Cuaderno 1
Socialismo Libertario
A cien años de la revolución mexicana
La multiformidad de las revoluciones josé luis farías
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Desde el sur del continente, por la revolución y el socialismo Una publicación de Socialismo Libertario Cuaderno de La Minga número 1 Noviembre de 2010 Comité de redacción Victoria Freire Adriana Pacagnini (directoras) Ulises Bosia Felix Grossman Manuel Martínez Diseño y armado Pedro Perucca Corrección Adriana Pacagnini María Sol Martínez revistalaminga@gmail.com www.socialismolibertario.com Casa en Buenos Aires Ferrari 243 1414 - Ciudad de Buenos Aires Tel.: (011) 4856-9879 socialismolibertario@hotmail.com Casa en Rosario Tres de Febrero 2641 “4” 2000 - Rosario Tel.: (0341) 428.8100 slenrosario@yahoo.com.ar En Córdoba slencordoba@yahoo.com.ar Biblioteca Rosa Luxemburg Bibliotecarosaluxemburgo@yahoo.com.ar
Introducción En esta parte del continente, que se denomina por género injusto América Latina, hubo por lo menos cinco grandes revoluciones en el siglo XX: la primera, iniciada en 1910, en México; la segunda, en 1952, en Bolivia; la tercera, en 1959, en Cuba; la cuarta, entre 1970 y 1973, en Chile; y la quinta, en 1979, en Nicaragua. Se trata de cinco acontecimientos que marcaron la historia no sólo de las clases subalternas, de las vanguardias y de la política sino de todos los países al sur del Río Bravo y en el Caribe. Con diferentes repercusiones, resaltan como hitos de la lucha por la transformación social y se inscriben –mirando todo el recorrido del siglo ya pasado– en un amplio protagonismo de las mayorías explotadas y oprimidas, un protagonismo que acumula múltiples creaciones y entrega un surtido de lecciones: experiencias de autoorganización e inicios de socialización, expresiones de poder popular, huelgas masivas, lucha armada, expropiaciones, formas de producción comunitaria, etc. Todas estas revoluciones tienen en común su carácter procesual; dicho de otra manera, no se redujeron a uno u otro momento insurreccional o a una u otra batalla. Incluyeron en algunos casos esos momentos y esas batallas como picos altos de lo que realmente fueron, es decir procesos revolucionarios largos o cortos, con flujos y reflujos, con triunfos siempre relativos respecto del horizonte de la liberación humana, también con trágicas derrotas. Este carácter común, sin embargo, contiene a
su vez el universo de la diferencia: todos los procesos revolucionarios, efectivamente, fueron (son y serán) diferentes; en ningún caso ajustados a un “modelo” predeterminado, mostrando creaciones multiformes de los sujetos protagonistas, más allá de que podamos encontrar elementos más o menos semejantes o fisonomías parecidas. Tampoco pueden evaluarse “sólo por sus resultados y por sus beneficiarios”, como dice José Luis Farías, autor de este cuaderno, planteando además la necesidad de “explorar las aspiraciones de las clases subalternas que han quedado aplastadas en el camino, o que han sido encaminadas en forma distorsionada”. La combinación entre el carácter procesual común y la diferencia específica de cada proceso revolucionario plantea entonces un estudio complejo de cada caso, un estudio riguroso si se quiere llegar a una comprensión más o menos aproximada de lo que realmente sucedió. Que sea riguroso, adentrándose en la distinción, nos permite aprehender de mejor manera lecciones invalorables para pensar una teoría de las revoluciones; y, al mismo tiempo, para actuar en nuestro presente, en cada nueva creación revolucionaria en este siglo XXI. La revolución mexicana nos muestra incansablemente ese carácter multiforme en todas sus fases, con una diversidad de sujetos protagonistas, no necesariamente pertenecientes a una misma clase social, ni tampoco a una sola vanguardia. Y en esta complejidad, sin duda, radica toda su riqueza como revolución
social. No sentó, por lo tanto, las bases de un “modelo” de revolución, sino más bien irrumpió como “des-modelo”, por así decirlo, entremezclando la lucha por la democracia, por la tierra, la libertad y la cultura no necesariamente en un sentido convergente. Ese México insurgente conjugó de manera particular, por lo menos durante toda la segunda década del siglo XX y un tiempo más, intereses diversos, por momentos confluyentes y en otros enfrentados entre sí. La lucha por la tierra, por ejemplo, protagonizada por el campesinado indígena, apuntaba al fortalecimiento del poder comunal preexistente, revitalizándolo con gran energía, pero a su vez chocaba con los proyectos de modernización que anidaban desde el principio en la lucha por la democracia política. Y aunque el componente campesino indígena fue fundamental desde el estallido revolucionario en 1910, los caudillos lo utilizaron a su modo en distintos momentos y finalmente lo enfrentaron matando a sus líderes. Este cuaderno contiene no sólo una resumida descripción de los acontecimientos. Va más allá, intenta caracterizar los diferentes momentos de la revolución, proponiendo de hecho un debate necesario al respecto. Hace parte de la búsqueda militante de las experiencias revolucionarias en esta región del mundo, ofreciendo una lectura de aquella revolución que puede compartirse o no, definiéndola ante todo como tal, contrapuesta
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a las visiones esquemáticas que finalmente la niegan porque no encaja en los parámetros o en las categorías de una teoría supuestamente acabada y que tendría valor universal. El esfuerzo por adentrarse en los pliegues y repliegues del proceso revolucionario mexicano no se detiene en señalar sus límites, lo cual es muy común en los textos o discursos de la izquierda. Propone encontrar, marcando esos límites y distorsiones, algo más: la riqueza y la proyección contenida en la diversidad de tantos acontecimientos creados por sus protagonistas. Por otra parte, y a propósito de proyecciones, al comenzar 1994, brotando de las profundidades de la tierra, irrumpió un nuevo zapatismo en la Selva Lacandona. La reivindicación de Emiliano Zapata, en este caso, no fue sólo un homenaje al general indígena que comandó el Ejército Libertador del Sur en los años de la revolución, tampoco se trató sólo de un recuerdo de aquella consigna emblemática: Tierra y Libertad; lo que se puso en clara evidencia fue una nueva insurgencia indígena que tomaba esas banderas en un contexto diferente, rechazando la sumisión de México a un tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá. Esta insurgencia puso en el centro de la escena uno de los mayores irresueltos de la revolución mexicana: “la cuestión indígena”. Habían pasado entonces décadas de institucionalización de la revolución y de su transformación en ideología de un Estado opresivo. Esta vez, el neozapatismo irrumpía proclamando la identidad indígena, reavivando esa demanda en in-
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numerables pueblos originarios con diversas lenguas y tradiciones. Hoy, a cien años del inicio de aquel proceso, la lucha de los pueblos indígenas se ha proyectado en un nuevo contexto desde Chiapas a casi todos nuestros países mal llamados latinoamericanos. Y seguramente, como réplica de aquel terremoto social ya centenario, se replanteó el derrotero de la lucha revolucionaria colocando lo más antiguo –la afirmación integral de la cultura indígena– en el ultramoderno escenario neoliberal que amenaza la existencia de la especie humana. También en este caso pueden encontrarse límites y desarrollarse críticas, pero sería un grave error desconocer la trascendencia de la insurgencia neozapatista y todo lo que ella proyectó en nuestros países. Una vez más, y vale la insistencia, es imprescindible una aproximación a la realidad y relacionarse con ella, no “desde afuera” sino buscando su internidad, aprendiendo de ella para potenciar la lucha de las mayorías aquí y ahora. Por otra parte, aunque sea sólo en un brevísimo párrafo, queremos referirnos a los procesos revolucionarios existentes en este siglo XXI en nuestra región. Contienen novedades, ya sea en Bolivia o Venezuela, exigiendo relacionarse con sus singulares características sin caer en una visión ladeada hacia el triunfalismo, con lo cual se borrarían fatalmente sus contradicciones y se renunciaría a una interpretación crítica. Dicho esto, interesa subrayar que estos procesos contemporáneos, si bien surgen en un contexto diferente a las cinco revoluciones que señalamos al principio, siguen mostrando un renovado protagonismo popular
que cuestiona a las clases dominantes y a sus formas también renovadas de explotación y opresión. No son, por cierto, procesos revolucionarios “puros”, como tampoco lo fueron los anteriores. En realidad, la esperanza de que alguna vez haya una revolución “pura”, es decir ajustada a un esquema preconcebido, bloquea la posibilidad de relacionarse con el recorrido concreto de cada una, más aún, con las diversas creaciones de sus protagonistas. Este punto de vista no significa abandonar un posicionamiento independiente y crítico respecto de tal o cual gobierno, pero sí el abandono definitivo de los manuales que indican supuestos pasos a seguir de manera inexorable, los cuales una y otra vez son contrastados por pasos adelante y pasos atrás que se inscriben en el copioso recorrido de las revoluciones reales. La revolución mexicana, cien años después, sigue motivando a volver sobre todas estas reflexiones. Por eso este cuaderno, el primero de Ediciones La Minga/Emprendimiento Colectivo. Lo entregamos para profundizar la búsqueda militante a la que nos referimos y, desde luego, para alentar el debate. El famoso corrido Crónica de la revolución termina diciendo que la cosa sigue: Ya me voy, ya me despido/Éste no es el final, porque esto continuará durante unos años más.
Manuel Martínez
A cien años de la revolución mexicana
La multiformidad de las revoluciones José luis farías
Cananas cruzadas, trenes repletos de campesinos en armas y carabinas 30-30, son algunas de las imágenes que sobreviven por sí mismas como postales de una de las páginas más emocionantes y dramáticas de la lucha de clases en nuestro continente. Pero las imágenes no hablan por sí mismas, no pueden explicarnos lo que ha sido esta revolución. No pueden explicarnos los diez años de guerra civil, ni las esperanzas surgidas de la profundidad de la tierra. Mucho menos alcanzan para explicar o reconocer la dignidad de miles y miles de hombres y mujeres que destrozaron un régimen que gobernó a México durante poco más de treinta años. Sin lugar a dudas el proceso mexicano abrió un ciclo de luchas sociales, rebeliones y revoluciones en América Latina. Pero, a pesar de su riqueza y de sus enseñanzas, nunca logró la trascendencia merecida en el espectro de la izquierda, quizá por haberse desarrollado antes de la “clásica” revolución rusa. Tratar de explorar en la complejidad de la revolución mexicana no es una tarea que pueda resolverse con esquemas más o menos ordenados. La multiformidad de esta experiencia imposibilita las reducciones lineales. En ella se han condensado las más variadas alianzas y una gran diversidad de lealtades locales. Hoy, con la luz que brinda el transcurso de cien años, podemos en-
tender cuáles han sido sus resultados. El aparato opresivo del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la revolución como ideología de Estado y el desarrollo capitalista dependiente son, sin duda, resultados de este proceso revolucionario. Pero las revoluciones no pueden evaluarse sólo por sus resultados y por sus beneficiarios. Es necesario explorar las aspiraciones de las clases subalternas que han quedado aplastadas en el camino o que han sido encaminadas de forma distorsionada. El México porfirista La incorporación de México al mercado mundial introdujo una serie de transformaciones que trastocaron las estructuras heredadas de la colonia.
El régimen de Porfirio Díaz,1 instaurado desde 1876, fue la expresión 1 Porfirio Díaz: Militar y estadista mexicano nacido en Oaxaca en 1830. Luchó contra los conservadores en la Guerra de la Reforma en 1858. Durante la década de 1860, ya siendo general, tuvo una destacada participación en la guerra contra la ocupación francesa bajo el mando de Benito Juárez. Tras su muerte, en 1872, se sublevó en contra de la reelección y el poder personal del presidente Lerdo de Tejada. En 1876 asumió el poder que conservaría hasta su caída, en mayo de 1911 tras el levantamiento revolucionario de Madero. Exiliado en Francia, murió en 1915.
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política de la transición por la que estaba atravesando la estructura socioeconómica mexicana. En un breve período, el aparato estatal articuló un inicial desarrollo industrial dependiente del capital extranjero, con un proceso acelerado de expropiación de tierras campesinas e indias. Las inversiones extranjeras penetraron en el país invirtiendo en la construcción del ferrocarril, cuyo tendido de vías tuvo una expansión formidable. Así también, el capital extranjero penetró en la actividad minera, primero en los metales preciosos, para extenderse luego a la explotación del cobre y el estaño. Pero donde se impulsó una gran puja entre intereses yanquis e ingleses fue en la extracción petrolera. Ya entrado el siglo XX, el 80% de los campos de extracción estaban controlados por intereses estadounidenses. Las inversiones también se introdujeron en el campo, apuntando a los cultivos que contaban con una gran demanda del mercado interno y externo. Esa comercialización de la actividad agraria tendría distintas implicancias en las
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regiones, en particular respecto de los regímenes de explotación. En el seno de esta configuración económica se dio un proceso de diversificación social. Por un lado, surgió un sector empresario nacional “modernizante”, diferenciado, en su actividad, de los terratenientes. De todos modos no podríamos hablar de una diferenciación estructural, porque este nuevo sector nunca dejó de ser propietario de tierras. Por otro lado, ligado a la actividad económica y burocrática del Estado, fue surgiendo un sector importante de clase media. Este proceso de diversificación social se dio paralelamente a un inicial, pero pronunciado, desarrollo urbano. Porfirio Díaz aprovechó la competencia de intereses internacionales y la puja de las clases propietarias nacionales para sostenerse en el poder dando una imagen de equilibrio. En términos ideológicos, los círculos dominantes tenían como meta el ideal del “progreso”, que debía imponerse a las mayorías mestizas e indias inmersas en el “atraso”. Ésta era la ideología del así llamado partido “científico”, que oficiaba como soporte ideológico del gobierno. Sin embargo, a pesar del ideal de progreso autoritario, el porfirismo nunca pudo dejar de ser más que una expresión política de una sociedad híbrida. El progreso era tan sólo la ilusión que emergió en el marco de un desarrollo capitalista tardío, dominado por el imperialismo y reanimante de las formas más arcaicas de explotación.
El problema de la tierra y la centralización del Estado Las tres décadas del régimen de Porfirio Díaz significaron, sin lugar a dudas, el triunfo del latifundio y de la clase terrateniente. El desarrollo de la comercialización en el campo y la construcción del ferrocarril tuvieron como consecuencia la necesidad de crear un mercado de tierras. En 1883, fue emitido el Decreto de Colonización de Terrenos Baldíos, que culminó con un inédito proceso de saqueo de las tierras comunales y de las pequeñas parcelas de los campesinos e indios. Los grandes beneficiarios de esto fueron los hacendados y las compañías deslindadoras que estaban encargadas de amojonar las tierras y que, en pago, recibían un tercio de ellas. Los campesinos fueron despojados al no poder demostrar con títulos legales el derecho sobre las tierras. El avance terrateniente culminó con la creación de espectaculares latifundios, algunos de ellos de hasta siete millones de hectáreas. Para 1910, el 77.4% de la población vivía en el campo. El 96.9% de la población rural no tenía tierras o vivía en terrenos mezquinos. Pero sólo el 1% de las familias poseía alrededor del 85% de la tierra.2 La concentración de tierra tuvo distintas implicancias en la conformación social de las poblaciones, según la actividad que se desarrollaba. En el norte, la población quedó dispersa al interior de las haciendas ganaderas de grandes extensiones. Justamente esta dispersión tuvo un efecto disolvente de cualquier estructura comunal. En el centro-sur habían sobrevivido algunas comunidades campesinas, debido al carácter temporal del trabajo en las haciendas. Por ejemplo en Morelos, el trabajo estacional demandado por la actividad 2 Mires, F., La rebelión permanente. Las revoluciones sociales en América Latina, Siglo XXI, México 2001, Cap. III, p. 168.
azucarera permitió una relativa autonomía de la organización comunal, a pesar del avance sobre las tierras ejidales. De este modo los lazos de cohesión entre los campesinos no se quebraron y conservaron su sentido de comunidad y de propiedad. Esto explica por qué en el movimiento que se desarrollaría en Morelos tendría un enorme peso la solidaridad comunal, más que la identidad del trabajador asalariado de la hacienda.3 Como habíamos planteado antes, el particular desarrollo capitalista determinado por el dominio imperialista tendió, más que a disolver, a absorber las formas precapitalistas de explotación. Por ejemplo en Yucatán, Chiapas y Valle Nacional, donde los cultivos estaban orientados al mercado externo –henequén, café y tabaco– y las ganancias dependían de un alto volumen de producción y de las fluctuaciones internacionales de precio, el régimen de trabajo era de semiesclavitud. Este régimen de explotación estaba fundado en la institución del peonaje por deudas o en el reclutamiento de mano de obra deportada. El proceso de expropiación de las tierras campesinas estuvo concentrado en un tiempo muy reducido, por lo que tuvo un efecto profundo en la conciencia de los campesinos y las poblaciones indias. El avance del latifundio creó en los campesinos la imagen de padrinazgo entre los terratenientes y el poder estatal. De hecho, la garantía para los intereses de los hacendados estaba ligada al proceso de centralización del Estado Nacional, aunque dicho avance del Estado sólo se expresase a través de las fuerzas represivas del Ejército Federal, de la Policía Rural y del caciquismo porfirista. El problema de la tierra estaba planteado y empezó a manifestarse en 3 Wolf, E., Las luchas campesinas del siglo XX, Siglo XXI, 11ª edición, 1999, Cap. 1, p. 49.
El campesino oprimido (Diego Rivera)
innumerables rebeliones y protestas locales con grandes repercusiones, como la denominada guerra de los yaqui.4 Durante el gobierno de Díaz, el pueblo yaqui vivió una especie de segunda colonización, en la cual se le arrebató lo que había podido preservar del período colonial. La rebelión se extendió desde 1875 hasta entrado el 1900. Porfirio Díaz fue contundente en la represión. Los asesinatos y las deportaciones masivas a Valle Nacional fueron moneda corriente, engrosando las filas de la mano de obra semiesclava. El proceso de expropiación, con enormes consecuencias sociales y políticas, también trastocó el proceso productivo. México vivió una crisis en la producción de alimentos para el mercado local, generada por el mayor uso de las tierras disponibles para las producciones exportables. Así, a principios de 1900, justamente en la tierra del maíz, tuvieron que recurrir a la im4 Pueblo indio originario de la región que hoy conforma el Estado de Sonora, en el norte de México. Resistió por varias décadas la embestida sobre su territorio. El régimen posrevolucionario tampoco dio solución a sus demandas.
portación de granos para responder a las bajas producciones. Más allá de esto, la cuestión agraria se instaló en el centro de la discusión política y agregaría, en el juego de la puja por el poder, a un sector social listo para ser convocado. Un incipiente movimiento obrero A principios de 1900 sólo despuntaba un incipiente movimiento obrero, bastante disperso por el desigual desarrollo industrial. El desarrollo minero e industrial fue sostenido en términos relativos, pero no tuvo repercusiones cualitativas y cuantitativas en el desarrollo de la clase obrera. Esto explica en parte la debilidad política de los trabajadores. De todos modos, los bajos salarios y las condiciones extremas de explotación hicieron que florezcan importantes luchas. La huelga de Cananea, en 1906, y la de Río Blanco, en 1907, fueron las más significativas por el grado de demandas pero, también, por la furiosa represión desatada por el Ejército Federal. La de Cananea tuvo una gran repercusión por la
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intervención de tropas de voluntarios de Estados Unidos, lo que evidenció la debilidad del gobierno nacional para controlar la iniciativa del capital extranjero. Estas luchas obreras tuvieron un efecto importante al combinarse con la efervescencia cultural y política que vivían sectores de la clase media. De hecho, ejercieron una gran influencia en la redacción del programa del Partido Liberal Mexicano (PLM). El PLM, cuya figura más importante fue Ricardo Flores Magón, era la expresión política de un liberalismo social que pronto desembocaría en posiciones anarquistas. Muchos señalan a estas grandes huelgas como precursoras de la revolución, pero esta idea es más forzada que real. Las luchas reivindicativas de los trabajadores, más bien, encontraron un marco propicio debido al clima de oposición política que se desarrollaba en un sector de la burguesía y en la clase media urbana. Tuvieron el acierto de darse en un contexto de desgaste político del gobierno. Pero el nivel de maduración de la clase obrera no pudo trascender el marco reivindicativo de lucha, así como tampoco logró superar la dependencia política de los sectores medios. La oposición política al régimen El desarrollo económico de la región norte del país generó una nueva clase de hombres de negocios; éstos se proponían romper la hegemonía del partido de los “científicos” dentro del régimen. Se trataba de una incipiente burguesía industrial surgida del seno de los dueños de la tierra y del mismo régimen. Pero este sector empezó a ver en el régimen las trabas para el desarrollo económico. La puja dentro de la clase dominante se expresó en la necesidad de recambio político del régimen. Y esto, a su vez, en una cuestión que ha marcado la
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historia de México: el problema de la sucesión presidencial. La cuestión de la reelección de Porfirio Díaz había generado, entre la clase media y sectores de la burguesía, una corriente de opinión antirreeleccionista. En ese marco, la entrevista que Porfirio Díaz sostuvo con un periodista norteamericano contribuyó a la politización de sectores importantes de la sociedad. En la entrevista, anunciaba su buena voluntad para que surgiera una oposición que le sucediera en el poder. Esto generó muchas expectativas y puso en el centro de la discusión el problema de la sucesión. Pero en los hechos, Díaz no hizo más que obstaculizar este proceso de renovación política, entorpeciendo inclusive la puesta en escena de un hombre del régimen. En este contexto, la figura de Francisco Madero tomó notoriedad al publicar en 1908 el libro La sucesión presidencial. Las ideas principales de ese libro eran la construcción de un partido nacional democrático, la no reelección de Díaz y el sufragio universal. Madero pensaba que la clase media debía dirigir el proceso de renovación del país, aunque también creía que era posible un acuerdo político con el dictador. En mayo de 1909 se fundó el Partido Antirreeleccionista, que contaba con un gran componente de clase media profesional y urbana. Madero, que era un gran propietario en el norte mexicano, también obtuvo el apoyo de los sectores industriales de aquella región. En abril de 1910 Madero y Vázquez Gómez lanzaron su candidatura con un programa de gobierno reformista. Con el inicio de la campaña creció la figura de Madero, causando la preocupación en los círculos porfiristas y generando una crisis interna en el régimen. Unos días antes de las elecciones, Madero fue encarcelado para luego anunciarse el burdo “triunfo electoral” del anciano. Para septiembre de 1910 se convocó a una manifestación de repudio
que fue reprimida. El 4 de octubre Madero se fugó de la prisión y escapó a Estados Unidos para emprender la oposición armada. El maderismo como fuerza, más bien moderada, nunca se propuso un horizonte radical de transformación política. Fueron los límites estructurales del régimen para absorber, incorporar y ampliar la base social de consenso los que arrojaron a Francisco Madero a los brazos de la revolución. En México no hubo un equivalente a la ley Sáenz Peña que ampliara las bases del régimen político y que fuera concensuada por una oligarquía más o menos lúcida. A la falencia del sistema político mexicano, se le sumó la torpeza y la falta de tacto político de Don Porfirio. El fracaso de un traspaso presidencial ordenado demostró la vetustez de un sistema político impermeable a cualquier mínima reforma política. De algún modo, con las trabas a las reformas, se abrirían las puertas para una dolorosa transición: Esta transición estaba determinada por el ascenso de un nuevo sector de la burguesía que pasaba de terrateniente a industrial (sin dejar de ser propietaria de tierras), uno de cuyos prototipos era precisamente la familia Madero, sector que buscaba una transformación en los métodos de dominación del Estado, para acordarlos con las transformaciones económicas sufridas por el país.5 Esa imposibilidad de traspaso político al interior del régimen requería otro tipo de recambio que contemplara las transformaciones sufridas por el país y por sectores de la clase dominante. 5 Gilly, A., La guerra de clases en la revolución mexicana (Revolución permanente y auto-organización de las masas). En: Interpretaciones de la Revolución Mexicana, Editorial Nueva Imagen, México 1981, p. 27.
Madero en Cuernavaca
La revolución de Madero: Fisonomía de una revolución multiforme El 5 de octubre de 1910, los antirreeleccionistas redactaron el Plan de San Luis de Potosí, llamando a la insurrección en todo el país para derrocar al “mal gobierno”. Tan solemne como mesurado, el plan ponía fecha a la rebelión, llamando a levantarse en armas para el 20 de noviembre a las seis de la tarde. Era un plan centralmente político y escasamente reformista, inclusive un retroceso con respecto al programa lanzado en la campaña electoral. Madero sabía que tenía que aglutinar a todos los sectores disidentes para la conquista del poder político y por esto no debía recurrir a un discurso muy reformista. Pero, para derrotar a Porfirio Díaz con las armas, no podía dejar de lado a las mayorías campesinas. Una parte del artículo tercero del plan contemplaba la restitución de las tierras campesinas que habían sido adquiridas “ilegalmente” por los hacendados. Esto fue suficiente para que las masas rurales tomaran las armas. Madero sabía que la revolución política sólo sería posible si su levantamiento contaba con el apoyo de las masas rurales. De igual modo, el hecho que
lo supiera no quería decir que luego controlaría el proceso. En las revoluciones en las que se expresan las aspiraciones de las clases subalternas, cualquier cálculo político queda sobrepasado. Para los campesinos la retórica democrática que llegaba de las ciudades no era algo que podía interpelar sus ánimos. Así lo ilustran algunas crónicas que expresan el sentir profundo de los procesos sociales. En un mitin político, en un poblado de Morelos, luego de escucharse las arengas maderistas sobre sufragio y elecciones efectivas, los campesinos gritaban: ¡Arriba pueblos, abajo haciendas!6 Esto nos da una muestra de cómo se medían las prioridades en las pequeñas rancherías de donde brotó la revolución. En Morelos, la revolución tomó carácter independiente debido al escaso nexo del movimiento campesino con el maderismo, pero también por la represión desatada por el Ejército Federal. El movimiento liderado por Emiliano Zapata en Morelos no fue más que el epifenómeno de la revuelta campesina, que se extendió con distinta intensidad en los diferentes estados del país: 6 Womack, J., Zapata y La Revolución Mexicana, Siglo XXI, México 2004, Cap. III, p.74.
desde Morelos, Oaxaca, Michoacán y Sinaloa hasta los focos rabiosos y espontáneos del extremo sur del territorio mexicano. Mientras los primeros intentos de insurrección en las ciudades habían sido sofocados, en el campo y en los poblados se extendía una llamarada revolucionaria que duraría una década. El descontento de años y años de opresión caciquista explotó en los pequeños poblados, manifestándose en forma de motines y quemas de cárceles y edificios municipales. La revuelta popular se extendió a lo largo de gran parte del territorio mexicano, pero esto no quiere decir que los pueblos insurgentes hubieran puesto su corazón en la figura de Madero. Simplemente, el llamado al levantamiento nacional fue una señal de visto bueno para saldar cuentas con los rurales, los caciques locales y el ejército. En el norte, el peso de la cuestión agraria no era lo central, los lazos comunitarios habían sido disgregados por la hacienda. Los movimientos que surgieron allí eran de carácter heterogéneo y expresaban un rechazo a la centralización y al caciquismo porfirista, por lo cual su identidad era más local que clasista. Una clara expresión de este tipo de movimiento fueron los ejércitos de Pancho Villa y de Pascual Orozco, conformados por peones, vaqueros y mineros. Los pueblos salieron a luchar contra la ingerencia del poder centra en los asuntos locales. Ya no soportaban el peso del avance del poder de los caciques porfiristas ni los impuestos que se iban introduciendo. Los ejércitos campesinos mostraron una enorme capacidad de movilización, trasladándose en campamentos y siguiendo las rutas del ferrocarril. Esos campamentos reprodujeron de alguna manera la vida cotidiana tradicional, tan arraigada en una sociedad patriarcal. Es un
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lugar común, en cualquier relato de la revolución, la figura de las “soldaderas” siguiendo a sus esposos combatientes y haciéndose cargo de las labores domésticas, aunque también combatieron en el frente, muchas veces defendiendo a los pueblos de los ataques del Ejército Federal. De todos modos, esta imagen folklórica ha contribuido a obstaculizar un estudio en profundidad del protagonismo de las mujeres en la revolución. Sin lugar a dudas, esta omisión en los relatos históricos es una dificultad con la que todavía contamos para comprender el dramático peso que debió tener la guerra civil sobre las mujeres; pero también es una traba para comprender, de manera completa, el protagonismo que surgió con el estallido de la revolución. La marea social a la que Madero le abrió la compuerta estaba conformada por campesinos, peones, indios, pobladores serra-
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nos y sectores de la clase media urbana. Esa irrupción social multiforme explotó en una coyuntura en la que la puja política desde arriba tomó un carácter nacional. En esto reside el carácter combinado y multiforme de esta revolución: la crisis al interior de la clase dominante pone en el centro de la arena política a un sector que se desprende del bloque de dominio y que sale a disputar el poder. Y para tal disputa, la facción en ascenso agita a “los de abajo”, prometiéndoles el paraíso en la tierra. Pero, en este caso, los campesinos y pobladores serranos no entraron a la confrontación como furgón de cola de una de las fracciones de la burguesía. No se redujeron a ser la base de los ejércitos revolucionarios, irrumpieron con sus aspiraciones aprovechando la identidad política nacional que les dio el llamado a las armas de Madero. Los triunfos militares contra el Ejército Federal no alcanzaron para destruirlo, tampoco fue la pretensión del jefe del Plan de Potosí. La toma de Ciudad Juárez por las tropas maderistas, en mayo de 1911, no significó un triunfo contundente, pero sirvió de base para llegar a un arreglo político con el anciano dictador. Porfirio Díaz debió renunciar y embarcarse a Europa, aun con el desacuerdo de Madero que pensaba que el dictador podía cumplir una función en la transición. Con el Acuerdo de Ciudad Juárez, el sector más conservador del maderismo pretendió agotar la revolución con una salida política conciliadora.
Trató de salvaguardar al Ejército Federal, el máximo sostén del porfirismo, llamando al licenciamiento de las tropas revolucionarias, y buscó tranquilizar a los hacendados, acallando los pedidos de reforma agraria. El rescate de De La Barra –una figura porfirista– como jefe del gobierno provisional auguraba de alguna manera los alcances que tendría el reformismo liberal de Madero. Las esperanzas de una legitimidad dada por las elecciones se desvanecieron pronto. En octubre de 1911, Madero fue elegido Presidente de la República junto a Pino Suárez. Pero, ¿qué incidencia tenía en el México rural este triunfo de la democracia? El triunfo electoral se apoyaba en bases muy endebles porque las montañas de votos no podían tapar la queja de los campesinos sin tierra. Con la traición de Madero, los campesinos comprendieron que debían seguir luchando por sus medios para obtener la tierra y que tenían que resistir contra el Ejército Federal, que seguía siendo tan represivo como en los tiempos de Don Porfirio. La cuestión agraria seguía siendo el irresuelto. En Morelos durante noviembre de 1911, los campesinos liderados por Zapata proclamaron el Plan de Ayala. No se sabe quién lo redactó, algunos autores sostienen que lo escribió un maestro rural pero, sin duda, era un “Plan libertador de los hijos del Estado de Morelos”. Si bien este plan de reforma agraria no era muy radical, expresaba la continuidad de la revolución social y la independencia política de los campesinos con respecto al gobierno de Madero. Como lo expresa el artículo sexto, las tierras comunales se tomarían con las armas y serían los hacendados los que tendrían que demostrar ante un tribunal si les pertenecía o no la propiedad que habían usurpado. Este solo hecho ponía cabeza abajo todo el edificio jurídico al servicio de los terratenientes, ya que eran los hacendados, y no los campesinos,
los que debían enfrentar a los tribunales con la carga de la prueba. En un principio, los campesinos no se planteaban la extinción de la hacienda. Lo que rechazaban era la pérdida del viejo equilibrio entre la hacienda, las comunidades y la pequeña propiedad. La hacienda era una institución tradicional, pero la concentración de tierras en manos de los terratenientes había generado el derrumbamiento del viejo mundo. Los aldeanos pensaban en una vuelta al equilibrio perdido; sin embargo, con la lucha, esa idea se había empezado a desvanecer y la perspectiva se hizo más radical.7 Tras la represión y el incumplimiento del gobierno, los campesinos de Morelos rompieron con Madero y se negaron a dejar las armas. Con este hecho proclamaron su independencia política de cualquier facción de la clase dominante. Tal como lo plantea Gilly, fue la organización comunal la que permitió la autonomía de los campesinos de Morelos, de la cual emanó el programa de reparto de tierras y la autonomía de acción para oponerse al pacto de convivencia del Acuerdo de Ciudad Juárez.8 El gobierno de Madero, además de tener que sofocar la insurgencia campesina, sufrió el asedio de las luchas reivindicativas del movimiento obrero. La militancia obrera resurgió aprovechando las libertades democráticas que otorgaba el gobierno. En julio de 1912 se fundó la Casa del Obrero Mundial de tendencia anarquista. Para enero de 1912 había más de 40 mil trabajadores en huelga. Pero la revolución, más que ser un producto de la lucha obrera, fue un punto de apoyo para que los obreros empezaran a organizarse. No obstante esto, el clima de lucha sindical alarmó a los intereses ex7 Knight, A., La Revolución Mexicana. Del porfiriato al nuevo régimen constitucional, Volumen I, Grijalbo, México 1996, Cap. V. 8 Gilly, A., op. cit., pp. 30-37.
tranjeros que empezaron a apostar a una salida dura. La lucha militar contra Porfirio Díaz también había creado algunos intereses que luego jugaron en contra de la estabilidad del gobierno. El licenciamiento de las tropas revolucionarias, ordenado por Madero, generó descontento entre algunos caudillos militares. Pascual Orozco, uno de los héroes militares de la lucha contra Porfirio Díaz, se sublevó. Su “Plan de Empacadora” había cosechado un importante apoyo, incluso el de Emiliano Zapata, debido a que contenía demandas sociales sentidas. De todos modos, aunque el movimiento arrastró a muchos sectores populares, estuvo en función del oportunismo de su líder que más tarde ofrecería sus servicios a la reacción. Madero, tratando de generar consenso entre las clases propietarias, dio el visto bueno para que el Ejército Federal actuara, primero sofocando la rebelión de Orozco y luego reprimiendo sobre Morelos. Y a pesar de las garantías brindadas por Madero, la reacción que se cobijada en el aparato del Estado nunca dejó de atentar contra su gobierno. Despojado de la base social que lo había llevado al poder, Madero se empezó a apoyar cada vez más en el Ejército Federal y en la figura del general Victoriano Huerta. Al aislamiento político interno se le sumó la intervención del vecino del norte. La embajada de Estados Unidos se convirtió en un punto de referencia para la reacción, debido a que los empresarios norteamericanos estaban descontentos con la permisividad del gobierno con los sindicatos. Aislado políticamente y con la embajada de Estados Unidos dando apoyo a la reacción contrarrevolucionaria, el gobierno elegido por “sufragio libre” quedó a merced de la buena voluntad de los mandos del Ejército Federal. Sin lugar a dudas, el golpe militar liderado por Huerta en febrero de 1913 sólo cumplió el rol de sancionar la caída de
una experiencia política ya agotada de antemano. La noche del 22 de febrero de ese año fueron asesinados el presidente Madero y el vicepresidente Pino Suárez. La reforma política que Madero impulsó fue limitada por su prioritaria necesidad de negociar con los elementos del antiguo régimen. Junto a esto, su intento de afianzar las bases de una democracia fracasó, justamente porque la puja desde abajo no podía ser contenida con simples reformas. La revolución multiforme desatada en 1910, que abrió el juego a los pueblos serranos, campesinos e indios, fisuró la frágil pared de la democracia liberal que Madero se empeñó en sostener. Por la negativa se demostraba que era necesario otro tipo de regimentación sociopolítica. La lucha contra la dictadura de Victoriano Huerta El golpe contrarrevolucionario del general Huerta fue un intento de restauración el viejo orden porfirista. La embajada de Estados Unidos, los hacendados y la Iglesia dieron la bienvenida al salvador militar. Desde el principio, el dictador trató de ampliar su base de apoyo, tratando de cooptar a las fuerzas que se habían rebelado contra Madero. Tuvo un gran éxito al reclutar al caudillo Pascual Orozco para las filas de la contrarrevolución. Lo cual marca las profundas limitaciones de los movimientos marcados por la lógica caudillista. Tras la asunción de Huerta como presidente, los únicos gobernadores que rechazaron su legitimidad fueron los de Sonora, Coahuila y Chihuahua. La decidida ruptura de los gobernadores con Huerta se debió a que, en el interior de sus estados, los conflictos sociales abiertos por la revolución habían sido relativamente controlados desde arriba.
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Más allá de la retórica constitucionalista, la urgencia por intervenir estuvo determinada por el hecho de que la resistencia al golpe militar estaba tomando una dimensión popular que era necesario canalizar y domesticar para que no deviniera en “anarquía”. El Plan de Guadalupe, proclamado por las fuerzas constitucionalistas que lideró el gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, no proponía ninguna reforma, sólo planteaba centralizar el esfuerzo militar contra la dictadura. En principio, Carranza logró encolumnar a la División del Norte, de Pancho Villa, y al Ejército Libertador del Sur, de Emiliano Zapata. Si bien pudo coordinar relativamente los esfuerzos militares contra Huerta, en el terreno político su resultado fue bastante magro. Siguiendo el trazado del ferrocarril del centro-norte avanzaba la División del Norte. A medida que las tropas derrotaban a los federales, iban liberando poblados y se les sumaban campesinos, peones y trabajadores de las minas y del ferrocarril. Socialmente era heterogéneo y carecía del arraigo comunal que sí tuvo el movimiento de Morelos. Para el movimiento de Villa, la cuestión de la reforma agraria no era un aspecto central en la lucha. Los repartos de tierra que se habían hecho estuvieron más en función de las necesidades de la guerra, que a las de sus bases sociales. Al carecer de una base programática delimitada, la cohesión que se desarrolló en el movimiento fue más bien de tipo vertical, primando la lealtad a la personalidad del líder popular. Sin las delimitaciones sociales que da un programa, el movimiento villista atrajo a un sector importante de propietarios del norte. Esto expresaba una diferencia importante con el movimiento zapatista. La guerra contra Huerta fue el escenario en el que
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José Victoriano Huerta
emergió la figura de Álvaro Obregón, proveniente de Sonora. De gran genio militar y político, Obregón comprendió el negocio de afiliarse al carrancismo. Su ejército operó en el noroeste del país y estuvo compuesto por pequeños propietarios y hacendados modernos, pero también incorporó a los yaqui, que luchaban por recuperar sus tierras y repatriar a sus hermanos deportados en Valle Nacional. La fuerza liderada por Obregón tuvo gran profesionalismo, pero su capacidad técnica para la guerra se desprendía de una cuestión más profunda: una perspectiva política nacional. De alguna manera, el poder que Obregón fue construyendo durante la guerra fue moldeando su capacidad de dominio político a nivel nacional. En Morelos, el Ejército Libertador del Sur se había plegado al Plan de Guadalupe. Pero la jefatura de Carranza sobre Zapata fue más bien nominal. Para los zapatistas, la adscripción al Plan de Guadalupe fue un problema más bien táctico, en función de la política local y de la reforma agraria contemplada en su Plan de Ayala. Con el avance de las victorias constitucionalistas, el régimen de Huerta empezó a resquebrajarse.
Las levas masivas empezaron a generar reactividad inclusive en los pueblos pacíficos. Y a pesar del crecimiento del Ejército Federal, su capacidad para sofocar las revueltas y enfrentar al constitucionalismo fue muy débil. La dictadura se había convertido en un cuerpo depredador de medios materiales y de hombres, lo cual generó descontento entre las clases propietarias. La situación era de una profunda crisis y las fuerzas militares no podían garantizar la seguridad de las propiedades de los hacendados. Éstos intentaron organizar cuerpos de autodefensa pero fracasaron, evidenciando su crisis como clase dominante. El cambio de política internacional de Estados Unidos no fue favorable al régimen. Esto se debió, en primer lugar, a que Huerta empezó a acercarse a los intereses europeos, en particular a Alemania. El gobierno de Wilson empezó a ver que la mejor forma de garantizar los intereses estadounidenses, era la implantación de un gobierno democrático que normalizara la situación política y social. Tras un incidente diplomático, las tropas yanquis entraron al puerto de Veracruz el 21 de abril de 1914. Huerta pensó que podría capitalizar la ola nacionalista que surgía en las ciudades. En algunos centros urbanos, se ofrecían voluntarios para “echar a los gringos” del puerto y la dictadura pretendía utilizarlos para la guerra contra Villa, tirando por la borda, así, toda posibilidad de canalizar esa ola patriótica. El presidente Wilson pensó que la invasión contaría con la simpatía de la causa constitucionalista, pero Carranza −en su calidad de primer jefe del Ejército Constitucionalista− demandó la salida inmediata de las tropas yanquis. Tras algunas batallas decisivas, como la espectacular toma de Zacatecas que las tropas del general Francisco Villa protagonizaron, incluso en contra de la voluntad de Carranza,
Villa y Zapata en el Palacio Presidencial
Huerta quedó desarmado y aislado. En julio de 1914 se rindió incondicionalmente. Con la caída de la dictadura se derrumbaba el viejo edificio estatal que había sido creado en treinta años de porfirismo. El Ejército Federal quedó disgregado y destruido. Las clases poderosas de aquel México de los “científicos” se embarcaban para salir al exilio. El triunfo de los constitucionalistas había generado una transformación en la fisonomía de la sociedad. La caída de Huerta vino a confirmar la debacle del viejo orden político y la crisis de los señores de la tierra. Del enemigo común a la guerra de los vencedores La derrota de la dictadura de Huerta fue contundente, pero no resolvió el problema del poder político. Destruido el enemigo común, las contradicciones entre las distintas fuerzas salieron
a la superficie. El Pacto de Torreón, de julio de 1914, fue un intento de dar cuenta del enfrentamiento político entre las fuerzas carrancistas y villistas. Pero este intento de congelar las tensiones entre las fuerzas políticas militares, llevando las contradicciones al terreno de un acuerdo, fue un fracaso. Las facciones habían pactado convocar a una convención, que tendría como objetivo ser el órgano supremo de la revolución. Ésta se constituyó en octubre de 1914 en Aguas Calientes y tenía como objetivo reorganizar el poder y establecer reformas sociales. Pero la salida pactada no conformó a Carranza, que se vio en desventaja frente a las fuerzas populares y decidió retirarse en franca disputa de poder hacia Veracruz. Gilly caracteriza este momento como el más elevado del proceso revolucionario. Los ejércitos de Francisco Villa y de Emiliano Zapata entraron triunfales al centro de poder del país, atrayendo a sectores del ala reformis-
ta radical del constitucionalismo. Ya en retirada las fuerzas carrancistas, la Convención pretendió gobernar el país para establecer las reformas sociales que el pueblo demandaba. Pero su rol legislativo se redujo a un apoyo nominal al Plan de Ayala. A pesar de que lograron controlar militarmente una importante parte del territorio nacional, los convencionistas fracasaron en la construcción de un poder político coherente. La incapacidad de los cuadros políticos del villismo y del zapatismo, para reorganizar el poder del Estado y atraer a otros sectores sociales como la clase obrera y los sectores medios, generó el desprendimiento de la izquierda constitucionalista que volvió a aliarse con Carranza y Obregón. La experiencia de la Convención de Aguas Calientes, tan corta en el tiempo, condensó las potencialidades, las esperanzas y la dramáticas limita-
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ciones de la revolución popular. El fracaso de la Convención y de la alianza militar entre Zapata y Villa para delinear una alternativa a nivel nacional evidenció las limitaciones políticas y culturales, en un sentido amplio del término, de las dos fracciones populares de esta formidable revolución. El precio sería altísimo: la extenuación de las masas campesinas y el avance de posición del carrancismo. La guerra se cristalizó entre Villa y Carranza y el zapatismo se replegó a Morelos. Carranza, apoyado por Obregón, sabía que para empezar la reorganización del Estado debía aniquilar a la División del Norte. El gran movimiento de Villa había logrado un elevado grado de profesionalismo militar, pero su inconsistencia programática hizo que fuera permeable a elementos oportunistas y reaccionarios. Esto fue algo de lo que se valió Carranza para la propaganda contra el líder popular. Al no poder generar una alternativa política por abajo que arrastrara a las clases subalternas, el papel histórico que le tocó a este movimiento popular armado fue tan sólo el de ralentizar el avance del constitucionalismo. La polarización entre las dos facciones ayudó a la definición política de distintos grupos de poderes locales, que buscaban una identidad a nivel nacional para enfrentarse. Alan Knight plantea que no se puede analizar esta confrontación
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desde un punto de vista limitado al de clase. Ambas facciones tenían similar composición social. Fue la cultura política lo que marcó la dierencia entre ambas fuerzas.9 Esto permite entender por qué a pesar de la inicial desventaja militar, Carranza logró recuperar terreno. No fue solamente el dominio de las modernas tácticas militares lo que decidió la ventaja del armado político de Carranza. Fue la proyección de poder a nivel nacional. El claro manejo del
Zapata (Diego Rivera)
arte de la política entendido como un juego librado en un terreno nacional más que local. Factor que convirtió y delimitó al constitucionalismo como la facción más consciente con la que contó esa burguesía que había apoyado antes a Madero. Es la facción que pudo entender qué tipo de limitaciones tuvo Madero, concluyendo que era necesario ir más allá de las reformas liberales. Entonces, con el objetivo de tomar el poder del Estado, el Ejército Cons9 Knight, A., Caudillos y Campesinos en el México Revolucionario, 19101917. En: Caudillos y Campesinos en la Revolución Mexicana, Fondo de Cultura Económica, México 1985, pp. 59-85.
titucionalista se apoderó de Veracruz, Yucatán y Chiapas que le suministrarían recursos materiales para alimentar y armar a sus tropas e ir ganando posiciones. La batalla de Celaya, en abril de 1915, fue decisiva para terminar con la amenaza de Villa. De este modo, la fase ascendente del villismo terminó, quedando el movimiento desperdigado en guerrillas. Luego de la derrota vendrían las famosas incursiones de Pancho Villa al territorio estadounidense. Pero estos hechos sólo tuvieron el mérito de generar el mito popular del caudillo y de atraer las incursiones de tropas yanquis al territorio mexicano. El mito que contribuyó a alimentar la caracterización de la revolución mexicana como nacionalista, tal como quedó expresado en un popular corrido: “Adiós torres de Chihuahua/ adiós torres de Cantera/ Ya vino Francisco Villa/ a quitarles la frontera/ Ya llegó Francisco Villa/ a devolver la frontera”. Más allá del mito popular, el villismo perdió su relevancia nacional como fuerza política. Tras la derrota de la División del Norte, el Ejército Constitucionalista avanzó a destruir la revolución de Morelos. Ejército Libertador del Sur y campesinos en Morelos: La tierra y la libertad Como planteamos antes, con el fracaso de la Convención el zapatismo se replegó a Morelos. Esa coyuntura de enfrentamiento entre Villa y Carranza les dio a los campesinos mo-
relenses un respiro para reconstruir la vida social bajo sus propias pautas culturales. El zapatismo respondía a viejas aspiraciones comunitarias de reconstrucción de las tradicionales formas de vida, que habían sido trastocadas por el “progreso” de los hacendados. Fieles a su Plan de Ayala, que pregonaba por la devolución de las tierras a los hijos de Morelos, formaron su ejército de aldeanos. No eran profesionales de la guerra, habían combinado el arado con la carabina 30-30. No contaban con los pertrechos con los que había contado Villa; sus armas eran, en muchos casos, las que les habían arrebatado al Ejército Federal. Su revolución era para recuperar el viejo orden de las cosas, ese equilibrio perdido por la voracidad de los hacendados. Pero el campo de ese pequeño estado que es Morelos ya no volvería a ser el mismo. La revolución significó un salto hacia adelante y trastocó las viejas relaciones sociales destruyendo la respetabilidad consuetudinaria hacia el patrón. Los aldeanos de los pueblos trataron, de manera consciente, que el aspecto militar no se entrometiese en la gestión de la cuestión agraria y en otros asuntos civiles. Como plantea John Womack, los campesinos de Morelos trataron de reconstruir su vida con criterios civilistas.10 Querían organizar su vida y sus cultivos por fuera de la ingerencia de los gobiernos y de los hacendados, por esto la relevancia de la idea de autogobierno. En este momento los campesinos empezaron su labor constructiva, se expropiaron los ingenios y las destilerías. Zapata pensaba dar un fin social a los ingenios azucareros, para que dieran fondos destinados a las viudas de los campesinos revolucionarios caídos. Las tierras empezaron a ser repartidas y el cultivo de azúcar, que había invadido Morelos, empezó a ser 10 Womack, J., op. cit., Cap. VIII, p. 221.
Zapata entra a Puebla
desplazado por los cultivos tradicionales de maíz y frijol. Si bien de la ciudad llegaron técnicos agrimensores que simpatizaban con la causa para trabajar en la distribución de tierras, los repartos se hicieron respetando los usos y costumbres de los pueblos. Los litigios entre comunidades eran mediados por la autoridad personal de Zapata, pero se intentó que los mismos pueblos gestionaran las negociaciones entre los distintos intereses aldeanos. La paz había llegado a Morelos y muchos plantean que se abrió un período de prosperidad. Pero era una paz a costa del aislamiento y por eso muy vulnerable. Ese aislamiento consecuente con el criterio localista de los campesinos morelenses, explica las potencialidades de este movimiento de gran lealtad comunal, pero también explica sus limitaciones. La Comuna de Morelos,11 como el experimento social más elevado de esta revolución, sólo pudo sostenerse en base a su aislamiento temporal. Pero fue 11 Compartimos la conceptualización que hace Adolfo Gilly sobre la experiencia desarrollada por los campesinos de Morelos.
débil para contrarrestar la dinámica absorbente del proceso de reorganización del Estado. Luego del debilitamiento del villismo en el norte, los constitucionalistas pudieron arremeter contra Morelos. El poder constitucionalista debía imponerse contra la labor constructiva de los campesinos. La entrada a Morelos del Ejército Constitucionalista de la mano de Pablo González, conocido popularmente como el general que nunca ganó una batalla, hizo recordar a los campesinos los peores momentos bajo el huertismo. Incendios de pueblos, asesinatos masivos y deportaciones estuvieron a la orden del día. La incursión del poder central confirmó, en el saber popular de los campesinos, el significado histórico de los gobiernos centrales. Pero a pesar de la brutalidad, Carranza nunca logró conformar un dominio coherente en Morelos. De todos modos, la guerra fue lo suficientemente contundente como para extenuar a la revolución campesina. La guerra civil impulsó drásticamente la centralización estatal, asfixiando el protagonismo de los pueblos
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insurgentes de Morelos y debilitando progresivamente a sus cuadros políticos. El logro de Carranza fue anterior al asesinato cobarde del gran revolucionario, que él ordenó. La primera muerte de Zapata se anunció cuando, por su aislamiento, ya había dejado de nombrar al Plan de Ayala en sus proclamas políticas. Casi una década había transcurrido desde que los campesinos de Anenecuilco lo eligieron para que los representara y los guiara en su lucha por la tierra. Sus últimos diez años de vida y su trágica muerte condensan las esperanzas y los dramas de la revolución campesina que supo levantar consecuentemente las divisas de Tierra y Libertad. Pero los pueblos pagaron un precio altísimo para obtener la tierra, con la pérdida enorme de vidas y resignando su autonomía frente al gobierno. La libertad sólo pudo durar hasta el momento en que se sostuvo la pequeña experiencia de la Comuna de Morelos. Con el asesinato de Emiliano Zapata, en 1919, los líderes campesinos sólo tuvieron margen para una salida negociada con Álvaro Obregón. La guerra civil y la reconstrucción estatal El peso de la guerra civil tuvo un enorme efecto negativo en esa revolución que se había iniciado en 1910. En lo concreto, la guerra abarcó grandes zonas de México, poniendo todos los recursos económicos en función del armamento de los ejércitos. El traslado humano fue algo común, ya sea por deportaciones o por traslados militares. Las levas forzosas, los incendios de pueblos, los fusilamientos y las violaciones, tuvieron un efecto devastador en la subjetividad de las masas. La misma destructividad del avance del poder central, así como la extensión en el
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tiempo de la guerra civil, fueron desvaneciendo las esperanzas que los pueblos depositaron en la revolución. No fue el apoyo a Carranza lo que ayudó a consolidar al régimen, sino la situación de extenuación de las masas. Éste fue el marco más apropiado para que –con dificultades y luchas internas– se impusiera la facción constitucionalista para encarar la reconstrucción del Estado. La centralización constitucionalista no sólo enfrentó a los sectores populares, sino que también debió sofocar las rebeliones autonomistas y reaccionarias de Chiapas, Oaxaca y Yucatán. En estos Estados, la autoridad de los hacendados no había sido afectada profundamente por la revolución. Más allá de algunos levantamientos violentos, los terratenientes conservaron el control. La reacción terrateniente contra las reformas que provenían desde el centro del país arrastró a los peones y a los pueblos pobres. Las clases subalternas no habían logrado la independencia política que les hubiera permitido no ser la fuerza de choque de la reacción. La rebelión de los terratenientes hegemonizó a las poblaciones pobres para preservar su poder local. De alguna manera, el avance del poder central capitalino se vio como un mal mayor. En este caso el localismo tuvo un límite profundo, al servir de base de los intereses contrarrevolucionarios. Los movimientos más importantes de este tipo fueron encabezados por Félix Díaz y Manuel Paláez, que recibieron apoyo financiero de las empresas petroleras. Sólo llegado el año 1919, el gobierno pudo sofocar a estos movimientos reaccionarios. Uno de los aspectos decisivos en la construcción de poder fue la habilidad de los constitucionalistas para extender alianzas en función de la ampliación de las bases del nuevo régimen. En febrero de 1915, a instancias de Álvaro Obregón, se estableció el pacto entre Venustiano Ca-
rranza y la Casa del Obrero Mundial. Los obreros abandonaron su apoliticismo sindicalista para apoyar a la burguesía y a la pequeño burguesía constitucionalista. Así se fundaron los tristemente célebres “Batallones Rojos”, en los cuales los obreros se enrolaban para pelear contra los ejércitos campesinos. Los batallones de obreros no significaron para Carranza un gran apoyo militar. Pero sí tuvieron una gran importancia política al convertir a los trabajadores en un sector social clave para la construcción del nuevo régimen. La dinámica de reorganización del Estado no quedaba reducida al aspecto militar. En todo caso la centralización aunaba los aspectos militares y legislativos. Pero este puntal reformista no puede se interpretado de manera unilateral. El Estado moldeado por las elites del norte no fue un devenir lógico de la revolución social. Una mirada superficial caería en la trampa de hacer una relación unilateral entre aspiraciones iniciales de una revolución y la construcción de un nuevo Estado. Esto sucede cuando se leen las revoluciones desde los papeles que se escriben en la cima del poder. Entonces la revolución mexicana se podría entender desde la lectura de la Constitución de Querétaro de 1917, por sus artículos muy “progresistas” para la época. La Constitución de 1917 se redactó mientras se golpeaba a la savia popular de la revolución. Pero a su vez, de manera difusa, tenía que contemplar al menos las demandas más sentidas del pueblo pobre. Por esto, las reformas carrancistas no fueron sólo el producto del radicalismo que rondaba en las filas constitucionalistas. Por ejemplo, la ley agraria decretada por Carranza en enero de 1915 tenía el objetivo de crear un marco de legitimidad para tapar cualquier reforma agraria por abajo. No obstante esto, la reforma desde arriba reconocía en los papeles que había un sector
social que se debía contemplar, para canalizarlo y cooptarlo luego de años de lucha revolucionaria. Esto fue lo que motivó el reformismo del constitucionalismo. Pero la reforma agraria carrancista también tuvo el propósito de acabar con las bases de poder de los terratenientes vinculados al antiguo régimen. En mayo de 1917, Carranza fue elegido Presidente Constitucional de la República, aunque nunca tuvo gran popularidad. Para 1920 la discusión central pasó a estar alrededor del ya conocido problema de la sucesión presidencial. Carranza pensó que podía promocionar a un hombre de su entorno para que lo sucediera, pero su gobierno estaba muy desgastado, tras los años de guerra antipopular. La idea de Carranza de desmilitarizar la política generó descontento en el ejército. Por otro lado, su pacto con los obreros se había roto tras una secuencia de huelgas que fueron reprimidas. En mayo de 1918 se fundó la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), que apoyó políticamente al hombre fuerte de Sonora. Carranza, en su tarea de reconstruir la burocracia del Estado, empezó a apoyarse en el viejo personal porfirista. De esta manera, se enajenó al elemento pequeño burgués radical, que lo dejó para aliarse a Obregón.
La ruptura ya era un hecho. En abril de 1920, Obregón lanzó el Plan de Agua Prieta contra Carranza. Pero el 21 de mayo Carranza cayó asesinado por un político de la reacción. Las fuer-
zas sociales que llevaron a Obregón al poder fueron muy heterogéneas: desde elementos de la burguesía y la pequeño burguesía que ansiaban la llegada del orden, hasta el Ejército
Nacional que buscaba preservar su poder en el nuevo esquema político. En diciembre de 1920 Obregón ocupó la presidencia, apoyado también por la CROM y por los zapatistas. La entrada en juego de un sector de la clase obrera y de los campesinos, vino a terciar en el conflicto interno del constitucionalismo. Pero no fue la fortaleza de los obreros y campesinos, lo que les permitió decidir en la crisis interna de la burguesía; su intervención fue más bien parte de una táctica política, producto del escaso margen de maniobra que les permitió la derrota. En síntesis, el régimen que gobernaría por décadas a México se pudo imponer sobre la base de la cooptación de las fuerzas populares luego de que éstas sufrieran una derrota. Pero la cooptación del movimiento campesino y obrero organizado tendría su contrapartida en la contemplación de algunas de las demandas sociales surgidas de la revolución. Las bases para el régimen posrevolucionario estaban echadas para anunciar una reorganización de la relación entre Estado y clases subalternas. De esta manera, un periodo de diez años de lucha revolucionaria se cerraba para cristalizarse en un régimen que gobernaría por décadas.
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Los que hicieron la revolución y los que la heredaron La revolución mexicana como relato ideológico del Estado posrevolucionario, sin duda, se ha convertido en una pesada losa para la subjetividad de las clases subalternas. La misma idea de “mexicanidad” o el panteón revolucionario donde yacen los “grandes hombres de la revolución” son sólo una muestra de esa ideología explotada hasta el hartazgo por el régimen del PRI. Y esto nos arroja una idea de quiénes han sido los beneficiarios de esta gran revolución; aquellos hombres que, como Álvaro Obregón, supieron entender el negocio de la revolución. Fieles representantes de la burguesía y de la pequeño burguesía, que supieron hacer uso de los recursos y de las herramientas del Estado, como parte de su estrategia de acumulación. Es casi imposible encontrar a mediados del siglo XX a una burguesía que apelara tanto a su pasado revolucionario y esto explica la persistencia de la clase dominante
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y su personal político en generar un relato nacional de este inmenso proceso social. Como fenómeno social, político y cultural, la revolución fue extremadamente generosa en participación. Fue un fenómeno que involucró a campesinos, peones, mineros, trabajadores, sectores medios e intelectuales; y entre todos éstos la participación transversal de las mujeres. La revolución mexicana, que abrió ese enorme protagonismo social, también motorizó las fuerzas que empujaron a terminar con una tarea empezada por el régimen porfirista: la centralización del Estado. La guerra civil fue desgastando la savia social de la revolución y sobre la derrota popular se pudo reconstruir el Estado. Pero el régimen político que surgiría no podría contar con la asepsia liberal heredera de Madero. Debía contemplar algunas demandas sociales y a la vez cooptar a las expresiones organizadas de las clases subalternas. Las revoluciones son momentos concentrados de vida social donde se expresan las poten-
ciales de las clases oprimidas tapadas por años de opresión y explotación. Pero también muestran sus límites, muchos de ellos determinantes. En este sentido, la posibilidad de que la burguesía impusiese su ordenamiento estatal, fue también un reflejo de las limitaciones populares en cuanto a resolver el problema de la articulación de poder. La explosión popular pudo subir hasta el escalón que le permitió el grado de madurez política de sus protagonistas. Y ese grado de madurez no alcanzó para trascender el localismo y el caudillismo tan arraigado y asfixiante. Hoy luego de cien años, la revolución mexicana sigue resistiéndose a los esquemas y a los modelos. Nos sigue afirmando y recordando la multiformidad de las revoluciones. Sigue generosa en relatos y enseñanzas para aquellos que soñamos con un horizonte de transformación revolucionaria. Pero por sobre todo, su experiencia nos baja a tierra las esperanzas y las vicisitudes de un proceso concreto en esta parte del mundo.
¿Qué quiere la Liga Espartaco? Rosa Luxemburg Primer libro de Editorial La Minga, en homenaje a la gran marxista revolucionaria polaca-alemana, al cumplirse 90 años de su asesinato. El título corresponde al del proyecto de programa que Rosa presentara al congreso fundacional del Partido Comunista Alemán. Incluimos también la versión más difundida del discurso pronunciado por ella en ese congreso. Una lectura de ambos textos nos permite reconocer –como decimos en la presentación– un pensamiento que “sigue brotando y anima a ser recreado aquí y allá en la diversidad de quienes buscamos la revolución socialista”. El libro es introducido por un ensayo de António Louçã, Rosa Luxemburg – Globalización capitalista o revolución, y cierra con el ensayo Autonomía y antagonismo en Rosa Luxemburg y Gramsci, de Marcos del Roio.
Nosotros los indios Hugo Blanco (En coedición con Herramienta Ediciones)
Considerado legendario y mítico, historia viviente del Perú profundo, Hugo Blanco sigue siendo referencia y símbolo de la extraordinaria lucha del campesinado indígena de los Andes. Nosotros los indios es una compilación de sus textos escritos en diferentes momentos, una obra testimonial corregida y aumentada respecto de la publicada en el Cusco en 2003. Los comentarios de Eduardo Galeano y de Raúl Zibechi, así como el prólogo de Norma Giarracca, expresan de la mejor manera una valoración de este libro y de su autor. Presentan, mejor que nadie, a ese Hugo Blanco que “resultó ser el más indio de todos”, al luchador revolucionario consustanciado con la explotación y opresión de los pobres del campo, al militante que rescata la cultura comunitaria de los pueblos originarios frente a la orgía del progreso, al dirigente social que enfrenta a los poderes opresores y que aporta desde abajo a la construcción de una alternativa de liberación.
A cien años de la revolución mexicana
La multiformidad de las revoluciones Cananas cruzadas, trenes repletos de campesinos en armas y carabinas 30-30, son algunas de las imágenes que sobreviven por sí mismas como postales de una de las páginas más emocionantes y dramáticas de la lucha de clases en nuestro continente. Pero las imágenes no hablan por sí mismas, no pueden explicarnos lo que ha sido esta revolución. No pueden explicarnos los diez años de guerra civil, ni las esperanzas surgidas de la profundidad de la tierra. Mucho menos alcanzan para explicar o reconocer la dignidad de miles y miles de hombres y mujeres que destrozaron un régimen que gobernó a México durante poco más de treinta años. Sin lugar a dudas el proceso mexicano abrió un ciclo de luchas sociales, rebeliones y revoluciones en América Latina. Pero, a pesar de su riqueza y de sus enseñanzas, nunca logró la trascendencia merecida en el espectro de la izquierda, quizá por haberse desarrollado antes de la “clásica” revolución rusa. Tratar de explorar en la complejidad de la revolución mexicana no es una tarea que pueda resolverse con esquemas más o menos ordenados. La multiformidad de esta experiencia imposibilita las reducciones lineales. En ella se han condensado las más variadas alianzas y una gran diversidad de lealtades locales. Hoy, con la luz que brinda el transcurso de cien años, podemos entender cuáles han sido sus resultados. El aparato opresivo del PRI, la revolución como ideología de Estado y el desarrollo capitalista dependiente son, sin duda, resultados de este proceso revolucionario. Pero las revoluciones no pueden evaluarse sólo por sus resultados y por sus beneficiarios. Es necesario explorar las aspiraciones de las clases subalternas que han quedado aplastadas en el camino, o que han sido encaminadas de forma distorsionada.