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El juicio rigorista

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Prólogo

Prólogo

El juicio rigorista

Eran las seis de la tarde y Maruca no dejaba de mascar chicle, con su acostumbrada ansiedad. Como de costumbre, su plática era fluida y generosa. El tema central eran las infidelidades de su marido. –Solamente en su consultorio me puedo desahogar como yo necesito –dijo–. Mis hermanas me dicen que ya están fastidiadas con las mismas quejas de siempre. Su cara redonda se hizo más rubicunda que de costumbre al repetir sus anécdotas acostumbradas. –Ya sé que ya le he dicho muchas veces acerca de los mensajes que le vi en el celular a mi marido. Pero su última aventura, la que no le he contado, tiene que ver con mi propia hermana. Eso sí que no se lo paso. Aunque también él me ha dicho que mi hermana tuvo mucho que ver en eso. Y sé que él es hombre y que también la carne es débil y que no hay hombre que se resista a la tentación. Y me ha dicho que mi hermana se le ofrecía y que la última vez, ella se le acercó, él estaba borracho y, entonces, cayó en la tentación. –A veces –continuó– mi familia me dice que lo justifico mucho, pero una tiene que ser más… más… más comprensiva: yo también me pongo en el lugar de ellos y creo que uno como hombre no puede evitar caer en la tentación, a veces pienso que nosotras como mujeres también hemos de tener nuestras propias tentaciones. Yo no nací hombre, y no sé cómo sientan ellos, y nunca lo sabré, pero creo que ellos tienen ese impulso y, ¡pobres!, no lo pueden controlar. Lloró en ese momento. Con sus manos pecosas y regordetas, maltratadas por el detergente, tomó una servilleta de su bolsa de mano y se enjugó las lágrimas.

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–De todos modos, ¡qué joda!: yo no sé por qué Dios nos hizo así, a los hombres tan cabrones y a las mujeres tan abnegadas. Ya para qué me tomo las pastillas que usted me da, estoy segura que de nada cambiarán las cosas. No en balde me dice mi esposo que no me las tome, que sólo me van a hacer adicta y que todo está en mí. No se crea: si él sí se preocupa por mí, me procura, me cuida. No sé qué haría sin él. Después de un breve silencio, Maruca, con la mirada perdida y fija en el piso, agregó: –Lo mejor sería que me dé de alta y venga después, cuando yo crea que necesite ayuda. Se levantó pesadamente de su asiento, dio las gracias y salió. El silencio invadió el consultorio en ese momento.

Un año y medio después Maruca acudió al consultorio. Se le apreciaba más delgada, con un paso más firme y sin mascar chicle. Tomó asiento y me miró de una manera escrutadora, con los ojos entrecerrados, como si quisiera encontrar en mi rostro un cambio de paradigma en su vida. –He llegado a la conclusión que Romualdo es un cabrón y no se vale lo que me ha hecho desde hace muchos años. Una cosa es que sea hombre y otra cosa es que haga muchas chingaderas. No se vale. Enumeró las infidelidades añejas de Romualdo y las nuevas adquisiciones del último lapso en que nos habíamos dejado de ver. En esta ocasión lloró con la mirada perdida en la pared, en silencio, sin cambios en su tono de voz. El descuido de su persona seguía sin igual, pero su actitud ante los problemas de su vida era diferente. –He estado pensando y creo que haberse metido con mi hermana fue lo peor que pudo haber hecho. ¡Qué poca madre!

He estado pensando y he llegado a la conclusión que, está bien que sea hombre, y que mi hermana se le ofrecía… pero mi hermana tiene 15 años de edad… y además tiene eso que le llaman Down. Rosita tiene sus ojitos rasgados y es bajita de estatura. Que Dios me perdone si soy muy rigorista con mi opinión sobre Romualdo, pero a veces pienso que es un abusador…

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