ISSN 18519393
Sismo Trapisonda Segunda época Número 6 Fines de 2020
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CONTENIDO EDITORIAL. Volvimos Resultados del I Concurso Literario y de Ilustración CUENTO. El traquetear de los 120 huesos de Ruperto Pedro POESÍA. Lo que queda de tu cuerpo POESÍA. Volver ILUSTRACIÓN. Regreso del tiempo perdido CUENTO. Tan chicos POESÍA. Pasaje de vuelta CUENTO. Disco infernal en el planeta Kumbla POESÍA. 150819 ILUSTRACIÓN. El abismo ILUSTRACIÓN. Volver a ser niño SECCIÓN ESPECIAL. Regresos POESÍA. praia vermelha POESÍA. Playas CUENTO. Difusa POESÍA. Viaje astral SINAPSIS. El exilio imposible GALERÍA. Volver CUENTO. Nunca hablamos de Brahms POESÍA. Comportamiento cíclico SECCIÓN ESPECIAL. Esperando el año pasado POESÍA. Ellos siempre regresan POESÍA. El reproche de los pasos CUENTO. Volver SINAPSIS. Las aventuras del Doctor Von Braun POESÍA. Fondo POESÍA. Estoy pensando en el perfume de una rosa POESÍA. XXIV Nosotros
ST#6 3 5 6 11 11 12 13 17 18 23 24 24 25 28 28 29 31 32 35 39 40 41 44 45 46 47 50 51 51 52
Director / Editor Responsable Sebastián Lalaurette Escriben en este número Daniela Ema Aguinsky, Manuel Felipe ÁlvarezGaleano, Fernando Antolín Morales, Márgara Averbach, Eidé Beltrán, Julieta Calí, Hugo Coneus, Laura Coronel Viana, Barbarella D'Acevedo, María Victoria Descotte, Gastón Dufour, María de los Milagros Esquibel, Sebastián Lalaurette, Fernando Manzini, Micaela Márquez, Osvaldo Aníbal Martínez, Ana Paula Martínez Garrigós, Alejandro Noguera, Solange Pagano, Paula Parabúe, Leonardo Pirolo, Juan José Popayán Alvarado, Cecilia Soto, Matías Villa Prieto Ilustran este número Jhon Benavides, Julieta Calí, Diana De los Reyes, Verónica Feinmann, Flora Francola, Juan Grenno, Sofía Pal, Juan Roma, Guille Sil, Juan Soto Logo ST DCV María Luz Grioni
ilustración de portada: “Regreso del tiempo perdido” de Jhon Benavides (primer premio en la categoría Ilustración, I Concurso Literario y de Ilustración "Sismo Trapisonda")
EDITORIAL
Volvimos Qué lindas suenan algunas palabras después de un tiempo. A doce años (¡doce años!) de que esta revista apareciera en el mundo en un arrebato de locura juguetona, nos convoca el verbo más hermoso de todos: volver. Pucha que es lindo volver. Pucha que vale la pena estar vivos. A menos que ya conocieras la revista (cosa muy improbable realmente), se impone una explicación. Este número que estás leyendo ahora mismo es el primero de la segunda época de Sismo Trapisonda, una revista que vio la luz allá por agosto de 2008 pero cuya génesis como idea se remonta a junio de ese año. Y que, además de una revista, era una intervención urbana, primero sobre el paisaje urbano de la ciudad de La Plata, en Buenos Aires, Argentina, y luego también en otros lugares del país y el exterior: General Roca, San Rafael, Minatitlán, Burzaco y quién sabe dónde más. Dijimos que es el primer número de la segunda época; en orden correlativo, es el sexto, porque durante la primera época lanzamos cinco números que, por cierto, se pueden ver acá: https://slalaurette.github.io/sismo/material.html. Ahora bien, entre el quinto y el sexto número de ST, es decir entre la primera y la segunda época, hubo un pequeñísimo bache de nueve años. En el trayecto quedó un número 6 a medio hacer que retomaremos conceptualmente en la próxima ocasión (el tema de ese número iba a ser “Super-”; pero este regreso ameritaba que el signo convocante fuera “Volver”, por lo cual aquel superconcepto quedará para el séptimo).
En su primera etapa, Sismo Trapisonda fue una cosa muy extraña. La verdad es que no sé bien cómo pudo funcionar. Es decir, sí, lo sé, lo sé perfectamente: funcionó porque hubo un grupo de colaboradores talentosos y generosos que pusieron lo suyo para que fuera posible. Lo que no entiendo bien es cómo pudo prender en ellos una convocatoria tan absurda. Porque era absurda, sin lugar a dudas. La revista era digital pero no estaba en Internet; la grabábamos en CD y la dejábamos desperdiga-
Volverá la voz en Sismo Trapisonda su eco a oír. –Néstor Pereira Sánchez da por distintas ciudades, en veredas, entradas de edificios, paradas de colectivos, bancos de plaza, monumentos, estaciones ferroviarias..., a la espera de que alguien la encontrara, de que se produjera ese improbable contacto entre el transeúnte desprevenido y la publicación que nosotros habíamos hecho con tanto amor (y que al principio ni siquiera se presentaba como tal: los primeros números estaban grabados en discos en cuyo exterior se leía, solitaria, la palabra “LLEVAME”; sólo al cabo de un tiempo pasamos a una identificación más concreta a través de etiquetas impresas en un negocio que, por cierto, cobraba bastante caro el procedimiento, 3
al menos para mis siempre exiguos bolsillos). ¿Ir al encuentro de un lector que no había buscado la revista, que iba a toparse con el CD sin saber qué era, que a lo mejor ni se daba cuenta de que se trataba de un disco pensado para poner en la computadora y no en el equipo de audio? ¿Escribir, corregir, editar, dibujar, pintar, diagramar, con vistas a una edición de cien ejemplares de los cuales la mayor parte quizás fuera a parar a las bolsas de los barrenderos? ¿Salir a repartir los ejemplares pasada la medianoche, en bicicleta, procurando no ser vistos para que el hallazgo de la revista fuera realmente sorpresivo? Había que estar un poco loco para participar en una cosa así. Por suerte, todos estábamos un poco locos. Por eso funcionó. Por la locura. (Y porque lo de la bicicleta, francamente, era divertido. Eso también hay que decirlo.) En su primera época, entre 2008 y 2011, sacamos cinco números de Sismo Trapisonda, cada uno más trabajado y más ambicioso que el anterior. La lista de conceptos en torno a los que giraron los sucesivos números quizás diga algo de la génesis y evolución de la revista, no sólo como realidad, sino también como idea: agujeros, ruido, andar, juego, nunca. Ahora queremos desmentir ese último concepto, ese “nunca” que concluyó la primera época de ST y que pareció darle fin para siempre. Porque volvimos. Y volvimos con todo. En esta nueva encarnación, Sismo Trapisonda es menos rara, menos loca, pero más potente.
Volvimos con doce años de experiencia que antes no teníamos y volvimos abriéndonos de entrada al ancho universo de Internet que en aquella época desdeñamos (porque es otro tiempo, porque ahora sí podemos decir que todo el mundo puede leer una revista en Internet, lo que no era el caso en Latinoamérica en 2008). Y volvimos con un concurso internacional. Porque siempre se trató de ir a buscar nuevos talentos, de procurar encontrarlos allí donde estén escondidos, de traerlos a la luz y acogerlos en estas páginas hechas de píxeles y bits. Y estamos encantados de haber renovado la apuesta. La convocatoria era simple: queríamos textos e ilustraciones referidas al concepto de volver (¡qué hermoso verbo!). Cien personas enviaron sus obras desde dieciocho países repartidos por cuatro continentes, lo cual a mí, al menos, me hizo saltar el corazón de alegría: no esperaba que tuviéramos una convocatoria tan amplia con un concurso que no tenía un premio en metálico (¿ya dije que somos pobres?). Algunas notas sobre el concurso (más detalles en el blog de la revista, https:// sismotrapisonda.wordpress.com): la distribución de edades resultó más que interesante, ya que tuvimos participantes de 18 a 80 años; hubo una mayoría simple de argentinos, pero fueron en total menos de la mitad; registramos participaciones desde lugares impensados como Corea del Sur, Eslovaquia y Hungría.
Es decir que nuestra búsqueda de talentos está funcionando. Se diría que no hay lugar en el mundo donde puedan esconderse. Allí donde estén, los encontramos, los vamos a seguir
había muchas cosas que ameritaban su orgullosa publicación; muchas más, de hecho, que las que razonablemente caben en este número. Material, en todos los casos, de primera, que nos honra llevar a la luz. Por no hablar de los textos y dibujos de colaboradores que ya estaban desde la primera época o que se fueron sumando en este tiempo. Y de la galería de fotos. Y de las dos secciones especiales, una relacionada con experiencias de retornos a lugares, a hábitos, a personas... y la otra con la aspiración de la vuelta a una normalidad parecida a la que existía antes de que el coronavirus responsable de la pandemia de COVID-19 SARSCoV-2 se desparramara por el mundo dejando un tendal de muertos, de pérdidas, de soledades. Pero ¿para qué abundar en la descripción del material que vos mismo vas a poder juzgar y (espero) disfrutar a partir de la siguiente página? Adelante, pasá a ver: estás entre amigos. Y hablando de eso, quiero dedicar las últimas líneas de este editorial a los amigos que acompañaron el proyecto desde su inicio (algunos reinciden en este número) y a los que se fueron sumando por el camino. Pensar en su talento, su empuje, pero sobre todo en su generosiJeanJacques Grandville, 1845 dad, es algo que me sigue haciendo eencontrando. mocionar al cabo de tantos años. No nombro a Publicamos en este número todas las obras ninguno porque olvidaría, fatalmente, a uno o premiadas (tres cuentos, tres poemas, tres ilusdos. Pero ahí están, dentro, siempre. traciones) y también otras que no queríamos perdernos, porque entre el material recibido –Sebastián Lalaurette 4
CERTAMEN
Resultados del I Concurso Literario y de Ilustración "SISMO TRAPISONDA" Damos a conocer la nómina de ganadores en las tres categorías en las que se registraron premios (la categoría de ensayo quedó desierta). Todas las obras premiadas se publican en este mismo número. Felicitamos calurosamente a los galardonados y los invitamos a quedar en contacto con nosotros: ¡ahora que los descubrimos, no queremos dejarlos ir!
CUENTO
POESÍA
ILUSTRACIÓN
PRIMER PREMIO
PRIMER PREMIO
PRIMER PREMIO
"El traquetear de los 120 huesos de Ruperto Pedro"
"Volver"
"Regreso del tiempo perdido"
Matías Villa Prieto
Márgara Averbach Argentina
Jhon Benavides Colombia
Chile
SEGUNDO PREMIO
"Tan chicos"
"Lo que queda de tu cuerpo"
"Volver a ser niño"
Leonardo Pirolo
Juan José Popayán Alvarado
Guille Sil
Argentina
Colombia
Argentina
TERCER PREMIO
TERCER PREMIO
TERCER PREMIO
“Disco infernal en el planeta Kumbla”
“Pasaje de vuelta”
“El abismo”
Daniela Ema Aguinsky
Juan Roma
Barbarella D’Acevedo
Argentina
SEGUNDO PREMIO
Cuba 5
SEGUNDO PREMIO
Argentina
CUENTO
Matías Villa Prieto
El traquetear de los 120 huesos de Ruperto Pedro PRIMER PREMIO EN CATEGORÍA CUENTO
I CONCURSO LITERARIO Y DE ILUSTRACIÓN "SISMO TRAPISONDA" Cierto joven, llamado con el primer nombre de Luis que continuaba con el segundo nombre de Mario, había tenido que soportar demasiadas noches ya los sollozos de su anciano padre quien lloraba desconsolado por haber perdido a su primogénito e hijo favorito a manos de un vecino limítrofe que apretó su gatillo, en un momento nervioso, por allá cerca de un puerto llamado Luisa, en una isla llamada Lennox, por una guerra que nunca fue guerra, más bien, conflicto. Los llantos del padre, llamado con el primer nombre de Claudio que continuaba con el segundo nombre de Julio, se paseaban fastidiosos por cada recoveco del terreno que el viejo adquiriera años atrás –a su presente– en base a trabajos duros y un par de suertes del tipo herencia, que se situaba un poco más allá de las líneas del tren, un poco más allá de la casa de la familia Carrera. La residencia se distinguía blanca, el terreno triunfaba vasto y por ahí, por murmullos de hombres insaciables de talante pernicioso, se corría el rumor de tesoros enterrados sin celador. El hijo sabía lo que decían las voces y sentía miedo al saber que su hogar corría el peligro de ser arrebatado de sus endebles manos. Luis Mario, nombrado así debido a su tatarabuela por parte de madre un jueves del siglo veinte después de Cristo, le rogó a su padre
volver a entrar en sí. Sus rodillas tocaban el suelo y sus manos se juntaban en signo de plegaria, pero no consiguió nada más que un gruñido y un débil golpe en la cabeza del tipo cachamal. El juicio del viejo estaba roto y solo bastaba su firma de circulares movimientos en un papel manipulado de forma nociva para perderlo todo. Antes de partir al fin del mundo, en una aventura que le podía costar la vida debido a su canija estructura de piernas enjutas, vaga capacidad para tomar decisiones y brazos breves, le advirtió a la locura de su padre que no entregara todo por lo que habían trabajado. Se montó en el hombro un saco con ropa y los ingredientes suficientes para tres montinos, le besó la frente a su progenitor y lo dejó parado ahí, como cada día después del llanto, en la plaza al frente de la iglesia roja con su campanilla y su cartel que le cubría el cuerpo entero donde se delimitaba con signos de interrogación la frase: “¿Y quién me va a traer de vuelta los huesos de mi hijo Ruperto?” Luis Mario, de tercer nombre Julián, había dejado la Villa de San Francisco del Monte, por el lado bueno de Chile, hacía un año ya y las anécdotas que había podido recolectar no se podían definir de otra forma, más que con el adjetivo de afortunadas. El enclenque individuo, que a pesar de llevar un año de 6
aventuras seguía con un cuerpo del somatotipo ectomorfo, se había topado con ancianos de bondadosas características que lo habían alimentado cuando la comida se le hacía escasa. Había persuadido a ladrones varios, de egoístas intenciones, de no quitarle lo poco y nada que tenía con tan solo contarles su triste historia y había rechazado, contra su voluntad, los embates de bellas mujeres de fantasía, que se le insinuaban acicaladas, con el objetivo de convertirlo en amante. Había dejado la Villa de San Francisco del Monte hacía un año ya y hoy, tras navegar canales en disputa bajo las órdenes de un marino que sí creía en la guerra, se erguía bajo la lluvia, protegido por un ñirre, frente a los huesos de su hermano Ruperto Pedro. Se decidió a pasar la noche allí pese al frío, pero cuando un sueño lo despertó antes de
llegar a su fin como los sueños generalmente hacen, supo que era hora de volver. Reemplazó todas las cosas que tenía su mochila por los restos de su hermano y, a pesar del terror que le causaba el lado malo de Chile, se determinó a cruzarlo porque ya no tenía más tiempo que perder. Cuando se ubicaba entre el grado cincuenta y cinco y cincuenta y dos y sentado en un cabo húmedo en la popa de un barco solitario bajo una mortaja de niebla que destruía la visión común, Luis Mario Julián divisó una silueta prominente e intimidante que se le acercaba lenta por babor. Con el corazón en la garganta, el aterrado montesino, trató de espantar al dibujo oscuro que se abría paso por el humo nuboso con un ineficiente chu. Cuando la sombra se plantó justo en frente de los hermanos, haciendo tronar su última zancada contra el esqueleto metálico de la embarcación, Luchito Mario se dio cuenta que era un hombre del porte de dos y que lo cubría de cabeza a pies un abrigo lúgubre con caperuza oscura que parecía ser de oveja negra. El hombre se presentó de manera escueta en una voz insondable y raspada y mirando directo a los ojos inquietos de Luchito Mario Julián, dijo: –Soy el capitán de los navíos perdidos, el guía de los espíritus del fondo. Mastico ballena a la cena y tripulantes cobardes al desayuno. Perdí una vez una vida pero más de mil he quitado. Nunca nadie pasa por estas aguas sin pagar el precio apropiado. Tú, diminutivo de hombre, ¿tienes algo para mí? Luis Mario apretó sus puños en señal de
evidente cobardía, mientras su voz clamaba por el permiso de su superior para dejarse ir en un alarido pueril en busca de cualquier tipo de ayuda, pero supo, por la mirada viscosa del hombre de dos pisos y por su fuerte olor a caleta porteña, que de nada le serviría. El tenebroso marinero acercó su húmedo rostro a la oreja de su pacifica presa y repitió la pregunta mostrando sus dientes amarillos y dejando ir un manifiesto aliento a calamar. –¿Tienes algo para mí? En ese momento, en el que el siniestro individuo tuvo que descender su parte superior para reincidir en su amenaza, Luchito Mario avistó, por entre su abrigo de botones dentados, un pie izquierdo ausente reemplazado por una astilla mojada como los pies de los cuentos son, y así, moviendo sus brazos con cautela mientras los ojos de iris negra que seguían al nivel de su oreja lo perseguían, sacó de su bolso una tibia, y un peroné y varias falanges y varias cuñas del pie izquierdo de su difunto hermano y se las entregó al capitán. Cuando el barco llegó a su destino, Luis Mario iba borracho en sangre de pez y lleno en carne de camarón. Miró hacia atrás y con el ademán típico del adiós, se despidió del marinero tenebroso que a la distancia vociferaba algún comentario borracho mientras zapateaba su regalo de hueso que reemplazara su pierna de madera y se prometió siempre siempre recordar a aquel capitán como el buen amigo que nunca tuvo. Pasaron quince días para que Luis Mario Julián y los huesos de su hermano Ruperto Pedro, de tercer nombre Pedro, se encontraran a cuarenta y cinco coma cinco grados en el mapa 7
de su país cuando tuvo que protegerse, dentro de un coloso de cemento abandonado, del octavo día de lluvia que le mermaba un poco más el coraje para continuar. Mojó las gotas de lluvia de su cara con gotas de lágrimas de sus ojos y entabló un monólogo de recuerdos de infancia con la calavera que arrancó del saco. Cuando el sueño ya lo vencía luego de recordar la vez que Pedro Pedro lo defendió de la banda de niños recolectores de papas, su agudo tímpano izquierdo oyó una risa traviesa que venía de detrás de unas cajas de madera cubiertas de manchones cafés. Juli activó sus alarmas como un perro guardián, contuvo la respiración para escuchar mejor y no movió ni un solo músculo más que el del cuello. La misma risa se repitió por el lado derecho y parecía venir de una puerta cerrada bajo un ventanal que le informaba al asustado individuo que la lluvia no cesaría esa tarde. La risa sonó a su izquierda. La risa sonó a su derecha. La risa sonó a su izquierda. La risa volvió a sonar a su derecha. La risa sonó más cerca. Avistó las dos sonrisas más tétricas que había visto en su vida a tan solo un par de metros de su asustada estructura. Aunque tiritaba más que la cima de un gallo y no obedecía orden alguna que le comandara su cerebro, cuando las filas de dientes mellizas dieron un paso al frente y se asomaron a la poca luz que entraba por las ventanas, Luchito Mario pudo ver, con la leve claridad que la realidad le permitía, a dos individuos de precario largo y generoso ancho, arropados con una bata de perfecto blanco, que se sostenía en hilos de sus hombros y caía en cascada hacia sus pies. Los
creyó gemelos, pero no podía estar seguro debido a las manchas rojas que empapaban sus rostros. La pareja se presentó al unísono en un coro de dos con la voz amenazante de un reptil y mirando directamente a los ojos tintineantes de Luis Mario Julián, dijeron: –Somos los guardianes matarifes de la cordillera de las lástimas. Protectores de la estatua de cuatro patas. Hace muchísimo tiempo hicimos un mal que ahora estamos condenados a enmendar. Derramamos simpatía a borbotones, pero no por ti, a menos de que haya algo para mí. –No, para mí. –Dinos, ¿tienes algo por ahí? Luis Mario, recordando su encuentro con el capitán, buscó en sus enemigos algo que les pudiese faltar, pero no encontró nada. Aterrado hasta el punto en que olisqueaba su sangre aún oculta en el par de batas aún impecables, sintió en su estómago lo que es el auténtico miedo a la muerte. Las malignas copias se abalanzaron sobre la quieta figura de hombre vencido, posaron, uno en cada lado de la cabeza de Luis Mario Julián, un machete afilado de hierro oxidado y repitieron la misma pregunta de antes. –¿Tienes algo por ahí? En ese momento, al igual que con su amigo el marinero, el perplejo montesino divisó, por el agujero que se abría por entre los dos matachines de la cordillera de lástimas, dos muñones que interpretó ser culpa de dos manos cercenadas. Luis se giró lento, al igual que la última vez, y robó de su saco, poco a poco, las falanges de las manos de su hermano muerto bajo un ñirre en una isla sin dueño, para dárselas a los gemelos y que así le perdonaran
su existencia. Contra su débil voluntad, los cancerberos sanguinarios usaron a Luchito Mario como su asistente personal y único público en un show donde le arrojaron facas que le rozaron todo el cuerpo, lo acuchillaron entre los dedos de su mano en un juego que ellos llamaban “dedo bueno, dedo malo” y le enseñaron el milenario truco de tragar una espada en su totalidad como se hace en los circos más oscuros. Todo en un extraño modo de feliz agradecimiento ejecutado por sus reemplazos calcificados de los que se sentían muy orgullosos. Mario se despidió de los matarifes con la típica palabra de despedida que usan los camaradas bienaventurados y reconoció como enseñanzas, disfrazadas en hierros afilados, lo que hicieran riéndose felices sus dos amistades. Catalogó lo vivido como una bendición porque ya no sentía miedo alguno. No sentía miedo en lo absoluto. Luchito Mario Julián y lo que quedaba de los huesos de su hermano Ruperto Pedro Pedro, que compartían el cuarto nombre de Deivid, subieron enormes montañas, se hundieron en boscosos pantanos y soportaron la crueldad del clima del lado malo del 8
país, pero en ningún momento se detuvieron. Luchito Mario ignoró a una dama cubierta de espeso fuego cerca de Chaitén, a un enano por Chiloé y a una viuda en Valdivia, en evidentes signos de brava bravura utilizada de manera correcta tomando en cuenta lo poco que sabía usarla. El único descanso que Luis tomó, lo encontró más allá de Loncoche, más allá de Gorbea, más allá de Padre las Casas y solo lo hizo para contar los huesos de su hermano que en vez de ser doscientos y diez, se habían reducido a ciento y setenta. En el momento en que se alistaba para partir, oyó una voz sintonizada en el tono de lo místico, una voz en una variedad de las lenguas, para él, desconocida. Una voz distinta a todas las egoístas anteriores. Una voz que le dijo algo a cambio de nada. Ciento y cincuenta y cinco días menos le tomó a Luchito Mario Julián Deivid la vuelta a su villa natal, que muy poco y muy nada había cambiado a pesar del pasar de las estaciones del tren y las estaciones del clima que hoy se exhibían nubladas e inciertas. Se adentró por donde estaba el puente y atravesó la plaza vacía, la chacra Santa Adela, la casa de los Carrera, las vías del tren, el terreno que antecedía al suyo y llegó en el momento justo para presenciar el espectáculo de santiaguinos y palas y picotas que se presentaban decididos y listos para derrumbar el hogar en donde había crecido junto a su hermano Ruperto Pedro Pedro Deivid y su padre Claudio Julio Juan Juan en el instante en que un capataz diera la orden respectiva. Luis se acercó a un anciano que, hacía dos años atrás, hubiese reconocido de manera
instantánea como el padre que cuidó miles de noches de llanto y lo saludó tal y como saludan los hijos ausentes. El viejo lo miró con ojos mojados llenos de culpa y dolor y le dijo en un tono de falsa esperanza que no se preocupara por nada, que confiara en él, que había vendido todo bajo el símbolo de una sincera sacudida de manos a un postor que había prometido traerle de vuelta en menos de lo que canta un gallo los huesos de un hijo Ruperto que yacían en alguna parte que ya no recordaba. Luis Mario dejó caer el saco que se impregnara en su espalda como los dibujos de tinta de los marinos se impregnan y mientras giraba en círculo, dejando atrás todo lo suyo que ahora era de alguien más y escuchando la algarabía de un padre que quería mucho más a otro, es que todo empezó para terminar. Uno de los hombres que sostenía una picota y se ubicaba cerca del ventanal que daba al living de la casa blanca se vio influenciado por un apuro intrínseco santiaguino que lo hizo activar sus ganas de comenzar la faena. Al mismo tiempo en que un trueno hizo puuuj, retrocedió su instrumento de destrucción para saciar sus ansias de destrozo, pero cuando iba a ejecutar el movimiento que tenía en mente –pam– vio, con lágrimas en los ojos, su brazo, que aún sostenía la picota, mutilado en el suelo de tierra. Lloró un poco más como los niños que pierden un juguete hacen y sintió una puñalada, dos puñaladas, tres puñaladas, veinte puñaladas y hasta cincuenta puñaladas en su espalda. Fue un espectáculo de sangre. Los gritos espantados no se hicieron esperar y cuando Luis Mario Julián Deivid se dio vuelta para darles un sentido a los alaridos, vio
a los dos matarifes que riéndose zas, zas, zas, zas, zas, zas, le hicieron a un líder de cuadrilla que de lejos parecía un manantial y zas, zas, zas, zas, zas. Chorros. Splash, splash, splash. Era difícil saber si él estaba llorando también debido a toda la sangre que tenía en su cara, pero era lo más probable. De repente ratatá, ratatá, a la derecha de Luchito Mario le llamaba la atención una sierra a motor y ratatá, ratatá, la sostenía un santiaguino perteneciente a la
El viejo lo miró con ojos mojados llenos de culpa y dolor y le dijo en un tono de falsa esperanza que no se preocupara por nada, que confiara en él, que había vendido todo bajo el símbolo de una sincera sacudida de manos a un postor que había prometido traerle de vuelta en menos de lo que canta un gallo los huesos de un hijo Ruperto que yacían en alguna parte que ya no recordaba.
clase burguesa de la ciudad que solo quería fingir que trabajaba, pero eso poco le importó al capitán de los navíos perdidos, que muy lejos del agua se encontraba. Tac, tac, lo tenía de la cabeza con su enorme mano húmeda y tac, tac, casi separa la cima del hombre del cuerpo del mismo y placatac, placatac, estuvo muy cerca de conseguir su objetivo cruel y lo miró, miró al hombre que tenía ojos azules de ángel y orejas 9
de burro zaf, zaf, zaf, ahora sí, le desmembró la cara del tronco superior. Psh, psh, psh. Saltaba la sangre desde la separación de la yugular. Psh, psh, psh. Luchito Mario miraba el circo de rojo carmesí, perplejo. Uno podría haber confundido su pasividad con la cobardía de los que no aportan, pero no, estaba esperando el momento indicado. A lo lejos vio como una picota se enterraba en el pequeño cráneo de uno de los matarifes. Un crac se oyó a kilómetros, crac, crac, crac y luego un silencio. Su hermano matarife perdió la cabeza, no literalmente y zas sonó de nuevo, zas, zas, zas, zas, zas, le rajó ambos tendones de Aquiles al asesino de su gemelo y este cayó como desarmado, como si se hubiese desecho, en el mismo sitio donde estaba. En el mismo sitio exacto. Zas, zas. Luchito Mario entró en la pelea para vengar la muerte también de alguien a quien consideraba un amigo. ¡Aaah! Gritó. Y luego un golpe por aquí, pam. Y después un golpe por allá, paf. Sangre caía y sangre caía y sangre caía. Luchito Mario no acertó ningún golpe y lo tuvo que sacar a rastras su padre que lo miró a la cara y en la parte más emotiva de este cuento, le dijo: “Gracias hijo mío por traer a tu hermano de vuelta, te amo” y se tiró encima de él, para protegerlo con su vida, de la lluvia de cuchillazos que los santiaguinos les propinaron en una ventolera de venganza. Zit, zit, zit, zit, zit, zit, zit, zit. Se enterraron los varios cuchillos de bolsillo en la espalda del viejo. Zit, zit, zit, zit, zit, zit. Esa vez no lloró. Luchito Mario comenzaba a sentir la claustrofobia de la muerte inminente cuando pum, pum, pum, la luz salió de la oscuridad y vio el rostro sonriente de un marinero agonizante. Psh, pum, psh. Se
levantaron los dos amigos y miraron en dirección a la casa. Aún quedaban unos cincuenta contrincantes y se acercaban lento. Los dos compadres se levantaron del suelo, listos para dar un último esfuerzo en una guerra que no era guerra, más bien pelea. Los dos se despidieron del uno al otro cuando vieron los cuerpos de los gemelos muertos. El marinero corrió alto y fuerte contra la ola iracunda y papapam, papapam, se logró llevar con él a diez enemigos. Murió zapateando su pierna de hueso en modo de despedida o tiritando como pasa antes de partir al otro mundo. Era difícil de distinguir. Sangre clamaba el grupo. Sangre clamaba. Luchito Mario pensó darse por vencido, pero recordando su viaje pasado como uno recuerda en tiempos de grandes peligros, trajo a su mente las palabras mágicas que le enseñó el espíritu de un Lonco, en idioma Mapuche, a las alturas de Lautaro. Las relató con el ritmo necesario y prim, prim, prim, los cuarenta cuerpos de los cuarenta santiaguinos que quedaban se retorcieron en claro signo de dolor. ¡Aaah! gritaban. Los santiaguinos ardían en un fuego santo que no quemaba con llama. Ardían en un fuego interior encendido por sus propios pecados y caprichos. Unos ardieron más que otros. Claudio Julio, padre de Luchito Mario, que aún seguía vivo de manera increíble, con sus últimas fuerzas le insinuó a su hijo que hubiese sido mucho mejor si tan solo se hubiese acordado de esas palabras antes de que comenzara todo. Cerró los ojos y murió definitivamente. Luis Mario Julián Deivid miró la escena horrorizado y lloró. Lloró como nunca lo había hecho antes.
Con la vista borrosa y a punto del desmayo, el único sobreviviente del combate más sanguinario que el actual pueblo del Monte puede recordar acomodó su delgada figura en la tierra que le había vuelto a pertenecer luego de la lucha y se echó cansado hacia atrás apoyando la cabeza en un pequeño montículo que armó con sus últimas fuerzas. Con la vista nublada y dudando de la realidad que sus ojos le presentaban, vio a lo lejos un negro manto que se movía lento y suave por entre la carnicería. Cuando lo tuvo al frente de sus narices, pudo apreciar que en la parte superior del atuendo había una pequeña mancha blanca que transformaba el vestido en uniforme, pero más arriba, nada más vio. La túnica estiró una mano para dibujar la señal de la cruz en la frente de Luchito Mario y dijo en una voz extraviada: –Soy el elegido fraile del Valle de San Francisco del Monte. Custodio de los tesoros escondido de la comunidad. Solo unos selectos pocos devotos a la iglesia conocen mi verdad. Te he visto pelear con la ayuda de varios colegas y creo que tienes algo para mí. Luchito Mario estiró una lastimada extremidad que crujía como los pisos antiguos crujen y de manera lenta y utilizando un gran esfuerzo de persona extenuada, sacó de dentro de su saco, que fuese la última felicidad de su padre, la calavera dentada de Ruperto Pedro Pedro Deivid. Reptó su brazo corto y se la obsequió al omnipresente fraile sin cabeza del Valle de San Francisco del Monte. Ciento y cinco misas y ciento y dos entierros hizo el fraile de calavera ajena en un cementerio que hoy en día se cree oculto bajo capas de generaciones que ya no oyen cuentos. Dos 10
entierros que acarreaban suma especialidad para el héroe de la historia y tres misas donde la tríada de únicos amigos que iba a recordar para siempre partieron santificados a alguna parte que solo conoce el viento. El fraile, que aún se ve visitando las misas de domingo con una calavera en perfecto estado colgando de su mano derecha, cuida, junto a otros espíritus que se aparecieron luego de escuchar sobre la implacable “Pelea de las Cien Sangres”, las riquezas que por ley divina pertenecen a un pueblo montés que, a pesar de haber perdido protagonismo en las páginas de la historia del país, nunca desaparecerá del mapa. Si no se cree ni una sola palabra de las tres mil que se han escrito aquí, vayan por su propia cuenta a este pueblo de cálidos colores y amables personas y pregunten por los espíritus que vigilan la tierra día y noche. O, si gustan y prefieren, caminen más allá de la plaza y la iglesia y más allá de la chacra Santa Ana y más allá de la casa de la familia Carrera y más allá de las vías del tren y toquen la puerta de la casa blanca del vetusto Ruperto Luis Claudio Mario Pedro Pedro Juan Juan Deivid Julián Soto, III. Descendiente directo de quien ustedes muy bien se imaginan. Matías Villa Prieto (Santiago de Chile, 1991) realizó estudios en la carrera de cine de la Universidad del Desarrollo hasta que lo echaron a mediados del 2015. Los años siguientes, escribió el guion cinematográfico de Las bailarinas de Achao y David & Jonatán que hoy está participando del 42° Festival de Cine de La Habana, y en julio del 2018 estrenó la obra de teatro Dos sicarios y un paciente en coma. Su último trabajo independiente fue el de escribir y dirigir el cortometraje HILTONS.
POESÍA
Márgara Averbach
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PRIMER PREMIO EN CATEGORÍA POESÍA I CONCURSO LITERARIO Y DE ILUSTRACIÓN "SISMO TRAPISONDA"
Ayer, la garza dorada pasó sobre mí, despacio, mirándome desde el cielo gris, las alas lerdas, abiertas al frío. Y yo la miré también, sin moverme, un barco que flotaba en el viento. Hoy, en el camino, vi los pájaros negros. Sembraban dibujos en el aire; el campo verde, verde, abajo, casi esmeralda. Señales, estoy segura, canciones en los ojos: hoy, vuelvo a casa.
Wolfgang Eckert
Juan José Popayán Alvarado
Lo que queda de tu cuerpo SEGUNDO PREMIO EN CATEGORÍA POESÍA
I CONCURSO LITERARIO Y DE ILUSTRACIÓN "SISMO TRAPISONDA"
Vuelvo a esos días Con el roce de un dedo En tu epitafio... 11
"Regreso del tiempo perdido", por Jhon Benavides PRIMER PREMIO EN CATEGORÍA ILUSTRACIÓN I CONCURSO LITERARIO Y DE ILUSTRACIÓN "SISMO TRAPISONDA"
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CUENTO
Leonardo Pirolo
Tan chicos
SEGUNDO PREMIO EN CATEGORÍA CUENTO
I CONCURSO LITERARIO Y DE ILUSTRACIÓN "SISMO TRAPISONDA" Lo primero que hago es sacarme las medias. Son esas de lana gris, abrigadas, con dos rayas blancas a la altura de los bordes y los talones desgastados. Me saco la primera con el dedo pulgar del pie derecho. La segunda es más fácil porque ya estoy descalzo. Las empujo hacia el final de la cama y vuelvo a las piernas de Vicki, que se contorsiona con el costado de su cara pegado a la almohada. –Más abajo –dice ella y no me quiero acordar cuándo fue la última vez que hicimos esto. Pero me acuerdo, y se me descuajeringa todo cuando subo mi lengua por su ombligo, por su pecho y la vuelvo a besar. Transpira por la boca. La beso más fuerte, hasta que se queja, se ríe, me tumba boca arriba y se me sube con una pierna a cada lado. Hacemos el amor rápido, sin hablar, como por media hora más. Me desplomo y me acomodo la almohada con las sábanas a medio cubrir. Ella se para y va al baño; camina desfilando, casi desnuda, con solo un culotte negro, abrazándose con ambas manos. Palpo mi jean que quedó en la alfombra y saco un cigarrillo. –¿Puedo fumar? –grito. –No –dice del otro lado de la puerta. Oigo la cadena y sale a los pocos segundos. –Acá no, si querés afuera. –No hay drama –guardo el cigarrillo en el bolsillo del pantalón.
Ella se sienta en la cama y cruza las piernas, se inclina y me mira: –¿Desde cuando fumás, aparte? –Soy fumador social. Se ríe, sonríe en realidad, entrecierra los ojos y menea la cabeza. Después se arrastra con la cola hasta quedar más cerca. –¿Me extrañabas? –pregunto. –No. No digo nada, no quiero sonar desesperado. –Esto extrañaba –dice después. Me acerco de nuevo, pero mi celular suena y vibra la mesita que está de mi lado. Me doy vuelta. Cuando lo manoteo, veo el portarretratos y la foto de Vicki con un tipo más alto que yo, con barba, lentes de sol, el pelo cortado al ras en los costados y más largo en la parte de arriba. No hay paisaje, debe ser una ciudad, o algo parecido, me imagino, por un taxi amarillo estacionado justo detrás de ellos. Siento el remoloneo de Vicki del otro lado de la cama, agarro el celular sin ver quién está llamando, cuelgo y vuelvo con ella. –Es en Nueva York –dice–, del año pasado. No respondo, pero aprovecho para agarrar la foto y mirarla más de cerca: Vicki está igual que hace siete años; un poco más sofisticada, quizá. –¿Dónde está ahora? –¿Él? –Sí, ¿quién va a ser? 13
Ella menea la cabeza y mete una pierna adentro de las sábanas. –En San Pablo, por trabajo. Viaja todos los meses. –La pasa mal –digo, mientras sigo mirando la foto desde distintos ángulos. Se ríe, alarga sus labios que se pliegan justo al lado del hoyito de los cachetes. Se inclina de costado, con un brazo apoyado en la almohada: –¿Me vas a seguir preguntando por mi marido? La palabra marido me cachetea. –¿No puedo preguntar? –Poder, podés. Es un poco incómodo, me parece. Dejo el portarretratos en la mesita; tambalea, pero no se cae. –¿Puedo preguntarte cuándo vuelve, al menos? –¿Para? –Para, por ejemplo, saber si está viniendo cuando me estoy cogiendo a su mujer, en su cama. –No te estás cogiendo a nadie. Estamos cogiendo –se incorpora y se sienta en la cama; se agacha a buscar la remera y se la calza; queda con la cabeza cubierta por la tela negra y los brazos entre las mangas–: ¿querés saber cuántas veces más podés venir? –No –niego con la cabeza. Me levanto, agarro los cigarrillos del jean y salgo al balcón del cuarto. Me apoyo en la baranda y, mientras enciendo el cigarrillo, miro el
pequeño patio trasero: una parrilla portátil y una mesa de plástico con sillas de plástico y un pallet con suculentas de muchos colores. Vicki sale después; la remera negra se la regalé en un viaje a Cancún, las terceras o cuartas, pero últimas, vacaciones juntos. Ahora la usa para dormir. –Vuelve en dos días, el martes. –No te preocupes –digo y soplo el humo al cielo rosado–. No voy a volver a venir. Ella se desliza por la abertura de la ventana y se me acerca. –No te estoy diciendo que no vengas. –No te preocupes –digo de vuelta–, no quiero armar lío. Se apoya al lado. Alejo el cigarrillo y dejo mi mano colgando sobre la baranda. –¿Cómo sabías que seguía acá? –Me imaginé. Creo que todavía te conozco. –Dale, en serio. –Redes sociales, Victoria. Siglo veintiuno. Se ríe y me da un golpe, apenas, en el brazo. Siento sus nudillos cálidos, muy juntos. –Hace unos días mis viejos vaciaron mi antiguo cuarto, ¿te acordás? –pregunto. –Cómo olvidarlo. –Dale, boluda. El de la casa de Olivos. –Sí, ya sé, ¿y? –Fuimos con Fran y vaciamos todo. Hace un gesto con las cejas. –Vaciar –sigo– implicó desmontar los armarios y todo eso. Van a hacer un estudio o un escritorio, no sé cómo se dice. –Escritorio. –Eso. Cuestión que también desarmé la biblioteca y ahí estaba la cajita. La encontró Fran, una de zapatillas Converse. Adentro
estaba llena de fotos y cartas. –¿Cartas? –Sí, las que nos escribíamos en la facultad. –Ah, ¡esas cartas! ¿Y qué fotos?, ¿tenés alguna? –se cubre la cara–. Qué antigüedad, Dios. –No tenías canas. Me pega de vuelta, se pone de frente, apago y catapulto el cigarrillo al patio. –Después lo vas a tener que juntar –dice. –Ya sé –digo y me acerco, le agarro la barbilla con una mano y le doy un beso con los
ojos cerrados. Ella se desprende, pero no se aleja: –¿Y entonces? Seguí, dale. –Y las tuvimos que empezar a chusmear. –Dios, qué vergüenza. –Eras más afectiva en ese entonces. –Lo sigo siendo. –No me consta. –Dale, seguí. –Y entonces Fran preguntó qué onda, si sabía qué era de tu vida. –¿Y le dijiste...?
Flora Francola
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Respiro, hago una pausa dramática. Vicki arquea las cejas. –Que nada, que desde que cortamos no tenía ni la más puta idea de qué había sido de tu vida. Menea la cabeza, levanta un poquito la comisura derecha de sus labios. –Nos seguimos viendo por un tiempo más –dice después. –Sí, qué sé yo. –¿Le dijiste eso? –¿Qué? –Que nos seguimos viendo. –Vicki –digo, la miro, respiro–. No nos seguimos viendo mucho más. Ella cierra la boca, me deja hablar. –Nos seguimos viendo hasta que terminó todo el tema de las pastillas. Hasta que fuiste la última vez al médico y te dijeron que ya estaba, ¿te acordás? Te esperé toda la tarde en la esquina de la clínica. –Juani, no hace falta, ya entendí. –Esa fue la última vez. –Ya sé. –Después te fuiste de viaje a Estados Unidos, Costa Oeste o por ahí, ¿no? –Sí. –Y después no sé, Vicki, llegó un momento en que o me cansé de ver tus fotos, o te perdí el rastro. No sé. Mira al piso, mueve un tobillo. Cuando levanta la cabeza, su sonrisa es chata, sus ojos, verdes. Suspiro, toso el humo que me quedo en la garganta: –Y después de todo eso, nunca volvimos a hablar, ¿o no? –Creo que no –dice. Vuelve al lado mío y se sienta en el piso.
Hago lo mismo, pero antes sacudo el polvo de las baldosas naranjas. Se gira, me mira. Levanta la cabeza, apenas. –Y ¿qué pasó, te picó el bicho de verme? Quiero enojarme, pero sonrío. –Creo que fue nostalgia. Estamos en algo raro con Mica, algo como un vaivén, no creo que dé para mucho más –estiro las piernas–, y volví a espiarte un poco, un poco mucho, por Instagram y esas boludeces.
Miro alrededor: hasta la puerta está distinta. Antes era de madera clara y había que hacer fuerza con el hombro para que se abriera. Ahora tiene un vidrio, o una mini ventana, con una cortina blanca que corrió hace dos o tres horas, cuando llegué y me vio, levantó las cejas, entrecerró los ojos, me miró de vuelta, sonrió y me dejó pasar. Pasé, la agarré de la cintura y la traje para mí.
–¿No viste que estaba con alguien? –Vi fotos, no me imaginé que convivieran. Tampoco tenías fotos de tu casamiento. –Porque no me casé. –¿Cómo que no? –Bah, sí. Me casé por civil. Fue algo más discreto. –Es lo mismo –digo–. Pero lo que sí vi fue unas fotos de tu cumpleaños en agosto pasado, 15
¿treinta, treinta y uno? –Veintinueve, estúpido. Me río. La miro, el pelo ondulado forma unos pequeños rulos en las puntas. Tiene más pecas cerca de la nariz. –Decía, que vi el cumpleaños, vi esta casa, la de tu viejo, y pensé que seguías acá. Espera unos segundos antes de contestarme. –Sigo; mi viejo, no. Meneo la cabeza, le pido perdón. Me dice que no hay drama, que no tenía por qué saberlo, que fue hace más de un año, que tuvo problemas para hacerse cargo de la casa, que el ABL, que los arreglos, que su vieja seguía en Bernal y no le daba ni plata ni pelota. Se levanta, camina al cuarto. –¿Querés algo de tomar? –dice. –Dale –me paro y la sigo. Vamos a la planta baja, al living. Hay un sillón de esos en ele donde recordaba que había uno viejo, de caucho marrón, y una mesita de vidrio. Adornos chiquitos arriba de una biblioteca, cuadros de viajes y la chimenea antigua. Me siento en la punta del sofá con las manos sobre las piernas. –Ponete cómodo –dice–, ¿café, mate? –Café. Miro alrededor: hasta la puerta está distinta. Antes era de madera clara y había que hacer fuerza con el hombro para que se abriera. Ahora tiene un vidrio, o una mini ventana, con una cortina blanca que corrió hace dos o tres horas, cuando llegué y me vio, levantó las cejas, entrecerró los ojos, me miró de vuelta, sonrió y me dejó pasar. Pasé, la agarré de la cintura y la traje para mí. Primero me paró con la palma de la mano, sentí su espalda rígida, arqueada hacia
atrás, la cara desviada. Aflojé mi brazo, nos miramos, dos, tres segundos, y la que se abalanzó fue ella. Nos quedamos enredados un rato con la puerta abierta, hasta que me agarró de la mano y me llevó al cuarto. –¿Qué hacés acá? –me dijo en un intervalo de aire; sólo eso. No le contesté, o sí, una onomatopeya, y seguimos avanzando a tumbos por el pasillo. Con su boca dentro de la mía, atiné a entrar en la primera puerta que palpé con los brazos. –Esta no. Seguí sin abrir los ojos, con medio cuerpo de ella colgado de mí. Su cuarto estaba al final del pasillo, una planta de interior adornaba la puerta. Me empujó boca arriba sobre el somier de dos plazas. Después entornó la puerta y se soltó el ganchito del pelo. –¿Dos de azúcar? –pregunta ahora. –Una –digo. Duda, pero vuelve a la cocina. Al rato trae una bandeja de motivos parisinos con dos pocillos encima. Levanta el suyo y hace ruido cuando sorbe el café. Ahora tiene puesto un suéter rosa que le hace dos dobleces, como dos lomadas, antes de caer en la cintura. Desvío la mirada, tomo el café de tres tragos, no está caliente. Me limpio la boca y me paro. –¿A dónde vas? –A casa –digo. Hago un paneo por el living, pero no encuentro mi abrigo. Caigo en la cuenta de que sigo descalzo. Subo al cuarto y voy juntando la ropa tirada, me pongo las medias, las zapatillas. La campera quedó en el pasillo, en el umbral del cuarto cerrado. La agarro y me la pongo mientras miro la puerta, las letras rosas en
forma de arcoíris y una flor justo debajo del nombre: Juanita. Me doy vuelta y está ella, mirando, con el pocillo aún entre los dedos. Bajo la escalera de a dos escalones. Vicki me sigue despacio. La espero en la puerta de entrada, a que busque las llaves, a que me abra, entorne la puerta, me apoye la mano en el hombro y me diga: –¿Está todo bien? ¿Dije algo? Niego con la cabeza. –Todo esto fue una boludez, Vicki. Estás casada. Quiere decir algo, abre la boca, media vocal. Sigo: –Estás embarazada. Se queda mirándome. Puedo tocar la línea que conecta mis ojos con los suyos, que se caen; veo cómo toma aire y me mira de vuelta, calibrando. –Viste el cuarto. –El cuarto, el cigarrillo. Hasta tenés un poco de panza. Se acerca, me agarra, apenas, la remera y me trae para sí. –Juan, dale. Hablemos. Siento los pies clavados en el tapete y mis ojos en su frente, trabados en cada una de las arrugas de sus cejas fruncidas. Me suelto despacio, sonrío. –Está todo bien, Vicki –digo y camino hacia la vereda. Un auto que pasa toca bocina. Los faroles de la calle se van prendiendo aleatoriamente, como en un juego de luces. Ella no me contesta, sigue inmóvil, parada con la tacita y en pantuflas. Me doy vuelta y escucho que me llama, más bajo, dos veces. Llora. 16
Vuelvo con ella y la abrazo. Siento su cara húmeda en el cuello de la remera y el aliento caliente que me sube por la boca, la nariz y se me explota en el medio de la cara. Le doy un beso en el pelo, la abrazo más. –Perdón –dice. Me alejo un poco, lo suficiente para verla de cuerpo entero, temblando. –¿Por qué antes no y ahora sí? Niega con la cabeza. Llora más fuerte, abre la boca, me babea. La abrazo de vuelta. –¿Por qué ahora sí? –insisto. Se suelta un poco, me mira de frente con los ojos hinchados y los pómulos rojos. –No éramos tan chicos –digo, respiro, suspiro encima de su cabeza–. Nos podíamos arreglar, hubiéramos encontrado la forma. No sé si asiente o toma aire, se cubre con los ojos, vuelve a mí. –No éramos tan chicos –repito. Pero no me contesta y nos quedamos así, abrazados, hasta que para de llorar, se seca las lágrimas con el puño del suéter y me alejo, caminando, a tomarme el colectivo. Leonardo Pirolo nació en Vicente López, provincia de Buenos Aires. Se graduó en Derecho en la Universidad de Buenos Aires, con especialización en derecho privado. A mediados de su carrera ha decidido volver a dedicarse a la literatura, con énfasis en el realismo norteamericano. Participó en los talleres literarios de Pura Palabra y actualmente cursa la clínica de escritura en el Espacio Dos Puntos, bajo la tutela del profesor Pablo Alí. Publicó cuentos y relatos cortos en la revista Extrañas Noches y en la gAZeta de Guatemala. Ganó el X Concurso de Microrrelatos organizado por María Martín Recio con su texto “Vuelo rasante”, publicado en el ebook resultante de tal Concurso. Su cuento “El barranco” obtuvo el segundo lugar en el Certamen de Intertalleres 2019 organizado por Espacio Dos Puntos.
POESÍA
Daniela Ema Aguinsky
Pasaje de vuelta TERCER PREMIO EN CATEGORÍA POESÍA I CONCURSO LITERARIO Y DE ILUSTRACIÓN "SISMO TRAPISONDA"
A mí siempre me dejan ir a todas partes. Hago sola, como Dios. La experiencia se presenta única, iluminada.
Daniela Ema Aguinsky (Buenos Aires, 1993) se formó en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) y en el CIC (Centro de Investigación Cinematográfica). Durante varios años se desempeñó como redactora de Espectáculos en el diario Clarín. Su primer cortometraje, “La Guardia Virtual” (2019), se estrenó en el 21º BAFICI. Actualmente en cuarentena, asiste de manera remota al Programa de Cine de la Universidad Torcuato Di Tella y escribe poesía.
La trago como un sintético: por la euforia. Si total ya sé que voy a volver rota Diana De los Reyes
a mi sitio a casa a donde tomo agua de la canilla y no me pasa nada. 17
CUENTO
Barbarella D'Acevedo
Disco infernal en el planeta Kumbla TERCER PREMIO EN CATEGORÍA CUENTO
I CONCURSO LITERARIO Y DE ILUSTRACIÓN "SISMO TRAPISONDA"
I. “Si hubiera nacido en otra época, mi vida habría sido diferente.” Hace tres meses cumplí los dieciséis. En la escuela nadie me soporta. La profe Erlinda nunca me da buenas notas, mis compañeros me ignoran y las niñas son incluso peores con sus bromas crueles. Solo mi madre me quiere. Ella lo daría todo por mí. Padre no tengo; fui uno de los miles de bebés probetas del 2030, cuando las mujeres decidieron que los hombres eran buenos para nada y ya no se necesitaban para engendrar hijos. Nací varón pero la mami dice que yo soy bueno para todo. Y por eso decidió gastar todos sus ahorros en comprarme este paseo. Para mí es importante ir al espacio. Quiero ser cosmólogo, científico. Y por eso insistí, aunque este viaje es carísimo. –Mi chiquito bonito, vuelve pronto –me despide la mami y me planta un beso de esos, con un poco de lengua, que a ella le gusta darme en la boca. Esto es algo que se le ha hecho un hábito. Tal vez ella no entiende que ya soy mayorcito. Y aunque no lo disfruto, aguanto para no verla triste. Además, hay
extraños en la estación y es mejor evitar que haga un escándalo. La otra pasajera, también en la pista de despegue, mira sin disimulo nuestra escena. Subimos por fin al transbordador. Es un modelo Burán que los soviéticos desarrollaron entre los 70 y 80 del siglo pasado. Ahora se ha vuelto a poner de moda. Aunque mucho más pequeño que su antecesor, es de mejor velocidad. Lo he estudiado en detalle antes de empezar este viaje. La que ha de ser mi compañera, en el trayecto hasta Marte, se para en la escalerilla en una pose ridícula. Un fotógrafo desaparece tras el paño de una cámara de cajón. Se produce el fogonazo del antiguo artefacto. La joven tira besos al aire; se despide de amigos y parientes. Cuando hayamos despegado estará lista la foto en blanco y negro. –Me llamo Mileidy –me dice–. Este viaje es mi regalo de quince años. Es lo que se usa ahora por los quince. Luego a los dieciocho toca la cirugía de toda la cara. Yo asiento con la cabeza sin que me importe mucho. Estamos en una pequeña cabina de estructura circular. Solo molesta algo el olor a limpieza, que recuerda las salas de los hospitales. Dos 18
Lorenz Stoer, 1567
butacas, una frente a la otra, podrían reclinarse hasta convertirse en camas; el clásico confort de otra época. Atrás de cada asiento hay botones de emergencia, uno permite acceder al cuarto de navegación y otro contactar con la Tierra. Miro por la ventanilla y veo que se alejan los altos rascacielos de La Habana art decó, las luces de neón con anuncios que tanto me molestan en los espejuelos. La ciudad de pronto queda lejos, y luego es el mundo el que desaparece. El espacio pasa a toda velocidad.
II. La nave se traslada rápido, sin sacudidas, en un movimiento continuo que al principio produce algo de vértigo. –Mi nombre es John –respondo al rato. En realidad me llamó Juan pero no lo soporto e insisto en que me digan John, que tiene más gracia. Alrededor hay varios estantes de metal que Mileidy no tarda en registrar. Al fondo se entrevé una puerta que da al baño.
–¿Tomamos champagne? –pregunta ella y me ofrece una copa con burbujas doradas, que extrae de un pequeño refrigerador. –En la telerealidad la gente siempre toma champagne cuando comienza un viaje –insiste y se sienta frente a mí. Mileidy es una rubia muy desarrollada para sus pocos años. –Nos han dejado hasta caviar –dice y me muestra varias latas y pomos. Le ofrezco aperitivos de mi propia bolsa de provisiones, algunos paquetes de papas con queso y maníes cubiertos de leche de coco. Ella los rechaza con mueca de asco. Yo me avergüenzo por la devoción a la comida chatarra. Bebo y me mareo, no sé si por el champagne o lo acelerado del desplazamiento. – A algunos el Cosmos los vuelve locos ¿sabes? Los vuelve marcianos. –“Eran oscuros y de ojos dorados”. –¿Qué? –Tonterías. –¿No te emocionas? Vamos solos, solitos, a lo desconocido. En realidad tengo una emoción muy grande con este viaje. Después de todo es la primera vez que me logro separar de la mami. Pero a pesar de todo finjo que nada me importa. La rubia ríe altísimo por encima de la música swing que se escapa de todos los rincones de la nave. El swing es el nuevo ritmo del momento en esta época que ha hecho del pasado un modus vivendi. –Qué calor hace ¿verdad?–dice. Me quita los espejuelos, se abre el botón más alto de la blusa del vestido, y con el pedacito de tela que queda 19
suelto, los limpia. Creo, aunque no tengo mucha experiencia en tales cosas, que intenta seducirme y eso es raro, muy raro, pues no recuerdo haberle gustado a nadie hasta hoy. –Es la velocidad. Supongo –le digo con cierta desconfianza. –Ay, sería tan emocionante que nos secuestraran los Extraterrícolas. Recupero los espejuelos y me pongo a mirar por la ventanilla: –La vida EXTRATERRESTRE no ha sido comprobada. Además nos movemos hacia un seguro aterrizaje en la Estación Mundial de Marte, dentro de cuatro horas y cuarenta minutos. –Pues mira que yo he leído que los marcianos si existen. –Existen solo en la ficción, tontica. –Y tú, ¿es también tu cumpleaños? ¿Por qué haces este viaje? –Porque “el hombre no nace, se hace”. –Qué bonito. –Es de Sartre. –Debes ser muy rico si tienes un sastre para ti solo. –Sartre el filósofo –le digo e intento explicarle que tengo el propósito de hacer una bitácora de este viaje–: Quiero describir la experiencia con detalles minuciosos desde el punto de vista de un adolescente, lo que soy, y eso puede ser bueno para aplicar en la universidad –pero es inútil. –¡Qué bonitas las estrellas! –exclama en mi oído–. ¿Por qué no me das un masajito? Se arranca los zapatos y trepa sus piernas sobre las mías. Tiene unos pies muy bonitos con uñas perladas, que no quiero mirar, pero así y
todo, le doy su masaje. La rubia me gusta, claro y no sé bien por qué, pero parece que yo le intereso también ¿será eso posible? Se ve que es un poco tonta y tal vez trate de usarme. Pero no seré el primer intelectual que cae por una chica de esta naturaleza. Antes que yo hubo otros, Arthur Miller, Orson Welles. El problema real es que me pongo nervioso. La ventanilla ofrece un espectáculo extraño. Estamos en los límites de la Vía Láctea, rodeados de cúmulos globulares, estrellas antiguas… Nos movemos muy rápido alrededor de masas ígneas que también rotan, orbitan unas alrededor de otras.
ahora en lugar de la estrella fulgurante un vacío. ¡Un agujero negro! ¿Y ahora? Aprieto los dientes. ¡Oh Dios! ¡Es terrible! Y parece que va a tragarnos. Si ocurriera un milagro. Cierro los ojos. No quiero saber. Nos desprendemos de las sillas. Es el final. Lo sé. Somos lanzados arriba
III. –Algo pasa –dice Mileidy–, ¿no lo sientes? Yo, perdido en mis pensamientos, intento desperezarme. Un grito de la rubia me pone alerta del todo. Algo ocurre. ¡Oh dios! A través de la ventanilla veo, a cierta distancia, una estrella que fulgura, explota. Exhala llamas azules. Se comprime. El transbordador se remueve como si estuviéramos en medio de un temblor de tierra. ¡Oh dios! No quiero morir. –Solo tengo quince años. No quiero morir –grita Mileidy mientras rebota en su butaca frente a mí. Me aferro al asiento. La ventanilla deja ver
y abajo. Un buche ácido sube a mi boca y sale. ¡Voy a morir virgen! La rubia sin querer me golpea la cabeza con un pie. Abro los ojos y puedo sentir el dolor de cabeza. –¿Dónde estamos? –pregunto y todavía no alcanzo a creer que estoy vivo. –No sé. Tú eres el inteligente –me dice e intenta limpiarse con la saya mi vómito que se 20
le pega al brazo izquierdo como el chicle de un niño. La nave permanece ladeada a escasos metros de nosotros. No sé como Mileidy me arrastró fuera. Parece que logramos traspasar el agujero ¡y sobrevivimos! Estamos en una tierra amarilla y alrededor nuestro el cielo es negro e infinito. ¿Qué lugar será este? Veo mal porque uno de los cristales de mis espejuelos se ha hecho pedazos. Corro al transbordador, y acciono el botón que permite acceder al cuarto de navegación. Es una habitación llena de comandos con una pantalla oscura que anuncia “Alerta” en letras verdes de tipografía arcade. Pruebo varias combinaciones de teclas y la nave no se mueve, pero la pantalla acaba por apagarse con un sonido discreto. En una esquina veo un estante con herramientas. “Cosa absurda”, me digo, “especialmente en una nave que se maLorenz Stoer, 1567 neja sola”. De todas formas las reviso. Hay una especie de gato mecánico. Imagino el titular en las noticias del mundo entero: “Un jovencísimo aspirante a cosmólogo arregla un transbordador averiado, y salva a damisela en peligro”. Supongo que si lograra levantar un poco el transbordador podría llegar al motor y darle una revisada. En mis oídos resuena la frase típica de la profe Erlinda: “Eres un bueno para nada, el clásico perdedor de la clase”. A mi lado Mileidy llora, dos negras marcas de
maquillaje le recorren las mejillas: –Yo solo quería celebrar los quince por todo lo alto. Trato de alzar el Burán con ayuda del gato mecánico pero a pesar de no ser una nave grande no se mueve ni un poco: Y las niñas que me miran en el partido de pelota gritan: Gordo, gordo. Hago un esfuerzo último y sin éxitos caigo al suelo. –Ay –suspira Mileidy y yo quiero abrazarla o mejor abrazarme a su pecho espléndido, que me acune como un niñito para que se me quite el miedo. –¿Y ahora que va pasar? –interroga al aire. Y antes de que haya tiempo para pensar en otra cosa del cielo llegan seres que parecen aves enormes. –¡Corre Mileidy! ¡Corre! –exclamo y me lanzo a trotar yo mismo. La rubia viene detrás de mí, pero no tarda en adelantarse pues sus piernas son más largas que las mías, esbeltas, hechas de puro músculo.
IV. Las aves no son tales. Zumban en el aire y hacen un ruido espantoso. Parecen mosquitos transmutados, resultado de largas modificaciones genéticas. Sus largas bocas punzantes nos van a succionar si no hacemos algo, si no ocurre un milagro. Y corro, y corro ya no sé hacia
adónde ni por qué. Mileidy me sigue con su vestido rojo. Parece una flor a punto de perder los pétalos. Me arrepiento de mi falta de osadía, pues no besé a la rubia cuando pude, allá en el calorcito tranquilo de la nave. “No sirve de nada encontrar a la persona correcta si el momento no es el adecuado”, o si uno no está listo para ello. Y pienso un segundo en mi madre, que gastó su dinero por gusto, porque yo no lograré ser científico ni nada y voy a terminar convertido en un poquito de basura cósmica, caca de insecto, después de que uno de estos monstruos me trague.
Cierro los ojos. No quiero saber. Nos desprendemos de las sillas. Es el final. Lo sé. Somos lanzados arriba y abajo. Un buche ácido sube a mi boca y sale. ¡Voy a morir virgen! Mas de pronto aparece de la nada un joven negro, o tal vez llega de alguna parte y soy yo, en mi terror, quien no ve de dónde sale. Viene sobre una bola de espejos que gira, vuela en el aire, y tiene un lazo de vaquero sobre el hombro, enganchado en bandolera. La rubia se detiene alelada y yo también, mientras el hombre pasa de largo entre nosotros. Uno a uno somete a los mosquitos, los enlaza como si fueran reses y quedan todos tumbados en la arena de nácar. Solo entonces llegan de muchas partes unos seres verdes, hombrecitos de un metro de altura, ojos negros saltones y sin boca. Mileidy se acerca y me sujeta. Siento que voy a desmayarme otra vez. El hombre de la bola se 21
detiene ante nosotros y saluda: –Bienvenidos al planeta Kumbla donde el único problema temporal son los mosquitos. Mi nombre es Kusmar y soy el rey de todo esto. That´s the way. Ah, Ah, ah, ah. I like it –ríe y me parece por un momento que canta y los hombrecitos bailan. ¿Será eso posible? pero después ya no escucho ni veo nada.
V. Estamos en un oasis en medio del desierto. Yo nunca antes he visto de verdad un oasis pero tengo la experiencia de las holografías en los parques temáticos. Allá cerca hay un lago, algunas palmeras y otras plantas que no se conocen en la Tierra. Es fuerte el olor a ozono. Estoy tendido en algo que al despertar me parece una hamaca pero que luego podría definir mejor como una especie de nube, sin embargo después de tantos acontecimientos ni siquiera esto me asombra. Un hombrecito verde me observa, me vigila. –Yo también vengo de la Tierra. Soy un macho man terrícola –oigo decir a Kusmar. Caigo de mi nube y me parece que el hombrecillo ríe aunque no tiene boca. –Allí no era rey,
sino cantante –aclara mientras me ayuda a levantar del suelo. Lleva pantalones acampanados de tono iridiscente y color indefinido, una camiseta que dice KUSMAR, en mayúsculas y un peinado afro, que he visto solo en libros, pues
en la Tierra los pelos rizados se suelen corregir ahora con ingeniería genética. Es alto y de músculos enormes. –¡Cantante! ¿De swing? –exclama y pregunta la rubia casi al mismo tiempo. –No, de disco, un género del que ya nadie se acuerda. –Entonces, ¿qué edad tienes? –pregunta la rubia y hace cuentas con sus deditos torpes. –Siento interrumpir –digo–, pero ¿me pueden decir dónde estamos? O ¿cómo vamos a salir de esta? –Mis súbditos ya arreglan la nave. –¿Y tú vendrás con nosotros a la Tierra? –insiste Mileidy con una sonrisa que parece, que se le cae la baba. El hombrecito verde no deja de mirarme. –Nunca. Partí hace mucho. Mi nave colapsó, por fortuna. Y me trajo a este planeta que yo solo bauticé. En la Tierra no soy nadie y aquí vivo como un rey. Aquí he de morir. Rey sin reina –narra Kusmar en un tono grandilocuente que a mí me resulta algo ridículo, pero que al parecer a la rubia la deja loquita. –Tengo calor –dice y se abre el segundo botón de su blusa. –¿Y estos aliens, son de fiar? Yo mismo intenté arreglar la nave y no pude. A lo mejor están destruyéndola o se la roban y atacan la Tierra. Pero entonces el cantante me mira con desprecio. Mileidy le hace una Lorenz Stoer, 1567 seña extraña como si se me faltara 22
alguna tuerca; Kusmar se exhibe condescendiente: –No son aliens sino inteligencias superiores a las nuestras, seres sensibles más allá de lo sensible. –Aliens de todas formas. El cantante me lanza frente al extraterrestre, que parece va a aniquilarme con el láser que sale de su dedo. Pero no. Los espejuelos rotos se separan de mi cara. Quedan suspendidos en el aire. Y no se puede ver nada porque desaparecen en una luz muy fuerte, que de a poco se apaga, hasta que regresan a mí, con los cristales nuevos otra vez. –Magia –susurro apenas. –No. Alta tecnología, incorporada a cada ser. Cosa de entes desarrollados. Y lo más importante: pacifistas. –¡Qué emoción! –grita la rubia. Y Kusmar canta: –Show me emotion. Sha la la la lah. Show me emotion. Y los hombrecitos verdes llegan de todas partes. Y bailan junto a Kusmar. Alzan sus brazos. Giran sus torsos, mientras la rubia se suma a la comparsa. Yo me pregunto, dónde he venido a caer. A mí estos seres no me gustan, ni me convencen. No hablan, aunque parecen entender todo lo que se dice. Y sirven a Kusmar como perros fieles.
VI. No puedo creer que Mileidy, al final, me traicionara. Intento aferrarme a ella pero estos kumblarianos malditos me arrastran a la fuerza
POESÍA hasta la nave. Kusmar solo ríe. Pataleo, escupo, grito. Y lo peor, la rubia ríe junto a él, trepada también ella en una bola de espejos ingrávida: –Pobre. Déjalo. Se ha vuelto loco y además extraterrestre. Voy rumbo a la Tierra, solo y amarrado. Ella me abandonó a la hora del regreso. Todavía no sé lo que voy a decir cuando llegue. Quiso quedarse en Kumbla y ser reina. ¡Qué loca la rubia! Además de estúpida y traidora. Imagino cómo han de reaccionar todos. “Gordo, gordo”, gritan las niñas en el partido de pelota. Si ya antes se burlaban de mí no sé lo que me espera ahora. Los nudos de los kumblarianos son fuertes y apretados. Erlinda me llama inútil. Pero el hombre no nace, se hace. Yo no podía quedarme allí, con ellos, después de todo. Y Mileidy debió venir conmigo. La ventanilla exhibe un cúmulo de estrellas azules. Me zafo del asiento a duras penas. El hombre no nace. Doy vueltas de un lado a otro en la pequeña cabina. Ni siquiera sé si voy en la ruta correcta, ni si sea preciso remontar otra vez el agujero negro, o cómo hacerlo. Recuerdo de pronto el botón de emergencia, el que sirve para llamar a la Tierra. Lo presiono y en el piso se abre una compuerta pequeña que deja ver un receptor de radio de diseño pretérito. –Tierra, contacto, tierra –digo y ruego porque funcione. Nadie contesta. Hago girar la pequeña antena metálica e insisto. Se escucha una voz decrépita: –Aquí Tierra recibe. –Transmito a Tierra. Soy John, digo Juan. Transbordador Burán de paseo a Marte. Tormenta espacial. Agujero negro. Gran impacto. Llegada a planeta Kumbla. Reparo nave. Ata-
que alienígena. Raptan a la rubia. Perdón, a Mileidy. Favor de rectificar ruta. –Tierra recibe. Ruta revisada. Todo listo para el regreso. El hombre se hace. Y yo puedo triunfar después de todo. Ya estoy en el camino correcto. La nave pasa cerca del asteroide Leningrad, el número 2046. ¡Y Eureka! Me premiarán porque arreglé la nave sin ayuda. La vieja Erlinda ya no podrá llamarme perdedor. Conseguiré el ingreso a una academia. Seré famoso por sobrevivir un ataque extraterrestre. Podré hablar del “Universo físico, metafísico y matemático; material y espiritual; de su esencia, origen, creación; de su condición presente y su destino”. Nadie nunca más podrá llamarme Gordo, ni raro. Hoy voy rumbo a la Habana. Pero en el futuro regresaré al espacio. Kusmar será el primer preso intergaláctico del mundo. Para que la rubia y su novio aprendan a no burlarse de mí. Macho man, ni macho man. Me llevaré un montón de hombres verdes para estudios genéticos. La rubia será mía. Exterminaré el Disco de la galaxia. Y me convertiré en rey de Kumbla. Seré el padre y fundador de una nueva raza de amos del universo. Barbarella D’Acevedo es escritora, profesora y redactora jefa de la revista Cúpulas del ISA. Licenciada en Arte Teatral (Teatrología), máster en Educación por el Arte, graduada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha obtenido el Premio La Gaveta 2020, la beca de creación Caballo de Coral y el primer lugar en el VII Premio de Cuento Naturaleza y Sociedad del Estado de Coahuila, entre otros galardones. Publicó los libros Breve historia del maquillaje (editorial Cúpulas, 2015), en coautoría con Erick Eimil Mederos, y Alta definición, una antología de cuentos inspirados en los medios de comunicación audiovisual (editorial Primigenios, 2020).
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Eidé Beltrán
150819
Cuando te sientas perdido recuerda, recuerda, recuerda (así, tres veces, porque con una no basta) para qué te fuiste y para qué regresaste. El cielo es el mismo en todos los lugares: desde el fondo del pozo, desde lo alto de la torre. Por eso en cualquier lado que estés es el lugar correcto si estás contigo, si nunca dejas que tu corazón se llene de polvo, si no te olvidas de lo que lo hace arrullarse y amanecer en paz. Estás contigo (pase lo que pase nunca te dejes atrás)
"Volver a ser niño", por Guille Sil SEGUNDO PREMIO EN CATEGORÍA ILUSTRACIÓN I CONCURSO LITERARIO Y DE ILUSTRACIÓN "SISMO TRAPISONDA"
"El abismo", por Juan Roma TERCER PREMIO EN CATEGORÍA ILUSTRACIÓN I CONCURSO LITERARIO Y DE ILUSTRACIÓN "SISMO TRAPISONDA"
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SECCIÓN ESPECIAL
Regresos Otra cosa Hace unos días pasé por la puerta de la casa de mi ex novia. No sé si seguirá siendo su casa, o la casa de su papá, o de algún afortunado en alguna partición hereditaria. Sé que pasé mucho tiempo ocioso allí. Me frené, brazos en jarra, mirando las imperfecciones de la pared de la entrada del PH, las grietas rupestres que se confundían con las manchas de humedad y la reja de la puerta, la manija que no cerraba bien y que estoy seguro de que todavía no cierra. Pensé, pensé… ¿en la erosión del tiempo? Qué se yo, puede ser. Quizá fue eso: la adrenalina de conocer hasta la parte más minuciosa de una persona y después, no siglos ni de eras glaciares, sólo un par de años después, pasar a ser el tipo que te cruzás en una peatonal de Microcentro hablando por celular, del que no sabés absolutamente nada. Y así me quedé, mirando lo que fue y lo que es y sentí el cosquilleo del se queda esperando a ver qué pasa, espiando ahí, detrás del centeno, buscando algo que ya no está; eso, algo, otra cosa.
–Leonardo Pirolo
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Reinfancia en Macriland En marzo de 2015 aterricé en el frío polar de Atlanta siguiendo a una mujer. A fines de diciembre estaba otra vez en un avión, de vuelta a la Argentina, procesando el fracaso del amor. Apenas reconocí el país al que regresaba: unos días antes Mauricio Macri había asumido el gobierno y si bien me reconfortaba volver a sentir el murmullo del castellano a mi alrededor, la gente igual parecía estar hablando otro idioma. La idea era simple: viviría con mis viejos, en la casa de mi infancia, por un par de meses, hasta conseguir un trabajo que me permitiera alquilar “algo” y mudarme otra vez. Ese par de meses se convirtió en un par de años. Conseguir un trabajo en Macriland, con más de cuarenta, se demostró más difícil de lo que había previsto. Y esa convivencia prolongada, en el barrio en que viví de chiquito, fue una de las experiencias más extrañas de mi vida. Esperaba que me invadiera cierta emoción particular al pisar de nuevo esa calle de tierra, al recorrer el viejo 25
Juan Grenno
barrio. No sentí casi nada. La casa era otra, todo el lugar era otro, el tiempo era otro. Yo mismo no me reconocía tanto en ese chico de las fotos y si bien el amor por mis viejos era el mismo, los códigos habían cambiado: en los intercambios entre adultos se hacen y dicen otras cosas, hay otros presupuestos. Aprendí, por si hiciera falta, que es imposible volver de verdad. Que el pasado, como decía Hartley, es un país extranjero, y que sus fronteras están cerradas. Que me quedé para siempre de este lado.
con alguno de tu sobrino ya adolescente y los que hace ahora tu sobrina más chica. El dibujo en la pared que tapaba la silla mecedora te recuerda a la voz amenazante de tu madre: “¿Quién hizo esto?”, y la respuesta de tu hermanita: “Yo no fui”, cuando se podía ver claramente la firma delatora de las primeras letras de su nombre escritas con dificultad. Sabés que, si te quedás a dormir en la pieza
–Sebastián Lalaurette
–Milagros Esquibel
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Cuando el barrio se encogió ¿Qué pasa cuando el pasado se hace presente? Cuando volvés a tu antiguo barrio, donde el parque con la lomada en el centro te recuerda a las cartas que de niña le mandabas a la tía de Tandil, contándole que donde vos vivías también había una montaña. Entrás a la casa donde pasaste tu infancia por el portón que apenas cierra de tanto haberse usado. Subís las escaleras, que parecen haberse hecho más cortas, y te encontrás con que en el descanso aún está el revoque sin pintar con forma de avión. Pero ese ya no es tu hogar, ahora te toca decir: “Voy a la casa de mi hermano”. En algunas paredes de la casa están mezclados los garabatos que hizo tu hermanita
La montaña en el valle se transformó en una simple lomada del parque Alberti; el gran árbol de rosas chinas al que trepabas con valentía hasta lo más alto para enfrentarte a, o más probablemente salir corriendo ante la presencia de, una araña, se volvió un pequeño árbol de ramas endebles. Desde que recorro las calles de La Plata con un barbijo, todo parece un sueño, o mejor dicho una fotografía. Me encuentro con miles de momentos y personas que siguen ahí, congelados en el tiempo, conviviendo con el presente de cada uno de nosotros.
El cine Durante mi niñez iba seguido al cine con mis abuelos, o a cualquier otro lugar que nos permitiera crear recuerdos juntos. En esa época era su única nieta así que acaparaba toda su atención, pero a medida que Diana De los Reyes fueron llegando los demás, pasábamos menos tiempo juntos. También de tus sobrinas, todavía podés ver las estrellas mis estudios y otras actividades me mantenían luminosas pegadas en el techo, con la consteocupada. Sin embargo, seguía siendo la nieta lación de las Tres Marías, en representación de que más seguido los veía, por vivir más cerca y tu trío de mejores amigas del jardín, la primaria porque, al ser la mayor, era la única que podía ir y la vida. Pero no todo emana belleza, todavía por su cuenta. mirás con preocupación cuando la puerta de la Siguió pasando el tiempo y mi abuelo enferpieza se entrecierra, para comprobar si seguís mó. Comenzó con pequeños olvidos; luego fue viendo la sombra del cuco o a algún espectro empeorando y llegó al punto de no saber quién que se digne a pasar esa noche por el pasillo. era y no poder valerse por sí mismo. Esto llevó a 26
que mi abuela no quisiera dejarlo solo, ni siquiera cuando estaban los enfermeros que la ayudaban a cuidarlo. Como siempre disfruté pasar tiempo con ellos, decidí ir cada vez que podía a comer a su casa y a ayudar a mi abuela, sobre todo para que se distrajera un poco y volviera a sonreír. Con el pasar de los meses pude volver a salir con ella, solo que esta vez la acompañaba a hacer trámites, pero al menos formábamos recuerdos como antes… o casi. Llegó el 2018, se estrenó la película Bohemian Rhapsody y con ella llegó una salida como en los viejos tiempos con mi abuela. Después de siete años, fuimos juntas al cine. Fue uno de los mejores días de mi vida: la vi disfrutar, emocionarse y sonreír como hacía mucho no lo hacía. En ese momento sentí que la mujer de mi niñez que se permitía ser feliz y alegrarse y no se sentía culpable por ello volvía a aparecer en el rostro de mi abuela. Aprecié cada segundo que duró para recordarla en el futuro y me prometí que haría todo lo posible por volver a hacerla tan feliz como ese día. Por un instante me sentí como una niña de nuevo y todos los años que habían pasado desde nuestra última salida al cine dejaron de existir.
Dicen que los viajes no nos llevan en realidad a ningún lado más allá de nuestro verdadero ser. Hacia adentro. En ese sentido un viaje me parece, como ya lo dijo alguien más sabio
–Micaela Márquez –––
Hacia adentro Pues tenía 36 años cuando volví a sentirme bien después de casi dos años de una nostalgia que terminó en pérdida. Y para volver tuve que irme primero. Al otro lado del pacífico.
que yo, un eterno retorno. Cuando me rompí(eron) el corazón por tercera vez, la más brutal de todas, no me sentía “yo” en ningún lugar ni en ningún momento. Tuve que cargar conmigo y con una maleta pequeña (odio documentar equipaje en las aerolíneas) para visitar un lugar que sólo había visto en fotos y que no estaba en mi plan original, pero casualmente quedaba, en el mapa, hacia el lado opuesto del sitio al que en realidad quería ir a entregar los pedacitos filosos de mi quebranto. Que el avión, de un punto intermedio entre ambos caminos, terminara doblando al lado contrario me pareció no sólo conveniente, sino tristemente poético. Así que cambié el boleto original y terminé en Portugal. En Sintra. El jet lag me obligó a dormir a fuerzas, dándome el empujón faltante para salir de la racha de insomnios que me atormentaban. Desperté con hambre y comí con ganas por primera vez en meses. Sola, pero con itinerario. Tomé un tren por primera vez en mi vida. Y llegué al lugar de las fotos… una torre invertida poseedora de significados esotéricos más allá de mi entendimiento que no me hicieron falta para admirarla: era pozo y torre a la vez. En su fondo, sus escaleras, en la cima, yo estaba rota y no rota a la vez. Peor que otras veces, quizás no por una última. Pero a la vez. De regreso no me traje ni un souvenir (¿fotos?, ¿cuentan como souvenir?) porque no viajé como turista. Me fui como alma en pena y regresé con el alma en un hilo, pero un hilo atado a un cometa de papel que planeaba de nuevo si hacía viento.
–Eidé Beltrán Diana De los Reyes
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POESÍA
María Victoria Descotte
praia vermelha
La lluvia es un espejo para mi cuerpo turbio y frágil y pecaminoso ante los dioses
con la ciudad volviste en un ómnibus en el aire irrespirable en la humedad que abrasa
Hocicos ansiosos olisquean la tormenta presintiendo los espectros luminosos del mar Yo también siento un extraño augurio mientras voy hacia ti
pero siempre te vas con la primera ola que me baña
¿Recuerdas que hablábamos en lenguas y jugueteábamos con sonidos negros? Ahora son piedras besadas por el agua incesante
no estarás aquí ni hoy ni mañana
Bajo este cielo frío un hombre que era yo buscaba el camino de regreso mientras el mundo cambiaba
y está bien.
Y tú ¿serás todavía tú?
María Victoria Descotte nació en la ciudad de Buenos Aires, pero vivió toda su vida en el conurbano sur. Desde chica se interesó por la literatura, como ávida lectora y participando en talleres y concursos desde su adolescencia, llegando múltiples veces a ser finalista de las Olimpíadas de Poesía. Se recibió de profesora en Letras en el IES Nº1 Alicia Moreau de Justo. En 2017 participó del taller de poesía feminista Ni Groupies Ni Musas, con la realización final de un fanzine donde publicó dos poemas. Ese mismo año, otros dos poemas suyos fueron finalistas del concurso de la editorial española Páramo y fueron publicados en la antología Gotas y Hachazos. Actualmente ejerce como docente en la escuela pública y participa de un taller de escritura dictado por la escritora Débora Mundani.
La nostalgia es peligrosa Cuando deje de llover no te mires en el espejo Ven cantando a la luz tardía
Sebastián Lalaurette
Diana De los Reyes
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Playas
CUENTO
Cecilia Soto
Difusa
Juan Soto
Hacía más de veinte minutos que buscaba los anteojos cuando sonó el teléfono. Tanteó el aparato hasta que dio con la tecla para atender. Era Marina; le dijo que la Rosa se había muerto así, de súbito, esa misma mañana. Que a la noche la velaban y al mediodía la pasaban por la Iglesia. No entendió bien lo que le contestó cuando le preguntó de qué; la chica tenía una angustia que apenas podía hablar. Le dijo que se subiría al primer colectivo que saliera, que tratara de estar tranquila, que pensara que ahora estaba con Dios. Se sentó. Los contornos de las cosas se fundían con la penumbra del atardecer. Un dolor de cabeza intenso la obligó a permanecer en el sillón un rato. Cuando logró levantarse fue hasta el departamento de al lado y tocó el timbre. –Querida, por favor, no vendrías a ayudarme a buscar los anteojos. No veo nada y no los puedo encontrar. Se ha muerto mi hermana, allá en el pueblo, y tengo que irme a la terminal. La chica registró todos los rincones del departamento. Hasta en la heladera se fijó y nada, no estaban por ningún lado.
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–Está bien, querida, gracias. Sin que ella se lo pidiera, la vecina la ayudó a meter algo de ropa en un bolso y le pidió un taxi. Ya subida al colectivo, estuvo un buen rato obstaculizando el pasillo. “¡Déle, señora!”, gruñó una voz desde atrás. Veía los cuadraditos luminosos pero no distinguía los números. El muchacho que estaba sentado adelante le preguntó qué asiento tenía. Como no estaba segura le mostró el papel del boleto. Estaba cerquita, ahí nomás el asiento. Pensó que el chico habría creído que además de ciega, también era muda. Una vez en su asiento y con la luz del colectivo apagada, volvió a preguntarse dónde los habría metido, cómo podía ser. Durante las largas horas de viaje se sorprendió varias veces a mitad del ademán de acercarse a la cara, con el dedo índice, el puente que unía los cristales. No se podía dormir. Recordó a la Rosa de chica, ordeñando la vaca, limpiando el gallinero. Nunca le había huido al trabajo, ni siquiera al más pesado. Era fuerte la Rosa, ya de señorita se había convertido en una mujer grandota, recia, de esas
que uno piensa que nunca le va a pasar nada, y sin embargo… Por la ventanilla se veía la noche cerrada. Con los anteojos hubiera podido ver las estrellas, pero ahora se le hacían luces difusas en la negrura del cielo. De la última visita que le había hecho la Rosa ya habían pasado poco más de diez años. Ella era joven todavía, su hermana, más. La Rosa le contó que el marido la fajaba. Cuando volvía del trabajo, siempre enojado, descargaba una bronca que no se sabía de dónde le venía. –No ha de ser para tanto –le había dicho ella– y además adónde vas a ir sola con toda esa cría, Rosa. Aquella vez se le ocurrió que Doña Ita podría ayudar a su hermana con el asunto del marido. Aunque en el barrio decían que la vieja era una bruja, ella sabía que hacía milagros si uno tenía fe, hacía todo lo que le decía y le dejaba la plata que pidiera. La convenció a la Rosa para que fueran y ella misma le compró las velas negras y rojas que le indicó la Ita y le anotó en un papel la oración que tenía que decir. Después, la acompañó a la terminal y le dio, ahora que caía, el último abrazo a su hermana. Más de diez años de eso. El milagro de la Ita se había cumplido, pero de una forma extraña. El marido se había mandado a mudar sin aviso, de un día para el otro, sin llevarse ni siquiera un bolso. Nadie supo nada más de él. Pobre la Rosa, no la fajó más pero se las tuvo que arreglar sola con esa cantidad de hijos. Y ella que no la había podido ayudar. Hizo otra vez el recorrido mental de las últimas horas en su casa. Los anteojos se los
había puesto a la mañana, como siempre. Se los había sacado para lavarse la cara y ponerse la crema; se los había vuelto a poner. A la tarde salió a hacer unas compras. Volvió y se los sacó para bañarse. Cómo podía ser si siempre eran los mismos dos o tres lugares donde los dejaba. Y si la chica de al lado no los había visto, cómo podía ser. Oyó un ronquido estridente. Venía del asiento de al lado, pasillo mediante. Un tipo con anteojos. Lo observó en la penumbra, entrecerrando los ojos para poder focalizar. Los
Una vez en su asiento y con la luz del colectivo apagada, volvió a preguntarse dónde los habría metido, cómo podía ser. Durante las largas horas de viaje se sorprendió varias veces a mitad del ademán de acercarse a la cara, con el dedo índice, el puente que unía los cristales. marcos eran gruesos como los suyos, pero más grandes, le ocupaban la mitad de la cara. Qué incomodidad andar con semejantes anteojos; aunque al tipo parecían no molestarle, ni siquiera para dormir. Lo último en que pensó antes de quedarse dormida fue aquella vez que la Rosa la llamó por teléfono y le contó que la hija más chica estaba embarazada. Ella no lo podía creer, catorce años tenía la nena. Le preguntó si estaba segura y la Rosa le dijo que sí, que de seis meses, que ya no había vuelta atrás. Le 30
había pedido si podía mandarla a su casa; que ella no la podía cuidar, trabajaba todo el día y los otros hijos… que antes de que tuviera la iba a buscar. Pero tan chica la nena. Ella tampoco podía tenerla, era una responsabilidad. –Catorce años, es una criatura, Rosa. Yo no puedo, no puedo tenértela. Se despertó y, guiada por la luz blanca del colectivo, caminó hacia la salida sosteniéndose en los respaldos de los asientos. Un poco dormida todavía, salió de la terminal y empezó a caminar en lo que creyó era la dirección hacia la casa velatoria, la única del pueblo. Hacía muchísimos años que no iba y, a pesar de que la luz del día la ayudaba a ver, no reconocía ningún lugar. Llegó a la plaza, enfrente, la iglesia era otra, tan distinta. Se cruzó al edificio blanco que debía ser la Municipalidad. Se acercó a la placa de bronce que inauguraba la entrada. Municipalidad de… Se había bajado en otro pueblo. Apoyó una mano en la pared y con la otra rebuscó en la cartera un pañuelo. El calor pegaba fuerte y tenía la frente cubierta de sudor. Sintió que el aire comenzaba a faltarle. La mano en la cartera tanteó algo que la paralizó aun más. Una punta redondeada, una patilla: los anteojos, cómo podía ser.
Cecilia Soto nació en 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires, y se mudó a los 17 años a La Plata, donde vive desde entonces. Es profesora en Letras por la Universidad Nacional de La Plata y trabaja como docente, correctora y editora. De vez en cuando, escribe.
POESÍA
Ana Paula Martínez Garrigós
Viaje astral
Respiro y vuelo a otro círculo donde el amor sabe a nieve de tuna con leche quemada. Me penetra el sol que revive mis llagas que lames con tu lengua de gato manso. Raspas más de lo que curas.
Ana Paula Martínez Garrigós es diplomática mexicana. Nació en Cuernavaca, México, en 1987, y actualmente se desempeña como Encargada de Cooperación Técnica y Científica y Asuntos Políticos en la Embajada de México en Corea del Sur. Es miembro del Servicio Exterior Mexicano desde 2015. Maestra y licenciada en Relaciones Internacionales por la Fletcher School of Law and Diplomacy y el ITAM. Se ha desempeñado como directora adjunta de Prensa en la Embajada de México en Estados Unidos y Cónsul en Nicaragua, donde empezó a escribir poesía para desahogar el alma. Se encuentra escribiendo una colección de poemas titulada Vida circular. También escribe sobre la importancia del feminismo y sobre las relaciones internacionales. Habla español, inglés y francés y estudia coreano.
Nehemiah Grew, 1860
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SINAPSIS
Alejandro Noguera
El exilio imposible “Creo que la obra no fue más mala porque era corta. Pero si el autor la alargaba podía ser mucho más mala todavía. El único mérito es la brevedad.” Rodolfo Zalim La televisión devuelve una imagen inconfundible. Apoyados los dos codos sobre la mesa, acercando el torso superior a su interlocutor, como si estuviera a punto de revelar un secreto, la mirada iluminada, algo cínica, algo altanera, y el bigote, grueso, entrecano, espeso, como si fuera una marca de agua sobre ese rostro aceitunado, herencia del Medio Oriente. La voz sale de su boca como un susurro. –Macri se picó el boleto. El conductor, rubio y acelerado, sonríe, algo pícaro, a la vez que intenta mostrar asombro y desconcierto ante lo que acaba de oír. –No, pará, Turco, pará –balbucea, mientras Jorge Asís se vuelve a recostar sobre la silla, ahora su cuerpo se dobla hacia atrás, sus manos, con delicadeza, acomodan las puntas de su bigote y una sonrisa escapa, arrogante, de su boca. Uno, como espectador, observa la escena con una mezcla de admiración y rechazo. Cada concepto polí-
tico que ha vertido Asís es rebatible, pero el modo en que lo ha hecho resulta hipnotizante. Puede verse un gran sentido de la teatralidad en sus gestos, en sus manejos del tono de voz, en la forma de mover los brazos. No en vano es acusado de vendehumo. En el barro de la discusión coyuntural, se requieren precisiones, datos, certezas y Asís ofrece ornamentos. Tal vez sea porque, antes de ser funcionario del menemismo, candidato a vicepresidente y denunciador serial del kirchnerismo, Asís era escritor. Y un escritor famoso, respetado, leído por mucha gente en la Argentina de fines de los 70. Sin embargo, el paso de los años y su devenir en las aguas de los cargos públicos fueron achatando, difuminando, esa faceta. Fue bastante sorpresivo para mí encontrarme con la lectura de Flores robadas de los jardines de Quilmes (Losada, 1980). La sabia –y misteriosa– mayoría que lo eligió como siguiente novela para El Clú –club de lectura del que participo– me dejó atónito y con algunas preguntas dando vueltas por mi cabeza. ¿Será un escritor interesante Asís? ¿Qué ha pasado que su carrera como escritor ha desaparecido dentro 32
Sofía Pal
del amperaje de la literatura argentina? Y, sobre todo, ¿por qué leer a este filomenemista ahora, en este presente tan alejado de todo lo que Asís parece representar? Para colmo, el ingreso a la novela es complejo. Un narrador demasiado consciente de sí mismo nos va contando que eso que leemos es una novela, mezcla presente y pasado verbal, nos mueve en el espacio y el tiempo de la historia y, llegado cierto momento, nos sentimos como si estuviéramos aferrados a una rama quebradiza en medio de un río torrentoso. Es un estilo sobrecargado, tal vez intento infructuoso de imitar a Cortázar, tal vez era lo que estaba de moda en aquellos años, y que ahora se nos presenta como demasiado pretencioso y algo antiguo. Ya no se escribe así, es lo primero que uno se ve tentado a pensar. Cuando se empieza a desmalezar, aparecen Rodolfo y Samantha, dos treintañeros de Quilmes, que se reencuentran, por casualidad, en una Buenos Aires agobiada por la dictadura militar. Mientras se toman un café, ella comenta sus intenciones de irse del país, mientras él, socarrón, intenta convencerla de que es fútil hacerlo. En tanto, se intercalan episodios del pasado de ambos, de sus historias que fueron cruzándose en diversos ámbitos y de diferentes maneras, pero que siempre parecen ir un poco pegadas, como si fueran compañeros y testigos de todas las desgracias individuales y colectivas que ocurrieron durante los años setenta en Argentina. Las páginas pasan y todo parece una película argentina de la posdictadura. Las reflexiones declamativas, el costumbrismo burlón, la sexualidad sucia. Nada parece despertar interés. Sin embargo, Asís comienza a sofocar sus ánimos de escritor virtuoso y comienza a
relatar otra cosa. La vida de Samantha y de Rodolfo empieza a aparecer frente a nosotros como si fuera el recorrido circular e interminable de un micro. Ambos nacieron y se criaron en Quilmes. Ambos reniegan de la vida preestablecida que les espera y buscan irse del barrio. Samantha se dedica a la poesía, a la música, a la actuación, a la militancia política, incluso prueba con ser maestra y hasta tiene fecha para casarse con un verdulero, pero todo parece ser insuficiente para ella. Su entusiasmo se encien-
Ahí es donde entra la idea del exilio. Se ha agotado la búsqueda en el país. Eso que falta debe estar afuera. Se explica, sí, que mucha gente se ha ido por necesidad, pero ahora la moda parece ser el exilio. Rodolfo, sin embargo, descree. Es que el exilio está dentro de ellos. No es político, no es ideológico. Es existencial. de y se apaga a cada año. Rodolfo la acompaña, la escucha en cada uno de sus periplos, siempre con algo de cinismo, como si entendiera algo más que la flaca –como le gusta decirle, histérica como todas las flacas– y es que tal vez algo más entiende. Una aclaración pertinente: sí, en este libro los hombres saben más que las mujeres, no tengo que andar explicando los motivos. Pero Rodolfo también navega en ese mar de diletancia: escribe, saca fotos, la política lo repugna, vende electrodomésticos en las 33
villas, va de la casa de la madre a Capital y termina casado y con hijos. Transita la vida como si no perteneciera a ningún lado y es que, acaso, así es. Samantha y él no pueden vivir en donde nacieron, pero tampoco pueden transcurrir en otros lugares. Corren detrás de las modas y el sentir de la época, pero nada parece ser para ellos. Han visto la sencillez de los barrios y se han tratado con la alcurnia intelectual. Han tomado algo en un puesto de comidas de la estación del ferrocarril y han discutido la alta política. Pero siempre están buscando algo más. Como si el vacío se abriera dentro de ellos, en sus corazones, en sus cabezas. Ahí es donde entra la idea del exilio. Se ha agotado la búsqueda en el país. Eso que falta debe estar afuera. Se explica, sí, que mucha gente se ha ido por necesidad, pero ahora la moda parece ser el exilio. Rodolfo, sin embargo, descree. Es que el exilio está dentro de ellos. No es político, no es ideológico. Es existencial. No hay modo. Hay algo dentro que se ha roto y no puede sanarse. Funciona para estos personajes que surgen de estos barrios alejados dado que su propio origen los veda de todos lados. Como si fuera la tristeza una marca en la piel que no pueden borrarse. Tal vez pueda leerse como un retrato de la sociedad en aquellos años. La esperanza de tiempos mejores fue ahogada por la violencia y ahora no queda otra que tomarse el palo. Debe ser este el punto más interesante de la novela y, quizás, donde resida su mayor logro. Los protagonistas no son personas de clase media alta sobreescolarizada, no son pobres retratados como animales. Pertenecen a esa clase trabajadora a la que el peronismo le dio la posibilidad del ascenso social y que ha quedado
que Asís, a pesar de todo, es un escritor de recursos, alguien que sabe cómo manejar las palabras, cómo tensionar las situaciones que cuenta, cómo volverlas atrapantes para los lectores. Es entonces que otra pregunta surge. ¿Qué pasó con Asís? ¿En qué sendero dobló para pasar de ser un escritor sólido y leído a un vendehumo profesional? Ya mencioné que el texto es demasiado consciente de sí mismo. Todo el tiempo el narrador nos recuerda que somos lectores de una novela y mezcla constantemente su figura con la del autor y con la del personaje principal. Pareciera querer dejar muy en claro que lo que narra es su vida y que, cuando se le termine la vida, no tendrá nada
La Buenos Aires que nos retrata Asís es un páramo. Una ciudad donde todos se han muerto o se han ido.
huérfana. No hay lugar para ellos ahora. La Buenos Aires que nos retrata Asís es un páramo. Una ciudad donde todos se han muerto o se han ido y los protagonistas están viendo qué hacen. Samantha cree que todavía puede existir ese lugar, ese paraíso perdido. Rodolfo no, descree. Sabe que el exilio lo llevan consigo, que ese vacío no va a irse y que los que viven cargan con las culpas de los que murieron. No se puede exiliar uno de uno mismo y todo se reduce a seguir buscando o detenerse. Mientras avanza la lectura, uno va notando
que contar. Fantasea con vivir muchos años y solventar una trayectoria prestigiosa basada en no haber muerto. Luego, va contando cómo ha escrito novelas en las que lo único que ha hecho es intentar escribirse a él mismo, ha tratado de entenderse y de entender a todos los que lo rodeaban, a ese barrio, a ese país, ha trazado una línea por cada tema que, de algún modo u otro, lo interpela, lo atraviesa, lo constituye. Fue entonces que algo hizo click en mí. Como si, de pronto, se prendieran todos los faroles de la calle bajo el influjo de una tormenta matinal, mi cerebro volvió a aquellas charlas de Asís en Animales Sueltos. Recordé todas sus apariciones en diversos ámbitos a lo largo de años. La literatura de Asís perdió peso en los libros 34
porque él la encarna. Asís ha decidido hacer literatura por otros medios. No es un analista político, ni un ensayista, ni un periodista, ni nada de eso. Asís es un escritor que interpreta su propio personaje. Es ese porteño piola, canchero, de verba florida, que se las sabe todas, pero que, en realidad, está solo, muy solo y angustiado y que no puede más que escapar de sí mismo únicamente para llegar a sí mismo. Es un exiliado en su propio cuerpo, en sus propias decisiones, en su propia historia partida y doliente. Su grado de reflexión ha llegado al punto de entender que no era necesario escribir para hacer literatura, que eso es sólo el comienzo. Tal vez por eso ha perdido relevancia como escritor y tal vez por eso mismo a él no le interese obtenerla. Mi mirada vuelve a la pantalla y Asís está ahí, la sonrisa que se asoma, apenas, por debajo del bigote, las cejas que caen sobre los ojos entornados, el cuerpo que se inclina sobre la mesa y se apoya sobre los brazos, las manos decoradas con anillos de oro, abre la boca y las palabras salen con una áspera delicadeza: –Si tu enemigo se está equivocando, no lo distraigas. Y vuelve a recostarse sobre la silla, satisfecho de continuar escribiendo otro capítulo de su novela interminable. Alejandro Noguera (San Carlos de Bariloche, 1987) se considera platense, a pesar de haber nacido en Río Negro. Estudió Cine y Letras en la UNLP, pero no terminó ninguna de las dos carreras. Publicó una novela titulada Un dios paranoico y obtuvo una mención en el concurso de novela corta de la Fundación María Elena Walsh. Paga las cuentas trabajando de cartero en el Correo Argentino.
GALERÍA
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CUENTO
Osvaldo Aníbal Martínez
Nunca hablamos de Brahms –Nunca hablamos de Brahms. Conste que Brahms me importa un comino, pero de alguna manera debo iniciar la conversación sin parecer un energúmeno. Impensable acometer con: “¡Pero mirá que tiempo loco! Este calorcito en pleno invierno”, cuando todos sabemos que en Junio siempre llega una semana de calor a contramano. Por eso hablo de música, una materia en la cual puedo navegar sin hacer el ridículo frente a Nidia, a pesar de que ella es una concertista internacional y yo apenas un dilettante. Porque siempre nos unió fue la música. Aunque exagero al decir “unir”. Nuestra “unión” se limitó a tocar el violín (ella) y escucharla (yo) en un estado de hipnótico arrobamiento. Y menciono a Brahms mientras cumplo con los saludos, con las fotos y con las bromas del reencuentro de egresados, para evitar nombrar a Dvorak. Temo que ella remonte veintidós años y recuerde mis ojos nublados de ensueños al escucharla ensayar Humoresque acompañada por un disco de pasta dura girando en el Wincofon. Escucharla, y al hacerlo decidir que ella será mi amor eterno, con el frágil concepto de eternidad que disponemos a los quince años. Y jurar que le declararía mi amor, algo que no hice ni esa tarde ni ninguna otra. Por lo tanto, mejor evitar Dvorak. No conviene invitar a fantasmas para que nos reprochen antiguas cobardías. –Recuerdo este árbol. Sí, lo recuerdo.
¡No hay caso! ¿Para qué habré pulido con tanto empeño mis primeras palabras? Esquivó a Brahms como a una baldosa floja. ¡Y por un árbol! ¡Qué sé yo de árboles! Si apenas distingo un pino de un plátano. ¿Y ahora, cómo seguir? –¿Cruzamos? No se me ocurre otra cosa. Sólo caminar. No sé a dónde. La tomo ligeramente del brazo para cruzar la calle. Debo admitir que nunca antes la había tocado. Jamás. Jamás de los jamases. Y al tomarla del brazo me sacude un temblor eléctrico. Me creía inmune a este tipo de chiquilinadas, pero los ataques de nostalgia no respetan edades. Respiro profundo para rehacerme. Caminamos por la costanera. Hay un viejo absorto en su pesca. El río está manso; dormido. Enfundo mis nervios en los bolsillos de mi campera. “¡Qué lindo encontrarte!”, exclamé. Tal vez no sonó tan bobo como parece al leerlo. Ella sonríe. –¿Querés caminar hasta el colegio? ¡No puedo ser tan infantil! Pero ya está dicho. Cruzo los dedos y espero lo mejor. –¿Por qué no? ¡Sí!, buena idea. ¡Vamos! Intento enhebrar recuerdos. Hago memoria, pero al bajar un pie en la calle un auto a toda velocidad pasa a centímetros de mi nariz. El sobresalto deshilacha la nube en la que viajaba. –¿Vos no te volviste a casar, no? Dispara su pregunta mirándome a los ojos. Titubeo. Hubiera preferido que me atropellara el auto. 39
Osvaldo Aníbal Martínez (Buenos Aires, 1956). Publicó las novelas El color del cielo, La escritura del Niño, La peste y la Tempestad, Las murallas de Bizancio y La tumba de Alarico; los volúmenes de cuentos El cobrador y otros cuentos y Soles de otoño; y en poesía, Siempre. Antologías: Editorial Casa de Papel años 2014 y 2015. Obra premiada: cuentos publicados en antologías: “El piano encantado”; “Isolda y el cóndor”; “Un accidente”; “Kitty”; “De batallas y fantasmas”; “La paradoja de Zaid”. Novelas editadas por concursos: Las murallas de Bizancio, La tumba de Alarico y El muelle. Ensayos incluidos en antologías: “Coincidencias y discrepancias”. Obra inédita: Voz de recurso (poesía); Elogio de la barbarie (ensayo); Forasteros, Memoria negra y Cuentos del café (cuento); Un sueño hermoso, Fugitivos, Legenda, La ciudad de los Césares, Capítulo final y Error de interpretación (novela).
–Eh... No. No se dieron las... ¡Qué sé yo! Esas cosas, ¿viste?... Odio hablar sin decir nada. ¿Qué no se dio? ¿Qué cosas? Expliquemos. ¡No! Mejor no explicar nada. –Te dio miedo a empezar de nuevo, ¿verdad? ¡Qué bonito, eh! Meter el dedo en la llaga. ¡Así no vale! Sí, tenés razón. Tuve miedo, ¿y qué? Tuve miedo de volver a creer en alguien y de equivocarme otra vez. No contesto. Prefiero callar y asentir con un matiz de melancolía. –Yo también tuve mis buenas metidas de pata. –Dice despreocupadamente, como si confesara un aplazo en geografía. Ella no lo sabe, pero acaba de redimirme. –¿Vos nunca te fuiste, no? ¿Siempre te quedaste en el pueblo? Otra pregunta a quemarropa. Respondo con una sonrisa indefinida que podría ser de orgullo, pero que es de arrepentimiento por las
POESÍA oportunidades perdidas. Anhelé viajar, conocer, arriesgarme. Convertirme en otra persona. Pero los cobardes siempre encontramos excusas razonables. –Yo, en cambio, viajé demasiado. Un perro nos asusta con ladridos a traición. Respondo con un insulto destinado a él y a sus antepasados caninos. Caminamos. El viento nos golpea el rostro. La despeina, pero a ella no le importa. Se oye una sirena lejana. “Siempre te esperé”, murmuro por lo bajo. ¡No! Miento, sólo lo pienso. Lo callo como lo hice ante aquella niña de cabellos color miel, que en una siesta de noviembre interpretó la música de Dvorak como un aprendiz de ángel. ¿Por qué no confesárselo ahora? ¿Qué puedo perder? Reímos. Nos miramos. Estoy a punto de decir una tontería. Me contengo. “Siempre te esperé”. Retengo la respiración, tomo fuerzas, pero ella mira su reloj. –Tengo que volver. Me quedaron varias cosas por hacer y el viaje es largo. Tartamudeo. Dijo “Eh... sí... claro...” Palabras sin conexión. –Lo pasé muy bien. –Es inevitable, siempre alguna zoncera se me escapa. –Yo también. –Responde con amabilidad. Tengo miedo que quizás sea una respuesta más amable que sincera. –Tendríamos que repetir este paseo, ¿no? Pero con más tiempo. Tomar un café. Hay tantas cosas de las que me gustaría hablar. La miro. Permanece suspendida en el aire, en el tiempo, en mi vida. –Sí, sí, claro. Cuando quieras. Además, como vos dijiste, nunca hablamos de Brahms... ni de Dvorak.
Fernando Antolín Morales
Comportamiento cíclico Vuelven las rebajas. La vuelta al cole. El retorno del Jedi. Todo regresa menos la inocencia y tú sigues siendo igual de gilipollas.
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Esperando el año pasado
SECCIÓN ESPECIAL
En un año marcado por la pandemia de COVID19, se imponía generar una sección que tuviera que ver con la ansiada vuelta a cierta forma de normalidad. El coronavirus SARSCoV2 alteró nuestras vidas, cambió la faz del trabajo, el ocio, la política y los encuentros; no está claro aún cómo será el retorno a un mundo sin pandemia. Fernando Manzini se aproxima a esta vuelta desde el ensayo; Paula Parabúe, desde la ficción; Julieta Calí releva sensaciones aún desde el encierro. Y todos seguimos esperando.
Heráclito y COVID19 ¿Volver? ¡Si no paramos de irnos! El único camino permitido es el que se nos abre hacia adelante, y ahí vamos. Vamos de cuerpo, vamos de espíritu, vamos de compras y vamos que vamos. El tiempo nos empuja siempre desde atrás y nos obliga andar. –¡Caminen, mulas! ¡Arre! Y a cada paso que damos, nos convertimos en otros: las células de nuestro cuerpo caen y se reemplazan por otras células; las percepciones se abollan, se corrigen o desaparecen; los sentimientos desfallecen y, moribundos, se renuevan en otros sentimientos. No podemos más que cambiar, estamos irremediablemente infectados por la pasión mutante. Cambiamos de ideas, de celulares, de amores, de zapatillas, de trascendencias. ¡Cambiamos hasta en nuestro modo de ser constantes! ¿Volver? ¡Ja! ¿Cómo volver a cualquier parte cuando somos siempre distintos? Y sin embargo, nuestra experiencia más frecuente es la del regreso, la de estar siempre volviendo. Saludamos maquinalmente al vecino con un “¡Buen día!”, no importa si hoy estamos alegres y mañana degollados. Llamamos siempre “hermano” a nuestro
hermano, aunque la vida nos haya alejado tanto de él que hasta parecemos de especies distintas. Y comemos siempre a la misma hora aunque la angustia nos cierre el estómago. Y seguimos festejando la Navidad aunque ni a palos sigamos creyendo en ningún bebé de probeta con poderes sobrenaturales. Para decirlo de una vez, gente: somos una contradicción ambulante; nos la pasamos cambiando, pero seguimos siendo los mismos.
La verdad es que no creo que aprendamos nada, ni sobre esto ni sobre ninguna otra cosa. La vieja verdad de Heráclito es solo parcial, parece valer nada más que para nuestra realidad externa. Internamente, nos bañamos en el mismo río dos veces, y también diez veces, y hasta mil. Estamos en medio de una pandemia mundial (chocolate por la noticia, ¿no?). Hasta el momento se infectaron más de once millones de personas, de las cuales murieron casi quinientas veinticinco mil (escribo esto el 3 de julio, son las 10.30 de la mañana). En medio de la tragedia, el mundo, quién lo diría, se llena de esperanzas. Desde todos los rincones, voces optimistas se alzan para decirnos que después de esto nuestra 41
vida será mejor, que por fin comprenderemos la necesidad de unirnos y de apoyarnos, que disolveremos de una vez y para siempre todas las fronteras y que propiciaremos todas las cooperaciones. Entonces, sucederá el milagro:
nos volveremos empáticos, solidarios, altruistas, réquete-recontra-buenos; el ser humano, en definitiva, logrará lo que parecía imposible: ser una bestia aceptable. En medio de estos nobles deseos, Estados Unidos amenaza a China con juicios políticos, sustracciones millonarias y hasta misiles (linda cooperación). En Argentina apedrean a una mujer, y a la ambulancia que la traslada al hospital, solo por el crimen de haberse contagiado (distinguida solidaridad). En Toulouse, en Barcelona, en Nueva Delhi, en Veracruz, en Buenos Aires, los médicos, los enfermeros, los farmacéuticos, los psicólogos son percibidos por sus vecinos como amenazas virales, y por lo tanto se los discrimina, se los escracha y se los intima con acciones violentas a mudarse de sistema solar (extraordinario altruismo). No, la verdad es que no creo que aprendamos nada, ni sobre esto ni sobre ninguna otra cosa. Estamos incapacitados para el cambio. Somos demasiado egoístas para dejar de repetirnos. ¿Volver? Sí, claro que volveremos a vivir como antes. ¿Pero de dónde sacamos que esa sería una buena idea?
Fernando Manzini –––
Volver a la ciudad Cuando termine la cuarentena y vuelva a viajar en colectivo, tenga en cuenta: nada en ver melenas ralas o bicolores, ni en el plástico furioso de un broche de pelo; pero mucho menos en
Diana De los Reyes
ver dedos escapando a la estrechez de una sandalia ayudará a llevar un dia en la ciudad. Y no sobra advertir sobre los riesgos de mirar fijamente el piso. Se sugiere en cambio mirar por la ventanilla, hacia afuera, luego arriba. Asientos junto a la ventana son preferibles pero no esenciales para el caso. Afuera, luego arriba, para ver los edificios que de a poco han sido cubiertos por las plantas. Las terrazas llenas de eucaliptus, sauces, álamos y casuarinas. El ocasional ombú que abraza una cornisa hasta romperla. Las raíces llenas de musgo que desbordan techos y bajan por las paredes. Las enredaderas que se tejieron en balcones y que intentan cubrir las ventanas, y 42
las grietas del hormigón por doquier, de donde brotan crasas. El manto verde que de arriba hacia abajo consume la ciudad. Y el cielo azul. Respire. Si viaja de noche intente no escuchar los sauces.
Paula Parabúe –––
Lágrimas de mburucuyá Resulta que últimamente algunos cachetazos de la vida me están pegando fuerte, y no es la cuarentena sino una complejidad enmarañada y
sin límites de dolores, duelos e imposibilidades que me preocupan, me ocupan, me atraviesan y a veces hasta me colonizan. La cuarentena solo vendría a complicar un poquito más el contexto, pero ya pasará y seguiré desenmarañando la vida como siempre, pero nunca como antes. Resulta que a veces –solo algunas veces– cuando estallo en lágrimas pasan cosas lindas que me conmueven y me dan fortaleza para seguir buscando la paz, la paciencia y la esperanza de una mejor calidad de vida o un bálsamo para este sentimiento tremendo de abandono que me destripa el alma desde hace unos meses. Qué composición química tendrán mis lágrimas, lo ignoro, pero algunas son de pura angustia y dolor, muchas de gratitud hacia los amigos, familiares y vecinos queridos que me ayudan a sostenerme en estos momentos, y otras de la bronca y la impotencia más pura. Por estos días, algunas lágrimas han sido liberadoras y otras me han sumido en la tristeza más profunda. Mejor que salgan, que salgan todas, que inunden, que rieguen el patio, la cocina, el living, la piel, el alma. Resulta que no es la primera vez que cuando leo y lloro, lloro y leo en las tardes de otoño me visitan unas mariposas de color naranja. Son un poco escurridizas y nunca estoy preparada para capturar su imagen porque me toman por sor-
presa y me emociona tanto su presencia que no atino a moverme ni un solo milímetro para que no se vuelen. Hace unos días esta bella mariposa me dio una segunda oportunidad y le robé una foto mal tomada pero muy significativa, porque justo se posó en el pequeño gajito de flores que ven, que se había roto con el viento y
decidí apoyar sobre uno de mis queridos libros de plantas medicinales para contemplar sus últimos momentos de frescura. También anduvo paseando por mi mano y me dejó llenita de una sensación de agradecimiento. Resulta que después me enteré de que a esta mariposa le dicen “espejitos”, y que elige poner 43
sus huevos en una planta hospedera específica para desarrollar su ciclo. Esa planta es un mburucuyá que salió hace un tiempo de manera espontánea en un pasillo oscuro de mi casa donde no crecía nada, y yo le puse unas guías y trepó y trepó por el paredón con una gratitud inconmensurable. Si esa planta no estuviera en casa, no habría de esas mariposas, porque no pondrían sus huevitos en otra. Resulta que esa planta que hoy le da color a un pasillo oscuro es medicinal y hoy voy a utilizar sus hojas en un té para poder conciliar el sueño un ratito más. Espero soñar toda la noche con mariposas “espejitos” y pasionarias, unas flores bellas y misteriosas que me remiten a la niñez en casa de mis abuelos. Resulta que, casualmente, las pasionarias son las flores del mburucuyá, el lugar donde crecerán las orugas hasta que tengan Julieta Calí alas para volar. Ojalá que en ese instante preciso se lleven mis lágrimas bien lejos, a otro mburucuyá remoto donde puedan empezar su nuevo ciclo de vida.
Julieta Calí
POESÍA
Manuel Felipe ÁlvarezGaleano
Ellos siempre regresan A los torturados del D2 en Córdoba 1 Las paredes esconden huesos, las almas, argamasa. Quiero cantarle al silencio de las celdas a los gritos secuestrados por la infamia del poder y rescatados por la promesa de una simple democracia.
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Los senos se abrieron al hambre y las uñas en las paredes firmaron los ciegos itinerarios del regreso a casa.
¿Dónde renacieron los desaparecidos: en la voraz jungla del olvido en la sangrienta comisura del 83, en un desierto que no conocemos? No, renacieron en una fugitiva neurona que tiembla en los sueños de los huérfanos en nuevas tierras, que nunca fueron nuevas ni propias en las viejas ondas del Río de la Plata.
2 Los adioses desfilan tras las puertas: ¿abiertas para quién? besos que se fugan por las cerraduras hasta que el miedo las vuelve a entrecerrar. La memoria se levanta gime, estalla
lima cada vórtice de los barrotes.
4 Un murmullo muerde los tejados una década que arde es el eterno saludo de las víctimas y un beso a los geranios invisibles de su olvido.
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POESÍA
Manuel Felipe ÁlvarezGaleano
El reproche de los pasos No hallarás otra tierra ni otro mar. La ciudad irá en ti siempre Konstantinos Kavafis A sus huellas los desterrados cantan para que los azares duerman y nuestras casas cual si tuvieran memoria nos persiguen con sus sedientas puertas y las sogas prendidas del larguero pero sabemos renunciar cuando sonríe un camino marchamos con dos medias nonas para dos pies izquierdos es tan fausto el exilio cuando grita la consciencia y las estrellas con sus lentes grises nos desmenuzan para enseñarnos a huir ¿huir? ¿acaso se puede huir cuando hasta nuestros nombres nos acosan? ¿acaso se puede huir cuando llevamos el vicio de haber nacido? aun así nos llamamos Noche y Añoranza aunque los cadáveres que fuimos juegan rayuela en los oídos el regreso siempre nos seduce para morir de nuevo o nacer en la frontera trazada por una lágrima.
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CUENTO
Solange Pagano
Volver
Vuelvo al barrio. Veo las mismas caras de hace ocho años pero más avejentadas. Nadie se va de General Férnez, sólo les que no estamos conformes con su gente, y que ni se nos ocurra volver. Por suerte, nadie me reconoce. Soy sólo un forastero más, alguien que no merece la atención de les habitantes. Camino por las calles que antes me vieron derrotado, incómodo. Mi infancia no fue fácil y eso nunca se lo perdoné a este lugar. No fue nadie en especial, ni siquiera mi familia, fue un pueblo entero. Retrógrado, olvidado en el mil ochocientos. Este lugar te absorbe, te hace suyo para siempre. Yo tuve la suerte de escapar, el privilegio. Pero muches como yo se quedaron y se volvieron parte del problema, de la enfermedad. Todes dijeron que yo estaba enfermo, que
merecía la vida que me hacían pasar, pero la enfermedad era y es este lugar. Ese pensamiento colectivo y autodestructivo. Ni siquiera sé por qué volví. Estaba en el tren yendo a otro lugar pero me bajé acá. Fue un impulso. Siento que nada cambió. Pero no es cierto,
Mi familia sigue viviendo acá. Ya ni deben acordarse de que existo. todo cambió. No en este lugar horrible, claro. Sacando los locales de electrónica y demás cosas del siglo XXI. Pero yo cambié. Estas calles que antes caminaba sintiéndome una basura, ahora las camino cómodo y feliz. ¿Debería ponerme mal?
Mi familia sigue viviendo acá. Ya ni deben acordarse de que existo. O me recuerdan sólo para tirar comentarios de odio al aire. Ese bicho raro que se fue de General Férnez sin siquiera decir adiós. Pero todo eso ya no importa. Pienso y repienso la razón de por qué me bajé acá. Este lugar no vale la pena. Ya no es mi hogar, si es que alguna vez lo fue. Y mi vida es mejor, es infinitamente mejor. Doy media vuelta y empiezo el recorrido de vuelta a la estación. No tengo nada que hacer acá. Vuelvo a irme como aquella vez, pero ya no soy la misma persona, ya no soy Luciana, ahora soy realmente yo. Solange Pagano nació en Los Hornos, La Plata, el 23 de diciembre de 1994. Es escritora y estudiante de Historia.
Julieta Calí
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SINAPSIS
Gastón Dufour
Las aventuras del Doctor Von Braun Imaginen a un chico de unos diez años junto con otro grupo de chicos igualmente vivaces, asombrados, ante una copia original de VHS (una tecnología novedosa en ese entonces) en un televisor conectado a través de un alargue, en plena calle, viendo por primera vez Volver al futuro. Ese chico fui yo y realmente no daba crédito a lo que estaba viendo: las aventuras de Marty McFly viajando al pasado, desesperado por regresar a su tiempo luego de solucionar todos los inconvenientes generados en su aventura inesperada. Pasaron ya 35 años de ello y he perdido la cuenta de la cantidad de veces que he visto la película. Me corrijo: las tres. Tengo que hacer un alto antes de seguir: Me cuesta mucho entender el por qué de la minimización de los intereses y gustos propios de una década determinada como sucede, por ejemplo, con la época que nos convoca y en la que tuvo desarrollo la trilogía de la cual hablo en este artículo. Y es que (además de ser, al parecer, un signo de época) me atrevo a decir que se trata de una constante competencia de ver quién tiene la posta sobre lo que no vale la pena o está (utilizando una de las palabras más comunes a las que se recurre en estos casos que describo) “sobredimensionado”.
Entonces podemos ver cómo se realiza una especie de simbiosis entre la costumbre argenta de ver quién tiene la verdad revelada y la de elevar al mundo una opinión que nadie ha pedido y que no tendría mayor relevancia si no
fuera por la existencia de las redes. Qué maravillosos los 80, en que no te enterabas innecesariamente de lo que opinaba todo el mundo respecto de lo que fuera. De cualquier cosa. No eran mejor ni peor; eran diferentes. Hecha esta pequeña aclaración, vamos ade 47
lante con un poco de historia. Bob Gale, interesado en llevar adelante un relato sobre viajes en el tiempo, comienza a jugar con una historia que partía de una sencilla premisa en la que se preguntaba cómo sería cruzarse en la escuela secundaria con sus padres; la idea surge a partir del momento en que descubre por accidente que su progenitor había sido presidente de su clase, y la magia imaginativa comienza (a no rasgarse las vestiduras que acá también existe esa figura y se le llama “delegado”, no es algo inoculado por la influencia mala y yankee). Robert Zemeckis decide apoyarlo y presentar la idea a Steven Spielberg, quien sería una especie de garante de calidad, pero entendiendo lo que deseaba Zemeckis: dirigir su propia cinta. Y ahora continuemos contando algo más respecto de la trama. Comencemos la revisión de este film con un trazado en dos partes. Marty McFly es un joven más o menos inteligente, más o menos fachero, pero sus cosas quedan en ese más o menos. Y ello en parte tiene que ver, o al menos eso cree él, con su padre, quien no ha sido nada de ello en su adolescencia y sigue pagando esas cuestiones en su adultez, arrastrando a la infelicidad a toda la familia. Nota: el bullying, que
acá no se llamaba así pero ya existía, es una de las patas del hilo argumental. La película (rechazada de plano por Disney porque, según dijeron, “están trayendo aquí una historia que incluye incesto, y no podemos producir una película así”, cuenta Gale en el documental Back in time) es una locura maravillosa. Un dúo improbable conformado por un estudiante que ve frustrados sus deseos inmediatos de tener éxito en la música y un científico loco y arruinado económicamente, Emmet Brown (originalmente Von Braun, según el propio Doctor cuenta en la parte 3) se convierten de un momento a otro en un héroe en busca de… simplemente resolver las cosas que él mismo ha desordenado de manera accidental, y el mentor que lo guía. Y allí entra el Doc (la versión temporal de éste que no conoce a Marty) de modo que el joven tiene que conseguir hilar la historia y hacerle entender a esta especie de guía científico y hasta ético, en su versión de 1955, qué es lo que él mismo inventará en 30 años: ese descubrimiento que lo llevó allí, rompiendo, dado que no le quedaba otro remedio, la regla principal que el benemérito Emmet Brown le expresa y es la consigna primordial en toda historia de viajes en el tiempo: No intervengas en los hechos ni los modifiques. En sus tiempos y ritmos internos, tanto en algunas escenas puntuales (esas que los puristas señalan como errores garrafales) como en el desarrollo general de la acción, que prácticamente es ininterrumpida (siempre sucede algo, con fundamento, que deriva o se desprende de otro hecho relacionado en la misma o en una paralela línea temporal, a lo largo de los tres films), la trama es tan perfecta como inteligente-
mente escrita. Y es el ritmo de esa acción la que hace que la narración se sostenga en las diferentes entregas sin decaer nunca y a la par estableciendo pequeños guiños que atan cabos y que presentan nudos en la historias del linaje de los personajes, generando para ellos un contexto histórico, explicándolos en lo individual como en su perfomance colectiva. Hay algo de sorpresa ilógica en el guión y la velocidad de los hechos encadenados unos a otros es lo que hace que la historia funcione. Porque para que el verosímil tenga peso y no nos lleve a poner pausa tiene que tener ese
La película es una locura maravillosa. Su trama es tan perfecta como inteligentemente escrita. Hay algo de sorpresa ilógica en el guión y la velocidad de los hechos encadenados unos a otros hace que la historia funcione. sostén del que hablo más arriba. Los detractores (que los hay, hoy, en la era de los detractores de todo) pueden quedarse estancados en marcar si había errores en algunas escenas o no, o señalar detalles que van más allá de una historia sencilla de corte fantástico, pero que tiene lo suficiente como para generar la atención del espectador y mantenerla vigente, tanto como para convertir el film en un clásico. Si simplemente se quedan en eso, se van a perder la magia. Lo siento por ellos. Nosotros podemos disfrutar. Y aquí comenzaría la segunda parte de este 48
análisis. Por un lado, las idas y vueltas, por cuestiones varias, en el cambio de elenco, y las certezas en la elección de quienes se sostuvieron todo el tiempo en los papeles para los cuales fueron elegidos. Tal es el caso del joven protagonista inicial, Eric Stoltz, que fue reemplazado luego de cinco arduas semanas de rodaje (dado que consideraban que no daba la talla con sus habilidades para la comedia) por quien todo el mundo conoce hoy como la inequívoca cara de Marty McFly: Michael J Fox. Un actor canadiense que tuvo su pico inicial de exposición en la serie Family ties (Lazos familiares) y que luego inició su despegue a partir de la trilogía de viajes en el tiempo pasando por varias comedias que se ajustaban a su estilo; además de la recordada The frighteners (Muertos de miedo, 1996), de Peter Jackson, y en un registro muy diferente en Casualties of war (Pecados de guerra, 1989), de Brian de Palma, entre muchos otros filmes que contaron con su participación, hasta que el mal de Parkinson le puso un freno a su exitosa carrera. Excelente momento para linkear con la página de la Fundación a la que él mismo dio vida para luchar contra el mal que lo aqueja: https://www.michaeljfox.org. Tal vez la única cosa lamentable respecto del cambio de elenco (por fuera de la salida de Claudia Wells y el ingreso de Elisabeth Shue en su lugar, en el rol de Jennifer Parker, debido a problemas de la salud de la madre de la primera), sobre todo por el modo en que se generó, fue la incómoda situación de Crispin Glover, quien, como muchos deben saber, rompió vínculo con los hacedores de la película y fue reemplazado por Jeffrey Weissman e imágenes de archivo de sí mismo… lo que llevó
a una dura batalla legal que le otorgó la razón a Glover. Luego de ello continuó con su carrera, con mayor o menor fortuna… bueno, con menor fortuna en casi todos los casos. Pero de todos modos lo re banco desde acá. Su despliegue y sus interpretaciones, aun sin grandes éxitos descollantes que lo contaran como protagonista, son muy interesantes y los invito a seguirlo de cerca. El bueno de Crispin tiene ciertas herramientas expresivas bastante interesantes y se atrevió, gracias a este traspié ligero, a hacer cosas que tal vez no podría haberse permitido de otro modo, como una estrella superconsolidada de Hollywood. Un gran detalle en cuestiones de elenco es mencionar la presencia en la tercera entrega de recordados actores que hicieron en todo o en parte historia en el viejo Oeste cinematográfico, como Dub Taylor (Bonnie and Clyde, 1967, de Arthur Penn, y The Wild Bunch, 1969, de Sam Peckinpah, además de haber trabajado previamente y por primera vez en Used cars, de 1980, de la dupla Gale/Zemeckis, dirigida por el último); Harry Carey Jr, quien, entre muchas otras películas, participó de Río Bravo, de 1959, dirigida por Howard Hawks, y The searchers (Más corazón que odio), 1956, de John Ford. Y para finalizar, Matt Clark, actor y director que tuvo participación en películas de todo género pero que es recordado además por su presencia en westerns, en los que trabajó con John Wayne, David Carradine, Sam Elliot y… sí, con Clint Eastwood, con quien compartió pantalla en varias oportunidades, además de ser dirigido por él en The outlaw Josey Wales (1976). Un guiño delicioso. En otro cruce fantástico pudo vérselo en A million ways to die in the West (Un
millón de maneras de morir en el Oeste; me niego a repetir el título local), en que, además, el Doc regresa en un cameo de los más hermosos y divertidos que haya visto el cine. Y en el otro costado está la cuestión emocional. Esa que llevó a que tuviéramos entre nosotros al mismísimo Doc Brown en una publicidad de una casa de electrodomésticos local. Emoción que cada año, en cada convención de fans de cine y series, nos entrega acciones de cosplayers o diferentes homenajes vinculados a esta historia fantástica; fantástica en más de un sentido. Porque hay una cuerda tensa entre el pasado y el futuro (que es hoy, y llegó hace
Hay una cuerda tensa entre el pasado y el futuro (que es hoy, y llegó hace rato), un punto de unión ineludible entre los que éramos cuando vimos (cuando vi) la película por primera vez y los que somos hoy. rato), un punto de unión ineludible entre los que éramos cuando vimos (cuando vi) la película por primera vez y los que somos hoy, un hoy que no sabemos aún si es mejor o peor que el futuro del que la peli hablaba o el que se esperaba por aquel entonces… el que veíamos en las revistas infantiles (Anteojito, Billiken) y en las científicas ATP de la época (Muy Interesante). Hay cierta congoja, de extrañeza de un mundo que ya no está, que en algunos aspectos era más simple, o al menos lo parecía, y que veía aún con cierta ternura, a su vez, los 50 y el rock y cierta cuestión cromática-estética a todas luces disfrutable. 49
Los 80 fueron esa gran década en que todo era posible, llena de nueva música y de grandes canciones “lentas” y muchos one hit wonders (¡pero qué hitazos!). Una década en que todo parecía poder romperse en cuanto a las estructuras, en que se veían cada vez más lejos las guerras mas lamentablemente no así las paranoias armamentistas, pero así y todo de alguna manera era posible creer en un mundo que podía ser mejor. Que podía tener una magia especial, contra todos los pronósticos agoreros. Cada uno de nosotros sentía que podía ser un héroe como los de las múltiples historias cinematográficas y seriales televisivas que se dieron por aquel entonces; cuya influencia y a caballo del link emocional y tomando prestadas la estética visual y narrativa de entonces recuperaron, por ejemplo, The Duff Brothers para su exitosa Stranger things, apelando a un público que todavía añora ese mundo fantástico en que la simpleza de la felicidad estaba al alcance de la mano y hasta donde era posible. Tal como el Doc recuerda al finalizar la tercera entrega de la saga (ya saben, esto va de remembranzas emocionales infanto-juveniles y recuerdos que nos mantienen vivos y felices en un mundo duro que cuesta mucho entender desde una mirada lógica, no de análisis sociológico-político), ningún futuro está escrito; así que construyan uno bueno. Y esto lo agrego yo: aún parece no ser del todo tarde. Gastón Dufour es un lector apasionado y cinéfilo emocional, doctorado en linkear películas a través de sus protagonistas. Un guión no lo es hasta que no se filma. Su lema: Un café con un chocolate no se le niega a nadie.
POESÍA
Sebastián Lalaurette
Fondo
(De "furiarreciente") en el fondo somos los mismos fingimos sorprendernos pero así también el aire hace veinticinco años así el aleteo de la mariposa antes del trueno así la fascinación verde angloparlante incorregible nos habíamos ocultado al cambiar el viento nos tapamos con una bandera vieja y rota luego bien acurrucaditos se nos entumecieron las rodillas abjuramos de todo pero desde el fondo
Jhon Benavides
el corazón enviaba sus débiles señales y entonces volvió a cambiar el viento el vendaval pulcro y rabioso nos dejó al descubierto 50
los años se volaron y vimos que somos aún los mismos que en el fondo nada ha cambiado hasta los viejos amigos vuelven
POESÍA
Laura Coronel Viana
Estoy pensando en el perfume de una rosa
Hugo Coneus
XXIV
(De "La muerte es un pueblo")
Estoy pensando en el perfume de una rosa sin saber de qué rosa es el perfume como si ese aroma existiera al pensarlo
Vuelvo de noche a mi pueblo.
La ventana del dormitorio que sueño por la que nunca me he asomado despierta es el lado despierto de mi sueño La imagen de nosotros que pienso con la que nunca he soñado siquiera es el lado dormido de la vigilia.
Entro por la avenida principal pero no soy luna que baja ni estrella del amanecer.
Las palabras que se dicen otorgan un sonido a las cosas que nombran y las que no se nombran guardan el revés de la voz que no las pronuncia
soy solo un hombre muerto
Pensar en el amor es insistir En los signos que no tienen fonética Es insistir en lo que no hemos compartido En lo que está latente detrás del universo Latente en las espaldas que no tienen los astros En la noche que espera poder irse temprano En la rosa que es rosa si la pienso Pensar el amor es muchos signos sin idiomas Que jamás podrían irse ni vivir del pasado posible o no los signos sin idiomas siempre vuelven 51
Nosotros Éste es el listado de todos los artistas que colaboraron en este número de la revista, a excepción de aquellos cuyas biografías aparecen junto a sus obras. (Cuestiones de diagramación que se dan porque diagramar es difícil.) NOTA A TÍTULO PERSONAL DEL EDITOR, SEBASTIÁN LALAURETTE: Mi agradecimiento a todos los artistas que participaron es infinito. Sin ellos, nada de esto habría sido posible. Con ellos, el mundo es más rico. Manuel Felipe Álvarez-Galeano (Medellín, Colombia, 1987) es filólogo hispanista por la Universidad de Antioquía, magíster en Estudios Avanzados de Literatura Española e Hispanoamericana por la Universitat de Barcelona y Doctorando en Estudios Sociales de América Latina en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Se desempeña como docente en la Universidad Nacional de Loja, Ecuador. Es escritor, corrector, columnista, guionista y conferencista. Ha recibido distintos premios y reconocimientos. Su obra ha sido publicada y antologada en América, Europa, África y Asia y traducida a diez idiomas. Ha publicado los poemarios El carnaval del olvido (2013) y Silencios (2020); las novelas Recuerdos de María Ce leste (2002) y El lector de círculos (2015), y el libro de cuadros y relatos Martín y la parranda de los animales (2019). ––– Fernando Antolín Morales ha estudiado matemáticas y filología hispánica. Durante los dos últimos años ha organizado un recital de poesía en español en la ciudad de Nitra, Eslovaquia, lo que lo ha animado a dar a conocer su obra. Durante este 2020, ha sido galardonado como semifinalista por su poemario Ganzúas para descerrajar tu desdén en el concurso internacional de poesía “Gonzalo Rojas Pizarro”, finalista por su poema “De nuevo,
ceniza” en el certamen “Sierra de Francia” y ganador del certamen internacional de poesía fantástica “miNatura” por su poema “Principio de inercia”, así como con una mención especial por su texto teatral Te invito a tu muerte en los VI Premios de Textos de Teatro “Carro de Baco”. En julio se publicó su primer poemario La esfinge del pino. Debido a la crisis del coronavirus lleva meses intentando volver a su país. Aún no pierde la esperanza. ––– Márgara Averbach es doctora en Letras (UBA) y traductora literaria (Lenguas Vivas, J. R. Fernández). Tradujo más de setenta libros. Recibió, entre otros premios: Diploma Kónex como escritora de Literatura Juvenil (período 2004-2014), Premio Conosur a la Traducción (Unión Latina, 2007); Premio Cambaceres por Una cuadra, novela; Premio Maestra de la LIJ de Hormiguita Viajera (2011); Primer Premio Cuento Infantil (Madres de Plaza de Mayo, 1992); Primer Premio de Cuentos sobre Identidad (Abuelas, 2001). Destacados de Alija: novela juvenil, El año de la Vaca (2004); traducción, Había una vez una vieja (2010); novela infantil, El agua quieta (2015) y Los que volvieron, White Raven (2017). Algunos libros LIJ: Historia de los cuatro rumbos, Canciones en el agua, Sol, El bosque del primer piso, Maíz se dibuja. Para adultos: Aquí, donde estoy
parada, Cuarto menguante, Mapas (Segundo Premio Cuentos, Córdoba, 2015). Algunos libros académicos: Contra la muerte en vida, Caminar dos mundos, Leer antes, Memoria oral de la esclavitud. ––– Eidé Beltrán existe porque escribe y no se considera nada más que escritora. Escribe de todo pero lo que comparte suele ser breve y esporádico, porque disfruta de esconderse. Nació en Tijuana, México, y vive en donde encuentre guaridas temporales, porque también le agrada irse (casi siempre de viaje) para volver (casi nunca la misma que se fue). Ésta es la primera publicación fuera de su escondite. ––– Jhon Benavides (Pasto, Colombia) es docente e investigador del Departamento de Artes Visuales de la Facultad de Artes – Universidad de Nariño. Actualmente coordinador junto al docente Jorge White del Semillero de investigación Dibujo por venir. Estudios: técnico profesional en Dibujo Publicitario y Comunicación, Academia de Dibujo Profesional de Cali. Licenciado en Artes Plásticas, Universidad de Nariño. Magíster en Etnoliteratura, Universidad de Nariño. Doctor en Antropología de la Universidad del Cauca. Fue docente del Colegio Filipense Nuestra Señora de la Esperanza, Pasto, y hora cátedra en el Depar-
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tamento de Diseño de la Facultad de Artes – Universidad de Nariño. Cofundador de la revista de cómic MAX TURBO – COMICS – Pasto. Dirección y fundación de la revista literaria La Maga; dirección taller de escritores Tinta, Pasto, 2003; dirección grupo de dibujo Monstuo Infante, Pasto, 2011-2013. Diversas menciones a nivel regional, nacional e internacional en ilustración y literatura. Así como aparición en diversas publicaciones nacionales e internacionales. Diversas exposiciones colectivas e individuales a nivel nacional e internacional en países como Ecuador, Venezuela, Perú, Argentina, México, España, Portugal e Inglaterra. Coordinador de la Maestría en Investigación/Creación, Arte y Contexto de la Universidad de Nariño. ––– Julieta Calí vive en General Roca, Río Negro. Es bruja botánica, cantora y comunicadora social y ama las flores y las mariposas. Desde que irrumpió la pandemia se animó a escribir un par de textos sobre lo que le estaba pasando y cantó hasta que se quedó afónica. También descubrió que le encanta cocinar con plantas silvestres y convidar comiditas y palabras de aliento a quien las necesite. Hoy trata de ser su mejor versión. ––– Hugo Coneus (Tres Arroyos, 1980) vive en La Plata desde 1997 y no tiene libros de poesía editados. Comparte poemas y canciones a través de Facebook. ––– Laura Coronel Viana nació en Capital Federal, Buenos Aires, Argentina, y vive en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires. Su libro más reciente es La última luna (poesía, 2020); antes publicó Si fueras el río (2012). Próximos a salir: La memoria de la rosa (novela) y una recopila-
ción de Cartas de amor del mundo para el mundo. Fundó y presidió la asociación Creación, Integración y Arte (CIA), dedicada a acercar a jóvenes y niños a la palabra escrita (1996-1998), y participa de la antología colectiva de CIA, Caja de fuego. Distinciones: primer premio en Canción Inédita de Género Folclórico en el Festival de Ayacucho 2012; medalla de plata en Poesía en los Torneos Bonaerenses 2017 y de oro en la edición 2019; primer premio en Pintura, Lomas de Zamora, Torneos Bonaerenses; premio Integración Antología Narradores Suburbanos 1996; segundo premio Poetas del Río de la Plata 1997. Integrante de la Primera Antología Argentina de Cartas de Amor (1994) y de Antologías Poetas del Río de la Plata (1996). Antología de los Poetas Vivos de Lomas de Zamora. Fue jurado en el Certamen Cartas de Amor 2019 de la Municipalidad de Lomas de Zamora (MLZ) y en varios certámenes de poesía, narrativa y cartas. ––– Diana De los Reyes es psicóloga de profesión y dibujante amateur. Nació y vive en México, donde ejerce la psicología y dibuja siempre “menos” de lo que quisiera pero nunca “nada”, por fortuna. Cree que el Arte es una vía sana para expresar emociones, y una de las formas en las que se continúa salvando al mundo. ––– Gastón Dufour es un lector apasionado, cinéfilo emocional, doctorado en linkear películas a través de sus protagonistas. Un guión no lo es hasta que no se filma. Su lema: Un café con un chocolate no se le niega a nadie. ––– María de los Milagros Esquibel nació en 1995 en la ciudad de La Plata, donde estudia actualmente Dirección
Orquestal. Sin embargo no puede dejar de lado otras disciplinas artísticas como la danza y la literatura. Cursó el taller de Literatura Fantástica en 2018 y actualmente asiste al taller Sangría Francesa, ambos dictados por el profesor Sebastián Lalaurette. ––– Verónica Feinmann es diseñadora gráfica (UBA) y trabaja como diseñadora editorial. Su actividad artística se centra en la fotografía, la pintura y la ilustración, dentro del campo más amplio de las artes visuales. Tomó talleres, seminarios y clínicas de dibujo, fotografía, historia y derechos humanos con profesionales como Guillermo Ueno, Beatriz Cabot, Eduardo Gil, Diana Dowek, Claudia Legnazzi, Marta Zatonyi, Daniel Tubío, Liliana Desrets y Violeta Cincioni. ––– Flora Francola (Venezuela, 1988) estudia la licenciatura en Artes Visuales de la Universidad Cecilio Acosta, participa en muestras colectivas multidisciplinarias, en congresos como Bordes de la Universidad de Los Andes y en el Museo de Arte Contemporáneo del Zulia, así como en eventos de arte en contexto urbano y comunitario como La Velada de Santa Lucía y Por el Medio de la Calle. Desde 2014 reside en Buenos Aires, donde mantiene una propuesta de collage/instalación/fotografía, a la vez que inicia estudios en ámbitos gastronómicos e investiga los vínculos de arte-cuerpo-territorio-alimento. ––– Juan Agustín Grenno (El Hombre Grenno) nació en noviembre, a la hora de la siesta, en un Estero profundo, la ciudad de Pehuajó. Publicó en editoriales Pixel, Malisia, Instituto de Física de La Plata, Programa de Derechos Humanos Ministerio de Educación de la Provincia de
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Buenos Aires. Y en revistas como Quiebre (CABA), Colectivo Ilustra (Murcia, España) y Gambito de Papel (La Plata). Su manera de componer imágenes es un modo de experimentar el mundo, y por lo tanto, una práctica progresiva y continua. El Hombre Grenno es una expresión del Mr Hyde que llevamos adentro; un Mr Hyde que en algunas ocasiones puede ser satírico y violento, pero en otras sensible y contemplativo. ––– Sebastián Lalaurette (Argentina, 1974) edita y dirige esta revista que estás leyendo; es escritor y periodista. Autor de furiarreciente (poesía) y de las novelas infantiles Rodrigo y el libro sin final (Premio Sigmar 2010), Naím y el mago fugitivo y Bellacrín y la Sombra. También, de cuentos premiados en España e incluidos en varias antologías y de ensayos escritos en calidad de ghostwriter. Coordina talleres literarios de distintos sabores. Libros electrónicos: Beo wulf, una adaptación; Abajo, para siempre; Bajo las lunas; etc. ––– Fernando Manzini (La Plata, 1977: lindo año para nacer en Argentina, ¿no?). Docente, ex becario de investigación, ex ajedrecista. Alguna vez entendió a la literatura como una excusa necesaria para poder dar entrevistas, copiar las poses de los escritores preferidos, hacerse el lindo y escribir autobiografías como esta. Ahora reniega de todo eso y se hace el superado: una especie de esnobismo al revés. Dirigió una revista literaria y lo echaron por hincha huevos. También lo echaron de un taller literario (por el mismo motivo) y de un laboratorio de ciencia (dicen que de día hacía lo que el jefe le decía y de noche trabajaba en su propio proyecto: la cosa salió mal). Ahora enseña lo que no sabe y se choca los cuernos contra las páginas en blanco. En la actualidad cursa otro taller literario (todavía
no lo echaron, pero casi) y lo único que sueña es escribir, por una vez en la vida, algo que le guste a alguien. Aún no lo logra. ––– Micaela Márquez asiste al taller literario Sangría Francesa, coordinado por Sebastián Lalaurette. ––– Paula Parabúe (La Plata, Argentina). Psicóloga, lectora, cada tanto escribe. Cuando se trata de biografías tiene poder de síntesis. ––– Sofía Pal (Queenstown, Nueva Zelanda) se define así: “Desde que tengo uso de razón fui construyendo mis rituales artísticos que hoy desembocan en un compromiso que tiene carácter de supervivencia. Talleres de arte desde que tengo diez años, viajes que me han llevado a comprar mi primera cámara de fotos, mi carrera y posterior licenciatura en Psicología, mi paso por la usina de fotografía Santa Talleres en Buenos Aires como fotógrafa aprendiz, talleres de escritura, y el recorrido por el taller de desarrollo de proyecto que ha librado en mí la búsqueda de seguir otorgando sentido y dirección a mis creaciones. Siempre con una lapicera en el bolsillo y mi cámara analógica en la mochila. Hoy me desdoblo en las letras como mi principal afición, mi paraíso en la cuarentena. Es la escritura mi esquina de refugio desde que partí de Buenos Aires en busca de aventuras inspiracionales. Es, también, mi forma de volver. Participé recientemente del segundo Mundial de Escritura organizado por Santiago Llach, actividad que ha mantenido el impulso creativo a flor de piel, ese mismo que hoy quiero que siga teniendo circulación, que vaya y que vuelva, que vaya y que vuelva.” En Instagram: @so.pal.art.
––– Juan José Popayán Alvarado cursa Estudios Literarios en la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia). Escribe principalmente poesía, últimamente de tipo erótica, aunque también ha escrito algunos cuentos. Hasta ahora no había publicado ningún texto ni recibido premios en concursos. ––– Juan Roma (Temperley, Lomas de Zamora, Argentina) es artista plástico y escritor. Egresado de la Escuela Municipal de Artes Visuales de Lomas de Zamora como profesor en Artes Visuales. Estudió pintura y dibujo con el artista plástico de Temperley Nehuén Wolf. Sus obras, tanto las visuales como las literarias, intentan mostrar los contrastes que hacen crecer a todo ser: miserias, valores, disvalores y sentimientos que constituyen a todo ser humano. IG: @templuminanima. Blog: templuminanima.blogspot.com. ––– Guille Sil es lector, ilustrador, profe de arte y estudiante de muchas cosas. ––– Juan Soto es dibujante, ilustrador y diseñador gráfico (Universidad Nacional de La Plata). Publica en diversos medios nacionales e internacionales: Fierro, Anfibia, Le Monde diplomatique, Télam, Nueva Sociedad, BLAB! Fanta graphics Books (EEUU) y Zona de Obras (España). Ilustra también tapas de discos y libros para editorial Planeta, Eudeba, Capital intelectual y Grupo Octubre. Publicó Un auto en dirección hacia, de David Wapner (Ediciones del Eclipse, 2014), y Vidas pasadas, sobre textos de Martín Pérez (Moebius, 2017). Vive y trabaja en Buenos Aires.
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