible—. Se trata de una lectura errónea originada por el urgente deseo de «explicar» las experiencias oníricas, visionarias y demás formas alteradas de conciencia, y consolidada y prolongada por los hábitos introspectivos inaugurados por el sapiens sapiens, así como, simultáneamente —last but not least—, por la imperiosa necesidad fisiológica y psíquica de mantenerse ontológicamente en el ser que, como vio Aristóteles, habita en todo ente o existente. Esa lectura errónea de que el segundo y recóndito elemento, el ánima, era incorpóreo, inaprehensible e indestructible, encontró sin duda un apoyo decisorio en el cruel terror mortis y en el instinto de inmortalidad. En este viciado y desorientador contexto intelectivo, el animismo se instaló definitivamente en la mente cogitante de los seres humanos, en su inmensa mayoría, desde el momento en que naturalmente y acríticamente —es decir, como lo expresa exacLas comillas y la letra cursiva en este libro son del autor, y no de la fuente citada, salvo que se indique lo contrario; y son introducidas por mí para facilitar la lectura y la comprensión. *

14


REFLEXIÓN PRELIMINAR

tamente Cassirer, sin «una crisis súbita del pensamiento ni una revolución del sentimiento»— los seres humanos, fieles a su «invención animista», proyectaron lo que inicialmente fue una categoría privativa de su exclusiva condición ontológica, sobre los demás seres vivos, y luego, movidos por el hecho de que las almas no eran más que «espectros» o «espíritus (soplos)» deambulantes tan pronto perdían sus cuerpos mortales de residencia, también sobre las cosas o las fuerzas de la Naturaleza que acreditaran ser potencias o poderes presentes en su entorno ambiental. En las culturas protohistóricas del Pleistoceno tardío, en las civilizaciones históricas de las Edades del Bronce y del Hierro, pero radicalmente en las culturas indoeuropeas, y ya muy plenamente en la Hélade y después en Roma, las almas y los dioses pasaron a disfrutar de un estatuto metafísico de orden estrictamente «espiritual», frente al mundo de la «materia» en cualquiera de sus manifestaciones, y escindiendo el cosmos en dos espacios inconmensurables: Naturaleza/Sobrenaturaleza, Inmanencia/Trascendencia, Tierra/Cielo. Esta bipartición ontológica estricta de la Realidad encontró en el concepto cristiano de anima spiritualis la máxima expresión de las cosmovisiones dualistas en cuanto que hijas todas ellas en último término del animismo, en cuyo contexto semántico siguen viviendo aún las tres cuartas partes de la humanidad. De lo dicho resulta claro que el motor de la religiosidad y luego de las religiones —primitivas o actuales— no fue la categoría de dioses o Dios, sino la categoría de almas y seguidamente de espíritus, y que la divinización formal de éstos fue un proceso progresivo de desmaterialización, que corre desde una caótica animización del mundo natural, sigue por la exuberancia transnaturalista del bosque sagrado, el politeísmo funcional especializado, el politeísmo jerarquizado aunque también funcional de los grandes panteones con un gran jefe de orden animal (zoomorfismo) o astral (solarismo), el henocentrismo de un dios étnico único y localmente supremo (con o sin pretensiones de universalidad), y concluye en un Dios único, supremo y universal (monoteísmo, teísmo, monoteísmos del libro o código revelado). Es decir, no solamente se irán sedentarizando las poblaciones prehistóricas (revolución socioeconómica neolítica), sino también sus dioses. Partiendo del politeísmo, y permaneciendo en él o relegándolo, cabe señalar la otra línea evolutiva llamada oriental para distinguirla de la occidental, y que se caracteriza, asumiendo sin reservas el mito animista, por un panteísmo 15


REFLEXIÓN PRELIMINAR

que es una especie de animismo o espiritualismo cósmico (anima mundi en términos generales, o bien Tao, o Brahman, o Cuadrado del Cielo, o Culto a los Antepasados, o Shinto, o Panteón maya o azteca, etc.). El budismo y el jainismo representan versiones alternativas del tronco básico del hinduismo, netamente animistas y espiritualistas, como más adelante se verá, pues ambos son susceptibles del principio del «karma» y el samsara (reencarnación de algo que es espiritual, no material). Todas las formas de religión son tributarias del animismo, de modo más o menos explícito. La mayoría de las sociedades actuales son sociedades animistas, porque siguen fundándose en cosmovisiones o en antropologías esencialmente «animistas». Debemos ahora preguntarnos ¿por qué el «animismo» se fundamenta en una falacia ontológica y epistemológica a la vez? En primer lugar, porque la «mente» como algo espiritual, absolutamente inmaterial, indestructible o inmortal no existe, es una fabulación de la capacidad imaginativa del ser humano. En segundo lugar, porque las experiencias oníricas, visionarias o anómalas no solamente son inservibles para alcanzar un conocimiento objetivo, crítico e intersubjetivo de lo que existe, sino que son en sí mismas fenómenos cuyo control por el «cerebro/mente» queda comprometido o suprimido por la dinámica metasensorial e interna del sistema nervioso central (SNC) en determinadas circunstancias, que quedan científica y satisfactoriamente explicadas en la sección 5.6 de este ensayo. En el ser humano existe el factor somatosensorial, muscular, neural y óseo, el llamado cuerpo; y existe también el factor neuronal sustentado en el sistema llamado científicamente tálamo-cortical, como asiento del «sí mismo», el llamado cerebro/mente. Y nada más. Ni «alma», ni «espíritu», ni los demás «parafernalia» de la religión, todos los cuales constituyen conjuntamente lo que Kant denominó las «condiciones de posibilidad de los fenómenos», que, en el caso de las religiones, son las categorías «almas o espíritus», que solamente pudieron forjarse en el cerebro/mente del ser humano. Estos conceptos no cayeron en el pensamiento de los humanos prehistóricos como llovidos del cielo durante su perpleja contemplación de los astros y otras potencias naturales. Sólo cuando el sordo y arduo trabajo del cerebro/mente sobre las mencionadas «formas alteradas de conciencia» generadas en experiencias enigmáticas condujo su reflexión a la fabulación animista, extendida sobre las entidades o fuerzas naturales, pudieron los humanos encontrar ficticios interlocutores y crear con 16


REFLEXIÓN PRELIMINAR

ellos relaciones de diálogo y de afección o desafección, de amistad u hostilidad; es decir, vínculos que más tarde se llamaron «sentimientos religiosos», y que inauguraron seguidamente un mundo nuevo de almas, espíritus, trasgos o espectros, el mundo de diosecillos, dioses, Dios; o sea, el mundo de la religión. Pero no antes, porque son artefactos generados a partir de la actividad fantasmagórica de la reflexividad. La evolución biológica es el marco donde resulta posible detectar la génesis de la religiosidad en los humanos, cuando el estadio evolutivo de la subjetividad de los animales alcanzó la suficiente maduración. El proceso comenzó con la autognosis del propio cuerpo como unidad espacial que fija los propios límites frente al mundo externo. La evolución de los animales pluricelulares les permite generar una representación o imagen somatotópica de su cuerpo (que Sherrington generalizó con el término propiocepción), que encontrará una conceptualización de ese mundo externo. Sólo cuando este mundo es interiorizado mediante la función integradora del cerebro/mente emerge la imagen de una «subjetividad» consciente y reflexiva que genera la autoconciencia. Rodolfo R. Llinás declara, con el rigor del científico, que «el problema de la cognición es, ante todo un problema empírico y, por lo tanto, no es un problema filosófico», lo mismo que sucede con la dualización del sujeto y la invención mítica del «yo». Cerebro y mente son inseparables, y los estados mentales (sensibles, emocionales, percepciones, intenciones, representaciones, acciones, voliciones, etc.) son sólo algunos de los estados funcionales generados por el cerebro. Pero, para matizar el alcance de la inseparabilidad, debe enfatizarse el hecho de que «la mente es codimensional con el cerebro y lo ocupa todo, hasta en sus más recónditos pliegues»; y que «el “yo” es un estado funcional del cerebro y nada más, ni nada menos» (Llinás). Estas definiciones, determinantes para una antropología de base científica y que han sido ya avaladas suficientemente por eminentes investigadores del cerebro y de la conducta humanos, constituyen el fundamento científico y lógico de la descalificación de las creencias animistas de ayer y de hoy. Las secciones 5, 6 y 7 se ofrecen, como cuerpo de este libro, con la intención de llenar las lamentables carencias informativas incluso entre el llamado público culto. Las leyes de la física, tanto en su nivel atómico y subatómico como en su nivel molecular y orgánico, exigen la unidad óntica del universo y un estricto planteamiento monista de todo lo que hay. La consolidación histórica milenaria de la bipartición metafísica de lo real ha ido ahon17


REFLEXIÓN PRELIMINAR

dando su carácter y su orientación ideológicos —en el preciso sentido marxiano del término—, con el apoyo de las cosmovisiones religiosas enraizadas en el animismo y sus prácticas ideológicas de dominación social, política y cultural. 2. Con la eclosión histórica del cristianismo puede decirse que la religión se convierte formalmente en «dogma de fe» con vocación de universalidad en todos los planos de la vida individual y colectiva de los humanos. Esta arrasadora convicción ha representado el ensayo más inhumano de uniformizar las mentes y sofocar las libertades del individuo en el hogar, en la sociedad y en la política. No sólo hay que someter la voluntad humana a la coacción física de la autoridad religiosa, legataria por decisión divina de las «verdades» de una inventada Revelación histórica dictada por el mismo Dios, y luego por el Cristo, escrita supuestamente en sendos actos jurídicos titulados Antiguo y Nuevo Testamentos; sino que también hay que desecar o ahogar las fuentes recónditas de la conciencia de todos y cada uno de los humanos mediante el uso de todas las formas conocidas de la intimidación moral y de la alienación intelectiva. En nombre de una «Revelación», sellada por supuestos testigos de sucesos imposibles y aberrantes protagonizados por un Dios arrogante y colérico y por un Hombre-Dios inexistentes como tales. En mis libros he dedicado cientos de páginas a identificarla y explicarla mediante el universalmente conocido método histórico-crítico que, después de unos doscientos y pico años, ha desenterrado o analizado datos históricos concluyentes y revolucionarios que permiten de modo irrefragable retirar toda «pretensión de verdad» a los contenidos dogmáticos de la Revelación cristiana. Después de haber desvelado la falsedad de El mito religioso en la primera parte de esta obra, dedico su segunda parte a poner al desnudo las falsedades de El mito cristiano, centrándome en el escrito que debe considerarse como la exposición básica de este mito. Permítaseme en este texto preliminar consignar algunos comentarios a ese respecto. El hecho de que durante muchas generaciones nos hayan enseñado la Historia Universal tomando el nacimiento del Nazareno —de fecha 18


REFLEXIÓN PRELIMINAR

realmente incierta—, como la frontera liminar de un antes y un después en la existencia colectiva de la Humanidad, representa, además de una arrogación petulante de un credo religioso local, un símbolo del hecho novísimo por su significado en el contexto del fenómeno religioso y del subsiguiente éxito social y político que ha alcanzado en el mundo el núcleo dogmático de la fe cristiana en los últimos veinte siglos en el Planeta. Porque la religión cristiana ha sido y sigue siendo un hecho enorme —en el sentido original y propio de este adjetivo, o sea, desmedido, excesivo, perverso, torpe (DRAE)— en virtud de dos factores: en primer lugar, por la razón de haber sido, ya en sus orígenes y en su ascendente desarrollo, un movimiento que irrumpió en la historia del mundo con las características de dogmatismo e intolerancia ideológica y política a los que me he referido al comienzo; y, en segundo lugar, en razón de la pretensión medular de su fe fundamental, es decir, la fe cristológica en el Hombre-Dios o Dios-Hombre, pero no el héroe de las llamadas religiones de misterios greco-orientales del periodo alejandrino —un héroe simbólico de los poderes taumatúrgicos de la divinidad, pero sólo legendario, ficcional, al que nadie conoció en persona y con el que nadie habló, conspiró, y se hizo reo de un delito de sedición contra el emperador romano—, sino un rústico Galileo y predicador popular que anunciaba la inminencia de la visita mesiánica por la mano del Dios hebreo para instaurar su Reino teocrático en Jerusalén, al cual sus seguidores de la primera generación pospascual y el genio religioso de un judío de la diáspora transformaron en un Cristo mistérico de naturaleza divina y redentor de la ofensa colectiva del pueblo hebreo a Yahvé (el innombrable) mediante su sacrificio expiatorio en la cruz. La pretensión de la fe cristiana es tan inverosímil para un hombre civilizado, y de tal magnitud en su osadía, que desafía los esquemas de las explicaciones rutinarias, incluidas las propias de la novedad del Cristo trascendente en su contexto neotestamentario y las derivadas de su inserción en su híbrido marco helénico-semítico. Es cierto que la que podría denominarse «religión homérica» comportaba ya no sólo una poética antropomorfización corporal literaria de los dioses helénicos originarios, tanto los de raíz ctónica (dioses de la tierra) como los de procedencia uránica (Guthrie), pero con fuerte predominio de estos últimos, en los cuales su «hominización» (si vale este término) alcanzaba mucho más a sus costumbres y hábitos frecuentemente depravados —que Heródoto no se recata en describir 19


REFLEXIÓN PRELIMINAR

con implacable ironía, en que abundaron sus numerosos epígonos en el arte de escribir—, sino también una intención racionalista y crítica: hacia el final del siglo VII de sus nueve libros, en forma sumamente precavida por cierto, escribe dicho historiador que «por mi parte, mi deber es decir lo que me ha sido dicho, pero no creerlo totalmente, y lo que acabo de declarar vale para todo el resto de mi obra» (cito de P. Veyne). También es cierto que la «religión platónica» inauguró un realismo metafísico de las Ideas que curaría de espanto a cualquier exponente de las más atrevidas especulaciones discursivas, y del mismo modo lo es que la «religión estoica» buscó transfundir en el mundo natural el espíritu divino. Pero la religión cristiana fue mucho más lejos en el dominio de la inverosimilitud y el terrorismo ideológico, al forjar una especie sin precedentes conocidos en el milenario arte de las recetas animistas: el hiperanimismo autocontradictorio que consiste en la transfusión del «espíritu» en la «materia» a través de la concepción virginal de un hombre de carne y hueso, y muy comprometido en los asuntos públicos, el Dios humano o el Hombre divino. El epicentro cúltico del cristianismo es justamente el sacramento ritual de la Eucaristía paulina como ingestión no meramente simbólica sino real del cuerpo y la sangre del Redentor, que trae reminiscencias del rito bárbaro de la masticación de la carne del dios —aunque en la teología católica se quiso exorcizar cualquier semejanza mediante el término ad hoc de la transustanciación, término tan abstruso como misterioso—. La fe cristiana es un reto permanente a lo que la razón y la ciencia nos enseña sobre el universo, incluida la especie humana. Solamente mentes ofuscadas por mecanismos de índole psicológica, social y política, que las ciencias de la cognición han podido identificar, pueden ser arrastradas a la asunción —más o menos sincera— de la fe religiosa en general, o a la fe cristiana muy particularmente, pues en ésta hallan aposento los más increíbles dogmas. Hasta la difusión de la fe cristiana, las religiones antiguas eran el fruto de la fantasía humana, pero eran también tolerantes entre ellas, vivían y dejaban vivir; el cristianismo, por el contrario, nació, se desarrolló y se propagó bajo el sello de la intolerancia, la violencia contra los cuerpos y contra la libertad de las conciencias, todo ello en virtud de una fe dogmática y fanática, que llevó a los peores episodios de infelicidad o de desesperación individual y colectiva. En los tiempos o lugares en que las iglesias hayan podido suministrar a los fieles consolación a sus desventuras, éstas lo hicieron casi siempre a 20


REFLEXIÓN PRELIMINAR

costa de los «otros», en detrimento de sus conciencias laicas o de otras creencias en otros credos religiosos, siempre discriminando o acosando, pues tales son las consecuencias de la imposición de dogmas religiosos que se toman como la única verdad que el Dios universal ha decretado como soberano y creador absoluto de toda criatura. ¿Qué es un dogma religioso? Un dogma es una creencia o una verdad decretada por una revelación sagrada, y propuesta como de obediencia obligatoria por la Iglesia. En su libro Qu’est-ce qu’un dogme? (1992), el «teólogo de la liberación» Juan Luis Segundo se lamentaba de la servidumbre connatural a todo dogma impuesto por un Dios que todo lo sabe y todo lo hizo, con estas palabras: «¡Feliz ese tiempo de la Biblia en que aún no había “dogmas”!» (p. 56). Pero el lamento de Segundo es hipócrita, porque la Biblia es una retahíla de dogmas incoherentes y expresados en diversos géneros literarios y, sin embargo, enunciados con evidente acento imperativo; y porque tanto los dogmas «místicos» (por ejemplo, los de la Creación del mundo y del hombre, normativos en sentido dogmático) como los llamados «históricos» (por ejemplo, la historia de Moisés) son «verdades» que había que creer, como también lo son los de una y otra clase contenidos en el Nuevo Testamento. ¿Por qué lamentarse, después, cuando los propios líderes de la mal llamada «teología de la liberación» ni siquiera se han atrevido a poner expresamente en cuestión los dogmas más crudos de la cristología eclesiástica, que se exige creer estrictamente a todo católico, sin tocar ni una coma? Si esa «teología» quisiera ser verdaderamente «liberadora» tendría que empezar por la liberación de unos dogmas —los que definen el denominado «misterio cristiano»— que por su propia inverosimilitud esclavizan inevitablemente la conciencia de los fieles. Como escribí hace ya bastantes años, la cuestión que urge resolver de modo efectivo no es la «teología de la liberación» —que en el fondo sólo lucha por instaurar una eclesiología predominantemente horizontal de pequeñas iglesias autocéfalas, sin el peso agobiante de la cima vaticana de poder que no admite, en la pastoral y en la doctrina, la menor desobediencia o veleidad—, sino la «liberación de la teología». Los dogmas esclavizan, secan las mentes y destruyen el primer derecho humano después de la vida, es decir, la libertad genuina de las conciencias.

21


REFLEXIÓN PRELIMINAR

3. La relación dialéctica connatural a los grupos humanos desarrollados entre poder religioso y poder político adquirió una gran resonancia publicística con el excelente libro de Henri Frankfort, Kingship and the Gods. A Study of Ancient Near Esatern Religion As the Integration of Society and Nature (1948), que recuerda, por analogía, a la repercusión que alcanzó la relación dialéctica entre poder económico y poder social con la publicación de la obra magna de Max Weber, Wirstchaft und Gesellschaft. Grundriss der Verstehenden Sociologie (1922). Frankfort vio vulgarizada la sustancia de su obra con el par de conceptos conjugados de realeza de los dioses y divinidad de los reyes. Weber conceptualizó algunos fenómenos decisivos en la comprensión y evolución de la religión: patriarcalismo, salvación y carisma, entre otros. En términos generales, el estudio de las relaciones dialécticas de los referentes de esa serie de conceptos es arduo, sutil y problemático, pero indudablemente básico para poder entender el proceso histórico de la Humanidad. Me limitaré a exponer algunas consideraciones sobre la tercera parte de este ensayo, y que versa sobre El mito político y su génesis, ejemplarizado en el caso español. El animismo inventado por los humanos prehistóricos constituyó, como he expuesto, las condiciones de posibilidad de la religiosidad mediante la doctrina de las almas y, por implicación y extensión natural, la doctrina de los espíritus, en su unidad fundamental (Tylor). La atribución de poderes mágicos y divinos a los espíritus, y la creación de fetiches (espíritus residenciados en cosas, fuerzas, organismos y otros objetos), manipulados por brujos o chamanes, fueron factores o pasos hacia una sistematización primaria, aún muy rudimentaria, de las expresiones de la religiosidad en la familia, la comunidad doméstica, el clan, la tribu, todas ellas niveles de agrupación de índole comunitaria. Se entiende por comunidad —de la cual la familia es una primera forma basada en la reproducción biológica de la pareja— una relación social en la que, y en la medida en que la actitud en la acción social se inspira en el sentimiento subjetivo (afectivo o tradicional) de los partícipes de constituir un todo, entendiendo por acción social una acción en donde el sentido mentado por su sujeto o sujetos está referido a la conducta de otros (sic), orientándose por ésta en su desarrollo. El poder, en la comunidad originaria, residía en el padre, jefe o patriarca, entendiendo por dicho concepto la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia, y cual22


REFLEXIÓN PRELIMINAR

quiera que sea el fundamento de esa probabilidad, que en el caso de la comunidad familiar era el progenitor o el ancestro reconocido para ejercer la dominación (probabilidad de encontrar la obediencia a un mandato de determinado contenido entre personas dadas). El «pensar mitológico» (Weber), que caracterizó al orto de la religiosidad que hizo posible la invención animista, se centró en el culto ritual a los muertos, y fue pronto controlado por magos que administraban una autoridad consentida por los jefes o patriarcas, aunque progresivamente vigilados y controlados por éstos en el uso de los carismas que los referentes cúlticos les atribuían. El carisma puede definirse como un don que el objeto o la persona poseen por naturaleza y que no puede alcanzarse con nada (Weber); y, como señala Tylor, consiste originariamente en una propiedad religiosa o mágica propia de «espíritus». Resulta evidente que en el nivel comunitario, en el que aún no se halla formado un panteón politeísta en un espacio intertribal, no emergió ninguna situación en la cual se haya formalizado una cierta «dualización» del poder ya en el contexto de una comunidad «política» propiamente dicha con diferenciación entre dominación religiosa y dominación secular. Generalmente, esa dualización del poder sólo nos consta que hubiera alcanzado una madurez efectivamente significativa en tiempos históricos, en su sentido convencional, como señala Frankfort: En tiempos históricos, los mesopotámicos, no más que los egipcios, no pudieron concebir una sociedad ordenada sin un rey. Sin embargo, no contemplaron la «realeza» como una parte esencial del orden de la Creación. Conforme a las opiniones egipcias, el universo fue el resultado de un solo proceso creativo, y la actividad del Creador había encontrado su secuela natural en el gobierno absoluto que Él ejercía sobre el mundo que Él había producido. La sociedad humana bajo el Faraón formaba parte del orden cósmico y repetía su modelo. De hecho, Re, el Creador, encabezaba las listas de los reyes de Egipto como el primer gobernante del país, que había sido sucedido por otros dioses hasta que Horus, perpetuamente reencarnado en sucesivos Faraones, hubo asumido el legado de Osiris. En Mesopotamia el aspecto teológico de la realeza fue menos impresionante; la monarquía no fue vista como el sistema natural dentro del cual las fuerzas cósmicas y sociales eran efectivas. La realeza había ganado aceptación universal como una institución social, pero la naturaleza no aparecía conformada como un simple sistema de fuerzas coordinadas por la voluntad del gobernante (p. 231). 23


REFLEXIÓN PRELIMINAR

Es decir, en estas sociedades ya definibles como sociedades con un importante nivel de desarrollo político, la realeza y la divinidad no interactuaban todavía como iguales, ni siquiera como equivalentes en rango, como puntualiza otra vez Frankfort, con mayor precisión en lo que se refiere al Antiguo Egipto, en una nota: La doctrina de la transfiguración del rey a su muerte presentaba a veces dificultades incluso para los egipcios —de aquí, un pequeño número de textos de las Pirámides que no identifica al rey muerto con Osiris—. Uno puede explicarlas, como hemos hecho en el texto, por la incapacidad de algunos sobrevivientes de pensar acerca de su monarca muerto, conocido hasta aquí como Horus, ahora como Osiris, y por el deseo de asegurarle una supervivencia individual. En este último caso, se insistía en hacer una distinción entre un rey muerto y Osiris, apareciendo éste como un verdadero Plutón [es decir, un verdadero «rey del Hades», el infierno, «correspondiendo a Re en el cielo», p. 210]. Esta distinción da origen a textos que han sido interpretados como signos de hostilidad a Osiris por parte de adoradores de Re. Pero es totalmente desorientador introducir teorías de escuelas religiosas en conflicto, tales como una «religión de Osiris» y una «religión de Re» (por ejemplo, Breasted, Development of Religion and Thought; Kees, Totenglauben). Las pruebas en las que están basadas muestran que no más que diferentes aspectos del Más Allá eran diferentemente acentuados; ello no anula la evidencia de la homogeneidad de la cultura egipcia en todos los periodos o de su fuerte continuidad. Muchos de los textos aducidos para probar el antagonismo entre los cultos de Re y Osiris pueden explicarse perfectamente bien sin esa suposición. Por ejemplo, si Pir. 2175 previene al rey muerto en contra de las vías del Oeste, otra versión más antigua (Pir. 1531-1532) lo previene contra las vías del Este; y ambos textos están meramente preocupados por que el muerto llegue al circuito cósmico de la mejor manera posible. Otros ejemplos aducidos de antagonismo pierden su relevancia cuando se considera el contexto [...]. Estos ejemplos pueden bastar como muestra de que se debe tomar una actitud contra la presentación atomizada de la religión egipcia que tiende a ponerse de moda como resultado de una legítima y muy necesaria investigación de problemas especiales (p. 375).

No obstante, parece conveniente no perder de vista dos factores en el estudio de la religión egipcia, el primero radica en el fuerte y multiforme animismo en la cultura egipcia, y el segundo se refiere a la evolución de las figuras divinas en más de los tres mil años de su historia. Los capítulos XII y XIII de la monumental obra de A. Erman y H. Ranke, La 24


REFLEXIÓN PRELIMINAR

civilización egipcia, traducida al francés en 1963 (por la que cito), destaca el hecho de que «se puede considerar como aproximadamente cierto que en el origen no existía en Egipto una religión común a todo el país. A decir verdad, ciertas concepciones se habían extendido muy pronto en todos los nomos [aldeas, pueblos], por ejemplo, aquella según la cual Rê, el dios solar, navega en una barca por encima del cielo, o aun aquélla según la cual el cielo es una diosa que se tumba encima de la tierra. Pero estas concepciones no tienen, por así decirlo, ninguna relación con la religión propiamente dicha. Quien sentía la necesidad de una ayuda sobrenatural se dirigía más bien a una divinidad más próxima a él, al dios de la aldea (sic). Todas las localidades, cualquiera que fuese su importancia, poseían una divinidad particular, honrada por sus habitantes, pero por ellos solamente [...]. Pero cuando la reputación de un dios se extendía en todo el país, hasta el punto de atraer hacia su santuario a los peregrinos de nomos alejados, los fieles de otros dioses menos célebres asimilaban con gusto su divinidad a la otra, que era más honorada. La diferencia completa de nombre no constituía, en general, ningún obstáculo a esta asimilación. Así fue como en una época muy remota el culto de Osiris, original al parecer de la villa de Dedou en el Delta (llamada más tarde Busiris, es decir, casa de Osiris), ha conquistado todo Egipto y transformado en Osiris a dioses totalmente extraños a éste...» (pp. 330-331). Este fenómeno de fusión, por el que desaparecen los nombres de «los espíritus inferiores de una villa» en beneficio de otros más potentes, genera un proceso de selección que puede integrarlos en muy pocas simbolizaciones adecuadas a las concepciones predominantes. Pero este desarrollo tuvo lugar en «épocas anteriores todavía a las que nos son accesibles», pues, «en los documentos más antiguos, llamados corrientemente Textos de las Pirámides, la evolución está casi enteramente cumplida, y la religión posee ya, en lo esencial, el carácter que conservará en todas épocas posteriores» (p. 332). Esta obra hace una muy desfavorable valoración de esta religión y subraya que muestra «una mitología en la cual mitos absolutamente inconciliables son yuxtapuestos sin el menor embarazo: en fin, un conjunto de ideas teológicas que presentan una confusión sin paralelo. E incluso a continuación, jamás se ha introducido orden en este caos; aun más, durante los milenios que duró todavía la religión egipcia, después de la redacción de los Textos de las Pirámides, el desorden no ha hecho más que crecer» (ibidem). 25


REFLEXIÓN PRELIMINAR

La tesis de Frankfort sobre la naturaleza no divina de los faraones encuentra un refrendo en el valioso ensayo de M. A. Bonhême y A. Forgeau, Pharaon. Les sécrets du pouvoir (1988), cuya conclusión es diáfana y precisa: El faraón no es un rey-dios en el sentido en que esta institución ha podido existir en ciertas sociedades africanas; se vincula más bien a la categoría de los reyes-sacerdotes cuyo rol dimana de la responsabilidad religiosa respecto a los dioses pero de la cual la acción individual se disuelve en la acción divina. Egipto, por ejemplo, no ha conocido la muerte por ejecución ritual del soberano, pues la causa última de los fenómenos escapa a este último; igualmente, el incesto nunca ha constituido la regla de los matrimonios reales en nombre de una consanguinidad divina, y no fue más que practicado ocasionalmente por motivos de orden político. Si el vocabulario ha franqueado el paso llamando «dios» o «dios bueno» al faraón, el término se dirige al carácter sagrado de la función, no al ser físico del soberano. El ceremonial que preside la aproximación a la persona real honra el aura de la cual es investida, sin confundirse por ello con los actos de la liturgia religiosa. En el interior de su nave, en la oscuridad del santuario que rodea el «pasillo misterioso», el dios es invisible salvo para el ministro del culto, el faraón o su representante, el gran sacerdote; en las procesiones tebanas, la estatua del dios Amón permanece oculta a los ojos de la multitud. Por el contrario, los artesanos de Deir-el-Medineh sacan una efigie descubierta de Amenophis I, patrón de su comunidad, en las fiestas en su honor. A la inversa, en Meroe, donde prevalece el sustrato africano, los autores clásicos subrayan el secreto del que se rodea la persona del soberano: «Ellos honran a los reyes al igual que a los dioses, pues quedan generalmente encerrados y confinados en el palacio» (Estrabón, 17, 2, 2) (pp. 319-320). Se debe a las religiones de la Antigua Mesopotamia la «deificación de los reyes».

La figura verdaderamente descollante del panteón egipcio, y el máximo exponente de la originalidad creativa y del genio religioso en la cultura nilota, es, sin duda, el dios Osiris, en el cual se registran hondas resonancias antropológicas que lo hicieron un ilusorio arquetipo para la evolución del fenómeno de la religión en el curso de su historia —incluido, en un plano relevante, el «misterio cristiano»—. Según el mito, escasamente documentado pero atestiguado por fuentes indirectas como el más popular y difundido (Brandon) en el Antiguo Egipto, Osiris aparece como el dios del ritual mortuorio y regidor de los muertos, y en las inscripciones recogidas en los Textos de las Pirámides 26


REFLEXIÓN PRELIMINAR

(c. 2400 a. C.) era ya el centro de un complejo ritual funerario basado en la leyenda de su muerte y resurrección, con el fin de resucitar los cuerpos como lo había hecho Osiris, asegurando la «inmortalidad» post mórtem. Este ritual, que «era actuado en favor de la persona fallecida, re-presentaba o re-actualizaba la secuencia de actos que, se creía, había conducido originalmente a la revivificación del muerto Osiris» (S. G. F. Brandon, History, Time and Deity, 1965, p. 19), y equivalía, como escribió este genial historiador de las religiones, a «la “perpetuación ritual del pasado”» para superar la acción destructiva del Tiempo, y funcionaba ex opere operato. Osiris tenía personalmente como propio el don de revivir, de resucitar, por sus méritos (Frankfort). Vale la pena recordar algunos rasgos del dios Osiris, que podrían verse como prefiguraciones del Cristo de la fe. Frankfort nos ofrece una breve semblanza: El mito más popular entre los egipcios fue el de Osiris, Isis y Horus. Sin embargo, no es conocido como una narración conexiva antes de que Plutarco la registrase. No obstante, no fue una invención tardía; ambos, los Textos de las Pirámides como la Teología Memphita, del tercer milenio a. C., se refieren a él en muchos lugares [...]. Su narración directa debió de haber sido común, por supuesto, para hacer comprensibles las alusiones, incluso para los egipcios. Pero el grueso del relato no fue la preocupación de la literatura sino del arte popular [...]. Los mitos escritos son realmente vulgarizaciones del folclore mítico, en lo que respecta a forma y contenido a la vez (Ancient Egyptian Religion. An Interpretation, 1948, p. 126). La muerte de un rey era, de un modo característico de los egipcios, pasada por alto en tanto en cuanto significaba un cambio. La sucesión de un rey a otro se veía como una situación mitológica incambiante: Horus sucedió a Osiris [Horus fue un dios de doble naturaleza y rol; como los reyes que unieron el Bajo Egipto, adoraba un dios del cielo, con forma de halcón, llamado Horus, identificado con el dios solar Rê, y así vino a ser un dios regio «par excellence», y cada rey tuvo un «nombre-Horus». En la leyenda de Osiris, en la que Horus es representado como un piadoso hijo del muerto Osiris y ejecutor de su rito funerario, además de vengador de su asesino Seth, y a menudo representado como un niño alimentado por su madre Isis]; y como la mayoría de los reyes eran sucedidos por sus hijos, realmente cuadraba con la teología en este aspecto. También cuadraba con el hecho de que realmente el padre, Osiris, desapareció definitivamente del escenario terrenal. En el mito, Osiris, asesinado por Seth, fue revivido, pero sólo como un poder en el más allá; Horus asumió el trono. En realidad,

27


REFLEXIÓN PRELIMINAR

también se vio como verdadero. El nuevo rey accedió al gobierno como Horus; su padre se había unido al morir con Osiris, el precursor y prototipo de todos los reyes muertos [...]. La Teología Memphita, discutiendo el entierro de Osiris, afirma tajantemente que «se transformó en tierra». Así, el Faraón sobrevivía en las recurrentes manifestaciones de fuerzas ctónicas; y cuando, por consiguiente, los egipcios mantenían que los muertos comunes circundaban el polo como estrellas, su concepción del estado futuro del hombre no difería en lo esencial de lo que se daba en el caso del Faraón (pp. 102-103).

Samuel Brandon afirma, y es así sin réplica posible, que «para el estudio de la fenomenología de la religión, es el Cristianismo el que suministra el único paralelo real con la soteriología osiriana. De qué manera y en qué grado, si es así, la concepción cristiana de un salvadordios fue influenciada por la visión egipcia antigua de Osiris, ha sido el tema de un largo y persistente debate» («The Ritual Technique of Salvation in the Ancient Near East», en AA. VV., The Saviour God. Comparative Studies in the Concept of Salvation, 1963, p. 29). No resulta factible exponer la serie de puntos concretos que avalan este sorprendente paralelismo, inexplicable sin préstamos o influencias (pp. 30-33); y lo prueba el convincente caso de Pablo, cuyas epístolas contienen la esencia del «misterio cristiano», en evidente contraste con el enjuto credo de la primitiva comunidad apostólica de Jerusalén. «Tal concepción —escribe Brandon— era completamente extraña, y realmente ofensiva, para el pensamiento judío corriente, de modo que Pablo se vio obligado a emplear otros conceptos al formular su “evangelio”, que él reconocía que difería del de sus oponentes judeocristianos. Tuvo, en particular, que construir una doctrina del Hombre que explicase cómo la muerte (y resurrección) de Jesús pudo efectuar la salvación humana. Esto se hizo mediante la representación de hombres y mujeres como estando en un estado de perdición y sometidos a fuerzas demoníacas. La crucifixión de Jesús, lograda en la ignorancia de su verdadero carácter por parte de estos demonios, había roto su dominio sobre la humanidad y así había conseguido potencialmente la salvación de sus miembros de las consecuencias de tal servidumbre [...]. En consecuencia, transformó el bautismo, de rito purificatorio, en un ritual de asimilación mística por el cual el neófito era unido a Cristo en ambas cosas, su muerte y su resurrección» (ibidem), en cuya virtud el bautizado volvía inmediatamente a la vida del alma, vencía a la muerte del cuerpo, y aseguraba la resurrección, como les ocurría a los que deposi28


REFLEXIÓN PRELIMINAR

taban su fe soteriológica y cumplían su adhesión ritual a Osiris. Volviendo al tema de los dioses salvadores de las religiones precristianas, es necesario observar que son figuras míticas, y nada más, como en el caso de Osiris o en el de los dioses simbólicos que protagonizaban los ritos agrarios. El mitologema osírico tenía lugar en el espacio sagrado del dios, sin incidencia en la vida política de reyes y súbditos, y la realeza asumía sus responsabilidades rituales sin la posibilidad de confrontación o competiciones por el poder, ni ánimo de triunfo o de suplantación. Los dioses que mueren o dioses sufrientes no son humanos y pertenecen simbólicamente al mundo animal o vegetal: dioses o espíritus de la fertilidad que mueren o resucitan con las cosechas, o con los ciclos regulares de los astros, o con los símbolos animales del zodíaco. Sólo los héroes carismáticos y humanos interesan al mundo de los poderes en los que lo religioso y lo político se conjugan o se disocian, generando o bien una asociación política de dominación (la ciudad, el Estado), o bien una asociación hierocrática (monasterios, iglesias), y en ambas clases, separada o conjuntamente, «sus miembros están sometidos a relaciones de dominación en virtud del orden vigente» (Weber); por ejemplo, una «iglesia» es «un instituto religioso de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantiene la pretensión al “monopolio” (sic) legítimo de la coacción hierocrática», así como el Estado quiere mantenerla en su espacio (ibidem). Sin embargo, el espacio conceptual propio para la interpretación del cristianismo es el que se ocupa de tres elementos coordinados: carisma, profecía y salvación. En primer lugar, Weber es el estudioso que aplicó el concepto de «ruptura» como modelo de explicación de ciertos fenómenos históricos o sociales, y también, con gran éxito, a los giros o las alteraciones profundas del tejido social e institucional de la religión; y muy especialmente para dar cuenta del cambio de la religión tradicional, en la cual el paso del tiempo apenas afecta a su estructura y estabilidad como un sistema ordenado de contenidos de fe; y de la instauración de una religión innovadora con mensajes que implican contenidos de fe y estructuras de obediencia y conducta desconocidos o relegados hasta el momento, o bien que significan un esfuerzo drástico o una radicalización de los ya conocidos. El primer concepto clave que inicia la «ruptura» es el de profecía: el profeta es «un portador puramente individual de carisma, que en virtud de su misión proclama una doctrina religiosa o un mandato divino». Puede 29


REFLEXIÓN PRELIMINAR

ser un «renovador de religión» que «predica una revelación más vieja, real o supuesta, y un “fundador de religión”, que pretende traer enteramente nuevas “liberaciones”. Los dos tipos se funden el uno en el otro». Sin que la formación de una nueva comunidad religiosa necesite ser el resultado de la acción de profetas; «la llamada personal es el elemento decisivo para distinguir el profeta del sacerdote. El segundo reclama autoridad en virtud de una tradición sagrada, mientras que el profeta basa su pretensión en una revelación personal y en su carisma», por lo que casi ninguno procede de la clase sacerdotal. «Por regla general, los maestros indios de salvación no fueron brahamines, ni fueron sacerdotes los profetas israelitas.» Pero «el profeta, como el mago, ejerce su poder simplemente por virtud de sus dotes (dones)» y reclama que posee «revelaciones definidas» y difunde doctrinas o mandatos; al mismo tiempo que manifiesta y transmite la sensación —a veces, cegadora— de su «autentificación carismática». El riesgo de la religiosidad profética gravita radicalmente en la entrega entusiata y acrítica de los seguidores a la magia carismática que irradia del profeta. Los discípulos que convivieron con Jesús de Nazaret estaban subyugados hasta tal extremo que ni siquiera el fiasco mesiánico les llevó a apartarse de la empresa, y persistieron en la creencia en la inminente instauración del Reino en Jerusalén, adoptando ansiosamente formas de «racionalización» del contratiempo experimentado. Max Weber escribe sagazmente: Por otra parte, fue sólo bajo muy insólitas circunstancias que un profeta triunfase en el establecimiento de su autoridad sin «autentificación carismática», la cual en la práctica significaba «magia». Los portadores de la doctrina, al menos, prácticamente siempre necesitaron esa convalidación. No debe olvidarse ni un instante que la entera base de la propia legitimación de Jesús, así como también que su pretensión de que él y sólo él conocía a su Padre, y que el camino a Dios conducía a través de la «fe» en él solamente, era el «carisma mágico» que él sentía dentro de sí mismo. Fue, sin duda, esta conciencia de poder, más que cualquier otra cosa, lo que lo capacitó para recorrer la ruta de los profetas. Durante el periodo apostólico de la Cristiandad temprana, y, después, la figura del profeta errante fue un fenómeno constante. Siempre fue requerida de tales profetas una prueba de su posesión de particulares dones del espíritu, de poderes especiales mágicos o extáticos (cito por la traducción inglesa, The Sociology of Religion, p. 47, recopilación de todos los textos del autor extraídos de Wirtschaft und Gesellschaft, y relativos a la religión). 30


REFLEXIÓN PRELIMINAR

Weber recuerda que «los profetas muy frecuentemente practicaban la adivinación y también la curación mágica y el consejo», como igualmente lo hizo Jesús, y antes que él, los profetas (nabi, nebim) del Antiguo Testamento; y los servicios de todos los profetas no eran jamás remunerados. Tampoco los «profetas» eran aisymetes (legisladores, legistas), y aunque los profetas tardíos de Israel estuvieron fuertemente concernidos por la desigualdad económica y alentaron la reforma social urgente, «una explicación de la preocupación única de la profecía hebrea por la reforma social hay que buscarla en el terreno religioso», lo mismo que sucedió con Jesús, es decir, eran «sólo medios para un fin», pues «su preocupación primaria fue la política extranjera, principalmente porque constituía el teatro de la actividad de su dios. Los profetas israelitas se preocupaban por la injusticia social y de otros tipos como una violación del Código Mosaico, prioritariamente en orden a explicar la ira de Dios, y no en orden a instituir un programa de reforma social […]. Finalmente, Jesús no estuvo en absoluto interesado en la reforma social como tal»; como tampoco la Iglesia católica tuvo nunca programa social alguno, sino sólo una política general de conveniencia en función de sus intereses religiosos o materiales en cada momento (Troeltsch). Y Jesús perdió su vida por defender la causa de Jahvé contra los romanos, que violaron la decisión innegociable de los fieles leales de no pagar el tributo censal al César, como pruebo, en último término, en el ensayo de la segunda parte de este libro, «El mito cristiano». La religión profética está saturada de la misión de difundir un mensaje vital de fuerte tonalidad emotiva que contiene la «proclamación de una verdad religiosa a través de una personal revelación». Weber sitúa magistralmente en este texto el perfil básico del profeta en su significación decisiva para la plenitud del monoteísmo en el cruce de las culturas asiático-helenísticas: Así, el carácter distinto de la profecía más temprana, en ambas formas, dualista y monoteísta, parece haber sido determinado decisivamente —aparte de la operación de ciertas otras influencias— por la presión de grandes centros de rígida organización social relativamente contiguos sobre pueblos vecinos menos desarrollados. Al margen de si una religión profética particular es predominantemente ética o predominantemente de tipo ejemplar, la «revelación profética» comporta para ambos, el profeta y sus seguidores —y esto es el elemento común a las dos variedades [el tipo ético y el tipo ejemplar]—, una vi31


REFLEXIÓN PRELIMINAR

sión unificada del mundo derivada de una actitud integrada, y llena de significado, hacia la vida. Para el profeta, la vida del hombre y del mundo, los acontecimientos cósmicos y sociales, a la vez, tienen un cierto sentido coherente y sistemático. A este significado tiene que estar orientada la conducta de la humanidad si ha de traer la «salvación», pues sólo en relación con este significado obtiene la vida un patrón significante y unitario (pp. 58-59).

Cuando el profeta se configura como encarnando una ética y una ejemplaridad es cuando irrumpe como un Salvador (Soμteμr, Erlöser, Heilsbringer) y, más o menos consciente o inconscientemente, expresa o implícitamente, actúa en el espacio público como un reformador o un revolucionario. En este sentido, el fenómeno religioso-político de Israel representó un precedente histórico paradigmático y fundamental para la historia ulterior de los grandes imperios en su lucha por su expansión y asimilación de sus vecinos: en efecto, en palabras también de Weber, «la “profecía hebrea” estuvo completamente orientada hacia una relación con las grandes potencias del tiempo, los grandes reyes, quienes, como los cetros de la ira de Dios, primero destruyen Israel y luego, como una consecuencia de la intervención divina, permiten a Israel volver del Exilio a su propia tierra». Medio milenio más tarde, Brandon nos recuerda que «los discípulos originales habían presentado a Jesús como el Mesías de Israel, un concepto que por el año 71 d. C. era muy sospechoso; Marcos representa a Jesús increpando a Pedro por su culpa de no ver, más allá de la figura nacionalista del Mesías, el Salvador que muere por el género humano» (1965, pp. 177-178), como explicaré en «El mito cristiano» (infra). Y agrega, en síntesis de mano maestra: «Lo que el autor del Evangelio de Marcos logró..., para resolver la difícil situación en la que él y sus camaradas cristianos se encontraban, iba a ser de la mayor consecuencia para el futuro del Cristianismo. En efecto, Marcos había fusionado la tradición del Jesús histórico con la presentación por Pablo de Jesús como el Salvador divino de la humanidad. Aunque... un definido propósito apologético inspiró la composición de la obra, la tradición narrativa originaria fue diestramente utilizada de manera que Jesús era colocado firmemente y vívidamente contra su trasfondo histórico. Además, y quizá lo más importante de todo, a causa de la necesidad sentida de explicar la condena de Jesús por sedición como debida a la malicia judía, se da un relato circunstancial de los eventos que condujeron a la Crucifixión. En 32


REFLEXIÓN PRELIMINAR

consecuencia, este suceso, que iba a ser el datum fundamental de la teología cristiana, estaba firmemente anclado en su contexto histórico. En lugar de ser visto, como en Pablo, prioritariamente como el punto decisivo en un “mythos” esotérico de salvación, llegó a quedar tan esencialmente vinculado a su ocasión histórica que el nombre de Poncio Pilato ha sido para siempre asociado con él en los credos de la Iglesia» (p. 179). Y Brandon destaca el meollo de ese punto decisivo: El retraso de la «Parousia» [segunda presencia], o Retorno de Cristo, significó que la Iglesia tuvo que ajustar gradualmente su visión del propósito divino como manifiesto en el tiempo-proceso. En lugar de esperar el inminente final del presente orden-mundo, los cristianos se encontraron a sí mismos obligados a contemplar la extensión indefinida de ese orden en el futuro. La creencia en el Retorno final de Cristo y del fin del mundo nunca fue abandonada; pero perdió lentamente el lugar dominante que tuvo para las primeras generaciones. El proceso de reajuste tuvo profundas consecuencias para el Cristianismo: en particular su Weltsanschauugung, en sus aspectos a la vez comunal y personal, experimentó un cambio radical (p. 183).

El arranque del proceso consistió en la progresiva desjudaización, desescatologización, universalización, helenización y romanización del mensaje cristiano. La institucionalización de la Gran Iglesia y de su sacerdocio jerarquizado, con un monopoder supremo paralelo al monarca imperial, formalizó una compleja e inestable competencia por el poder político y cultural. Es entonces cuando tuvo lugar la arrogación eclesiástica del poder supremo conferido por el Cristo deificado a Pedro (Mat 16, 18-19), que a partir de León I Magno (440-461) se configura como régimen personal monárquico investido de la plenitudo potestatis, en cuanto que posee la principalitas (con relación a todas las demás unidades eclesiales) y el principatus (respecto de los poderes seculares). Ambrosio de Milán ya había expresado el principio regulativo de la competencia jurisdiccional del emperador: Imperator enim intra ecclesiam, non supra ecclesiam est, en una relación mater-filius; y con Gelasio I, en el pasaje Duo quippe de su carta al emperador Anastasio (año 494), aparece la subalternidad de responsabilidad moral del Emperador versus el Papa ante Dios, y la subordinación preventiva en el ejercicio de los privilegia potestatis regis: «los emperadores cristianos —declara Gelasio— deben subordinar sus decisiones a los superiores eclesiásticos, no llevarlas adelante». De hecho, se estableció la unidad 33


REFLEXIÓN PRELIMINAR

de poder y la dualidad de funciones, si bien bajo la autoridad final del Pontífice en caso de discrepancia inconciliable. Con esta definición del poder de mando en beneficio de la autoridad religiosa, y de la práctica arrasadora del proselitismo, la Iglesia, que fue concebida desde su origen como «institución de poder» a medida que avanzaba la rutinización (Veralltäglichung) del carisma del Nazareno, iba creciendo hacia la cima de su potencia, hasta que el renacimiento de la Antigüedad clásica y sus categorías políticas y culturales, de un lado, y el incontenible avance de la Ciencia moderna, del otro, hubo de recortar, no sin feroces resistencias, su dominación y sus pretensiones. La dialéctica entre poder religioso y poder político o civil debe enfocarse como el mito político característico, antiguamente y actualmente, de la civilización de Occidente, y que fue incoado sobre las bases cristianas de la «teología del poder», que arranca de la ominosa premisa de que todo poder procede de Dios y ha de subordinarse en último término a la doctrina de su Revelación, contenida históricamente en los textos de los dos Testamentos, el Viejo y el Nuevo, depositados para su propagación y su interpretación en el palio de la Iglesia y en la forma dogmática y pastoral que ésta establece como Verdad Absoluta y Única. Su lema y su escudo es la fe en ese legado, iluminado por una razón cuyos límites veritativos son definidos por la Iglesia bajo la pena de excomunión en este mundo y la condenación eterna en ese mundo post mórtem, en cuya «incuestionable» existencia, como postulado previo y fundamental, exige a sus fieles creer con fe ciega. La irracionalidad e incoherencia de su credo constituye una muestra estremecedora del gravísimo peligro de erigir las creencias en general, y la fe religiosa en particular, como normas y guías de la existencia humana. En la tercera parte examino la manifestación del mito en la política de la España contemporánea. En un texto insuperable de su reciente libro El secuestro de la mente (2006), el psiquiatra y pensador Fernando García de Haro nos dice lo siguiente: ¿Cómo funciona la mente del terrorista, del fanático, del sectario, del que se cree en posesión de la verdad absoluta, del que es capaz de eliminar a millones de personas en nombre de una creencia, o simplemente del que cree en mundos irreales? ¿Cuáles son los mecanismos íntimos de su cerebro y de su mente? Para responder a estas preguntas, vamos a abordar uno de los temas difíciles y comprometidos de la mente humana: el aspecto negativo de las 34


REFLEXIÓN PRELIMINAR

creencias. Éstas, lo mismo que los sueños en mundos imaginarios que vivimos como reales. Creer es dar por cierto algo de lo que no se tienen pruebas reales, y si se aportaran dejarían de ser creencias y pasarían a ser realidades probadas. Son interpretaciones de la realidad irrebatibles por la argumentación lógica o para las pruebas objetivas en contra, y que se afirman por el acto de creer o de la fe. Vienen ancladas por el fuerte valor afectivo que el sujeto les atribuye. Ayudan al hombre a crearse una interpretación de la realidad, un mundo en el que se instala posiblemente para toda su vida. Es un tema muy difícil porque por la propia definición de creencia todo creyente se cree en posesión de la verdad y se muestra incapaz de salir de su mundo. Y es un tema comprometido porque nadie quiere ver puesto en cuestión su mundo creencial, sea éste religioso, ideológico o privado. Las creencias son un laberinto en el que el hombre se pierde. Sólo los griegos fueron capaces de salir de él. ¿Por qué confunde el hombre su fantasía con la realidad? ¿Por qué los hombres somos capaces de creer las más absurdas fantasías y tomárnoslas como lo más importante del mundo, como es el caso de las creencias religiosas o ideológicas? Y esto, independientemente del grado de inteligencia y de cultura que se tenga.

Recomiendo vivamente la lectura de esta obra por su valor informativo y científico, por las mismas razones que he incluido un extenso examen del pensamiento científico de tres grandes investigadores muy recientes, bajo los epígrafes de las secciones 5, 6 y 7, a saber, Rodolfo R. Llinás y el mito del yo, Daniel C. Dennett y la explicación de la conciencia, y Richard Dawkins y la evolución de la cultura; en mi análisis, el minucioso repaso de sus textos predomina muy ampliamente, mediante reiterada citación literal, sobre mis propias ideas, a causa del imperativo de exigible fidelidad.

35


EL MITO CRISTIANO


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

PRESENTACIÓN

La Iglesia ha exhibido los Evangelios canónicos como prueba de la verdad y autenticidad de su doctrina en cuanto que fundada en el magisterio de Jesús y, por consiguiente, como nota diferenciadora de la religión cristiana respecto a otras religiones. La polémica acerca de la historicidad de esos documentos escritos, pero anónimos, no ha cesado después de más de doscientos años de ardua investigación, ni cesará, pues la Historia como ciencia de la vida humana a través de los tiempos no posee suficientes fuentes e instrumentos para recuperar íntegramente y con absoluta certeza el pasado. Sin embargo, es posible en cierta medida realizar la tarea de perfilar la evolución de la doctrina cristiana desde sus orígenes mismos y sus primeras etapas de su desarrollo, mediante un análisis objetivo y sin prejuicios teológicos de los textos disponibles, y al margen de la fe, que permita fortalecer todavía más algunas conclusiones altamente probables. Sé que, además, hubo otros factores importantes, pero estoy seguro de que en el breve relato del autor de Marcos se esconde el ombligo de la mentira cristiana.

1.

INTRODUCCIÓN

La crucifixión de Jesús para ejecutar la sentencia dictada en el uso de sus competencias legales por un prefecto romano en Jerusalén, con el fin de castigar un delito de sedición, inauguró dramáticamente el orto de la fe cristiana como una nova religio, el mito de más ominosas consecuencias en la historia de Occidente, en virtud de la más tosca tergiversación legendaria. La composición y el significado del llamado 283


EL MITO CRISTIANO

evangelio de Marcos solamente pueden entenderse a la luz del acontecimiento histórico, inesperado e indeseado para su protagonista, de esa condena. El autor del texto de Marcos creó el género literario de la buena nueva (evangelion) y escribió así el modelo original —que luego ampliarían Mateo y Lucas— para intentar fundamentar, contra todas las evidencias factuales, la fe pospascual de la Iglesia de Roma. William Wrede declaró solemnemente que «el evangelio de Marcos pertenece a la historia del dogma cristiano», y Norman Perrin, pasando revista a setenta años de exégesis del Nuevo Testamento, ha podido concluir que «el problema del Mesías crucificado fue el mayor problema para la Iglesia temprana». En efecto, todo el desarrollo del primer Evangelio constituye una gran fabulación urdida para invertir cronológicamente y teológicamente el substrato histórico de lo realmente ocurrido, mediante la adulteración y reinterpretación ad hoc de los testimonios que todavía pervivían, anteriores a la fe en la Resurrección de Jesús de Nazaret. Para nosotros se trata, pues, de reconstruir ese substrato histórico por medio de una metodología que ponga en evidencia las articulaciones arbitrarias que conduzcan premeditadamente al drama apocalíptico que nos legó Marcos, el cual no es sino el relato de una revelación inventada que se sitúa aproximadamente a medio camino en los quince capítulos —el decimosexto es en su mayor parte apócrifo— de su texto, exactamente en Mc 8. 27-33. Esta ficción legendaria se conoce, desde Wrede, como el secreto mesiánico, y abre el camino al evangelista para ir manipulando, retocando y reinterpretando para su propósito el material de la tradición oral, en el marco de dos mesianidades contradictorias, en cuya interacción «controlada» la más antigua acaba cediendo totalmente el paso a la novísima, porque el dato axial de la crucifixión seguida por la “resurrección” así lo exigía. La imaginaria resurrección de Jesús debía funcionar como indispensable cobertura teológica del escándalo de la crucifixión, y de la falsedad del relato. Nuestra metodología para iluminar esa cobertura consistirá justamente en recuperar y explicar la metodología de la falsificación que adoptó el autor de Marcos, lo cual impone el difícil ejercicio de buscar un método eficiente para dar cuenta de la estructura de la narración evangélica mediante la precisa identificación de sus articulaciones estratégicas.

284


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

2.

REFLEXIONES SOBRE EL MÉTODO

La exégesis de la Biblia cristiana en general, pero particularmente del Nuevo Testamento, ha transitado por cauces que podrían enunciarse con tres rúbricas: exégesis bíblica católica, hermenéutica existencial cristiana, y heurística histórico-crítica. La exégesis bíblica católica es notoriamente estéril para conseguir una inteligencia objetiva, independiente de todo dogma religioso, mediante la rigurosa aplicación de los presupuestos y los instrumentos del método científico para investigar los fenómenos históricos. Teólogos católicos eminentes, como K. Rahner y H. Vorgrimler, definen la exégesis (ejxhvghsi", «explicar», «interpretar», «exponer») como una disciplina teológica que interpreta la Escritura «con métodos auténticamente científicos», pero añaden que, «como ciencia católica» (!), «no debe limitarse al uso de esos métodos, ni le es lícito hacerlo», pues no debe «tener la doctrina e instrucciones del magisterio únicamente como norma negativa». La exigencia es máxima: «Es tarea de la exégesis católica mostrar la compatibilidad de sus resultados con el dogma católico y también, por lo menos en principio, con la doctrina oficial no definida de la Iglesia» (cursivas mías). Se trata de creer (dokevw), no de saber, especialmente cuando la doctrina está definida por la Iglesia como dogmática; entonces, hay que asumirla como revelada por Dios y se enseña como definitiva y obligatoria para todos los católicos; y lo mismo ocurre cuando una doctrina está íntimamente «vinculada con una verdad revelada» y es indisoluble de ella. Si se trata de una doctrina «simplemente oficial no definida», la exégesis se convertirá con frecuencia en «teología bíblica»; y, en el caso ideal, se asimila a la teología bíblica presupuesta por la dogmática. Sin entrar aquí en las minuciosas reglas decretadas en materia exegética, conviene subrayar que los principios básicos que rigen en la Iglesia hablan por sí solos: toda interpretación se somete a la analogia fidei y al «criterio tipológico». La primera significa que, en su forma católica, no se da ninguna afirmación de la revelación o de la fe que no haya que entenderla desde la fe objetiva una y total de la Iglesia. La segunda implica que cuando en el Nuevo Testamento se llama typos, o ejemplar, a una persona, o a un suceso, de la historia del Antiguo Testamento, entonces esa persona o 2.1.

285


EL MITO CRISTIANO

suceso es «típica» de las orientaciones y actitudes de Dios, que se mantienen a través de toda la acción salvífica divina, y, por consiguiente, tienen necesariamente que tener en el Nuevo Testamento correspondencias (exaltadas, sublimadas) que han sido previstas por Dios y queridas previamente por él. Por ejemplo, Moisés es un typos de Cristo. Tanto el uno como el otro principio exegético pone en manos de la Iglesia jerárquica un arma doctrinal arbitraria y de alcance ilimitado, en virtud de su legitimación para definir todo prácticamente ad libitum. A propósito de la interpretación tipológica, L. Rougier escribió lo siguiente: Esta mentalidad considera que cada palabra, cada miembro de frase, cada versículo de Escritura, siendo la palabra de Dios, tiene un sentido en sí, independientemente de su contexto; y que es lícito agrupar o fundir citas tomadas de los Salmos o de los diferentes libros del Antiguo Testamento de manera que pudiera formarse con ellas una citación completa cuyo sentido global es distinto del de cada una de sus partes componentes, estando comúnmente admitido, entre los esenios y entre los cristianos, que los antiguos profetas han anunciado de manera velada, críptica, todo lo que se ha realizado en el Nuevo Testamento, lo que abre la vía a la interpretación alegórica tal como se encuentra practicada en el pesher qumraniano, en Filón el Judío y en la exégesis tipológica de la primera Iglesia.

Procede preguntarse cómo una mente sana puede conceder crédito a tales manipulaciones. La exégesis bíblica católica se transforma a menudo en una caricatura de la norma de objetividad y probidad histórica sin la cual la exégesis se reduce a una indigesta especulación. ¡Cómo se atreve a hablar de cientificidad...! 2.2. La hermenéutica existencial cristiana, iniciada por F. D. E. Schleiermacher y culminada en el extremismo de H.-G. Gadamer, representa un intento de superar el escolasticismo de la lectura católica de la Biblia abriéndose a los aires de la inspiración vital del intérprete en un diálogo recíproco con el escritor sagrado, y ampliar así los límites formales del texto en el contexto global de la tradición. El elemento central sigue siendo la fe en la inagotable trascendencia del Ser por antonomasia y en el contacto vivencial con él en un ininterrumpido encuentro existencial. Los puntos esenciales son éstos: el cristianismo creó un lenguaje, que constituye un todo; todo entendimiento está condicionado por el 286


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

del todo; se instaura así un movimiento circular del cual nadie puede escaparse, porque el espíritu creador aporta siempre algo inesperado que se impone al intérprete, quien, en virtud de una intuición adivinatoria, se identifica con el autor. Schleiermacher relaciona este proceso hermenéutico con la importancia del tiempo, así como de la reconstrucción histórica, objetiva y subjetiva, del discurso analizado. La hermenéutica es un arte de hacer la acción interior totalmente perceptible, recurriendo a factores psicológicos intuitivos. La comunidad vital es la naturaleza misma del lenguaje, y el ser humano es un espíritu en el movimiento perpetuo de la comprensión y la interpretación. Aunque el individuo no es susceptible de acercamiento porque es inefable, la palabra es la intermediación que permite el pensamiento común. Schleiermacher ya aborda los vínculos entre hermenéutica y teología, así como también de la exégesis sagrada con la dogmática. El punto de vista filológico visa separadamente cada escrito de cada autor, a diferencia del punto de vista dogmático, que somete la comprensión (Verstehen) de cada autor a la dependencia común de la fe cristiana y su origen en Cristo, la cual es, para Schleiermacher, «preponderante». Pero estima que si se toman absolutamente la filología y sus exigencias, se aniquila la fe común; y si se opta por la dogmática incondicionalmente, ésta se destruye a sí misma —el mismo Cristo quedaría reducido a la nada—. Por consiguiente, Schleiermacher no vacila en afirmar que «la “analogia fidei” no puede, entonces, brotar de la interpretación exacta, y la norma debe ser la siguiente: si de todos los pasajes pertenecientes a un conjunto no se deduce un sentido concordante, es que ha sido mal interpretado». Esta norma del Missverstehen se hace relevante para la cristología neotestamentaria, de tal modo que cuando un pasaje, en un autor, no concurre a la comprensión de un todo —en este caso, la dogmática eclesiástica— entonces se necesita «multiplicar» los enunciados emparentados; esta operación representa el mínimo de la inteligencia «cuantitativa», cuyo máximo se expresa con la palabra «énfasis», que consiste en tomar el sentido del pasaje con un significado más amplio, que no es su sentido corriente, sino que incluye todas las imágenes accesorias que puede sugerir. Pero, entonces, esa operación, en principio, va hasta el infinito, pues no tiene límite en sí misma, como también le ocurre al proceso hermenéutico. Lo que no admite Schleiermacher es la tesis de que es el Espíritu Santo quien ejerce el impulso de esa operación —rechaza absolutamente la «inspiración verbal»—, pues afirma que es obra del exegeta que se esfuerza en comprender. 287


EL MITO CRISTIANO

La apertura personal del intérprete al sentido (Sinn) no va mucho más lejos de lo esperado —como pronto advirtió D. F. Strauss—, y de hecho queda considerablemente constreñida por la Tradición, la analogia fidei, y la interpretación tipológica; como le sucede a todo creyente cristiano que no esté dispuesto a quebrantar los signos de su identidad. La hermenéutica existencial no habilita al intérprete cristiano para desvelar la falsificación histórica que modeló el Evangelio de Marcos al inventar el episodio del «secreto mesiánico». Pero el caso de H.-G. Gadamer resulta aún más concluyente, pues enfatiza hasta el absurdo la asunción del famoso «círculo hermenéutico» auspiciado por R. Bultmann y sus numerosísimos epígonos, siguiendo las huellas de Schleiermacher —como expliqué en mi libro de 1974—. Este énfasis arrasador fue posibilitado por la Existenzsphilosophie de M. Heidegger. No es necesario referirnos aquí a las conocidas categorías heideggerianas: precomprensión, ser-ahí, ser-en-el-mundo, temporalidad, proyecto, posibilidad, sentido, y muchas más, en las que el subjetivismo y el irracionalismo contemporáneos encuentran su confortable cobijo. Pero Gadamer, al explotar estas herramientas conceptuales para su causa apologética, incorpora la perspectiva teológico-dogmática sin la menor inhibición: movimiento del intérprete, movimiento de la tradición, situación hermenéutica, conquista del horizonte, sentido existencial de la palabra, repetición, autoridad, desplazamiento hermenéutico, prejuicio, historicidad, verdad total, et sic de cœteris. En suma, escribe: «en sí, la comprensión (Verstehen) debe ser considerada, no tanto como un acto subjetivo, sino como una inserción en el proceso tradicional, en la cual pasado y presente se interfieren sin cesar» (cursivas mías). La esencia de la tradición se desvela cuando se produce el encuentro con una tradición escrita, que ahora se expresa con nuestros conceptos. Pero Gadamer no se atiene con rigor al desplazamiento necesariamente conceptual que reconoce, porque quiere restaurar también, a la vez, la autoridad vinculante y normativa de la tradición religiosa a la que pertenece el intérprete creyente, y, en particular, el cristiano, respecto de la Escritura sagrada. Es decir, la situación hermenéutica obliga al creyente a tomar la Biblia en su pretensión de verdad. Gravita así en Gadamer, y en todos los teólogos que no decidan salirse de una ortodoxia mínima, una antinomia insalvable que los arroja permanentemente a una evidente ambigüedad mental y conductual.

288


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

2.3. El método heurístico, verificada la impotencia de los métodos expuestos en los dos apartados precedentes, desde el ángulo de la veracidad historiográfica, es el método que ha acreditado su utilidad en la tarea de conocer con solvencia y objetividad lo que dicen las fuentes, cómo lo dicen, y cuál es su valor veritativo —que es, en última instancia, lo que interesa conocer a quienes, como seres humanos, escuchan, en primerísimo lugar, a la razón—. Tanto la exégesis bíblica católica como la hermenéutica existencial cristiana se hunden, por sus propios caminos, en el pozo del fideísmo al partir de la presunción de que somos permanentemente interpelados. ¿En qué consiste la heurística...? En lugar preferente, en no confundir el valor de las especulaciones teológicas con el de los datos historiográficos cuya facticidad ha podido verificarse en virtud de testimonios adecuadamente contrastados por procedimientos seguros. Estos testimonios son bien textos escritos investigables conforme a los criterios científicos producidos en el estudio de la historia, o bien materiales arqueológicos de datación y procedencia histórica verificables. En segundo lugar, en no admitir como datos de la investigación lo que son, por su forma, sólo hipotéticas intenciones subjetivas atribuidas por el intérprete a los referentes humanos de los datos, cuando tales atribuciones no están recogidas en los datos mismos —es decir, nada de intuiciones adivinatorias ni de empatía existencial—. En tercer lugar, concentrarse en la conexión lógica y factual de los contenidos de los datos con el fin de establecer con el mayor rigor posible aquellos puntos o articulaciones del conjunto temático al que se puedan referir los datos en los que existen contradicciones, incongruencias o incompatibilidades. En cuarto lugar, pero como momento especialmente definitorio del método heurístico como tal, formular explicaciones hipotéticas que puedan servir de antemano como posibles guías o ejes de marcha adelante para aproximarse progresivamente a la identificación de las rupturas lógicas o discursivas del conjunto temático que se investigue. Y en quinto lugar, reconstruir o restaurar, con los más idóneos criterios de verosimilitud que ofrezcan las ciencias históricas, el relato o el escenario históricos sobre el cual verse el correspondiente conjunto temático investigado, aportando al mismo tiempo una explicación de los mecanismos por los que se supone que se han generado las tergiversaciones o errores responsables de la infidelidad histórica perpetrada con la veracidad de los hechos investigados. 289


EL MITO CRISTIANO

Por consiguiente, la heurística (eu{resiı, heúresis... acción dirigida a encontrar o inventar algo con esfuerzo) es un método histórico-crítico riguroso, pero que enfatiza o incorpora una perspectiva dinámica y programática que también puede incluir el caudal semántico de la palabra latina equivalente, inventio (del verbo invenio, hallar algo que se buscaba, conseguir, descubrir lo que se deseaba), que se traduce, según los contextos, por descubrir, hallar o inventar. La informática ha revalorizado y potenciado en los últimos años esta bidimensionalidad semántica del método heurístico en general, pero que cobra un positivo relieve especial cuando se aplica a la ciencia de la historia, y, dentro de esta última, para descifrar los mecanismos causales de los fenómenos históricos transmitidos por la escritura y demás vehículos afines, para descubrir tanto su fiabilidad como su infiabilidad o falsedad, en términos de veracidad. El método heurístico no es pasivo, sino activo, anticipativo, que busca sistemáticamente las contradicciones, bifurcaciones e hiatos narrativos y sus causas documentables, y no especulando teológicamente o atribuyendo intencionalidades hipotéticas —humanas o divinas— que no estén expresadas en los datos, donde hay que buscar y encontrar la explicación de una tergiversación, impostura o engaño deliberado, según sea cada caso. La exploración heurística, como parte esencial de los modelos de búsqueda en la computación que son característicos de la IA, diseña programas (software) en los que hace un uso intensivo de las representaciones analógicas a diferencia de las representaciones fregeanas. Margaret A. Boden (Artificial Intelligence and Natural Man, 1977, excelente vía para adentrarse en la informática) precisa que «una representación analógica de algo es aquella en la cual hay alguna correspondencia significativa entre la estructura de la representación y la estructura de la cosa representada. Entender una representación analógica es saber interpretarla ajustando estas dos estructuras (y los procedimientos de inferencia asociados a ellas) de forma sistemática. Pero en una representación fregeana no tiene por qué haber tal correspondencia, puesto que la estructura de la representación fregeana no refleja la estructura de la cosa misma, sino la estructura del procedimiento (proceso de pensamiento) por el cual se identifica la cosa. Entender una representación fregeana es saber interpretarla para saber a qué se refiere, básicamente por el procedimiento descrito por la lógica de Frege de aplicar funciones a argumentos»; lo cual no implica que la 290


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

distinción sea ni excluyente ni exhaustiva. Sí implica una flexibilidad inferencial de las primeras (semántica), que las segundas, en principio, no poseen (axiomática), lo que no implica que sólo los algoritmos puedan ofrecer seguridad demostrativa —por ejemplo, la geometría euclidiana sólo recibió su axiomatización cuando pudo demostrar plenamente su rigor lógico formal—. Hay métodos diferentes de alcanzar conclusiones válidas para la resolución de problemas especiales en los cuales se empleen representaciones analógicas muy aptas para desvelar, con un alto grado de certeza, la explicación, en términos causales, de las consistencias o las inconsistencias de un relato investigado heurísticamente mediante restricciones o especificaciones inferenciales, evitando así manipulaciones deductivas que son, en cambio, posibles con la mayor rigidez generalizante de las representaciones fregeanas. Las dificultades para formular una normativa adecuada en la teoría de las representaciones, que permita obtener reglas heurísticas solventes, radican en las complejidades representacionales de los materiales propios de la sociología y de la historia. La heurística no es cuantificable, porque sólo puede dirigir «el pensamiento —como escribe Boden— a lo largo de las rutas que más verosímilmente conducen a la meta». Es decir, es un método activo y creativo que intenta conjugar en diversas proporciones la profundidad selectiva con la amplitud extensiva con el fin de discernir la mayor o menor pertinencia de los diversos aspectos que configuran la realidad tematizada. En estas estrategias de búsqueda, ofrecen instrumentos sumamente útiles las contribuciones de la teoría y la práctica de la IA, pues, como insiste con acierto Boden, «para muchos programadores expertos, la actividad de programar está supeditada estrictamente a una meta más amplia, tal como “el desarrollo de una teoría sistemática de los procesos intelectuales, dondequiera que los encuentre” [Donald Michie, 1974, cursivas mías]». Digamos que el arranque del estudio de las funciones mentales del cerebro como proceso a la vez neurofisiológico y de simbolización, en virtud del cual se crea el conocimiento y la cultura, tiene en la IA un referente básico para explicar genéticamente el progresivo escalonamiento del mundo perceptivo, afectivo y cognitivo del ser humano. El análisis heurístico de los Evangelios canónicos es especialmente productivo en razón de la doble dirección de búsqueda prospectiva y retrospectiva, un recurrente movimiento de abajo arriba y viceversa para detectar las incompatibilidades cualificadas por sorpresas que 291


EL MITO CRISTIANO

sean derogatorias de la verosimilitud del relato o que delaten una intencionalidad más o menos consciente de engaño. El intérprete se pone en guardia tan pronto como una inesperada y nueva información irrumpe en la narración, no sólo rompiendo radicalmente su lógica interna, sino también contrariando los resultados de un paciente trabajo historiográfico previo de todos los factores determinantes para entender el contexto ideológico y real de los sucesos narrados. Advierte Boden que «para percibir una analogía es necesario reconocer una concordancia o correspondencia entre cosas que de otro modo son diferentes» (cursivas mías). Esta preocupación fundamental es la que suele estar ausente en las falacias de la nueva hermenéutica a la que me he referido en el apartado 2.2; pero que exige rigurosos criterios de autenticidad histórica que han de ser fijados con anterioridad al trabajo heurístico propiamente dicho, como veremos en el apartado 2.3. Por último, es esencial no confundir conceptualmente la verdad heurística —propósitos o intencionalidades del autor o autores del documento investigado, sea o no auténtico, apócrifo o no— con la verdad fáctica —veracidad objetiva de los hechos relatados—. Lamentablemente, numerosos intérpretes o exegetas de textos históricos descartan a priori, frecuentemente por purismos metodológicos misplaced, contenidos narrativos que juzgan falsos o meramente ideológicos. Pero esta actitud es gravemente errónea, pues comporta una injustificada mutilación de la pertinencia documental de datos o peculiaridades del referente global del asunto investigado, y acaba perjudicando las tareas del historiador. En consecuencia, cuando nosotros afirmamos que las intencionalidades de cualquiera, autores literarios o actores históricos, no constituyen datos en su sentido riguroso si no se deducen directamente del conjunto de esos datos en sus conexiones internas y externas, entonces decimos que no son válidas para desvelar los mecanismos causales del fenómeno sometido a análisis. Es decir, esto representaría una nueva confusión nacida de no distinguir nítidamente las intencionalidades imputadas a los agentes en general —y en particular del evangelio de Marcos— que no fluyen directamente de los contenidos que figuran en los datos mismos, y los propósitos o intenciones de los actores que se mueven en la narración, y de los autores o autor de ese producto literario, cuando las imputaciones se fundan en los datos que componen el tejido que integra y estructura el conjunto. 292


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

Quedaría esta caracterización de la heurística histórica muy insuficiente si no me detuviera brevísimamente en los factores epistemológicos de las ciencias humanas o sociales en general. Mario Bunge ha recordado recientemente que una verdadera explicación de un fenómeno social o histórico sólo es posible mediante la identificación de sus causas eficientes, y que éstas son de carácter empírico y se refieren siempre a situaciones de cambio. La existencia en sí de algo no tiene ni necesita explicación, si no se trata de su génesis real. Pero todo proceso genético significa un cambio social o histórico que solamente es explicable en términos mecanísmicos, es decir, identificando los mecanismos del cambio o movimiento. El método del Verstehen (comprender), que trabaja con conjeturas inverificables empíricamente, nunca será capaz de «explicar» mediante causas eficientes y constatables con criterios científicos de orden empírico, o sea, «falsables». La investigación o la búsqueda de intencionalidades imputables a los actores será siempre una actividad subjetiva y estéril si no están incorporadas en datos observacionales o escritos que permitan describirlas como hechos, y por tanto, como causas eficientes que explican el cambio o movimiento social o histórico. Tratándose de escritos, el método heurístico exige que consten en él en cuanto auténticos datos —al margen de si, en cuanto tales, son veraces o no lo son—. El Verstehen no hace referencia a mecanismo alguno, y se confina en una actividad sin verdadero valor cognitivo intersubjetivo, si el propio autor del texto no consigna expressis verbis que se dio esa intencionalidad. El intérprete o analista tendrá que partir siempre del dato correspondiente para reconstruir el proceso social o histórico del cambio mediante causas eficientes a fin de demostrar que pudo existir realmente esa «intencionalidad» en el actor —en el autor del texto, en este caso—. Sólo si se procede así podrá afirmarse que la sociología o la historia son ciencias, en cuanto que ofrezcan explicaciones fundadas en mecanismos de base empírica. Se eliminan así, por lo pronto, las especulaciones metafísicas o teológicas en esas ciencias. Pero todo esto no significa ignorar que el historiador está inmerso en un contexto histórico y cultural determinado que le impide establecer sin más una inmediatez con el episodio histórico investigable. La inserción del historiador en su propia época y lugar le suministra una experiencia del mundo generalizable desde el punto de vista de las estructuras ontológicas y epistemológicas comunes a su propia condición de ser humano. Desde estas estructuras comunes, le es posible 293


EL MITO CRISTIANO

captar y analizar contextos históricos alejados en el tiempo y en el espacio, primeramente distanciándose mentalmente del propio, y seguidamente sumergiéndose metodológicamente en el nuevo mundo que debe investigar; estudiando su trama factual y simbólica; integrando sus hipótesis causales en sucesivas totalidades históricas ordenadas jerárquicamente pero interdependientes; situando todos los mecanismos causativos en un contexto global nuevo en sus particularidades. La causalidad naturalista se somete a un grado de abstracción que las causalidades históricas no pueden alcanzar, ni deben proponérselo, pues la riqueza de los factores que entran en su construcción tiene que quedar modulada por la necesidad de su selección, de una parte, y por la exigencia de integrar en el constructum un número suficiente de particularidades causativas, de otra parte. El historiador no puede sucumbir a los prejuicios relativistas de la etnología actualmente en boga, ni someterse a los dictados de ningún dogma o ideología. La experiencia subjetiva de su propio mundo debe constituir la plataforma para lanzarse al conocimiento de la historia sin perder referencias objetivas basadas en la racionalidad lógica y empírica.

3.

EL ELEMENTO HEURÍSTICO

La heurística puede proponer, como apto para explicar los evangelios sinópticos, el siguiente criterio de autenticidad histórica que formuló en 1913 el gran biblista Wilhelm Heitmüller, a saber: «A pesar de los elementos mitológicos y legendarios, y a las no inconsiderables capas atribuibles a la creencia de la comunidad que tenemos que eliminar, poseemos material de valor histórico en la tradición evangélica siempre que haya elementos en ella que no puedan ser conciliados con la creencia de la comunidad a la cual pertenece el material en su conjunto. Lo que no es consonante con esta creencia no puede haber nacido de ella. Frecuentemente, estos elementos se muestran a sí mismos en divergencia con la creencia de la comunidad a través de su omisión o alteración por escritores posteriores». Por consiguiente, «podemos tener completa confianza [en el residuo de material que satisfaga este criterio]. Podemos extender esta confianza a todo lo que se presenta en una relación orgánica con él». Este criterio de autenticidad, sin em294


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

bargo, no excluye, acertadamente, el material en el cual Jesús pueda aparecer compartiendo, o no divergiendo de la fe y la ética judías en sus aspectos esenciales. Frente a este criterio, R. Bultmann formuló, ya desde 1921, el que sería luego conocido como criterio de disimilitud, el cual resulta chocante en quien destacó la judeidad del Jesús histórico: «Solamente podemos contar con la posesión de una similitud genuina de Jesús allí donde, de una parte, se da expresión del contraste entre la piedad y la moralidad judías y el talante escatológico distintivo que caracterizó la predicación de Jesús; y donde, de otra parte, no encontramos ningún rasgo específicamente cristiano». Al efecto, indica que aceptará como auténticos, «dichos tales que surgen de la exaltación de un estado de ánimo escatológico» o que «demandan una nueva disposición de la mente»; añadiendo que los acepta porque «contienen algo característico, nuevo, que alcanza más allá de la sabiduría y piedad popular, y, sin embargo, no son en ningún sentido rabínicos o de escribientes, ni todavía de la apocalíptica judía». No obstante, en ocasiones desborda ese criterio en otros escritos, al incorporar «dichos» que él mismo juzgó auténticos en su trabajo exegético. La escuela bultmanniana, en el contexto de la crítica de las formas, consolidó el criterio de disimilitud en el curso de la labor de eminentes epígonos como G. Bornkamm, E. Käsemann, H. Conzelmann y J. Jeremias, entre otros, y cada uno con su personalidad, pero todos ellos compartiendo una inspiración de raíz heideggeriana, matizada por un fideísmo intimista con fuerte sabor luterano o barthiano. Käsemann escribe que «pisamos terreno razonablemente seguro sólo en un caso particular, a saber, cuando hay algún modo de mostrar que una pieza de tradición no ha sido derivada del judaísmo y no puede ser adscrita al cristianismo temprano, y esto es particularmente el caso cuando el cristianismo judío ha visto esta tradición como demasiado audaz y le puso sordina o de alguna manera la modificó» (1960). H. Conzelmann formula lo siguiente: «¿Qué puede decirse, por consiguiente, que es auténtico [sobre la base de la mirada radical de la “crítica de las formas”]? Por lo que concierne a la reconstrucción del magisterio, es válida la base metodológica siguiente: podemos aceptar como auténtico el material que no encaje ni en el pensamiento judío ni con las concepciones de la posterior comunidad [cristiana]» (1959). Textos y detalles del criterio de disimilitud, así como de su gestación y desarrollo, pueden encontrarse en los trabajos de N. Perrin, criterio que apoya sin reservas y 295


EL MITO CRISTIANO

que define así: «la forma más temprana que podemos alcanzar de un dicho puede ser vista como auténtica si puede mostrarse que no es similar a énfasis característicos, a la vez, del judaísmo antiguo y de la Iglesia temprana, y éste será el caso particularmente donde la tradición cristiana orientada hacia el judaísmo se puede mostrar que ha modificado el dicho alejándose de su énfasis original» (1967). Refiriéndose específicamente a si «este dicho debiera ser atribuido a la Iglesia temprana o al Jesús histórico», sienta la afirmación de que «la naturaleza de la tradición sinóptica es tal que la carga de la prueba pesará sobre la pretensión de autenticidad». En todas estas presentaciones de este criterio de disimilitud subyace una evidente circularidad lógica oculta por las palabras, pues se carece de los parámetros de referencia para sustanciar el juicio comparativo. Perrin constata esta carencia, pero no se arredra ante ella: «Realmente —escribe—, nuestra tarea es incluso más compleja que esto, porque la Iglesia temprana y el Nuevo Testamento son deudores en muchísimos puntos del judaísmo antiguo». Creyente militante, Perrin asume el desafío: «Por consiguiente, si tenemos que adscribir un “dicho” a Jesús, y aceptar la carga de la prueba sobre nosotros, tenemos que ser capaces de mostrar que el “dicho” no viene ni de la Iglesia, ni del judaísmo antiguo. Esto parece a muchos pedir demasiado, pero nada menos hará justicia al reto de la carga de la prueba; no hay ningún otro camino a la razonable certeza de que hemos alcanzado al Jesús histórico» (cursivas mías). Si los teólogos creyentes —los hay que no— se apeasen de su optimismo profesional tendrían que hacer pública la renuncia. La exclusión de toda similitud con el pensamiento del antiguo judaísmo, aun con muchas rebajas, me parece constitutivamente inasumible. En cuanto a los contenidos de la fe de la comunidad primitiva, el debate para fijarlos se encontraría siempre con una falta de «consenso», no digamos ya «unanimidad», en el sentir de los fieles. Y respecto de los increyentes, de nada valen las normas exegéticas eclesiásticas, ni siquiera las más moderadas o concesivas. Con bendita ingenuidad, escribe Perrin, invocando la autoridad teológica de H. Koester, que «respecto a la formulación real del criterio que hemos intentado, debe apuntarse que nosotros aún insistimos en la importancia de establecer una historia de la tradición y de ceñirnos nosotros mismos al estrato más temprano de esa tradición; en nuestra opinión, material dependiente de otro material ya presente en la tradición es necesariamente un producto de la Iglesia. Lo que estamos 296


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

proponiendo, en efecto, es usar material establecido como auténtico por el criterio seguro, como una piedra de toque por medio del cual juzgar material que resistiese él mismo a la aplicación de ese criterio, material que no pudiera ser identificado como disimilar a énfasis del judaísmo o de la Iglesia cristiana» (cursivas mías)... Estos exegetas del doble criterio de disimilitud parecen incapaces —no por estulticia, sino por la ceguera propia de la fe religiosa— de captar el círculo vicioso que late ostensiblemente en su discurso, es decir, la cadena sin fin de criterios previos para establecer criterios. ¿Quién decidirá que el baile ha terminado?... Nosotros pensamos que en la cualificación de la autenticidad de textos debemos seguir el camino que impone el método heurístico, y comenzar por rechazar de antemano la sumisión a intereses dogmáticos o confesionales, y también a la ilusión de creer que el estudio crítico de las ideologías que laten en el texto no constituye parte esencial de la tarea del historiador. Anticipando la aplicación de esta última conclusión al evangelio de Marcos, puede ya afirmarse que Jesús no fue el «Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1.1), que no bautizó «en el Espíritu Santo» (1.8), que no vio en el instante en que salía del agua del Jordán «los cielos abiertos y el Espíritu, como una paloma, que descendía sobre Él»; que no se dejó oír de los cielos una voz que dijo «tú eres mi Hijo amado, en quien yo me complazco» (1.9-11). Tampoco «comenzó a enseñarles [a los discípulos] cómo era necesario que el Hijo del Hombre padeciese mucho, y que fuese rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y que fuese muerto y resucitase a los tres días» (8.31, 9.30, 10.32-34). Ni declaró que fuera lícito para los hijos de Israel el pago del tributo censal al César (12.12-17). Ni instituyó la Eucaristía (14.22-24). Ni resucitó de entre los muertos; ni habló como se le atribuye en Mc 16; ni ascendió finalmente a los cielos. Porque además del criterio de autenticidad de Heitmüller, un sano criterio de disimilitud con la estricta fe monoteísta y antiidolátrica judía de Jesús excluye todas esas fantasías. La tarea heurística postula la interrogación sobre el punto decisivo de ruptura del Nuevo Testamento, y este punto se descubre inequívocamente anunciado en Mc 8.27-33. Aquí se encuentra la brecha radical con el Testamento Antiguo y la singladura a la teología de la Iglesia. En los libros titulados El evangelio de Marcos. Del Cristo de la fe al Jesús de la historia (1992) y El mito de Cristo (2000), apoyados a su vez 297


EL MITO CRISTIANO

en dos anteriores, Ideología e historia. La formación del cristianismo como fenómeno ideológico (1974) y Fe cristiana, Iglesia, poder (1991), he expuesto ampliamente la respuesta a dicha pregunta y, en general, a la no fiabilidad de la exégesis dogmática que quiere imponer la Iglesia católica. Ninguna de mis lecturas o reflexiones desde entonces me han llevado a cambiar de opinión. Por el contrario, han servido para reafirmarla. La premisa mayor del evangelio de Marcos consiste en otorgar crédito a lo que es una ficción legendaria —del autor o de su Iglesia— según la cual Jesús habría previsto, asumido y anunciado secretamente a los discípulos, antes de iniciar el periodo crucial de lo que sería su inesperado drama personal, lo cual le llevaría a una crucifixión que luego se interpretaría fideísticamente como el martirio expiatorio querido y planeado para alcanzar la redención de la humanidad. Esta premisa, sin la cual no habría fe cristiana, es un monumental vaticinium ex eventu, conocido académicamente como el secreto mesiánico, porque escenifica esta supuesta revelación. Asumiendo el núcleo del trabajo exegético de W. Wrede, escribió muchos años más tarde H. Conzelmann sin hipérbole que «la teoría del secreto es la presunción fundamental del género (Gattung) Evangelio», que se presenta con acento fuertemente apocalíptico. Los textos de los Sinópticos, partiendo del modelo creado por Marcos, funcionan como un eco dogmático: las tres perícopas marquianas son reiteradas por Mt 16.21-23, Mt 17.22-23 y Mt 20.17-19; y por Lc 9.22-27, Lc 9.44-45 y Lc 18.31-34. La fiabilidad de los tres Sinópticos en este episodio crucial es absolutamente nula. En la sección 5 analizaré detalladamente su contenido. Ahora, interesan prioritariamente los argumentos que prueban su falsedad histórica y teológica. Marcos no nos dice que los discípulos no comprendieran el macabro anuncio, sino que Pedro, entendiendo perfectamente, quedó atónito ante tal incongruencia en términos de la propia prédica mesiánica de la inminencia del Reino de Dios que cumpliría la esperanza judía en la justicia político-religiosa prometida; reaccionó vivamente —sin duda voceando no sólo su desaprobación sino también la de sus compañeros— y, «tomándolo aparte [a Jesús], se puso a reprenderlo» (Mc 8.32). Luego, el evangelista suelta el inexplicable discurso teológico pospascual de la Iglesia (vv. 33-37), no incomprensible, para unos discípulos que conocían el auténtico pensamiento del Nazareno. De modo que lo que ha298


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

bría habido, si el episodio hubiera sido real —que no lo fue—, habría sido un sentimiento inicial de frustración y consternación, además de sorpresa y vacilación, que quizá llevase a unos al abandono de la empresa en la que habían creído firmemente, y a otros a seguir confiando en un final feliz: la resurrección de un Maestro humillado, pero todavía fascinante. Sin embargo, leída atentamente la totalidad de los Sinópticos, y sobre todo a Marcos, la conclusión que se impone es la de la absoluta inexistencia de ese anuncio proléptico y del episodio que lo escenificó. No sólo su artificialidad redaccional y su inmotivación en el marco del relato, sino el hecho inconcebible de que no dejase la menor huella en la memoria de sus discípulos, y no fuese creída por ellos la resurrección de Jesús, acreditan sin ningún género de dudas que se trató de una cruda invención teológica del evangelista. La obstinada incredulidad de los discípulos, cuando se les informa de una noticia que deberían haber estado esperando ansiosamente, constituye un fallo inapelable contra el supuesto «hecho» de la profecía, cuyo recuerdo tendría que ser fresco e imborrable, pues databa de pocos días antes. En Mc 16.11 se lee: «pero oyendo que vivía y que había sido visto, no lo creyeron». En Lc 24.10-11, «dijeron esto a los apóstoles, pero a ellos les parecieron desatinos tales relatos, y no los creyeron». En Jn 20.9, «porque aún no se habían dado cuenta de la Escritura, según la cual era necesario que Él resucitase de entre los muertos»; y en Jn 20.25, «si no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y mi mano en su costado, no creeré», lo cual se repite en Jn 20.27-29. En Mt se lee, agravando la sensación de apatía, frustración o pánico, «todos los discípulos lo abandonaron y huyeron». El Cuarto Evangelio ignora el «secreto mesiánico». Pero en Lc 24.17-27 encontramos además la perla gris de la falacia neotestamentaria. Dice así: «El mismo día, dos de ellos [discípulos] iban a una aldea, que dista de Jerusalén sesenta estadios, llamada Emaús, y hablaban entre sí de todos estos acontecimientos. Mientras iban hablando y razonando, el mismo Jesús se les acercó e iba con ellos, pero sus ojos no podían reconocerlo. Y les dijo: “¿Qué discursos son estos que vais haciendo entre vosotros mientras camináis?”. Ellos se detuvieron entristecidos, y tomando la palabra uno de ellos por nombre Cleofás, le dijo: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no conoce los sucesos en ella ocurridos estos días?”. Él les dijo: “¿Cuáles?”. Contestáronle: “lo de Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso en obras y pala299


EL MITO CRISTIANO

bras ante Dios y ante el pueblo; cómo lo entregaron los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados para que fuese condenado a muerte y crucificado. Nosotros esperábamos que sería Él quien rescataría a Israel; mas, con todo, van ya tres días desde que esto ha sucedido” [...]. Y Él les dijo: “¡Oh hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas! ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria?”. Y comenzando por Moisés y por todos los profetas, les fue declarando cuanto a Él se refería en todas las Escrituras». No es posible entrar a fondo ahora en este revelador pero infantil episodio ficticio, y sólo vale la pena para nuestro propósito advertir que no se cita ni un solo profeta, ni un texto con sus palabras; pero ¡lo realmente relevante es que no hay ninguna referencia al famoso «secreto mesiánico»...! El primer Evangelio, escrito probablemente hacia el año 70 —y fijado canónicamente en torno al año 100— está calculadamente dirigido a exonerar a la fe pospascual de su revolucionaria y súbita novedad en la experiencia personal de los discípulos y de sus audiencias palestinianas. ¿Es posible que se equivocase tanta gente, entre ellos los testigos inmediatos, y partícipes cualificados, de la persona de Jesús? Una respuesta afirmativa contra la evidencia necesita pruebas factuales, pero la apologética eclesiástica carece de ellas. En consecuencia, resulta claro que no las hay. El autor de Marcos, lo mismo que las iglesias cristiano-gentiles después de la destrucción de Jerusalén y, con ésta, la desaparición de la comunidad judeo-cristiana (Urgemeinde), siguieron la estela de Pablo. El paulinismo, que había conquistado ya antes las sinagogas de la diáspora, rompió el último dique, que aún representaba la iglesia-madre jerusalemita, para la imposición del novísimo credo en el que Marcos bebe a placer. La improvisada doctrina pospascual, a la que Pablo de Tarso —un advenedizo— había suministrado, con su predicación y sus epístolas, las categorías teológicas básicas, representaba otro «keμrygma» manifiestamente opuesto no sólo al predicado por Jesús sino también a la esencia del monoteísmo judío. De esta fe todo se construye kerygmáticamente y contra los datos históricos —en primerísimo lugar, la ejecución del Nazareno por un delito de sedición, lo cual no fue un error del gobierno romano, sino la corroboración de que Jesús no era un Mesías celeste de carácter apocalíptico; fue un Mesías en el sentido hebreo del término—. Este ominoso desdoblamiento kerygmático constituye la trama del texto marquiano y su objetivo teológico. 300


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

4.

JESÚS Y JUAN EL BAUTISTA

El deslinde entre los dos kerygmas requiere la reinserción de Jesús y su mensaje en el contexto mesiánico-escatológico de su tiempo, con sus lecturas apocalípticas emergentes. El material furtivo que sobrevivió a las omisiones, adiciones y adulteraciones de Marcos permite realizar esa reinserción. El keμrygma personal de Jesús se inscribe en el marco davídico, en el cual lo religioso y lo político quedan fundidos en una compleja unidad. La nota dominante de este mensaje fue la urgente convocación del pueblo judío al arrepentimiento y la reconversión ética (teshuvah, metaμnoia), su movilización ideológica y espiritual como pródromo y catalizador de la intervención sobrenatural de Yahvé tan pronto su pueblo cumpliera su parte del pacto histórico. La obsesión composicional y redaccional del autor de Marcos por acreditar su invención del secreto mesiánico, anunciando la inverosímil mesianidad in humilitate como eje indispensable del misterio cristiano, siembra de antinomias y contradicciones su texto. Reconvertir un keμrygma en su contrario era una empresa racionalmente inviable. Precisamente este intento deliberado y planeado confiere a la historicidad de Jesús, a su existencia real, una potente evidencia interna que arruina la empresa de la escuela mitológica —no obstante sus interesantes contribuciones al conocimiento de la religiosidad de la época—. Nadie se plantea problemas que no puede resolver y que desmienten sus ficciones. El nuevo mensaje soteriológico no vehiculaba la doctrina del Jesús judío, sino la del Pablo helenístico. El evangelio de Marcos no es un escrito para dar a conocer algo, sino para dar a conocer de cierta manera una nueva doctrina; es decir, para enseñar e inculcar una tesis teológica que se presenta como una verdad revelada en forma pseudohistórica. Si la temprana tradición pospascual ya anunciaba un keμrygma que sustituía el Jesús de la historia por el Cristo de la fe, el autor del Evangelio modélico reelabora y completa esos ingredientes teológicos para integrarlos en un patrón cristológico en segunda potencia ya vigente en las Iglesias de la gentilidad. Lo notable y fundamental del primer Evangelio como documento kerygmático radica en el hecho de ofrecernos, a la vez, un doble y contrapuesto keμrygma: la proclama mesiánico-escatológica del propio Jesús en cuanto heraldo (keμryx) de la inminencia del Reino de Dios, y la proclamación por la Ekklesía del Cristo celeste según la reinterpretación so301


EL MITO CRISTIANO

teriológica del Mesías como un inesperado mediador humillado, sufriente y expiatorio. Esta antinomia kerygmática brinda la clave de la peculiar dualidad de vertientes de los Evangelios canónicos: pretensión historiográfica y dogma teológico; y constituye así la puerta de acceso a una reconstitución histórica y doctrinal de la figura y del magisterio de Jesús. La mesianidad que encarnaba el Nazareno comienza a aparecer a medida que se va filtrando y analizando heurísticamente el texto marquiano. Los puntos de partida y de llegada se expresan en este anuncio liminar: «Cumplido es el tiempo, y el Reino de Dios está cerca; arrepentíos y creed en la Buena Nueva (Evangelion)» (Mc 1.15). Ambas frases proclamaban la venida inminente del Mesías judío y el Juicio que instauraría la liberación de Israel. No se trataba de un reino ya presente, sino de un hecho futuro. Ch. Dodd, al servicio del dogma eclesiástico y violando la sintaxis griega, afirma que se trata de una escatología realizada: según él, y enjambre incontable de quienes lo siguen, la Iglesia era ya el Reino. Algo más prudente, pero aún apologeta, W. Kümmel sostiene que se trata de un comienzo, de una escatología inaugurada. Una interpretación sin prejuicios constata que el significado es claro: Jesús anunció un suceso inminente pero futuro. Si se aplican criterios de objetividad e independencia exegética, la mesianidad auténtica de Jesús fluye por sí sola. Ya en Mc 1.1-8 se anuncia la tarea del Bautista como precursor del Nazareno: «Apareció en el desierto Juan el Bautista, predicando el bautismo de penitencia para remisión de los pecados. Acudían a él de toda la región de Judea, todos los moradores de Jerusalén, y se hacían bautizar por él en el río Jordán, confesando sus pecados [...]. En su predicación les decía: “Tras de mí viene uno más fuerte que yo, ante quien no soy digno de postrarme para desatar la correa de sus sandalias. Yo os bautizo en agua, pero Él os bautizará en el Espíritu Santo”». Se introduce esta noticia como cumplimiento de una profecía de Isaías que nada tiene de mesiánica. A continuación, se compone esta escena: «En aquellos días vino Jesús desde Nazaret, de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En el instante en que salía del agua vio los cielos abiertos y el Espíritu, como una paloma, descendía sobre Él, y se dejó oír de los cielos una voz: “Tú eres mi Hijo amado, en quien yo me complazco”». En Mt 3.14-15 se refuerza aún más esta servicialidad del Bautista, que dice que es él quien debe ser bautizado por Jesús, el cual respondió: 302


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

«Dejadme hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia»; declarando más adelante que «entre los nacidos de mujer no ha aparecido uno más grande que Juan el Bautista. Pero el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él» (Mt 11.11). Todos los dichos de los Sinópticos, sospechosos de no historicidad, ocultan una relación que indica un cierto antagonismo entre ambos personajes mesianistas que les interesa dejar bien zanjado a favor del Nazareno. Señala Mc 1.14 que «después de que Juan fue preso, vino Jesús a Galilea predicando el Evangelio de Dios», lo que pone en conexión uno con otro. ¿Predicaban el mismo Evangelio...? Veamos. En primer término, señalemos que en Mt 11.1-6 se narra un episodio sin conexión con 3.1-17, cuyo final concluía con la voz del cielo exclamando: «Éste es hijo mío, en quien tengo mis complacencias». Ante tal acreditación, no parecía que el Bautista necesitara otras garantías sobre la caución divina del bautizado por él. Sin embargo, el uno y el otro mostraban dudas y recelos, pues, «cuando hubo acabado Jesús de dar sus consignas a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades. Habiendo oído Juan en la cárcel las obras de Cristo, envió por sus discípulos a decirle: “¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?”. Y respondiendo Jesús, les dijo: “Id y referid a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados; y bienaventurado aquel que no se escandalizare de mí». Y, a renglón seguido, ensarta este ditirambo que envuelve a la vez respeto y relegación de Juan al papel de heraldo de su persona: «¿Qué habéis ido a ver? —espeta Jesús a su auditorio—, ¿a un hombre vestido muellemente? Mas los que visten con molicie están en las moradas de los reyes. Pues ¿a qué habéis ido? ¿A ver un profeta? Sí, yo os digo que más que a un profeta. Éste es de quien está escrito, “He aquí que yo envío a mi mensajero delante de tu faz, que preparará tus caminos delante de ti”» (Mt 11.8-11). Lo cual es una autodeclaración de mesianidad, y por ello una tajante eliminación de todo equívoco sobre la posible pretensión de mesianista de Juan —y que en aquella coyuntura era ineludible—. Si lo que se dice en esta perícopa fuese auténtico, resolviendo así la pugna competencial de ambos personajes en cuanto al punctum dolens, tendría gran peso para decidir contra la crucial imputación de importantes intérpretes creyentes y no creyentes de la no fiabilidad de los relatos evangélicos para la fe en el «Mesías», aunque humi303


EL MITO CRISTIANO

llado y resucitado. La perícopa concluye así: «Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos está siendo violentado (biavzetai, vim patitur), y los violentos lo arrebatan. Porque todos los Profetas y la Ley hasta Juan profetizaron. Y si queréis creerlo, él es Elías que ha de venir. Quien tenga oídos, oiga» (Mt 11.12-14). Esta algarabía verbal ensordecedora sólo puede producir una insuperable perplejidad, y obliga a preguntarse si el redactor también la sufrió o, por el contrario, sabría que se refería crípticamente al anuncio de los vaticinios sobre la instauración de un Reino mesiánico-escatológico en Jerusalén por un Mesías tradicional. Las noticias de Jn 3.22-36 y 4.1-3 corroboran la impresión de que existió incluso un antagonismo competencial, pero nacido precisamente de una afinidad de doctrina y de misión. La confluencia de ambos genera una inflexión que el evangelio canónico de Juan describe meridianamente: «Al día siguiente, otra vez hallándose Juan con dos de sus discípulos, fijó la vista en Jesús, que pasaba, y dijo: “He aquí el Cordero de Dios”. Los dos discípulos, que le oyeron, siguieron a Jesús» (Jn 1.35-37). Opinión de intencionado simbolismo para sugerir discretamente la prioridad de Jesús. Se trataba nada menos que de Simón Pedro y de Andrés; a éste, el evangelista le hace exclamar: «Hemos hallado al Mesías, que quiere decir Cristo» (vv. 40-41). Aunque el keμrygma de los dos era el mismo, se separaron, y el Bautista prosiguió proclamando el anuncio de un reino mesiánico en el que continúan creyendo los suyos todavía hoy. ¿Quién fue Juan el Bautista...? En Mc 11.27-33 se muestra a Jesús preguntando en el Templo a los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos: «el bautismo de Juan, ¿era del cielo o era de los hombres? Respondedme» (v. 30). Después de cavilar conjuntamente entre ellos diciendo: «Si decimos del cielo, dirá: “Pues, ¿por qué no habéis creído en él?”. Pero si decimos que de los hombres, es de temer a la multitud, porque todos tenían a Juan por verdadero profeta. Respondiendo, pues, a Jesús, le dijeron: “No sabemos”. Y Jesús les dijo: “Entonces tampoco yo os digo con qué poder hago estas cosas”» (vv. 31-33). Implícitamente, aquí Jesús corrobora la legitimidad y autoridad del mensaje de Juan, y su coincidencia de vocación. El gran biblista creyente, G. Bornkamm, afirma que «debemos admitir el hecho de que la tradición cristiana fue la primera que transformó a Juan, el profeta del Juez que viene a juzgar al mundo, en el testigo de Jesús como Mesías»; 304


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

pero no resuelve la incógnita acerca de la posible vocación mesiánica del Bautista, sino que agrega, significativamente, que «la decisión concerniente a Juan y su bautismo de penitencia, es también la decisión concerniente a Jesús y su misión». Examinemos dos testimonios de Marcos sobre el Nazareno. En Mc 6.14-29, el rey Herodes asigna al Bautista un estatus no inferior al que más tarde asignarán a Jesús los evangelistas: «Éste es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por esto obra en Él el poder de hacer milagros» (v. 14). El resto del relato trivializa su asesinato por Herodes mediante una historieta sentimental, mientras que Flavio Josefo nos revela que Juan «excitaba a los judíos a practicar la virtud», a ser justos unos con otros, a ser piadosos con Dios, y además los invitaba a asociarse «en el bautismo» y a que las gentes «se congregasen». Pero añade este párrafo, que resulta clave: «Herodes temía que una tal facultad de persuadir suscitase una revuelta, pues la multitud parecía dispuesta a seguir en todo los consejos de este hombre. Prefirió, pues, apoderarse de él antes de que se produjera algún disturbio relacionado con él, que tener que arrepentirse más tarde, si surgía algún movimiento, de haberse expuesto al peligro. A causa de estos recelos, Juan fue enviado a Macheronte, la fortaleza de la cual hemos hablado anteriormente, y allí fue asesinado» (cursivas mías). ¿No le sugiere al lector esta cautela política la que mostró Pilato ante el Nazareno...? El relato de Josefo dice mucho, pero también oculta probablemente mucho, conocida su reluctancia a hablar de oráculos mesiánicos a sus compatriotas. Certeramente, M. Goguel observó que una mera doctrina moral, por mucho que pudiera enardecer a una audiencia, no inquieta como tal a un déspota. Pero si esa misma enseñanza se da en el marco de un proyecto de mesianismo radical con su inherente postulado de transformación política, religiosa y social, entonces se convierte en grave riesgo para los que gobiernan y los demás beneficiarios del establishment. Tal cosa sucedió también con el poder romano y la oligarquía del Templo. El Bautista propugnaba algo más que unas reglas de conducta moral: postulaba un movimiento de designio mesiánico que, por su propia naturaleza, apuntaba hacia la instauración de un Reino de Dios que ejercería la justicia en favor de los pobres y oprimidos, como exigía la gran tradición profética de Israel. El antagonismo latente entre Jesús y Juan nunca quedó zanjado, hasta aparecer en el evangelio de Juan como abierta rivalidad, según se 305


EL MITO CRISTIANO

hace patente en una discusión de los discípulos del Bautista con un judío, terciando aquél con estas palabras: «No debe el hombre tomarse nada si no le fuere dado del cielo. Vosotros mismos sois testigos de que dije: “Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado ante Él [...] Preciso es que Él crezca y yo mengüe. El que viene de arriba está sobre todos”» (Jn 3.27-28, 30-31). En Jn 4.1-2 se dice que «Jesús hacía más discípulos que Juan, aunque Jesús mismo no bautizaba, sino sus discípulos». Es sintomático que en 1.19-28, en donde aparece Juan confesando «No soy yo el Mesías» (v. 20), el evangelista omita el bautismo de Jesús por él. Esta omisión, y la compulsiva denegación del Bautista de ser el Mesías, hacen pensar que este grave asunto está adulterado tanto en los Sinópticos como en el Cuarto Evangelio. Goguel subraya que el bautismo de Juan tenía un triple carácter: rito de purificación, similar a ciertas abluciones o lustraciones judías; rito de agregación, por el cual se constituía una efectiva comunidad fraternal de penitentes que esperaban el Reino de Dios y se preparaban para entrar en él (Flavio Josefo, Ant., Jud., XVIII, «él invitaba a unirse por un bautismo»); rito iniciático, como el que, probablemente ya entonces, el judaísmo aplicaba a los prosélitos. El rasgo culminante era el iniciático, condicionado al arrepentimiento, que marcaba el bautismo escatológico y abría la puerta a la comunidad mesiánica del Dios de Israel. Era un bautismo único, irrepetible, que, pese a la especulación del «fuego del Espíritu Santo» de los Sinópticos, fue común a Juan y a Jesús.

5.

MESIANIDAD DE JESÚS

La mesianidad de Jesús es la cuestión clave del escrito de Marcos y el ombligo de la nova religio. En la escena situada, sin solemnidad ni motivación, en el camino a Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus acompañantes, «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8.27), y, en seguida: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Pedro, le dijo: “Tú eres el Mesías”. Y les encargó que a nadie dijeran esto de Él» (vv. 29-30). Cualquier lector podría sorprenderse de que el episodio se insertase cuando el relato ya había mostrado, en la predicación, a un Jesús «mesianista» en el sentido davídico tradicional. Hasta la gran re306


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

velación secreta a los discípulos que figura en Mc 8.31-33, los discípulos, incluido naturalmente Pedro, habían visto, en su experiencia cotidiana, a un Jesús situado en la línea religioso-política del mesianismo judío. La turbadora profecía del Nazareno, según la cual vino para ser «rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los escribas», y ser «muerto» y resucitado «al tercer día», trastornaba sus expectativas hasta el punto de dejar sin sentido todo lo que el Maestro y ellos habían estado predicando, pues su fe en la absoluta inminencia de la instauración del Reino quedaba sustituida por un destino de fracaso y desolación, apenas paliado por una inexplicable resurrección. La reacción de Pedro no sólo expresa sorpresa sino, sobre todo, inconformidad con lo anunciado: «Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderlo» (v. 32). El evangelista no nos dice qué le dijo Pedro al Nazareno, pero, si el episodio hubiera sido auténtico, sus palabras habrían indudablemente aludido a fraude o engaño del Maestro a sus discípulos. Pero Jesús, al parecer insensible a la justa queja, «volviéndose y mirando a los discípulos, reprendió a Pedro y le dijo: “Quítate allá, Satán, pues tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”» (v. 33). Y en Mc 9.1, a guisa de consuelo, exclama: «En verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no gustarán la muerte hasta que vean venir en poder el Reino de Dios». Como se trata de un vaticinium ex eventu a partir de la certeza de la condena de Jesús por delito de sedición, todo el anuncio era cualquier cosa menos una profecía. El Mesías vaticinado era una inverosímil novedad en el contexto del pensamiento escatológico-mesiánico judío, disfrazado ahora de fabulaciones apocalípticas. Repitámoslo, dos kerygmas antitéticos e inconciliables. El maltrato dado a los discípulos por los evangelios Sinópticos evidencia la necesidad de desacreditarlos paradójicamente por haber creído en el Jesús real, y no haber aceptado verdaderamente la falacia del Mesías neotestamentario, como lo prueba su expreso rechazo de la supuesta resurrección de Jesús. Concluyamos, pues, que la afirmación de Pedro tiene todos los visos de ser auténtica (v. 29) dentro de la radical inautenticidad de lo que dice y sugiere el evangelista. Pasemos brevemente a los episodios de la Pasión, que pretenden configurar y acreditar una mesianidad celeste y, a la vez, expiatoria. En Mc 14.60-65, Jesús declara ante el Sanhedrín, respondiendo a la pregunta del Sumo Sacerdote: «¿Eres tú el Mesías, el hijo del Bendito?» (v. 61), con estas palabras: «Yo soy, y veréis al Hijo del hombre senta307


EL MITO CRISTIANO

do a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo». Este versículo, y su desarrollo en todos los siguientes, es la segunda gran clave, después de la falsa «profecía» del secreto mesiánico, para detectar el engaño de los Evangelios canónicos. En efecto, la pregunta mezcla, con calculada perfidia, tres conceptos totalmente distintos: el concepto de Mesías tradicional —por el que Pedro había identificado a Jesús en Mc 8.29—; el concepto teológico de Hijo del Bendito, expresión judía que equivalía a personalidad divina; y el concepto apocalíptico de Hijo del hombre. Al afirmar «Yo soy», al Nazareno se le está subrepticiamente haciendo declarar tres conceptos de tan diferente alcance y significado que la respuesta satisface igualmente tanto al evangelista como al Pontífice. Al primero, porque le permite corroborar la mesianidad de Jesús, pero cualificándola inmediatamente para afirmar supuestamente que se trata de un Mesías de naturaleza divina, o de un personaje celeste y apocalíptico. Al segundo, porque obtiene la prueba de la mesianidad del Nazareno, pero, a la vez, la confesión de su carácter divino, lo cual ponía en sus manos a un Jesús sedicioso y, a la vez, a un Jesús blasfemo. Así, Poncio Pilato tenía a un Jesús convicto de sedición como «rey de los judíos», y Caifás tenía a un sacrílego Jesús que se decía ser divino. Sólo cabe interrogarse, si fuera cierta, quién urdió la treta, si el evangelista o el Sumo Sacerdote. Pero, al margen de esta cuestión, lo que parece muy claro es que Jesús había confirmado su condición de Mesías davídico —y así lo captó sin duda alguna el prefecto romano—. La estrategia del autor allana el camino para que Mateo, Lucas y Juan introdujeran una ambigüedad suplementaria: sustituyen el «Yo soy» del primer evangelio, por el «Tú lo has dicho» o «Tú lo dices» (Mt 26.64, y 27.11); el «¿Luego eres tú el Hijo del Dios? Díjoles: “vosotros lo decís, yo soy”» y «Tú lo dices» (Lc 22.70, y 23.3) y el «Tú dices que soy rey» (Jn 18.37). Todas esas respuestas deben contextualizarse debidamente en la coyuntura y ocasión en que fueron pronunciadas, a saber: en comprometidos interrrogatorios en los que —como sucedió con la cuestión del pago del tributo censal al César, como veremos después— una abierta respuesta afirmativa o negativa habría llevado a Jesús a la muerte o a la prevaricación. Jesús no podía asumir ninguna de esas alternativas porque invalidaban su proyecto, que tenía que cumplirse en un angosto espacio de posibilidades. Aunque no consiguió evitar la catástrofe, dejó constancia de su astucia y de su temple, si esos arreglos fueran verídicos. 308


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

En este punto de la cuestión debo introducir una relevante matización acerca de mi posición respecto a la peculiaridad que se manifiesta en los textos relativos a la conciencia mesiánica verosímilmente imputable a Jesús. En el capítulo 6 del ensayo El evangelio de Marcos. Del Cristo de la fe al Jesús de la historia (1992) suponía que «el carácter mesiánico del Nazareno había sido intuido por sus seguidores íntimos habituales, pero por decisión del Maestro debía quedar velado —es decir, en secreto— hasta que la mesianidad de Jesús hubiera de hacerse pública. Se supone diáfanamente en el relato —aspecto importante desde el punto de vista de la verosimilitud que el evangelista desea conferir a su intención apologética— que ni siquiera los discípulos habrían de comprender, hasta después de la Resurrección, las connotaciones inesperadas de la nueva noción de mesianidad. Así, el elemento axial de todo el Evangelio se sitúa en las perícopas que van de Mc 8.27 a 8.31. Es decir, la confesión de Pedro, el secreto mesiánico y la predicción de la pasión, crucifixión y resurrección de Jesús»; junto «con Mc 9.1-13 (leyenda de la transfiguración)», forman «una unidad temática, no por su homogeneidad sustancial —pues son, sin duda, heterogéneas en sus referentes—, sino por su intención y motivación teológicas [...]. En Mc 8.29, Pedro reconoce la mesianidad del Nazareno tal como era representada en los círculos mesianistas y populares en los que Jesús ejercía su predicación: “Tú eres el Mesías”. Sin denegación por parte del Maestro, y sin transición alguna, tras esta confesión Jesús “les encargó que a nadie dijeran esto de él” (v. 30). También en los otros dos Sinópticos esta confirmación tácita de la mesianidad parece inequívoca (Mt 16.13-20 y Lc 9.18-21) [...]. Es evidente que Marcos quiso introducir de manera dramática e irreversible el keμrygma (proclamación) pospascual: la crucifixión de Jesús no fue un accidente, ni un suceso que descalifique la auténtica mesianidad del enviado que todos esperaban, sino el requisito previsto y anunciado del plan salvífico de Dios» (pp. 23-24). Esta construcción teológica de los Sinópticos mediante la suma de dos elementos, a saber, mesianidad sufriente humillada y secreto más ocultamiento proclama al Cristo-Jesús o Jesús-Cristo de las Epístolas de Pablo, pero está vaciando la figura del Mesías de su esencia tradicional; quedaba sólo el nombre, pues la instrucción fue terminante, que «a nadie dijesen que él era el Mesías» (Mt 16.20). En presencia de esta reiteración del ocultamiento, Wrede piensa lógicamente que la consi309


EL MITO CRISTIANO

derable masa de epifanías de mesianidad tradicional consentidas en los textos evangélicos representa solamente la «ingenua» transformación legendaria de un hecho inicial de no mesianidad en la fe eclesiástica neotestamentaria, lo que acabó por debilitar el propio artificio de secreto mesiánico incluso en Marcos, pero sobre todo en los Evangelios siguientes, aunque fuese el Cuarto Evangelio —producto de una fuente propia con notables novedades— el más obediente a la consigna, como vamos a ver. En efecto, en el curso de la esforzada predicación de Jesús en Jerusalén, con motivo de la festividad de invierno, aparece curando a un ciego de nacimiento, lo cual, como otros actos de su taumaturgia, avivó el hostigamiento del establishment judío y su resolución de eliminarlo. En Jn 9.22, se lee que los padres del ciego milagrosamente rehabilitado fueron interrogados sobre cómo tuvo lugar el hecho. Los padres, cautelosamente, se remitieron a lo que pudiera explicar el propio hijo, por ser mayor de edad, y «porque temían a los judíos, pues ya se habían concertado los judíos en que, si alguno le reconociera por Mesías, fuese expulsado de la sinagoga». Todos los dialogantes de este versículo tienen incuestionablemente en sus mentes al Mesías davídico y respiran un mismo clima de temor y coacción moral o eventualmente física, el mismo que le dicta a Jesús, después de asumir la veracidad de la respuesta de Pedro, la consigna de secreto a sus discípulos (Mc 8.29-30). En contraste con la sequedad del espíritu rabínico de los textos sinópticos, el Cuarto Evangelio se hace cuestión del estado de ánimo y de la evolución de la conciencia de Jesús. Este texto que cito íntegro lo muestra: Después de esto andaba Jesús por Galilea, pues no quería ir a Judea, porque los judíos le buscan para darle muerte. Estaba cerca la fiesta de los judíos, la de los Tabernáculos. Dijéronle sus hermanos: Sal de aquí y vete a Judea para que tus discípulos vean las obras que haces; nadie hace esas cosas en secreto si pretende manifestarse. Puesto que eso haces, muéstrate al mundo. Pues ni sus hermanos creían en él. Jesús les dijo: Mi tiempo [...] (kairós) no ha llegado aún, pero vuestro tiempo (kairós) siempre está a punto. El mundo no puede aborreceros a vosotros, pero a mí me aborrece, porque doy testimonio contra él de que sus obras son perversas. Subid vosotros a la fiesta; yo no subo a esta fiesta, porque mi tiempo (kairós) todavía no se ha cumplido. Habiéndoles dicho esto, se quedó en Galilea. Una vez que sus hermanos subieron a la fiesta, 310


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

entonces subió él también, no manifiestamente, sino en secreto. Los judíos le buscaban durante la fiesta y decían: ¿Dónde está ése? Y había entre la multitud muchos rumores acerca de él. Unos decían: Es bueno. Pero otros decían: No, seduce a las turbas. Sin embargo, nadie hablaba libremente de él por temor a los judíos (Jn 7.1-13).

En estas perícopas de Juan —decía acertadamente Wrede que «es posible aprender algo del Evangelio de Juan para nuestro estudio del Evangelio de Marcos»—, y en otros pasajes tempranos del Nuevo Testamento, se detectan claras evidencias de la evolución de la autoconciencia de Jesús en el inequívoco sentido de la mesianidad judía tradicional que tanto inquietaba a los «príncipes del mundo» y demás elites dirigentes. A la vez, es probable que la mente del Nazareno albergase oscuros presentimientos de una muy posible frustración del proyecto de Reino de Dios en el solar de Yahvé ocupado por legiones romanas, aunque su keμrygma de la conversación espiritual y el arrepentimiento sincero era la garantía de que la omnipotente voluntad divina de cumplir con sus promesas a Israel prevalecería sobre sus enemigos. Fe ciega, confianza, pero también prudencia, temple y cautela hasta la maduración del tiempo oportuno (kairós) fueron, sin duda, las divisas de Jesús para la victoria de la empresa mesiánica de su pueblo. No cabe pensar, ante la lectura objetiva de un historiador del conjunto de datos fiables que pueden extraerse del Nuevo Testamento en su contexto judío, que la teología del «Hijo del hombre» en su sistematización eclesiástica y dogmática respondía a las convicciones expresas o íntimas de Jesús y los suyos. El constructum teológico que alumbró la Gran Iglesia, asociando descabelladamente el Siervo isaico al Hijo del Hombre damiélico en la mítica versión evangélica, no puede jamás ser imputado a la conciencia del Nazareno, ni ser admitido si se respetan mínimamente las reglas del análisis histórico y del buen sentido. De los temores, sentimientos y cautelas probables de Jesús no es posible deducir, para ese tiempo y lugar, esas aberrantes fantasías de una fe desenfrenada. Reflexionemos someramente sobre esta irracional simulación histórica. Jesús indudablemente especuló, maniobró, apostó y, finalmente, fue ejecutado con un cargo de sedición. En 1992, en el mencionado ensayo, mantuve que, «con todas las probables vacilaciones de un drama psicológico íntimo, el Nazareno se movió en torno a las representaciones mentales de un Mesías religioso311


EL MITO CRISTIANO

político tradicional. Éste es un tertium quid que Scheveitzer se negó a admitir, en una actitud tan extrema y simplificadora como la de Wrede. Si el mesianismo tradicional estuvo, en el ánimo de Jesús, intensamente teñido de coloraciones y penetrado de acentos apocalípticos, entonces los Sinópticos encontraron en esta particularidad una excelente cantera para remodelar las convicciones de su protagonista en el sentido dogmático que conocemos, extrapolando y acuñando con nuevos conceptos algunos rasgos de la literatura apocalíptica que servían admirablemente a su deliberado propósito de sobrenaturalizar y espiritualizar la figura mesiánica, desviándola de toda connotación político-religiosa» (p. 32), y sustituyéndola por una mesianidad apocalíptica y divina sólo revelada post resurrectionem (Hechos 2.36: «Tenga pues por cierto toda la casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y Mesías a quien vosotros habéis sacrificado»). Pablo había inventado el «evangelio» (Köster) como Revelación de Cristo crucificado y resucitado, y todos los escritores neotestamentarios le siguieron en la más fantástica y ominosa fe teológica semítico-helenística. El Cuarto Evangelio escenificó emotivamente esta pseudoepifanía de este inaudito Mesías. Habiendo al fin subido Jesús a rostro descubierto a Jerusalén para celebrar la Pascua, de nuevo aprieta el acoso de los sacerdotes y muchos fariseos obsecuentes al poder, con esta pregunta históricamente improbable: «¿Crees en el Hijo del hombre? Respondió él y dijo: ¿Y quién es, Señor, para que crea en él? Díjole Jesús: Le estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él: Creo, Señor, y se prosternó ante él. Jesús dijo: Yo he venido al mundo para un juicio, para los que no ven vean y los que ven se vuelvan ciegos» (Jn 9.35-39). Con este juego parabólico de palabras confiesa misteriosamente el Nazareno su nueva identidad teológica a sus perseguidores, los cuales resulta que, todavía no satisfechos con el cargo de falso Mesías en la herencia de David, tenían ahora en sus manos una acusación añadida para continuar apedreándole. Jesús replicó con estas palabras: «Muchas obras os he mostrado de parte de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis? Respondiéronle los judíos: Por ninguna obra buena te apedreamos, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios [...]; ¿porque dije: Soy Hijo de Dios?, [...] el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10.32-33, 36, 38). El dossier quedaba así listo para los interrogatorios ante Caifás y ante Pilato; un menú a la carta: laesa maiestas, blasfemia, rechazo del tributo censal al Emperador, subvertir al 312


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

pueblo... En suma, una teologización del sufrimiento con carácter expiatorio. Como ya expliqué hace años con detalle, «en el relato de Marcos, las predicciones del sufrimiento van asociadas a la expresión el Hijo del Hombre (hó Huiòs tou¯ anthoropouμ), y sin referencia al Ebed Yahvé isaíaco. Aunque la designación que caracteriza la cristología marquiana es la de Hijo de Dios (Huiós touμ Theouμ), este título pasa a identificarse con el término Hijo del hombre prácticamente a partir de Mc 8.38, indicando preferentemente la connotación doliente y humillada de Jesús»; pero «los estudios de G. Vermes han mostrado que nunca existió ni en el judaísmo ni en la Apocalíptica un verdadero “título” Hijo del hombre, lo que han confirmado los exhaustivos trabajos de M. Casey y de B. Lindars». En consecuencia, debemos concluir que «el Nazareno jamás se identificó a sí mismo con un título mesiánico de este nombre, entre otras razones sencillamente porque no existió en su época. Empleó [posiblemente] esta expresión —si realmente lo hizo— como un modismo coloquial arameo para referirse a sí mismo» (ibidem, pp. 34-35), es decir, en el sentido general de hombre bajo la forma gramatical de la tercera persona verbal (p. 36). El hecho capital de la historia de la fe cristiana ha sido la transmutación teológica del Jesús de la historia en el Cristo de la fe. Y este mismo hecho, y la necesidad de «explicarlo», ha sido el motor y la razón de ser de la exégesis apologética de la Iglesia antigua y medieval, primeramente, y de la scholarship neotestamentaria contemporánea después. El esfuerzo más meritorio en esta dirección lo he encontrado en la Introducción que ofreció J. C. G. Greig a la versión inglesa (1971) del libro de William Wrede, Des Messiasgeheimnis in der Evangelien (1901). Intentaré presentar un resumen telegráfico de su propuesta. Según Greig, la inclusión en dicha exégesis cristológica de elementos propiamente soteriológicos ha perturbado el análisis de la cristología tradicional subsistente en el keμrygma (proclamación original), en tal medida que se ha llegado a una reinterpretación (expresa o implícita) del «secreto mesiánico» en términos del «secreto del Hijo de Dios». Este primer punto me parece indiscutible. Después de examinar detenidamente las importantes obras de E. Sjöberg, Der Menshensohn im äthiopischen Henocbuch (1946) y Der verborgene Menschensohn im den Evangelien (1955) como pistas apocalípticas del tipo mixto Siervo doliente isaíaco-Hijo del Hombre daniélico preexistente, oculto, muerto 313


EL MITO CRISTIANO

y resucitado, Greig sugiere que es posible que el propio Jesús histórico hubiese inspirado a sus intérpretes eclesiásticos un elemento original a la visión mesiánica judía tradicional en el contexto del material escatológico «conectado con la esperanza de un Mesías», si se le añade el hecho histórico de la pasión y crucifixión de Jesús, así como la indudable actividad teológica temprana de la Iglesia para enfatizar y fijar una mesianidad apocalíptica y dogmática atribuida al Nazareno. Es una hipótesis imposible incluso a la luz de los extensos y elaborados argumentos de Greig, quien concluye así: «De un lado, la tradición del martirio con sufrimiento “puede” (sic) haberse coordinado con el sentimiento de Jesús de una inminente crisis que genera riesgos de sufrimiento y muerte, pero también de esperanzas de vindicación. De otro lado, una creencia por su parte de que podría ser el Mesías sería naturalmente suficiente para llevarle al intento de adoptar el expediente existente de la “ocultación” o “secreto” de su ministerio» (p. XVI). Y refiriéndose a las tesis de Wrede, estima Greig que, «como apunta [aquél] correctamente, de ello no se sigue que la “idea” del secreto sea nada más que una explicación teológica forzada (ill-fitting) de cómo un ministerio “no-mesiánico” (sic) produjo en la iglesia una cristología posterior al suceso de la Pascua» (ibidem). No cabe impugnar totalmente estos argumentos, pero el hecho radical documentado es que los discípulos huyeron despavoridos (Mt 26.568), y preguntándose algunos, ante la inesperada catástrofe, acerca de «lo de Jesús Nazareno [...] Nosotros esperábamos que sería él quien rescataría a Israel; mas con todo, ya van tres días desde que esto ha sucedido» (Lc 24.19-21). Pero incluso a Jesús ya «resucitado», le preguntaron, ansiosos de sacudirse el yugo romano: «¿Es ahora cuando tú restablecerás el reino de Israel?» (Hechos 1.6). Decidan los lectores la superchería, que evidencia la mesianidad davídica de Jesús. La gran pregunta sigue siendo la siguiente: si la ejecución como Mesías tradicional es presentada dogmáticamente por la Iglesia como un crucial error de percepción de sus discípulos y sus audiencias; y si Jesús fue realmente el Hijo del Hombre evangélico y soμteμr universal divino de Pablo; entonces, ¿por qué se sigue asumiendo al Nazareno como «Mesías» davídico y humano, demasiado humano, ese que se declara Mesías en las cercanías de Cesarea de Filipo, ese que Marcos y compañía se esfuerzan inverosímilmente en suprimir, y no renuncia a mantener la farsa de su tergiversación histórica y su realidad sobrenatural?... Estimo 314


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

que hay fundamentos mucho más que suficientes —que Wrede decidió ignorar, reconociéndose al mismo tiempo incapaz de dar una explicación (exigible)— para responder así: La Iglesia sabe que la potencia del misterio cristiano radica en la creencia en la condición humana de su dios, y, para acreditarla, no pudo nunca prescindir de la legendaria categoría teológica judía de la «Mesianidad». La diferencia esencial de «concepto» entre la religión cristiana y las religiones de misterios de la Antigüedad —que pronto serían superadas por el monoteísmo filosófico greco-romano— consistía en esa idea bíblica del Dios Vivo y antropomórfico que padece y sufre para redimir del pecado y del dolor a los seres humanos que lo reconocen y lo adoran. Ya no se trata de un imaginario héroe epónimo, inventado, mitológico, épico, pero en definitiva sobrenatural, sino del Dios de Abrahán, Moisés, David y los profetas, el Dios-Hombre u HombreDios, el mediador «mesiánico» de las promesas de Yahvé al pueblo elegido. Ahora la Iglesia cristiana, como el Verus Israel, se lo apropió. Sin él, sin este mito enorme, esta Iglesia no habría nacido, ni triunfado, ni sobrevivido hasta el presente. La Crucifixión de un sedicioso valdría entonces un Imperio. Relacionadas conceptualmente con la cuestión de la mesianidad hay cuatro referencias textuales en los Evangelios que deben examinarse ahora. En Mc 9.33-35 y paralelos se dice que de camino a Cafarnaúm, aún antes de que se aproximasen a Jerusalén, los discípulos disintieron entre sí «sobre quién sería el mayor», y que Jesús, «sentándose, llamó a los doce y les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último y el servidor de todos”». Es decir, pensaban que en el Reino habría rango y jerarquías. En Mc 10.28-31 y paralelos leemos que «Pedro entonces comenzó a decirle: “Pues nosotros hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido”. Respondió Jesús: “En verdad os digo que no hay nadie que, habiendo dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o campos, por amor a mí y del evangelio, no reciba el céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero [kai; ejn tw' aiw≥ni tw' ejrcome;nw' zw'hvn aijwnion]». En Mc 10.35-38 y paralelos se narra: «Se le acercaron Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo, diciéndole: “Maestro, queremos que nos hagas lo que vamos a pedirte”. Díjoles Él: “¿Qué queréis que os haga?”. Ellos 315


EL MITO CRISTIANO

le respondieron: “Concédenos sentarnos el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda en tu gloria [ejn th' dovxh sou]”» . En Mc 11.8-10 se relata la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén en olor de multitud (al menos de sus adeptos): «Muchos extendían sus mantos sobre el camino, otros cortaban follaje de los campos, y los que le precedían y le seguían gritaban: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene de David, nuestro padre! ¡Hosanna en las alturas!”». Por último, citemos Lc 22.29-30: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas, y yo dispongo del reino en favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino y os sentéis sobre tronos como jueces de las doce tribus de Israel». Debe admitirse que, en términos generales, lo que sobre todo interesa de estos cuatro textos de Marcos y Lucas, y de sus paralelos en Mateo y Juan, no es tanto la calculada «industria» redaccional empleada por los evangelistas para verterlos en sus relatos, así como su decisión de hacerlo, ni si las formas filológicas que asumen como estereotipos las tradiciones proféticas relativas al Mesías se recogen con respeto a sus contextos, cuanto el hecho patente de que prueban que conocían bien el carácter de la idea del Reino que habitaba en la mente de Jesús y sus discípulos, la cual gravitaba intensamente en la atmósfera peculiar de las primeras fases de su predicación mesiánico-escatológica. Si se supone que el motivo para que los evangelistas asumieran estos textos, cuando poner estos dichos en labios del Cristo eclesiástico ya no pondría en cuestión la transmutación cristológica producida por las Iglesias, consistía en su deseo de desprestigiar la personalidad de los apóstoles como mezquinos y egoístas, preocupados por los bienes y honores terrenales, habrá que explicar por qué hipotecaban así la coherencia de la construcción teológica de la fe de esas Iglesias al desvelar la verdadera figura del Jesús histórico como mesianista sólo comprensible en el marco del judaísmo. Los veredictos de inautenticidad de dichos textos emitidos por R. Bultmann y sus epígonos, grandes líderes de la teología neotestamentaria del siglo XX, o más recientemente por exegetas como D. R. Catchpole [cf. «The “Triumphal” Entry», en E. Bammel y C. F. D. Moule (eds.), Jesus and the Politics of His Day, Cambridge, 1984, pp. 319334] o G. Lüdemann —tenido en exceso como el gran iconoclasta de la teología cristiana— siguen flotando sobre un colchón de persisten316


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

tes prejuicios eclesiásticos, incluso presentes entre quienes aparecen para nosotros, o se creen ellos mismos, como audaces críticos liberados de la mitología de la fe cristiana. Por ejemplo, Bultmann y los suyos, víctimas de la fuerte alergia que les produce cualquier intento de reivindicar la evidente dimensión política de la aventura de Jesús el judío, siguen dando como algo incuestionable que Jesús nada tuvo que ver con la causa de la libertad de Israel —indisolublemente política y religiosa desde que existió como pueblo—, o con la tradición davídica del mesianismo tradicional. Salvo los historiadores de la línea Reimarus, Brandon y —parcialmente— Maccoby, se observa que cuando se suscita la cuestión de la política en el pensamiento y la acción de Jesús, toda la innumerable legión de los demás —incluidos los que han dimitido de la fe cristiana— cierran filas como buenos y probos burgueses contra el enemigo común y para defender los venerables vestigios de las murallas de la pax christiana y su cosmovisión espiritualista. En el caso de los mencionados textos, Bultmann, sin ningún otro fundamento que su adhesión al dogma eclesiástico del Cristo universalista y no sólo pacífico sino también pacifista, dictamina, en crasa petitio principii, que el Jesús de la historia ignoró las implicaciones temporales de su keμrygma, y que el Reino (basileiva, Basileía), en Mc 10 y paralelos, significa el reino celeste, post mórtem, para quienes alcanzasen la vida eterna, es decir, el otro eón. Esta falsedad exegética vacía de su genuino sentido al Reino como el lugar del banquete mesiánico (symposium) en el que los judíos satisfarían todas sus necesidades espirituales y materiales, o sea, la Nueva Jerusalén como símbolo de la gloria del liberador ungido por Yahvé. Éste sería, todavía en nuestro eón, el Reino de Dios en un Israel rescatado y restaurado, o sea, la gloria del Mesías, en el citado Mc 10.37. Pero Bultmann es terminante: se trata de «una leyenda mesiánica que quizá se generó en la cristiandad palestiniana» (cf. Geschichte der synoptischen Tradition, 1921; véase trad. ingl., Nueva York, 1963, p. 305). Uno, echando mano de su sentido común, se pregunta: ¿Qué interés podía tener esa comunidad cristiana en inventar o asumir una leyenda que la desmentía a sí misma en sus propias bases teológicas?... Ninguno. Según Lüdemann, Mc 9.33-35 y 10.17-31 se refieren simplemente a «problemas de la comunidad», y Mc 11.1-11 es «una leyenda de la comunidad más temprana» (cf. Jesus after 2000 Years, Amherst/Nueva York, 2001, pp. 75-76), inspirada en Zac 9.9. Se trata de nuevo de un sofisma derivado de la misma premisa falsa. 317


EL MITO CRISTIANO

Ante la obstinada pertinacia de esa dogmática como posición de partida, es hoy necesario volver a Reimarus para remover el obstáculo, pues sólo en su obra encontramos la sencilla sabiduría que nos lleva a contemplar la historia con los ojos exentos de las deformaciones teológicas de la creencia cristiana. Para restaurar en sus cimientos las verdaderas perspectivas de la empresa mesiánica de Jesús es indispensable zafarse de los erróneos espiritualismos del planteamiento de la teología que arranca de la tempestad académica provocada por Ch. Baur, hasta el concordismo de mínimos diseñado por E. P. Sanders, pasando, entre otros muchos, por D. F. Strauss, J. Weiss, W. Wrede, A. Schweitzer, A. Harnack, R. Bultmann y sus epígonos, G. Lüdemann y los teólogos de la Escuela de Fráncfort. Para romper su hechizo espiritualista, místico, interiorizante y fideísta hay que comenzar por refutar la principal contradicción de la dogmática cristiana: mesianidad cristiana frente a mesianidad judía, el Jesús histórico frente al Cristo eclesiástico. H. S. Reimarus (1694-1768), en su Apologie oder Schutzschrift für die vernünftigen Verehrerer Gottes, obra mantenida secreta hasta después de su muerte, y de la cual los llamados siete Wolfenbüttel Fragmente (1774-1778) aparecieron publicados por G. E. Lessing, planteó el problema fundamental del origen de la fe cristiana en el último de esos fragmentos, bajo el título Sobre la intención de Jesús y sus discípulos (1778), abriendo así la puerta cerrada durante siglos y siglos por el ofuscamiento de una fe dogmática, a la posibilidad de la emancipación de la inteligencia. Esa refutación debe arrancar del desalojo de la camisa de fuerza tejida por categorías teológicas y postulados de fe que han impedido abordar sin prejuicios el conocimiento de las ideas y las perspectivas fundadoras del movimiento religioso en el que se inserta Jesús como heraldo o como representante de la concepción mesiánica del Reino de Dios y de su inminente venida. ¿Qué significa —se pregunta Reimarus— la noción de Reino de Dios para el judaísmo de aquel tiempo?... El texto angular para su respuesta figura en los apartados §29 y §30 de su ensayo, y dice lo que sigue: El reino de los cielos para el cual el arrepentimiento predicado había de ser una preparación y un medio, y el cual contenía el propósito último de la empresa de Jesús, no está en absoluto explicado por él, ni en cuanto a qué es, ni en cuanto a en qué consiste. Las parábolas que emplea acerca de ello nada nos enseñan, o ciertamente no mucho, si no tenemos ya alguna idea que podamos 318


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

conectar con la frase: es como un labrador, un grano de mostaza, una masa sin fermentar, un tesoro escondido, una red, un mercader que compra perlas buenas, etc. De esto concluimos que el término había sido completamente claro para los judíos de aquellos días, y que Jesús se refería así a él; por consiguiente, que no hay otra manera de que encontremos la intención de Jesús respecto al reino de los cielos más que sintiéndonos concernidos por el sentido usual de esta frase entre los judíos de la época. Pero además del Nuevo Testamento, otros escritos nos enseñan que por «reino de los cielos» ellos entienden de modo general, no sólo el reino que Dios como rey estableció entre los judíos y por medio de la ley, sino especialmente ese reino que él revelará mucho más gloriosamente bajo el Mesías [...]. Pero sin referirme mucho a escritos rabínicos, el mismo Nuevo Testamento nos deja perfectamente claro este significado. Porque ¿quiénes eran los que esperaban el reino de Dios, si no aquellos que estaban esperando la venida y revelación del Mesías? ¿Qué suerte de reino al alcance de la mano entiende Juan proclamar, como un precursor de Jesús, si no el reino del Mesías? ¿Cómo si no, lo entienden los Fariseos cuando preguntan a Jesús en Lc 17.20, «¿cuándo viene el reino de Dios?» o los discípulos ¿cuándo esperaban que ahora pronto establecería él su reino? La clave de esta expresión es la siguiente. Puesto que Dios, según la expresión hebrea, habita en los cielos, y dado que para los judíos los cielos significa la misma cosa que Dios mismo, el reino de los cielos y el reino de Dios son una y la misma cosa. De modo similar, puesto que el nombre Padre significaba respectivamente para los judíos, y especialmente para Jesús, el Padre celestial, este último [Jesús] entendió específicamente por el reino de su Padre este reino de los cielos o reino del Mesías que él asocia con Dios o con el Padre celestial, hasta el punto de que sería establecido por Dios, y Dios sería supremo en él, aunque hubiera sido dado todo el poder al Mesías. Así, cuando Jesús por todas partes predicaba que el reino de Dios y el reino de los cielos se habían aproximado, e hizo que otros predicasen lo mismo, los judíos fueron muy conscientes de lo que él quería decir, que el Mesías aparecería pronto y que su reino comenzaría. Porque era la esperanza de Israel, aguardando y anhelando desde los días de opresión y cautividad, y de acuerdo con las palabras de sus profetas, que un Ungido o Mesías (un rey, Mt 2.6) viniese, que los liberase de todas las aflicciones y estableciese un reino glorioso entre ellos. Esta profecía judía era conocida incluso por los paganos, y para los judíos de entonces el tiempo que tenía que cumplirse había transcurrido. Por ello, la proclamación del reino hubo de ser la más gozosa noticia o evangelio que podían oír. En consecuencia, «predicar el evangelio» significaba simplemente extender la gozosa noticia de que el Mesías aparecería pronto y comenzaría su reino glorioso. «Creer el evangelio» no significa nada más que creer que el esperado Mesías vendrá pronto para nuestra redención y para su reino glorioso» [Mc 1.14-15, Mt 3.2, 4.7 y 10.7] (cf. 319


EL MITO CRISTIANO

Sobre la intención de Jesús y sus discípulos, versión inglesa, Leiden, 1970, pp. 123-125).

Como puede verse, este texto brillante, preciso y escueto define diáfanamente una íntima asociación —que no confusión— de las ideas del reino de Dios y reino mesiánico característica del tiempo, en el sentido de kairós, del cumplimiento de las promesas que Dios hizo y renovó a su pueblo, es decir, a los judíos, y que éstos ansiaban ya con impaciencia. Esta contribución de Reimarus cobra su excepcionalidad por el hecho de representar en sí misma que, por primera vez, se corría el velo del oscurantismo que por siglos y siglos la Iglesia católica y las demás iglesias cristianas difundieron en todo el orbe, al ocultar, tergiversar y manipular el auténtico magisterio y ministerio de Jesús. El oscurantismo dogmático de la fe cristiana ha conducido a miles de provectos y doctos exegetas creyentes —¡y también no creyentes!— a elucubrar toda suerte de especulaciones para desentrañar qué significado tuvieron en el mundo judío los conceptos cruciales de Reino de Dios y Reino mesiánico, con el propósito apologético y fideísta de desvincular al Nazareno de la fe de Israel. Se transformó así un concepto complejo pero transparente en una maraña en la que han tenido asiento las mayores aberraciones y las más locas excentricidades. La lógica de Reimarus es impecable y puede resistir a cualquier intento de recaída en la dogmática eclesiástica. Reimarus propone algo que el profesor G. Bueno definiría como una asociación referencial de conceptos conjugados; porque no hay identidad pero tampoco disociación, sino superposición y, a la vez, implicación discreta en un proceso temporal. Escindir esos conceptos es una pésima e infidente exégesis que sólo puede conducir a las típicas aporías de la teología académica y al inmisericorde engaño de los iletrados. Reimarus continúa su labor de desescombro de las ruinas de la apologética con este texto no menos riguroso: Comoquiera que estas palabras contienen la intención total de Jesús y de todas sus enseñanzas y hechos, queda ella realmente expresada en forma muy clara, o, como los judíos de entonces lo dirían, bastante comprensible. Cuando Juan y Jesús o sus mensajeros y apóstoles proclamaban por todos lados que «El reino de los cielos está casi a la mano, creed en el evangelio», las gentes sabían que la gran noticia de la inminencia de la venida del aguardado Mesías estaba siendo llevada hasta ellas. Pero en ninguna parte leemos que Juan o Je320


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

sús o los discípulos añadieron algo a esta proclamación concerniente a aquello en que consistía el reino de Dios o a su naturaleza y condición. Así, los judíos tenían necesariamente que conectar con tales palabras acerca del reino de los cielos que estaba casi a la mano el concepto que de él prevalecía entre ellos. Pero la idea dominante del Mesías y su reino era que él sería un gran rey temporal y que establecería un potente reino en Jerusalén por el cual los liberaría de toda servidumbre y los haría los amos de todos los pueblos. Esto era incontestablemente la comprensión general del Mesías entre los judíos, y éste era el concepto que creyeron siempre cuando se trataba de mencionar la venida del Mesías y de su reino. Según lo dicho, siempre que los judíos creyeron en este evangelio, siempre que la venida del reino de los cielos les era proclamada sin más explicación del término, quedaban destinados a esperar un Mesías temporal y un reino temporal, de conformidad con sus ideas [...]. Pero, naturalmente, nadie puede enseñar a la gente una doctrina e idea diferente de lo que ellos mismos conocen y creen. Así, dado que los discípulos de Jesús como heraldos del reino de los cielos... estaban pensando en un reino temporal del Mesías, ellos proclamaban justamente esto en las ciudades, escuelas y hogares de Judea [...]. De hecho, lo que es más, estos apóstoles, incluso después de la muerte de Jesús, hablaban del mismo modo de la intención y plan [de Jesús]. «Nosotros habíamos esperado que él era el que iba a redimir Israel» (Lc 24.21) [...]. Israel o el pueblo judío había de ser redimido, pero no la raza humana [...]. Ahora bien, si se hubiese significado una redención espiritual por medio de un salvador sufriente [...], ellos no habrían indicado como base de su esperanza a un Jesús que se manifiesta «poderosamente» ante todo el pueblo con palabras y hechos [Lc 24.19] (cf. pp. 126-128) (cursivas mías).

Pues bien, en este inequívoco panorama el drama de una inesperada Crucifixión trastornó radicalmente las perspectivas mesiánicas de los apóstoles, los cuales, en el curso de un patético proceso de reflexión acompañado, a no dudarlo, de intensa emoción y alteraciones de conciencia, se vieron impulsados a una difícil inversión espiritualista de la figura y el mensaje de su Maestro, a partir de la ilusoria experiencia de una supuesta Resurrección milagrosa, «transmitida» más tarde en forma legendaria, contradictoria y cambiante. Esa inversión de la cristología adquiere una primera y precaria formalización en Pablo de Tarso y las sinagogas cristiano-helenísticas, en la cual los typos, símbolos y alegorías son tomados predominantemente del Antiguo Testamento, pero sobre un fondo notoriamente nutrido por el peculiar monoteísmo del mundo alejandrino y de las religiones de misterios. Se fraguó así un híbrido constructo semítico-griego que alcanzaría su desarrollo 321


EL MITO CRISTIANO

en la dogmática de la Iglesia en un proceso de decisiones políticas, contiendas civiles —algunas de extrema violencia o sangrientas— y siempre en el contexto de una ominosa competición por el poder —aún intensamente vigente en nuestros días. El inestimable y excepcional legado exegético de Reimarus transitó como un desconocido por el pueblo cristiano, o conservado fragmentariamente por un escaso número de estudiosos preocupados exclusivamente por la consolidación y aguerrida defensa de la esencia del mito de Cristo. Al margen de algún conato de replanteamiento de las bases de ese gran mito eclesiástico, habría que esperar hasta el año 1967, en el que S. G. F. Brandon publica su magna obra Jesus and the Zealots. A Study on the Political Factor in Primitive Christianity, que recoge sistemáticamente pero con gran originalidad la herencia de Reimarus. Mi propia labor histórico-crítica estaría marcada por sus orientaciones a partir del libro Ideología e historia. La formación del cristianismo como fenómeno ideológico (1974), en el que por primera vez en nuestro país se investiga la naturaleza de la fe cristiana y de sus orígenes. Desde esos años ya no debería resultar posible, o al menos serio y responsable, continuar con el inveterado hábito teológico de sumergir el estudio del significado mesiánico del concepto de Reino de Dios en los cuatro Evangelios canónicos en el juego exegético de buscarle los tres pies al gato —valga este dicho coloquial—, es decir, el de someter un concepto diáfano en el contexto del magisterio del Nazareno en un tenebroso desmán apologético incansablemente perpetrado por quienes no se resignan de verdad a apartarse definitivamente de los mitos recibidos en la transmisión de la fe. Para concluir con este breve excursus sobre la cuestión de la mesianidad de Jesús, recordaré algunas referencias y formularé algunas consideraciones. El investigador G. Vermes, en su libro Jesus the Jew (1973), es decir, antes de que se entregara a la tentación de estereotipar la figura del Nazareno en moldes exclusivamente espiritualistas, nos ofrece este acertado texto: [El Mesías] se esperaba que fuese un rey de la progenie de David, victorioso sobre los gentiles, salvador y restaurador de Israel. No se describe, por supuesto, meramente como un «rey-guerrero», como ha señalado correctamente M. de Jonge [«The Use of the Word “Anointed” in the Time of Jesus»], sino que su preocupación por el establecimiento de la justicia de Dios refleja 322


EL EVANGELIO DE MARCOS, UN RELATO APOCALÍPTICO

el cuadro del gobernante postrero dibujado por II Isaías y el pensamiento mesiánico judío en general. No obstante, es más que dudoso que, en su oración por la venida del Mesías, el hombre de la calle en la antigua Jerusalén hubiese excluido positivamente la idea de un futuro rey triunfante (p. 131).

Ampliando este punto de partida sobre la ideología mesiánica de todos los judíos en aquella época, Vermes formula estas reflexiones acerca del carácter notablemente contradictorio e indudablemente dogmático del retrato de Jesús en el keμrygma de la Iglesia: Esta investigación sobre la Cristología del Nuevo Testamento nos sume en la perplejidad en todos los sentidos. La firmeza del énfasis de los primeros cristianos en el estatuto mesiánico de Jesús se iguala a la renuncia de la tradición sinóptica a adscribirle alguna declaración pública, o incluso privada, no-ambigua en este terreno. He aquí un dilema que raramente es afrontado cabalmente: Si Jesús se pensó a sí mismo como Cristo, ¿por qué fue tan reticente al respecto? Si no se consideró como tal, ¿por qué sus inmediatos seguidores insistieron en lo contrario? (p. 152).

Recordemos, sin embargo, que los Sinópticos hicieron declarar al Bautista que él no era el Mesías, y que Jesús reconoce en esos textos que el Mesías es él, aunque lo haga sólo de modo indirecto. Reiteremos que en Mc 14.60-65 responde a la inequívoca pregunta del Sumo Sacerdote: «Yo soy»; y que Pilato preguntó al pueblo: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» (Mc 15.8), lo que, en el evangelio de Juan, comenzó él asumiendo implícitamente: «Tú dices que soy rey. Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad» (Jn 18.37). Y, sobre todo, volvamos a subrayar que antes de que la ficticia profecía contenida en el llamado secreto mesiánico hubiese sido emitida, con aterradora sorpresa para los discípulos, por Jesús, nada menos que Pedro declara: «Tú eres el Mesías», cuando su larga e íntima convivencia con el Maestro no podía dejarle lugar para las dudas. Por todo ello, la perplejidad expresada por Vermes estimo que se desvanece tan pronto como valoremos adecuadamente en su radical significado la falsedad del vaticinium ex eventu anunciado en Mc 8.34-35 y paralelos para explicar el fiasco de la Crucifixión, y al mismo tiempo descalificar la eventual pretensión mesiánica que indudablemente albergó en la mente de los discípulos. En un crescendo de manipulaciones y adiciones del repertorio testimonial por los cronológicamente 323


EL MITO CRISTIANO

sucesivos cuatro Evangelios conservados, la tradición oral jamás pudo borrarse en su integridad y, por el contrario, su tronco fundamental pervivió fragmentaria pero enérgicamente en dichos textos, siempre contenido o soterrado, aunque emergiendo aquí y allá con fuerza tal que la inaudita e inverosímil mesianidad eclesiástica de recambio se evidencia como lo que es: una escandalosa tergiversación histórica y teológica. Es patente que entre el conocimiento de la conciencia íntima de Jesús y los relatos neotestamentarios sobre la aventura real del personaje mediará siempre el considerable filtro teológico que mantiene esa tergiversación, y que los historiadores se enfrentarán siempre con el carácter híbrido de los textos para el propósito de diseñar un perfil razonablemente plausible de su personalidad. Uno de los más profundos y solventes investigadores de los mitos cristianos, L. Rougier, nos brinda este intuitivo apunte del enigmático tema de la propia conciencia mesiánica de Jesús, en términos del contexto de algunos momentos de la toma de decisiones en coyunturas cruciales de su vida: Vacila en pasar a Judea, por temor a ser aprehendido. Al acercarse la fiesta de los Tabernáculos, se necesita que sean sus hermanos, «no creyendo en él», quienes lo incitan a subir a Jerusalén para probarse allí: «no se actúa en secreto cuando uno quiere ser conocido. Puesto que tú haces esas obras, manifiéstate al mundo» (Jn 7.4). Jesús se recusa, luego decide ascender subrepticiamente a Jerusalén, sin hacerse ver. Cuando la multitud que él ha arrastrado al desierto quiere apoderarse de él para hacerlo rey, él se esquiva. Predica el arrepentimiento, el amor al prójimo, el perdón de las ofensas, la misericordia y las bienaventuranzas. Progresivamente, su actitud se modifica. Se hace amenazadora y perentoria. Cuando su entrada mesiánica en Jerusalén, en el momento en el que la multitud aclama en él «el Rey que viene en nombre del Señor» (Mc 11.10), algunos fariseos que se encontraban entre la muchedumbre le aconsejan benévolamente que calme a sus discípulos. Responde: «¡Os digo, si ellos se callaran, gritarían las piedras!» (Lc 19.40) (cf. La genèse des dogmes chrétiens, París, 1972, pp. 45-46).

Y Rougier, inmediatamente a continuación, cita este juicio de O. Cullmann: «No es dudoso que, en el pueblo como entre sus discípulos, se ha interpretado esta entrada como un acto decisivo para instaurar el Reino de Dios en el marco nacional, tanto más cuanto que las palmas agitadas por el pueblo recuerdan el movimiento de resistencia de los Macabeos, movimiento del cual los Zelotas se han reclamado a 324


UN BALANCE A MODO DE EPÍLOGO

He querido presentar, a la luz de los recientes y substanciales conocimientos que ofrece actualmente la Ciencia en numerosas áraes del saber, el panorama retrospectivo y prospectivo del empeño de la mente reflexiva de nuestra especie biológica en desvelar las estructuras antológicas y epistemológicas fundamentales del sujeto humano y de las experiencias históricas determinantes de su destino colectivo. En el curso de la producción de las primitivas herramientas de la industria lítica, los humanos prehistóricos comenzaron ya a interrogarse sobre la naturaleza de sus experiencias vitales en la ardua e incesante lucha por la supervivencia, tanto en el plano de sus actividades utilitarias como en el plano del conocimiento, del pensamiento y de la explicación de los fenómenos que marcaban su existencia individual y de grupo. La estructura causalista y finalista de su sistema nervioso los condujo naturalmente a un progresivo dominio de sus actividades ordinarias, sin apenas solución de continuidad respecto de sus próximos antepasados los homínidos más aventajados en el arte de la subsistencia individual y de la reproducción del grupo. Pero el atributo de la reflexividad mental como nota formalmente definitoria de su nueva condición antropológica de homo rationalis, en el sentido propio de esta expresión, llevó a los humanos al exigente esfuerzo de dar cuenta del significado plausible de una serie de fenómenos extraordinarios y enigmáticos generados en el seno de «estados alterados de conciencia», entre los que las fantasías oníricas, las visiones y alucinaciones en estados de vigilia, los trances y las catalepsias ocupaban un lugar especialmente problemático y dramático para la economía de las mentes de los primitivos. Fue en el contexto vital de esta coyuntura excepcional cuando nuestros congéneres prehistóricos protagonizaron un ominoso acontecimiento que marcaría durante milenios el destino de la especie humana y del que sólo muy lentamente comienza ahora a despertarse de su embrujo: la invención de almas o espíritus como actores privilegia419


UN BALANCE A MODO DE EPÍLOGO

dos de sus vidas. La fantasía animista, producto de un intenso esfuerzo de concentración mental de orden introspectivo, lanzó a los humanos a un sostenido proceso de autognosis de dirección dualista en la percepción de su propia condición antropológica, primeramente, y de la condición cosmológica de su mundo circundante, inmediatamente después. La hipótesis animista, aunque falsa, racionalizaba las formas enigmáticas de la conciencia otorgándoles un modesto nivel de coherencia mediante el artificio de imaginar la existencia de un doble mundo de cuerpos y almas que creaba las condiciones de posibilidad para acceder a las formas primarias de la religiosidad en cuanto primordium de las formas desarrolladas del mito religioso propiamente dicho como el gran motor de la actividad mitopoiética de los humanos en el decurso de la historia. Se trataba de la instauración de una pseudorracionalidad según la cual los problemas reales de la vida y de la muerte alcanzaban una solución especulativa e irreal mediante el juego dialéctico de dos instancias contradistintas —la corporal y la espiritual— que permitían acomodarlas mentalmente en el contexto de la escisión de la realidad unitaria del mundo. Desde entonces, los humanos fueron desarrollando y formalizando una abigarrada fenomenología religiosa apoyada en estructuras intelectivas fuertemente espiritualistas e idealistas, con la consiguiente relegación de la materia como categorización de la negatividad frente a la plenitud del ser. El filósofo y matemático René Descartes acuñaría de modo extremo la conceptualización dualista del mundo y de las sociedades animistas mediante su ontología de las dos sustancias como constitutivas del ser humano, a saber, la res extensa y la res cogitans. Esta posición le planteó problemas que nunca supo resolver en los contextos de una psicología y una epistemología postuladas desde interacciones entre espíritu y materia teóricamente imposibles. Sin embargo, este espiritualista irredimible provocó paradójicamente una brecha profunda en la tradición escolástica al reformular la condición mecanicista de la materia, así como el sustrato cerebral del sujeto cogitante: «Aunque el alma humana da forma a la totalidad del cuerpo —escribe en Principes de la philosophie (1640-1645)— su principal asiento (siège) está en el cerebro; es allí solamente donde realiza, no sólo la intelección y la imaginación, sino incluso la sensación». Trescientos cincuenta años más tarde, un importante filósofo y científico, Paul Churchland, apoyándose en relevantes resultados de las ciencias, ha podido escribir un li420


UN BALANCE A MODO DE EPÍLOGO

bro de réplica implícita al cartesianismo redivivo, titulado The Engine of Reason, the Seat of the Soul (1995), en el que explica por qué «la idea de que la cognición humana reside en una sustancia inmaterial: un alma o mente» que «sobrevive a la muerte del cuerpo-físico es difícil de cuadrar con la teoría emergente de los procesos cognitivos y con los resultados experimentales de varias neurociencias. La doctrina de un alma inmaterial parece, digámoslo francamente, otro mito exactamente, no justamente en los bordes, sino en el centro» (p. 17). Las investigaciones sobre el cerebro y los llamados estados mentales en las cuatro últimas décadas han aportado resultados concluyentes sobre su verdadera naturaleza en cuanto que estados y formas de la energía/materia; y es en este terreno donde la Ciencia ha desalojado definitivamente el mito religioso del alma espiritual e indestructible —para quienquiera entender—. La impugnación radical de este mito fundacional ya no tiene su sede en las caducas argumentaciones metafísicas y silogísticas en el marco de la tradición platónico-aristotélica bautizada por Tomás de Aquino, sino en el severo dominio de las ciencias empíricas, y en particular de todas las neurociencias. A la luz de las investigaciones sobre la naturaleza y las funciones del SNC (sistema nervioso central), y acerca de la estructura de la subjetividad humana, se descarta en términos estrictamente derogatorios el «mito cartesiano» del yo pensante, cognoscente, significante y transparente, y único motor y regidor de la voluntad y de la existencia real del sujeto metafísico y moralmente encarnado en un cuerpo instrumental rigurosamente sometido a los dictados trascendentes de una sustancia espiritual creada por Dios o un Gran Espíritu. Los lectores que hayan leído atentamente los estudios de Llinás, Dennett y Dawkins, que he presentado en forma muy simplificada por ineludibles razones de espacio, apreciarán la novedad de este libro en el marco de los debates retóricos y «humanistas» —sólo en el sentido peyorativo de este adjetivo, por lo demás nobilísimo— que todavía hoy (!) siguen practicándose para beneficio de los poderes religiosos, culturales, sociales, políticos o mediáticos que promueven las virtudes de la sumisión y la obediencia en aras de la desinformación y la ignorancia de los pueblos. Desarticulado el Gran Mito, el mito religioso, como generador o fecundador de los demás, he insertado mi interpretación crítica de otros dos grandes mitos que han nacido, en el espacio de las socieda421


UN BALANCE A MODO DE EPÍLOGO

des del tronco occidental, al calor de las Iglesias cristianas —con dimensión eminente, de la Iglesia católica—, a saber, el mito cristiano o bíblico —del que remodelo mis tesis expuestas en varios libros precedentes, pero con un perfil más exigente— y el mito político —la sumisión por mandato divino del poder civil al poder religioso, y del que presenté el ejemplo elocuente del caso español—. Vivir en la realidad es liberarse de la falsedad en sus diversas manifestaciones metafísicas, religiosas, psicológicas, políticas.... Y, para abandonar definitivamente el dominio de lo mítico y regresar al reino de la realidad, es decir, a lo que realmente existe, debemos depurar el lenguaje ordinario suprimiendo el falso dualismo ontológico del saber que representarían supuestamente las «ciencias del espíritu» (Geisteswissenschaften) versus las «ciencias de la naturaleza» (Naturwissenschaften), con el fin de asentar la unidad de la ciencia sobre el estudio riguroso de la Naturaleza como totalidad ontológica de lo que hay en su múltiple manifestación fenomenológica; y, de paso, sustituir lo que aún se conoce tradicionalmente por psicología como disciplina académica —tributaria del ilusorio concepto de «alma» (psyché)— por el estudio y la investigación científica que propone la fisiosicología, que trata de determinadas funciones cerebrales que realizan todos los comportamientos del animal humano.

422


SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

Armstrong, D. M., A Materialist Theory of Mind, Man., 1968. Bammel, E. y Moule, C. F. D. (eds.), Jesus and the Politics of His Day, Cambridge (Mass.), 1984. Bareau, A., «Le Bouddhisme Indien», en Histoire des Religions, 1 (Encyclopédie de la Pléiade), París, 1970, pp. 1146-1216. Barrow, J. D., Theories of Everything. The Quest ofr Ultimate Explanation, Oxford, 1990. Bauer, B., Kritik der evalischen Geschichte der Synoptileer, Leipzig, 1841-1842, 3 vol. —, Kritik der Evangelien, Berlín, 1850-1851, 2 vol. Bechtel, W., Philosophy of Mind. An Overview for Cognitive Science, Nueva York, 1988. —, Philosophy of Science. An Overview for Cognitive Science, Nueva York, 1988. Bécker, J., Relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede durante el siglo XIX, Madrid, 1908. Ben-Chorin, S., Bruder Jesu. Der Nazarener aus jüdisches Sicht, Múnich, 1967 (trad. cast. Hermano Jesús. El nazareno desde una perspectiva judía, Barcelona, 2003). Bleicher, J., Contemporary Hermeneutics, Londres, 1980. Boden, M. A., Artificial Intelligence and Natural Man, Nueva York, 1977. Bonhême, M. A. y Forgeau, A., Pharaon. Les sécrets du pouvoir, París, 1988. Bornkamm, A. von, Jesus of Nazareth, Nueva York, 1960 (original Stuttgart, 1956). Brandon, S. G. F., «The Ritual Tecnique of Salvation in the Ancient Near East», en AA. VV., The Saviour God. Comparative Studies in the Concept of Salvation, Manchester, 1963. —, History, Time and Deity, Manchester, 1965. —, Jesus and the Zealots. A Study on the Political Factor in Primitive Christianity, Manchester, 1967. 423


SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

Bultmann, R., Geschichte der synoptischen Tradition, Göttingen, 1921, 19312 (trad. ingl. History of the Synoptic Tradition, Nueva York, 1963; trad. cast. Historia de la tradición sinóptica, Salamanca, 2000). —, Theologie des Neuen Testaments, Tübingen, 1948-1953 (trad. ingl. Theology of the New Testament, Nueva York, 1951, 1953; trad. cast. Teología del Nuevo Testamento, Salamanca, 1997). Bunge, M., Scientific Materialism, Dordrecht, 1981 (ed. cast. Materialismo y ciencia, Barcelona, 1981). —, The Sociology-Philosophy Connection, New Brunswick, 1999 (trad. cast. La relación entre la sociología y la filosofía, Barcelona, 2000). —, A la caza de la realidad: la controversia sobre el realismo (trad., Barcelona, 2007). Caillat, C., «Le Jinisme», en Histoire des Religions, 1 (Encyclopédie de la Pléiade), París, 1970, pp. 1103-1145. Cairns-Smith, A. G., Seven Clues to the Origin of Life, Cambridge, 1985. Campenhausen, H. von, La formation de la Bible Chrétienne, Neuchâtel, 1971 (original, Tübingen, 1968). Cassirer, E., An Essay on Man. An Introduction to the Philosophy of Human Culture, New Haven, 1945 (trad. cast., Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura, México, 1945). Catchpole, D. R., «The “Triumphal” Entry», en E. Bammel y C. F. D. Moule (eds.), Jesus and the Politics of His Day, Cambridge (Mass.), 1984, pp. 319-334. Changeux, J.-P., L’homme neuronal, París, 1983. Chappell, V. C. (ed.), The Philosophy of Mind, Nueva York, 1991. Churchland, P. M., Matter and Consciousness, Mass., ed. rev. 1988. —, A Neurocomputational Perspective. The Nature of the Mind and the Structure of Science, Mass., 1989. —, The Engine of Reason, the Seat of the Soul, Mass., 1986. Churchland, P. S., Neurophilosophy. Toward a Unified Science of the Mind/Brain, Mass., 1986. Clements, K. W., Friedrich Schleiermacher, Londres, 1987. Conzelmann, H., Théologie of St. Luke, Nueva York, 1960 (original, Tübingen, 1954). —, Théologie du Nouveau Testament, Genève, 1969 (original, München, 1967). —, History of Primitive Christianity, Nashville, 1979 (original, Göttingen, 1969). —, Jesus, Filadelfia, 1979 (original, Tübingen, 1975). Dawkins, R., The Selfish Gene, Oxford, 1976, 19892 (trad. cast. El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta, Barcelona, 1993). 424


SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

—, The Extended Phenotype. The Long Reach of the Gene, Oxford, 1982, 19992. —, The Blind Watchmaker, Nueva York, 1986. —, The God delusion, Nueva York, 2006. Dennett, D., Content and Conciousness, Londres, 1969 (trad. cast., Contenido y Conciencia, Barcelona, 1985). —, Elbow Room. The Varieties of the Free Will Worth Wanting, Oxford, 1984 (trad. cast. La liberdad de acción. Un análisis de la exigencia de libre albedrío, Barcelona, 1992). —, The Intentional Stance, Cambridge (Mass.), 1987 (trad. cast. La actitud intencional, Barcelona, 1991). —, Conciousness Explained, Boston, 1991 (trad. cast. La conciencia explicada, Barcelona, 1995). —, Darwin’s Dangerous Idea, Nueva York, 1995. Dibelius, M., Gospel Criticism and Christology, Londres, 1935. Drews, A., Christusmythe II (trad., Madrid, 1988). Edwards, P. (ed.), Immortality, Nueva York, 1992. Erman, A. y Ranke, H., La civilisation égyptienne, París, 1976. Ehrman, B. D., The Orthodox Corruption of Scripture. The Effect of Early Christological Controversies on the Text of the New Testament, Oxford, 1983. Ferguson, K., Stephen Hawking. Quest for a Theory of Everything, 1991. Ferris, T., The Whole Shebang. A State-of-the-Univers(e) Report, Nueva York, 1997. Figuero, J., Si los frailes y curas supieran..., Madrid, 2001. Flew, A., The Logic of Mortality, Nueva York, 1987. Francfort, H., A Study of Ancient Near Eastern Religion on the Integration of Society and Nature, Chicago, 1948. Feuerbach, L., Das Wesen des Christentums, Leipzig, 1841 (trad. ingl. The Essence of Christianity, 18542; trad. cast. La esencia del cristianismo, Madrid, 1995). Funk, W. y Hoover, R. W., «The Jesus Seminar», The Five Gospels, Nueva York, 1993. Gadamer, H.-G., Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, trad. cast., Salamanca, 1977 (2 vols.). —, Il problema della coscienza storica, trad. ital., Nápoles, 1969 (19742). Garcés, J., Soberanos e intervenidos, Madrid, 1996. García-Trevijano, A., Frente a la gran mentira, Madrid, 1996. García de Haro, F., El secuestro de la mente. ¿Es real todo lo que creemos?, Madrid, 2006. Goguel, M., L’Église primitive, París, 1947. —, Jésus, París, 19502. 425


SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

—, La naissance du Christianisme, París, 1955. González Salinero, R., Las persecuciones contra los cristianos en el imperio romano. Una aproximación crítica, Madrid, 2005. Greene, B., El Universo elegante. Supercuerdas, dimensiones ocultas y la búsqueda de una teoría final (trad., Barcelona, 2001). Grimaldos, A., La sombra de Franco en la transición, Madrid, 2004. —, La CIA en España, Madrid, 2006. Guignebert, C., Jésus, París, 1969. Harnack, A. von, History of Dogma, Nueva York, 1961 (7 vols.) (original, Leipzig, 1886, Tübingen, 19315). —, The Sayings of Jesus. The Second Source of St. Matthew and St. Luke, Nueva York, 1908 (original, Leipzig, 1897). Hawking, S., «Is Everything Determined?», en Black Holes and Baby Universes and Other Essays, Nueva York, 1993 (trad. cast. Agujeros negros y pequeños universos y otros ensayos, Barcelona, 1994). —, «Las objeciones de un reduccionista descarado», en R. Penrose et al., The Large, the Small and the Human Mind, Cambridge, 1997 (trad. cast., Lo pequeño, lo grande y la mente humana, Madrid, 1999). —, The Universe in a Nutshell (2001). Heitmüller, W., «Im Namen Jesu». Eine sprach und Religions geschichtliche Untersuchung zum Neuen Testament Speziell zur Altchristlichen Taufe, Göttingen, 1903. —, Taufe und Abendmahl bei Paulus: Darstellung und religionsgeschichtliche Beleuchtung, Göttingen, 1903. Herren, G., Fractales. Las estructuras aleatorias, Buenos Aires, 2002. Hiers, H., The Kingdom of God in the Synoptic Tradition, Gainsville, 1970. —, The Historical Jesus and the Kingdom of God, Gainesville, 1973. —, Ethics in the New Testament. Change and Development, Londres, 1975. —, Jesus and the Future. Unresolved Quaestions for Understanding and Faith, Atlanta, 1981. Hume, D., A Treatise of Human Nature (1739-1740). —, An Enquiry concerning Human Undertanding (1751). —, Dialogues concerning Natural Religion (1752-1779). Jeremias, J., Les Paraboles de Jésus, Le Puy, 1962 (original, Zúrich, 1947; trad. cast. Las parábolas de Jesús, Estella, 1970). —, Abba. El mensaje del Nuevo Testamento, Salamanca, 1989 (original, Göttingen, 1966). —, Palabras desconocidas de Jesús, Salamanca, 1984 (original, Göttingen, 1967). Käsemann, E., Essays on New Testament Themes, Londres, 1964. —, Ensayos exegéticos, Salamanca, 1978 (original Göttingen, 1964). 426


SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

—, El Testamento de Jesús, Salamanca, 1983 (original, Tübingen, 1971). Kauffman, S., At Home in the Universe, Nueva York, 1995. Kloppenborg, J. S., The Formation of Q, Filadelfia, 1987. Koch, Ch., The Quest for Consciousness. A Neurobiological Approach (Englewood., Col., 2004). Koester, H., Ancient Christian Gospels. Their History and Development, Londres, 1990. Kümmel, W. G., The New Testament. The History of the Investigation of Its Problems, Londres, 1973 (original, Freiburg, 1958). Küng, H., El principio de todas las cosas: ciencia y religión (trad., Madrid, 2007). Leew van der, G., Pänomenologie der Religion, 1933 (rev. 1956) (trad. cast. Fenomenología de la religión, México, 1964). Lessing, G., Lessing’s Theological Writings (trad. Stanford, 1957). Llinás, R., El cerebro y el mito del yo, Bogotá, 2002. Loisy, A., L’Évangile et l’Église, París, 1930. —, El nacimiento del cristianismo, Buenos Aires, 1948 (original, París, 1933). —, The Origins of the New Testament, Nueva York, 1950 (París, 1936). Lorenz, E. N., The Essence of Chaos (Washington, 1993). Lüdemann, G., Jesus after 2000 Years, Amherst/Nueva York, 2001. Maccoby, H., Revolution in Judaea, Nueva York, 1980. —, The Mythmaker. Paul and the Invention of Christianity, Londres, 1986. —, Paul and Hellenism, Londres, 1991. Mack, B. L., A Myth of Innocence. Mark and Christian Origins, Filadelfia, 1988. —, The Lost Gospel. The Book of Q & Christian Origins, San Francisco, 1993 (trad. cast. El evangelio perdido, Barcelona, 1994). Menéndez Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, 18801882. Michie, D., On Machine Intelligence, Edimburgo, 1974. Moya, F., El reloj de la sabiduría. Tiempos y espacios en el cerebro humano, Madrid, 2001-2002. Navarro Esteban, J., 25 años sin Constitución, Madrid, 2003. Neill, S., The Interpretation of the New Testament 1861-1961, Londres, 1966. Neill, S. y Wright, T., The Interpretation of the New Testament 1961-1986, Oxford, 1988. Onfray, M., Tratado de ateología (trad. cast., Barcelona, 2006). Oparin, A. I., Origin of Life, Nueva York, 1938. Orgel, L. E., The Origin of Life: Molecules and Natural Selection, San Diego, 1973. Penrose, R., The Emperor’s New Mind, Oxford, 1989. 427


SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

—, On Human Nature, Cambridge Mass., 1978. Pérez Garzón, J. S., Los factores de desarrollo del republicanismo federal de 1808 a 1874, Madrid, 1996. Perrin, N., Rediscovering the Teaching of Jesus, Londres, 1967. —, What Is Redation Criticism?, Londres, 1970. Piñero, A., El otro Jesús. Vida de Jesús en los evangelios apócrifos, Córdoba, 1993. —, Guía para entender el Nuevo Testamento, Madrid, 2006. Prigogine, I./Stengers, I., La Nouvelle Alliance: Métamorphose de la Science, París, 19862. Puente Ojea, G., Ideología e historia. La formación ideológica del cristianismo como fenómeno ideológico, Madrid, 20018 (1.ª ed. 1974). —, Ideología e historia. El fenómeno estoico en la sociedad antigua, Madrid, 19954 (1.ª ed. 1974). —, Imperium crucis. Consideraciones sobre la vocación de poder en la Iglesia católica, Madrid, 1989. —, Fe cristiana, Iglesia, poder, Madrid, 20014 (1.ª ed. 1991). —, El evangelio de Marcos. Del Cristo de la fe al Jesús de la historia, 19983 (1.ª ed. 1992). —, Elogio del ateísmo. Los espejos de una ilusión, Madrid, 19952 (1.ª ed. 1995). —, Ateísmo y religiosidad. Reflexiones sobre un debate, Madrid, 20012 (1.ª ed. 1997). —, El mito del alma. Ciencia y religión, Madrid, 2000. —, El mito de Cristo, Madrid, 20002 (1.ª ed. 2000). —, Opus minus. Una antología, Madrid, 2002. —, Mi embajada ante la Santa Sede. Textos y documentos, 1985-1987, Madrid, 2002. —, La andadura del saber. Piezas dispersas de un itinerario intelectual, Madrid, 2003. Puente Ojea, G. y Careaga Villalonga, I., Animismo. El umbral de la religiosidad, Madrid, 2005. Raguer, H., «La Iglesia en la II República», en Arbor, 426-427, 1981, pp. 5166. —, «El cardenal Gomá y la Guerra de España», en Arbor, 436, 1982, pp. 4381. Rahner, K. y Vorgrimler, H., Diccionario teológico, Barcelona, 1966 (original, Freiburg, 1964). Reimarus, H. S., Apologie oder Schutzchrift für die vernünftigen Verehrer Gottes, Frankfurt am Main, 1972 (= 1774-1778). Robinson, J. M., The Problem of History in Mark (trad. Filadelfia, 1972). 428


SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

Robinson, J. M. y Koester, H., Trajectories through Early Christianity, Filadelfia, 1971 (Tübingen, 1971). Rohde, J., Rediscovering the Teaching of the Evangelists (trad. Londres, 1968). Rosenthal, D. M. (ed.), Materialism and the Mind-Body Problem (Indianápolis, 1987). Rougier, L., Dieu et César, París, 1956. —, La genèse des dogmes chrétiens, París, 1972. Rubia, F. J., El cerebro nos engaña, Madrid, 2001. Ruse, M., ¿Puede un darwinista ser cristiano? La relación entre ciencia y religión, Madrid, 2004. Sanders, E. P., Paul and Palestinian Judaism, Londres, 1977. —, Paul, the Law, and the Jewish People, Londres, 1983. —, Jesus and Judaism, Londres, 1985. —, Paul, Oxford, 1991. Schleiermacher, F. D. E., Sobre la religión. Discursos a sus menospreciadores cultivados, Madrid, 1990 (original, Berlin, 1799). Schürer, E., The History of the Jewish People in the Age of Jesus Christ (original, Leipzig, 1886-1890, 1901-19094), Edimburgo, 1973-1987 (4 vols.) (ed. dir. y rev. por G. Vermes, F. Millar, M. Black; M. Goodman y P. Vermes; trad. cast. de los dos primeros vols. Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús, 175 a. C.-135 d. C., Madrid, 1985). Schweitzer, A., Storia della ricerca sulla vita di Gesù (trad. Brescia, 1986; original, Tübingen, 1906) (trad. cast. Investigación sobre la vida de Jesús, Valencia, 1990). Searle, J. R., The Rediscovery of the Mind (Massachusetts, 1992). Segundo, J. L., ¿Qu’est-ce qu’un dogma?, París, 1992. Smart, N., The Religious Experience of Mankind, Nueva York, 1969, 19912. Spielberg, N./Anderson, B. D., Seven ideas that shook the universe (1987). Stenger, V., Not by Design. The Origins of the Universe, Buffalo, Nueva York, 1988. —, Physics and Psychics (Amherst, Nueva York, 1990). —, The Unconscious Quantum (Amherst, Nueva York, 1995). —, Timeless Reality: Simmetry, Simplicity and Multiple Universes (Amherst, Nueva York, 2000). —, Has Science found God? (Amherst, Nueva York, 2003). Strauss, D. F., The Life of Jesus Cristrically Examined, Filadelfia, 1972 (original, Leipzig, 1864). —, A Critique of Schleiermacher’s The Life of Jesus, Filadelfia, 1977 (original, 1865). Streeter, B. H., The Four Gospels, Londres, 1924 (19512). Talbert, Ch. H. (ed.), Reimarus: Fragments, (trad. Filadelfia, 1970). 429


SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

Thrower, J., The Alternative Tradition. Religion and the Rejection of Religion in the Ancient World, The Hague, 1980. Tylor, E. B., Primitive Culture, Londres, 1871 (2 vols.) (trad. vol. II, La religión en la cultura primitiva, Madrid, 1981). Vermes, G., Jesus the Jew, Londres, 1973 (trad. cast. Jesús el judío. Los evangelios leídos por un historiador, Barcelona, 1977). —, The Religion of Jesus the Jew, Londres, 1993 (trad. cast. La religión de Jesús el judío, Madrid, 1996). —, La Pasión (Barcelona, 2007). Vinet, A., Essai sur la manifestation des convictions, París, 1839 (19282). Wartofsky, M. W., Feuerbach, Manchester, 1982. Weber, M., Wirstchaft und Gesellschaft. Grundiß der verstehenden Soziologie, Tübingen, 1922, 19805 (trad. cast. Economía y Sociedad, México, 19441946). —, The Sociology of Religion, Boston, 1956, 19642 (trad. cast. Sociología de la religión, Madrid, 1997). Wegner, D., The Illusion of Conscious Will, Manchester, 2002. Weinberg, S., The First Thee Minutes. A Modern View of the Universe, Nueva York, 1977. —, Dreams of a final theory. The search for the fundamental laws of Nature, Nueva York, 1992-1993. Weiss, J., Early Christianity (trad. Nueva York, 1937 y 1959) (2 vols.). —, Jesus’ Proclamation of the Kingdom of God (trad. Filadelfia, 1971). Wellhausen, J., Prolegomena to the History of Ancient Israel, Nueva York, 1957 (original, Berlin, 1906). Wilson, E. O., Sociobiology: The New Synthesis, Cambridge, Mass., 1975. Wrede, W., The Messianic Secret (trad. Cambridge, 1971). Zeki, S., A Vision of the Brain, Oxford, 1995.

430


ÍNDICE DE NOMBRES

Searle, J., 121, 162, 191-192, 227 Segundo, J. L., 21 Segura, monseñor (cardenal primado), 376, 381 Sellars, W., 151 Serrano, general, 367 Shakespeare, W., 269 Shelley, P. B., 216-217 Sherk, H., 106 Shermer, M., 27 Sherrington, C., 17 Simón el Zelota, 332 Sjöberg, E., 313 Skinner, B. F., 266 Smart, N., 72-74, 83, 86, 121 Soboul, A., 363 Sócrates, 246 Sommerhoff, G., 121 Sorel, G. E., 371 Spalding, D., 210 Spinoza, B., 79 Steriade, M., 115 Strauss, D. F., 288, 318 Streeter, B. H., 339 Stryker, M. P., 106 Suárez, A., 400

Tylor, E. B., 12,13, 22, 23, 45, 50, 5860, 76, 81, 83, 102, 115, 186, 195, 241-242 Van der Leeuw, G., 41 Van Inwagen, P., 256 Vardhama-na (Jina y Mahavira), 76, 78 Vendler, Z., 157 Ventosa Calvell, J., 382 Vermes, G., 313, 322-323, 334 Veyne, P., 20 Vidal i Barraquer, F., 376, 380, 383385 Vilaplana, sacerdote, 383 Vinet, A., 393 Von Harnack, A., 318, 339 Von Neumann, J., 174-178 Vorgrimler, H., 285 Wartofsky, M. W., 55 Weber, M., 22, 23, 29-32, 44, 58, 59 Wegner, D., 259, 261-262 Weiss, J., 318 Wellhausen, J., 339 Wernle, P., 339 Wertheimer, M., 167 Wiener, N., 265 Wiesel, T., 106, 158 Williams, G. C., 234, 246 Wrede, W., 298, 309, 311-315, 318 Wright, J., 210

Taylor, B., 102 Tedeschini, nuncio, 380, 383-384 Thompson, D’A., 170 Thrower, J., 82 Tierno Galván, E., 401 Tomás, apóstol, 340 Tomás de Aquino Troeltsch, E.,31 Truman, H., 187 Turing, A., 104, 175-176

Young, J. Z., 138 Zaddok, 334-335, 345

436


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.